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Co-herencia

versão impressa ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.11 no.21 Medellín jul./dez. 2014

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Figuraciones de la tierra natal: patria, nación, república*

 

Figurations of Homeland: Fatherland, Nation, Republic

 

 

Liliana María López Lopera**

Magíster en Filosofía, Universidad de Antioquia-Colombia, y candidata a Doctora en Humanidades, Universidad EAFIT-Colombia, donde es profesora asociada del Departamento de Humanidades. llopezlo@eafit.edu.co

 

Recibido: 11 de agosto de 2014 | Aprobado: 24 de octubre de 2014

 


Resumen

El presente artículo busca dar respuesta a la pregunta por la especificidad del vínculo que expresa el concepto de nación. Para cumplir tal propósito se analizan los textos de las que han sido denominadas las primeras voces del nacionalismo en los siglos XVIII y XIX, y los estudios recientes sobre las nociones de nación, patria y república. El texto ofrece un acercamiento a los cuatro atributos predicables del concepto de nación, a saber: su carácter polémico y polisémico, su dimensión moderna y artificial, y su naturaleza política; examina las formas a través de las cuales se presentan los productos nacionalistas; y responde a la cuestión de cómo dichas ficciones imaginadas, inventadas o creadas consiguen fundar vínculos fuertes entre el pueblo y su nación. Concluye con una alusión al caso colombiano mostrando, de un lado, que en Colombia los conceptos de nación y de patria son inseparables del lenguaje republicano y, de otro, que la idea de nación que emerge es la de la nación trágica y melancólica.

Palabras clave

Palabras clave nación, patria, republica, guerra civil, Colombia, siglo XIX.


Abstract

This article looks for an answer to the question about the specificity of the bond that the concept of nation expresses. In order to achieve this goal, the texts of the so-called first voices of nationalism in the 18th and 19th centuries, as well as recent studies about the notion of nation, fatherland and republic, are analyzed. The article takes a look at the four characteristics of the concept of nation, namely, its polysemic and controversial character, its modern and artificial dimension, and its political nature. It analyzes the ways in which nationalist products are presented. It also answers the question of how such imagined fictions, invented or created, establish strong bonds between the people and the nation. It concludes with an allusion to the Colombian case in order to show that in Colombia, the concepts of nation and fatherland are inseparable from the republican language, on one hand, and that the idea of nation that emerges is that of a tragic and melancholic nation, on the other.

Key words

Nation, fatherland, republic, civil war, Colombia, XIX century.


 

 

Cualquier análisis sobre la relación existente entre la guerra y la nación en el siglo XIX colombiano se enfrenta a la siguiente paradoja: las guerras civiles fueron centrales en el proceso de singularización de la nación –la búsqueda de la conciencia de sí–, fueron guerras entre ciudadanos por la definición del Estado, lo público y la ciudadanía, pero también fueron un factor determinante en la escisión del Estado y en la ruptura de la sociedad.

El presente texto recoge el sentido general de los trabajos que afirman que en Colombia los referentes de identidad colectiva se han tejido en torno al eje de la guerra y la violencia, y que las confrontaciones civiles del siglo XIX contribuyeron a dar forma a lo tenemos como Estado nación.1 En él se asume que las guerras civiles del siglo XIX colombiano fueron guerras por la construcción del orden institucional público y la nación moderna. Asumidas así, estas guerras aparecen como verdaderos actos políticos. Ellas se desenvuelven en múltiples espacios de la vida política y social, creando tramas discursivas y narrativas que dan cuenta de las visiones antagónicas sobre la finalidad de la vida colectiva y del conflicto de valores presentes en la sociedad colombiana del siglo XIX.

De la cercanía con estos trabajos derivan las dos premisas que acompañan este texto: la primera señala que la construcción histórica de la nación en Colombia se cimentó en una serie de situaciones trágicas, presentadas discursiva y narrativamente por los actores como si se tratara de conflictos absolutos, es decir, sin posibilidad de resolución, y la segunda afirma que las guerras civiles del siglo XIX colombiano fueron un vehículo de integración social y movilización política que permitió reelaborar reflexivamente la nación como una comunidad política imaginada.

Antes de desarrollar estas premisas se exponen los que se consideran atributos predicables del concepto de nación, a saber: su carácter polémico y polisémico, su dimensión moderna y artificial, y su naturaleza política. Así mismo, se estima necesario mostrar que las nociones de patria y patriotismo participan de algunos de los atributos mencionados. Cabe anticipar desde ya (cosa que más adelante se desarrollará) que el concepto de patriotismo precede al concepto moderno de nación y que en Colombia los conceptos de nación y patria son inseparables del lenguaje republicano.

El texto se estructura en tres partes: la primera, responde a la pregunta por la especificidad del vínculo que expresa el concepto de nación y señala el lugar del pasado histórico en la construcción de las ficciones de identidad; la segunda, propone una reflexión sobre los contornos de la patria y su relación con la guerra y la sangre derramada. Finalmente, el texto cierra con una alusión al caso colombiano mostrando que la patria fue entendida como el resultado de una vindicación y un acto supremo de justicia, y que la guerra se convirtió en el modelo mismo de inteligibilidad histórica y en la ocasión para crear una representación colectiva y un ideal nacional.

 

I. Los atributos de la nación

1. Las primeras voces de nacionalismo

Precisar y definir la nación es bastante complejo, pues en el amplio léxico de la política este concepto es uno de los más controvertidos, polémicos e indeterminados. En el marco de esta advertencia se puede comenzar diferenciando el concepto de nación, entendido como una nueva forma de integración y agregación política eminentemente moderna, del concepto de nacionalismo, entendido como ''una ideología o movimiento que pone a la nación en el centro de sus preocupaciones y que busca promover su bienestar''(Smith, 2004:23). La nación es la expresión de un nosotros que se presenta bajo la forma de una comunidad de sangre, una comunidad de suelo o una comunidad de ciudadanos. En cualquiera de los tres casos y en grados variables, sus objetivos principales son la unidad, la homogeneidad, la identidad y la búsqueda de la particularidad.

Los textos de las que han sido denominadas las primeras voces del nacionalismo en los siglos XVIII y XIX –Herder, Acton, Rousseau, Renan, Montesquieu, Mill y Fichte–,2 permiten afirmar que con independencia del carácter polisémico y polémico del término, existen unas proposiciones básicas que engloban una imagen de la nación y del principio de nacionalidad, que es a la vez doctrina política, idea cultural e ideal moral. Entre estas proposiciones están aquellas que señalan que los pueblos están divididos en naciones; que cada nación tiene unas características, una historia, un pasado y un destino; que la nación es fuente legítima del poder político y la soberanía; que cada nación soberana tiene derecho a la autodeterminación; que por ese derecho cada una puede constituirse en Estado; que como Estados soberanos e independientes tienen una individualidad histórica, un carácter singular y único que debe cuidarse en un contexto de igualdad y armonía con otros pueblos.

Ernest Renan, en su famoso discurso de 1882, define la nación como un alma y un principio espiritual. Este político e historiador francés del siglo XIX afirma que la primera le otorga la dimensión histórica a la nación y, la segunda, el carácter voluntarista; ''una está en el pasado, la otra en el presente. La una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos [...] La existencia de una nación es [...] un plebiscito de todos los días, del mismo modo que la existencia del individuo es una afirmación perpetua de la vida'' (Renan'' 1987: 82''). La postura de Renan es radicalmente moderna y ''antigenealógica'' 3 en tanto afirma que la unidad del carácter que supone la nación, como alma y espíritu, no requiere de criterios objetivos como la raza, la lengua o la geografía.

John Stuart Mill, prefiere hablar de sentimiento de nacionalidad y no de nación. Para este autor, el sentimiento de nacionalidad puede surgir por varias causas (la identidad de raza o de origen) y puede ser un elemento central en la génesis de una comunidad de lengua o de religión. No obstante, las nacionalidades ''están constituidas por la reunión de hombres atraídos por simpatías comunes que no existen entre ellos y otros hombres, simpatías que les impulsan a obrar de concierto mutuo más voluntariamente que lo harían con otros, a desear vivir bajo el mismo gobierno y a procurar que este gobierno sea ejercido por ellos exclusivamente'' (Mill, 1994:182).

Otra aproximación al tema de la nación deriva de la clásica distinción entre etnos y demos. Esta distinción permite realizar un contraste entre el doble origen de la nación moderna: el origen romántico y el revolucionario. La nación cívica, definida en torno a vínculos de lealtad patriótica y sometimiento a instituciones democráticas, encontraría su origen en la Ilustración, su realización en la revolución francesa y su expresión en los textos del abate Emmanuel Sieyés, Rousseau, Montesquieu y Renan. La idea romántica de nación correspondería a la categoría de espíritu del pueblo –al Volksgeist– y se expresaría en la defensa de la tradición cultural como forma de individualización, singularización y autoafirmación colectiva. En el primer caso, aparece una noción de nación entendida como una nueva conciencia moral y como una construcción abierta y a futuro que nace de la adhesión voluntaria y reflexiva de los individuos; y en el segundo caso, se dibuja la idea de nación representada por la tradición y enraizada en un pasado que define los vínculos sociales por la pertenencia a una comunidad natural viva de legua y raza.

El ideal de la nación romántica, entendida en palabras de Ficthe como ''ese envolvente terrenal de lo eterno'' (1994:145), nombra una idea de unidad y de homogenización cultural y étnica, construida y engalanada con sustratos lingüísticos y factores como la raza, el clima y la geografía. La nación de los románticos encontraría su expresión primera en los textos Herder, Ficthe y Schlegel, autores que romperían con el humanismo universalista y cosmopolita de la ilustración al afirmar la irreductibilidad y la heterogeneidad de las culturas nacionales. La distinción entre nación romántica y nación revolucionaria, radica en que la libre asociación que la una presupone es sustituida por la totalidad inclusiva que la otra reclama.

 

2. El carácter moderno de la nación

Aunque el concepto de nación se encuentra inmerso en el contexto de interminables disputas terminológicas, se puede hablar de la existencia de un acuerdo sobre la novedad histórica del fenómeno –la construcción de naciones y la aparición de la ideología nacionalista–, y sobre el carácter moderno de la noción misma –la aparición, el uso y la estandarización del concepto–. Pero sobre todo, se puede hablar de la existencia de un acuerdo que señala que la nación trasciende y se diferencia de otro tipo de agrupaciones y colectividades articuladas en torno a referentes históricos, religiosos, étnicos y culturales. Con esto se quiere anotar que ella hace referencia a una moderna formación de conciencia que surge con el Estado nacional en Europa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, y que representa, por tanto, la respuesta del Estado nacional al desafío histórico de encontrar ''un equivalente funcional para las formas de integración social de la modernidad temprana que habían entrado en decadencia'' (Habermas, 1999: 82). La invención política de la nación sirvió de catalizador de los procesos de desintegración que experimentaba el Estado de la temprana edad moderna, al fundar una nueva forma de integración social sobre una fuente secular de legitimación (Habermas, 1999: 88).

Ernest Gellner y Eric Hobsbawm son enfáticos en señalar que al hablar de la nación debemos referirnos a la emergencia de una forma de comunidad y de unidad política que aparece en una época totalmente nueva y en condiciones específicas. Para Gellner, el nacimiento de las naciones está relacionado con las exigencias de desarrollo económico productivo y de organización sociopolítica de la sociedad industrial y con la emergencia de la ideología nacionalista. Desde su punto de vista, el nacionalismo, es decir, el modo en que la nación es presentada y justificada en el plano ideológico, es anterior a las naciones, como colectividades estables y realidades históricamente objetivas (Gellner, 1988: 176). Al decir de Hobsbawm, la novedad histórica del moderno concepto de nación debe relacionarse, por un lado, con el surgimiento de la ideología liberal típica del siglo XIX y, por otro, con la utilización del concepto de nación en el discurso político y social de la era de las revoluciones (Hobsbawm, 1997:28). Desde la perspectiva de este autor, tres criterios permiten que un pueblo sea calificado como nación: la relación con un Estado territorialmente definido; la identificación lingüística, es decir, la existencia de una élite cultural poseedora de una lengua vernácula literaria, administrada de manera nacional y de forma escrita; y la capacidad de conquista, es decir, la prueba darwiniana del éxito evolucionista y la superioridad de una colectividad específica.

La postura modernista de Gellner y Hobsbawm es radical, sin embargo, al decir de Dominique Schnapper, son Weber y Mauss quienes llevan más lejos este discurso al invertir la cuestión y señalar que ''las características comunes de los nacionales –raza, lengua y cultura– no son la causa, sino el efecto de la construcción nacional'' (Schnapper, 2001:52). Tal inversión tiene un doble significado: por un lado, afirma que la nación no es idéntica a la comunidad lingüística ni a la comunidad de suelo, y que no se basa en la comunidad real de sangre y ni en la comunidad espiritual articulada en torno a la religión. Por otro, señala que la nación crea la lengua y la raza, y no a la inversa. Desde esta perspectiva en el seno de las naciones modernas se inventan las tradiciones, se definen las fronteras culturales y se establecen los límites territoriales. El núcleo fundamental de este enfoque señala que el Estado es el que organiza y da significado a las características objetivas de la población.

El enfoque modernista difiere del denominado enfoque perennialista, que entiende a la nación como una categoría de asociación humana eterna, que ha existido siempre, desde tiempos inmemoriales, aunque se haya expresado de diferentes formas y en distintos momentos de la historia humana. Esta perspectiva, señala que ''las naciones son ubicuas. Son también inmemoriales. Como la familia, la nación es una característica perenne de la historia y la sociedad humanas'' (Smith, 2000: 198).

En medio de la oposición entre los enfoques modernistas y perennialistas se encuentra la perspectiva del etnosimbolismo, que no descarta la relevancia de factores étnicos como criterios importantes al momento de establecer los rasgos de las pertenencias nacionales, y reconoce que la dimensión subjetiva o espiritual es fundamental para entender los vínculos emocionales –de pasión y apego– que unen a la gente en comunidades nacionales. Esta perspectiva convoca a detenerse en el análisis de aquellos factores que se han denominado como criterios subjetivos de identificación, adhesión y comunión –memorias, valores, sentimientos, mitos, símbolos–, es decir, convoca a entender el pathos específico o los mundos internos del nacionalismo (Smith, 2004:76).

Aceptar que la nación es una creación y no un producto natural y necesario del devenir histórico supone la aquiescencia con la premisa antigenealógica según la cual el carácter nacional, más que una explicación, es algo que debe ser explicado. Esta idea se encuentra presente en el discurso de Renan cuando se pregunta:

¿Por qué Holanda es una nación, mientras que Hannover o el gran Ducado de Parma no lo son? ¿Cómo Francia sigue siendo una nación cuando ha desaparecido el principio que la creó? ¿Cómo es que Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es una nación, mientras que la Toscana, por ejemplo, siendo tan homogénea, no loes? ¿Por qué Austria es un Estado y no una nación? ¿En qué difiere el principio de las nacionalidades del de las razas? (Renan, 1987: 68).

Al seguir la premisa que señala que la característica básica de la nación es su modernidad, se ha querido indicar tres asuntos: el primero afirma que la nación no es algo natural, sino el resultado de una construcción discursiva y artificial en la modernidad. El segundo señala la inexistencia de un acuerdo entre los estudiosos del tema –sea que respalden o no el discurso antigenealógico– acerca de los criterios que se deben poner en el origen de las naciones y el nacionalismo. Resulta claro que unos ponen el origen en las características objetivas –culturales, étnicas, raciales, lingüísticas y territoriales–, otros lo sitúan en las dimensiones subjetivas, emocionales y espirituales –los valores, las ideas, las historias, los relatos sobre héroes y los pasados gloriosos–, y otros en los efectos de las condiciones técnicas y económicas. El tercer asunto anota que el carácter reciente del concepto de nación expresa, en lo fundamental, una nueva forma secular de integración política. La nación se diferencia de otras unidades políticas –modernas o premodernas– y de otras colectividades étnicas, porque se entiende como una comunidad de ciudadanos, que para su existencia exige al Estado moderno como instrumento de integración interna, como factor de racionalización, como expresión objetiva de la identidad colectiva y como elemento de diferenciación externa.

 

3. La nación como artefacto cultural

La oposición entre quienes creen que la nación es un fenómeno natural –que ha existido desde siempre–, y quienes creen que es una realidad histórica contingente, ha dado lugar a una interesante discusión que pone en el centro del debate la pregunta por el lugar del pasado histórico en la construcción de las ficciones de identidad; el interrogante por las formas a través de las cuales se presentan los productos nacionalistas; y la cuestión de cómo es que dichas ficciones inventadas (según Hobsbawm), creadas (según Habermas) o imaginadas (según Anderson) consiguen fundar vínculos tan fuertes entre los individuos, hasta el punto que logran hacer de ellas una cosa casi material por la cual los individuos estarían dispuestos a morir.

Nación inventada, nación creada y nación imaginada son maneras diferentes de nombrar tres enfoques al interior de la denominada perspectiva modernista. Enfoques que aceptan la premisa de que la nación es una creación y un mito, y que las formas de apego de los individuos a los frutos de su imaginación son distintas a las formas de apego asociadas a la raza, a la sangre y a la cultura. Estos tres enfoques nombran, en palabras de Elias Palti, ''las formas de construcción social de la nación'' (Palti, 2002: 109).

El primer enfoque, el que se ocupa de la nación como una tradición inventada, aparece en la interpretación que ofrecen Eric Hobsbawm y Ernest Gellner. Para estos dos autores las naciones son ejercicios de ingeniería social, deliberadamente pensados e inventados por élites políticas, gobernantes e intelectuales, que logran movilizar y generar en las masas populares sentimientos de pertenencia, apelando a un pasado a menudo artificial, o codificando, estandarizando y formalizando algunos materiales culturales prexistentes (como la lengua y el pasado histórico). La invención de la nación sería el fruto de una creación desde arriba que daría cuenta del trabajo de historiadores, políticos e ideólogos para inventar mitos de origen, símbolos y rituales identificadores y crear procesos de estandarización y formalización de los sustitutos laicos de la religión –la escuela, el ejército y la lengua–.

Lo que este enfoque pone de relieve, es que la nación, como tradición política inventada, exige de un conjunto de prácticas –culturales y simbólicas– que son las encargadas de generar los procesos de continuidad histórica. Esto es así, porque las naciones ''reclaman generalmente ser lo contrario de la novedad, es decir, buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota, y ser lo contrario de lo construido, es decir, buscan ser comunidades humanas tan ''naturales '' que no necesiten más definición que la propia afirmación'' (Hobsbawm, 2012: 21).

En este punto, resulta explicable que las ideologías nacionalistas se aprovechen de forma selectiva e instrumental de la riqueza cultural preexistente, con el propósito de revivir lenguas muertas, inventar tradiciones y restaurar esencias originales, es decir, que utilicen ''retales y parches culturales'' como instrumentos de estabilización social y como herramientas de legitimación política (Gellner, 1988: 80). Toda invención presupone un acto de diseño y planificación, esto es, de creación de una representación mental que no existe, pero que se desearía que existiera.

El segundo enfoque, que proviene de las teorías contractualistas y liberal-republicanas de autores como Rousseau, Kant, Mill y Renan, y que se renueva en autores como Jürgen Habermas, Raymond Aron, Dominique Schnapper y Alain Renaut, concibe la nación como un artificio construido a través de formas más abstractas de integración social que están mediadas por la acción del Estado: la constitución, la ciudadanía y los derechos. Para este segundo enfoque, la génesis de la nación se sitúa en las ideas de consentimiento y adhesión voluntaria de individuos a una comunidad democrática; adhesión que es refrendada, como dice Renan, a través de plebiscitos cotidianos.

Esta perspectiva, que se inscribe en la idea de la comunidad querida de los ciudadanos –la nación cívica–, entiende al Estado nación como una asociación de ciudadanos libres e iguales y a los derechos ciudadanos como los principios de legitimación del Estado. Ahora bien, si se asume que la nación no es sólo un principio espiritual como lo afirma Renan, ni el resultado exclusivo y contingente de circunstancias históricas, es decir, si se acepta que ella tiene una parte contractual, entonces, debemos preguntarnos por las instituciones que se necesitan ''para que el poder fundado en esta legitimidad se ejerza de manera efectiva''. Esas instituciones son, entre otras, la constitución, el parlamento y la escuela (Cfr., Schnapper, 2001: 53 y ss).

El tercer enfoque lo constituye la propuesta de Benedict Anderson de entender a la nación como ''una comunidad política imaginada, inherentemente limitada y soberana'' (Anderson, 1993: 23). Según la definición antropológica de Anderson, la nación es una comunidad limitada porque tiene unas fronteras territoriales finitas; es una comunidad soberana porque emerge ligada a un principio de legitimidad opuesto al reino dinástico y divino; es una comunidad porque se concibe como una forma de compañerismo profundo horizontal y supone principios de identificación por los cuales los individuos estarían dispuestos a morir y; finalmente, es imaginada porque ''aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán, ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión''(Anderson, 1993: 23).

Esta comunidad política imaginada se configura narrativamente a través de una amplia red de historias, relatos y memorias que son posibles gracias a una nueva percepción del tiempo histórico. En la propuesta de Anderson, estas comunidades son viables por la ''interacción semifortuita, pero explosiva,'' del capitalismo, la imprenta y la consecuente consolidación de las lenguas impresas, las cuales sientan las bases de la conciencia nacional al crear campos unificados de intercambio, circulación y comunicación (Anderson: 1993: 62).

La historia y la enseñanza de la historia, la realización y circulación de impresos –periódicos y novela–, las peregrinaciones laicas y la literatura de viaje, así como el censo, el mapa y el museo, son algunas de las producciones culturales que tienen asignada la tarea de forjar la imagen de antigüedad que subyace a la idea subjetiva de nación (Anderson: 1993: 228 y ss). Pero es la lengua, con su carácter atávico, primordial y solemne, la que logra crear la clase especial de comunidad imaginada que es la nación. Como comunidad imaginada a través de la lengua –de la lengua del patriota–, la nación se presenta a través de himnos, canciones y poemas heroicos, y a través de ellos produce la experiencia de simultaneidad y la unisonalidad que la nación reclama. Para Anderson son los narradores y poetas, más que los ingenieros sociales e ideólogos políticos, los que crean las naciones.

Los tres enfoques señalados podrían agotar la perspectiva constructivista. No obstante, a ellos se puede sumar el enfoque etnosimbólico que ve el proceso de formación de la nación como una reinterpretación de motivos culturales prexistentes y de vínculos y sentimientos étnicos anteriores. La propuesta de Anthony D. Smith señala que ''toda narración ha de tener una ''resonancia'' emotiva tanto como un ''contendido de verdad'''' (Smith, 2004: 102). Al poner el énfasis en el componente afectivo y emocional de la nación, Smith resalta que el ''poder y la capacidad de perdurar de las naciones y el nacionalismo [está en] que las narraciones y las imágenes tengan poder evocador sobre las personas a quienes deban atraer'' (Smith, 2004: 102).

La premisa básica de Smith es que aunque las naciones son artefactos culturales inventados, ellas se estructuran sobre la base de un patrimonio cultural compartido de memorias, valores y símbolos típicos de una comunidad histórica asentada en un territorio. De modo que:

la nación no es la creación ex nihilo puramente moderna, mucho menos un mélange de materiales constantemente reivindicados para acomodarse a los gustos y necesidades cambiantes de élites [...] La nación puede ser una formación social moderna, pero está, en cierto sentido, basada en culturas, identidades y herencias prexistentes (Smith, 2000: 1999).

Las diferencias entre los enfoques señalados pueden ser grandes; sin embargo, a ellos subyacen tres ideas comunes. La primera señala que la nación es una ficción de identidad y que como entidad inventada, imaginada y creada, puede ser un producto cultural, discursivo, literario, ideológico y simbólico. La segunda afirma que la nación no es un producto natural ni un fenómeno histórico necesario, y que ella nace de las manos de ingenieros sociales, movimientos nacionalistas y líderes carismáticos, o de las manos de poetas y narradores. La tercera anota que el propósito de la nación es establecer y simbolizar la cohesión y el vínculo a una comunidad, con independencia de si esta comunidad es real o imaginada.

Estas ideas se apoyan, a su vez, en cuatro asuntos: a) el convencimiento de que los materiales que se utilizan para la construcción de ese ''sujeto ilusorio'' pueden ser variados: mitos, himnos, banderas, escudos, monumentos, relatos, cantos poéticos, cenotafios; b) el supuesto que señala que para que esos materiales sean efectivos deben traducirse en un conjunto de prácticas de naturaleza cultural o simbólica como fiestas, exposiciones y ritos; c) la certeza de que una nación sólo existe si se encarna en formas sociales objetivadas, es decir, en instituciones como el Estado, la escuela, la milicia, la constitución; y d) la certidumbre de que el apego de poblaciones e individuos a la nación sólo puede lograrse si existe efectividad, esto es, si se logra despertar simpatía y sentimientos nacionales.

 

4. La nación querida. Nación como comunidad de ciudadanos

Se ha señalado que la nación es una forma específicamente moderna de integración social, política y cultural y que su especificidad reside en que integra a la población en una comunidad de ciudadanos y en que legitima, a través de esa comunidad, la acción interna y externa del Estado. Por supuesto que se trata de una especificidad política que presupone que las naciones deben poseer territorios compactos y bien definidos, comunidades de leyes e instituciones legitimadas a través de una constitución, principios de igualdad legal y libertad política traducidos en derechos ciudadanos, y valores políticos nacionales que den cuenta de las tradiciones comunes.

Para avanzar en la discusión es importante señalar, entonces, que la mayoría de los trabajos y perspectivas de estudio presentan un contraste entre dos ideas de nación: la nación cívica versus la nación étnica, la nación revolucionaria versus la nación romántica, la nación querida versus la nación nacida y la nación como comunidad de origen versus la nación como comunidad de ciudadanos. También ofrecen dos genealogías, dos orígenes y dos tipos de ideología nacionalista: la nación francesa versus la nación alemana, el nacionalismo político–revolucionario versus el nacionalismo étnico- orgánico. Esta presentación dicotómica de la idea de la nación y de la génesis de la naciones europeas, que se apoya en la tradicional distinción entre ethnos y demos, sirve para diferenciar la ciudadanía de la identidad nacional; el nacionalismo del republicanismo; el nacionalismo del patriotismo y, sobre todo, sirve para diferenciar la idea determinista de la nacionalidad –la nación nacida– y la idea voluntarista de la nacionalidad –la nación querida–.

La distinción habermasiana entre la comunidad de ciudadanos –ius solis– y la comunidad de origen –ius sanguinis–, se despliega y adquiere forma en dos conceptos de nación: la nación nacida que está compuesta por quienes pertenecen étnicamente a un pueblo –comunidad moldeada por lazos primarios de pertenencia–, y la nación querida que constituyen los ciudadanos, por su propia potencia o acción racional deliberada, como una comunidad política de individuos libres e iguales.

La categoría conceptual del Estado-nación, como fuente de integración social y legitimación política, se encuentra incrustada en la idea de la nación querida de los ciudadanos, pues ella ensambla de manera íntegra con la autocomprensión universalista del Estado. La nación nacida se encuentra, por su carácter particular y excluyente, sometida a un latente y permanente estado de tensión (Cfr., Habermas, 1998 y 1993).

La creación artificial de la nación dotó al Estado moderno de una forma republicana de pertenencia y permitió a los individuos trascender su estatus de súbditos de un Estado y convertirse en ciudadanos políticamente activos de éste. ''La república formalmente establecida hubiera carecido de la fuerza vital si el pueblo, que hasta entonces había sido definido desde arriba de una manera autoritaria, no se hubiera convertido, de acuerdo a su propia auto comprensión, en una nación de ciudadanos conscientes de sí mismos. Para lograr esta movilización política se precisaba una idea con fuerza capaz de crear convicciones y de apelar al corazón y al alma de una manera más enérgica que las nociones de soberanía popular y derechos humanos. Este hueco lo cubre la idea de nación'' (Habermas, 1999: 89).

 

II. Los contornos de la tierra natal

1. La patria

Como la nación, el concepto de patria también es polisémico, elástico y plural. Encarna visiones antagónicas sobre la finalidad de la vida colectiva y da cuenta del conflicto de valores en la sociedad. Sin embargo, el punto de partida para cualquier análisis señala que por patria debe entenderse la tierra natal. Esta definición tiene una base cuasi natural y una base artificial; un carácter moderno y una motivación antigua. La base cuasi natural permite entender la patria como el lugar en el que se ha nacido, el país de origen o la ciudad natal. Aquí la patria se acerca a la noción de nación nacida que, como se indicó, está compuesta por quienes pertenecen étnicamente a un pueblo; está enraizada en un pasado y se expresa en la defensa de la tradición cultural como forma de singularización y autoafirmación colectiva.

Este concepto de patria, que precede al moderno concepto de nación, pone el énfasis en un aspecto telúrico: el lazo primario de pertenencia al territorio de padres y antepasados, ubi terra patrum ibi patria –en donde esté la tierra de los padres, allí está la patria–. En este sentido, el concepto de patria proviene de la antigüedad latina y remite a Roma como la tierra natal. Etimológicamente, la noción refiere a la terra patrum –la tierra de los padres– (Palazón y González- Conde Puente, 2005: 552). De allí procede también el patriarca de la patria –patriarkhés–, el compatriota o conciudadano –patriotés–, el patricio –patricius– y el jefe de la casa –pater familias–. Patria es la forma abstracta derivada del neutro plural de padres.

La base artificial –en el sentido de construcción y decisión política– obliga a entender la patria en el marco de una constitución, un Estado libre y como un espacio de libertad. Aquí la patria se acerca a las nociones de nación querida y comunidad de ciudadanos; pone el énfasis en el rostro político y la dimensión voluntarista, y subraya que se trata de un vínculo que está mediado por el estatus de la ciudadanía. La patria, como país natal, no hace referencia a una idea sino a un hecho natural. Esta concepción es, según los estudiosos del tema, determinista y simplista porque se ocupa sólo del elemento físico y natural que subyace al hecho de que ''hasta ahora ningún hombre ha podido escoger a su padre'' (Sternberger, 2001: 59).

Dolf Sternberger y Anthony D. Smith presentan dos maneras complementarias de ampliar y complejizar la base cuasi natural que subyace a la idea de tierra natal. El primero, ligando la patria a la constitución y, el segundo, articulándola con los procesos de reactualización histórica. Sternberger abre su conferencia titulada El concepto de patria con el siguiente efluvio:

Cada uno de nosotros, si no procede de nómadas, ha nacido en un determinado lugar: en una aldea, una montaña, un valle, a orillas de un arroyo, un rio o un lago; o también en la ciudad, cerca del puente, de la iglesia o del puerto [...] ''De allí donde venimos, es la patria'', dice el poeta T.S. Eliot. La patria no es nada más, pero esto ya es bastante, porque la huella de la partida es imborrable (Sternberger, 2001: 55).

El texto, fechado en 1947, más que una apología al carácter natural de la tierra natal, tiene como propósito indicar que en la idea de patria entran en juego determinaciones de carácter político y moral muy complejas, y que las relaciones nativas del individuo no son solamente un estado de cosas físicas sino que comprenden elementos espirituales y decisiones. Su tesis afirma que la patria entraña la esencia de la libertad del hombre, que incluye tanto la libertad de movimiento como el derecho a no estar sujeto a las raíces del suelo. En sus palabras:

ni la constitución de las plantas aprisionadas en el suelo ni la constitución de la familia patriarcal, ni la constitución del Estado autoritario [en su versión despótica absolutista o democracia] pueden llamarse una constitución patriótica. Sólo una fidelidad libre y voluntaria puede ser el sentimiento legítimo de relación del individuo con su patria [y] sólo una constitución ciudadana puede ser una constitución patriótica (Sternberger, 2001: 68).

Anthony Smith, por su parte, afirma que la identidad de la nación como colectividad está determinada, entre otras cosas, por una población humana con un nombre propio que ocupa un territorio, y sostiene que ''las cualidades peculiarmente nacionales [...] derivan tanto de la reserva característica de mitos y recuerdos compartidos como de la naturaleza histórica de la tierra natal que ocupa dicha nación'' (Smith, 1998: 63). Para Smith el concepto de identidad nacional sólo se puede entender con referencia a las ideologías del nacionalismo y los vínculos que éste establece con una tierra natal, un pasado heredado y un legado étnico. El énfasis de su análisis está puesto, como se indicó atrás, en las dimensiones culturales y simbólicas de la identidad nacional, así como en el modo de trasmisión, reinterpretación, reactualización y regeneración de dicha identidad. Es, justamente, la naturaleza histórica de la tierra natal y no su base natural, lo que posibilita unir a los ancestros con las generaciones actuales y las generaciones que están por nacer.

Otorgar carácter histórico a sitios naturales y, a la inversa, naturalizar sitios y monumentos históricos, convertir sitios históricos en objeto de culto y peregrinación y conferir un carácter étnico a panoramas y paisajes, son algunas de las maneras a través de las cuales se trazan los contornos de la tierra natal. Es decir, son algunos de los procesos mediante las cuales se trasmiten, interpretan y reactualizan, de generación en generación, las identidades nacionales. Estos son, en palabras de Smith, los mapas cognoscitivos mediante los cuales se conforma la patria.

Lo que se quiere señalar aquí, siguiendo las premisas de Smith, es que la noción de patria trasciende a la idea natural de tierra natal y exige más cosas que los censos, los mapas, las constituciones y la cartografía. Un auténtico mapa cognoscitivo de la tierra natal es sobre todo, ''una organización del espacio de la experiencia histórica y de los sentimientos de sus pobladores'' (Smith, 1998: 66). Es por ello que ligado a los sitios naturales, sagrados y étnicos, están los lugares públicos de recuerdo y conmemoración de los muertos: las tumbas y monumentos de héroes y de los caídos en las guerras, los cenotafios y cementerios colectivos, y los museos de la memoria. Estos son algunos de los sitios públicos de culto y conmemoración a través de los cuales se establecen vínculos entre generaciones y se dota de identidad y profundidad histórica a la tierra natal.

 

2. El patriotismo como pasión política

Así como patria y nación no son conceptos equivalentes, patriotismo y nacionalismo difieren sustancialmente. El patriotismo es ''una pasión política basada en la experiencia de la ciudadanía'' (Viroli, 2001: 7), por eso el patriota es, sobre todo, un buen ciudadano. Tres asuntos adquieren relevancia al momento de analizar los alcances y límites del concepto de patriotismo. El primero se refiere a su modernidad, que puede situarse en el siglo XVIII en la era de las revoluciones. Este concepto emerge ligado a la preocupación por crear el orden universal de las patrias y una constitución adecuada a las necesidades de un pueblo que se había hecho soberano. El segundo asunto indica que mientras el concepto de patriotismo es en sí mismo moderno, la motivación de morir por la patria es antigua. El tercer asunto alude al hecho de que el patriotismo es un concepto que precede a las nociones de liberalismo, republicanismo, comunismo y nacionalismo, y a los movimientos políticos e ideológicos a los que dieron lugar. Estas nociones y los movimientos que representaron son impensables, sin el concepto precedente de patriotismo (Cfr., Koselleck, 2012: 143-161).

En lo que concierne a este texto, basta señalar que el patriotismo alude a un principio de lealtad política que está mediado por el estatus de ciudadanía y por el ejercicio de las virtudes públicas y las libertades positivas, y el nacionalismo, como se expresó antes, una ideología o movimiento que pone a la nación en el centro de sus preocupaciones y que busca promover la autonomía, la unidad y la identidad nacional, apelando a lazos primarios de pertenencia como la sangre, la raza, la tierra, la lengua y la tradición. Si uno es nacionalista, nos dirá Charles Taylor, ''debe lealtad a su Estado porque es el Estado X, donde X es la identidad nacional propia, que nos pertenecerá tanto si tenemos como si no tenemos la suerte, la fuerza o la virtud suficiente para tener un Estado. Todo el ideario nacionalista presupone esta identidad prepolítica'' (Taylor; 2003: 65 y 66).

En la literatura sobre el tema de la nación y el nacionalismo, resulta fácil identificar la diferencia existente entre ese doble aspecto de la pertenencia: el patriotismo como la adhesión de los ciudadanos al Estado y a sus instituciones políticas, y la identidad nacional como forma de adhesión al propio grupo etnonacional (Cfr., Colom, 1998: 203-218). En el primer caso, el patriotismo aparece como una nueva conciencia política que nace de un acto de adhesión voluntario. En el segundo caso, el patriotismo aparece como el afecto y devoción por una comunidad natural. Esta segunda idea de patriotismo tiene su expresión en los textos de Ficthe:

El amor a la patria tiene que ser quien gobierne al Estado en el sentido de proponerle incluso una meta superior [...] No el espíritu del sereno amor cívico a la constitución y a las leyes, sino la llama ardiente del amor superior a la patria que entiende la nación como envolvente de lo eterno y al que el noble se entrega con alegría y al que el no noble, que sólo está ahí por amor al primero, debe entregarse quiera o no. No es aquel amor cívico a la constitución; éste no es capaz de ello si es que es razonable [...] La promesa de una vida que, incluso aquí en la tierra, vaya más allá de la vida terrena es lo que puede animarles hasta morir por la patria (Ficthe, 1994: 144- 145).

Ahora bien, mientras la tarea de realizar una distinción conceptual entre nacionalismo y patriotismo puede resultar relativamente fácil en tanto la mayoría de estudios escinden la identidad cultural de la identidad política, y asocian a la primera con el nacionalismo y a la segunda con el patriotismo, establecer una distinción entre patriotismo y republicanismo es mucho más complicado. Esto es así en razón de que la tradición republicana –tanto la antigua que procede de Cicerón como aquella que procede de Maquiavelo, Rousseau, Montesquieu, John Adams, Thomas Jefferson y Jaimes Madison– configura una teoría del Estado ideal que reclama la paternidad sobre la virtud del patriotismo. Para esta tradición, que en sí misma es plural, el patriotismo es un concepto enfático en términos morales y políticos, es decir, es un concepto de movimiento que expresa tanto la autohabilitación del ciudadano para participar activamente en los asuntos públicos, como la exigencia de tomar partido por el régimen republicano.

En principio, el patriotismo puede verse inextricablemente unido con el concepto de republicanismo y, por ello mismo, lejano tanto del liberalismo individualista como del nacionalismo étnico de sangre y tierra. La cercanía entre republicanismo y patriotismo luce como incuestionable si se mira de manera global el conjunto de enunciados básicos que le han dado forma a la teoría ideal del republicanismo como teoría del Estado y del poder. Esos enunciados pueden sintetizarse del siguiente modo: sólo una república que se autogobierne a sí misma puede ser considerada una verdadera patria; la república es la condición de posibilidad del ciudadano y no a la inversa; el buen gobierno debe ser necesariamente republicano, no despótico; la virtud cívica es el verdadero significado del amor a la patria; el amor a la patria es el deber de servir al bien común y practicar la solidaridad con los conciudadanos; el deber de servir al bien común es un deber moral que trasciende a las obligaciones jurídicas y políticas; el bien común no es la suma del interés de todos ni es, simplemente, un interés común que trasciende los intereses particulares; solo puede ser patriota quien actúa autónomamente en un gobierno libre y que está dispuesto a asumir actos de abnegación y sacrificio.

Cicerón ilustra este ideario republicano cuando afirma:

Porque la patria no nos ha engendrado y educado para no recibir de nosotros frutos algún día, sin otro objeto que atender a nuestros especiales intereses y proteger nuestra tranquilidad y quietud, sino para tener derecho sobre las mejores facultades de nuestra alma, de nuestro ingenio, de nuestra razón, y emplearlas en servicio propio, sin abandonar a nuestro uso privado más que la parte que a ella le sobra (Cicerón, 1992: 30).

Este fragmento ejemplifica el ideal republicano de los antiguos, en el cual el ciudadano, según la crítica de Benjamín Constant, sacrificaba sus derechos para conservar sus deberes políticos y para garantizar su participación directa en los asuntos públicos. En este ideal no hay asomo de la libertad en su sentido moderno, es decir, de aquella en la cual el individuo reclama al poder público el respeto de su independencia y la seguridad de su esfera privada. En el mundo antiguo, los individuos eran considerados como ''máquinas, cuyos resortes y ruedas regulaban y dirigían la ley [y] el individuo estaba de alguna manera [...] perdido en la nación'' (Constant, 1988: 69).

Maurizio Viroli realiza la defensa contemporánea más radical de ese vínculo existente entre patriotismo y republicanismo. Para este autor, estas dos palabras forman una sola expresión, un ethos y un lema. La patria es una pasión política que denota un amor generoso y desinteresado por la república; es el espacio en el que se hacen posibles los lazos de la ciudadanía, que son según Cicerón, los lazos más próximos y dignos. Patria es, también, sinónimo de libertad política; es un valor político que se diferencia tanto de los valores culturales, étnicos e históricos propios del nacionalismo, como de los valores universales y abstractos propios del liberalismo y el patriotismo constitucional. Para el patriotismo republicano postulado por Viroli, sólo los valores de la ciudadanía, particularmente, la igualdad republicana y las libertades positivas, tienen relevancia política y moral (Cfr., Viroli, 2001: 13).

En efecto, el patriotismo es una pasión política que representa sentimientos de lealtad nacional de los ciudadanos con sus instituciones. Es una pasión necesaria, porque los Estados nacionales son ''empresas comunes sumamente exigentes'' y su éxito depende, justamente, de que los miembros experimenten un fuerte sentimiento de identificación mutua (Taylor, 1999: 146). Como tal se constituye en un instrumento central del Estado en su propósito por suscitar en los ciudadanos el compromiso con su defensa y protección. Desde luego, el ideal republicano luce como el más próximo al lenguaje de la virtud política, ya que enfatiza en los deberes públicos y las libertades positivas. No obstante, patriotismo y republicanismo no forman un binomio que se explique a sí mismo.

Contra la idea restrictiva del republicanismo patriótico que pone el énfasis en los valores políticos de la ciudadanía, es necesario subrayar que el patriotismo como pasión política, puede tener una dimensión cultural, puede estar basado en el derecho al suelo y puede tener como fundamento una comunidad histórica o una historia común. Como lo han señalado acertadamente Isaiah Berlin, Todorov y Jeff Mcmaham, el patriota tiene como rasgo central el hecho de que profesa una ''parcialidad especial'' que da cuenta de lapreferencia que se da a lo nuestro en detrimento de los otros. Ahora bien, aceptar la importancia de las tradiciones nacionales no implica, necesariamente, que los sentimientos patrióticos y nacionalistas tengan que derivar en chauvinismo, etnocentrismo o intolerancia racial. El patriotismo puede adquirir la forma de un ''relativismo temperado'', en tanto el patriota puede preferir los valores nacionales sin apelar a valores absolutos (McMaham, 2003: 160).

 

3. Pro patria mori. La relación entre patriotismo, guerra y sangre derramada

Reinhart Koselleck ha señalado que aunque el concepto de patriotismo es moderno, el motivo es antiguo y cristiano a la vez.4 Según este autor, la motivación antigua de morir por la patria se vio reforzada por la idea cristina de morir por el reino de los cielos (Koselleck, 2012: 151). La conjunción de ambas fue plasmada y ritualizada en nuestra modernidad con la expresión morir en nombre de la sagrada patria, en el culto politizado de los muertos y en el reconocimiento de la grandeza de un pasado heroico. Con todo, la muerte y la sangre –ya no como vínculo de afinidad biológica sino como la sangre derrama en nombre de la patria– se usan para robustecer los elementos de comunidad e identidad nacional. En su análisis sobre los límites de la comunidad Helmuth Plessner es enfático en señalar que ''ninguna comunidad existe sin un vínculo de sangre entre sus miembros''. Este vínculo puede encontrarse tanto en la afinidad biológica y la descendencia común de tipo natural, como en la concordia espiritual que explica la disposición de los miembros de la comunidad a sacrificarse por los demás (Plessner, 2012: 65).

En la retórica patriótica y en la imaginería nacionalista, la muerte y la sangre derramada adquieren un valor afectivo esencial, capaz de producir esa concordia misteriosa y ese sentimiento de comunión que logra trascender tanto los vínculos de descendencia común de tipo natural –la pertenencia a la terra patrum y la igualdad biológica– como los vínculos políticos de tipo convencional e impersonal– la lealtad a una constitución. Como pasión política, el patriotismo expresa un sentimiento de amor desinteresado y generoso que hace realidad el lema de Horacio: Dulce et decorum est pro patri mori–morir por la patria es dulce y honorable–. La disposición de morir por la patria es, en ese sentido, la prueba legitimadora del auténtico patriotismo.

El análisis de la prehistoria del concepto moderno de patriotismo puede sintetizarse en el siguiente fragmento de Koselleck:

El hecho de que morir por la patria fuese dulce y honorable era para los ciudadanos de la Antigüedad algo evidente, a no ser que se aceptase el camino de la esclavitud o la sujeción a un poder extranjero, que castraba el autogobierno. Sin embargo, el verso de Horacio, que no falta en casi ninguna inscripción, octavilla, tratado o sermón de patriotas modernos, no habla sólo de morir por el Estado o por un país, por la patria, habla asimismo de la constitución justa, de la auténtica república [...] con pretensiones morales [...] Algo procedente de la Antigüedad republicana reapareció, algo que con la Revolución francesa pasó a formar parte del núcleo del patriotismo: el culto politizado, patriótico de los muertos. Este nuevo culto de los muertos, que conmemora a cada ciudadano como soldado, se ha hecho desde entonces susceptible de ser representado en monumentos (Koselleck, 2012: 152).

La retórica patriótica construye una imaginería nacionalista en torno a la muerte y a la conmemoración y veneración del muerto y, de este modo, logra llevar la muerte de lo mundano, contingente y finito, al ámbito de lo eterno –nosotros somos contingentes y mortales, la patria es eterna–. Los ritos de conmemoración buscan, justamente, ''romper el vínculo entre la duración de la vida y su pleno sentido'' (Tamir, 2003: 61-83). Lo que es una vida con pleno sentido, no sólo depende de la manera en que se vive y de su duración, sino del modo en que se encuentra la muerte. Esta tesis ha sido ampliamente desarrollada por Plessner, Koselleck, Anderson y Yael Tamir, cuando revelan la relación del patriotismo con la muerte y muestran que el hecho de que morir por la patria, que de ordinario nadie escoge, supone una grandeza moral que no tiene comparación. Esta es justamente la conclusión a la que llega Koselleck: ''en el mundo occidental, si es que no ha sido en todo el mundo, se ha reforzado una tendencia a proponer la muerte ya no sólo como una cuestión, sino como una respuesta. No ya reclamando un sentido, sino fundándolo'' (Koselleck, 2011: 98).

Los monumentos nacionales, los actos y ritos de conmemoración, la poesía patriótica, la retórica de la sangre derramada, los calendarios republicanos, los himnos, banderas y escudos, hacen parte de un conjunto de instituciones, prácticas y tradiciones inventadas que buscan fomentar, justamente, ese apego de los ciudadanos con el Estado y sus instituciones. En la modernidad, ese conjunto de tradiciones, por específicas que puedan ser, tiene como emblema más imponente los monumentos a los héroes y a los caídos en la guerra y las tumbas de los soldados desconocidos. Éstas están vacías de restos mortales identificables, porque están destinadas a la promoción de un ideal de soldado, de un ideal patriótico y de un ideal moral. Las tumbas de los soldados desconocidos, están destinadas a rememorar a aquellos que se han convertido en buenos ciudadanos porque han realizado el acto del sacrificio último; han dado la vida por la patria.

En el lema pro patria mori coinciden la gloria del caído y la gloria del Estado. Pero también la ética patriótica y el héroe epónimo. Con la construcción de un epos patriótico, los Estados nacionales y los constructores de nación –literatos, historiadores y narradores–, buscan exhortar en sus seguidores una gran abnegación mediante lecciones extraídas del pasado y, en especial, mediante la narración de gestas y hazañas memorables de los héroes epónimos. Por medio del ethos patriótico buscan, además, transmitir e inspirar a los vivos exaltando las virtudes de los antepasados, para persuadirlos de emular su ejemplo. Como saber práctico, el ethos y el epos patriótico no sólo describen las acciones nobles de los antepasados y las hazañas de un pasado heroico, sino que les otorgan un carácter normativo –celo a la santidad, el valor de la adversidad, la sabiduría, el dominio de sí y la abnegación heroica–.

En relación con la veneración a los caídos por la patria, el patriotismo aparece como la poética de la política en momentos de guerra. La guerra evoca sentimientos de temor, venganza y humillación, desata la importancia de una causa o de un conjunto de valores, pero también impulsa las virtudes del arrojo, la valentía, el coraje, y la solidaridad. Como carburante esencial de las ideologías nacionalistas, el patriotismo luce como la desembocadura de un largo pasado de glorias y hazañas, sacrificios y abnegaciones. Resaltar este último aspecto es importante, pues la mayoría de los movimientos nacionalistas y constructores de nación, ponen el énfasis en una retórica victimista que apela al sufrimiento, al despojo y a la humillación. Se trata de un ''patriotismo compasivo'' (Weil, 1996: 113), es decir, un patriotismo que recuerda que ''el sufrimiento en común une más que la alegría. En punto a recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos, pues imponen deberes, ordenan el esfuerzo en común'' (Renan, 1987: 83).

Patriota, buen ciudadano y ciudadano soldado o ciudadano armado, son las figuras que subyacen a la retórica del patriotismo. Patriotismo antiguo, republicanismo y patriotismo de la constitución, refieren a un vínculo emocional que adquiere forma a través de obligaciones morales, cívicas, políticas, religiosas y militares. Por su carácter afectivo, el patriotismo precisa del Estado en el fomento de un ethos patriótico y de la narración de un epos patriótico capaz de crear los fundamentos emocionales y espirituales que sirvan de justificación para que los individuos puedan arriesgar sus vidas por la defensa de la patria.

 

III. La imagen melancólica y trágica de la nación en Colombia5

En los análisis sobre la emergencia de las naciones hispanoamericanas en el siglo XIX se afirma, no con poca frecuencia, que se trata de modelos inéditos en la construcción de la nación. En el trasfondo de esta afirmación se presentan cuatro asuntos fundamentales: el primero se refiere a la antigüedad de los nuevos Estados americanos y a su papel en la promoción de modelos reales de lo que debería ser una comunidad política imaginada. La premisa es que las colonias americanas que se independizaron preceden, como naciones soberanas, a la mayoría de los países europeos. El segundo afirma que los nuevos Estados americanos apelan a la soberanía de la nación y a la voluntad de sus habitantes para fundar su existencia como una comunidad de ciudadanos. En su autodefinición, todos los Estados americanos, con excepción de Brasil, se definieron como naciones y, a la vez, como repúblicas (Guerra, 2003: 8 y Köning,2005: 16-17). En tercer lugar, las naciones hispanoamericanas no se representaron en principios de homogeneidad etnocultural, sino en procesos de desintegración y ruptura con las antiguas metrópolis (Quijada, 2003: 287). En relación con este asunto se anota que la génesis de las nuevas naciones hispanoamericanas se encuentra relacionada con procesos de cambio y no con procesos de continuidad, regeneración y actualización histórico-cultural (Köning, 1994: 46). Finalmente, las nuevas naciones hispanoamericanas rompen la conexión necesaria entre las lenguas nacionales impresas, la conciencia nacional y el Estado nacional. Tanto en Brasil como en Estados Unidos y las colonias de España, la lengua no fue un elemento diferenciador respecto de las metrópolis. En palabras de François-Xavier Guerra, el problema de la América hispánica no es ''el de diversas nacionalidades que van a llegar a formar un Estado, sino el [...] de construir ''naciones'' separadas a partir de una misma ''nacionalidad'' hispánica'' (Guerra, 2003: 187).

En relación con estos asuntos se puede afirmar, entonces, que la mayoría de los estudiosos de la naciones hispanoamericanas han puesto el énfasis en la identidad política y no en el estudio de las nacionalidades desde una perspectiva etnocultural (Guerra, 2003: 186). La preferencia por el enfoque de las identidades políticas, por sobre el esquema de las nacionalidades culturales y étnicas, se explica básicamente por tres razones: porque antes de las revoluciones de Independencia no existió un movimiento que pudiera denominarse propiamente como movimiento nacionalista; porque aunque la América hispánica exhibía un amplio mosaico de grupos étnicos, lingüísticos y culturales, imbricados y superpuestos entre sí, ninguna de las nuevas naciones pretendió identificarse con ellos y, finalmente, porque los fundadores de los nuevos Estados –los patriotas criollos– compartían con sus adversarios –los peninsulares– el mismo origen ibérico, la misma lengua, la misma cultura, la misma religión y las mismas referencias políticas y administrativas.

El generalizado republicanismo de las colonias americanas que se independizaron, permite afirmar que la idea de nación emergente en la época fue la de la nación de ciudadanos, en el sentido presentado aquí. La nación querida o nación de ciudadanos se concibió en función de los referentes modernos del Estado –la soberanía, los derechos, las libertades políticas y la ciudadanía–, y el relato de identidad colectiva fue el republicanismo en sus diversas versiones –de los derechos, de la virtud y de la tradición–. La preeminencia del rostro político, más que cultural, explica que la identidad prevista para los sujetos sociales fuera la de ciudadanos virtuosos, ilustrados y civilizados, en cuyo conjunto descansaba la soberanía. La nación aparecía en escena de la mano de la república y su suerte se hacía depender de triunfos militares (Uribe, 2001: 12-13).

Que la nación aparezca de la mano de la república quiere decir que la nación se imaginó y se inventó, primariamente, como una nación querida por los ciudadanos, es decir, como una nación cívica hipotéticamente conformada por individuos libres e iguales, despojados de sus particularidades culturales, étnicas y raciales, que pactan sus derechos y libertades en la escena pública. Esto denota, además, que la nación se representó a través del Estado y de sus instituciones legales, y que fue pensada desde una suerte de patriotismo que pretendía fundir, en un mismo espíritu, el amor político y la lealtad hacia la totalidad del territorio y sus instituciones, con el apego a vínculos psicológicos de parentesco ancestral. Finalmente, esto quiere indicar, también, que si la nación es representada a través el Estado y es amalgamada con él, entonces las guerras por la institucionalidad pública subsumen a las guerras por la nación.

Este punto de partida obliga a repensar la historia de los nuevos Estados en Hispanoamérica a la luz del republicanismo.6 De acuerdo con José Antonio Aguilar, el entendimiento que las elites decimonónicas tenían de la república era eminentemente formal e institucional. La república era la antítesis de la Monarquía, en especial de la Monarquía española. Desde el punto de vista formal, los nacientes Estados tomaron el entramado político de la república liberal burguesa y, sobre todo, de la influencia del liberalismo gaditano: gobiernos electivos, separación de poderes, constituciones escritas, derechos individuales e igualdad jurídica. Esto ayuda a entender que la nación se haya concebido como la nación cívica; que la idea de ciudadanía emergente fuera la ciudadanía como status –la idea liberal de la ciudadanía– y que el relato predominante hubiese sido el patriotismo constitucional.

Ahora bien, el patriotismo de la constitución pone el énfasis, como se indicó atrás, en el elemento racional del consentimiento voluntario que los individuos dan a los principios políticos emanados de una Constitución. De este modo, se traduce en una adhesión a la ley y al sistema político que hace posible la libertad civil. Sin duda, la fe en la constitución fue una característica generalizada en el siglo XIX hispanoamericano. No obstante, la generación de esa afinidad real y de ese ''compañerismo profundo horizontal'' que subyace a la idea subjetiva de nación, requiere, además, de recursos simbólicos y emocionales capaces de generar la identidad con unas referencias colectivas proyectadas por la imaginación hacia el pasado hacia el pasado (Cfr., Colom, 2005: 45).

En sus estudios pioneros sobre la construcción de la nación en la Gran Colombia, María Teresa Uribe ha señalado que el énfasis en esa identidad ciudadana, más política que cultural, resultaba demasiado abstracta e impersonal para generar lealtades profundas y sentidos de pertenencia nacional, pues la sociedad no estaba formada por individuos autónomos y, en lugar de un pueblo soberano, predominaban territorios, vecindarios, localidades, corporaciones y provincias que eran irreductibles a la unidad y al discurso integrador y abstracto de la nación. El patriotismo de la constitución requería de discursos densos y capaces de insuflar la identidad nacional con el demos. En otras palabras, era necesario acudir a referentes de identidad que fueran cercanos y familiares en el terreno emocional, y viables en el terreno político. La imaginería patriótica y las palabras de la guerra cumplieron esa función: modificaron los referentes políticos del patriotismo cívico, trastocaron las intenciones pacifistas y le imprimieron al ideal de la nación un componente bélico que pervivió a lo largo de todo el siglo XIX (Cfr., Uribe, 2011: 160 y ss).

Siguiendo la estela de esta idea, la tesis que orienta este apartado final señala que ante la inexistencia de identidades culturales prexistentes que pudieran vaciarse en los marcos abstractos proveídos por las nociones de ciudadanía, república y nación, y ante la imperiosa necesidad de crear una identidad política que rompiera con un pasado asociado al régimen de la colonia, la intelectualidad neogranadina encontró en la vía de los derechos violados y usurpados, la posibilidad de construir una historia con sentido, un pasado glorioso y un imagen auténtica de la nación. La patria fue entendida como el resultado de una vindicación, de un acto supremo de justicia, y la guerra se convirtió en el modelo mismo de inteligibilidad histórica y en la ocasión para inventar héroes y mártires en función de una representación colectiva y un ideal nacional.

En Colombia los lenguajes políticos del republicanismo, el liberalismo y el conservadurismo vinieron de la mano de guerras, estuvieron imbricados con ellas y les prestaron a éstas sus vocabularios y referentes analíticos, configurando una retórica particular que contribuyó a instalar, en los tiempos de la larga duración, una imagen combativa y trágica de la nación colombiana (Uribe y López, 2006 y 2008). Como es imposible presentar aquí todos los elementos que dan forma al mapa retórico utilizado por los protagonistas de esos eventos bélicos, baste decir, siguiendo el trabajo pionero de María Teresa Uribe (Uribe, 2011: 147-183) que el republicanismo patriótico de la independencia dio forma a tres relatos fundacionales que fueron hegemónicos a lo largo de todo el siglo XIX: el relato de la gran usurpación, sobre el cual se erigió el ius solis –el derecho al suelo– de una tierra natal auténtica y se justificó la ruptura con la metrópoli; el relato de la exclusión y de los agravios, que permitió la constitución de un punto de convergencia identitario entre los nuevos ciudadanos; y por último, el relato de la sangre derramada, que transformó el territorio, el suelo y el espacio geográfico en el hogar patriótico de los ciudadanos armados. Son, justamente, las narraciones sobre la sangre derramada, ''por el pueblo de la Gran Colombia'', las que logran ''resignificar la noción de territorio y hacer de ''los pueblos'' un solo pueblo'' (Uribe, 2011: 170).

Estos relatos cumplieron la función de dotar de genealogía a la nación, dar profundidad histórica al sentimiento patriótico, rememorar un pasado heroico lleno de sacrificios y hazañas y suministrar la energía épica para enfrentar los desafíos del futuro. En otras palabras, estos relatos cumplieron una función mimética7, una emotiva y una política. Sustituyeron otras imágenes posibles de la nación, llenaron el vacío de una comunidad de origen –de sangre, raza y lengua– y trazaron los contornos de una tierra natal auténtica y separada de España. Ese patriotismo compasivo y trágico, que subyace a los relatos de la usurpación, los agravios y la sangre derramada, se convirtió en el gran principio unificador y aglutinador de un universo heterogéneo. Al decir de María Teresa Uribe:

Todos parecían haber sido víctimas: ellos, sus antepasados y lo continuarían siendo sus hijos si no se sacudían de la dominación hispánica. Este era quizá el único punto de convergencia con el cual todos los sujetos se podían identificar y encontrar un referente común. La condición de ofendidos, humillados y vilipendiados, es decir, el victimismo se ponía por encima de las múltiples heterogeneidades sociales y contribuía eficazmente a crear una urdimbre identitaria [...] Mas el relato de los agravios cumplía también con otro requisito importante para la configuración del demos: era la trama poética para inducir el amor a la patria, el resentimiento contra quienes la vejan y la oprimen, la voluntad de otorgar la vida por ella y de tomar las armas para defenderla. Es decir, se abría el espacio al patriotismo. Los relatos de la gran usurpación y los agravios sustituyeron cualquier otra narración identitaria, llenaron el vacío de una comunidad de origen y resolvieron la pregunta sobre quiénes somos de una manera problemática, pero convocante: somos las víctimas (Uribe, 2011:169).

En espera de que la nación exista como una comunidad política que pueda encarnarse en formas objetivadas –la escuela pública, el ejército, el Museo Nacional, el Archivo Nacional, la Codificación Nacional, el Banco Nacional y la Universidad Nacional–, a las elites y publicistas les correspondió construir y evocar la imagen de esa comunión. Las estrategias y prácticas utilizadas fueron variadas: unificación y estandarización de la lengua, conmemoración de las victorias patrióticas, creación de un calendario cívico y la configuración de un panteón de próceres, entre otras. Los géneros discursivos que acompañaron esas prácticas fueron retóricos, poéticos y narrativos: pronunciamientos y actas de guerra, propaganda y poética patriótica, memorias y relatos, periódicos y literatura de viaje. Al lado de éstos están los catecismos de instrucción cívica y los manuales de pedagogía política, cuyo propósito explícito es formar ciudadanos genuinamente comprometidos con la defensa de la patria y de las instituciones republicanas, o formar fieles genuinos comprometidos con la fe y la iglesia. Esas ''obritas'' –como las denomina Alba Patricia Cardona– o esos ''los libros de la patria'' –como los nombra Antonio Annino–, son destinados a los procesos de educación y aculturación cívica.8 Pero sobre todo, cumplen la función de sustituir el carácter de invención del concepto cívico de la nación –como comunidad territorializada y políticamente institucionalizada–, por una imagen de patria como algo inmanente, singular, autoafirmativo y receptáculo de todas las lealtades.

El catecismo republicano de Cerbeleón Pinzón, publicado en el año de 1864 por encargo del Presidente liberal Manuel Murillo Toro, inaugura una retórica patriótica –la liberal republicana–, que sin abandonar el patriotismo emancipador de la época de la independencia, pone el énfasis en los derechos y el ejercicio ciudadano. Este catecismo, como los otros de su clase, tiene la tarea de educar en el patriotismo y proporcionar los exempla virtutis –modelos de nobleza y virtud– para la emulación y la exhortación.9 Esta obra en particular, se hace con el fin de insuflar de coraje patriótico a los Estudiantes de las Escuelas de la Guardia Colombiana, destinatarios primeros de dicho texto.

Al tratar de esta materia he hecho de las instituciones políticas parte de la patria, pues que propiamente no puede llamarse patria un país que carezca de un gobierno regular, o en que los habitantes estén sometidos a un duro y contumelioso yugo. El salvaje y el esclavo habitan un territorio, pero no tienen patria. No puede darse ciertamente este dulce nombre al país en que se nace, si en él no se reconocen la dignidad y los derechos del hombre. Es por esto que las instituciones políticas que garantizan esos derechos deben considerarse como parte de la patria, y tal vez la principal. Hace mucho tiempo que se dijo: ubi libertas, ibi patria (Pinzón, 1864: pieza 19).

Para probar la rectitud del bando rebelde, en el año de 1840, durante la Guerra de los Supremos (1839-1842), Juan José Reyes Patria, Supremo rebelde de la Provincia de Tunja, convocaba así a sus conciudadanos:

Los manes ilustres de los próceres de nuestra independencia, que rindieron su último aliento en los campos de Gámeza, Vargas y Boyacá,responde por vosotros, ellos os contemplan desde su mansión celestial. Llenos de contento y júbilo al veros armados en defensa de la verdadera causa cuya santidad y justicia sellaron con su noble sangre [...] Del seno de vuestras familias ha salido el mayor número de redentores de las libertades patrias, ¿cambiareis los merecidos y hermosos títulos de patriotas y hombres libres por las infames marcas de abyectos esclavos? (Patria, 1840).

Salvador Córdoba, Supremo de Antioquia, convoca en la misma época a los antioqueños de la siguiente manera:

Veteranos de la independencia y la libertad, con el estandarte de la constitución en una mano, tomo en la otra la espada que contribuyó a sostener la nombradía de Colombia y os convido al restablecimiento del honor y las virtudes sociales. El tormento de la incertidumbre, el deseo de no mancillar una reputación bien adquirida me han detenido para lanzarme en el turbillón político cuyo término es difícil presumir (Córdoba, 1840: Pieza No. 89).

El canto espartano ''''somos lo que vosotros fuisteis: seremos lo que vosotros sois'' es, en su simplicidad, el himno compendiado de toda patria'' (Renan, 1987: 83). Cerbeleón Pinzón, abre el capítulo VII de su catecismo con la siguiente exhortación:

No es propio para la guerra el que no puede con serenos ojos mirar como corre la sangre, y no arde en deseos de acercarse al enemigo. Las virtudes guerreras reciben la corona más brillante, la que hace ilustres a los héroes. Útil verdaderamente es a su país el mancebo que se adelanta con orgullo a la primera fila, permanece en ella sin pasmarse, destierra de sí la fuga vergonzosa, se precipita delante de los peligros [...] Pero si traspasado el escudo en mil partes, si cubierto el pecho de mil heridas cae el guerrero en campo de batalla; ¡que honor para su patria, para sus conciudadanos, para su madre! Jóvenes y ancianos todos le lloran, y llevase consigo el amor del pueblo entero. Su sepulcro, sus hijos hasta su posteridad más remota, se atraen el respeto de los hombres. ¡No, no muere el héroe que se sacrifica por la patria: es inmortal! (Pinzón, 1864: pieza 19).

Los fragmentos citados bien pueden cumplir con la función de una proclama patriótica que podría utilizarse, probablemente, en cualquier otra guerra para justificar el uso de las armas y como una manera de perpetuar el antiguo lema del pro patria mori. No obstante, la apelación explicita que Reyes Patria hace de sitios naturales e históricos como los campos Gámeza, el Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá; la remembranza que Salvador Córdoba hace de los próceres de la gesta de la independencia y la exhortación a los ejemplos de virtud guerrera en el texto de Cerbeleón Pinzón, transforma estos ordinarios y circunstanciales documentos, en artefactos culturales esenciales al momento de trazar los contornos de una tierra natal auténtica. Es decir, las proclamas de guerra y los catecismos republicanos, pueden engrosar, sin duda alguna, esos mapas cognoscitivos mediante los cuales se conforma la patria.

Los ejemplos podrían multiplicarse y, sobre todo, podrían ser más precisos si nos detuviéramos en los textos de la llamada historia nacional, cuya tarea es proponer la trama de una historia única, en el entendido de que son los historiadores los que crean las naciones y que es su vocación homogeneizadora la que logra incluir y excluir segmentos del pasado para construir una síntesis con sentido y una conciencia de sí.10 La narración científica de los acontecimientos del pasado resulta determinante en la autoafirmación de la identidad colectiva y la singularización de la nación. No obstante, para el caso Colombiano, también resultan imprescindibles aquellos textos de acento más retórico, poético y memorial, esto es, aquellos relatos heterogéneos que invitan a trascender el análisis homogéneo de los ''relatos nacionales'' y ocuparse del examen de las redes verticales y horizontales entre agentes, localidades, pueblos y vecindarios.

Este es, justamente, el llamado que subyace a los trabajos de Germán Colmenares, Hans König, María Teresa Uribe y Fernán González cuando señalan que Colombia es un país ''marcado por el localismo'' y por ''la coexistencia de varios pueblos históricos,'' y que son las memorias, los relatos y las narraciones las que otorgan el carácter nacional y suplen la inexistencia de una forma de integración nacional y la ausencia de un único pueblo histórico (Uribe, 2001: 83). Ya desde el año de 1986, German Colmenares había llamado la atención sobre la necesidad de reflexionar críticamente sobre la variedad de las formas narrativas y su papel en el establecimiento de principios de diferenciación e individualización política. Este autor se lamenta de que ''en todo análisis historiográfico la preocupación por el contenido desdeña la forma y por eso no se percibe la familiaridad del relato histórico con todas las formas ilusorias mediante las cuales el siglo XIX se complacía en crear un efecto de realidad'' (Colmenares, 2008: 27).

Los asuntos señalados aquí son complejos y requieren de un amplio desarrollo. Para los fines de este texto basta señalar que al lado de los textos de historia nacional y ''los libros de la patria'', se tendrían que estudiar los relatos, memorias, discursos y proclamas de las guerras civiles, porque ellos constituyen, sin duda alguna, formas narrativas que cumplen una función configuradora y de representación de la realidad, que resultan esenciales en el proceso de construcción de la idea subjetiva de nación. En otras palabras, estas formas narrativas desempeñan muy bien la función de generar procesos de reinterpretación y reactualización de un pasado significativo, autóctono y preferiblemente glorioso.

Las guerras civiles del siglo XIX fueron narradas por protagonistas y testigos que ocuparon el primer plano de la escena nacional, pero también por actores que desplegaron su accionar en escenarios regionales o locales.11 Estos textos tienen una clara intencionalidad retórica y poética, van dirigidos a convencer y a conmover, tanto a las gentes de su tiempo como a las generaciones futuras. Se trata de libros de memorias, diarios, relatos circunstanciales o apuntamientos que tuvieron lugar en coyunturas muy diversas y en casi todas las regiones del país. Estas narraciones son textos de parte y de partido donde la objetividad y la precisión historiográfica prácticamente no existen. Se trata, más bien, de relatos efectistas con una clara intención política e ideológica. Son relatos salpicados con argumentaciones retóricas sobre las razones políticas y morales para justificar el uso de las armas, mezcladas con exaltaciones patrióticas y emocionales (Cfr., Uribe y López, 2006: 21-24).

Por tratarse de relatos sesgados y parcializados, los héroes y los villanos cambiaban de acuerdo con la adscripción partidista del narrador. En este sentido, esos relatos contribuyeron a la creación de un imaginario nacional dual, escindido y bélico de la nación y dieron argumentos para dos tesis de muy buen recibo en los acercamientos contemporáneos sobre la historia del siglo XIX colombiano: aquella que señala que en Colombia no ha habido ''una comunidad imaginada de compatriotas sino dos comunidades de copartidarios, que se contraponen entre sí'' (González, 2006: 68), y aquella otra que afirma que la pertenencia a la nación se logró mediante la figura del partido y que fue éste el vehículo más importante para que los agentes sociales se sintieran coparticipes de una entidad mayor que sólo existía en el espacio de la legalidad. En Colombia, ''el partido, representado en la persona del intermediario local, fue quizá el único referente nacional que trascendió la esfera de la parroquia, de tal manera que la comunidad imaginada se imbricaba con el partido y se confundía con él'' (Uribe, 2001: 254).

Sea como fuere, la apelación a la salud y defensa de la patria –sobre todo a la patria chica de pueblos, localidades y provincias– fue un argumento expuesto por los narradores de todos los partidos y por los protagonistas en todas las guerras civiles. Patria y república devienen una misma y única representación. La patria es el resultado de una vindicación, de un acto supremo de justicia, de una guerra magna y justa que regó el territorio con la sangre de héroes e hizo posible que se instaurase la república. La poética y la retórica patriótica ''representan la concreción de un sistema político, el referente de un territorio propio y diferenciado de otros; el lugar de residencia de los ciudadanos y sus ancestros; el ámbito de la comunidad política y el espacio de ejercicio de la ley y la libertad'' (Uribe, 2011: 171). Es decir, la república se representa en la patria, ésta representa a la nación y la nación se asume como un sujeto de devoción, veneración, protección y defensa.

Lo anterior explica que el ideal patriótico y las nociones de ciudadanía y nación que subyacen al lenguaje republicano no correspondieran a un único imaginario. En la Colombia del siglo XIX este ideal se desplegó con varios rostros y en diferentes períodos: el republicanismo patriótico de la emancipación, el republicanismo de los derechos y la tradición, y el republicanismo hispano-católico. Estos ideales, perfilaron diversas nociones de ciudadanía: la ciudadanía como estatus, la ciudadanía como pertenencia a una comunidad de origen y la ciudadanía sacra. Estas tres figuras de la ciudadanía se mezclan de manera particular con el ciudadano armado, ese sujeto que gracias a la resonancia afectiva y simbólica que tiene el amor por el suelo y el legado heroico de los héroes de la independencia, cumple la función de salvar la nación y restablecer en ella la entidad sagrada de la legalidad.

La imagen del ciudadano en armas y su identidad construida en los marcos del relato trágico de la usurpación, los agravios y la sangre derramada, trasmuta y reaparece en las narrativas y relatos de cada una de las guerras civiles del siglo XIX. La historia de la génesis de la nación y de sus héroes fundadores se reactualiza y regenera, los enemigos cambian, y las razones y motivaciones de la guerra también, pero el relato de un patriotismo compasivo y la visión trágica de la nación se mantiene. Al no tratarse de textos que buscan una simple descripción y sucesión de los hechos o de un calco del mundo real, los relatos y narraciones bélicas se mueven en una triple temporalidad, produciendo una suerte de vínculo con situaciones conflictivas sucedidas en épocas y espacios pasados. La trama sería en sí misma la invención de un orden y, en este sentido, se libra de las determinaciones temporales.

La función emotiva de los relatos tiene que ver con el hecho de que las guerras civiles fueron acontecimientos trágicos mediados discursivamente por una intencionalidad expresiva. Se trataba de conmover a los públicos con las desdichas inmerecidas, los sufrimientos, los conflictos morales y las elecciones radicales a las que estaban sometidos, inexorablemente, los protagonistas de las acciones bélicas. En las narraciones de las guerras civiles, las poéticas acompañaron a las retóricas en su papel por mostrar los argumentos morales y políticos que hacía de ellas eventos necesarios e inevitables. Estos relatos apuntaron hacia una representación que siguió, con singular precisión, algunos de los elementos constitutivos del género dramático, en la cual la construcción de la trama se va configurando de acuerdo con un fin preestablecido al que se subordinan personajes y acontecimientos. El propósito de esta dramaturgia es la agnición, que consiste, según Ricoeur, en conducir una historia hasta el final para develar un secreto, algo que estaba oculto y que, al salir a la luz, le otorga sentido al conjunto de la historia. En los relatos bélicos del siglo XIX colombiano se alude a una variedad de asuntos por develar como una verdad o una supuesta verdad oscurecida, una conspiración en marcha, la intención ilícita de alguien por hacerse con el poder, los propósitos secretos de gobernantes o rebeldes, las verdaderas intenciones de rebeldes o miembros del gobierno, la culpabilidad por un crimen cometido y el advenimiento de una catástrofe nacional.12 En cualquier caso, el propósito es causar terror o compasión, justificar la acción propia, criminalizar la ajena y convencer al público de la necesidad política de empuñar las armas.

El lenguaje republicano y patriótico utilizado por la intelectualidad neogranadina es un lenguaje que hace permanentes llamados a la guerra, a partir de la construcción narrativa de cierto ''entusiasmo patriótico" y de la evocación primordial de ese ''orgullo nacional'' que le recuerda, a los ciudadanos en armas, ''que éste [es] el suelo predilecto de la libertad'' y ''la cuna de los héroes de la independencia'' (Melgarejo, 1841). La retórica que acompañó esos sucesos se ocupó, fundamentalmente, de argumentar que las guerras eran justas porque pretendían precaver o vengar injurias recibidas y reclamar derechos usurpados. El mosaico de razones fue variado: la restauración del orden vulnerado, la salud de la patria y la lucha contra un gobierno tiránico que rompía el pacto, trasgredía la constitución y desconocía los principios republicanos. Estas razones, entre otras, dan forma a las representaciones dominantes de una nación que sólo era imaginable en la trama común de los atropellos y las vejaciones.

Hasta finales de la década de 1860, patria, nación y república se entienden como sinónimos. Los relatos patrióticos se centran en las hazañas de héroes y en sus acciones bélicas. Sólo hacia finales del siglo XIX, cuando resuena la tesis de Núñez de ''república unitaria, regeneración o catástrofe'', aparece la preocupación específica por crear una unidad política en un espacio unificado y con una identidad cultural homogénea.

Al concluir la década de 1860 el ciclo de reformas liberales había terminado, la herencia institucional y política de la colonia estaba desmantelada y la libertad política era un hecho. Sin embargo, la retórica vanguardista y liberadora que había caracterizado a las reformas liberales del medio siglo contrastaba con la debilidad institucional del Estado, la fragmentación de los centros de poder, la ausencia de un proyecto nacional de codificación legislativa y la escasez de referentes capaces de despertar lealtades comunes y solidaridades nacionales. Es por ello que en los tres últimos decenios del siglo XIX, se presenta un acuerdo implícito entre los dirigentes políticos liberales independientes, los regeneracionistas y los conservadores sobre la necesidad de construir el Estado central y homogenizar la nación. Este período de ruptura y cambio está marcado por la presencia de dos guerras civiles que ponen como asunto cardinal de su casus belli la construcción cultural y política de la nación: la guerra civil de 1875 o guerra de las escuelas y la guerra civil de 1885. Convenimos con Marco Palacios en que esas dos guerras pueden denominarse como ''las guerras por el alma de la nación'' (Palacios, 2007: 51).

El objetivo de fortalecer la autoridad del Estado central, de crear una república unitaria y de emprender un proceso de integración y homogenización social y cultural, que resolviera los problemas de fragmentación arrojados por los excesos del federalismo, es común a las élites de los dos partidos. En ese contexto emerge una retórica nacionalista y patriótica en dos versiones: un nacionalismo de corte liberal, con una tendencia centralista en los temas de codificación legislativa y con un fuerte énfasis en la instrucción pública laica; y un nacionalismo de identidad cultural y de tendencia conservadora, cuya tarea central es crear el mapa normativo de la Regeneración, recuperar el poder social de la iglesia como institución cohesionadora por excelencia, establecer una autoridad estatal fuerte, centralizada y sólida, y rescatar los valores hispano-católicos en tanto que visiones comprensivas del bien común (Cfr., Martínez, 2001: 433-465).

En esta época coinciden tres procesos de suma importancia para el país: la desaparición del proyecto liberal, el auge de la hegemonía conservadora, con sus premisas antiliberales y autoritarias, y la aparición del gobierno de los gramáticos y filólogos (Miguel Antonio Caro y sus amigos). La tarea de unificar el Estado y homogenizar la nación se hizo acompañar de la pretensión de universalizar la educación y defender la estandarización y uniformidad del uso correcto del idioma heredado (Deas, 2006: 43). No puede olvidarse aquí la tesis de Benedict Anderson según la cual el siglo XIX fue la edad de oro de los lexicógrafos, gramáticos, filósofos y letrados vernaculizantes en su papel por construir la comunidad imaginada (Anderson, 1993: 77).

Salvador Camacho Roldán, en su discurso pronunciado en la Universidad Nacional en 1882, ofrece la siguiente síntesis de la manera como en el siglo XIX se trazaron los contornos de la tierra natal:

La nacionalidad verdadera exige ser sentida, amada y ensalzada sobre todos los intereses individuales: necesita lealtad, abnegación y ausencia de ambiciones mezquinas. Pide la tradición de la historia, la consagración de la libertad, el buril de las artes [y reclama] el legítimo orgullo de las dificultades vencidas. Cuando sobre los cimientos de nuestra independencia costosamente conquistada y de nuestras libres instituciones políticas compradas a precio de dolores y lágrimas, hayamos dado actividad [...] a nuestra organización industrial [y] a nuestra evolución intelectual, educando a las masas populares y por la organización de milicias nacionales, vivificadas con los átomos de Ricaurte, perfeccionando nuestras fuerzas defensivas, entonces puede el porvenir someternos a las más duras pruebas; pero este suelo patrio de nuestros padres, será siempre la libre patria de nuestros hijos, mientras a través de él la angosta garganta de Panamá junte sus brisas mares que bañan continentes remotos (Roldán, 1983: 243-244).

Se ha dicho aquí que la nación tiene cuatro atributos: una dimensión polémica y polisémica, un rostro político, una genealogía moderna y una dimensión artificial. Se ha presentado de manera general, la distinción entre las nociones de patria, república y nación, indicando que el concepto de nación expresa, en lo fundamental, una nueva forma secular de integración política, y el patriotismo una pasión política que denota tanto la autohabilitación del ciudadano para participar activamente en los asuntos públicos, como la exigencia de tomar partido –aun con las armas– por el régimen republicano. Como premisa para el análisis se asumió de un lado, que el componente central de la construcción de la nación es su dimensión narrativa, y que como artefacto cultural ésta cumple la función de crear una representación del pasado y una idea de futuro deseado e imaginado. Por otro lado, se suscribió la idea de que la construcción de esa comunidad política inventada e imaginada que es la nación, trasciende los rasgos objetivos y acentúa los rasgos históricos y emocionales.

En el apartado final del texto se señaló que en el siglo XIX colombiano la patria fue entendida como el resultado de una vindicación y la guerra se convirtió en el modelo mismo de inteligibilidad histórica. También se mostró que los relatos trágicos de la usurpación, los agravios y la sangre derramada cumplieron la función de dotar de genealogía a la nación, dar profundidad histórica al sentimiento patriótico, rememorar un pasado heroico lleno de sacrificios y hazañas y suministrar la energía épica para enfrentar los desafíos del futuro. El pro patria mori procedente del republicanismo de los antiguos, pasó a formar parte del núcleo del patriotismo en sus rostros emancipatorio, constitucional y republicano. El culto patriótico a los héroes de la independencia y la invención del ciudadano como soldado, dio forma a un patriotismo compasivo que glorificó las instituciones republicanas, porque fueron costosamente conquistadas, haciendo eco a la idea de Renan según la cual ''una nación es una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los que todavía se está dispuesto a hacer'' (Renan, 1987: 83)

 


* Este texto presenta resultados parciales de la investigación doctoral titulada Las guerras por la nación: memorias y relatos de la guerras civiles de 1876 y 1885 en Colombia y se inscribe en el grupo de investigación Estudios sobre política y lenguaje (cat. A en Colciencias) del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT.

1 Entre los trabajos más representativos están: Daniel Pécaut (2012 y 1999), Fernán González (2006), Luis Javier Ortiz (2010), Marco Palacios (2007 y 2004), Gonzalo Sánchez (2008 y 2003) y María Teresa Uribe de Hincapié (2001 y 2011), entre otros.

2 Los textos de estos padres fundadores son: Proyecto de constitución para Córcega y Consideraciones del gobierno de Polonia de Rousseau; Genio Nacional y medio ambiente de Johann Gottfried von Herder; Discursos a la nación Alemana de Johann Gottlieb Fichte; Nacionalidad de Lorc Acton; De la nacionalidad en sus relaciones con el gobierno representativo de John Stuart Mill; y la famosa conferencia ¿Qué es una nación?, pronunciada por Ernest Renan en la Sorbona en 1882.

3 Vertiente que descansa en la idea de que la nación es una invención relativamente reciente y, de cierta manera, arbitraria (Palti, 2002:89).

4 Ernst H. Kantorowicz ofrece un amplio análisis del concepto de patria entendido como cuerpo místico y político. De igual manera, presenta un estudio comparativo del pro patria mori en la Antigüedad Clásica y en la Alta Edad Media (1985: 244 y ss).

5 Se sigue aquí la lectura de Francisco Colom González sobre la naturaleza melancólica del nacionalismo Vasco. Se trata de un nacionalismo, según la interpretación que de la obra de Jon Juaristi ofrece Colom González, que se duele ''de la pérdida de una patria que nunca existió, con el fin de asegurar la predisposición al sacrificio de las sucesivas generaciones''. De acuerdo con el autor, los relatos de los nacionalistas vascos reproducen fielmente el arquetipo de rebelión, sacrificio y derrota (Colom, 2005: 53).

6 Esta ha sido, en parte, la intención de los trabajos de José Antonio Aguilar, Rafael Rojas y Mónica Quijada. La motivación surge del impulso que la historiografía de la denominada Escuela de Cambridge ha dado al rescate de la tradición republicana como una corriente intelectual distinta y opuesta al liberalismo. El referente fundamental de estos trabajos es la obra de J. Pocock (2008), y su intención es descentrar al liberalismo como ideología hegemónica, dominante y explicativa de todos los procesos políticos del siglo XIX hispanoamericano.

7 La funcionalidad mimética consiste en representar por medios verbales una realidad no verbal. El modo adoptado es, en este caso, el narrativo. En tanto que narración, la representación privilegia la acción humana porque ella es susceptible de evaluación ética y moral. Sólo desde esta perspectiva es posible hablar de virtudes o vicios, noblezas o bajezas, heroísmos o villanías. En calidad de relatos, el discurso bélico se elabora en atención a la composición de una trama. La característica particular de la trama es que logra articular en una historia, con sentido, una multitud de eventos y sucesos heterogéneos y dispersos. Sobre la mímesis y la construcción de la trama, véase: (Ricoeur: 1995: 98-102).

8 Antonio Annino (2008), Alba Patricia Cardona (2013) y Leonardo Tovar (2006) han mostrado con detalle la modalidad historiografía que condensan esas obritas y la contextualización enunciativa de las nociones de patria que a ellas subyace.

9 Sobre los exempla virtutis como instrumentos mellizos de exhortación y reinterpretación, ver: (Smith, 1998: 71-75).

10 Algunas de esas obras fueron elaboradas por José Manuel Restrepo, Joaquín Acosta, José Antonio de Plaza, José Manuel Groot y Gustavo Arboleda. El papel de ellas en la génesis de la nación colombiana ha sido estudiado por Colmenares (2008), Betancourt (2007) y Loaiza (2011), entre otros.

11 La lista de memorias y relatos de los protagonistas en las guerras civiles es larga. Algunas de ellas son: Apuntamientos para la historia de José María Obando; Ojeada sobre los primeros catorce meses de la administración del 7 de marzo de Mariano Ospina Rodríguez; Resumen de los acontecimientos que han tenido lugar en la República de Tomás Cipriano de Mosquera; Anales de la revolución de Don Felipe Pérez; Cómo se evapora un Ejército de Don Ángel Cuervo; De la revolución de 1876-1877 de Manuel Briceño; Recuerdos para la historia de Constancio Franco; Memorias histórico políticas de Joaquín Posada Gutiérrez y; Apuntamientos para la historia de José María Samper.

12 Sobre la aplicación de propuesta hermenéutica ricoeuriana al análisis de las memorias y relatos de las guerras civiles del siglo XIX colombiano, puede verse: (Uribe y López, 2006).


 

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