SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.11 issue20Philosophical Foundation of a proposal to reform university educationCasanova, José V. Genealogías de la secularización. Barcelona: Anthropos y Universidad Nacional Autónoma de México, 2012 author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.11 no.20 Medellín Jan./June 2014

 

ARTÍCULOS/INVESTIGACIÓN

 

La devoción de lo ignorado*

(Breve escrito sobre la investigación en humanidades)

 

The devotion towards the unknown

 

 

Mauricio Vélez Upegui**

** Magister en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín- Colombia. Profesor, Departamento de Humanidades, Universidad EAFIT, Medellín- Colombia. mavelez@eafit.edu.co

 

Recibido: marzo 27 de 2014 | Aprobado: mayo 14 de 2014

 


Resumen

El escrito se ocupa de reflexionar sobre dos nociones que conciernen al ámbito académico: investigar e investigación. En la primera sección, revisamos la etimología para considerar los niveles de sentido implicados en cada una de las expresiones mencionadas. En la segunda, nos preguntamos por el origen de la investigación y ofrecemos como respuesta la idea de afección (affectio) desarrollada por Spinoza en su Ética. Y en la tercera, nos interrogamos por el modo como el acto investigativo se manifiesta en un ser humano el papel de la pregunta. Cerramos la reflexión haciendo notar que investigar es desplegar, frente a lo que desconocemos, una actitud emotivo-intelectual a la cual nombramos como la devoción de lo ignorado.

Palabras clave Investigar, investigación, afección, preguntar, conjeturar.


Abstract

Throughout the three sections of this paper, we reflect on a notion of major relevance for the academic field: research and the act of research. In the first section, we turn to etymology to reconsider the multiple layers of meaning involved in this concept. In the second section, we explore the origin or genesis of research and we propose the idea of affection (affectio), developed by Spinoza in his Ethics, as a conjectural answer. Finally, in the third section, we inquire into the question of how the research act manifests itself in a human being. As an answer to this matter, and drawing upon a tradition starting in Socrates and continuing up to the works by Heidegger and Gadamer, we propose the role played by the question. Research is nothing but adopting an emotional-intellectual attitude towards the things we do not know, an attitude we refer to as devotion towards the unknown.

Key words Research, affection, ask, conjecture.


 

 

Investigar, pues.

Y, también, la acción a que da lugar el investigar: la investigación.

He ahí el tema de este escrito.

¿Por dónde empezar?

A pesar de que nuestros oídos parecen haberse vuelto –si no inhábiles– cada vez más indiferentes para escuchar las resonancias históricas de los términos que empleamos a diario, la etimología puede abrirnos una primera puerta. Según ella, investigar deriva de la palabra latina investigare y ésta a su vez del vocablo vestigium. Un sustantivo común es el núcleo lexical a partir del cual se crea el verbo. ¿Qué niveles de sentido comporta aquél? Cuando menos tres: ''planta del pie'', ''suela'', ''huella''. Así lo atestigua el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana (Corominas, 2000: 604). Si, en lugar de mantenerlos separados, reunimos los tres niveles en una sola unidad semántica, tenemos una posible definición de vestigio: es aquella huella que el pie deja como efecto de usar un determinado calzado.

La definición, como puede notarse, es restrictiva: sólo da cuenta de un ámbito, el humano. No incluye el dominio animal ni menos el divino. No, en principio. Si una huella no constituye por fuerza un vestigio, pues éste reclama la co-presencia de las dos notas adicionales (ser el producto de un pie humano y, sobre todo, de un pie portador de una cierta calza), todo vestigio, primariamente, comporta la calidad de huella. Respecto del género vestigio, la huella se yergue como especie. Por eso, la diferencia cuantitativa entre vestigio y huella sirve para generar su comprensión cualitativa. Con el correr de los años, uno y otro término se confunden, a tal punto que para muchos usuarios de la lengua llegan a ser sinónimos. Algo es común a ambos: remiten al trazo de una pisada, a la marca de un trasegar, a la impronta de una andadura. El vestigio, en tanto huella, está en lugar de otra cosa: es presencia de una ausencia. La ausencia encuentra una suerte de notificación de su ser en un signo que lo vuelve presente, que lo representa. Cierto que nada es más inseguro y caprichoso que una representación; pero, aun así, presta un servicio indicativo, pues motiva en quien lo percibe una conexión entre dos elementos. A esta conexión la podemos denominar señal (Husserl, 1995: 234). Como indicación de una situación objetiva, la señal (del vestigio) compromete un reconocimiento actual respecto de su impresión pasada. La impresión pasada, además de ser señal de algo, es también señal para alguien. Justamente para quien la percibe como tal. La percepción se torna hallazgo de lo que aparece al descubierto.

Por costumbre, quizás, rastro o huella es el término que se ha impuesto en determinados contextos. Desde luego en la vida ordinaria, pero también en reductos especializados como la etología o la criminalística. El estudioso de la conducta animal dice: ''Tal depredador sigue el rastro de...'', y el detective de conductas criminales afirma: ''Tenemos la huella de un zapato...'' En otras esferas, en cambio, se tiende a reservar el empleo de vestigio para designar lo que queda de un pasado desaparecido. Y entonces se apela a la palabra ruina como sustituto significante de vestigio. La arqueología es ilustrativa a este respecto. En este caso, ruina es algo más que vestigio: no tanto huella de transeúnte cuanto indicio de una materialidad degradada.

Ya se trate de vestigio, señal, huella o ruina, en cualquier caso el sustantivo está a la base del verbo investigar (investigare). Estar a la base no debe entenderse como mero asiento. Es soporte que tolera el cambio. Las palabras no son inmutables (por más que se resistan a entrar en desuso). Con el tiempo, tanto su forma de expresión como de contenido pueden variar. Son estas alteraciones las que conforman el principio de ''mutabilidad del signo lingüístico'' (Saussure, 2005: 154). Así, el verbo, para constituirse, ha debido sufrir una pequeña pero significativa transformación: se le ha tenido que anexar un prefijo (in) y ha adoptado la desinencia propia del modo infinitivo (are). Ambos son formas de afijación gramatical. En consecuencia, la palabra es el resultado de la juntura de tres elementos morfológicos: in+vestigium+are. Una traducción literal nos haría saber que investigar consiste en ''estar en o dentro del vestigio''. Aquí la dicción parece rehusar la intelección. Una traducción menos literal, aunque ciertamente fiable, podría quedar consignada en oraciones como éstas: ''Seguir la pista'', ''ir tras el rastro de'', ''estar atento a los vestigios'', etc. Nótese que son giros verbales compuestos. Y aunque comportan un carácter general, son menos ininteligibles que aquélla. Sólo haciendo una perífrasis podemos construirlos. En todos, directa o indirectamente, está presente el sustantivo vestigio (o alguno de sus sinónimos); y en todos, también, el sustantivo va unido al infinitivo de los verbos acompañantes. Claro, otras partículas de relación (artículos, preposiciones, adverbios, etc.) son necesarias para completar la estructura sintáctica de las secuencias.

Si el prefijo enseña una cierta pertenencia (en un espacio de comparecencia indeterminado), ¿qué desvela la terminación del infinitivo? En lo que concierne a la gramática, descubre una forma de ser. El infinitivo es la forma empleada para enunciar los verbos, como categoría que expresa acciones, estados, actitudes, transformaciones y movimiento de seres y cosas. Pero no es la forma utilizada para designar sus variaciones, los llamados accidentes gramaticales: persona, número, modo, tiempo. Con la desinencia de un verbo podemos denotar, a lo sumo, su dependencia a una clase de conjugación y su inclusión en las formas no personales (como el participio y el gerundio). Nada más. De ahí la necesidad de exteriorizar algo complementario. ¿Qué? Los ''verbos en infinitivo son devenires ilimitados'' (Deleuze, 1997: 74). Mientras no se conjugan o no se despliegan en expresiones concretas, remiten sólo a posibilidades de flexión en espera de ser efectuadas. Incluyen a la vez estados de cosas y predicados posibles, mezclados en una indistinción originaria. Todo en ellos es pura potencia. Cifra de todas las acciones posibles, este modo contiene la potencia (el poder) de un comportamiento o estado venidero. Ni más ni menos, de un acontecimiento. El infinitivo, en una palabra, denota un acontecimiento que está a punto de ocurrir.

Sin importar que los giros verbales mencionados sean metonímicos (pues, lejos de condensar, distienden sus contenidos constituyentes en una imagen relativa al desplazamiento), todos se articulan en la idea de señalar una praxis cuyo fin es, por lo regular, distinto de ella misma. Escribimos por lo regular, debido a que no ignoramos que el investigar puede consagrarse a la averiguación de sus propios fundamentos, a la indagación de su naturaleza distintiva. Sea como fuere, la actividad inherente al investigar no es más que la investigación (del latín investigatio). Aunque parezca obvia, la frase no es insignificante. No bien consultamos un diccionario corriente, allí se nos informa que investigación es ''acción y efecto de investigar''. ¿Cómo salir del círculo? Estrujando un poco las repercusiones de lo dicho.

Cuando el titubeo del infinitivo investigar se resuelve de algún modo en una acción correlativa denominada investigación, la potencia de aquél se actualiza en ésta. Así las cosas, investigación es efectuación de una potencia o, a la inversa, es potencia efectuada. Quien afirma ''En este momento llevo a cabo una investigación dedicada a...'', simultáneamente gasta palabras, pues desconoce que ella es, en esencia, posibilidad realizada, acontecimiento desencadenado. Tal es el ser mismo de la investigación: cumplimiento de una opción investigativa. Y cumplimiento, no entendido como resultado alcanzado, éxito obtenido o producto comunicable, sino como lo que ella puede. Las investigaciones, a la sazón, se individualizan según su cantidad de poder. Lo que una investigación puede hacer, otra no lo puede hacer. En una palabra, no todas pueden hacer la misma cosa. Al definirse en términos de potencia efectuada, la investigación supone una esencia práctica. Aún en el caso de la investigación teórica o especulativa, la acción está presente como aspecto de su definición.

En la acción que mejor corresponde al investigar, en la investigación, pues, no es innecesario destacar otro aspecto, otrora sopesado por los griegos. La acción, validada como praxis, es una parte esencial de lo humano. Aunque apelemos a una conjunción negativa para definirla, la no-acción es también una forma de actuar: la forma encarnada por quienes obran acudiendo a procesos de resistencia o silencio. Gracias a ella, a la acción, los seres humanos tomamos conciencia de nuestra libertad. Sin posibilidad de actuar no sabríamos que significa la libertad. Por supuesto, se trata de una libertad relativa, circunscrita por nuestro ser interior y el de los demás (siempre bajo la soberanía de la ley). Esta libertad, que tanto echamos en falta cuando es restringida por una coerción exterior, o, peor, por alguna clase de violencia deletérea, nos ayuda a representarnos a nosotros mismos. En ella nos auto-contemplamos y ella a la vez sirve a los otros para contemplarnos.

¿Qué dice el aprestarse a investigar, el acometer una acción investigativa? Dice lo que traduce la palabra griega archein: que vamos a 'comenzar', 'conducir' y finalmente 'gobernar' algo; que, en nombre de nuestra libertad, habremos de ''poner algo en movimiento...'' (Arendt, 2006: 201). Qué sea este comienzo investigativo es una cosa que cada quien define en su momento y lugar. Lo propio de él, lo que se repite con ocasión de cada comienzo investigativo, no está lejos de la cualidad esencial del acontecimiento: la irrupción de lo que corta y rompe. Respecto de un continuum, el acontecimiento es aquello que interrumpe la serenidad de un estado de cosas, avanza con fuerza pasmosa y se instala en el mundo atrayendo sobre sí todas las miradas y palabras; respecto de una potencia de acción, la actividad investigativa es aquello que comienza a acontecer como discurso. ¿Cómo comienza a darse la acción investigativa en términos de discurso? Respuesta llana: el proyecto de investigación (Este último término lo reclaman para sí la ingeniería, la arquitectura y el derecho). ¡Qué más da!

Al enunciarse lingüísticamente en el proyecto, bajo la forma de enunciados sintéticos que contienen una oferta de realización analítica o, en todo caso, una promesa de actualización expositivo-argumentativa, el discurso proyectado hace las veces de puente entre el investigar y el comienzo de su efectuación. Su masa de palabras se tiende sobre estos dos extremos. En realidad, es lo único firme entre ellos. Arendt, de nuevo, lo expresa así: ''Sin el acompañamiento del discurso, la acción [venidera]: no sólo perdería su carácter revelador, sino también su sujeto'' (ídem: 202-203). Como realización primera de la potencia inherente al modo verbal de infinitivo del término investigar, el proyecto es ''un punto de orientación adoptado para conducir una experimentación que desborda nuestra capacidad de previsión'' (Deleuze, 1997: 57). El punto de mira que prohijamos brota en medio de nuestra historia personal. Eso significa que se torna revelador de nuestras apetencias, preferencias y apuestas.

A despecho de la plantilla que deba ser colmada como parte de su justificación formal, el proyecto, de un lado, limita la acción y, de otro, la libera. La limita, puesto que, de todos los posibles (de todos los ''com-posibles''), se inclina sólo por uno, precisamente aquel que habrá de articular el objeto de la investigación; y la libera, ya que, al deslindarla de una totalidad desacorde, la lanza hacia delante –la dirige a distancia o en perspectiva–. No en vano en una proyección adoptamos un punto de vista anticipado. Nos adelantamos a observar algo que aún está lejos de ocurrir, aunque ciertamente en la esperanza de que acontezca. Lo que yace lejos, en el tiempo y en el espacio, lo acercamos a nuestro punto de orientación, no sin aprehenderlo precariamente. Pero este gesto de tomar la delantera, si se nos permite la expresión coloquial, trae consigo un efecto especial: conjura el enfrentamiento de fuerzas que combaten entre sí en el seno mismo de la potencia. Y más: le imprime un poco de orden al caos reinante en el interior de cualquier espectro de posibilidades. Al elegir es inevitable que neguemos otros posibles (o, cuando menos, que los dejemos a un lado como alternativas posteriores de investigación); pero al hacerlo ganamos, por qué no, en consistencia de focalización.

Adicionalmente, el proyecto, como lo indica su nombre, no corresponde a la acción investigativa propiamente dicha; atañe, responde, antes bien, a su imagen. El proyecto, así planteado, aparte de ser un punto de vista, es también una imagen: la imagen que entrevemos –que colegimos– de la acción venidera. Ella admite ser concebida como una especie de representación mental. El discurso la detalla, la plasma, la vierte en ideas. Pensamiento y lenguaje en obra se escoltan mutuamente. Forcejean entre sí para alcanzar una unidad descriptiva. Y, a sabiendas de su carácter incorpóreo, inmaterial, ideático, la consideramos como si fuera semejante a la acción real. Nos mueve la intención de que ambas se acoplen, se fundan en una sola entidad. Por ende, entre la imagen y la acción ulterior se da un vínculo de asociación. Dicho vínculo instaura una relación clara si entre una y otra cursa un proceso expedito; y una confusa, si, al revés, genera, más adelante, un transcurrir salpicado de inconvenientes. De ahí que en la elaboración de un proyecto de investigación sea menos relevante el acto de llenar las casillas del formato correspondiente que el esfuerzo por establecer el más alto grado de adecuación entre la imagen prefijada y la acción a realizar. La imagen previa, el esquema vislumbrado, el plan diseñado, no sólo informa sobre la ejecución de una cosa; también pretende dar forma a la radical rebeldía de lo venidero. A pesar de lo dicho, no hay modo de ajustar estrictamente la imagen a la acción. Entre ambas media siempre un vacío incalculable, imprevisible. La conciencia que subyace a esta operación de ensamble ha de tomar en cuenta la naturaleza diversa de los términos mismos de la relación. Lo que se compone en abstracto, mediante un ejercicio de previsión imaginaria, puede deshacerse en el instante mismo de su realización. Ningún proyecto es capaz de prever todos los detalles de ejecución, ni ningún formato puede aligerar la carga que supone el investigar. Pero no por esta imposibilidad inexorable la operación debe abandonarse.

 

-1-

Matizado el sentido de la palabra investigar, y no sin haber intentado demarcar la actividad a la cual ella hace referencia, no podemos evitar plantear dos preguntas que constituyen el foco de nuestra reflexión. Como praxis proyectada discursivamente, la investigación ¿qué origen tiene? y ¿mediante qué elementos se manifiesta?

Si excluimos lo que es exterior a la investigación, la pregunta por su origen pretende averiguar cuál es la esencia que la detona efectivamente como realización humana. Si no a todos, y ni siquiera a la mayoría, ¿qué espolea, pues, a ciertos hombres a comenzar acciones investigativas? ¿Qué los estimula a hacerlo e, incluso, en ciertos casos, a no poder no hacerlo? La historia del pensamiento abunda en respuestas. Registremos unas cuantas. Porque nos reconocemos en falta, sabedores de que desconocemos muchas cosas, dedicamos nuestra vida privada y pública a la búsqueda y comunicación del conocimiento (he ahí una primera); porque, por naturaleza, que no por cultura, los hombres somos empujados simple y llanamente a conocer (segunda); porque dudamos de las realidades que nos rodean y queremos obtener, a despecho de las supercherías consagradas y las ilusiones con que nos embriaga la razón, certezas indubitables (tercera); porque, a menos que queramos encarar la vida como infantes sometidos a la autoridad y arbitrio de los adultos, hemos de tener ''el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento'' en prueba de que por fin logramos llegar a la mayoría de edad (cuarta); porque, en nuestra condición de seres naturales, hemos de trascender nuestra misma actitud natural suspendiendo el juicio sobre las cosas del mundo a fin de alcanzar los significados ideales de las cosas (quinta).

Con ser numerosas y diversas las respuestas aducidas (''docta ignorancia'' –Sócrates–; ''deseo innato de saber'' –Aristóteles–; ''duda metódica'' –Descartes–; ''sapere aude'' –Horacio, Kant–; ''epoché'' – Montaigne, Husserl–; etc.), por nuestra parte afirmamos que la investigación nace allí y cuando un cuerpo humano es afectado por algo y, en respuesta a ello, actúa no sin afectar a algo. Tal es nuestra conjetura: sin afección no se forma un espíritu investigativo ni se produce la acción investigativa. Por más que la anticipemos mediante un conjunto de enunciados sintéticos al que denominamos convencionalmente proyecto, y por más que éste luego haya de ser sometido a una revisión judicativa por parte de unos pares a quienes se les asigna la delicada tarea de establecer su aprobación o rechazo, la investigación no empieza con ideas; comienza a partir de una afección. Al hablar de comienzo, arranque, origen, no podemos menos de implicar la idea de esencia. ¿A qué conviene llamar esencia (ousía)? No tanto a la hacienda propia, a los bienes que no son enajenables (sentido primario), sino a aquello que es por naturaleza (sentido secundario y ya asentado firmemente en la tradición filosófica). Por lo tanto, ¿se da alguna relación especial entre origen y esencia? En efecto, ''el origen de algo es la fuente de su esencia. La pregunta por el origen...pregunta por la fuente de su esencia'' (Heidegger, 2003: 11). Al afirmar que la investigación parte de una afección, sostenemos que encuentra su origen –su esencia– en ella.

¿De qué manera circunscribir el concepto de afección (del latín affectio)? Por afección no concebimos un apego obsesivo ni una inclinación espontánea, tampoco una reserva de provisión eclesiástica y menos una alteración morbosa. Aunque cualquiera de estas acepciones puede hallar curso en la vida ordinaria, sería forzar innecesariamente la definición que buscamos si ligáramos la esencia de la investigación a alguna de ellas. Tomemos una vía positiva. Una interpretación libre (quizás rudimentaria) de la Ética de Spinoza, nos puede dar luces.

Para el pensador holandés, los seres humanos somos modos de ser finitos de una única sustancia absolutamente infinita llamada Dios. Más que criaturas, existimos como atributos de dicha sustancia. La sustancia, al ser infinita, envuelve a todas las cosas y seres como sus modos o atributos. Si la sustancia es en sí, los modos son en otra cosa (E, 1, ax. 1). El individuo, en tanto modo existente, se compone de un gran número de partes extensas. La naturaleza de dichas partes es tal que se afectan unas a otras, incesantemente. De suerte que las afecciones ''son modos por los que son afectadas las partes del cuerpo y, por tanto, todo el cuerpo'' (E, 2/28). Las afecciones, en este orden de ideas, son los modos mismos de la sustancia o de sus atributos. Por extensión, las cosas y seres humanos, bajo el modo de existencia, tienen el poder de afectar y de ser afectados recíprocamente. (E, 2, post. 1-6). La afección es directa si entre el cuerpo afectado y el afectante no media una imagen de cada uno de ellos, e indirecta si entre los dos se cuela la imaginación. En este último caso la afección es una especie de vestigio de la cosa que ejerce sobre nosotros su efecto inmediato y sus ideas implican necesariamente ''la naturaleza de uno y otro cuerpo'' (E, 2/16, dem.). En efecto, podría ser que el cuerpo afectante no esté presente, pero, gracias al poder de la imaginación, nos lo representamos como si lo estuviera. Spinoza es claro: ''a las afecciones del cuerpo humano, cuyas ideas nos representan los cuerpos exteriores como presentes, las llamaremos imágenes de las cosas, aunque no reproducen las figuras de las cosas; y cuando el alma contempla desde esta perspectiva los cuerpos, diremos que los imagina....'' (E, 2/17c).

¿Qué papel juega el tiempo en la afección?

No hay afección que no sea instantánea. El instante sería, pues, el tiempo característico de la afección. A sabiendas de que el instante es la unidad mínima de tiempo, cuyo ser consiste en una fugacidad irrefrenable, en un surgir de súbito y desaparecer tan pronto se anuncia (volviendo sus golpes contra lo que tiene vocación de permanencia), ¿puede hacer germinar una investigación? Lo infinitesimalmente pequeño del tiempo, ¿de veras tiene el poder para hacernos dar el salto hacia una acción investigativa? Creemos que sí, a condición de revaluar el tipo de relación que mantenemos con esta forma de tiempo.

Por regla general, el tiempo, para la mayoría de nosotros, no pasa de ser un asunto automático de calendario. A lo sumo percibimos la mecánica y homogénea marcha del reloj. El pasar del tiempo es nuestra experiencia común. De cuando en cuando dejamos caer la frase ''el tiempo pasa'', pero excepcionalmente –o nunca– oímos decirle a alguien ''paso en el tiempo''. No sin engañarnos, creemos resolver su misterio, el misterio insondable del tiempo, situándolo más allá, en torno de o fuera de nosotros. Y, no obstante, somos seres de tiempo. Estamos en él y su ser (el que sea) nos trama esencialmente. Ni antes de nacer ni después de morir nos desprendemos de su envoltura. Tampoco mientras vivimos. Existir es ser en el tiempo. Las lianas del tiempo son inexorables. No en vano delinean los contornos de nuestra finitud. Aparte de carne, estamos hechos de tiempo, de incontables e irreversibles momentos. Sería una empresa vana (absurda y enloquecedora) pretender tener conciencia de cada uno de ellos. Parafraseando a Borges, acotaríamos que los instantes a los instantes son iguales.

Y, sin embargo, hay instantes que, lejos de darse en su imperturbable transcurrir, se nos imponen por sí solos. Casi nos asaltan de repente. Lo que arrastran consigo, lo que sobrellevan en su interior, lo que parecen prometer, no tiene nada que ver con su típica existencia incorporal. Irrumpen con una fuerza tal que nos obligan a su descubrimiento. Al desprenderse del tiempo horizontal, esos instantes introducen un tiempo salpicado de verticales. No se miden con el metro de la extensión, pues son cantidades intensivas. Lo que pierden en extensión lo ganan en reverberación. Semejan destellos que simultáneamente enceguecen e iluminan con sus haces resplandecientes. Su vigor nos revela una significación insospechada. Esa significación es propia de un tiempo de epifanía. Cuando por momentos (de epifanía) nos apercibimos de que, como producto de una afección, nos topamos con algo que amerita iniciar una pesquisa investigativa, solemos apelar a ciertas expresiones para describir la situación en la que nos encontramos: ''Lo tengo'' o ''casi que no doy con lo que andaba buscando'' o ''por fin di en el clavo''. Benjamín puntualiza dicha situación de una manera condensada: ''El ahora de la cognoscibilidad es el instante del despertar'' (Citado por Safranski, 2007: 212).

Como no nos cegamos a la evidencia de que los instantes de epifanía afectivos que pueden hacer surgir una investigación son excepcionales, pero no imposibles, conviene tomar en cuenta otra forma de tiempo cuya naturaleza difiere de la instantaneidad. Hablamos de la forma conocida como duración. Duradero, por definición, es aquello que se rebela, oponiéndose, a lo instantáneo. Así mismo, duradero es lo que, luego de comenzar, persiste en el tiempo sin que se fije un límite exacto de culminación. ¿Tiene sentido hablar de afecciones que duran, que tienden a durar, a subsistir en el tiempo? Spinoza, de nuevo, nos puede encauzar. En el tejido discursivo de la Ética, que como es sabido adopta el modo propio de la demostración geométrica, la afección hace parte de una constelación conceptual, integrada por dos nociones emparentadas: afecto y pasión. Afección (affectio), afecto (affectus) y pasión (passio) conforman una terna fecunda que atraviesa no pocos pasajes de la obra. Pero es en la tercera parte, titulada ''De la esclavitud humana o de las fuerzas de los afectos'', donde se plantea su completo desarrollo. Si atrás anotábamos que las afecciones son especificadas como imágenes o ideas de cosas que producen en los cuerpos y espíritus un efecto determinado, un estado determinado, ¿cómo define ahora Spinoza los afectos? He aquí lo que afirma: ''Por afecto entiendo las afecciones del cuerpo, con las que se aumenta o disminuye, ayuda o estorba la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones'' (E, 3/3).

¿Cuáles son los contenidos proposicionales involucrados en esta definición? Señalemos seis. Primero: aunque las dos nociones se expresan mediante palabras que se parecen morfológicamente entre sí, sus respectivas desinencias dejan traslucir variaciones semánticas que modifican sutilmente el significado de cada una de ellas. Segundo: la diferencia de significados obedece a sus correspondientes naturalezas, pues con el término afección se designa un efecto temporal determinado, mientras que con el de afecto se determina el tránsito de un estado de afección a otro (tránsito que supone la duración, no el instante). En otras palabras, ''el afecto es algo que la afección envuelve. ¿Qué es lo que envuelve la imagen de cosa y el efecto de esta imagen sobre mí? Toda afección instantánea envuelve un paso o una transición...Es un paso o una transición envuelta por toda afección. ¿Qué es este paso o esta transición? Es un pasaje vivido o una transición vivida, lo que no quiere decir forzosamente consciente'' (Deleuze, 2006: 79-80). Si el afecto es el pasaje de una afección a otra, y si este pasaje se mide en términos de duración, entonces la duración es la forma temporal propia del afecto. Que el afecto dura o tiende a durar, es otra forma de decir que entre dos estados afectivos específicos, uno antecedente y otro consecuente, el individuo experimenta el fenómeno del pasaje mismo. Cuarto: ¿qué significa esta experiencia del pasaje, este fenómeno de la transición? Spinoza facilita la respuesta en su antedicha definición de afecto: significa un grado de potencia de acción. Conforme a una escala cuantitativa de los modos de existencia, la vivencia de la transición afectiva eleva o rebaja, ''ayuda o estorba'', entorpece o promueve el poder de acción del cuerpo mismo. Quinto: se llama también afectos a las ideas que tenemos de las afecciones. Una última implicación: más que indicar las subas y bajas de potencia, los afectos serían grados de potencia experimentados cuantitativamente. Así, ''a los afectos que son aumentos de potencia los llamaremos alegrías. A los afectos que son disminuciones de potencia los llamaremos tristezas. Los afectos están o bien en la base de la alegría, o bien en la base de la tristeza. La tristeza es el afecto que corresponde a una disminución de potencia; la alegría es el afecto que corresponde a un aumento de potencia'' (Deleuze, 2006: 82).

¿Qué puede afectar a un ser humano de manera instantánea o duraderamente? Al tenor de una distinción de oficio, se diría que lo que puede afectar a un hombre de ciencia no es necesariamente lo mismo que afectaría a un estudioso de las humanidades. A éste lo puede afectar una cita leída en un libro, una expresión fecunda oída en el curso de una conversación, una inquietud planteada por un estudiante en el seno de un programa académico, una ocurrencia cazada al vuelo en momentos en que camina a lo largo de una calle, una asociación de ideas fraguada al término de la contemplación de una pintura o de la escucha de una conferencia, etc. A aquél, por su parte, lo puede afectar la insolubilidad duradera de un problema matemático, las inesperadas reacciones de una sustancia química, las incomprensibles relaciones de algunas fuerzas físicas, la resistencia a la descomposición de ciertos materiales orgánicos, la ineficacia de las medicinas de última generación, etc. No cuesta trabajo confirmar que los hombres cuentan con el poder de ser afectados por mil cosas heterogéneas. Pero bajo esta perspectiva, no hay distinción relevante entre un científico y un humanista. En función de un cierto poder de ser afectados, los dos, al investigar, hacen lo mismo. Sea que asuman una actitud explicativa o comprensiva respecto de su objeto, buscan hacer transparente aquello que se les esconde.

La afección no se reduce a la pluralidad de posibles cuerpos afectantes. Spinoza tiene también en cuenta las combinaciones: ''hombres diversos pueden ser afectados de diversa manera por uno y el mismo objeto, y uno y el mismo hombre puede ser afectado de diversa manera por uno y el mismo objeto...'' (E, 3/51). Por lo que toca al primer componente de la proposición, el fenómeno del suicidio suscita en este estudioso del mundo social un tratado sobre la muerte, mientras que a aquel lo lleva a proponer una política integral de atención comunitaria, por no hablar de un tercero en quien el tema le despierta una profunda depresión. En el terreno de las ciencias opera el mismo esquema. El fenómeno de la luz suscita en este estudioso del mundo físico una indagación sobre el comportamiento de las ondas, mientras que a aquel lo lleva a proponer una teoría sobre los corpúsculos, por no hacer mención de un tercero en quien el tema lo conduce a una experimentación con los colores. Igualmente, en lo que atañe al segundo componente, el sociólogo de marras podría quitarse la vida (caso hipotético) luego de comprender que es imposible hallar una única causa de explicación del suicidio. Y el físico, indeciso ante el dilema de la naturaleza de la luz, optaría por suspender el juicio. Como si no fuera suficiente, Spinoza, en la demostración de la proposición susodicha, agrega un matiz adicional referido a las variaciones del tiempo. Lo que, de diverso modo, puede afectar a distintos hombres un mismo objeto, o lo que el mismo objeto puede afectar de diverso modo a un mismo hombre, puede suceder en tiempos diversos o al mismo tiempo.

La praxis investigativa es una clase de afección alegre, pues acrecienta –en lugar de disminuir– nuestra potencia de actuar. El compromiso que demanda, pese a estar teñido de inquietud e incertidumbre, nos pone a resguardo de los sentimientos que debilitan nuestro ser. Entre ella y nosotros establecemos, componemos una relación (observaría Spinoza). Vivir equivale a componer relaciones. Una existencia humana sin relaciones es inconcebible. Hasta el anacoreta, cuando decide elegir voluntariamente la experiencia de la soledad, entabla relaciones consigo mismo. Nuestro destino es relacionarnos con las cosas, los otros, el mundo. Aún la muerte personal, la propia, mueve a los deudos a componer relaciones. ¿De qué tipo? Evocativas, sin duda. Que algunas relaciones generen formas inesperadas de dependencia (y, al extremo, de sujeción) es un asunto que aquí no está en cuestión. Ahora bien, no sólo existimos componiendo relaciones. También existimos haciendo lo contrario, esto es, descomponiéndolas. Uno y otro agenciamiento van de la mano. Componemos una relación con el humo del cigarrillo que aspiramos, pero lo hacemos descomponiendo las relaciones físicoquímicas que le otorgan consistencia a la picadura enrollada. Componemos una relación laboral con una institución, pero no sin deshacer la relación contractual que teníamos con otra. Una relación amorosa se descompone, o bien porque componemos una relación nueva con alguien más, o bien porque queremos rehacer la relación que tenemos con nosotros mismos. Y, en el caso de la investigación que es avalada por una corporación universitaria, componemos una relación con la investigación modificando la relación con los tiempos ordinariamente asignados a la docencia o la extensión. Componga o descomponga relaciones, el modo existente se define en esencia por estar en relación con.

¿Qué determina en el modo existente, en el modo finito de existencia, la composición y destrucción de relaciones? Los encuentros, ya sean fortuitos o provocados. Para Spinoza, nuestro cuerpo no cesa de toparse, de chocarse, de encontrarse con otros cuerpos (E, 2/29 cor.). En todo encuentro, entonces, hay (o se produce) una composición o descomposición de relaciones. La investigación que es originada por una afectación definida forja una especie de encuentro y a la par compone una relación concreta. ¿Cuándo se compone ésta? ¿Cuándo se descompone? ''Yo diría que hay composición cuando mi relación es conservada y se compone con otra relación exterior. Diría que hay descomposición cuando el cuerpo exterior actúa sobre mí de tal manera que una de mis relaciones, o aún muchas de mis relaciones, son destruidas, dejan de ser efectuadas por las partes actuales'' (Deleuze, 2006: 66). Una vez instaurada, ¿por qué la relación compuesta puede ensanchar nuestra potencia, en vez de adelgazarla? Respuesta llana: porque suponemos que se aviene, que se ajusta a nuestro ser.

Avenirse significa que tomamos conciencia de que la relación nos conviene. Como la expresión induce a equívocos, apresurémonos a aclarar que no se trata de juzgar lo conveniente en términos morales, pues lo que está en juego no es la elucidación de un valor superior que nos sirva de guía para comportarnos en el seno de la vida familiar o social. Se trata de pensar lo conveniente, más bien, en términos existenciales. Así como paulatinamente, conforme remontamos en edad y ganamos en experiencia, vamos descubriendo qué alimentos o bebidas convienen a nuestros cuerpos, así también nos decimos que la relación derivada de tal o cual investigación nos conviene porque previamente consulta los límites de nuestro saber, o porque anticipadamente hace resonar las fibras más íntimas de un deseo auténtico, o porque tempranamente hace que notemos lo útil que resulta para nuestro ser. Es como si, al hacernos cargo de nosotros mismos, midiéramos fuerzas (físicas o cognitivas) respecto de lo que podemos hacer y procuráramos obrar en consecuencia. En esa medida, la acción investigativa trasunta una experimentación similar a la establecida con los alimentos. Y la alegría que hace nacer (insistimos, no exenta de inquietud e incertidumbre) es un sentimiento de dicha, de gozo, de optimismo, ya que es producido por la idea de un objeto que no ignora la capacidad de acción de nuestra naturaleza (E, 4/8). Lo mismo ocurre en el caso contrario: cuando descubrimos qué de lo que habitualmente consumimos debilita o enferma nuestros cuerpos, simplemente no lo comemos o no lo ingerimos, y cuando sabemos qué no podemos investigar, por razones de impotencia cognoscitiva, lo dejamos de lado. No en vano un sentimiento de tristeza investigativa sale a flote allí donde proponemos, de antemano, una relación inconveniente con el objeto de investigación. Ello explica que la potencia de la acción investigativa sea directamente proporcional a la conveniencia de la relación instaurada con el objeto.

Cuando advertimos que la relación establecida con la propuesta de investigación conviene a nuestra naturaleza, quedamos en trance de proseguir en ella. Proseguir es más que establecerse y quedarse en algo. Implica, con mucho, un matiz de insoslayable dinamismo que se manifiesta en el término perseverar. La palabra perseverar es usada por Spinoza, bajo la forma latina conatus, para nombrar, en el contexto de su Ética, menos una simple tendencia al movimiento que el esfuerzo de perseverar en el ser de algo (E, 3/6-9). Conatus y afectación se imbrican mutuamente: ''una afección, sea cual sea, se supone que determina el conatus o la esencia. El conatus, en tanto determinado por una afección o por un sentimiento que nos es actualmente dado, se llama 'deseo'; como tal se acompaña necesariamente de consciencia'' (Deleuze, 1999: 222). Por tanto, no hay forma de efectuar la acción investigativa si no se persevera en la relación compuesta por la afección (por el afecto). En otros términos, perseverar equivale a efectuar la potencia que va desde el investigar, pasando por el proyecto, hasta la acción misma. Lejos de ser un asunto de voluntad (''nos proponemos realizar la acción investigativa''), es un asunto de potencia (''podemos hacerlo''). Quien persevera afirma una diferencia. Pero no en el sentido de que neguemos la igualdad respecto de los demás, sino en el sentido de que ahondamos en el ser que somos y que nos distingue potencialmente de otros. Tanto cuanto hay en nosotros de potencia se diferencia de la cantidad existente en otros. Y eso que hay, poco o mucho, no importa, lo tendemos a realizar en cada instante.

Subrayábamos, casi de pasada, que la afección que origina el tránsito a la alegría de la acción investigativa nunca está exenta de inquietud. Ahora veamos la razón. Con independencia de que en la vida cotidiana asociemos el término a una forma de comportamiento infantil, cuyas características son objeto de tratamiento y control psicológico (por no decir psiquiátrico), y a sabiendas de que el término arrastra consigo un honorable pasado histórico cuyos matices filosóficos dan cuenta de un modo de nominar y caracterizar la vita activa (Arendt, 2006: 25-36), inquietud sería otro modo de expresar la afección. Una inquietud, una afección, gatilla siempre la investigación. Dicho con más precisión, si no toda inquietud desemboca en una investigación, no hay investigación que no nazca de una inquietud. A menudo lo que nos inquieta, lo que nos perturba, no es más que una alteración de nuestros patrones de conducta o de nuestras rutinas de interacción. Y eso que nos inquieta, acaso incomodándonos, quizás molestándonos, en cualquier caso rompiendo el equilibrio de nuestro estado de ánimo, o bien se disuelve solo, o bien lo solucionamos de la mejor manera posible. Pero la inquietud propia de la investigación pertenece a otra clase. Es inquietud encarnada. De ahí que el investigador sea, por definición, un hombre que cultiva la inquietud, en el doble sentido de la palabra: rechaza la inacción (de conciencia) y acoge en sí mismo aquello que lo afecta. Al huir del conformismo mental, pone delante de sí la pregunta (más adelante nos ocuparemos de ello); y al acoger la afección, acepta vérselas consigo mismo. Esta doble especificación se opone a la tendencia –adoptada por muchos– de llevar una vida soportada en la inocencia del simple fluir y, por ende, que evita ''hacerse cargo'' de aquello que más les incumbe (Echeverría, 2002: 90). Quien investiga, aparte de atender a un objeto (de investigación), responde, lo sepa o no, a sus fantasmas interiores.

Por lo demás, la alternancia –complementaria– entre la quietud e inquietud preside el modo de realización del acto investigativo. Una completa inquietud, en el doble sentido de actividad corporal y mental, deja poco lugar al sosiego indispensable para captar ciertos aspectos y relaciones de la cosa indagada. Por su parte, una entera quietud, concebida como estado último de contemplación de lo captado, podría conducir al investigador a dar por terminada prematuramente su búsqueda, sin llegar a percatarse no sólo del carácter provisional de sus hallazgos sino también de la fragilidad argumentativa o experimental de sus conquistas. En este orden de ideas, el destino de la inquietud germinal que da origen a la investigación no pareciera ser otro que el de una quietud restringida, y, al revés, la vocación de la quietud con la que se logra poner orden a las piezas del rompecabezas no pareciera ser más que una inquietud acechante. Si entre ambos estados se da una relación complementaria es porque en cada uno de ellos late la presencia de su contrario. Así como la inquietud contiene una promesa de quietud necesaria, ésta envuelve un convite de inquietud ineliminable. El complemento también se extiende a sus efectos. Un exceso de inquietud puede suavizarse con una interrupción contemplativa, y una quietud en demasía puede mitigarse con alguna acción que se ejecute. La antigüedad medieval tenía conocimiento de esto. Por ejemplo, Tomás de Aquino, en la Summa theologica, recomendaba la vita activa para ''aquietar las pasiones interiores y así facilitar la contemplación'' (Arendt, 2006: 35). ¿Acaso no aconsejaría la vita contemplativa para apaciguar las acciones exteriores y así allanar el camino a la percepción de la verdad? En fin, cualquiera sea la manera de calificar los términos de la relación de esta alternancia, una cosa resulta razonable: la acción investigativa (teórica o aplicada) oscila entre dos polos contrarios que se afectan recíprocamente, que coexisten sin anularse.

Algo, pues, nos afecta, nos inquieta al decidirnos a investigar, aunque no sepamos muy bien qué sea y por qué. Quizás lo presentimos vagamente, pese a que no logremos ponerlo en palabras con claridad. Es como si el objeto rehusara quedar entrampado en las redes tendidas por el lenguaje. Toda avanzada en el discurso, toda pretensión de actualización lingüística, choca contra esta inocultable realidad. Ya no es el lenguaje desapareciendo ''detrás de lo que se dice en él'' (Gadamer, 1994: 149); ahora es el lenguaje resistiéndose a aparecer (a sobrevenir como discurso). Venzamos con mayor o menor fortuna la renuencia del lenguaje, el tema o problema de investigación, dicho en términos de conjetura, es la rúbrica que damos a nuestro intento verbal de nombrar aquello que nos inquieta o afecta.

Bien o mal articulada, y a pesar de ser arbitraria, esa rúbrica, esa especie de envoltura lingüística con que arropamos la afección, es tributaria de dos rasgos: de una parte, mimetiza las expresionesestándar que, por constituirla, distinguen la actividad investigativa de otras actividades humanas y, de otra, hunde sus raíces en la tradición en la cual el tema o problema se inserta. De conformidad con el primero, urdimos el tejido discursivo con los hilos que nos surte la práctica una vez ha sido normalizada: enunciamos el núcleo de la investigación, ya sea de manera afirmativa, ya sea de manera interrogativa; categorizamos los objetivos como generales o específicos y los plasmamos sirviéndonos de verbos en infinitivo que, preferentemente, dejen traslucir conductas observables; indicamos, con el máximo de cautela, la provisionalidad de la conjetura que someteremos a prueba experimental o lógica; establecemos si operaremos con variables dependientes o independientes; nos afanamos en subrayar la clase de fuentes de las que echaremos mano, bien primarias, bien secundarias, etc. Respecto del segundo, entrelazamos lo dicho exponiendo nuestro grado de comprensión de algunas de las nociones que conforman el campo de estudio al cual hace eco nuestra propia investigación. Podemos estar seguros de que comprendemos una noción cuando, además de reparar en las relaciones existentes entre las expresiones y las realidades designadas por ellas, somos capaces de extender dichas relaciones a otros dominios diferentes, de suerte que alguien más pueda percibirlas. En cierta medida, comprender equivale a quedar en trance de explicar.

Uno y otro rasgo, es decir, imitar la forma estándar de enunciación y transparentar el grado de inteligibilidad de las nociones que forman el campo teórico de la investigación, constituyen sendos ''juegos de lenguaje'' (Wittgenstein, 1988: 25). Al apuntalarse ambos en el conjunto formado por la pareja Palabra-Acción, aceptamos que no hay uso verbal que no esté regido por un ámbito de acción o forma de vida en que la palabra adquiere un significado concreto. En consecuencia, se desempeña correctamente en el juego de lenguaje investigativo, quien conoce al menos uno de los usos de las palabras que emplea y reconoce los contextos de acción en los que aquellos se aplican.

Por más que el nombre con que designamos la afección que le da existencia lingüística a nuestro tema o problema de estudio no sea el más apropiado (concesión ésta que no debería llevarnos a profesar que existen palabras puras, exactas o, peor, verdaderas), no hay que perder de vista el hecho de que dicho nombre –u otro que se le asemeje– puede reaparecer como título o parte del título de la investigación. En cuanto signo inicial, el título, a despecho de una vieja figura retórica, aún se postula como cabeza de escritura; y, más todavía, según lo quiere el dictamen de la tradición, como embrague, señal, lema de comienzo textual. Al ser compuesto con base en las locuciones que conforman el campo virtual de la lengua, dicho elemento cumple dos funciones básicas: la de enunciar y la de anunciar (Barthes, 1993: 328). Enuncia el tema o problema (léase, el nombre otorgado a nuestra afección o inquietud) y anuncia ''que un pedazo de literatura habrá de seguir''. Al desempeñar esta doble función, el título no puede menos de dirigir a alguien (en principio a sí mismo y luego a otros) cierta apelación diferida, pues a la par que se asegura como realización verbal, escamotea la identificación inmediata de aquello a lo cual se refiere. Lo primero porque deviene espacio donde, por un instante, el infinito discurrir del lenguaje se concretiza según el ''principio de expresabilidad'' (Searle, 2001: 28); y lo segundo porque, a tono con cualquier conjetura verbal, supedita la comprensión al doble ejercicio de la descodificación lingüística y pragmática. En otros términos, el título, en tanto pliegue sutil de un código hermético, delimita una zona de referencias y sentidos posibles; sin embargo, es una delimitación munida de ilusión, pues poco o nada del horizonte informativo que deja entrever admite ser validado con anterioridad. Pese a lo dicho, el título está allí para recoger, de manera condensada, la sustancia de contenido de la acción investigativa venidera.

Aparezca mencionada o no en el título, la inquietud que hace nacer la investigación apenas si escapa a una especie de traducción. ¿En qué consiste ésta? En explicar racionalmente aquello que nos afecta. En el tránsito de un orden sensible a otro inteligible, ya no es sólo cuestión de seleccionar y combinar palabras para formar enunciados expositivos cuyos contenidos sea indicadores de nuestra afección; ahora es cuestión de justificar la acción de búsqueda que hemos de emprender, espoleados por la persistencia de aquélla. Si justificar es dar razones, dar razones, a su vez, equivale a argumentar. En efecto, dondequiera que se razona, que se dan razones, hay argumentos. Los argumentos son opiniones o dictámenes fundamentados en el ejercicio de la razón, no simples pareceres gregarios. Una opinión que no trasluzca cierto discernimiento racional lejos está de poder ser denominada argumento. Ahora bien, la actividad argumentativa, como manifestación verbal de los llamados razonamientos dialécticos, parte de lo que es aceptado por todos los hombres, por la mayor parte o por algunos (Aristóteles, Tópicos, 100a: 30-31) y, mediante encadenamientos discursivos coherentes, pretende ''ganar la adhesión de los espíritus a las tesis que se presentan a su asentimiento'' (Perelman, 1997: 29). Al argumentar, en una palabra, buscamos persuadir o convencer, nunca demostrar (en el sentido experimental del término). Y lo hacemos, no porque tengamos certeza de nada, sino porque nuestras certidumbres, muchas de las cuales pueden ser refutadas, no excluyen la controversia. En contra de quienes distinguen estos dos fines recurriendo a criterios poco técnicos (ora el tipo de agente involucrado, ora la parte humana implicada), Perelman ve en el auditorio un criterio más idóneo para diferenciar uno de otro. Así, cuando nos anima la intención de persuadir, dirigimos nuestro discurso (el de la justificación) a un auditorio particular; y cuando nuestro propósito es convencer, lo destinamos a uno más general o, por qué no, al auditorio universal. Ontológicamente hablando, el auditorio es anterior a la intención comunicativa. Dado que el lector originario de una justificación es el investigador mismo, entonces justificar es actuar argumentativamente teniendo en la mira al propio yo. Convencemos, en cambio, cuando nuestra justificación es refrendada racionalmente por otros (que, por extensión, se han persuadido a sí mismos).

Hasta aquí nuestra tentativa por responder a la primera pregunta que formulamos atrás. Pasemos a ocuparnos de la segunda: ¿mediante qué elementos se manifiesta la investigación?

 

-2-

Al unir lo dicho con los postulados de sentido que develamos a propósito de la etimología del término investigar, cabe sobreentender que quien investiga, ya sea en el ámbito de la academia, ya sea por fuera de él, va tras algo, se dirige en pos de algo, se compromete activamente en algo. Eso significa que no hay investigación que no haya comenzado ya. Si no fuera porque el término es tributario de un significado muy preciso en el dominio de los estudios retóricos y literarios, diríamos que lo propio de la investigación arranca in medias res. Lo que queremos señalar es que no existe algo así como un grado cero de la investigación. Abrigar siquiera la ilusión de que dicho grado puede existir es encarnar una nostalgia mítica. Investigar es, en este orden de ideas, una búsqueda de vestigios. Ya sosteníamos antes que, lejos de ser ruinas ilegibles, rastros difusos de una presencia irrepetible, los vestigios admiten ser concebidos como trazos humanos que mantienen a raya el olvido. Llámense inscripciones, documentos, pinturas, textos, etc., dichos vestigios devienen signos sensibles de experiencias pretéritas (acaso de experiencias contemporáneas) que subsisten a la espera de ser remozados por una suerte de congenialidad adivinatoria. Por tal razón eso tras de lo cual alguien va y ante lo cual se topa con signos estelares nunca constituye una búsqueda desinteresada; al revés, es una indagación movida por fines. ¿Qué tipo de fines? Fines significativos intervenidos por una disposición intencional. La disposición no es por fuerza de continuidad; también puede serlo de ruptura. Y no por ello la finalidad es menos investigativa. Al margen del fin perseguido, el hallazgo de tales signos comporta una exigencia preliminar: es preciso dejarlos valer en su alteridad. Sólo reconociéndoles su diferencia se evita el riesgo de leerlos conforme a la propia situación presente. Justamente es esa diferencia de los signos sensibles (o estelares) la que puede ayudar a pensar la investigación en términos de sendero. Porque ''ir tras el rastro de algo'' implica ponerse en camino.

Si escribimos en letra itálica la expresión, es porque nos interesa destacar menos su significado literal que su sentido traslaticio. ¿Cómo, pues, ponerse en camino? Cualquiera sea el gesto que exhibamos, la acción pide inicialmente un examen del estado de la cuestión del tema o problema que hemos de investigar. La frase, preferible a la locución inglesa state of the art con la cual se suele hacer referencia a los desarrollos técnicos o científicos de última generación, remite por igual a lo que otros han indagado acerca del objeto de estudio que elegimos y a la situación actual en que dicha indagación se halla. Pasado y presente se aúnan así en una misma dimensión temporal. Si pocos son los asuntos humanos que no han recibido hasta ahora alguna clase de atención teórica o aplicada, mal haríamos en suponer que nuestra empresa investigativa es única, sorprendente y original. Lo aceptemos o no, la cosa es siempre cosa debatida, repasada, escudriñada (Gadamer, 2001: 370). Y más: como cosa debatida que invariablemente es, la investigación nunca se cierra por completo, así en ciertos ámbitos oigamos pronunciar la sentencia ''caso cerrado''. Aun cuando cierre es el nombre dado para designar el cumplimiento de unos objetivos, dicho nombre no agota la ilimitada complejidad de los motivos que conforman un hecho o un asunto humano. Prueba de ello es que, pasados los años, casos aparentemente concluidos vuelven a reabrirse en contra de lo esperado. La reapertura cumple la función de correr el límite de la investigación y, consecuentemente, de redefinir sus fronteras y rehacer sus contornos.

Lo que de ello brota es una nueva pesquisa investigativa que, de todas formas, halla su punto de asiento en la búsqueda que le precede.

Al producto fijado por escrito y dado a conocer intencionalmente mediante algún mecanismo de divulgación lo llamamos literatura (investigativa). Su especificidad deriva de los objetos sobre los cuales versa y, sobre todo, de los resultados alcanzados. Pese a que puede llegar a ser voluminosa, inabarcable o avasallante, en lo posible no debe ser pasada por alto. Estar al tanto de la cuestión, bibliográficamente hablando, es una condición esencial de cualquier investigación que se realice con seriedad. Por supuesto, es inevitable hacer elecciones, pues no podemos tener noticia de todo lo que se ha publicado al respecto. Pero quien ignora o cree que puede ahorrarse la tarea de consultar con detenimiento dicha literatura, corre dos graves riesgos. La lengua común, tan denostada por aquellos que abjuran de la sabiduría popular, nos ofrece un par de giros idiomáticos para describirlos: ''llover sobre mojado'' y ''descubrir el agua tibia''. De hecho, el contenido semántico de cada uno de estos modismos constituye la negación misma de cualquier acción investigativa. Y en esta negación incurrimos cuando, por negligencia inquisitiva, espíritu descomedido o disposición de ánimo inadecuada, nos forzamos a saltar uno de los pasos que delinean la senda de investigación. La imagen del camino, no por ser socorrida, nos ayuda a ahondar en lo dicho: si la inminencia de una andanza parece estar contendida en el camino que se abre ante nosotros, todo camino parece guardar en sí las huellas de una andanza precedente. Un camino no es otra cosa que el complejo total de sus andanzas. Transitarlo, ya sea vadeándolo, ya sea allanándolo, es siempre tomar conciencia de que otros han pasado por él dejando tras de sí la impronta de su recorrido, el conjunto de vestigios (ahora ya identificados como genuinos signos) de su trasegar anterior. En fin, examinar el estado de la cuestión es emprender un viaje intelectual (que no excluye la búsqueda física de fuentes) en dirección a un pasado mediato e inmediato cuya sustancia está conformada por el sinfín de materiales que otros han dejado a su paso al momento de recorrer un determinado camino investigativo.

Provisto de un acervo bibliográfico amplio (aunque irremediablemente inexhausto), aquel que investiga tiene –o debe tener– en la mira la pregunta. Entre la acción de investigar y la de preguntar se establece una relación de simbiosis en virtud de la cual una y otra se determinan mutuamente. Pero es una simbiosis que amerita ser matizada. Es obvio que no toda pregunta engendra una investigación. Si así fuera los seres humanos seríamos investigadores natos. Y la evidencia demuestra lo contrario. No se nace investigador. A esta condición se llega como resultado de innumerables variables (el contexto familiar, el tipo de educación recibida, cierto talante natural, una elección laboral o una vida optada, etc.). Pero como muchas otras actividades humanas que demandan dedicación, la condición debe ser cultivada si se desea alcanzar un mínimo grado de excelencia. Investigador no es sólo aquel que investiga, sino quien, pase lo que pase, nunca deja de hacerlo. Por lo demás, la serie de preguntas que formulamos a lo largo de nuestras vidas (acerca del tiempo horario, una dirección postal, el despacho de un empleado, el resultado de una entrevista de trabajo, la salud de un familiar, etc.) no tiene más propósito que refrendar el fondo común donde transcurren nuestras existencias compartidas. Ser social significa ratificar la certidumbre de que otros siempre pueden responder a las preguntas que nos acosan a la hora de enfrentar las contrariedades menores que trae consigo vivir. Huelga anotar que de dicho espacio común no nos excluimos como agentes de respuesta. Si sólo a título de ficción podemos imaginar una vida individual en la que no haga mella algún tipo de interrogación, resulta inconcebible, en cambio, una investigación que no se apuntale verbalmente en la pregunta. Se objetará que existen investigaciones que se basan en afirmaciones. La objeción sería válida, si no fuera porque en ella, de un lado, se confunde la fuente que la puede producir con el tipo de forma sintáctica que mejor conviene al establecimiento de las hipótesis, y, de otro, porque en muchas ocasiones las afirmaciones no son más que respuestas a preguntas implícitas (Gadamer, 1994: 58-59), cuyos presupuestos es preciso comprender si se quiere entender también la motivación que les da origen. Si un investigador puede ser caracterizado como el hombre de la pregunta, investigar es, dicho lo cual, caminar a la sombra de una pregunta.

Pero, ¿qué es preguntar? Antes de responder, veamos que podemos entresacar de la historia de la palabra. Según el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, nuestro preguntar proviene tanto del vocablo percontari (''someter a interrogatorio''), cuyo significado subraya propiamente la idea de tantear el fondo del océano o de los ríos, como del verbo praecunctare que, al ser un derivado de cunctari (dudar o vacilar), enfatiza el estado de expectativa que se apodera de aquel que formula la pregunta (Corominas, 2000: 472). Nótese que lo común a ambas vías de sentido es el hecho de que preguntar implica buscar. Ahora bien, pese al enigma etimológico que rodea al vocablo buscar, éste parece provenir, según las pesquisas adelantadas y defendidas por Anguita Jaén, del verbo latino poscere (''pedir''), pero no en conexión con el infinitivo sino con la primera persona conjugada, posco (''pido''). Dicha flexión ''se habría visto fusionada con la precedente de un verbo nuevo de origen germánico aportado por los francos del Camino de Santiago, buscare (ir al bosque a buscar leña), en torno al siglo XI''. Como resultado de la fusión morfológico-semántica, que no fonológica, posco generaría después el verbo buscar, común al portugués y español, con el significado de ''intentar conseguir lo que se quiere mediante un hallazgo...'' (Anguita Jaén, 2007: 198 y ss.).

Si enlazamos la significación de las dos expresiones, resulta claro que preguntar es estar movido por el deseo de buscar o, también, es hacer del lenguaje, de las posibilidades que ofrece el lenguaje, un medio de búsqueda. Salvo en los casos de las preguntas retóricas, denominadas así porque encierran en su composición la respuesta misma, o porque prevén una respuesta ya conocida, lo que tentativamente buscamos, al preguntar, es aquello que constituye nuestro objeto de investigación. Si la pregunta sombrea el camino de la investigación, la búsqueda aviva el designio de la pregunta. Quien, en calidad de investigador, busca algo, es porque no sólo no ha encontrado aquello que busca (y de ahí su cuestionamiento), sino también porque presume que lo buscado es (de algún modo) y por ello amerita ser interrogado. Mediante un cuestionar sostenido en el tiempo, la búsqueda cognoscitiva que se convierte en acción investigativa escudriña, en medio de un bosque de vestigios, algo que es puesto en cuestión. Y ''en lo puesto en cuestión tenemos, entonces, como aquello a lo que propiamente se tiende, lo preguntado, aquello donde el preguntar llega a su meta'' (Heidegger, 2006: 28).

Para que la pregunta sea tributaria de la noción de búsqueda es necesario que no anticipe un horizonte de respuesta levantado sobre el mecanismo de la disyunción binaria. En otras palabras, una pregunta que individualiza la eventualidad de una respuesta bajo la elección de un sí o de un no, lejos de suscitar la acción investigativa, cierra la senda que conduce al bosque. Si dicha respuesta transmite información, en igual medida causa ruido en lo que atañe al conocimiento ignorado. Dado que este modo de preguntar se fundamenta en una alternativa que no incluye zonas grises, apenas si deja algún margen de juego para el tratamiento de la contingencia. Como respuesta, el sí o no es más propio del interrogante jurídico, cuya lógica última consiste en conjurar la dispersión del testimonio. A diferencia de éste, la pregunta que hace resonar una opción de búsqueda (y merced a la cual se pone en marcha la acción investigativa) es en esencia apertura, no cerrazón. Si investigar es un modo de buscar algo, y si toda búsqueda supone la apertura de un horizonte, entonces investigar es disponerse al horizonte abierto por la pregunta. ¿En qué consiste esta apertura? ''La apertura de lo preguntado consiste en que no está fijada la respuesta. Lo preguntado queda en el aire respecto a cualquier sentencia decisoria y confirmatoria. El sentido del preguntar consiste precisamente en dejar al descubierto la cuestionabilidad de lo que se pregunta. Se trata de ponerlo en suspenso de manera que se equilibren el pro y el contra. El sentido de cualquier pregunta requiere esta apertura, y cuando falta no es en el fondo más que una pregunta aparente que no tiene el sentido real de la pregunta'' (Gadamer, 1996: 440). Apertura de la pregunta quiere decir, en una palabra, ignorancia de la respuesta.

¿Llegamos a la pregunta o ésta llega a nosotros? Preferimos creer que la pregunta se instala en nosotros sin el concurso de nuestra voluntad, más como producto de una criba perdurable que como efecto de una ocurrencia intempestiva. No en vano, la pregunta que nos trama, extendiéndose más allá del punto de partida de nuestra investigación, consta de dos elementos: un estado de ánimo (una afección o inquietud, anotábamos antes) y una manifestación del pensamiento. Merced al primero, la pregunta deviene síntoma del cuerpo y, gracias al segundo, virtud de la razón. La pregunta es un acto lingüístico racional agenciado por una inquietud que hunde sus raíces en el cuerpo. El hecho de que la pregunta se nos imponga, no nos exime de ponerla en palabras. Volcar en palabras una pregunta, registrarla lingüísticamente, traducirla incluso, es igual a plantearla. Buena parte del juego investigativo consiste en este planteamiento. El planteamiento de la pregunta constituye la instancia de lo cuestionable. Y esta instancia no se configura a menos que se agite en nosotros el deseo de saber, es decir, que tomemos conciencia de nuestra inevitable ignorancia. No saber, oírse decir a sí mismo ''no sé'', reconocer ante los demás el amplio espectro de aquello que desconocemos, es la condición que determina el surgimiento de una posible pregunta. La investigación sería innecesaria, escasa de utilidad cognoscitiva, si nos resistiéramos a aceptar –sin sentir vergüenza– la magnitud de lo que desconocemos. Mayor ignorancia hay en aquel que cree saber, sin tener conocimientos seguros, que en aquel que, a sabiendas de la fragilidad de todo conocimiento, empieza por confesar su no saber, pues el que cree saber siempre tiene respuestas para todo (a menudo arraigadas en la opinión), mientras que el que sabe que no sabe nunca se cierra a la posibilidad de las preguntas. Ignorar no equivale a no saber; ignorar es no saber que no se sabe. Por eso, sin el detonante de la pregunta, la instancia de lo cuestionable rara vez tiene lugar. Sólo que investigador no es aquel que meramente pregunta; es aquel que, ante una respuesta dada, no claudica en su afán insaciable de preguntar. Si el modelo histórico de este afán inquisitivo lo encontramos en el Sócrates platónico, cuyas intervenciones dialógicas ofrecen la más clara estilización literaria de lo que se ha dado en llamar la docta ignorancia, entonces no hay investigación, del tipo que sea, que no esté animada por una especie de contemporaneización del ethos socrático.

¿Es inútil insistir en el hecho de que plantear y plantar son dos voces que en español sobrepasan con mucho su semejanza fonética? En cierto modo, quien plantea una pregunta, quien le otorga una cierta traza lingüística, hace lo propio del labrador: arraiga, mete, enclava –en un terreno intelectual– el vástago de sus propias inquietudes personales, con el fin de que arraigue y de sus frutos después. El planteamiento de la pregunta es una forma de plantación. Plantar una semilla trae a la mente dos acciones: deshacer la consistencia natural del terreno para permitir la siembra y definir un límite (derivado de la implantación misma). Algo similar ocurre con la investigación: al preguntar, al formular nuestro cuestionamiento, horadamos la tierra que recubre el ser de lo preguntado (que, de otro modo, permanecería invisible) y la dejamos al descubierto para que de partida nos sirva de demarcación. Plantear una pregunta (implantarla), en la esperanza de que su apertura recorte el camino de investigación, es aceptar que hemos tomado una decisión en lugar de otra. Esta decisión, que se expresa mediante algún tipo de adverbio interrogativo (¿qué?, ¿cuál?, ¿cómo?, etc.), ''implica una fijación expresa de los presupuestos que están en pie y desde los cuales se muestra la cantidad de duda que queda abierta'' (ídem, 1996: 441). Esto se hace tanto más claro si no olvidamos que las palabras, los signos lingüísticos, derivan su valor semántico del valor de los demás signos que conforman el enunciado de la pregunta. El adverbio es la cabeza de la pregunta; pero su cuerpo es el producto de los componentes verbales seleccionados y combinados en un todo interrogativo. Y son estos componentes los que, de un lado, dan cuenta de la decisión tomada, y, de otro, indican los postulados implícitos que pueden orientar una respuesta venidera.

Ya se habrá notado que en los párrafos precedentes, al hablar sobre la pregunta, hemos venido usando el singular. Ahora es necesario emplear el plural. Lo que emerge como pregunta, lo que se torna patente bajo la forma discursiva de la interrogación, nunca adviene solo. Sin ser legión, la pregunta llega acompañada de más preguntas. La razón de esto estriba en la apertura de la pregunta misma. Según acotábamos arriba, cuando ella es cerrada, de suerte que no admite como respuesta más que un o un no, excepcionalmente trasmite un horizonte de búsqueda y por ende trunca la posibilidad de articular nuevos cuestionamientos. Pero cuando la pregunta se afinca en operadores gramaticales cuya función es disponer lo preguntado bajo una perspectiva de alcances amplios, irreductibles a la elección de una alternativa de carácter binario y excluyente, frecuentemente hace avanzar toda referencia más allá de unas fronteras rígidas y funda un espacio caracterizado por la peripecia de preguntas inesperadas. Regulada por la apertura, una pregunta obra de manera semejante a la del imán. En este orden de ideas, y conforme enseña la antigua sabiduría medieval, la pregunta es una y tres. El conjunto formado por todas se muestra como una unidad múltiple (la violación del principio de no contradicción es aquí inevitable). Y no tanto porque ella misma pueda ser objeto de interrogación (pues de hecho a toda pregunta puede hacérsele una pregunta o varias), cuanto porque la constitutiva complejidad del objeto rebasa con mucho el lenguaje con el que intentamos acometer su delimitación. Lo que importa es que el complejo de preguntas forme parte de un mismo campo. Dicho de otro modo, las preguntas a las cuales corresponde la pregunta de nuestra senda investigativa han de venir al caso. De no ser así, podríamos ser presa de una ineludible confusión. Y si en todo compuesto hay siempre un elemento que rige y otros que son regidos, en la investigación es razonable pensar que una pegunta hace las veces de elemento subordinante y otras de elementos subordinados. Sin diferencias, toda jerarquía sale sobrando.

No obstante darse en la investigación preguntas y más preguntas, algunas derivadas de la interrogación rectora y otras más arraigadas en ella por presuposición, las mismas se pueden agrupar de conformidad con lo que Wittgenstein, refiriéndose a los ''juegos de lenguaje'', denominaba, metafóricamente, parecidos de familia. A juicio del pensador austríaco, un parecido de familia es menos lo que tiene que haber de común entre distintos juegos (la superficie sobre la que se mueven los jugadores o las piezas, las reglas que gobiernan las jugadas, el efecto que producen –ganar o perder–), distintos miembros de una familia (''estatura, facciones, color de los ojos, andares, temperamento, etc.'') o distintos números, que lo que vemos de común entre ellos (Wittgenstein, 1988: 87-88). Lo común es el producto de la percepción de aquellos rasgos que, respecto de los elementos que conforman una realidad observada, perviven sin desaparecer. Sólo que el parentesco, al articularse en torno de lo común, no se definiría en términos de esencia, sino como una intrincada red de semejanzas ''que se superponen y entrecruzan''. Algo similar sucede con las preguntas. Su parentesco no guarda relación únicamente con el signo de puntuación que las hace valer como tales o con el contexto en el cual adquieren sentido; también se afianza, y con mucho, en el espíritu (en la motivación, para ser más precisos) que parece latir en ellas. De las tantas que pueden ser invocadas, mencionemos tan sólo tres familias de preguntas que participan en el juego de la investigación.

Denominemos adversativas a la primera familia de preguntas. Por lo general estos interrogantes, si no incluyen explícitamente en su composición frases cortas como ''en contra de'', ''a contrapelo de'', ''en oposición a'', etc., entrañan implícitamente un matiz semántico de contraste, recusación o réplica (Bachelard, 1987: 15). Más temprano que tarde, dicho matiz se manifiesta discursivamente mediante conectores lógico-semánticos del tipo ''no obstante'', ''pero'', ''con todo'' Al funcionar como embragues de parejas de enunciados cuyos contenidos proposicionales chocan entre sí (pero sin anularse mutuamente), los conectores hacen que la investigación, en este caso, avance sobre la base de un horizonte previo que termina siendo negado, desmentido, impugnado o corregido. Dado que el fin es siempre proponer una versión contraria, un curso de reflexión que desdice lo averiguado por otros, la investigación avanza a fuerza de retornar sobre el camino transitado en el pasado. El móvil de esta contradanza –en cierto modo ondulante– se origina en un sinfín de motivos: no estar de acuerdo con una interpretación, hacer notar ciertas contradicciones, develar el entramado de algunas aporías, sancionar la flaqueza de unas cuantas inconsistencias expositivas, llamar la atención sobre lo improcedente que resulta la adopción de un determinado punto de vista, demostrar la insuficiencia de las fuentes consultadas, desautorizar las variables con las cuales se construye una conjetura, cuestionar la solidez de la metodología empleada, poner en entredicho la validez de los resultados alcanzados, etc. Aquí el objeto de investigación resulta conocido; sin embargo, el nuevo camino elegido para tratarlo actualiza una vivencia contenciosa. Ese camino se transita ''a la enemiga''. En cada trayecto, unificado en torno de una misma vocación querellante, se develan los fallos en que han incurrido las búsquedas precedentes. El desvelamiento arqueológico de tales fallos se realiza en nombre de la desconfianza que sucintan los sentidos proclamados, las verdades consagradas, las demostraciones comunicadas o las ideologías enmascaradas. Y como el espíritu que alienta esta clase de preguntas se nutre de una energía crítica, el resultado que se obtiene es provocador, por no decir controversial. Ni que decir tiene que las investigaciones que se valen de preguntas adversativas se asientan en una explícita actitud de sospecha (Ricoeur, 1999: 32). Sospechan, pues, quienes, al nombrar lo que hacen cuando adelantan alguna clase de investigación, hablan de ''destrucción'', ''deconstrucción'', ''racionalismo crítico'' y demás expresiones semejantes.

Llamemos complementarias (o completivas) a la segunda. Esta clase de preguntas se articula discursivamente por medio de conectores lógico-semánticos de adición (del tipo ''cabe añadir'', ''incluso'', ''todavía más'', ''ahora bien'', ''en este orden de ideas'', etc.) y genera investigaciones movidas por el deseo de revisar, proseguir o concluir lo que otros, por razones diversas, han dejado en estado fragmentario, inconcluso o sin mayor desarrollo. Al ponerse bajo la advocación de otros, estas investigaciones se ven salpicadas frecuentemente de un tono expletivo. Lo que celebran, con emoción desnuda, es tanto la apertura de una senda de investigación cuanto la posibilidad de su seguimiento ulterior. Si su punto de arranque es una memoria de investigación precedente que recibe una valoración positiva, su fin (y, por supuesto, su rasgo distintivo) es un ''ir más allá'' teniendo presente aquello que ya cuenta con algún grado de indagación. Se trata a la sazón de producir encadenamientos sucesivos que componen series discretas, cuya culminación, de no haberse producido antes, yacía contenida en el espíritu de la misma senda abierta. En tales casos, se interroga por lo que falta, por lo que aún está pendiente de hacerse y requiere ser dotado de compleción o acabamiento (a veces, también, de una sutil corrección que no menoscaba la relevancia del trabajo de soporte). A diferencia de las preguntas adversativas cuyo marca textual es la frase ''en contra de'', las complementarias se identifican por la frase ''a partir de''. Antes que contraer, esta clase de preguntas no puede evitar alargar la senda de investigación. De ahí que su horizonte de trabajo se proyecte allende los límites encontrados. Las investigaciones que se realizan poniendo por delante esta clase de preguntas, lejos están de ser discutidoras. Salvo por el señalamiento de un todo (el objeto de investigación) carente de integralidad, ellas sacrifican el ejercicio crítico en aras de los añadidos que deben aportar para que el objeto se torne cada vez más completo o perfecto. Los complementos ofrecidos se materializan en nombre, no de la sospecha que despiertan los logros parcialmente alcanzados, sino de la confianza que generan los sentidos dados tal y como éstos ''se ofrecen a la comprensión y la conciencia'' (Grondin, 2011: 112-113). Confían, pues, quienes, al nombrar lo que hacen cuando adelantan alguna clase de investigación, hablan de ''continuación'', ''avance'', ''progreso'' y demás términos similares. Epígono (no necesariamente adepto o afiliado) es la rúbrica que reciben aquellos que llevan a cabo esta modalidad de pesquisa.

Designemos mixtas a las preguntas que integran la tercera familia. Como puede inferirse, son preguntas que se alimentan simultáneamente de una actitud adversativa y una completiva. Como no impugnan completamente las pesquisas previas ni se proponen tan sólo construir un eslabón adicional de la cadena investigativa en curso, se convierten en un recurso epistemológico muy productivo. Al ser partícipes por igual de una voluntad de choque y de una expansiva, las preguntas mixtas deponen y acto seguido reponen, derriban y en seguida levantan una nueva arquitectura, desandan el camino y emprenden un trasegar insospechado. Las investigaciones que dimanan de ellas se justifican de dos formas: o porque no se han hecho, o porque el modo de hacerse representa una especie de corriente de aire fresco. Sin la pretensión forzosa de abrazar la totalidad del objeto, la búsqueda que se apunta en el enlace mixto de la pregunta devela la cara oculta de la antigua y venerable enseñanza socrática: a pesar de que nuestro saber (cualquiera que sea) es frágil y deleznable, nada nos impide volver a interrogar un saber consolidado, pues si lo interrogamos es porque nos empuja la esperanza de nutrirlo con nuevos avenidas de sentido.

A tono con lo establecido, demos un paso más, uno interrogativo. Las preguntas de investigación, sean adversativas, sean complementarias, sean mixtas, sean de otra familia (por ejemplo, condicionales), ¿aquietan o intensifican nuestra afección original? Por nuestra parte, estimamos que las preguntas intensifican el grado de la inquietud que origina la investigación que emprendemos.

Vayan dos razones.

Primera, porque no hay pregunta rectora de investigación que, al ser expresada directa o indirectamente mediante frases interrogativas, no comporte un carácter reflexivo. Éste puede enunciarse así: Preguntar es preguntarse. Quien pregunta...se pregunta algo. La partícula de flexión es el signo de una motivación. Algo nos motiva a preguntar esto en lugar de aquello. Y eso que nos motiva es lo que la pregunta a su manera devela. Lo develado, además de implicar un ''objeto'' (el objeto de la pregunta), versa sobre un pedazo de nosotros mismos. Desde luego, la pregunta (insistimos, la pregunta que gobierna nuestra investigación y que arrastra hacia su centro al resto de las demás preguntas), al enunciarse según una forma verbal determinada, se sirve de una expresión y remite a algo; pero lo que con ella se expresa y aquello a lo cual apunta primariamente irrumpe como destello de nuestra existencia (si no de toda, de una parte, precisamente de aquella que nos inquieta). Somos en la pregunta, como somos en el lenguaje que nos sustenta. Investigar es darle curso a la pregunta que somos en un momento de nuestras vidas. A veces, incluso, hacemos de la pregunta un hábito (en el sentido de disposición y comportamiento). ¿Acaso una mente forjada en los laboratorios de la ciencia dejaría de preguntar por qué? ¿Por ventura un hombre que sea amigo y amante del saber evitaría emplear la fórmula qué es? En esa medida, no hay pregunta auténtica que no sea un acto de revelación existencial. Preguntar, a la sazón, es una vía de auto-contemplación. A menos que medie una solicitud contractual, cosa posible en un mundo donde el saber ha conseguido ingresar en un mercado de bienes simbólicos, la pregunta que hacemos al investigar no procede del exterior. Tampoco la tomamos prestada. Y menos la copiamos de alguien más. Su fuente es otra: procede del abismo de nuestro ser, de lo que en nosotros hace problema. Investigar es empujar la propia existencia hacia una fecunda problematicidad. Lejos de ser flor de un día, lo que problematizamos arrastra consigo la impronta de un tiempo personal. Cada asunto que volvemos problema de investigación es un pedazo de nuestra propia historia. Por ende, al traducirla bajo la forma de la pregunta, se fragua en el taller del tiempo. Sólo es extemporánea si no le damos el tiempo suficiente para que hable a través de nosotros. Hecha de tiempo, la pregunta de investigación no tolera, cuando se la intenta responder, la premura temporal. Si es apropiada, la pregunta –y con ella nuestra andanza investigativa– demanda la duración. Lo que hace problema en nosotros, lo que problematizamos, es lo que dura en nuestro ser. Tal es la razón por la cual hablamos al comienzo de una afección o inquietud que pervive en el tiempo.

Segunda: porque, aun cuando una pregunta genuina sea apertura, no tenemos una garantía a priori de que el camino abierto por la pregunta nos conduzca a un lugar prefijado. Debe quedar claro al que investiga, al que se aventura por parajes ignotos, que ninguna pregunta ofrece de partida una prenda de respuesta. Lo propio de una pregunta razonable es su incierto desenlace. Por eso gana más en su formación investigativa quien conoce no sólo los riesgos de la asunción del interrogante de partida sino también la feracidad del carácter vacilante de la respuesta. Dicha vacilación se traduce en la mente del investigador así: ''¿Hacia dónde puede conducirme el camino abierto por esta pregunta?'' (Steiner, 1999: 79). Como adelantar una pregunta adecuada es un asunto que requiere no poco discernimiento, es preciso dotar a la pregunta de unos contornos muy precisos. De lo contrario, el que se expone a transitar por el sendero de la investigación puede desviarse por atajos imprevisibles que, a la postre, podrían extraviarlo. Una pregunta mal formulada, esto es, indefinida en sus contornos, en su dirección orientadora, da al traste con cualquier iniciativa especulativa o metódica; al revés, una pregunta bien formulada, valga anotar, expresada conforme a objetos específicamente encauzados, es como un haz que ilumina el camino. Sin una pregunta perfilada, el camino de la investigación permanece en sombras o termina oscureciéndose. Mantenernos en los contenidos que ella logra abrir es condición de toda pregunta que suscita una posibilidad de perspectiva. El sendero de investigación remoza su calidad de sendero si y sólo si nos demoramos en su percepción. De hecho, las preguntas son especies de mojones en el camino de la investigación. No sólo ayudan a perfilar una dirección de sentido sino que le imprimen a la andanza un ritmo particular. Se diría que cada respuesta opera a semejanza de un trecho recorrido. Y dado que cada trecho reclama un nuevo ímpetu de andanza, una renovada disposición intelectual, el papel de las preguntas es el de oxigenar el contenido del trayecto dejado atrás.

De no conseguir reducir la incertidumbre que genera la apertura de la pregunta con la cual articulamos el núcleo inquisitivo de nuestra investigación y, consecuentemente, de no lograr aplacar el sentimiento de inquietud que la hace o ve nacer, corremos alguno de los siguientes riesgos: a) que la acción investigativa se muestre sólo como una mera promesa en espera de un cumplimiento incierto; b) que, luego de comenzar, ''progrese sin avanzar jamás''; o c) que marche en tantas direcciones, a cual más dispar e inconsistente, que al final no conduzca más que a un laberinto de senderos intransitables. Cualquiera de los tres gravita como sombra fantasmal en torno de la investigación y cualquiera, en caso de no ser tenido en cuenta, puede echar a perder el trabajo venidero. ¿Existe, pues, algún expediente del que podamos surtirnos para intentar alcanzar una reducción notable de tal incertidumbre y un apaciguamiento considerable de tal afección? Decimos reducir y apaciguar, pero no eliminar, puesto que lo propio de una investigación cuyo punto de arranque tiene que ver con algún tipo de problema es que, al término de su recorrido, abra un espacio a nuevos problemas (Popper, 1994: 178). La respuesta es conocida y permite ser expresada en términos sucintos: adelantar, sirviéndonos del lenguaje, alguna clase de hipótesis o conjetura. Incurriríamos en una crasa contradicción si afirmáramos rotundamente que quien formula una determinada pregunta de investigación conoce de antemano la respuesta; pero no nos desmentimos si alegamos que cuando por fin logramos elaborar el cuerpo de nuestra pregunta, luego de permanecer por días y meses en lo que antes hemos acordado en llamar la instancia de lo cuestionable, algo que no es en rigor una respuesta sino más bien una especie de entrevisión o presentimiento de contestación aparece de improviso en el intangible campo de nuestra conciencia, irradiando con tenues destellos de luz el estado de ánimo que nos embarga. Más que fuegos fatuos percibidos en nuestro interior, semejantes centelleos son el producto, no de la pregunta considerada como un solo bloque interrogativo, sino de los términos con cuya participación acabamos dándole forma y sentido.

Si, de acuerdo con las expresiones que le dan forma y sentido, toda pregunta de investigación entraña un contenido específico por medio del cual delimitamos teóricamente la sustancia de lo preguntado, la hipótesis es aquello sobre lo que descansa lo preguntado mismo (el prefijo griego hipo regula esta idea). Llámese intuición parcialmente razonada, deducción alcanzada luego de someter a criba los vestigios explorados o suma de variables de muy distinta índole, el cimiento que está a la base del objeto cuestionado se puede entender en términos de hipótesis. Sólo ante preguntas vacías (carentes de perspectiva orientadora), retóricas (confeccionadas con el fin ratificar lo sabido) o confusas (formuladas para desorientar o enturbiar las aguas del conocimiento) resulta inútil considerar la posibilidad de un basamento que sirva de soporte a la suposición con la cual pretendemos encarar el objeto de la pregunta. De ahí que la hipótesis sea la materialización discursiva de una suposición provisional con la cual pretendemos allanar el camino abierto por la pregunta. Sin suposición, es decir, sin otorgar existencia ideal a lo que carece de ella o sin anticipar o predecir a través de indicios, no hay hipótesis. Esa suposición, que puede ser enunciada tanto afirmativa como interrogativamente y, por ende, que al ser emitida participa de las determinaciones fonéticas, sintácticas, semánticas y pragmáticas de cualquier lengua natural, hasta el punto de dejar traslucir la fuerza de lo comunicado al tiempo que el modo de comunicarlo, no es una contestación categórica. Es, todo lo más, un posible horizonte de respuesta que hace las veces de puente entre la pregunta y la solución buscada. No obstante su carácter general (pues no hay que olvidar que se trata de un fulgor pre-comprensivo que asiste a la conciencia), y no obstante también la naturaleza provisional de su proposición (pues no hay que olvidar igualmente que se trata de un enunciado teñido de vacilación descriptiva), la hipótesis, en efecto, hace las veces de punto medio entre dos extremos asimétricos: el extremo de la interrogación, entendido como corte respecto del ser de lo preguntado y dotado de un revestimiento discursivo con el que buscamos conjurar el silencio, y el extremo de la solución, asumido como restitución del ser de lo preguntado, y munido de un silencio que pretendemos después transformar en palabras.

Dada su función mediadora, la hipótesis, ya sea conceptual, ya sea empírica (o, mejor, vinculada a un referente empírico), cumple una función relacional. En el caso de la investigación especulativa, enlaza ideas; en el caso de la investigación aplicada, ensambla realidades o hechos observados. Las ideas o los hechos conectados por la hipótesis remiten a cualidades o magnitudes propias del objeto cuestionado. Tanto mejor si, al ser comunicada la hipótesis, dichas cualidades o magnitudes responden a un principio de relevancia expresiva. Apuntalado en condicionamientos de partida que guardan relación con los modos como el objeto interrogado puede cambiar conforme entran en juego las variables que ameritan ser consideradas, dicho principio reza lo siguiente: una hipótesis es tanto más plausible cuanto menor número de supuestos demande y cuanto mayor poder especulativo o explicativo tenga. Se ajuste o no a dicho principio de relevancia, la hipótesis acusa un carácter diferido. Como no es en propiedad una respuesta sino un atisbo racional que obra como medio para encausar el camino que habremos de transitar o la dirección que más nos conviene seguir, la hipótesis permanece a la espera de una confirmación. Esa espera, necesaria para que la investigación favorezca la concreción de una experiencia hermenéutica o experimental, gobierna en última instancia el tiempo de la comprobación (inherente a la investigación aplicada) o el tiempo de la disquisición (inherente a la investigación teórica).

Baste lo expuesto a propósito de la segunda cuestión formulada.

 

-3-

Lo visto puede resumirse así: de raigambre latina, la expresión investigar supone etimológicamente una actividad dinámica que incluye la búsqueda de rastros, huellas, indicios, vestigios (o como quiera denominarse a la clase de signos que el hombre ha dejado tras de sí a su paso por el mundo). La materialización de esta actividad, que no es más que la resolución del infinitivo del verbo, cabe ser calificada como acción investigativa. Soportada en un proyecto, vale anotar, en un punto de vista que adoptamos de modo anticipado con el fin plasmar en palabras aquello que luego habrá de ser realizado, la acción investigativa guarda relación con dos aspectos esenciales: uno, relativo a su génesis y, dos, atingente a los elementos por medio de los cuales aquélla se hace manifiesta.

En cuanto a la génesis, asunto que no debe ser confundido con la fuente o los recursos de investigación, postulamos la conjetura de que no hay acción investigativa que no nazca de un estado de ánimo. Bajo un uso ad libitum de algunos pasajes de la Ética de Spinoza, nos hemos atrevido a nombrar dicho estado con la palabra afección. La afección sería, pues, el detonante de una auténtica investigación. Inscrita en el tiempo, la afección puede ser instantánea o duradera. Siguiendo la interpretación que Deleuze adelanta sobre esta noción, no tenemos problemas en reconocer que una afección duradera debe ser reconsiderada en términos de afecto. El afecto, en tanto estado de ánimo duradero, se caracteriza por su potencia de acción. La alegría de esta potencia desemboca en la composición de relaciones. Hay composición cuando la relación que establecemos entre nuestra afección y el objeto de la investigación que decidimos emprender se ajusta a nuestro ser más íntimo. Dicha avenencia o conformidad determina el que podamos no sólo comenzar la acción investigativa sino también perseverar en ella. A tal perseverancia la llamamos conatus. Como este acto no elimina la incertidumbre, otra forma de entender la afección o afecto duradero es la inquietud. Tendemos a sofrenar la inquietud apelando al lenguaje. Nos servimos de éste para intentar poner en palabras el tema o problema de nuestra investigación. Sea cual fuera la rúbrica que elijamos, no podemos perder de vista el hecho de que se trata de una especie de ''juego de lenguaje''. Jugamos con el lenguaje con el fin de traducir aquello que es del orden de lo sensible (la afección o inquietud) en un orden más inteligible (las palabras con las que enunciamos y anunciamos nuestra acción investigativa).

Respecto del segundo asunto (los medios a través de los cuales la génesis se hace patente), sostenemos la conjetura de no hay acción investigativa que, al apuntalarse en una búsqueda de indicios, no implique un comienzo in medias res. Forma parte de este arranque en desarrollo (si se nos permite la expresión) la consulta del estado de la cuestión. A su modo, el estado de la cuestión nos hace saber de la inexistencia de un ''grado cero'' de la investigación. Proveído de suficiente material bibliográfico, quien investiga pone por delante de sí la pregunta. Investigar es caminar al amparo de una pregunta. Y no hay pregunta seria que no suponga una búsqueda. Sólo hay búsqueda cuando, de partida, se ignora la respuesta. Ahora bien, colegimos que la pregunta, antes que ser un objeto de encuentro, es el producto de una criba duradera (la criba que acontece en nosotros como resultado de la duración de nuestra inquietud). La tarea que sigue, en relación con la instancia de lo cuestionable, es el planteamiento de la pregunta. Plantear una pregunta es algo similar a plantar una semilla. El acto de implantación acusa un carácter especial: nunca formulamos una pregunta aislada sino varias emparentadas entre sí. En rigor, investigar es sembrar un campo de preguntas respecto de algo que desconocemos (lo ignorado). Desde luego, no todas las preguntas sembradas acusan la misma importancia. Como en todo compuesto, hay partes rectoras y partes regidas. Igual ocurre con las preguntas. Más todavía: las preguntas, pese a su variedad y diversidad, admiten ser clasificadas en grupos. Proponemos tres: preguntas adversativas, complementarias y mixtas. Las primeras arrostran un espíritu contencioso; las segundas, uno continuador; y las terceras, como su nombre lo indica, participan a la par de los dos anteriores. Debido a que las preguntas, lejos de aquietar, acrecientan nuestras inquietudes, el investigador se ve abocado a echar mano de un recurso inherente a cualquier acción investigativa: la formulación de una o varias hipótesis. Las hipótesis, sin ser en propiedad la respuesta buscada, constituyen los pivotes que unen la pregunta con el horizonte de solución del problema. Y su eficacia, o mejor decir su carácter plausible, depende, en último término, de su eventual confirmación.

Si no fuera porque puede parecer obvio, apuntaríamos, por último, que toda investigación tiene por destinatario a alguien más: el otro. Y éste, sea quien fuere, se encuentra en una instancia de localización imprecisa. Anónimo, invisible, particular o múltiple, quizás distanciado en el tiempo y en el espacio, pero en todo caso presentificado a través del discurso, el otro es aquel a quien dirigimos, mediante un acto de habla o de escritura, el articulado de nuestra hipótesis, el tejido de nuestra comprensión y explicación a propósito del problema trabajado. El discurso que media en la emisión oral o en la fijación escrita implica siempre una relación de interlocución. Cierto que al preguntar (nos) no pretendemos interrogar directamente al otro (salvo en los casos en que la investigación responde a las necesidades de un grupo); pero no es menos cierto que al hacerlo partícipe de los resultados de nuestras averiguaciones alentamos la esperanza de que él se ponga a su vez en la senda de la pregunta (si no de la nuestra, de la suya). Tanto mejor si el otro consigue, en contra de nuestros resultados, hacer que nuestra pregunta ensanche el horizonte de su propia reflexión. El otro (insistimos, quienquiera que sea) está allí para continuar la marcha, para hacer del camino un trayecto adicional, ávido de imprimir sus huellas –la tinta de su esfuerzo intelectual– a fin de que otros las lean como vestigios de una peripecia investigativa en curso o venidera. Mientras el espíritu no claudique ante la impresión categórica de ciertas supercherías consagradas, o no ceda a las fáciles tentaciones de cualquier clase de espejismo racional, y se empeñe por lo tanto en alzarse por encima de las obligaciones del mero vivir natural, la acción investigativa, o lo que querríamos llamar la devoción de lo ignorado, será un rasgo constitutivo de lo humano.

 


* Este trabajo es resultado parcial de la investigación titulada Sobre la tragedia griega (Planos de expresión y contenido), iniciada en el mes de julio del año 2012. Grupo: Estudios sobre política y lenguaje (Categoría A de Colciencias). Departamento de Ciencias y Humanidades. Universidad EAFIT.


 

Referencias

Anguita Jáen, J.M. (2007). ''Acercamiento etimológico al cast. (gall.-port.) buscar: lat. Poscere''. En: Cuadernos de filología clásica. Estudios Latinos: 197- 216, 27, No. 2, http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2532597 (Visitado 11 de enero de 2012).         [ Links ]

Arendt, H. (2006). La condición humana. Barcelona: Paidós.         [ Links ]

Aristóteles (1994). Tratados de lógica (Órganon) I. Categorías-Tópicos-Sobre las refutaciones sofísticas. Madrid: Gredos.         [ Links ]

Bachelard, G. (1987). La formación del espíritu científico. México D.F.: Siglo XXI.         [ Links ]

Barthes, R. (1993). La aventura semiológica. Madrid: Paidós comunicación.         [ Links ]

Corominas, J. (2000). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos.         [ Links ]

De Saussure, F. (2005). Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada.         [ Links ]

Deleuze, G. (1999). Spinoza y el problema de la expresión. Madrid: Muchnik Editores.         [ Links ]

Deleuze, G. (2006). En medio de Spinoza. Buenos Aires: Cactus.         [ Links ]

Deleuze, G. – Parnet, C. (1997). Diálogos. Valencia: Pre-textos.         [ Links ]

Echeverría, R. (2002). Ontología del lenguaje. Madrid: Dolmen ediciones.         [ Links ]

Gadamer, H-G. (1994). Verdad y Método II. Salamanca: Sígueme.         [ Links ]

Gadamer, H-G. (1996). Verdad y Método I. Salamanca: Sígueme.         [ Links ]

Gadamer, H-G. (2001). Antología. Salamanca: Sígueme.         [ Links ]

Grondin, J. (2008). ¿Qué es la hermenéutica? Barcelona: Herder.         [ Links ]

Heidegger, M. (2003). Caminos del bosque. Madrid: Alianza Editorial.         [ Links ]

Heidegger, M. (2006). Ser y Tiempo. Madrid: Trotta.         [ Links ]

Husserl, E. (1986). Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

Husserl, E. (1995). Investigaciones lógicas I. Barcelona: Altaya.         [ Links ]

Perelman, Ch. (1997). El imperio retórico. Retórica y argumentación. Bogotá: Norma.         [ Links ]

Popper, K. (1994). Búsqueda sin término. Una autobiografía intelectual. Madrid: Técnos.         [ Links ]

Ricoeur, P. (1999). Freud: una interpretación de la cultura. México D.F.: Siglo XXI.         [ Links ]

Safranski, R. (2007). Heidegger. Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo. Barcelona: Tusquets.         [ Links ]

Searle, J. (2001). Actos de habla. Madrid: Cátedra.         [ Links ]

Spinoza, B. (2000). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Trotta.         [ Links ]

Steiner, G. (1999). Heidegger. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

Wittgenstein, L. (1988). Investigaciones filosóficas. Barcelona: Crítica.         [ Links ]