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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.10 no.19 Medellín July/Dec. 2013

 

ARTÍCULOS/INVESTIGACIÓN

 

Tragedia y reaprehensión mítica*

 

Tragedy and mithical reapprehension

 

 

 

Mauricio Vélez Upegui**

** Magister en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín-Colombia. Profesor, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT, Medellín-Colombia mavelez@eafit.edu.co

 

Recibido: 19 de septiembre de 2013. Aprobado: noviembre 8 de 2013

 


Resumen

El texto que aquí presentamos invita a considerar la relación que puede ser establecida entre la tragedia ática y la tradición mítica griega. Luego de describir las condiciones culturales que hacen posible dicha relación, pasamos a formular la idea de que la fiesta religiosa dionisíaca organizada en forma de concurso teatral se fundamenta en un proceso de reaprehensión mítica que sirve de sustento al drama en general, y a la tragedia en particular. Solo que, a nuestro juicio, y tal es la conjetura que formulamos, la reaprehensión del mito que conduce al nuevo ordenamiento poético denominado tragedia entraña tres fases: a) de selección y modificación; b) de reestructuración; y c) de codificación. La consideración de los aspectos sociales y artísticos de cada una de estas fases contribuye a dotar de sentido la conjetura expuesta.

Palabras clave: Tragedia ática, mito, reaprehensión, selección, reestructuración, codificación.


Abstract

This paper draws attention to the relation that may be established between Attic tragedy and the Greek mythical tradition. After describing cultural conditions that make this relation possible, the paper advances the idea that the Dionysian religious festival –organized as a theatrical contest– is rooted in a mythical reapprehension process underlying drama in general and tragedy in particular. More specifically, this paper conjectures that myth reapprehension, which leads to the new poetic order referred to as tragedy, encompass three stages: selection and modification, restructuration and codification. Social and artistic aspects involved in each of these stages are addressed in the paper in order to shed light on the conjecture stated above.

Key words: Attic tragedy, myth, reapprehension, selection, restructuration, codification.


 

 

''La tragedia nace cuando se empieza a contemplar el mito con ojo de ciudadano'' Nestle (citado por Vernant)

En la historia de las producciones del espíritu que han dejado huella entre los seres humanos es frecuente que dos autores que se conocen entre sí, al ocuparse de un mismo objeto de estudio (llámese texto o pieza de arte, documento o monumento), discrepen en sus apreciaciones y se vean forzados a suscribir, por escrito o de viva voz, un ineludible desacuerdo. Razones de índole dispar contribuyen a explicar este hecho: el distanciamiento conceptual que media entre ambos, los hábitos de pensamiento que cada cual cultiva y da a conocer a través de alguna forma de comunicación, las sendas metodológicas que uno y otro siguen en su afán por comprender y explicar la cosa elegida, etc. Si bien no imposible, más inusual es que, situados en contextos culturales diferentes, coincidan, aunque no sea más que parcialmente, en algunos juicios. Un ejemplo de esto último lo hallamos en el caso de la tragedia ática. Ya en el siglo IV a.C.1, Aristóteles, en esas notas de clase que la tradición literaria ulterior conocerá con el nombre de Poética, deja constancia sobre el hecho de que los poetas, al momento de componer sus obras, podían atenerse tanto a las fábulas inventadas como a las fábulas tradicionales o mitológicas (1451b, 20-25). Y a poco de comenzar el siglo XXI, Kadaré, en un libro consagrado a estudiar el mundo trágico de Esquilo, no vacila en afirmar que así como Homero ''se sentó a la mesa repleta de un inmenso festín llamado mitología griega (criatura común de un pueblo que despertó al alba de nuestra civilización)'', así Esquilo y ''el resto de los grandes poetas trágicos participaron del mismo festín'' (2009: 26). Nótese cómo Aristóteles y Kadaré, pese a la distancia espacial y temporal que los separa, exponen una tesis similar, a saber, que el sustrato del cual se nutre la tragedia –una vez se realiza artísticamente bajo la forma dramática- no es otro que el pasado remoto, y, especialmente, las narraciones míticas referidas por Homero, Hesíodo y demás cantores anónimos de ciclos épicos.

Con ser razonable y difícil de contrariar, pues a cualquiera que se adentre por vez primera en la lectura de una tragedia griega antigua no tendría por qué escapársele el hecho de que ésta apunta a una edad desaparecida (matizada simultáneamente de majestad y sordidez divina y humana), cuando no es que podría comprobar con prontitud que las tramas dramáticas se asientan en un pasado remoto, del cual dan fe innumerables alusiones que remiten a ámbitos heterogéneos de un tiempo irrecuperable, con ser razonable, decimos, la tesis calla más de lo que dice. No hay que forzar demasiado la letra para darnos cuenta de que ella, así enuncie la existencia de un estrecho vínculo entre el mito y la tragedia, deja de pronunciarse sobre la naturaleza de dicho vínculo y se priva de hablar, por añadidura, de las circunstancias sociales, políticas y religiosas que lo determinan; y así afirme implícitamente que el autor de una tragedia hace reaparecer en el seno del género teatral naciente una parte de la herencia mítica griega, guarda un terco silencio respecto del modo a través del cual tal proceso se cumple artísticamente. Ni siquiera volviendo a situar las afirmaciones de Aristóteles y Kadaré en el contexto respectivo en que aparecen, y cuya síntesis da pie a la formulación de la tesis que mencionamos, tendríamos forma de encontrar el contenido proposicional que cabe atribuirle a dichos enunciados. No lo hallaríamos puntualmente en Aristóteles, porque su libro constituye más un examen ''racional del fenómeno poético'' (García Bacca, 2000: XVIII), contemplado desde una perspectiva ontológica, que una averiguación dedicada a describir las condiciones del acto creador y las exigencias formales que éste reclama. Y tampoco lo descubriríamos en Kadaré, ya que su texto se centra en el análisis de las siete piezas de Esquilo y culmina con una nueva teoría sobre el origen de la tragedia con la cual pretende rebatir las aproximaciones vigentes desde hace siglos.

En conexión con esto, las páginas que siguen pretenden ofrecer sendas respuestas –desde luego provisionales- a los dos interrogantes que se desprenden de la situación referida: en principio, ¿qué circunstancias sociales ayudan a esclarecer la naturaleza de la relación que existe entre el mito y la tragedia?, y, luego, ¿de qué modo o mediante qué procesos artísticos el autor trágico se sirve del acervo mítico para producir formalmente esa pieza dramática denominada tragedia?

Vaya, de entrada, una célebre noticia referida por Heródoto. Cuenta éste que cuando Frínico, poeta trágico contemporáneo de Esquilo, hace representar, en 492, La toma de Mileto, obra en la que recrea el evento histórico de la destrucción de la ciudad por parte del ejército de Darío luego de la revuelta de los milesios en el 494, los espectadores, asombrados y perturbados por lo que ven y escuchan, se deshacen en llanto. El efecto causado por la tragedia no para ahí, pues quienes fungen de árbitros le imponen al autor una doble sanción: lo conminan a pagar una suma de mil dracmas al tiempo que lo privan de la posibilidad de volver a representar su obra. ¿Cuál es la falta que le atribuyen? Heródoto es explícito al respecto: ''Haber evocado una calamidad de carácter nacional'' (Historia, VI, 21, 2).

Quizás haya razones para sospechar que detrás del severo dictamen de los jueces se escondan otros motivos que desconocemos. Sólo que hasta la fecha no se ha encontrado ninguna didascalia oficial que aclare lo ocurrido. Sea como fuere, el dato ofrecido por el historiador es revelador, en dos sentidos: de un lado, nos da a conocer una de las primeras muestras de censura pública referida al terreno del arte, en medio de una democracia naciente que se precia de fomentar, entre otros principios ideológicos, el libre curso de las opiniones humanas; y, de otro, nos hace comprender que Atenas no ve con buenos ojos el hecho que un autor trágico lleve a escena acontecimientos históricos recientes cuya representación toca vivamente el sentir colectivo de los ciudadanos. Dejando aparte lo que concierne al expediente de los jueces, ¿se impone decir que el arte trágico, al parecer, huye del presente, hace a un lado los temas de actualidad y busca en otro tiempo y lugar las fuentes de las que puede alimentarse para llevar a cabo su tarea?

Escribimos ''al parecer'', y no sin razón, pues en 472, pocos años después de concluida la batalla de Platea (479), última de las denominadas Guerras Médicas, Esquilo lleva a las tablas Los persas, tragedia con la cual hace visible el choque entre Oriente y Occidente, de incontestable vigencia para los atenienses. Si antes Homero, en la Ilíada, al hilo de la narración épica, ha contado un segmento de esta confrontación, ahora Esquilo, al amparo de una forma sustentada en la imitación, retoma el tema y lo pone delante de los ojos del público que asiste al teatro. ¿Acaso el contenido de Los Persas es menos actual que el de La toma de Mileto o, incluso, está compuesto de tal modo que logra dirigir y controlar anticipadamente la respuesta de los espectadores? Tal como ha llegado a nuestras manos, la obra de Esquilo detenta tanta actualidad como la de Frínico, y su carga emotiva, enhebrada a base de motivos misteriosos entre los que se destaca el sueño de la reina Atosa y el fantasma de Darío, no sería inferior a la de éste.

Nos encontramos, pues, ante dos informaciones de valor contrario. El drama de Frínico, al ocuparse de un evento real ocurrido dos años antes de ser transformado en obra literaria, suscita la irritación y el veto de Atenas; en cambio, la pieza de Esquilo, al volver sobre un conjunto de sucesos bélicos acaecidos a los largo de dos décadas, es admitida por el arconte epónimo para hacer parte del concurso dramático anual. ¿Qué es lo que está en juego aquí? ¿Acaso un ejemplo palpable de lo volátil y mudable que puede llegar a ser el ánimo de los asistentes al teatro? ¿Por ventura una caprichosa manifestación de poder, excluyente en el primer caso e incluyente en el segundo? Es difícil saberlo. Si el tiempo (de los acontecimientos y de la representación) es una variable a tener en cuenta, entonces lo que estaría comprometido en la contradicción mencionada guarda relación, según Kadaré, con el arduo problema de las predilecciones artísticas. Atenas se habría visto abocada a decidir entre dos alternativas opuestas: alentar un tratamiento trágico de temas actuales o favorecer el uso artístico de temas mítico-históricos (2009: 100-101). En el primer caso, las situaciones vividas cotidianamente por los ciudadanos atenienses proporcionarían a los tragediógrafos motivos suficientes para componer el tejido discursivo de sus obras; en el segundo, los autores dirigirían su mirada hacia el pasado mediato o remoto para convertirlo en veta fecunda de creación dramática. Actualidad o tradición mítica estarían en la base de esta disyunción electiva.

Independientemente de que se haya presentado o no dicho dilema, una cosa es incontestable: salvo las dos obras mencionadas, ninguna otra tragedia, de las 32 que conservamos, detenta una trama referida a hechos históricos conocidos o relacionada con avatares de su propio tiempo. Situación, sin duda, digna de sorprender, ya que cálculos aproximados nos hablan de más de 150 autores de tragedias, diferentes de Esquilo, Sófocles y Eurípides, y ''de más de 1.200 piezas representadas sólo en el siglo V'' (Zimmermann, 2012: 49). Mientras un hallazgo arqueológico imprevisto o un descubrimiento bibliográfico aleatorio no alteren el estado de la cuestión, obligándonos a reconsiderar la naturaleza del material existente o la situación vivida por Atenas durante aquellas jornadas, es forzoso atestiguar que el sello distintivo de la tragedia reside en la extemporaneidad. De inmediato, una pregunta brota por sí sola: ¿por qué la tragedia habría de apelar al mito, a estos relatos venidos de lejos, cuando es razonable pensar que ''el impulso de la democracia hubiera debido conducirla...hacia el presente y las realidades atenienses''? (De Romilly, 1997: 160).

Si los trágicos se aprovechan de los contenidos míticos que forman parte de su compleja tradición, es porque no ignoran que en ella todavía se atisban las huellas de un pasado salpicado de sentido que merece ser actualizado. Dado que el mito habla de los primeros tiempos en los que, paradójicamente, aún no existe conciencia histórica, y dado que la historia habla, según la conocida distinción aristotélica, de lo particular (''lo que ha sucedido -qué hizo o qué le sucedió a Alcibíades-''), entonces los autores trágicos hablan de lo general o universal (''a qué tipo de hombres les ocurre decir o hacer tales o cuales cosas verosímil o necesariamente'' –Poética, 1451b 5-11- ).

En otras palabras, la atribución de sentido mítico a la propia situación presente se soporta en dos circunstancias de facto, relativas, la primera, a lo que podría caracterizarse como una aquilatada estabilización de la tradición mítica, y, la segunda, al ambiente cultural que se respira durante el siglo V dentro de la misma ciudad de Atenas.

Con ''aquilatada estabilización'' queremos indicar, no que el conjunto de mitos pierda una parte importante de su riqueza poética o de su fuerza religiosa, ni tampoco que dicho conjunto conduzca a las diversas comunidades urbanas y rurales a introducir cambios drásticos en sus actuaciones rituales, sino que ese acervo mítico recibe una primera ordenación discursiva en los poemas de Homero y Hesíodo. Si por definición los mitos son irreductibles a una única y definitiva versión, a la unidad de una sola y concluyente composición, pues la plasticidad está en el núcleo de su naturaleza, Homero y Hesíodo, más que actuar de mitógrafos profesionales, obran como proto-organizadores de un material oral vasto, disperso y contradictorio. Lo que articulan en sus correspondientes poemas es aquello que requieren para dar cumplimiento a los fines perseguidos. Sin importar cuántos relatos quedan por fuera de sus respectivas compilaciones, y haciendo caso omiso también de los detalles con que ambos poetas sazonan la textura discursiva de aquellas narraciones que recogen en sus obras, la organización llevada a cabo por ambos poetas otorga a los mitos una explícita vocación educativa. Al ser arrancados del círculo del habla espontánea, los mitos se convierten en una de las fuentes más importantes –sino la más relevantede la paideia griega. Por eso cuando Platón, pese a la dura crítica que les dirige, llama a Homero y a Hesíodo ''poetas mayores'' (República, II., 377d), en el sentido de ser –cuando menos el primero de ellos- ''maestro de todos los poetas trágicos'' (X., 595c), no hace más que reproducir una convicción avalada por la opinión mayoritaria ateniense. Algo similar podría predicarse de Hesíodo, pese a las diferencias entre ambos. Los mitos, en esa medida, dejan de ser sólo materia de entretenimiento y placer (o, por el contrario, instrumento con el cual algunos pretender ejercer poder y dominación sobre otros), y adquieren un estatuto pedagógico. En la enseñanza, entran a formar parte de lo que los griegos denominan música. Mitos, pues, es lo que cuentan las madres y nodrizas a los niños durante su primera infancia; leyendas es lo que narran los pedagogos cuando llevan a los infantes a la escuela; y los adultos, con ser amantes de la palabra razonada, no dejan de entintar sus conversaciones con estas fábulas que hablan de seres y potencias sobrenaturales. Lo que se consigue, con el correr de los años, es una especie de ''marco mental'' relativamente estable ''en el que se induce a los griegos, con toda naturalidad, a representarse lo divino, a situarlo, a pensarlo'' (Vernant, 1991: 17).

La continuidad del relato mítico en el tejido poético constituye un aspecto sobrepuesto, pero no menos trascendente, de esa cultura común que la escritura sin duda contribuye a consolidar. Nos servimos de la imagen ''tejido poético'' para designar el conjunto de producciones líricas que, junto al trabajo de Homero y Hesíodo, van surgiendo en Grecia. Sea cual fueren los metros utilizados, y sea que se acompañen o no de la flauta o la lira, los poetas líricos también contribuyen a la estabilización mítica de la que hablamos. Aunque en ellos el foco de atención se centre en la expresión del sentimiento personal, en el examen y comunicación de la vida íntima, no dejan de matizar sus composiciones con alusiones veladas o explícitas a los dioses y fuerzas divinas. La lírica, monódica o coral, aúna, al servirse de la escritura, un doble referente: el que es designado por una expresión que hace mención de lo general situado más allá de sí y el que brota, mediante el vehículo de la palabra emotiva, desde dentro de sí. Pero su magisterio social, hecho a base de un saber conseguido mediante el contacto con las divinidades, queda fuera de toda duda.

La tragedia, al regodearse en el pasado, no haría otra cosa que seguir las huellas dejadas por la epopeya y la lírica. No en vano el género épico, y en menor medida el lírico, escrutan –y encuentran- la sustancia misma de sus respectivos quehaceres poéticos en la tradición mítica. Si antes del siglo V estos dos géneros constituyen la única fuente de conocimiento disponible sobre los más diversos aspectos de la prehistoria griega (gestas de dioses, figuras heroicas, linajes humanos, regiones cósmicas, epítetos de culto, costumbres funerarias, conductas rituales, instituciones sociales, etc.); y si la inmensa mayoría de los griegos creía que lo dicho por Homero, Hesíodo y algunos autores de poesía elegíaca y yámbica tenía, si no valor de verdad, contenido de realidad, entonces el drama no tendría por qué ir a buscar su fuente de inspiración en un terreno distinto al ya frecuentado por aquéllos géneros y autores.

La inferencia salta a la vista: cuando los poetas trágicos toman de los mythoi los temas con los cuales entrelazan poéticamente sus composiciones, en realidad lo que hacen es explotar un trasfondo cultural compartido del cual son partícipes todos cuantos se reconocen bajo la rúbrica de la ciudadanía ateniense.

La segunda circunstancia compete a la atmósfera cultural. Atenas, durante el siglo V, se contempla a sí misma, si reparamos en el contenido del discurso que Tucídides pone en boca de Pericles, como una ciudad en donde se dan cita palabras (lógoi) que se traducen en hechos (érga) o hechos que son escoltados por palabras: ''somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos [los asuntos públicos] lo consideramos, no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción'' (Historia, II, 40, 2-3). Cierto que el historiador, al ponderar la alianza de estos dos aspectos, proyecta sobre su propia situación contemporánea un señalamiento ya acotado, otrora, por Homero, cuando nos hace saber, mediante la voz concedida a Fénix, que un héroe se caracteriza a la vez por ''hablar bien y realizar grandes hechos''(Ilíada, IX, 443); cierto, también, que si la ciudad se piensa como un todo compuesto de partes, y dentro de éstas unas se definen por su función oratoria y otras por su función artesanal, entonces la ciudad deviene una mezcla de oradores y demiurgos: oradores cuya labor reclama el uso de la palabra y demiurgos cuya tarea se basa en el uso manual de toda clase de herramientas; pero no es menos cierto que en la pólis, a diferencia de lo que ocurre en el mundo descrito por Homero, palabras y hechos comienzan a separarse. El énfasis recae ahora en el discurso (Arendt, 2006: 40).

La ciudad, a la sazón, se torna testigo de la aparición de una serie de personajes ambulantes, la mayoría de ellos extranjeros, que dicen ser expertos en el uso de la palabra. Sofistas y retóricos componen, no una clase social, sino un nuevo grupo ''profesional''. Refractarios al arte del discurso filosófico, comparten una actitud similar: ''el escepticismo, la desconfianza respecto de la posibilidad del conocimiento absoluto'' (Guthrie, 1995: 78). Ambos grupos instalan la duda entre los ciudadanos, los retorcimientos argumentativos, los largos y embrollados discursos, pero no el deseo de encontrar la verdad. La ciudad los tolera, aun cuando no sin reparos. El Sócrates platónico que conduce los diálogos del Protágoras y Gorgias empeña todo su esfuerzo dialéctico en desenmascarar la perjudicial influencia que estos ''maestros de la sabiduría y palabra'' ejercen sobre la juventud y, en general, sobre la vida ateniense.

Pero no es sólo en el terreno de la política y la filosofía donde el lógos tiene su asiento2; la religión también se convierte en el blanco de un nuevo tratamiento discursivo, no exento de abierta contestación. Junto al culto público oficial, encargado de mantener una religiosidad más social que individual, la ciudad asiste a la consolidación de las llamadas sectas sapienciales-religiosas (órfico-pitagóricas) cuyo énfasis está puesto en la salvación del individuo. Una alternativa religiosa diferente nace, entonces, para contraponerse a la forma tradicional observada por el ciudadano medio. Prohibición del consumo de carne sacrificial, férrea disciplina en el seguimiento de las prácticas y una atención manifiesta dirigida al cuidado del alma (Vegetti, 1995: 311-312) son los rasgos básicos que regulan esta vida sectaria. El sentido de dichas reglas implica una concepción diferente de algunas de las divinidades del panteón olímpico (Apolo y Dioniso). En cierta medida, el movimiento órfico-pitagórico pone en juego un modelo de reflexión y praxis religiosas que hace vacilar la relativa estabilidad de la tradición.

Un espíritu agonal, en el doble sentido de la expresión (como duelo verbal y evento respecto del cual alguien se alza con la victoria y otro más sale perdedor), insufla de confrontación, de debate, de pugna civilizatoria, el uso público de la palabra. Si no fuera por sus connotaciones estrictamente legales, diríamos que el lógos es el tribunal popular ante el cual son llevados, para ser discutidos, criticados, derogados o implantados, mediante gregarias opiniones o sesudas argumentaciones, todos los aspectos de la existencia comunitaria: las leyes, los delitos de impiedad, los crímenes de sangre, las disensiones de vecindad, las declaratorias de guerra, las actuaciones atléticas, las ideas, y, por supuesto, las narraciones míticas. Esta racionalidad, de índole agonalmente discursiva, es adoptada por los autores trágicos, quienes la actualizan, dentro de la estructura dramática, bajo la forma de una alternancia conflictiva entre las partes cantadas y las partes recitadas. Si la ciudad experimenta, merced al libre empleo del lógos, un auténtico hervidero de ideas, creencias, sentimientos, opiniones, dictámenes, a cuál más disímil y difícil de digerir, ¿iba la tragedia a quedar por fuera del radio de acción e influencia de estos sacudimientos culturales? La evidencia del material literario conservado nos dice que no.

Todavía hay que considerar otro aspecto. Esta Atenas sacudida por tendencias ideológicas de la más variada condición y finalidad, orgullosa de sus leyes e instituciones, piadosa en lo tocante al culto de las divinidades de su panteón, afable con el extranjero que pisa la geografía que la circunda, próspera en recursos monetarios (así algunos hayan sido obtenidos como resultado de la vocación imperial de la ciudad), embellecida arquitectónicamente por mandato de Pericles, y de la cual el gran estadista habría proclamado que se había convertido en una gran ''escuela para toda Grecia'' (Tucídides, Historia, II, 41), es también una pólis inseparable de la guerra, ese ''maestro de violencia'' del que habla el historiador (Ibid., III, 82). En el arco de tiempo que va desde el 490, fecha de la batalla de Maratón, pasando por el período de las reformas democráticas del 462, año en el que se produce el asesinato de Efialtes y se restringen severamente las antiguas funciones del Areópago, hasta el inicio de la confrontación bélica contra Esparta en el 431, cuyo desenlace –fatal para los atenienses- está precedido por los golpes de estado oligárquicos del 411 y del 404, en ese arco de tiempo, decimos, Atenas experimenta una doble tensión que pone en jaque su propia supervivencia como comunidad política autónoma y amante de la libertad. La que procede del exterior, del mundo asiático, cuya amenaza real se hace sentir bajo la figura de una horda de bárbaros invasores que arrasan todo a su paso, y la que emana de su interior, materializada en un conflicto latente, apenas sofocado, entre las asechanzas de la antigua clase aristocrática que funda su poder en el linaje, la hacienda y la educación, y las mayorías pobres, carentes de estas dignidades pero conscientes de sus nuevos derechos y deberes civiles y políticos. Marcada por esta doble tensión, cuya intensidad crece y decrece según los intereses de las facciones políticas que año tras año se hacen con el poder, Atenas apenas si podrá jactarse de conocer contados y frágiles períodos de calma y paz ciudadana. La tragedia, en cuanto arte ciudadano por excelencia, no permanece de espaldas a esta situación. Los autores trágicos, acaso en igual proporción que los cómicos, son los encargados de reimplantar en la conciencia social, atenazada por afanes y necesidades alejados del pasado, el recuerdo de las distintas enemistades, contiendas, refriegas y ataques sostenidos entre los mismos griegos, y entre éstos y los pueblos de Oriente. Como no podría ser de otro modo, los discursos de los personajes que el drama actualiza anualmente se tiñen de explícitas alusiones a los horrores y vejámenes de la guerra (entre ellos, la indigna red de la esclavitud) y de abiertos clamores por las bondades que trae consigo una existencia pacífica.

Las circunstancias antes expuestas nos permiten registrar dos resultados parciales: uno, la tragedia es una manifestación poética sustentada en el anacronismo y anatopismo de sus motivos y temas, y, dos, los autores de tragedias, inmersos en un ambiente citadino instruido donde coexisten diversas tendencias políticas, filosóficas y religiosas traen a la fiesta dionisíaca el decantado de una tradición mítica fijada por la escritura.

Pero es difícil que el sedimento de la tradición mítica pueda ser aprovechado por los autores de tragedias, a menos que éstos lleven a cabo un proceso artístico al cual queremos designar con el nombre de reaprehensión mítica.

Solo que la reaprehensión del mito que conduce al nuevo ordenamiento poético denominado drama entraña tres fases: a) de selección y modificación; b) de reestructuración; y c) de codificación. Expliquemos cada una de ellas.

a) Ante todo, hemos de suponer que los poetas trágicos, tramados por el lenguaje que los constituye como seres dotados de lógos, contemplan el conjunto de mithoi con ojos que no son los de sus predecesores. No pueden ser los mismos ojos ni la mirada semejante, si tenemos en cuenta que el surgimiento, desarrollo y consolidación de la pólis es el resultado de complejos cambios sociales y espirituales. Sin una racionalidad política que sirviera de basamento al entramado de las relaciones entre los hombres, la ciudad escasamente se hubiera constituido como núcleo de propósitos comunes. Si descontamos factores tales como el nacimiento, el territorio y ciertos derechos amarrados a acuerdos convenidos entre gentes distintas, la participación es el criterio fundamental del reconocimiento de la ciudadanía en la Atenas democrática del siglo V. Aun cuando Aristóteles pone el énfasis de la participación en el desempeño de las funciones judiciales y de gobierno, es decir, en el acceso a los ho nores públicos (Política, III, 1275a 7-8), es claro que la intervención ciudadana se extiende a otros ámbitos no propiamente políticos: por ejemplo, el religioso y el deportivo. Al ser las Dionisias Urbanas una fiesta de carácter cívico-religioso, cuya organización corre a cargo del arconte epónimo, los poetas trágicos que presentan a concurso sus obras intervienen en calidad de ciudadanos. Ya antes insinuábamos que no debemos considerar a los hacedores dramáticos como individuos ajenos a las vicisitudes de la pólis o separados del espacio público donde se juega el destino de todos sus habitantes.

Más razonable es pensar que en ellos la conciencia de la vida en común, sin duda muy distinta de la vida privada, toma el rumbo del arte, en cuanto forma especializada de participación ciudadana. El quehacer de los poetas, en esa medida, resulta siendo pros heterón, es decir, destinado a otros, nunca a sí mismos. ¿A quiénes? Ni más ni menos, a aquellos que, enlazados social y espiritualmente por un sentimiento de amistad política (philía), se saben integrantes de una asociación compartida (koinonía).

Los ojos con que los autores de tragedias contemplan el universo mítico, observa Nestle (citado por Vernant, 1987: 27), son los del ciudadano. Dada la condición social que encarnan, no tienen más alternativa. Ello significa que la preocupación por la ciudad alimenta de energía creadora dicho ejercicio contemplativo. Lo que sea que vean al cabo de este operar teórico (pues no sobra recordar que, entre los griegos, la palabra theoría denota menos un ''mirar por mirar'' que un ''demorarse en la mirada''), escapa por fuerza al conocimiento de los espectadores. Podemos presumir, no obstante, que el contenido de la entrevisión alcanzada, además de estimular el diseño inicial de las obras, pasa luego a éstas a través de una suerte de filtro heurístico y en ellas reposa como material cifrado (pero no hermético). La relación que se establece entre los poetas trágicos y el contenido de la entrevisión o contemplación mítica describe, pues, la dinámica propia de la intencionalidad artística. De ahí que no podamos evitar pensar que, al demorarse reflexivamente en alguna clase de material mítico, cuyo sedimento es después reconfigurado dramáticamente en forma de tetralogía o pieza suelta, los poetas trágicos obren sin que medie una vocación expresa que se relaciona con las necesidades de la ciudad. Si ello es así, no resulta descabellado intuir que la tragedia ''se sitúa entre dos mundos y es esta doble referencia al mito por una parte –concebido en adelante como perteneciente a un tiempo remoto, pero aún presente en las conciencias- y por otra a los nuevos valores –desarrollados con tanta rapidez por la ciudad de Pisístrato, de Clístenes, de Temístocles, de Pericles- lo que constituye una de sus originalidades y el resorte mismo de su acción'' (Vernant, 1987: 11).

No creemos, con todo, que esta doble referencia de la tragedia al mito y a la ciudad, la primera centrada en el asombro que todavía genera el relato sobre los seres y acciones de otros tiempos, y la segunda encuadrada en los desvelos y ansiedades que origina la vida de los hombres en comunidad, pueda rendir sus frutos a menos que el trabajo artístico de los autores se ejercite previamente en una selección del material mítico. Dado que la frontera última de la creación trágica es la imagen de la ciudad que cada uno de los poetas tiene en mente, la elección de los mitos sería hecha en función de esa imagen. Desde luego, se trata de una imagen cambiante cuyos contornos varían conforme se modifica la ciudad con el paso de los años. Sensibles a las mudanzas del entorno cívico, los tragediógrafos adecúan los mitos elegidos a las circunstancias puntuales que rodean la pólis en un momento dado, y no al revés. Esta adecuación no sólo demuestra la elástica naturaleza del mito; también atestigua la versátil maestría de los autores.

Ahora bien, la tradición oral de la cual hacen uso los autores dramáticos y, en especial, los tragediógrafos no es tomada en su totalidad, y no puede serlo. La razón es sencilla: no todo el universo mítico conocido y disponible, de por sí abundante, disímil y a veces contradictorio en sus distintas versiones, facilita su eventual puesta en escena. Antes que desmentir la idea de estabilización relativa, esta razón no hace más que reafirmarla. Del mismo modo como no todo lo contado por Homero y Hesíodo reaparece entre los trágicos, no todas las tramas trágicas hacen eco a lo referido por aquéllos.

Dos acotaciones nos sirven para demostrar el aserto: en el material literario griego anterior al siglo V, ¿dónde encontramos, salvo en los versos 321-326 de la Odisea, en los que se hace una somera alusión al personaje de Fedra, una referencia directa a la leyenda de Hipólito que motiva la tragedia epónima de Eurípides? O, en otra dirección, ¿en cuál de las obras conservadas de los tres autores trágicos clásicos hallamos, como motivo estructurante de la intriga, la historia en la que padre (Urano), hijo (Cronos) y nieto (Zeus) se trenzan en relaciones arteras y violentas cuyo fin es acceder definitivamente a la soberanía divina e instaurar un orden cósmico inalterable, y la cual relata Hesíodo en su Teogonía? Planteadas sin mucho desarrollo, estas rápidas acotaciones tienen el mérito de indicarnos que la primera fase del proceso de reaprehensión ha de pasar inevitablemente por la criba o el destilado de la sustancia poética. Los autores trágicos someten, pues, el conjunto de relatos míticos a un deliberado proceso de selección. Del amplio acervo fijado por escrito, escogen una parte y descartan otra. ¿Qué parte dejan por fuera? Sólo un estudio comparativo, elaborado con base en exhaustivas recopilaciones mitográficas, podría establecerlo. Por supuesto, no somos nosotros los que estaríamos en capacidad de adelantar una empresa semejante. No obstante, hoy sabemos que el conjunto de las obras trágicas conservadas demuestra a las claras que los mitos vinculados directamente con la historia de Dioniso han quedado al margen. Salvo Las Bacantes de Eurípides, pieza de profundo contenido religioso con la cual el autor se habría despedido de la escena ática, ninguna otra tragedia se ocupa de dramatizar elementos pertenecientes al culto de esta divinidad. Por ahora, ignoramos si la tragedia más antigua, es decir, la que hubo de servir de germen al desarrollo de la consolidación del género, incluía o no algún contenido explícitamente dionisíaco. Y, a juicio de De Romilly, es de suponer, también, que mitos apoyados en elementos desmedidamente inverosímiles o en motivos manifiestamente burlescos quedarían separados del conjunto utilizable, bien por necesidades artísticas, bien por razones de gusto (1997: 170).

¿Qué eligen? Siendo coherentes con lo dicho hasta aquí, digamos que los autores trágicos seleccionan sólo una porción del conjunto mítico conocido. Así es como entendemos el pronunciamiento de Aristóteles según el cual la tragedia versa en esencia sobre algunas familias, a saber, las de Alcmeón, Edipo, Orestes, Meleagro, Tiestes, Télefo...'' (Poética, 1453a 17-21). Pero el Estagirita no se ciega a otra posibilidad: en caso de que éstas no proporcionen lo que se requiere para la actividad de creación, los poetas tienen libertad de ''inventar'' otras, siempre y cuando respeten la norma estética de lo necesario o verosímil. ¿Qué tienen de común las familias que son llevadas a las tablas? Aparte de que cuentan con una probada nombradía y gloria (por no decir con una fama imperecedera), esas familias incluyen entre sus miembros figuras divinas (caso del Prometeo encadenado) o heroicas, vale anotar, seres excepcionales cuya existencia se rige por un destino especial. Dicho más puntualmente: a escena no se lleva cualquier grupo familiar, abstraído de los cientos que integran el ingente acervo mítico griego; a escena se retrotraen únicamente aquellos seres –hombres o mujeres- cuyos caracteres se traducen en actuaciones heroicas, ejemplares, paradigmáticas, rayanas en la desmesura, el exceso o la obstinación. Y dado que dichas acciones, ejecutadas en medio de situaciones-límite, son la vivísima encarnación de lo que los griegos llaman hybris (el proceder que consiste en transgredir ciertos límites de comportamiento que no han sido necesariamente fijados por la ley), la consecuencia de las mismas no es otra que el desencadenamiento de la ruina propia o ajena. Impulsados a actuar, urgidos incluso por la necesidad irrefrenable de manifestarse existencialmente en la acción, los héroes épicos que son refigurados en el drama se atraen sobre sí la desgracia. Y sus conductas son valoradas como pavorosas no sólo porque implican un hecho de muerte, sino porque dejan tras de sí una estela de separación, salpicada de congoja, estupor y miedo. Como afirma García Gual, ''la actuación de los héroes conlleva –diríase que fatídicamente- sufrimientos y muertes de los seres queridos en un escenario de intensa truculencia'' (2006: 186). La Orestíada de Esquilo es ejemplar al respecto. Aunque no conservamos el drama satírico con el cual se cerraba la representación, y el cual llevaba por nombre Proteo, el conjunto que ha sobrevivido es una muestra insuperable de trama compacta, proporcionada y armoniosa. Que luego de ser escenificada en el año 458 haya recibido el primer premio, no significa más que los jueces supieron reconocer su tremenda fuerza dramática y su no menos excelsa belleza. Y ello a pesar de que – o precisamente porque- el conjunto (integrado por Agamenón, Coéforas y Euménides) oscila entre un movimiento descendiente de sangre vengadora y otro ascendente de justicia reparadora que busca y consigue poner coto a la aterradora serie de asesinatos cometidos por los miembros de la familia de los Atridas.

Efectuada la escogencia del material, que desde luego cambia según la finalidad artística deseada o según los condicionamientos sociales del momento, los autores se vuelcan a modificar los mitos. Tal cometido hace parte de la conciencia de su oficio. Las viejas y venerables historias, en consecuencia, son retocadas y contadas de otra manera. Retocar significa suprimir algunos pormenores, alterar otros, cambiar detalles ambientales, introducir nuevos personajes, imaginar circunstancias inéditas, insinuar conexiones insospechadas entre los dioses y los hombres o entre los hombres mis mos, etc. Contar significa suscribir la convicción de que al traducirse al lenguaje dramático el material mítico utilizado se transforma inevitablemente. Esa otra manera de retocar y contar los mitos, para extraer de él, no los motivos descriptivos que sazonan la historia, sino los motivos asociados que dan cuerpo a la acción y al padecimiento del agente, depende en últimas no sólo de la propia naturaleza del mito sino del tipo de racionalidad que se instala en la ciudad.

Y, sin embargo, esta libertad para retocar la sustancia mítica y hacer de ella la columna artística de la composición dramática lejos está de ser absoluta. Muy al contrario, tiene un límite; y es un límite que no debe ser violado, so pena de producir en el auditorio una sensación de desconcierto o una desaprobación afectiva manifestada por el público y los jueces. ¿Cuál es ese límite? Sea cual fuere la modificación hecha al mito escogido como base de la representación trágica, éste debe comportar siempre un esquema básico reconocido (en el pasado) y reconocible (en el presente), que ''define lo principal de su contenido'' (De Romilly, 1997: 162). En breve, la variación expresiva del mito tiene por fundamento un núcleo de contenido constante. Un autor puede modificar cuanto quiera el entramado de la historia que pone en escena, pero sólo si respeta sin objeción, si acata sin restricción, si observa sin reparos, el motivo esencial que caracteriza a la fábula misma. Basten dos ejemplos para aclarar lo dicho. Primero: bien se muestre en el escenario a Edipo como un gobernante que sólo piensa en el bienestar de sus ciudadanos, bien se lo haga mudar de carácter hasta verlo convertido en un auténtico basilisco que sólo piensa en sí mismo, en cualquier caso es preciso que Edipo se revele como parricida. Segundo: bien se muestre en el escenario a Orestes como un extranjero que solicita ante la casa de Clitemnestra los dones de la hospitalidad, bien aparezca con su amigo Pílades para hacerse reconocer por su hermana Electra, en cualquier caso es necesario que Orestes se alce sobre las tablas como matricida. La libertad artística conferida a los autores trágicos es siempre una libertad atada.

La selección mítica, en últimas, está condicionada por una finalidad que sobrepasa el mero cumplimiento de un ideal artístico. No se trata de retomar la figura heroica, sostenida por el culto que la ciudad institucionaliza, para remarcarla como modelo de comportamiento. Si este fuera el propósito de la actividad dramática, sobrarían razones para comprobar que la ciudad se estaría desmintiendo a sí misma, en lo que atañe a pilares tan importantes como la autonomía y la libertad. Nada más excluyente y desigual que una personalidad y actuación heroicas, y nada más opuesto al sentimiento de mancomunidad que una proeza individual urgida de reconocimiento social. Si los autores ponen en escena al héroe de los tiempos míticos es porque desean hacer transparente lo que ellos encubren: los móviles y consecuencias de su obrar. Atenuar el esplendor que rodea la figura del héroe, cuyos destellos enceguecen toda mirada con vocación descubridora, es una de las tareas esenciales del tragediógrafo. Y ello sólo se puede conseguir al precio de una interrogación velada. Qué fuerzas internas empujan al héroe a actuar, qué circunstancias sociales lo llevan a tomar las decisiones que adopta, que demonios rebullen en su ser y se traslucen en su conducta, son todas cuestiones que reclaman una reflexión y una respuesta, así ésta sea provisional y dubitativa y realizada, además, bajo el serio artificio de la imitación. Y todo con el fin de que el ciudadano se contemple ante el héroe como ante un ser que se define por la acción y por la palabra que sale de sus labios para explicar y justificar dicha acción. Desarraigado del mito para ser instalado en el marco ilusorio del teatro, el héroe que actúa, y que en su accionar inevitablemente se pierde a sí mismo, ofrece al espectador no sólo el testimonio de su propia desdicha, sino también una ocasión para meditar acerca de las palabras y actos con los cuales se consolida la experiencia de una vida en común y en los que se asienta, de contera, una opción de comprensión de la condición humana, de por sí frágil, mudable y enigmática.

b) Además de seleccionar, de entre la extensa masa de relatos míticos que conforman la tradición oral griega, aquellas narraciones cuyos motivos libres y asociados brindan alguna clase de provecho dramático o de utilidad artística, el autor de tragedias se ve exigido a realizar una segunda actividad estética: debe producir, hacer visible, llevar a las tablas, mediante la imitación, una realidad poética nueva: la obra dramática. Y recibirá el nombre de poeta (de poietés), no porque se sirva del verso o de la prosa, o porque se auxilie de un instrumento musical en lugar de otro, o porque mezcle un baile autóctono con uno extranjero, cuanto porque hace patente que es capaz de crear algo que antes no existía a partir de elementos preexistentes, tradicionales (Rodríguez Adrados, 1981: 30). Y en la medida en que esta actividad (praxis) de producción espiritual tenga por objeto la reproducción mimética de acciones humanas que admiten ser valoradas por otros, el agente responsable de ella será llamado, no poeta a secas, sino poeta dramático, autor de obras dramáticas.

En sentido estricto, el autor dramático, el tragediógrafo, no es un aedo, ni un rapsoda y menos un compositor lírico. De hecho, él no compone y canta, en estilo oblicuo, y ante una audiencia determinada, hechos o eventos acaecidos en otro tiempo y otro espacio cuyos contenidos ensalzan los valores y virtudes aristocráticos del grupo humano que lo recibe hospitalariamente; tampoco improvisa, zurce y recita, acompañándose de la cítara, conjuntos de odas tradicionales, de muy variada temática, en medio de corrillos de circunstantes que se reúnen espontáneamente para escuchar el destilado artístico de su labor; y menos crea, dejando su firma personal como traza de composición, la música y la danza de algún poema en el cual plasma los motivos que la circunstancia social o su propia espíritu le dictan, desde una exhortación militar, pasando por la expresión de los sentimientos más íntimos, hasta un canto que invita a los oyentes a repasar el modo como en la vida diaria alternan pesares y alegrías. Y, sin embargo, la obra que brota del autor de tragedias deja traslucir la huella de cada uno de estos oficios y prácticas poéticas. Por eso la tragedia, en particular, supone la unión, equilibrada, armoniosa y fecunda, de la memoria perspicaz del aedo, la intuición razonada del rapsoda y la hondura emocional del poema lírico (yámbico, elegíaco o coral).

Con ser notables, estos atributos no bastan para caracterizar el trabajo artístico del autor de tragedias. Si fueran suficientes, éste irrumpiría en el horizonte cultural de los griegos como un mero legatario de la tradición o como un albacea especializado del patrimonio cultural de la época. En calidad de custodio del pasado, no tendría más función que la de velar por la conservación de los bienes espirituales de su pueblo. No obstante, el tragediógrafo se sitúa más allá de esta función. A su manera, él sabe que le aguarda el cumplimiento de un destino estético: tomar en sus manos esa herencia colectiva (teñida, como decimos, de sincretismo artístico), apropiársela en nombre de la comunidad de la que hace parte y devolverla luego a los demás con una apariencia distinta, marcadamente recompuesta y enriquecida. No de otro modo se podría materializar el acto de fingimiento que da orden y sentido al género teatral y el cual consiste en hacerles creer a los espectadores –a los lectores- que son los personajes escenificados quienes, tras las máscaras que portan, hacen uso de la palabra en estilo recto, ya para conducir las partes dialógicas de la obra, ya para interpretar las partes líricas.

El autor de tragedias, en consecuencia, no sólo elige y modifica algunos mitos; también, y con mucho, los reestructura.

En sentido literal, reestructurar el mito significa conferirle carácter dramático. Para conseguir que el mito adquiera esta compostura es necesario que el autor, por una parte, afinque el uso de la dicción poética menos en el modo autoral que en el modo figural del discurso (Platón, República, III, 393c), y, por otra, que se adentre, por así decirlo, en las entrañas del mito y extraiga, luego de examinar sus diversos componentes, únicamente aquellos episodios, eventos o acontecimientos que han de ser ensamblados en un nuevo conjunto artístico. Sólo si el autor simula que son los personajes quienes, soberanamente, dicen lo que dicen, y sólo si logra disponer un entramado de acciones apenas sugerido por el relato que ha seleccionado, el mito puede adquirir el perfil dramático que el teatro demanda. Tal vez por eso Aristóteles sostiene que la gran tarea del autor trágico consiste, no tanto en inventar una fábula, un mythos, una historia, cuanto en confeccionar, con la mira puesta en una operación de mimesis venidera, un ''ensamblaje de acciones cumplidas'' (Poética, 1450 a 3). De ahí que sea en la actividad de ensamblar acciones, y no en el acto de imitar líneas de conducta o caracteres, donde, a juicio del Estagirita, resida la virtud del poeta trágico. Estéticamente hablando, virtuoso es el tragediógrafo que, permaneciendo en la esfera del mito (esfera que no excluye cierto margen de libertad, según escribíamos atrás), logra componer ''una intriga o puesta en intriga'' (Ricoeur, 1992: 221). Sobra anotar que en este contexto la puesta en intriga acusa un valor puramente práctico, relativo al quehacer propio del poeta. De suerte que una intriga bien configurada es la que oculta la costura de cada una de sus partes cualitativas y cuantitativas y la que, sobre todo, permite al espectador comprender a cabalidad los hilos de conexión que anudan –causal y cronológicamente- cada una de estas partes. Mal compuesta, por el contrario, es la puesta en intriga que, además de exhibir al desgaire los anudamientos de su composición, impide al público seguir, con una concernida complicidad, el curso necesario o verosímil de una acción dramática. Dicho en breve, una obra trágica es depositaria de un eximio acabado formal cuando su estructura promueve en el espectador o lector una inmediata inteligibilidad del mythos que es llevado a las tablas.

Mientras realiza el ejercicio de reestructuración antes mencionado, el autor de tragedias obra a semejanza de un traductor, es decir, media entre dos lenguas, o, por extensión, entre dos géneros literarios, uno correspondiente al venerable magisterio del cantor o recitador profesional y otro relativo al naciente quehacer del hacedor dramático. Su conocimiento de las dos instancias debe ser suficiente como para no ignorar que entre el espíritu de la diégesis característica del discurso épico y el de su transformación en ficción teatral media una distancia que debe ser superada. Cuando esto se logra, gracias a una especie de acuerdo estético que toma en cuenta el sentido de ambos ámbitos de referencia, el autor de tragedias se yergue como creador de aquello que conviene denominar ''el mito trágico'' (De Romilly, 1997: 175). Así, un mismo elemento de composición se presta a un doble y dispar tratamiento estético. Si, en la tarea que compete al autor, no sobreviniera dicho ejercicio de traducción (en virtud del cual el mito logra pervivir en el espíritu de un pueblo como motivo dilatado de génesis e ímpetu creativos), a duras penas podría establecerse un nítido deslinde entre la épica y el drama.

La idea puede ser expuesta de otra manera: sin ser teólogos, y por lo tanto sin estar movidos por el deseo de hacer mitos, en cuanto tentativa por inventar fábulas que sobrepasan ''nuestra comprensión'' (Aristóteles, Metafísica, III, 4, 1000a 9-19), y sin ser filósofos, y por ende sin tener la pretensión de hacer filosofía, en ''cuanto intento para resolver los problemas del universo sólo por la razón que se opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o religiosas...'' (Guthrie, 1995: 32), los poetas trágicos se afirman en medio de ambos oficios y ámbitos de acción al momento de componer sus obras. Afirmarse quiere decir que no sólo no ignoran la aguda repercusión social de la épica homérica y hesiódica y la innovadora actividad de pensamiento adelantada por los milesios e itálicos, sino también que proyectan en sus propias piezas teatrales, aunque bajo un manto enhebrado de ficción dramática, el sustrato decantado de una y otra tradición. Si, para la mentalidad clásica griega, dos son las posibilidades del lenguaje humano, una ofrecida por el mythos (teología) y otra proporcionada por el lógos (filosofía), entonces los poetas trágicos, guardando todas las proporciones, conceden la primera al coro y la segunda al héroe. No decimos que el coro sea un personaje colectivo tras cuyo velo se oculta la figura del teólogo, ni que héroe sea un substituto enmascarado tras cuya apariencia se esconde el personaje del filósofo. Una afirmación semejante resultaría a todas luces absurda e inaceptable. Pero no deja de ser llamativo el hecho de que así como el coro comenta, mediante analogías narrativas fabulosas, lo que acontece en escena, el héroe se refiere la acción que está en trance de ejecutar o que ha ejecutado haciendo el uso de una palabra razonada, teñida a veces de una lógica impecable. Desde luego, ninguno de los dos usos se presenta en estado puro, pues nada impide que el solemne canto del coro desemboque en lúcidas reflexiones de índole filosófico-moral, ni que el razonamiento del héroe se combine con sentimientos profundos que rozan lo mítico-religioso. Fluctuando entre estos dos modos de encarar la realidad, pero sin llegar al extremo de hacerse pasar por lo que no son, los poetas trágicos aúnan en lo más hondo de su ser la perspicaz sensibilidad del teólogo y la inquietante racionalidad del filósofo.

En su dimensión épica, sea en versión homérica, sea en versión hesiódica, sea en una versión privada de atribución personal, el mito llega a ser el lenguaje más característico de aquellas comunidades humanas en las que la trasferencia del saber tradicional, la enseñanza de las costumbres, la indicación de las líneas de parentesco, el registro de las jerarquías de poder, la descripción de los bienes privados, etc., se transmiten por vía oral. No habiendo escritura, o habiéndola sólo en un estado embrionario, la palabra hablada se convierte en la herramienta primaria de la comunicación interpersonal. En calidad de lenguaje oral, el mito se afinca discursivamente en una larga secuencia de palabras cuya articulación interna, regulada por una doble determinación causal y temporal y sometida a los patrones de una métrica estricta (por no decir formularia), sirve de vehículo de expresión a las acciones de los dioses, héroes, animales fabulosos y demás potencias cósmicas que intervienen físicamente en la naturaleza. Cierto que el mito no se priva de ahondar la compleja vida interior de los agentes implicados en el relato; pero no es menos cierto que su énfasis expresivo y referencial recae en las acciones realizadas por dichos agentes. Cargadas de poderosas resonancias religiosas, tales acciones dan cuenta del incesante dinamismo que distingue al cosmos como totalidad observable y de los mismos seres que lo conforman, según su respectiva naturaleza. Quienes las oyen, ora en el cálido ambiente del fuego familiar, ora en el bullicioso reducto de la plaza pública, quizás encuentran en ellas, si no modelos de conducta que ameritan ser imitados, principios explicativos con base en los cuales tienden a forjarse una imagen del mundo. Pero cualquiera sea el modo de experimentar el contenido de las acciones escuchadas, éste queda reservado a la vivaz o apocada imaginación de los individuos. Son ellos quienes, en privado o a la vista de todos, se hacen a una idea, representación o imagen mental de las gestas, pasiones, palabras, etc., que componen el perfil divino o heroico de los personajes míticos que son referidos por los cantores o recitadores profesionales. Lo que oyen, al amparo de unas condiciones comunicativas muy diferentes de las que presiden el desarrollo de la cultura escrita, lo intentan refigurar en sus mentes, apoyándose en formas, decorados, funciones y movimientos conocidos. Con todo, lo refigurado, aunque pueda permanecer cierto tiempo en la mente de los oyentes, acaso sufriendo modificaciones debido al contacto con nuevos estímulos verbales, nunca se ofrece a la contemplación externa.

Muy distinta es la situación que tiende a configurarse cuando el mito, especialmente aquel que es objeto de selección por parte del autor, abona el versátil campo de la escena teatral. Más que plasmar en largos hexámetros o pentámetros dactílicos los motivos que integran el mito, el tragediógrafo los adapta, bajo un esquema métrico más acorde con el habla cotidiana, a las distintas posibilidades expresivas que entraña cualquier diálogo humano: intercambio de preguntas y respuestas, alternancia de afirmaciones y declaraciones, informes detallados de acontecimientos acaecidos con anterioridad a los encuentros conversacionales, frases cortadas por los interlocutores, etc. Así, el diálogo a varias voces y el canto poliestrófico toman el lugar ocupado en el pasado por la voz dominante del aedo o rapsoda (e incluso por la voz subjetiva del poeta lírico). El modo indirecto de la dicción poética cede su paso al modo directo. La técnica formularia ''agrupada alrededor de temas uniformes tales como el consejo, la reunión del ejército, el desafío, el saqueo de los vencidos, el escudo del héroe, y así interminablemente'' (Ong, 1987: 31), o la habilidad de improvisación, igualmente, son reemplazadas por el libreto, vale decir, por una escritura previa que demanda otro tipo de aprendizaje, otra clase de memoria. Y tras bastidores, pero nunca en frente del auditorio que lo escucha y le hace eventuales peticiones poéticas, suponemos la presencia del autor, atareado en los diversos compromisos que debe atender como artífice último de la ficción dramática. Artífice de ficción, puesto que su labor se concentra en hacer que el mito cobre vida, o, más bien, en suscitar artificialmente esa impresión. En la tragedia, dicho en términos figurados, el mito adquiere carácter, energía, apariencia de voluntad. La divinidad, masculina o femenina, emerge sobre el escenario como si fuera tributaria de una voz y un cuerpo perceptibles, en cierto modo similares a los de cualquier mortal; el héroe o la heroína, al ser introducidos en el contexto teatral, dejan de ser simplemente mencionados o aludidos y se muestran como si obraran en realidad de verdad, instigados por temores, ambiciones o deseos de venganza; y un elemento natural (por ejemplo, el Océano del Prometeo), intervine en la trama dramática como si estuviera proveído de atributos reservados sólo a la raza de los hombres. Nada de lo que se ve u oye sobre las tablas es real, nada detenta consistencia tangible, nada denota una existencia duradera, pero la imitación ejecutada por los actores debe producir ese efecto en los espectadores. Todo ha de enseñar, pues, la marca distintiva del falso-semblante. En el marco estrecho delimitado por las barracas, la ficción tiene que campear a sus anchas, irrigar sus alcances ilusorios sobre la orquestra y aún sobre los hemiciclos del auditorio, impregnando de espantosa y placentera fabulación el campo visual y auditivo de los asistentes. El mito aguarda ser personificado al calor de extenuantes interpretaciones, en la esperanza de provocar entre los circunstantes, durante unos pocos días, el sentimiento de que un pequeño universo se levanta delante de sus propios ojos. Ello explica porque, más que ir a oír la palabra contada, el ciudadano ateniense va a al teatro a escuchar la palabra encarnada. En resumen, el drama se empeña en dotar al mito de una objetividad simulada, hecha de fingimientos creíbles, de dobleces convincentes.

Con todo, poco valor literario y débil incidencia social tendría la actividad de reestructuración poética que intenta proporcionarle apariencia de vida al mito, si la labor del tragediógrafo se limitara únicamente a solucionar problemas de índole formal. Una muestra de destreza técnica o una demostración de maestría en el arte de componer tragedias no es garantía de trascendencia espiritual. No pocas veces la tenencia de unas cualidades excepcionales para crear algo en el terreno del arte desemboca en un estado de parálisis estética. Por eso, para los griegos, cualquier obra formalmente lograda pero vacía de contenido resulta fallida o precisada de cumplimiento. De ahí la obligación de que el autor atienda, con igual o mayor cuidado, el asunto de la sustancia temática.

Atender la sustancia temática del mito, o, lo que es igual, ocuparse de su contenido, es parte del quehacer interpretativo reservado al autor de tragedias. Con el mito, sostiene De Romilly, ''la fijeza del marco deja la mayor parte a la interpretación, y subordina el dato general a lo que él quiere trasmitir'' (1997: 162). Por tal razón cabe suponer que el autor, antes de fijar por escrito la obra que será representada durante las Dionisias Urbanas, examina pacientemente los postulados de sentido que el relato mítico encierra. De este examen depende el uso que luego habrá de darles a dichos postulados bajo la figura de un ordenamiento dramático. La interpretación, que cambia o puede cambiar de un autor a otro, abre – en lugar de cerrar- el mundo englobado por el relato mítico. La consecuencia de esta apertura es la intensificación de su dimensión intemporal, y, más, de su dimensión universal. No en vano, al ubicarse por encima de la situación particular del ciudadano medio, la historia referida por el mito atañe, si no a todos los que la escuchan, a más de uno.

Decimos ''atañe'', puesto que si el mito no fuera más que un tejido multicolor de anécdotas legendarias o populares cuya fina urdimbre consigue embriagar el ánimo de los oyentes y les hace olvidar por unas horas sus más acuciantes necesidades, pero sin instigarlos a reflexionar o deliberar sobre las circunstancias que rodean su misma condición humana, o sin hacerles sospechar que bajo la superficie de lo contado subyace otra dimensión referencial débilmente intuida pero ciertamente fecunda, quizás los hombres se hubieran apartado de él, desechándolo como algo frívolo e insubstancial, y no le hubieran dispensado la acogida cultural que siglos de tradición oral evidencian. Pero la pervivencia del relato mítico a lo largo de decenas de generaciones, o, más bien, su inscripción en el imaginario social de numerosas comunidades rurales y civiles, no prueba otra cosa sino que él cala en lo más profundo de la sensibilidad humana.

No es el mito por sí mismo lo que subyuga al poeta trágico. De hecho él no tiene en mente hacer, apoyándose en un conocimiento técnico, una poesía que sirve de ropaje al mito, dado que éste, primitivamente, es poesía oral que ''viene de atrás'' y, quizás, también ''de arriba''. Al poeta trágico, a quien –como a otros- el mito lo recubre culturalmente desde su infancia, le interesa otra cosa: convertir la palabra mítica en conjuro, de suerte que aparezcan avivados –o como si estuvieran vivos- los seres mencionados por dicha palabra.

El drama, entonces, tiene mucho más de ensalmo que de representación. La función de encantamiento del drama, a resultas de la cual el mito trasciende su existencia diegética, confiere al teatro griego una dimensión rayana en el rito. Los actores que personifican a los seres míticos (dioses, héroes y fuerzas naturales o morales) obran a semejanza de los concelebrantes de un culto religioso, cuya actividad ritual consiste en actualizar, durante un tiempo limitado, el contenido de la historia evocada. La mimesis, a diferencia de la diégesis que deja la presentificación de la vida a la facultad imaginativa del oyente, es el cultivo ritual y artístico de una existencia encarnada ficticiamente. Al ser mimetizado por los actores, luego de la reestructuración acometida por el autor, el mito se abre a nuevas avenidas de sentido y otorga a los asistentes al teatro la posibilidad de entrever otros horizontes de comprensión de la fábula. En definitiva, el comportamiento ritual es al relato mítico lo que la actuación mimética es a la fábula reestructurada o sometida a un ordenamiento formal inédito.

A pesar de que muchas tragedias incluyen en sus tramas narraciones de eventos extraordinarios referidos por heraldos o mensajeros, o insisten en la idea de un destino sobre el cual el protagonista no tiene ninguna potestad, e incluso ponen en escena actos abominables cometidos por miembros cercanos de un mismo linaje, el énfasis de la interpretación no recae en el carácter fabuloso de la aventura mítica, tampoco en la naturaleza incierta de la acción ejecutada por el héroe, y menos en la condición atroz de la decisión que éste toma una vez se dispone a actuar. No recae, cuando menos, en uno solo de estos aspectos en particular. Más bien dicha interpretación, que es modelada según las exigencias formales del drama, ahonda esencialmente en la fragilidad constitutiva de la condición humana, a sabiendas de que dicha fragilidad se sustenta en imprevistos, yerros y audacias inexcusables. El héroe trágico, nacido a partir de la exégesis y reestructuración dramática del mito, se convierte en una suerte de espejo ante el cual se contempla, a la distancia, el hombre de la pólis, el ciudadano. Lo que aquél dice y hace en escena, en medio de una situación-límite que compromete su fortuna y la fortuna de los que le rodean, opera como trasfondo de una visión crítica que la ciudad patrocina –que la ciudad defiende a través de la práctica del certamen artísticocon el fin de hacer valer un nuevo ideal de vida en común.

c) La tercera fase del proceso de reaprehensión mítica se relaciona con los tres códigos que intervinieren en la elaboración de cualquier pieza trágica, a saber, el lingüístico, el musical y el que incumbe a la danza –orquéstica-.

La palabra, el canto y el baile, al intervenir en la composición del drama trágico, se fecundan mutuamente hasta conformar un todo indivisible cuya articulación responde a una técnica de ensamblaje artístico a la cual los griegos dan el nombre de coreia. Esta técnica, al surgir de un mismo marco de referencia educativo que, ''bajo el nombre de música, incluye letras y melodías'', permite al ateniense, ''por medio de la representación completa de su corporeidad..., manifestar su libertad: precisamente la libertad de transformar su cuerpo en órgano del espíritu'' (Barthes, 1986: 84-85). Como técnica de entrelazamiento artístico, la coreia se pone al servicio de la reaprehensión mítica, no sin hacer del ordenamiento dramático una actividad provista de artificios.

¿Qué decir del código lingüístico? La palabra oral, en cuanto vehículo básico del relato mítico, deja de ser coloquial, corriente, incluso vulgar, y adquiere una apariencia diferente, revestida de ponderada formalidad. Lo que ella divulgue como mensaje incierto -como rumor imparable- allí donde dos seres humanos se encuentren por casualidad, ya una historia de dioses, ya una remembranza heroica, bien un cuento infantil, bien una sentencia moral, ora una advertencia oracular, ora una reconstrucción genealógica, se convierte en sólido sumario dentro del teatro, asumido como espacio público donde el encuentro humano es refractario al azar. Lo que en escena se dice o entona (como si fuera el producto de una conversación desenvuelta o de una canción espontánea) no es otra cosa que la ejecución de un texto previamente escrito por el autor y después memorizado por los actores y coreutas. La escritura y los ensayos basados en diversos y demandantes ejercicios de repetición, por consiguiente, toman el lugar de aquella palabra, arrinconándola en nombre de un nuevo propósito de interpretación. Ahora la palabra mítica no es un simple decir, un acto discursivo emitido por cualquiera ante cualquiera, y en medio de cualquier circunstancia social, sino un complejo decir, un acto de habla profesional y altamente especializado (que atañe por igual a los autores, coreutas y actores), cuyo contenido se pronuncia ante un público, si no experto en el arte poético, moderadamente concernido.

Si los griegos reservan la articulación lógico-sintáctica que sirve de fundamento a la prosa para aquello que denominan historia, es decir, la pesquisa y consecuente narración de hechos bélicos entre póleis o estados que chocan entre sí por causas diversas (Tucídides, Historia, I, 1-2), así mismo optan por la articulación rítmico-melódica que sirve de soporte al verso para aquello que denominan el arte dramático, esto es, la imitación de acciones humanas (Aristóteles, Poética, 1448a). ''El rasgo más distintivo y específico entre prosa y poesía es el carácter rítmico, es decir, métrico, de ésta frente a aquélla'' (Guzmán Guerra, 2005:41). Aunque resulta evidente que la prosa puede contener elementos rítmicos de alguna clase y que el verso se encadena en atención a un cierto orden sintáctico, el uso de cada uno de estos registros lingüísticos se atiene a una finalidad diferente: la prosa, a la configuración de un estilo individual soportado en una rigurosa jerarquía de elementos formales regentes y regidos; y el verso, a la producción de un todo entonacional apuntalado en una clara distribución de líneas melódicas.

¿Cuál es el metro más demandado por los autores trágicos para llevar a escena los diálogos recitados? Aristóteles suministra la respuesta: ''Al principio usaban el tetrámetro porque la poesía era satírica y más acomodada a la danza; pero, desarrollado el diálogo, la naturaleza misma halló el metro apropiado; pues el yámbico es el más apto de los metros para conversar. Y es prueba de esto que, al hablar unos con otros, decimos muchísimos yambos; pero hexámetros, pocas veces y saliéndonos del tono de la conversación'' (Poética, 1449a 22-27). Si lo comparamos con nuestro sistema silabotónico, en el que lo más habitual es intentar sustituir una sílaba larga por una acentuada (tónica) y una breve por una no acentuada (átona), el yambo, o, mejor, el trímetro yámbico, integrado por seis pies yambos cortados por una cesura o pausa en dos períodos desiguales y cuyo esquema es u- u-/u- u-/u- u-, corresponde a un segmento fónico de entre diez y doce sílabas. Aparte de este tipo de metro, es posible hallar en las partes dialogadas, aunque en menor proporción, tetrámetros trocaicos (ocho pies trocaicos) y dímetros anapésticos (cuatro pies anapestos), declamados éstos últimos por el corifeo o los actores cuando se quiere insinuar el abandono de la escena por parte de alguno de ellos.

En cuanto a las partes corales, tanto los stásimos como las monodias y diálogos líricos, la variedad, la poli-morfía rítmico-melódica es lo característico. Sobre la misma base articulatoria que opone sílabas largas y breves, los poetas, con arreglo a las circunstancias de la obra, disponen la mixtura de metros diferentes a fin crear los poemas que son cantados y los pasajes que son declamados melodramáticamente. A pesar del indudable refinamiento formal alcanzado, el complejo artificio de la línea de habla no debe cegarnos al reconocimiento de su auténtica función estética. La formalización de la palabra recitada o del canto entonado mediante el uso de las distintas posibilidades métricas aspira a suplir aquello que la puesta en escena es incapaz de ofrecer a la mirada del espectador. Dada la precariedad de medios del teatro antiguo griego, la palabra irrumpe sobre las tablas o en el círculo de la orquestra para crear vivísimas estampas orales, clarividentes ''pinturas verbales'' (Zimmermann, 2012: 37).

Diríase que la palabra poética, al pasar por el tamiz de la métrica, adquiere una dimensión suplementaria. Ante la ausencia de finos y esplendorosos guardarropas teatrales, o dada la inexistencia de versátiles dispositivos de montaje escénico, los autores se ven abocados a convertir la expresión dialogada o cantada en el vehículo de una representación plástica mental. Su tarea es lograr que los asistentes, a través del lenguaje, vean con los ojos de la imaginación lo que no pueden observar con los ojos de sus rostros. De ahí la necesidad de que las palabras elegidas comporten una fuerza evocadora tal que sea capaz de despertar en el alma de los circunstantes la imagen de sus respectivos referentes y la respuesta emotiva de sus significados correlativos.

¿Qué decir del código musical, de la música dramática? Quizás improvisada al comienzo, cuando en la prehistoria del drama la espontaneidad de los encuentros humanos aún no deja entrever ni de lejos la formalización literaria que vendrá mucho más tarde; tal vez escueta en sus líneas melódicas, cuando los tonos, ritmos y cadencias todavía no se ven compelidos a seguir por ley la armazón de unos acontecimientos míticos sometidos a representación artificial; y posiblemente campechana en su ejecución interpretativa, cuando en el acto mismo de la celebración los participantes no sienten la necesidad de tomar partido por un instrumento en lugar de otro (por ejemplo, la lira –vinculada con Orfeo- en lugar de la flauta – asociada con Dioniso-), la música es conducida al teatro como parte sustancial del género literario naciente.

Su inserción dentro de la estructura del drama responde a dos hechos históricos. El primero, de carácter general, atañe a la vida social de los griegos, caracterizada por una importancia creciente otorgada a la música. En efecto, para los griegos del siglo V, una celebración religiosa, un banquete organizado en la casa de un individuo rico, una marcha militar o un certamen deportivo resultan incompletos sin el acompañamiento de alguna tonada de circunstancia y sin la ejecución de alguna clase de instrumento musical (Guzmán Guerra, 2005: 54). El segundo, de índole particular, guarda relación con los géneros literarios que sirven de antecedentes artísticos al drama: la épica y la lírica. A pesar de sus diferencias (de naturaleza, longitud y función comunitaria), ambos géneros están profundamente ligados a la música. Su ejercicio respectivo no sólo aparece comprendido en el amplio concepto de mousiké (que incluye un conjunto de actividades diversas, entre ellas la danza y la gimnasia, regidas todas por la idea de tiempo y movimiento), sino que además supone la utilización de instrumentos musicales: de la cítara, en el caso de la épica, y de la lira, en el caso de la poesía monódica o coral.

El surgimiento del drama, con sus propias especificidades formales y musicales, puede ser entendido como el resultado de una simbiosis social y musical de ambos registros diacrónicos, el histórico y el artístico. En particular, la tragedia constituye la forma mimética en que la vieja disputa acerca de la preeminencia de la música sobre la poesía se resuelve a favor de un equilibrio alcanzado al precio de promover la concordancia de sus lenguajes constituyentes. Cuando menos así juzgan el género Platón y Aristóteles. El primero, en la República (398d), afirma que ''tanto el ritmo como la armonía deben acompañar el relato'', y el segundo, en la Poética (1447a), señala que ''la palabra, el ritmo y la música están al servicio de la misma imitación''.

Sólo que el enlace dramático entre poesía y música, al producir una forma de expresión inexistente hasta entonces, obedece a nuevas exigencias de arreglo y ensayo. El nombre dado por los griegos a dichas exigencias es el de nomoi. Estos nomoi significarían, no tanto canciones mediante las cuales las leyes discutidas y aprobadas por la ciudad tenderían a ser divulgadas y aprendidas por los ciudadanos, cuanto clases particulares de melodías, fijas y estables, cuya ejecución respondería a ocasiones bien definidas. Haya sido o no Terpandro el inventor de tales normas, lo cierto es que ellas constituirían el ''núcleo de la tradición musical ulterior e incluso la base sobre la que se asentara una verdadera enseñanza de la música ''(Fubini, 2007: 56).

Más que servir de trasfondo sonoro destinado a condimentar el pobre espectáculo de la puesta en escena, la música se integra al teatro para redoblar artísticamente la composición y, sobre todo, la ejecución del drama. Al hacer eco a las cláusulas rítmicas de cada uno de los metros y períodos empleados, la música cumple la función de reforzar la emisión de las palabras pronunciadas y enfatizar ''la expresión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción o molestar mediante inútiles adornos'' (Nietzsche, 2004: 93). Siendo monofónica, y por ende interpretada al unísono, esta música no requiere más que del aulós, ''un instrumento de viento, similar al oboe, de sonido sordo y sombrío [propio en su esencia del culto dionisíaco], para el que se ha impuesto la equívoca traducción de flauta'' (Zimmermann, 2012: 44). Desde el centro de la orquestra donde se sitúa el intérprete, el sonido del aulós o flauta doble, ejecutado al compás de una estructura métrica que se acomoda al tipo de palabra utilizada, envuelve, con su resonancia tumultuosa, la atmósfera teatral y produce en el espectador, por qué no, un efecto similar o superior al que suscita la contemplación del padecimiento experimentado por el héroe. Prolija en medios de expresión rítmica, aunque carente de un sistema de composición tendiente a hacer sonar más de una nota al mismo tiempo, esta música monódica funda su sentido, no en la improvisación, sino en una suerte de codificación establecida según ''un léxico completo de los modos o escalas musicales'' (Barthes, 1986: 85). Modos regulados no sólo por la idea de que las melodías traslucen determinados estados de ánimo, sino también por la idea de que las melodías responden a determinados modos, y no a cualquiera (Aristóteles, Política, VIII, 1339a).

En suma, y tomando en cuenta el testimonio de algunos tratadistas griegos (entre ellos Aristóxeno), cabe afirmar, no sin vacilación, que los griegos del período clásico llevan al teatro una música no polifónica, elaborada a base de melodías básicas cuyos modos o escalas, al ser ejecutados por ciertos instrumentos, refuerzan la unidad de los códigos en escena.

El tercer y último elemento contenido en la noción de coreía incluye la danza. Sólo uniendo la imaginación con apuntes entresacados de distintas fuentes podemos hacernos a una idea, mínima por lo demás, del modo como el baile tiene lugar en la tragedia.

Que la estimación cultural de la danza, como la música, hunde sus raíces en el pasado griego antiguo, es algo que se aprecia ya en Homero. Explícita es la mención que se hace del arte del baile en el canto XVIII de la Ilíada donde el poeta se demora en describir el escudo de Aquiles forjado por Hefesto. Justo al comenzar el verso 590, leemos lo siguiente: ''El muy ilustre cojitranco bordó también una pista de baile semejante a aquella que una vez en la vasta Creta el arte de Dédalo fabricó para Ariadna, la de bellos bucles. Allí zagales y doncellas, que ganan bueyes gracias a la dote, bailaban con las manos cogidas entre sí por las muñecas...Unas veces corrían formando círculos con pasos habilidosos y suma agilidad...y otras veces corrían en hileras, unos tras otros''. Sin ánimo de forzar la interpretación, es posible decir que la danza, ya en círculo, ya en filas, convierte el cuerpo en eminente vehículo de expresión. El contenido expresado por el cuerpo (bien un sentimiento –de alegría, de tristeza, de furor, etc.-, bien un motivo narrativo –de hospitalidad, rechazo, persecución, etc.) se materializa plásticamente en forma de figuras, en cuya realización toman parte individuos aislados o grupos enteros. En cuanto signo corporal que se fundamenta en la repetición, las figuras se componen de pasos y movimientos. Los pasos son las mudanzas que los pies ejecutan al momento de comenzar a moverse; los movimientos, por su parte, son los cambios de posición del cuerpo en relación con el espacio. El encadenamiento de unos y otros, según un orden de variaciones previamente establecido, conforma la coreografía. ¿Dirige la coreografía Alcínoo cuando, en la Odisea, manda a Laodamante y a Halio, ''sin rivales en la danza'', a que bailen ellos solos (vv. 370-384), a fin de que muestren al ilustre huésped (Ulises) la excelencia de su arte y la embriaguez que éste produce al ser contemplado? Esta danza de la pelota que allí se describe, ¿acaso no prueba que en el baile el cuerpo de los bailarines deja de operar según los dictados de la naturaleza y pasa a obrar conforme a las convenciones de una actividad reglada técnicamente?

Surgida, ''cronológicamente hablando'', a continuación de la antigua epopeya y antes del nacimiento del drama trágico (Reyes, 2000: 107), la poesía lírica arcaica, en sus diversas manifestaciones –elegíaca, yámbica, coral o monódica- reclama el doble concurso de la música y la danza. Con ser que, una vez redactada, se destina a los demás (el señor de una casa familiar aristocrática, un grupo de ciudadanos reunidos con ocasión de una ceremonia religiosa, la ciudad misma, el vencedor de una justa deportiva, etc.), dicha poesía se aleja de las funciones de la épica, aunque sin abandonar muchos de sus motivos míticos, y da paso, por vez primera en Occidente, a la expresión del mundo interior de sus creadores. Intimista, vivencial, emotiva, sincera, por instantes abiertamente crítica, la lírica se constituye en el medio de expresión de un mundo cambiante que empieza a defender nuevos ideales y valores individuales. Sus cultivadores, en lugar de actuar como ''funcionarios de la soberanía'' (Detienne, 2004: 64), es decir, como agentes culturales que recorren el dispar territorio de la Hélade reconstruyendo discursivamente las narraciones míticas que dan sentido a los diversos pueblos, ejercen una especie de magisterio social, íntimamente anudado al ámbito religioso. Por tal razón adecúan las cláusulas rítmicas y los tipos de estrofas a las circunstancias concretas que motivan la hechura de las piezas (la honra de un muerto, la fijación de una alianza matrimonial, la delicada manifestación de un sentimiento amoroso, la proclama de unos principios políticos, etc.), pero sin verse forzados a sacrificar los rasgos de su propia energía creadora. Cada uno de ellos, a su manera, se siente depositario de un conocimiento que trasciende el simple aprendizaje escolar y que pone a disposición del grupo humano que lo acoge y por el cual le manifiesta su profundo reconocimiento y respeto. En esa medida, ''la lírica es acción sacral, y acción sacral es una comunidad que interviene en el coro y en la fiesta toda'' (Rodríguez Adrados, 1981: 33). Desde luego, poco es lo que sabemos acerca del vínculo material que unía a estas dos clases de manifestación artística. Con todo, no hay motivos para dudar de que la juntura de ambas actividades, en medio de un ambiente festivo cargado de grácil seriedad, debiera de generar en los participantes un gozo inmediato y exultante, digno de ser registrado por escrito en señal de autocomplacencia espiritual.

Fieles a la idea de que el drama emerge como un gran signo teatral de carácter sincrético, es razonable pensar que la inserción de la danza en la tragedia no es más que una prolongación del legado artístico precedente. Esta herencia será recogida años después por Platón quien, en las Leyes (816a), afirma hallar el origen del arte de la danza en el hecho de que cualquier ser humano al momento de hablar o cantar no sólo no puede dejar de mover su cuerpo o alguna parte de él, sino que se inclina a imitar naturalmente con determinada clase de gestos aquello mismo que dice o canta. Al ponerse bajo la advocación de Terpsícore, la danza deviene competencia del coro, pues es el grupo de coreutas el responsable de ejecutar sus evoluciones rítmicas. ¿Qué tipo de danzas acompañan el drama trágico? ¿De qué modo se mueven los bailarines en la orquestra? ¿En qué medida el baile ennoblece y reafirma la significación del drama? Las respuestas a estas y otras preguntas sólo pueden ser conjeturales. La emméleia (palabra que significa ''armonía perfecta o pacífica'', ''afinación'', ''decoro'', por oposición a plemmeelés, ''desafinado, ''desordenado'') es, según Markessinis, el baile por antonomasia de la tragedia. Este baile, del que apenas se sabe que era solemne y fastuoso, se opone al kórdax (o ''cordacio''), propio de la comedia, al sikinnis, más adecuado al drama satírico, y al ''pírrico'', de connotaciones bélicas (1995: 43). Pese a que no nos es posible determinar las particularidades de dicha danza (¿Saltos?, ¿Brazos echados hacia atrás y hacia adelante?, ¿Giros del cuerpo? ¿Sujeción de los hombros? ¿Malabares con algún tipo de objeto? ¿Movimientos de cadera? ¿Sacudidas del pecho?), algunos creen, aunque con incertidumbre, que los cantantes que integran el coro evolucionan en la orquestra de acuerdo con la estructura típica –tripartita- de la composición coral: previa distribución en la orquestra (siendo la más socorrida la que disponía ''tres filas de cinco miembros''), una fila se dirige a los espectadores de la derecha para cantar -¿y bailar?- la estrofa, otra a los de la izquierda para la antistrofa y la del centro a la escena para el epodo (Fernández Galiano, 1985: 26). Si el propósito de la danza es tanto plástico como intelectivo, entonces no sobra añadir que ''lo que resulta más notable de estas danzas es su expresividad, es decir, la constitución de un auténtico sistema semántico, cuyos elementos eran perfectamente conocidos por todos los espectadores: las danzas se leían'' (Barthes, 1986: 85-86).

 

Intentemos concluir

En cuanto género literario, y, sobre todo, como creación cultural griega (ateniense, para ser más precisos), la tragedia se sitúa en una línea divisoria que separa dos épocas: el pasado y el presente.

Los juicios de Aristóteles y Kadaré, citados al comienzo de este escrito, han resultado innegables y ajustados a la evidencia documental. En su formulación sintética, los dos señalamientos difícilmente admiten discusión, al menos en lo que atañe a un elemento concreto: del pasado, la tragedia toma el amplio campo del relato mítico y lo transforma en fuente estética de composición dramática. Sin embargo, si se examinan con más detenimiento, los juicios dejan al descubierto, no digamos una falta, sino una implicación que sólo puede ser restituida por contexto: la tragedia también recoge, de un presente que se explaya a lo largo de casi un siglo, aquello que compete políticamente a la ciudad, y lo hace aparecer, esta vez entreverado, deformado o interrogado, pero nunca expuesto de un modo objetivo, como parte esencial del tejido discursivo de las obras.

En este orden de ideas, la tragedia resulta siendo una producción artística que, luego de sumergirse en las aguas del pasado mítico, emerge revitalizada, por así decir, para humedecer sutilmente de conciencia ciudadana, de espíritu cívico, de inteligencia política, la actualidad de todos cuantos componen la mancomunidad de ciudadanos. Si el lazo con el presente no es directo, como sí lo es el que la sujeta a los tiempos idos, es porque en los autores trágicos ya existe conocimiento del objeto en torno al cual trabajan los historiadores.

Debido a que su labor no consiste en la descripción detallada de los hechos del día o en el relato pormenorizado de las causas y los efectos de algún evento decisivo para el destino de la ciudad, los autores se vuelcan a componer sus piezas dramáticas espoleados quizás por el presentimiento de que una obra poética cala más entre aquellos a quienes va dirigida mientras menos ilusión de realidad comporte. La trasgresión de este principio estético, tal vez inconsciente en el caso de Frínico y sin duda voluntario en el de Eurípides, ¿explicaría por ventura el veto impuesto por los jueces al autor de la Toma de Mileto y el escaso éxito literario obtenido en vida por el tragediógrafo de Salamina, quien sólo en cuatro ocasiones –si nos atenemos a la tradición- se alzó con la victoria en el certamen dionisíaco? Cualquiera sea la respuesta que demos, no dejaría de ser hipotética. Una cosa es más segura: en el seno de la tragedia, el pasado mítico remoza su potencia de sentido al contacto con el presente de la ciudad, en forma similar al modo como la ciudad, una vez se autocontempla en la inmediatez de la representación trágica, renueva su ligazón problemática con dicho pasado.

Gracias al jovial y solemne quehacer de los poetas dramáticos, la tragedia hace suyo lo que, en rigor, es un bien simbólico de todos y de nadie: el pasado mítico. Este hacer suyo algo, que originariamente no le pertenece puesto que es patrimonio de una comunidad de ciudadanos en un tiempo y un espacio determinados, puede ser entendido como una forma de apropiación, o, en los términos atrás empleados, como una forma de reaprehensión. Dicha reaprehensión constituye un complejo proceso creador que incluye tres instancias básicas: en virtud de la primera, de índole selectiva, los poetas abstraen el mito del continuum oral donde en principio tiene su asiento (o donde inicialmente cumple una función explicativa sobre los seres, objetos y fenómenos que componen el cosmos), y lo introducen en la esfera de la actividad artística que tiene por finalidad la mimesis de ''acciones nobles y de gente noble''; en virtud de la segunda, de carácter propiamente estético, los poetas se empeñan en reorganizar o reestructurar el mito, en la esperanza de que las acciones que lo constituyen lleguen a ser lo que no son en el relato épico o en la expresión lírica: imagen verosímil, que no verdadera, de un espíritu redivivo por el empuje de la imitación; y, en virtud de la tercera, de naturaleza técnica, los poetas codifican el material mítico seleccionado y reorganizado según reglas definidas y altamente especializadas que atañen por igual a la dicción, el canto y la danza, en un esfuerzo por dotar de unidad aquello que podría existir de modo separado. Selección, reestructuración y codificación míticas fungen de medios para alcanzar una doble finalidad artística: interna y externa. Interna, puesto que dichas operaciones se llevan a cabo con la mira puesta en la composición de los hechos que sirven para ensamblar la fábula; y externa, porque la fábula, una vez compuesta, ha de ser a la vez fuente de placer estético y utilidad social (si hemos de atender la conocida sentencia de Horacio, Ars Poética, vv. 333-334). Al apuntalarse en las tres instancias, la reaprehensión del mito se convierte en el fundamento artístico del drama, y, en particular, de la tragedia.

O, en otras palabras, el ser de la actividad dramática trágica se define por el entrecruzamiento entre el empuje de la mimesis y la labor de reaprehensión, ''operando conjuntamente en el campo de la praxis humana por medio de actuantes'' cuya interpretación dramática admite ser juzgada en términos de virtud o vicio (Ricoeur, 1992: 220).

En últimas, lo que en el mito ha sido (de un modo que escapa a la vivencia en acto y según unas determinaciones que encajan mejor en las denominadas sociedades ágrafas), en la tragedia vuelve a ser, en conciliación con los hábitos agonales de la idiosincrasia ática. Sólo que aquí, en la ciudad que patrocina la fiesta cívico-religiosa en honor de Dioniso, este volver a la existencia no enseña los rasgos de una identidad inmutable y permanente. Como sustento artístico del drama trágico, el mito retorna exhibiendo una apariencia alterada. Dicha alteración responde a dos razones. Una, de época, dada la necesidad de actualizar el contenido del mito; y otra, de género, dadas las exigencias propias del formato teatral. Las dos razones se asocian para ofrecer al mito una posibilidad de persistencia en la conciencia de los ciudadanos. Actualizar el mito significa reconocer que su inagotable clamor, proferido mediante una palabra que insinúa mucho más de lo que comunica, cuenta con la capacidad de esclarecer las situaciones humanas más inmediatas y aún las circunstancias sociales más conflictivas. Dramatizar el mito, por su parte, implica revestirlo de un dispositivo de funcionamiento artificial en virtud del cual lo que es expresión y referencia relatadas se transforma en lenguaje personificado, en tejido discursivo dialogado o cantado que simula transparentar lo que acontece en la vida regular de una comunidad determinada. Por eso, con ocasión del teatro, esa institución social inventada por los griegos y convertida en un acontecimiento panhelénico, el mito se actualiza bajo la forma artística del drama, del mismo modo como la dramatización de las acciones humanas encuentra todavía sentido, y sentido vinculante, en la luminiscencia indicativa del relato mítico.


 

Notas al pie

* Este trabajo es resultado parcial de la investigación titulada Sobre la tragedia griega (Planos de expresión y contenido), iniciada en el mes de julio del año 2012. Grupo: Estudios sobre política y lenguaje (Categoría A1 de Colciencias). Departamento de Ciencias y Humanidades. Universidad EAFIT.

1 Toda fecha que en adelante aparezca en el texto debe sobreentenderse como referida a la indicación ''antes de Cristo''.

2 Según Vidal-Naquet, la cultura griega se caracteriza ''por poner a disposición del investigador las parejas de oposiciones que han sido explícitamente suyas'' (1983:20). Sin duda este hecho tiene que ver con la variedad de fuentes (epigráficas, icónicas, documentales, arqueológicas, etc.) que pueden consultarse cuando se trata de estudiar dicha cultura. Las fuentes documentales, por ejemplo, dejan traslucir dicotomías expresivas (incluso conceptuales) que dan cuenta del modo como los griegos reconocen los principios opuestos que regulan el mundo donde discurre su existencia individual y colectiva. Quizás una de las más importantes parejas, de las muchas que pueden entresacarse, sea la que asocia mythos y lógos. Estas dos expresiones vertebran significativamente la cultura griega. Las dos, por ende, son depositarias de una larga y compleja historia semántica. Mencionemos sólo dos momentos de ella: el que se remonta hasta el período arcaico y el que se consolida durante el llamado clasicismo ateniense. Si Homero emplea mythos para designar preferentemente una notificación, una proclama o, si se quiere, un discurso que ''organiza, decreta, ordena, instituye, crea'' (Echavarría Yepes, 2012: 86), es porque en el contexto de la epopeya nada induce a pensar que ese vocablo oral denominado mythos entraña el sentido de lo mendaz o de lo que está desprovisto de fundamento. La palabra que es proferida como mythos por alguno de los personajes homéricos responde con verdad a los requerimientos de otro y es aceptada por éste como testimonio de un saber que no requiere ser puesto a prueba. Así lo refrenda Jaeger cuando afirma que, en su origen, la palabra mithoi ''había sido un nombre inocuo para cualquier narración o parlamento'' (1997: 25). Por su parte, el significado originario de la palabra lógos (''reunir, contar''), ligado a los ambientes de Parménides y Heráclito, ''remite al ámbito racional de los números y de las relaciones entre números...Se encuentra en la matemática y en la teoría de la música de la ciencia pitagórica'' (Gadamer, 1997: 25). Desde este ámbito se generaliza después y empieza a significar palabra que exige el dar y pedir razones. En sus comienzos, entonces, mythos y lógos, si no se asemejan en estricto sentido, tampoco se oponen entre sí. Habrá que aguardar hasta el advenimiento de la pólis para descubrir cómo los sentidos de ambas expresiones se tornan discordantes. En efecto, una vez la ciudad se consolida como invención humana, y la palabra se erige en la ''nueva herramienta de mando y dominación sobre los demás'' (Vernant, 1992: 61), muchas de las antiguas cuestiones que el mito expone de un modo narrativo son sometidas a una suerte de revisión, no exenta de aguda crítica. El espíritu que implanta el movimiento sofístico contribuye en buena medida a ello. Como consecuencia de dicha revisión, algunos sectores de la ciudad otorgan crédito a los saberes que se fundamentan en el lógos y miran con desconfianza los relatos que hablan de un pasado lejano e inverificable. La historia y la filosofía no son insensibles a este fenómeno. Así, ¿no declara Tucídides, cuando empieza a adentrarse en el tema de su investigación histórica y a explicar las dificultades que tiene que sortear para proceder a contar la guerra entre ''los peloponesios y los atenienses'', que lo mythodés (el elemento mítico) exuda un espíritu fabulesco refractario a la verdad? (Historia, I, 22, 4). Y ¿no palpita en Platón (República, II, 377a-383c) el férreo convencimiento de que las narraciones contadas por Homero y Hesíodo se alejan por completo de la verdad? ¿Mito no equivale para él a ficción, y, consecuentemente, a un contenido no verdadero? Y, sin embargo, no deja de ser curioso que la escritura platónica, con no poco frecuencia, deja colar –sino es que inserta intencionalmente- relatos míticos en el tejido discursivo de los diálogos (Para una lúcida consideración sobre el sentido de esta paradoja, véase Gil Fernández, 2009: 124-125 y Lledó, 2011: 104-113).


 

 

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