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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.11 no.20 Medellín Jan./June 2014

 

ARTÍCULOS/INVESTIGACIÓN

 

Alfonso Reyes, crítico humanista*

 

Alfonso Reyes: A humanist critical

 

Felipe Restrepo David**

** Magister en Letras Hispano- Americanas, Universidad de São Paulo- Brasil. Profesor de cátedra, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT, Medellín- Colombia, y editor de su Fondo Editorial. crisipos@hotmail.com

 

Recibido: febrero 10 de 2014 | Aprobado: abril 12 de 2014

 


Resumen

Uno de los conceptos más divulgados por el Ateneo de la Juventud de México en 1910 fue ''La Cultura de las Humanidades'', y dos de sus mayores exponentes fueron Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Este último, justamente desde las Humanidades, fundamentó su crítica literaria haciendo de ella una de las expresiones más altas de su producción escrita. Una ''crítica humanista'' que tiene como centro, a su vez, la ''concordia'': pensar la obra de los ''otros'' desde la sensibilidad y la buena fe, es decir, ''con-corazón''. Aquí se ha recorrido el camino por el cual Alfonso Reyes llegó a esta postura, acompañando la reflexión con los conceptos sobre Humanismo desarrollados por Liliana Weinberg, Beatriz Colombi, José Miguel Oviedo y Edward Said.

Palabras clave Alfonso Reyes, crítica literaria, humanismo, concordia, Pedro Henríquez Ureña.


Abstract

One of the most divulged concepts by the Atheneum of Youth from Mexico in 1910 was ''The culture of the Humanities'', and two of its most relevant exponents were Pedro Henríquez Ureña and Alfonso Reyes. Alfonso Reyes focused his literary criticism specifically on the Humanities, making it one of the highest expressions of his written production. One of his best-known works, ''A Human Critique'', is centered on the concept of concord, which means to consider 'others' work with sensibility and good faith, that is to say, ''from the heart''. Here we have gone over the paths through which Alfonso Reyes came to this posture, reflecting on the concepts of Humanism developed by Liliana Weinberg, Beatriz Colombi, José Miguel Oviedo and Edward Said.

Key words Alfonso Reyes, Literary Criticism, Humanism, Concord, Pedro Henríquez Ureña.


 

 

Introducción

En tres ensayos, de tres épocas diferentes, Alfonso Reyes relató lo que significó para su formación intelectual y literaria su primera y más decisiva vivencia: la llamada revolución cultural mexicana a cargo del Ateneo de la Juventud, y que precedió a la revolución política y militar que vendría después. Tales ensayos son: ''Dedicatoria'' de 1917, ''Testimonio de Juan Peña'' de 1923 y ''Pasado inmediato'' de 1939. Y uno de los aspectos al que el mismo Reyes dedica especial atención, desde el primer ensayo, es justamente lo que llegaría a representar para él la Cultura de las Humanidades. Sin embargo, para comprender cabalmente la generación de Alfonso Reyes y su participación literaria, social y cultural, hay que remitirse a ciertos hechos históricos y a algunos personajes que vendrían a configurar y determinar los procesos que se dieron en la primera década del siglo XX en México. Y uno de esos personajes es aquel que fue un esencial integrante de aquella generación, Pedro Henríquez Ureña. Teniendo en cuenta esto, es en el diálogo del ensayo de Reyes, ''Pasado inmediato'' (1939), con otros dos ensayos de Henríquez Ureña, ''La cultura de las humanidades'' (1914) y ''La influencia de la revolución en la vida intelectual de México'' (1924), como puede plantearse una imagen cercana de lo que fue el ambiente intelectual de la época y de la generación del Centenario de 1910.

Es a partir de este contexto desde el cual se recrea lo que significó para Reyes el concepto de Humanismo –como entrega al estudio meditado y comprometido de la cultura y literaturas griega y latina– en relación a su crítica literaria y cómo esta fue configurándose en una propuesta no solo literaria sino filosófica en cuanto postura ética y posición de vida. Y una forma de verlo es en la actitud de Reyes para con la obra del poeta modernista mexicano Amando Nervo: en sus críticas, por ejemplo, confluyen esos dos conceptos, Humanismo y crítica, que darán lugar a lo que hemos propuesto como una posible interpretación de la escritura reyesiana: la crítica humanista'.

Dice Henríquez Ureña en ''La influencia de la revolución en la vida intelectual de México'', de 1924, que hay en la historia de México dos grandes movimientos de transformación social después de la independencia de 1810; uno de ellos es la reforma inspirada en los principios liberales y que abarcó las décadas de 1855 a 1867; el otro es el llamado ''Revolución'', y que se inició en 1910 hasta su culminación en 1920. Este segundo movimiento representó una extraordinaria influencia en la vida intelectual al igual que en casi todos los órdenes del país: ''Raras veces se ha ensayado determinar las múltiples vías que ha invadido aquella influencia, pero todos convienen, cuando menos, en la nueva fe, que es el carácter fundamental del movimiento'' (Henríquez Ureña, 1960: 610). Una nueva fe que consistió en la educación popular, en la posibilidad y la esperanza de que toda persona en el país debería ir a la escuela.

Hasta el comienzo del siglo XIX, Latinoamérica vivía bajo una organización medieval de la sociedad y dentro de un ideal medieval de la cultura, muy a pesar de las imprentas y de cierta actividad literaria. Nada recordaba la Edad Media como sus grandes universidades (las de Santo Domingo, la de México, la de Lima): ''Allí, el latín, era el idioma de las cátedras; la teología era la asignatura principal; el derecho era el romano o el eclesiástico, nunca el estatuto vivo del país; la medicina se enseñaba con textos árabes'' (Henríquez Ureña, 1960: 610). De forma que sobrevino lo que parecía inevitable: después de cien años, la nación se dio cuenta de que la educación popular no es un sueño utópico sino una necesidad real y urgente; y hacia allí es adonde apuntó la Revolución con sus insistentes demandas y sus cambios, al menos en su primer momento, antes de la lucha armada y de tanta sangre que habría de derramarse.

Hubo un primer momento que fue el preludio de la liberación: 1906 y 1911, según Henríquez (1960: 611). En esos años, la vida intelectual mexicana, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, había adquirido una rigidez inamovible, y las ideas que se promulgaban eran del siglo XIX. Toda la formación cultural y la visión intelectual estaban determinada no tanto por la teología de Santo Tomás como por el sistema de ciencias modernas que encontraban en Comte, Mill y Spencer, sus mayores apóstoles. De allí que sostenga Octavio Paz, en Los hijos del limo, que no todas las consecuencias de la Revolución de Independencia fueron negativas: primero, vino la liberación de España; luego, el cambio de las conciencias y la desacreditación del sistema español. ''La separación de España fue una desacralización: nos empezaron a desvelar seres de carne y hueso, no los fantasmas que quitaban el sueño a los españoles'' (Paz, 1974: 125). Así, los nombres cambiaron y con ellos la ideología de los hispanoamericanos, de forma que la separación de la tradición española se acentuó en la primera parte del siglo XIX, y en la segunda hubo un corte tajante; y ese corte fue el positivismo. En esos años las clases dirigentes y los grupos intelectuales de América Latina descubren la filosofía positivista y la abrazan con entusiasmo. En los altares erigidos a la libertad y la razón, se coloca entonces a la ciencia y al progreso: el ferrocarril, el telégrafo. A partir de ahí es que comienzan a divergir los caminos y los destinos de España y América Latina: ''Entre nosotros se extiende el culto positivista, al grado de que en Brasil y en México se convierte en la ideología oficiosa, ya que no en la religión, de los gobiernos [...]:'' (Paz, 1974: 126). Y al mismo tiempo se trató de una corriente filosófica que se volvió una crítica radical de la religión y de la ideología tradicional, haciendo tabla rasa de la mitología cristiana así como de la filosofía racionalista. El pensamiento y las concepciones positivistas habían reemplazado, ciertamente, a las ideas escolásticas en las escuelas oficiales, y ninguna verdad, entonces, podía ya existir fuera de él.

Y es aquí, justamente, donde entra Henríquez Ureña a ese grupo que se fue consolidando por primera vez, y al que se sentía tan llamado como obligado para acompañar en sus empresas intelectuales. A pesar de lo jóvenes que eran, pues muchos ni siquiera habían cumplido los 20 años, como Alfonso Reyes que contaba con escasos 18 años, ya habían sentido que los cambios eran ineluctables. Además, comenzaron a hacer parte integral del grupo Antonio Caso, José Vasconcelos, Acevedo el arquitecto y Rivera el pintor (mucho después se uniría a ellos Ricardo Arenales, que diez años después se cambiaría el nombre por Porfirio Barba Jacob, uno de los poetas modernos más importantes de Colombia). Ahora bien, tal generación del Ateneo de la Juventud veía, según Henríquez Ureña, que la filosofía oficial era demasiado sistemática, demasiado definitiva para no equivocarse. Así, ''nos lanzamos a leer a todos los filósofos a quienes el positivismo condenaba como inútiles, desde Platón, que fue nuestro maestro mayor, hasta Kant y Schopenhauer. Tomamos en serio (¡oh blasfemia!) a Nietzsche. Descubrimos a Bergson, a Boutroux, a James, a Croce'' (Henríquez Ureña, 1960: 612). Y continúa diciendo en la lista de aquellos temas y preferencias dentro de los que se formaron, que en literatura no se limitaron a la ''Francia moderna'', al contrario, quisieron ir mucho más allá: la literatura griega, que fue la gran pasión de esa generación; pero, también, exploraron las literaturas inglesas, alemanas, italianas, rusas y escandinavas. Y pretendieron regresar, ''a nuestro modo'', y ''contrariando toda receta'', a la literatura española, que desde hacía años había sido relegada a los ''académicos de provincia'' (Henríquez Ureña, 1960: 613).

Aquella agitación política iniciada en 1910 se había recrudecido en esos terribles años de 1913 a 1916: la Revolución Mexicana; sin embargo, los sufrimientos de las muchas heridas para con el mismo país y las almas de los mexicanos no dieron fin a la vida intelectual, gracias a la persistencia en el amor de la cultura. Mientras la guerra asoló el país, y hasta algunos grupos intelectuales se convirtieron en soldados, los esfuerzos de renovación espiritual siguieron adelante, si bien desorganizados e incompletos. ''Los frutos de nuestra revolución filosófica, literaria y artística iban cuajando gradualmente. Faltaba solo renovar, en el mundo universitario, la ideología jurídica y económica'' (Henríquez Ureña, 1960: 613). Solo hacia 1920 vino a sentirse en el ambiente y en la realidad el cambio paulatino en las orientaciones de la enseñanza de la sociología, la economía política y el derecho. En todo caso, para Alfonso Reyes, en el marco de esos años agitados en los que además decide partir a Europa en un autoexilio, es el ensayo mismo junto con la crítica literaria, como herramientas, los que le dan la posibilidad para llevar a cabo uno de los mayores desafíos que le proponía la Revolución Mexicana: multiplicar el conocimiento y hacerlo llegar a la mayoría de la población, vinculando lo particular con lo universal, expandiendo los saberes sin empobrecerlos, sin simplificar ni devaluar discusiones. Ahí es cuando la generación ateneísta combate con sus armas simbólicas, sustentadas en el Humanismo que promulgaban. Afirma Liliana Weinberg que Reyes fue un intelectual ''orgánico'' capaz de responder a sus desafíos, luchando en distintos frentes de la ''acción pública'' y la ''intervención simbólica'', fundador o cofundador de revistas (Cuadernos americanos), centros de altos estudios (El Colegio de México), editoriales (Fondo de Cultura Económica), ''pensados como puntos estratégicos para levantar una nueva armazón cultural'' (2006: 295).

A este respecto del Humanismo y la participación pública, el compromiso con el propio presente y la búsqueda de un común en el tiempo y en la historia, Edward Said sostiene que: ''No percibir que la esencia del Humanismo es comprender la historia humana como un proceso continuo de autocomprensión y autorrealización para todo mundo es no percibir nada'' (2013: 47). Para Said no puede haber verdadero Humanismo si su ámbito se limita solo a exaltar con patriotismo las virtudes de una cultura, su lengua y sus monumentos. El Humanismo no es otro que el empleo de las facultades lingüísticas de un individuo para comprender, reinterpretar y luchar cuerpo a cuerpo con los productos del lenguaje en la historia, en otras lenguas y en otras historias, para luego intentar construir, desde las propias contradicciones de la época y desde su misma diversidad, una mirada a partir de la cual pensar y proponer. El espíritu humanista no busca consolidar y afirmar lo que ya se conoce y se siente; por el contrario, trata de agitar y de reformular todo aquello que se da por sentado, y especialmente las certezas que parecen inmodificables e, incluso, las mismas obras ''clásicas'' que se muestran incólumes (Said, 2013: 49). Para Reyes, y su generación, el estudio de la cultura clásica fue un punto de partida. Por eso, si hubo un concepto que para Alfonso Reyes fue crucial para la configuración y la concepción de su crítica literaria fue el de Humanismo que, en ese primer momento de formación de la experiencia del Ateneo de la Juventud y de la Generación del Centenario, tuvo matices. Es a través de sus propios ensayos como puede lograrse un acercamiento de lo que significó dicho concepto, pues antes que una postura teórica se trató para el ensayista de una elección de vida que fue fortaleciendo y aclarando (en el sentido de dar más luz), y que fue permeando toda su obra.

Dice José Miguel Oviedo en su Breve historia del ensayo hispanoamericano que ''como los humanistas del siglo XVI'' (1991: 77), Reyes fue un amante de la antigüedad clásica, a la que no concebía como algo distante o exótico, sino como un ejemplo inmediato que los hispanoamericanos debían seguir si querían ser fieles a sí mismos. De allí que para encontrar y definir nuestra esencia no debíamos renunciar al gran legado universal, ni sentirnos ajenos a él; más bien, debíamos apropiárnoslo y hacerlo nuestro. Reyes había comprendido, en su convivencia con los clásicos griegos y latinos, que las humanidades constituían parte fundamental en la tradición cultural mexicana, y que prescindir de ellas era renunciar a las raíces propias. ¿Pero qué era el Humanismo, en sí, como concepto, como cosmovisión, para Alfonso Reyes? En uno de los pocos textos que se permitió hablar directamente del tema fue en ''Palabras sobre el Humanismo'', epílogo de su breve ensayo Andrenio: Perfiles del hombre (1958). Por eso desde su primer libro, Cuestiones estéticas (1911), pueden encontrarse escritos sobre Grecia, como ''Las tres Electras'', pero no una reflexión sobre el porqué de Grecia.

Reyes en ''Palabras sobre el Humanismo'' dice que a muchas cosas se ha llamado Humanismo (1981: 403). En el sentido más amplio, y tal como todas las nociones generosas, esta explicación, sin ser verdadera ni falsa, no explica nada. Y, en el sentido más estrecho, el término suele reducirse al estudio y práctica de las disciplinas lingüísticas y las literarias, lo que, viéndolo más de cerca, restringe demasiado el concepto y no señala con nitidez suficiente su orientación definitiva. De otro lado, en un sentido ya completamente equivocado, se ha llegado a confundir el humanismo con el humanitarismo. En aquel proceso de reeducación durante la Edad Media se llamó Humanidades a los estudios consagrados a la tradición grecolatina: Mediante ellos se procuraba modelar otra vez al hombre. Durante el Renacimiento, posteriormente, el Humanismo procuró contemplar y asirse al pensamiento teológico, y más de una vez rompió la estructura férrea en que se llegó a encerrar la ecuación del cuerpo y del alma. De modo general, el Humanismo se mantuvo como agencia útil y progresista, y se recomendó el uso de la preciosa razón frente a los bárbaros impulsos del instinto: se propuso el ideal del homo sapiens, el hombre como sujeto de sabiduría humana. Sobrevino el desarrollo de las ciencias positivistas en el siglo XIX, y estas promulgaron e instauraron el homo faber, el hombre como dueño de técnicas para dominar el mundo físico. ''Y un buen día, el Humanismo aparece, por eso, como un vago y atrasado espiritualismo'' (Reyes, 1981: 404). El Humanismo no era, pues, ni podía ser, ''un cuerpo determinado de conocimientos, ni tampoco una escuela. Más que como un contenido científico, se entiende como una orientación'' (Reyes, 1981: 405). Dicha orientación está en poner al servicio del bien humano todo el saber y todas sus actividades. Para poder llegar a ella no hace falta ser especialista en ninguna ciencia o técnica determinada, pero sí registrar sus saldos, conocer el camino que los hombres han recorrido; y después contar con una topografía general del saber y fijar su sitio a cada noción. ''Por lo demás, toda disciplina particular, por ser disciplina, ejercida la estrategia del conocimiento, robustece la actitud de investigación y no estorba, antes ayuda, al viaje por el océano de las Humanidades'' (Reyes, 1981: 403). Es así como se establece la conversión entre el hombre y el mundo, o, ''como alguna vez hemos dicho, entre el yo y el no yo, el Segis y el Mundo, que tal viene a ser el eterno soliloquio de Segismundo'' (Reyes, 1981: 403). En suma, tal función del Humanismo, su vitalidad y finalidad, solo podría llegar a ser en plenitud en su suelo más seguro, tal como se ha demostrado en esa historia ya vivida: la libertad. Y no solo la libertad política sino también la libertad del espíritu y del intelecto en el amplio y cabal sentido, que era para Reyes la perfecta independencia ante toda tentación o todo intento por subordinar la investigación de la verdad a cualquier otro orden de intereses que nada tengan que ver con la naturaleza misma del Humanismo.

Ahora bien, quien también pensó, e incluso quiso intentar un poco de más conceptualización acerca de lo que representaba el Humanismo en aquella generación en la que Reyes se formó, fue Pedro Henríquez Ureña: a través de sus dos escritos, ''La moda griega'' de 1908 y ''La cultura de las Humanidades'' de 1914. Para los ateneístas que aceptaban las hipótesis del progreso indefinido, universal y necesario, era justa la creencia en el milagro helénico. Pero una fe en esa ''otra'' Grecia que no era aquella que estuvo tanto de moda por entonces: una que el modernista Gómez Carrillo quiso divulgar en su libro Grecia (1908), muy diferente al cosmopolitismo de las Humanidades que el grupo de jóvenes del Centenario quiso promulgar; no querían que su concepto y su imagen de Grecia se redujera al viaje o a experiencia ''sentimental'', corporal, sensible, para luego transformarse en visión poética o relato de las sensaciones. Este cosmopolitismo de las Humanidades era concebido como un derecho propio de acceder al conocimiento con la libertad de sentirse también hijos de la cultura occidental. Por eso la Grecia que Reyes quiso crear y recrear fue aquella del pensamiento, lo que para él significaba una experiencia mucho más directa: en cierta manera, el pensamiento estaba primero que el cuerpo.

Dice José M. Oviedo que, de su parte, Reyes, como humanista, superó y trascendió el modernismo ''rescatando de él la actitud cosmopolita, el interés por la cultura universal, tal vez la pretensión de ser, más que filósofo sistemático, un poeta con preocupaciones sociológicas y metafísicas'' (1991: 91). De una misma opinión fue Teodosio Fernández (1990: 89) que afirmaba que aquel interés por Grecia, aunque fue una moda en ese momento en Europa y Estados Unidos, no se limitaba en Reyes y en el grupo de su generación a un simple interés turístico o poético.

En lo que más creían Henríquez Ureña y Reyes era en el conocimiento del antiguo espíritu griego pues representaba una fuente de fortaleza, tan nutrido con el vigor puro de su esencia. Por eso no hay ambiente, ni pueblo, más lleno de estímulo y de impulso que el griego: todas las ideas provienen, sustancialmente, de él. Pero Grecia no solo es la proyección de la inquietud del espíritu y de sus ansias de perfección, sino ejemplo incuestionable de disciplina. El griego deseó la perfección pero creyó en la perfección de hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como prefiguración de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor. No es que el pueblo griego haya negado, en sí, la importancia de la intuición mística, del delirio, y menos teniendo al mismo Sócrates; lo que pasó es que la vida superior, el ideal de perfección, no debía ser el perpetuo éxtasis o la locura profética, sino que debía llegarse a tal ideal a través de lo que los griegos entendieron por sophrosine: ''Dionisos inspiraría verdades supremas en ocasiones, pero Apolo debía gobernar los actos cotidianos'' (Henríquez Ureña, 1960: 601). Entonces, al final, las Humanidades, cuyo fundamento y esencia son el estudio de la cultura griega, serían enseñanza moral al igual que placer estético, pero sobre todo, y Henríquez recuerda aquí al crítico inglés Matthew Arnold, ''fuente inagotable de disciplina moral'' (1960: 601).

 

El valor crítico esencial: la concordia

Henríquez Ureña ofrece lo que para él es la clave del Humanismo: sophrosine. Y entiende el concepto como comúnmente se ha traducido, ''templanza''. Pero quizás se puede aclarar mucho más si se acude a uno de los mayores helenistas del XX, Werner Jaeger (2001). Pues bien, Jaeger dice en su Paideia que el descubrimiento del hombre, por parte de Grecia, no fue el yo subjetivo, sino la conciencia gradual de las leyes que determinan la esencia humana; el principio espiritual de los griegos no es el individualismo sino el ''humanismo'' en su sentido más clásico y originario: ''humanismo'' viene de ''humanitas'', y por lo menos desde el tiempo de Varrón y de Cicerón esta palabra tuvo, al lado de la acepción vulgar y primitiva de lo humanitario, un segundo sentido mucho más rico y complejo por lo ''noble'' y ''riguroso''. Humanismo significó, así, la educación del hombre de acuerdo con la verdadera forma humana, con su auténtico ser (Jaeger, 2001: 14). Y esa es la genuina paideia griega: ideal del hombre, sobre el cual se deben formar a los individuos; de allí que no se trate de un esquema vacío, independiente del tiempo y del espacio. Es, al contrario, una forma viva que se desarrolla en el suelo y alma de un pueblo y persiste a través de los cambios históricos, recogiendo y aceptando todas las transformaciones de su destino. Dentro de ese ideal de educación humana es, precisamente, donde tiene su lugar la sophrosine, que para Jaeger sería la ''exhortación a no perder de vista los límites del hombre'' (2001: 15). Y habría que añadir, aun más, que el sentido del concepto sería mal comprendido si fuese interpretado únicamente como una doctrina que es la expresión de una naturaleza innata, de índole armónica e imperturbable. La sophrosine es ante todo una concepción, una cosmovisión, viva y palpitante, del aprender a vivir consigo mismo dentro de los propios límites que el mismo espíritu reconoce para sí.

De allí partió alguna vez Octavio Paz, en ''El jinete del aire'' (1960), a propósito de la muerte de Reyes, para decir que éste siempre fue un enamorado de la mesura y la proporción: ''un hombre para el que todo, inclusive la acción y la pasión, debería resolverse en equilibrio'', aunque estemos rodeados de caos y silencio (50). Un caos que a su vez está hecho de lo bruto, lo informe y lo vacío, y que Reyes nunca intentó ''aherrojar'', así como tampoco al instinto: este humanista no suprimió la parte ''oscura'' del hombre. ''Ni en la esfera de la ética ni en la estética –menos aún en la política– predicó las virtudes equívocas de la represión. A la vigilia y al sueño, a la sangre y al pensamiento, a la amistad y a la soledad, a la ciudad y a la mujer'' (Paz, 1989: 51), a cada parte y a cada uno, hay que darle lo que le pertenece. Para Reyes, aquella porción de instinto que nos habita (y de la que a veces ni sabemos cuál es su poder sobre nosotros y sobre los demás) no era menos sagrada que la del espíritu; ¿pero cuáles son los límites? No los hay, todo se comunica: somos una ''vasta alquimia''.

Y justo en esta misteriosa y a veces inasible comunicación de nuestro interior se fundó el amor de Reyes por la cultura helénica; amor que fue más allá de un mero interés intelectual1. Aquella sophrosine fue una opción ética, un modo de vida: una elección por el equilibrio, un alejarse de la lucha, al menos en el sentido de tomar las armas o en el de la venganza por la muerte de su padre. La lucha de Reyes fue, eso sí, en el pensamiento y en la acción, un poner en práctica y en movimiento ese Humanismo suyo, tal como ya se dijo, en la educación y en la cultura mexicanas, pensando además la posibilidad de crear una propia conciencia histórica que fuese el sustento de un inteligencia americana; y ejemplo de ello es su ensayo ''Notas sobre la inteligencia americana'' de 1936.

Para Octavio Paz, quizás las palabras centrales en la obra de Reyes sean ''pacto'', ''acuerdo'' y ''equilibrio'', pues ellas definen y configuran, crean la imagen, de una de las direcciones centrales de su pensamiento (1989: 55). Y no se trata de moderación, ni tibieza, ni mucho menos timidez; se trata más de un espíritu que aspira a la medida en la que los puntos conviven en armonía. De esa búsqueda constante y a veces insatisfecha, es de donde se sustenta ese gran apetito universal, ese deseo de abarcarlo todo, desde las disciplinas del conocimiento, tanto de las épocas más cercanas así como de las más distantes: ''viajero intelectual'', tal como lo llama Beatriz Colombi (2004). Pero un deseo que, al pretender saber tanto cuanto pudiera, no quería eliminar las contradicciones sino integrarlas en afirmaciones más extensas, abarcadoras, no totales. Y esa curiosidad suya, a la vez tan llena de prudencia y respeto por el otro, por lo otro, no deja de buscar también el rasgo individual, la variación personal, aquello que distingue y crea el verdadero sentido al conjunto. Y encontrada esa singularidad, intentar ponerla en función de visiones y universos más vastos.

Ese movimiento de conocimiento y creación es la clave, pues justo allí se encuentra el concepto más rico y cercano, incluso más que el mismo equilibrio, y que desnuda mejor la intención de Reyes: concordia; que no solo debe entenderse como concesión, pacto o compromiso, unión o convenio, sino como juego dinámico de los contrarios, concordancia del ser y lo otro, reconciliación del movimiento y el reposo, coincidencia de la pasión y la forma; o como dice Paz: ''oleada de vida, vaivén de la sangre, mano que se abre y se cierra, dar y recibir y volver a dar [...]: palabra central y vital, que en el humanista no es cerebro, ni vientre, ni sexo, ni mandíbula: corazón'' (1989: 57). Pues concordia guarda, como un fruto, lo más preciado adentro de sí: su etimología, justamente, es ''cor-cordis'', es decir, corazón. Nada con más sentido que esto, ya que para un humanista formado en la más exclusiva tradición clásica lo que más se quiere y se respeta, junto a la inteligencia y el conocimiento, es la sensibilidad, el sentir de los demás: la alegría, la piedad, el sufrimiento, el sueño, la amistad; como cuando Antígona va en busca de su hermano, o Príamo se arrodilla ante Aquiles, u Odiseo llora al ver Ítaca en su regreso. Se piensa con la emoción pues de ellas estamos hechos. Ese, y no otro, es el equilibrio deseado, la armonía procurada.

 

Los grados de la crítica

En 1942 Alfonso Reyes publica ''Aristarco o anatomía de la crítica'' en La experiencia literaria. Y allí, por primera vez, intenta ordenar sus reflexiones y concepciones personales sobre la crítica literaria. Y aunque se trata de un escrito más bien breve, hay en él una condensación de conceptos en que a veces parece haber más síntesis que desarrollo. En todo caso, lo primero que habría que decir es que Reyes plantea su propia definición de la crítica literaria y, tal idea en él, tiene mucho que ver con sus principios humanistas del equilibrio y la concordia.

Pues bien, lo primero que anuncia Reyes es que la crítica es un ''enfrentarse'', un ''confrontarse'', con ''el otro'', aquel que va ''conmigo'' (1983: 106). Así, en el constante trascender de las cosas, donde todo es y no es como en el río de Heráclito, no podríamos confiar ni siquiera en nosotros mismos. Somos acción y contemplación, actor y espectador, lucha y conciliación de principios antagónicos, anverso y reverso y el tránsito que los recorre, acción y juicio. Y agrega que la naturaleza opera por dialéctica y repartiendo en dos sus procesos: todo vivir es un ser y, al mismo tiempo, un arrancarse del ser. Por eso, la esencia pendular del hombre lo pasea del acto a la reflexión y lo enfrenta consigo mismo a cada instante. Pero ese ''enfrentamiento'' tiene que ver, y ocurre, en el nivel del equilibrio, pues cuando las partes, cualquiera de ellas, vence o es derrotada, no hay allí esa comunicación: la crítica es un acto de comunicación en ese intenso movimiento. Pero un acto entre iguales.

Ahora bien, planteada esa relación de la crítica como diálogo interno, Reyes propone una ''escala'' entre los grados de la crítica. El primer grado es aquel que llama la ''impresión''. Sin ella no hay crítica posible, ni exégesis, ni juicio, ni conocimiento ni amor; pero amor comprendido como un acto de valoración, de concordia y humanidad. Dicha impresión es una manifestación general. Y puede nombrarse como ''impresionismo'' cuando tal manifestación se hace desde la informalidad y sin ningún tipo de compromiso específico. Y tiene su razón de ser porque el fin de la creación literaria no es provocar la exégesis sino ''iluminar el corazón de los hombres, de todos los hombres en lo que tienen de meramente humanos, y no en lo que tienen de especialistas en esta o la otra disciplina'' (1983: 111). La crítica impresionista es un puro reflejo de esta ''iluminación cordial'': respuesta humana, auténtica y legítima ante el poema, ante la obra literaria. El impresionismo es el común denominador de toda crítica; es el punto de inicio, y por eso el momento esencial, el origen. Es el que señala la exégesis, el ''rumbo''.

El segundo grado de la crítica sería la ''exégesis'', y que se extiende a una zona de laborioso acceso que representa ya un terreno de especialistas. Para Reyes, la exegética es un grado, un movimiento de la crítica, que no podría prescindir del ''amor'' mientras acentúa el aspecto del conocimiento; así que informa, interpreta, pero también valora y puede llegar hasta el juicio o, en todo caso, lo prepara; y si no llega es porque se detiene y se entretiene con frecuencia en la mera erudición de sus temas, porque sus temas mismos, algunas veces, más que un definitivo valor humano tienen un valor interior a los propios fines eruditos, un valor solo de referencia para establecer el conocimiento. En este orden de ideas, lo que prima en el nivel exegético es ante todo la función educativa: la preservación de caudales, o sea, la cultura. De allí que sea el único grado de la crítica literaria que pueda enseñarse y aprenderse, y en mayor o menor pureza forma parte del sistema académico. Los métodos de la exégesis pueden plantearse como tres caminos, y solo cuando los tres se unen entonces la exégesis podría aspirar a la categoría de ciencia. Tales métodos son el ''histórico'', el ''psicológico'' y el ''estilístico''. O, dicho de otra manera: el estudio de la producción de la obra en su época mental e histórica, la formación psicológica y cultural del autor, y las peculiaridades de su lengua y estilo (1983: 114).

El último grado de la escala crítica es el mismo ''juicio''. Es la última instancia de la crítica que sitúa a la obra en el ''saldo de las adquisiciones humanas''. Como el impresionismo, se funda en el amor, aunque, por supuesto, no es ajena a las técnicas de las exégesis, dado que no procede conforme a ellas porque anda y aun vuela por sí sola y ha ''soltado ya las andaderas del método'' (1983: 114). Es el punto alto de la crítica, adquiriendo trascendencia ética y operando como dirección del espíritu. No se enseña, no se aprende, más bien, podría acomodársele la denominación: ''es acto del genio''. Este grado, el juicio, que no todos alcanzan porque no todo es impresionismo ni todo es método. Por disponer de una naturaleza sensible ante la obra literaria y por haber vencido las duras pendientes del método no se tiene la certeza de haberlo agotado todo.

Si todos los soldados del Pedid Caporal llevan el bastón en la mochila, a pocos fue dado el mariscalato. Los sátiros que se acercan al fuego, en el fragmento esquiliano del Prometeo piróforo, solo consiguen chamuscarse las barbas. La gracia es la gracia. Toda la emotividad en bruto y todos los grados universitarios del mundo son impotentes para hacer sentir, al que no nació para sentirlo, la belleza de este verso sencillo: El dulce lamentar de dos pastores (1983: 115).

 

Los amores de Amado

Los intereses críticos de Alfonso Reyes abruman por la cantidad casi inabarcable. Dentro de la literatura mexicana, se podría proponer, de cierta manera, una especie de historia personal de la literatura nacional: desde los hallazgos de la poesía prehispánica hasta las Crónicas de Indias, así como la literatura de la Colonia y del siglo XIX, y gran parte de la literatura de la primera mitad del siglo XX. Eso sí, como se ha dicho, el tratamiento varía desde los más detenidos, analíticos e históricos, ''exegéticos'', como en Letras de la Nueva España (1948), hasta los más ''impresionistas'' como Capítulos de literatura mexicana (1911). Entre los autores mexicanos que más llamaron su atención estuvieron Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, José Manuel Othon, Manuel Gutiérrez Nájera. Pero quizás hubo un escritor que prevaleció por encima de los otros, por el que Reyes llegó a sentir un especial afecto, al punto de confesarse devoto. Se trató de Amado Nervo (1870-1919), del que publicó en 1937 Tránsito de Amado Nervo, en el que recopila los ensayos, notas y cartas que en el transcurso de quince años, 1914-1929, escribió sobre el poeta modernista. La primera crítica, ''La serenidad de Amado Nervo'' es de 1914; la segunda, ''El camino de Amado Nervo'', de 1919; la tercera, ''Carta a Juana de Ibarbourou'', de 1929; y la cuarta, ''El viaje amor de Amado Nervo,'' de 1929.

En el ''Prefacio'' de Tránsito de Amado Nervo, Reyes advierte que el camino que había elegido para proponer una interpretación de Nervo era la ''exégesis'' humana; y luego, en el desarrollo de su crítica, opta por el tema del amor, y dentro de él, la mujer en la vida de Nervo. Lo que no era una elección nada gratuita, pues en 1937 (el mismo año en que aparece el libro de Reyes), José Santos Chocano, reitera que Nervo fue un hombre enamorado de la mujer: ''pero no licencioso, y su poesía lírica tiene que ser la erótica, que así se manifiesta, a través de la obra salida del espíritu, empezando en la galantería de muchos madrigales para acabar en el tono mayor de una gran elegía'' (2007: 410). Así, es la mujer lo que más se agita con fuerza en el fondo del espíritu de Nervo, por eso su sinceridad está en su erotismo sentimental, aunque ''inconfundiblemente masculino'', insiste Santos Chocano, para luego afirmar que lejos del ascetismo y de la sublimación, la verdadera musa de Nervo es a la vez su amante, a quien le hace la consagración sentimental de su arte y de su vida (2007: 411).

Es decir, más humana, y al mismo tiempo más subjetiva, no pudo haber sido la escritura e incluso las ideas de Alfonso Reyes. Podría parecer, de entrada, una paradoja: al elegir ''exégesis'' debería proponer un camino más ''científico'' tal como él mismo entendía el concepto y el método, pero escoge una propuesta mucho más poética. Reyes quiso tomar del poeta lo más íntimo, y quizás lo más secreto, o al menos lo que éste procuró siempre mantener oculto para protegerlo. Podría plantearse también, que antes que ''exégesis'', lo que pretendió Reyes fue darle una vuelta de tuerca a dicha ''exégesis'' e inclinarse por una mirada ''impresionista'', justamente porque esta posición era la que podía permitirle más libertad como narrador. De forma que aquella ''exégesis humana'' no es más que una versión del ''impresionismo'', con la que el crítico mexicano da un arriesgado salto: el juicio, afirmando que fue la mujer y el amor de ella, pero también su ausencia y su dolor, la que dirigió y dio la respiración a Amado Nervo; por eso el punto más alto fue aquel poemario La Amada inmóvil: los poemas del amor perdido pero guardado en el alma de esos versos. La pérdida, que asimismo fue lo que tanto señalaron los poetas y críticos modernistas contemporáneos de Nervo; y entre ellos Darío cuando decía que la evolución del poeta mexicano –desde Místicas (1897) y Perlas negras (1898) hasta sus últimas producciones de irónica o piadosa filosofía, junto a sus poemas breves y sentimentales de un gran dolor, íntimo y profundo– le hizo producir ''rítmicos'' sollozos y llantos, que no revelaban más que su personalidad y la trayectoria singular de su vida y de sus amores (Darío, 2007: 386). Y uniéndose a la misma intuición de Reyes, termina Darío: ''¡Todo pasa, en verdad, y la juventud más pronto que todo! De aquellos años quedaron para el poeta los versos, imperecederos, y un amor, perecedero [el de la Amada inmóvil]:'' (Darío, 2007: 387).

 

Un crítico humanista

Esa crítica subjetiva, que tiene como fondo aquel principio humanista suyo de la ''concordia'' (el conocimiento y la creación como un gesto del corazón y del amor), puede pensarse, entonces, como una forma de la ''crítica humanista''. Y tendría como fundamento el concepto de Beatriz Colombi, el ''ensayista maestro'', que hace parte de su clasificación de las representaciones del ensayista para la tradición hispanoamericana, desde el siglo XIX y XX (2004a: 5-18). Representaciones que se definen, de acuerdo a la autora, por la intercesión de posiciones –autorales y retóricas– y de ficciones –sociales, estamentales, profesionales–, relaciones con una particular valoración por medio de las cuales el ensayista legitima su discurso. ''Tres tipos centrales dominan la ficción enunciativa del ensayo hispanoamericano del siglo XIX: el polemista, el profeta y el maestro [...]: y están relacionados con la autoridad del intelectual en la cultura'', afirma Colombi (2004a: 5-7). Ahora bien, respecto al ''ensayista maestro'', el antecedente más prestigioso de este tipo de representación es Ralph Waldo Emerson, que fue parte esencial de la formación de la juventud norteamericana; en la necrología que escribe Martí sobre Emerson, en 1882, hace uso explícito de una ''tropología que acude a imágenes de elevación para magnificar la jerarquía intelectual y moral del gran maestro americano'', y añade Colombi que en Hispanoamérica esta posición fue adoptada de modo ejemplar por José Enrique Rodó en Ariel (2004a: 10); que, a su vez, fue la posibilidad para que la literatura se presentara como una instancia capaz de crear un saber ''regenerador de la sociedad, diseñando en este sentido un nuevo espacio social para el ensayista y para el intelectual, en una línea que desembocará en los neo-humanistas del siglo XX'' (Colombi, 2004a: 11).

Aunque Beatriz Colombi llama ''neo-humanista'' al grupo de intelectuales y ensayistas hispanoamericanos que aparecen, especialmente, con sus obras e intervenciones públicas en el periodo de entreguerras y dentro del cual incluye a Alfonso Reyes, aquí se elige por una cuestión de cronología ubicar a Reyes como ''humanista'' simplemente. Pues hay que tener en cuenta, primero, que su obra y sus posturas estéticas y éticas ya se habían empezado a conocer desde la publicación de su primer libro, Cuestiones estéticas, en 1911, es decir, antes de la Primera Guerra Mundial; y, de igual manera, la cercanía que el mismo Alfonso Reyes tuvo con la obra y la personalidad de José Enrique Rodó, considerando al ensayista uruguayo como un sabio y un director del pensamiento y de la juventud americana, permite una cierta aproximación por parte de Reyes a la clasificación del ''maestro'' y, por ende, a la del humanista. Y, segundo, habría que discutir, e intentar definir, cómo se distinguen, se relacionan y se separan las categorías de ''humanista'' y ''neo-humanista'', lo que por demás implicaría una cierta historia de tal clasificación, por lo menos en la tradición hispanoamericana. Por eso, se escoge aquí el sentido de humanista tal como lo concibió Alfonso Reyes en su trayectoria vital como intelectual, viajero y creador, junto a su generación del Ateneo de la Juventud de México de 1910.

Entonces, continuando con Beatriz Colombi en su descripción de esa ''representación'' del ensayista ''maestro'' y ''neo-humanista'' de las primeras décadas del siglo XX, plantea que éste estableció una figuración de sí mismo como un ''sujeto crítico'', ''universalizante'', ''filológico'', ''normativo del pasado'' y ''optimista del futuro''. Reyes, de su parte, recurre a diferentes estrategias de validación de su palabra, empeñado como estaba en superar el ''derrotismo'' del pensamiento positivista, con una ''inflexión'' que se nutría tanto de la academia como de la esfera pública (2004a: 12); lo que ocurría, de otro lado, con otros intelectuales, como Mariano Picón Salas, Germán Arciniegas. Por ejemplo, Reyes renueva los procedimientos del ensayo en Visión de Anáhuac (1915), donde afirma un sujeto nacional y a la vez universal, personificado en un bibliófilo que revisa las imágenes múltiples proyectadas sobre México por todos aquellos que participaron de su conquista, colonización, en suma, de su historia viva y humana: cronistas, viajeros, traductores, anónimos. Para Colombi, tal renovación del procedimiento radica en que Reyes recorta y monta un collage ''vanguardista'' e ''irónico de las esencias patrias'', en el que la única posibilidad de verdad es aquella que afirma una herencia cultural intervenida, frágil, heterodoxa, fragmentada (2004a: 13); Visión de Anáhuac es como un ''retablo churrigueresco'', complejo, barroco, recamado, o, dicho de otro modo, es como un objeto vanguardista que obedece a la lógica del montaje, a la yuxtaposición y la simultaneidad del cubismo, pero al mismo tiempo responde a una tradición clásica en su búsqueda por el equilibrio, la armonía y la síntesis de todos los elementos, dice Colombi (2004b: 147). En todo caso, Reyes fue un humanista que trabajó intensamente por el prestigio del género, intentando nunca salir del centro mismo de su ejercicio como ensayista. Asumió el rol de intelectual ''con alta intervención en los asuntos que hacen a la definición de una cultura nacional y continental, sin por ello desatender su consonancia universal'' (Colombi, 2004a: 13).

Teniendo en cuenta el modo como Alfonso Reyes exploró, quiso entender y orientó su creación, se podría proponer en él a un crítico que fue, como tal, un humanista. Y eso lo deja claro su lectura de la obra y la vida de Amado Nervo cuando hace que su juicio literario sea la expresión, no solo de la literatura en sí, sino de la vida. La concordia es acudir a la buena voluntad de tratar al artista, y a la cultura misma, como una expresión humana, y por ello mismo sensible y delicada. No en vano, en la obra de crítica literaria de Alfonso Reyes es difícil encontrar algún instante en que se vitupere o, tan solo, se polemice, o se quiera iniciar una controversia. Ante el desacuerdo, Reyes prefería callar, pero no en el sentido pasivo de la sumisión o de la huida, sino con la actitud del que escucha y espera que sea el diálogo mismo el que descubra un punto, un lugar, en el que puedan encontrarse las voces para el anhelado intercambio; porque si en algo insiste su humanismo es en la conversación, en la construcción de puentes; y si hay un compromiso es, ante todo, consigo mismo: esa es la fidelidad y la lealtad. Aunque puedan encontrarse en su obra algunos momentos, aunque mínimos, de ciertas tendencias vanguardistas, tal como lo propone Colombi (2004b) a propósito de Visión de Anáhuac, se puede afirmar que en su postura como intelectual no había ninguna intención por negar la tradición, o destruirla, o edificar sobre ruinas. Reyes respetaba, justamente, la cultura como un monumento, ya que era desde ella que se podían proyectar las utopías y los intereses del porvenir. Es de esta actitud de respeto, de simpatía y de cordialidad, de la que está hecha su crítica literaria, por eso puede pensarse su obra como el resultado firme y coherente de un ''crítico humanista'': casi como una profesión de fe en tanto que cree y confía en el espíritu. A este respecto, dice Alfonso Rangel Guerra que en Reyes la dirección del espíritu es el nivel supremo de la crítica, y en cierto sentido es la manifestación de respuesta acorde con la naturaleza y esencia de la literatura (1993: 320). Para Reyes, al final, la crítica y la creación, desde su experiencia más íntima como intelectual y artista, se hacían una misma escritura pues ambas se regían por los mismos principios: la palabra, para él, tenía como misión revelar al espíritu, mostrando al hombre entero en toda su capacidad de creación e interpretación. La crítica, así como la poesía (o la narración, o el drama, o la crónica, o la carta) son la manifestación de un mismo amor a la palabra, que era imagen y destino del hombre: tal era la honda convicción de Reyes, crítico humanista.

 


* Artículo resultado de la investigación ''Líneas de fuga: en busca de los valores en la obra crítica de Alfonso Reyes, Baldomero Sanín Cano y Mário de Andrade''. Financiado por CAPES (Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior, Prefectura de São Paulo), durante 2011-2013.

1 Y hay que ver la cantidad de estudios que Reyes dedicó a Grecia, casi desde todos los ámbitos posibles: teatro, lengua, literatura, historia, religión, filosofía, ciencia, mística, e incluso una traducción de la Ilíada. Entre sus obras ''griegas'' estuvieron: La crítica en la edad ateniense (600 a 300 a.C.) (1941), La antigua retórica (1942), Panorama de la religión griega (1948), Junta de sombras. Estudios helénicos (1949), En torno al estudio de la religión griega (1951), Interpretación de las edades hesiódicas (1951), La filosofía helenística (1959), Al yunque (1960), La afición de Grecia (1960).


 

 

Referencias

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