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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.11 no.21 Medellín jul./dic. 2014

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Nación e historia

La justificación e interpretación histórica de las naciones a finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX*

 

Nation and History. Historical Justification and Interpretation of Nations towards the End of the 19th Century and the First Half of the 20th Century

 

 

Rafael E. Acevedo P

Doctor en Historia, Universidad de los Andes- Colombia. Docente de tiempo completo e investigador del Programa de Historia de la Universidad de Cartagena. rafacep17@hotmail.com

 

Recibido: 6 de septiembre de 2014 | Aprobado: 23 de octubre de 2014

 


Resumen

El propósito de este texto es ofrecer una visión general de la relación entre nación e historia en los debates que se generaron por parte de los historiadores y otros intelectuales de las ciencias sociales a finales del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX. La reflexión central que se plantea consiste entonces en estudiar y mostrar cómo al mismo tiempo que las naciones modernas eran objeto de un proceso de redefinición política, en el escenario intelectual de las ciencias sociales, y en particular de los historiadores, fueron apareciendo también un conjunto de debates y obras que intentaban problematizar y someter a consideración las relaciones que pretendían establecerse entre la nación y la historia como un elemento que las justificaba.

Palabras clave

Nación, Historia, Política, Movimientos Nacionales, Ideología e Invención.


Abstract

The purpose of this text is to provide the reader with an overview of the relationship between nation and history in the debates that were generated by historians and other scholars in the field of social sciences in the late 19th and the first half of the 20th centuries. The main idea that is proposed here is to study and then show how modern nations were subject to a process of political redefinition in the intellectual landscape of the social sciences -and particularly of historians- while, at the same time, a set of debates and works was emerging, which was trying to question and place under scrutiny the relations that were sought to be established between nation and history as an element that justified them.

Key words

Nation, History, Politics, National Movements, Ideology and Invention.


 

 

Introducción

El propósito de este texto consiste en ofrecer al lector una visión general acerca de la relación entre nación e historia en los debates que se generaron por parte de los historiadores y otros intelectuales de las ciencias sociales a finales del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX. No se trata en ese sentido de un balance historiográfico, o un estado del arte, donde se anuncie todo lo que debería consultarse y referenciarse sobre esa problemática. Más bien, a partir del análisis de un conjunto de textos –publicados en distintos momentos– nos interesa presentar algunas de las interpretaciones que se fueron planteando en función de la pregunta por la nación, justo cuando en Europa occidental el tema tenía relevancia debido al proceso de transformación y los movimientos políticos que experimentaban las naciones. Se trata, siguiendo a Quentin Skinner, de acercarnos a los argumentos, los significados y el contexto donde se fue elaborando la reflexión, y donde la categoría de nación iba siendo asociada con la política, la ideología, la invención, la religión, la memoria y los aspectos simbólicos de una comunidad (Skinner, 2002: 86 y 87).

La reflexión central que se plantea consiste entonces en estudiar y mostrar cómo al mismo tiempo que las naciones modernas eran objeto de un proceso de redefinición política1, en el escenario intelectual de las ciencias sociales, y en particular de los historiadores, fueron apareciendo también un conjunto de debates y obras que problematizaban las relaciones entre nación e historia. Entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, las interpretaciones acerca del advenimiento de las naciones no se hicieron esperar y anunciarían diversas asociaciones de esa noción con el tema de las memorias, los recuerdos, los olvidos, las etnicidades, las ideologías, los mitos, los lenguajes, la política y la misma idea de tradiciones inventadas (Todorov, 2008: 109; Hobsbawm – Renger, 2002: 7-21).

Este tipo de interpretaciones eran el punto de partida de los argumentos que empezaban a introducir, en distintos períodos, autores como Ernest Renan, Lord Acton, J. Stalin, Otto Bauer, Hans Kohn, Federico Chabod, J. H. Carlton, Eric Hobsbawm, Elie Kedouire, Ernest Gellner, John Breuilly y Benedict Anderson. Ello, de una u otra manera, iba señalando la formación de una comunidad de académicos interesados por esos aspectos y la agenda de investigaciones sobre las naciones, agenda que se puede entender a partir de tres momentos.

En primer lugar, un momento que iba aproximadamente de 1860 a 1892, cuando los historiadores Lord Acton y Ernest Renan2 empezaron a cuestionar los criterios geográficos, raciales y lingüísticos que había propuesto a finales del siglo XVIII el filósofo J. G. Herder para definir el ''carácter de las naciones'' por su ''individualidad histórica''. En ese momento la discusión se planteaba en función de la construcción de una historia que intentaba interpretar y justificar algunos fenómenos modernos, como el equilibrio duradero alcanzado por algunas autonomías europeas: Francia, Inglaterra, Alemania y Rusia, aunque se estudiaban e introducían asimismo otros temas referentes a la emergencia de confederaciones en Estados Unidos y Suiza, así como las variadas formas de la sociedad humana expresadas en la China, Egipto o la antigua Babilonia.

La intención de aquellos historiadores, que vivieron e hicieron parte del mismo proceso de configuración de las naciones modernas en occidente, era ofrecer, en ese sentido, una explicación histórica o una respuesta a la pregunta trazada por la novedad del siglo XIX: ¿qué es una nación? Una pregunta que sería objeto de una reflexión más amplia y detenida durante la primera mitad del siglo XX.

Desde luego, Lord Acton y Ernest Renan no fueron los únicos interesados en estudiar la aparición de las naciones modernas. Entre 1890-1960, por ejemplo, la relación entre la novedad de la nación y su explicación a partir del tema de los usos del pasado en la historia, sería un problema que se plantearía el marxismo. Tanto J. Stalin como Otto Bauer discutirían, a través de la utilización de la historia y su asociación con la política y las ideologías, cuáles debían ser los fundamentos de la socialdemocracia –contraponiéndola al nacionalismo– a propósito del comunismo, del socialismo y del fortalecimiento y la posterior crisis de algunos imperios dinásticos europeos, tal como el austro-húngaro, el ruso y el alemán, que caracterizaron aquella época. En esta discusión, aunque ya no en función de las representaciones ideológicas de la nación, sino haciendo énfasis en la aparición y las transformaciones de las naciones en el tiempo, participarían también los historiadores Hans Kohn, Federico Chabod y J. H. Carlton3. De alguna u otra manera, se iba ampliando así la comunidad de académicos dedicados a la interpretación de esa problemática.

Sin embargo, ese intento inicial por tratar de definir a las naciones, desde el punto de vista de su novedad y en relación con las representaciones ideológicas de una sociedad, sería objeto de una profunda revisión por parte de algunos historiadores a mediados del siglo XX. Desde 1962, por ejemplo, se presentaría un tercer momento de reflexión acerca de la justificación de la nación por la historia. Un grupo de intelectuales (conformado por Eric Hobsbawm, Elie Kedouire, Ernest Gellner, John Breuilly, Benedict Anderson, entre otros) insistió en comprender el carácter imaginario y la invención de los criterios raciales, lingüísticos, étnicos, geográficos y políticos que intentaban definir la composición social y política de las naciones en el siglo XIX. En este análisis se incorporarían nuevos objetos de estudio como el capitalismo impreso, los lugares simbólicos de la memoria, la secularización de la religión y la participación de las clases educadas en la construcción de las naciones.

Todos esos momentos de reflexión anunciaban el ingreso y la participación de los historiadores en los debates acerca del sentido y los significados de la nación. Entender dichos debates, a partir de los argumentos presentados en los textos y siempre en relación con los contextos en que se publicaban, contextos que manifestaban el avance y el proceso de configuración de las mismas naciones, puede ser entonces de una utilidad importante y necesaria para mostrar la función de la historia –en tanto objeto de conocimiento– con relación a la novedad política de una sociedad. De allí que en este artículo tratemos de indagarnos por el lugar de la historia en las discusiones que iban emergiendo acerca de las naciones. En otras palabras, nos interesa comprender ¿cuál fue el papel de la historia frente a la pregunta qué es una nación, que se planteó a finales del siglo XIX y motivaría distintas discusiones en las ciencias sociales en el XX? Este tipo de preguntas se hace indispensable abordarlas en correspondencia con la producción académica, las situaciones y las interpretaciones de los autores, para lograr captar así los puntos de partida, los enfoques, los argumentos y las definiciones que se iban afirmando sobre una noción en construcción, una noción como la de nación que intentaba ser comprendida en relación con el pasado y presente de las comunidades políticas.

 

La nación y la política en el horizonte de la historia: las reflexiones de Ernest Renan y Lord Acton a finales del siglo XIX

Las reflexiones sobre la existencia de las naciones modernas, y más exactamente en cuanto a su justificación histórica en el siglo XIX, no estuvieron aisladas de la serie de transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales que se experimentaron en Europa, Oriente Medio y América desde finales del siglo XVIII hasta la Primera Guerra Mundial de 1914-1918. Aunque las discusiones acerca de la aparición de las naciones (definidas por sus conquistas militares, la autonomía y los límites geográficos que podían alcanzar frente a otras colectividades) no terminaron en este período, se puede considerar que la pregunta por la presencia de ellas y su relación con la historia, indudablemente, se hizo más evidente en esa etapa de innovaciones, en la que las guerras y las invasiones constantes contribuyeron a la construcción y aparición de sentimientos políticos que permitirían la movilización de las masas frente a las posibles conquistas imperiales en Europa occidental (Bayly, 2010: 226-228).

Entre 1780 y 1914, fue una constante la expropiación de tierras indígenas (en África, Asia Central, Siberia y Australasia) por parte de algunos reinos europeos: Francia, Gran Bretaña, Alemania y Rusia, lo cual motivó distintas reacciones expresadas en los intentos de unificación y lucha por la autonomía política (Bayly, 2010: XXV). La lucha de Grecia frente a la intervención del ejército Otomano durante los años de 1821-1830, se constituyó, según Eric Hobsbawm, en el punto de partida de los nacionalismos modernos que se empezarían a despertar y definir como movimientos políticos de masas. En Grecia, por ejemplo, la búsqueda de la ''autodeterminación'', esto es, su independencia política, motivó la participación tanto de las clases medias como del pueblo, en general, en su lucha frente al Imperio Otomano.

Desde luego, en el período transcurrido entre 1860 hasta 1918, las guerras nacionales aparecerían y se intensificarían. En Europa, América y Asia se presentaron diversos movimientos políticos en torno a la defensa de la nación, donde la conquista o el mantenimiento de la libertad constituían su principal fundamento (Smith, 1997: 7). La pérdida de las posesiones de Alsacia en Francia tras la derrota a manos de Prusia en 1871 y, en ese mismo año, la unificación y constitución del Imperio alemán en un Estado Nacional (que incluía al reino de Prusia). La unificación del Piamonte (en especial de Milán y Turín –que eran dos de las zonas más industrializadas–) en Italia, al igual que las batallas libradas por el Imperio Otomano contra Rusia y Austria en 1870. Y, las guerras entre Rusia y Turquía de 1877-1878, Servía y Bulgaria en 1885, de Grecia (para retirar a Greta) frente a los Turcos en 1897, de ingleses y holandeses en el sur del África desde 1899-1902, y la ruso japonesa de 1904-1905, serían algunos de los acontecimientos y disputas en medio de los que se iban fortaleciendo y creando sentimientos de unidad nacional, para preservar o conquistar las libertades de los Estados. Estos sentimientos surgían en un momento en el que se buscaba afirmar las identidades de las nuevas naciones: la ''rusificación'', la ''germanización'', el ''afrancesamiento'', la ''magiarización'', la ''norteamericanización'', la ''anglicanización'' y la ''turquificación'', por ejemplo, fueron algunos de esos sentimientos en construcción (Carlton, 1966: 123-152).

No obstante, la afirmación de esos sentimientos nacionales no resultaba ser un fenómeno ajeno a la época en que historiadores como Ernest Renan (1823-1892) y Lord Acton (1834-1902) empezaron a plantearse y dar respuesta a la pregunta: ¿Qué es una nación? Una inquietud que nacía en medio del contexto de formación de las nuevas naciones y de sus conflictos políticos en el siglo XIX, contexto el que, asimismo, surgía la necesidad de dotar de contenido, argumentar y explicar cuáles habían sido los vínculos políticos, culturales e históricos, que permitían la producción de la diferencia entre colectividades políticas que reclamaban el principio de ''autodeterminación''. Las naciones que se iban creando requerían justificarse y legitimarse para afirmar su independencia frente algunos imperios consolidados, tal como el Imperio Otomano, Alemán y Austro-Húngaro (Miller, 1997: 27). El aparecimiento de las comunidades políticas nacionales en primera instancia, por tanto, remitía al problema de la justificación de su presencia y configuración política.

Tanto Lord Acton como Ernest Renan empezaron entonces a preocuparse por las ''realidades nacionales'' europeas en la segunda mitad del siglo XIX. En sus textos no era para nada fortuito la inclusión de fenómenos contemporáneos en sus análisis. En una publicación temprana: ''La nacionalidad'' que apareció en The home and foreing review en 1862, por ejemplo, Acton retomaba el tema de la repartición de Polonia entre Rusia, Prusia y Austria a finales del siglo XVIII, para ilustrar que la fundación de las naciones se daba por la conquista de derechos como la libertad, aun cuando, para él, el nacionalismo no era necesariamente progresista y liberal, debido a que la libertad constituía una utopía, un falso principio que sólo quedaba registrado en el ''sueño de una sociedad ideal'' (Acton, 1986: 119-148).

A diferencia de J. G. Herder que le había asignado un papel central a la providencia, a las características del clima y la geografía, así como al desarrollo del lenguaje, la educación y las costumbres como elementos constitutivos del ''alma nacional'' (Herder, 1950: 51-53), Acton consideraba que ''los hombres tenían conciencia del elemento nacional de la revolución por sus conquistas, no por sus progresos'' (Acton, 1986: 130). De manera que consideraba que las naciones habían sido un acto político de conquista impulsado por el Estado, elemento éste que introducía no sólo haciendo mención del caso de Polonia sino también de las revoluciones en Europa en 1848, en las que se preparó el triunfo del poder austriaco en Italia, y el reconocimiento (por las potencias europeas) de los principios democráticos de unidad y nacionalidad en Francia.

La importancia del trabajo de Acton radicaba en mostrar los nuevos mecanismos políticos, como el patriotismo y la acción del Estado, que permitían movilizar a las poblaciones, en la conquista de la independencia que legitimaría la existencia de las naciones. Acton consideraba que la nación era un ''ser moral y político'', esto es, una fuente de derechos en la que se debía preservar la libertad humana, no la creación de una unidad geográfica y física –en respuesta a Herder–. De allí que, para este historiador británico, la nacionalidad no podía entenderse como un elemento aislado de la acción estatal. El Estado, por el contrario, como órgano que intentaba fundar, legitimar y proteger un orden político, producía nacionalidades para autoconservar las libertades que garantizaban la presencia y los fundamentos políticos de las naciones:

Una nación ya no era lo que había sido para el mundo antiguo –la progenie de un antecesor común, o el producto aborigen de una región especial, un resultado de puras causas físicas y materiales–, sino un ser moral y político. No la creación de una unidad geográfica o física, sino el desarrollo de la unidad en el curso de la historia por la acción del Estado. Se deriva del Estado, no es superior a él. Un Estado puede en el transcurso del tiempo producir una nacionalidad, pero que sea una nacionalidad la que constituya un Estado, es contrario a la naturaleza de la moderna civilización. La nación deriva sus derechos y su poder del recuerdo de una primera independencia.

[...] el patriotismo consiste en el desarrollo del instinto de la autoconservación dentro de un deber moral que puede llevar consigo el sacrificio. La autoconservación es tanto un instinto como un deber, natural e involuntario en ciertos aspectos, y al mismo tiempo una obligación moral. Lo primero que se produce es la familia, lo segundo el Estado. Si la nación pudiera existir sin el Estado, sujeta tan sólo al instinto de la autoconservación, sería incapaz de negar, controlar o sacrificarse (Acton, 1986: 140).

Las naciones modernas, tal como las definía Lord Acton, poseían un fundamento político y debían su existencia a la presencia y la acción del Estado. Sin embargo, al igual que lo consideraría Ernest Renan, el poder y los derechos de las naciones derivaban de la consolidación de una ''comunidad de recuerdos''. Es en la utilización del pasado, en la producción de literaturas nacionales que recreaban ''el recuerdo de una primera independencia'', donde se fundamentaba el carácter político del patriotismo, elemento éste que introducía Acton para ilustrar también los sacrificios, esto es, los deberes morales que se adquirían en una sociedad para lograr la autoconservación de las libertades, lo cual garantizaría la existencia y las diferencias entre las naciones.

Así, en respuesta a los fundamentos lingüísticos y culturales que proponía Herder para analizar el desarrollo de las ''individualidades de la nación'' (Chabod, 1987: 61 y 62), la justificación histórica de las naciones y su autoconservación por el Estado, se constituían en los puntos centrales de la reflexión y la propuesta que hacía Lord Acton. Se trataba de comprender el carácter moderno de las nacionalidades y los imperios que se consolidaron en el siglo XIX: El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda (desde 1800), el Segundo Imperio en Francia bajo las ordenes de Napoleón III (1852-1870), la consolidación de los Estados Unidos (una vez superada la Guerra de Secesión de 1861-1865), la Unificación Italiana (1859-1870) y la Alemana (1864-1871), entre otros ejemplos que eran mostrados en el texto de aquel historiador británico.

Al igual que Lord Acton, uno de los objetivos centrales del historiador francés, Ernest Renan, consistía en ofrecer una explicación histórica a la existencia de las naciones modernas en el siglo XIX (Palti, 2006: 62-67). En la conocida conferencia pronunciada por Renan en la Sorbona en el año 1882, bajo el título ¿Qué es una nación?, resultaba evidente que su interés principal lo constituía el hecho de precisar los ''falsos principios'', con los que se confundía a las naciones modernas en su contemporaneidad: ''En nuestros días suele cometerse un error aún más grave: se confunde la raza con la nación, y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes'' (Renán, 2006: 17). Para él, independiente de los caracteres lingüísticos, las religiones, las razas y las fronteras, que intentaban señalar o imponer diferencias entre los grupos de una determinada sociedad, ''la nación moderna es un resultado histórico inducido por una serie de hechos que convergen en un mismo sentido'' (Renán, 2006: 41).

Esta premisa inicial sobre la justificación histórica de la nación en su conferencia de 1882 no sólo buscaba la incorporación de la historia dentro del marco de explicaciones posibles de la nación, sino que, además, implicaba la consideración y el reconocimiento de que la nación sería el producto de la voluntad de los individuos. La nación, para Ernest Renan, era un plebiscito diario, en el que los grupos eligen formar parte de una comunidad por los recuerdos, los olvidos y el deseo de querer seguir viviendo juntos (Renán, 2006: 89). Su reflexión y definición de la historia incluía así un tiempo pasado, un tiempo presente y un tiempo al que se esperaba llegar por la manifestación de las voluntades. Era, sobre todo, ''la voluntad de mantener la herencia indivisa que se ha recibido'', según Renan, lo que explicaba y justificaba la existencia histórica de las naciones. Y más que su existencia, las variadas formas políticas, sociales y culturales que componían y organizaban a las sociedades (Palti, 2006: 63).

Recordemos que uno de los propósitos de la conferencia de Ernest Renan consistía no sólo en ofrecer una explicación sobre la pregunta planteada, ¿Qué es una nación?, sino que radicaba también en mostrar las diversas formaciones de las naciones que le eran contemporáneas. En su conferencia, por ejemplo, introducía varias preguntas y consideraciones sobre el carácter diverso de algunas naciones modernas en formación: Holanda, Francia y Suiza. Se buscaba así reafirmar la idea de que la nación era el resultado de un proceso histórico precedido por una profunda ''razón de ser'' y, al mismo tiempo, señalar las modernas formaciones nacionales del siglo XIX que serían objeto de su reflexión y experiencia cotidiana:

[...] Pero ¿qué es una nación? ¿Por qué Holanda es una nación mientras que Hannover o el Gran Ducado de Parma no lo son?, ¿Cómo sigue siendo Francia una nación, cuando ha desaparecido el principio que la creó?, ¿Cómo Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es una nación cuando, por ejemplo, Toscana tan homogénea no lo es?, ¿Por qué Austria es un Estado pero no una nación?, ¿En qué se distingue el principio de las nacionalidades del principio de las razas? He aquí unas cuestiones que el espíritu reflexivo desea sopesar para ponerse de acuerdo consigo mismo. Por desgracia los asuntos del mundo no se resuelven con este tipo de razonamientos; pero los hombres dedicados desean, no obstante, poder dilucidar estas materias para deshacer las confusiones en las que se enredan los espíritus superficiales (Renán, 2006: 41 y 42).

El texto de Ernest Renan se constituía así en una respuesta a los fenómenos contemporáneos a su época: la formación de las naciones. Y en especial, su reflexión hacía parte de un interés particular por demostrar que la pérdida de Alsacia, –que entraría a ser parte del Imperio Alemán en 1871, luego de la derrota francesa en la Guerra Franco Prusiana–, no podía ser explicada por criterios geográficos, lingüísticos y raciales. Más allá de la pregunta inicial que se planteó la lingüística, la antropología y la psicología, ''¿Era Alsacia tierra germana por su lengua o tierra francesa por su sangre?'' (Chabod, 1987: 98 y 99), Renan consideraba que eran los vínculos históricos y la voluntad de pertenecer a esos vínculos un criterio superior a la lengua, al menos, en la definición del carácter político de las naciones. Para él, como ya se ha dicho aquí, las naciones se fundaban sobre el principio y la voluntad de pertenecer a una ''comunidad de recuerdos'', pero también a una ''comunidad de olvido'' y hasta a una ''comunidad de destino''.

Una nación es un alma, un principio espiritual. [...] Es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el otro es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de mantener la herencia indivisa que se ha recibido. El hombre, señores, no se improvisa. La nación, al igual que el individuo, es el resultado de un extenso pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es el más legítimo de todos los cultos, los antepasados han hecho de nosotros lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (la verdadera, por supuesto), he aquí el capital social sobre el que se asienta la idea nacional. Compartir unas glorias del pasado, una voluntad en el presente; haber hecho grandes cosas juntos y querer seguir haciendo más, he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo (Renan, 2006: 85-87).

El mensaje a Francia, con el que concluyó Ernest Renan su conferencia en el año 1882, daba cuenta de la importancia del pasado y el futuro en la representación que se hacía de la nación como ''comunidad'' en el siglo XIX. Las líneas centrales del análisis propuesto por él remitían al registro de los recuerdos y la voluntad de mantener la herencia del pasado para llegar a ''ser un pueblo''. Su reflexión sobre la nación encontraba, necesariamente, una justificación en el uso del tiempo: en la introducción del culto a los antepasados (una comunidad de recuerdos) y en el deseo de querer seguir haciendo cosas juntas (una comunidad de destino), para mantener así la voluntad, esto es, el sentimiento de pertenecer a una nación. Lo que implicaba introducir, de cierto modo, ''el error histórico'', es decir, la construcción de una ''comunidad de olvido'' que es un factor esencial en la creación y preservación de una nación. De manera que, desde el punto de vista de Renan, las naciones se explicaban en el tiempo y se justificaban por los usos que se hacían del pasado, por los significados y manipulaciones a las que se sometía la memoria en la investigación histórica para legitimar una ''razón de ser'' (Todorov, 2008: 109).

Desde luego, tanto para Lord Acton como Ernest Renan, las naciones modernas eran una conquista y el producto de la voluntad de mantener las libertades y su sentido como comunidad. Lo que implicaba un diálogo permanente con los recuerdos, con el destino, y como lo introducía Renan, con el olvido. Sus textos nacieron del interés por comprender la vida social de las naciones en que vivían y no daban por concluidas. Esto significó entender las naciones desde sus propias realidades, desde su carácter político y militar, desde sus variadas formas y siempre en relación con las guerras y las invasiones imperiales. Esta visión del problema como actores partícipes del proceso mismo de construcción de las naciones, de cierta manera, implicó la formulación de una nueva consideración sobre el carácter nacional que se apartaba de los rasgos culturales y geográficos. Renan y Acton, por el contrario, intentaban captar el presente de las naciones en el plano mismo de sus coordenadas históricas. Aun cuando, la voluntad de pertenecer y querer hacer parte de ellas fuera cambiante y arrojara nuevas reflexiones en el seno mismo de esa época.

 

Nación, ideología y política: la explicación histórica de las naciones durante la primera mitad del siglo XX

Efectivamente, entre 1870 y 1914, el ''imperialismo nacional'' se intensificó en Europa y América no sólo por las anexiones de la mayor parte del África a Francia, Gran Bretaña y Alemania, sino también por las reacciones nacionalistas y religiosas que causaron algunas guerras entre viejos imperios, tal como la Guerra de los Balcanes que enfrentó a Austria, Rusia y el Imperio Otomano en 1878 (Bayly, 2010: 237 y 247). Este tipo de acontecimientos –después de la publicación de los textos de Lord Acton y la conferencia de Ernest Renan– llevó a algunos científicos sociales a seguir reflexionando y buscando en el pasado, y sobre todo en los usos políticos de la historia, la explicación acerca del devenir y el tiempo presente de las naciones. La Historia, en tanto objeto de conocimiento, resultaba fundamental para explicar la justificación, la ideología, la política y los elementos de un fenómeno en su contemporaneidad (Hartog, 2007: 243).

Así, por ejemplo, en un artículo escrito en 1913 durante su exilio en Viena, José Stalin, quien había sido miembro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia fundado en 1898, llamaba la atención sobre la ola de movimientos políticos nacionalistas que invadían a Europa y en especial a Rusia: el fortalecimiento del sionismo entre los judíos (que habían reclamado una patria judía en el Congreso de Basilea en 1897), el chovinismo en Polonia, el panislamismo entre los tártaros (tras la creación del partido nacionalista de los Jóvenes Turcos en 1906) y el recrudecimiento del nacionalismo entre los armenios, georgianos y ucranianos a finales del siglo XIX y principios del XX (Stalin, 1941: 3 y 4).

De hecho, la aparición de ese tipo de movimientos nacionalistas conllevaría a un intenso debate entre Stalin y Otto Bauer, que era uno de los más importantes representantes del marxismo en el partido socialdemócrata de Alemania. La polémica se concentró en los fundamentos políticos de la socialdemocracia y su relación con el nacionalismo4. ¿Cuál debía ser la postura del partido socialdemócrata frente a la ola de nacionalismos que invadían a Europa y, si ellos podían amenazar la hegemonía del Imperio ruso y austro-húngaro? Esta pregunta se planteó en medio del temor que existía por la derrota de Rusia a manos de Japón en 1905. ¿Qué hacer?

En 1907, Otto Bauer, que era además uno de los principales representantes de la corriente de pensadores designados como austromarxista, corriente que buscaba combinar el socialismo con el nacionalismo, publicaría entonces su texto: La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia. Este texto que sería completado y ampliado en una nueva edición de 1925, fue uno de los primeros en los que se trató de integrar a la doctrina de Marx el problema del derecho de autodeterminación de las naciones (Palti, 2006: 46 y 45-89). En la introducción del mismo, por lo menos, así lo dejaba entrever Bauer al considerar que la ideología nacional debía ser objeto de investigación:

Hasta ahora, la ciencia ha abandonado el concepto de nación casi exclusivamente a los líricos, a los folletistas, a los oradores de la asamblea popular, del parlamento, de la mesa de cervecería. En una época de grandes luchas nacionales, apenas si tenemos recién los primeros despuntes de una teoría satisfactoria de la esencia de la nación. Y, no obstante, necesitamos esta teoría. Empero, actúa en todos nosotros la ideología nacional, el romanticismo nacional; sin embargo, son pocos quienes entre nosotros no resultan siquiera capaces de pronunciar la palabra ''alemán'' sin que al hacerlo resuene un curioso acento sentimental. Quien quiera entender la ideología nacional, quien quiera criticarla, no puede esquivar la pregunta por la esencia de la nación (Bauer, 1979: 23).

La pregunta por los fundamentos políticos de la nación fue el objeto de investigación que se planteó Otto Bauer a principios del siglo XX. Bauer, no rechazaba la existencia de las naciones y las luchas nacionales como el producto de la historia. Tal como lo afirmaría en otra parte de su texto, la ''nación es el conjunto de los seres humanos vinculados por comunidad de destino en una comunidad de carácter [...] Para el conocedor de la historia, la representación de la nación se vincula con la representación de sus destinos, con el recuerdo de luchas heroicas, de una incesante brega por el saber y el arte, de triunfos y de derrotas'' (Bauer, 1979: 142 y 150). Las naciones, por tanto, no eran naturales, tenían una justificación histórica, de cierto modo el funcionamiento del pasado explicaba su existencia en el tiempo.

El análisis del pasado para explicar la aparición de las naciones era muy recurrente en el texto de Otto Bauer. Su reflexión intentaba mostrar que existían ''caracteres nacionales'' diferenciales, los cuales podían identificarse claramente en el pasado y habían sido heredados en una comunidad política. La nación se explicaba y encontraba sus fundamentos en la historia.

En el caso que se proponía estudiar, el de la germanización, por ejemplo, Bauer consideraba que había sido la transmisión de bienes culturales hereditarios, tal como el estilo de vida caballeresca, la epopeya cortesana, la asimilación del elemento celta y la inclusión del eslavo, lo que permitió la unificación de las clases dominantes alemanas. Las diferencias entre naciones, por tanto, se fundaban no en una ascendencia común sino en la construcción y la presencia de una comunidad cultural. Para él, ''la nación nunca es sólo comunidad natural, sino siempre y también comunidad cultural'' (Bauer, 1979: 42), lo que implicaba estudiar el funcionamiento de la historia (definida como ''el pasado de los antepasados'') en las sociedades, para establecer así el ''carácter diferencial de las naciones'' y, al mismo tiempo, conocer las ''cualidades heredadas'' por los descendientes en el plano mismo de sus intercambios, sus formas de producción y la vida social:

Como quiera que fuere, el carácter heredado está determinado nada más que por la historia, por el pasado de los antepasados. O sea que los miembros de una nación son física y espiritualmente similares entre sí porque descienden de los mismos antepasados y por ende han heredado todas aquellas cualidades que la lucha por la existencia conformó en los antepasados por vía de la selección natural y sexual, y quizás también aquellas que estos antepasados adquirieron en su afán de procurarse el sustento vital. Así, comprendemos a la nación como un producto de la historia. Quien quiera estudiar la nación como comunidad natural no deberá contentarse con hacer de determinada materia –por ejemplo un plasma germinal transferido de padres a hijos– el sustrato de la nación, sino que deberá estudiar la historia de las determinaciones de la producción y del intercambio de los antepasados y procurará comprender a partir de la lucha por la existencia de los antepasados las cualidades heredadas por los descendientes (Bauer, 1979: 40 y 41).

La reflexión de Bauer no terminaba en el reconocimiento de la existencia histórica de la nación, sus aspiraciones eran todavía mayores. Para él, la cultura de la nación no sólo era posible sino que se tornaba necesaria en una sociedad con pretensiones de adoptar el socialismo como sistema de gobierno. Su estudio proponía que las tareas y el significado del socialismo debían ser: 1) la integración del conjunto del pueblo a la comunidad cultural nacional, 2) la conquista de la plena autodeterminación por parte de la nación, y 3) el reconocimiento de la diferenciación espiritual de las naciones.

Su propuesta buscaba así que el socialismo tolerara la garantía de la unidad de la nación, lo cual implicaba también la construcción de una ''comunidad de educación'' que posibilitará la socialización y enseñanza de la voluntad global de la nación (Bauer, 1979: 118 y 119).

El socialismo, por tanto, no se excusaría del nacionalismo y se debía servir de la historia para construir y legitimar una memoria, esto es, un pasado común que permitiera la articulación política entre dos ideologías hasta entonces opuestas: el nacionalismo y el socialismo. Por ello, Bauer consideraba que ''[...] si entendemos lo nacional de nuestro carácter como lo histórico en nosotros, podemos concebir aún más profundamente la nación como manifestación social, como manifestación del hombre socializado'' (Bauer, 1979: 133).

No obstante, la integración del nacionalismo al socialismo, tal como la planteaba Otto Bauer, implicaba el reconocimiento de algunas ''minorías étnicas'' como naciones. Es este, por ejemplo, el caso de los judíos que, desde mediados del siglo XIX, reclamaban una patria judía y habían fortalecido el movimiento sionista en respuesta al antisemitismo. La reflexión de Bauer en este punto encontró entonces fuertes reparos en Rusia, donde se presentaba una notable exclusión y reducción del número de pobladores judíos5. Debido a que muchos de sus líderes políticos, entre los que estaba José Stalin, consideraban que los movimientos judíos, y en especial el Bund (que fue el movimiento socialista judío fundado en Rusia en 1897), eran los directos responsables tanto de la disgregación del proletariado en sectores nacionales como de la derrota de este Imperio a manos de Japón en 1905. Sería José Stalin, precisamente, el encargado de redactar en 1913 un artículo titulado: ''El marxismo y el problema nacional'', en el cual discutiría las tesis de Bauer sobre la cuestión nacional y su posible vinculación a la socialdemocracia (Stalin, 1941: 3-60).

En su reflexión sobre el problema nacional en Rusia, J. Stalin parecía compartir el hecho de que ''una nación no es una comunidad racial o tribal, sino una comunidad de hombres formada históricamente'' (Stalin, 1941: 5). Lo que, en consonancia con Otto Bauer, significaba que la historia justificaba en gran medida la presencia de la nación y el Estado. Sin embargo, a renglón seguido, Stalin ponía ciertos límites a esa comunidad: ''Nación es una comunidad estable, históricamente formada, de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura'' (Stalin, 1941: 8). Para él, en contraposición a Bauer, las naciones no se reducían a un único carácter nacional, dado que, en su conjunto, el territorio, el idioma, la economía y la cultura debían tener una existencia comprobada en el pasado:

Podría pensarse que el ''carácter nacional'' no es precisamente uno de los rasgos distintivos, sino el único rasgo esencial de la nación y que todos los demás constituyen, propiamente hablando, condiciones para el desarrollo de la nación, pero no signos distintivos de ésta. En este punto de vista se colocan, por ejemplo, los teóricos socialdemócratas del problema nacional, conocidos en Austria: R. Springer y, sobre todo, O. Bauer (Stalin, 1941: 8).

El hecho de compartir un pasado no justificaba la presencia de las naciones; Stalin, además, reclamaba la existencia de unas condiciones históricas concretas, en las que va a destacar principalmente la presencia de un Estado. Su crítica a Bauer radicaba, precisamente, en el hecho de concebir a la nación sin la presencia de un ''territorio histórico'', en el cual pudieran interactuar las culturas que pretendían ser consideradas nacionales, tal como lo anotaba en las preguntas que se formulaba:

El punto de vista de Bauer, al identificar la nación con el carácter nacional, separa la nación del terreno en que se asienta y la convierte en una especie de fuerza invisible, que se basta a sí misma. El resultado no es una nación viva y real, sino algo místico, imperceptible y de ultratumba. Pues, repito, ¿qué nación judía es ésa, compuesta por judíos georgianos, daguestanos, rusos, norteamericanos y otros judíos que no se comprenden entre sí (pues hablan idiomas distintos), viven en distintas partes del planeta, no se verán jamás unos a otros y no actuarán jamás conjuntamente, ni en tiempos de paz ni en tiempos de guerra? No, no es para estas ''naciones'' que sólo existen sobre el papel para quienes la socialdemocracia establece un programa nacional. La socialdemocracia sólo puede tener en cuenta naciones reales, que actúan y se mueven y, por tanto, obligan a que se las tenga en cuenta.

[...] Repito: condiciones históricas concretas como punto de partida y planteamiento dialéctico del problema como el único planteamiento exacto: he aquí la clave para la solución del problema nacional (Stalin, 1941: 11 y 25).

Como muestra la reflexión de Stalin sobre la cuestión de las nacionalidades en el texto de Otto Bauer, la socialdemocracia rusa no reconocía a las ''minorías éticas'' como fuerzas históricas, por la ausencia de un territorio y un idioma compartido, esto es, por la inexistencia de vínculos políticos que la mostraran como una ''comunidad histórica'' construida en el tiempo. La preocupación central de Stalin era evitar el deslindamiento del partido obrero por nacionalidades, lo cual implicaba el no reconocimiento de éstas. De allí que su concepción sobre la nación incluyera una serie de criterios (lingüísticos, geográficos, psicológicos, económicos y culturales) que debían poseer una existencia y explicación histórica, en las tradiciones heredadas del pasado, para poder así conceder el principio de la autodeterminación a los judíos en el Imperio Ruso.

De manera inversa a lo planteado por Bauer, el pasado –y su manipulación– servían para recrear una historia que justificaba el rechazo del movimiento del Bund como parte integral de la política socialdemócrata. La nación, desde el punto de vista de Stalin, terminaba siendo así una representación ideológica que buscaba la unificación del partido socialista obrero, en medio de la crisis política del Imperio, mediante la construcción de una ''memoria selectiva'' que deslegitimaba el pasado de otras comunidades, tal como la judía (Todorov, 2008: 14).

Los textos de José Stalin y Otto Bauer tuvieron un efecto muy importante en los estudios históricos sobre la nación, no sólo por sus consideraciones sobre el nacionalismo desde la perspectiva socialista y marxista, sino también por plantear el problema del carácter histórico de las naciones. Desde 1927, cuando salió la segunda edición del texto de Bauer, hasta aproximadamente el año 1960 –cuando estaba en funcionamiento nuevamente la Organización de las Naciones Unidas (restablecida el 24 de octubre de 1945, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial)–, los historiadores continuaron la reflexión sobre la idea de la nación en la historia. Algunos de los partícipes en este nuevo ciclo de debates serían Hans Kohn, Federico Chabod y J. H. Carlton. Un punto que los unía era entender las condiciones históricas que habían posibilitado el nacionalismo y las luchas nacionales en el siglo XIX. La nación se tornaba, aún más, en un tema central en la agenda investigativa de la comunidad de académicos durante la primera mitad del siglo XX.

El triunfo de Serbia sobre el Imperio Austro-Húngaro en 1918 que marcó el fin de la Primera Guerra Mundial, así como el fortalecimiento de nuevos Estados Nacionales (Polonia, Checoslovaquia, Lituania, Letonia, Estonia y Finlandia) y la consolidación de otros (Serbia, Rumania, Grecia, Italia, Francia y Dinamarca), conllevaría a la enunciación de una nueva pregunta sobre los nacionalismos y las naciones: ¿Cómo se establece la conciencia nacional? La pregunta formulada iba más allá de definir qué es una nación, pues también implicaba estudiar los factores intelectuales y sociales que permitieron la integración de las masas a los movimientos nacionalistas del siglo XIX, a través del análisis de la creación de los partidos políticos, la educación, la propaganda política, los símbolos y, sobre todo, la transformación e incorporación del vocabulario nacionalista en el pueblo (Kohn, 1949: 19).

El historiador Hans Kohn, por ejemplo, en 1944 publicaba un texto sobre la Historia del Nacionalismo, en el cual consideraba que las raíces del nacionalismo estaban en el pasado, pero asimismo agregaba que: ''La nacionalidad es el resultado de las fuerzas vivas de la historia y, por lo tanto, siempre fluctúa, jamás es rígida'' (Kohn, 1949: 24). Además de su intención por estudiar el fortalecimiento del nacionalismo en las colonias (como Checoslovaquia, que había sido fundada en 1918, debido a la desintegración del Imperio Austro-Húngaro), el punto de partida en la reflexión de Kohn lo constituía el hecho de considerar el pasado no como una fuerza inmóvil y natural que engendraría a las naciones modernas, sino como el producto de las evoluciones políticas, económicas e intelectuales del siglo XIX, en el cual se fabricó y justificó desde la historia una conciencia nacionalista ''artificial'', sea por el Estado (Inglaterra, Francia y Estados Unidos) o por el fortalecimiento del campo cultural (Italia y Alemania), para crear y movilizar así sentimientos de pertenencia entre las comunidades.

Para Kohn, los sentimientos nacionales, por tanto, no existían más allá del año de 1750; eran construcciones modernas que se justificaban por la invención de una historia ''artificial'', a través de la cual se intentaba responder al desafío de las ''diferencias'' entre las naciones extranjeras durante el siglo XIX:

El nacionalismo halló su expresión predominante, si bien no exclusiva, en las transformaciones políticas y económicas, en aquellos países –como Inglaterra, Francia y Estados Unidos– en que el Tercer Estado adquirió fuerza en el siglo XVIII. Donde, por el contrario, el Tercer Estado era todavía débil y apenas en germinación al principiar el siglo XIX –como Alemania, Italia y los países eslavos–, el nacionalismo encontró su expresión predominante en el campo cultural. Entre estos pueblos, en un principio, no fue tanto el Estado nación, sino el Volksgeist –espíritu del pueblo– y sus manifestaciones literarias y folklóricas en la lengua materna y en la historia, lo que se convirtió en el centro de atención del nacionalismo. Este nacionalismo cultural, ayudado por la fuerza creciente del Tercer Estado, con el despertar político y cultural de las masas durante el siglo XIX, se transformó pronto en el deseo de formar un Estado nacional (Kohn, 1949: 17 y 21).

Desde la aparición del texto de Hans Kohn en 1944 hasta el año de 1960, el análisis de los contenidos políticos de las naciones y su relación con la historia fueron un tema constante. En las conferencias dictadas por Federico Chabod en la Universidad de Milán entre 1943-1944, por ejemplo, la idea de nación, esto es, ''el sentido de singularidad de cada pueblo'', era explicada como resultado de las construcciones históricas del pasado que exaltaban la figura del héroe, el genio, la libertad, el arte, la ciencia, la cultura, las pasiones, la voluntad, el destino y los sentimientos que acompañaban y representaban los ''modos de sentir y de entender la nación'' (Chabod, 1987: 21). Para Chabod, el sentido de las naciones se debía entender por las transformaciones que experimentaba el hombre en sociedad, por la forma como utilizaba el pasado para dotarlo de nuevas significaciones políticas que justificaban su existencia moral y nacional, tal como creía observarlo en el campo religioso:

¡Gran mudanza del sentido de las palabras! Durante dieciocho siglos, el termino mártir había estado reservado para quienes vertían su sangre por defender su fe religiosa; mártir era el que caía con el nombre de Cristo en los labios. Ahora, por primera vez, se utiliza el término para indicar valores, afectos, sacrificios puramente humanos, políticos; los cuales, por lo tanto, adquieren la importancia y la profundidad de los valores, los afectos y los sacrificios religiosos y se convierten ellos también en religión (Chabod, 1987: 82).

Esta reflexión era significativa desde el punto de vista de las transformaciones políticas del lenguaje en el siglo XIX, pero también desde la importancia de la religión y su utilización en la construcción de un nacionalismo cultural y político que se justificaba en la historia (Mosse, 2007: 22). Algunos historiadores, incluso, llegaron a sugerir que las bases del comunismo y el moderno nacionalismo estaban en la religión. J.H. Carlton, por ejemplo, anotaba que ''[...] el nacionalismo, como todas las demás religiones, es social, y sus ritos más importantes son los ritos públicos, que se llevan a cabo en nombre de una comunidad y que tienen por fin lograr su salvación'' (Carlton, 1966: 20-25, 218).

Así, la construcción de movimientos nacionalistas y comunistas, a pesar de su hostilidad a los ''sectarismos religiosos'', lo que provocó inclusive la organización en 1893 del Parlamento Mundial de las Religiones de Chicago (Bayly, 2010: 271-273), se estructuraba sobre la base de mitos, símbolos, congregaciones públicas, fiestas y toda una ritualización política que trataba de imitar la fe religiosa, para movilizar a las masas e infundirlas de sentimientos, imaginaciones y emociones que permitieran el sostenimiento de las políticas nacionales (Carlton, 1966: 217 y 234). La religión, por tanto, no se excluía de la ola de nacionalismos a finales del siglo XVIII y en el XIX.

De manera independiente a las reflexiones y polémicas que se desarrollaban en torno a la justificación histórica de las naciones, tal como la que sostuvieron Otto Bauer y José Stalin, o de las relaciones que intentaban establecerse entre la nación, la religión y la sociedad en general, la historia empezó a ser fundamental en la definición de las nuevas formulaciones ideológicas, políticas, culturales y sociales de las naciones que emergían a finales del siglo XIX y principios del XX. Los textos de Bauer, Stalin, Kohn, Chabod y Carlton, fueron esenciales en la construcción de una explicación histórica sobre los movimientos nacionalistas que se incrementaron en la época en que vivieron, escribieron y publicaron sus respetivos textos. Sin embargo, después de los años de 1960, ante el fin de la Segunda Guerra Mundial y el derrumbe de algunas naciones, la relación historia y nación sería redefinida e interpretada como una invención, una imaginación o una ficción, dando lugar ello a la aparición de una nueva corriente de pensamiento dedicada al estudio y la crítica de esa problemática. La Historia, en tanto objeto que indaga el pasado, efectivamente, se transformaba y servía para cuestionar y poner en duda los supuestos lazos en común, sentimientos y tradiciones que justificaban a las comunidades políticas nacionales.

 

La invención de las naciones: entre mitos y símbolos, una nueva explicación histórica después de los años 60 del siglo XX.

En el período transcurrido de 1961-1989 –después de la publicación de los textos de Hans Kohn, Federico Chabod y J. H. Carlton, hasta el año de 1989, que marcaría el fin del Muro de Berlín, que había trazado una división entre la República Federal y la República Democrática Socialista de Alemania– el tema de las naciones sería retomado nuevamente por los historiadores, filósofos, políticos y sociólogos (Smith, 1976: 57-214). El punto de partida esta vez lo constituía el hecho de ofrecer una explicación sobre la composición social de los movimientos nacionalistas, lo cual implicaba no sólo analizar a los grupos, sino también la circulación de ideas, significados, conductas y expresiones que habían posibilitado a las sociedades pensarse en términos nacionales. Aun cuando, la invención del nacionalismo y las naciones modernas por el ejercicio de la historia resultaría ser el problema de fondo por descubrir.

El tema de las naciones, por supuesto, lograría otra vez una importancia significativa en el escenario de la historia como disciplina al publicarse en 1966 el texto del historiador británico, Elie Kedouire, sobre el Nacionalismo (Kedouire, 1988). En este texto, Kedouire planteaba que las naciones no podían entenderse sin el análisis de la autodeterminación, esto es, sin tener en cuenta la voluntad manifiesta del pueblo por y en defensa de la soberanía de su territorio. La nación, según él, era el resultado del triunfo de la soberanía y las libertades que alcanzaba una comunidad política.

Sin embargo, para Kedouire, el triunfo de la autodeterminación que permitió la aparición de las naciones no era el producto de las luchas sociales y políticas de las masas, sino que, más bien, era el resultado de la reflexión filosófica que había permitido pensar a la nación como un cuerpo político libre y soberano. La nación, por tanto, no podía entenderse por fuera de las ideas y las formulaciones que se plantearon alrededor de ella desde finales del siglo XVIII, es decir, en su propio contexto político de formación.

Una de estas ideas tenía que ver con la autodeterminación, principio abordado por el filósofo alemán Emmanuel Kant, que –según Kedouire– fue utilizado para crear y fortalecer los movimientos nacionalistas tanto en Alemania como en el resto del Mundo. El objetivo de este autor consistía en ofrecer, tal como lo resaltaba en un epílogo escrito en 1984, ''una explicación histórica del nacionalismo como doctrina'' (Kedouire, 1988 113). En efecto, para este historiador, el desarrollo y la utilización de las doctrinas políticas, que provenían de un pasado no lejano, como la idea de autodeterminación que se inscribía en el marco de la ilustración europea del siglo XVIII, permitieron pensar la creación de una conciencia nacional en el siglo XIX, esto es, la idea de la nación como una unidad política libre y soberana.

El texto de Kedouire resultaba importante al formular una crítica al Estado como centro de la política y de la organización de las nacionalidades. Su obra, desde luego, fue escrita en un período en el que los viejos Imperios y Estados nacionales en Europa Central y Oriental, como el Imperio alemán, el Imperio austro-húngaro y el Imperio ruso, se debilitaban y llegarían inclusive a su ocaso después de las Guerras Mundiales de la primera mitad del siglo XX. El objetivo de Kedouire era mostrar una nueva forma de estudiar las nacionalidades en relación con la política y el Estado, en un momento de debilitamiento de estas relaciones, mediante el análisis de las distintas voluntades de autodeterminación que podían existir en una sociedad, tal como lo dejaba ver en su texto:

Las razas, los idiomas, las religiones, las tradiciones y lealtades políticas se encuentran tan inextricablemente mezcladas que no puede haber ninguna razón claramente convincente por la cual quienes hablan el mismo idioma pero cuya historia y circunstancias son ampliamente divergentes deberían formar un Estado, o por qué quienes hablan dos lenguas diferentes y a quienes las circunstancias han reunido, no deberían formar un Estado [...] los inventores de la doctrina trataron de probar que las naciones son divisiones obvias y naturales de la raza humana apelando a la historia, la antropología y la lingüística. Pero el intento fracasa puesto que, cualquiera que pueda ser la doctrina etnológica o filosófica de moda no hay razón convincente por la cual el hecho de que la gente hable el mismo idioma o pertenezca a la misma raza, sólo por eso, habría que darle el derecho a disfrutar de un gobierno exclusivo. Para que tal pretensión resulte convincente, debe probarse también que la similaridad en un aspecto inválida absolutamente la diferencia en otros aspectos [...] La autodeterminación nacional es, en definitiva, una determinación de la voluntad; y el nacionalismo es, en primer lugar, un método de mostrar la recta determinación de la voluntad (Kedouire, 1988: 61).

Las naciones no son el producto de las divisiones de la raza humana por la historia, la antropología y la lingüística. Elie Kedouire ponía en el centro de la discusión el análisis de la voluntad de autodeterminación de las naciones para comprender las particularidades de los Estados. La autodeterminación nacional consistía así en la voluntad de pertenecer a un Estado soberano, en el que podían existir diferencias de idioma, religiones, tradiciones y lealtades políticas.

De manera que el nacionalismo y el pasado, que se constituyó en su fundamento político, en la medida en que la idea de autodeterminación era retomada de la Ilustración, no podían existir sin la vigilancia y el control político del Estado. Esta vigilancia y control se ejercía por las escuelas, la hacienda pública, el ejército, la policía y las demás instituciones estatales que tenían la misión de socializar ''el deseo de autodeterminación de la nación'', para fortalecer así el culto a la nación y evitar posibles agresiones políticas por parte de los países enemigos. De allí que el nacionalismo, según Elie Kedouire, haya servido para crear una nueva organización política sobre la base del principio de la autodeterminación, la autonomía y la libertad nacional, lo cual se expresaría en los nuevos movimientos políticos que se construyeron y fortalecieron en el siglo XIX: la Joven Italia, la Joven Egipto, los Jóvenes Turcos, el Partido de los Jóvenes Árabes (Kedouire, 1988: 78).

El texto sobre el Nacionalismo, de Elie Kedouire, dejaba planteada así una discusión sobre el papel del Estado en la organización de las voluntades de autodeterminación nacional. Sin embargo, esta visión del problema sería reformulada por Ernest Gellner en su texto Naciones y Nacionalismos, publicado en 1983 (Gellner, 1988: 189). En esta obra dedicada al estudio de las naciones y los movimientos nacionalistas, Gellner no sólo estudia el Estado (como un ente político destinado a la conservación del orden, definición ésta que formulaba a partir de su lectura de Max Webber), sino también la relación de éste con la cultura. Para este autor, a diferencia de la explicación del nacionalismo como una doctrina histórica, asociada ella al principio de autodeterminación de Kant y sus evoluciones posteriores –que era la propuesta de Kedouire–, el nacionalismo debía ser estudiado a partir de las relaciones que se establecían entre el Estado y lo que se hacía con la cultura en el siglo XIX (Smith, 1976: 204).

La inclusión de la noción de cultura –definida ésta en términos de los modos de conducta, el acceso a la educación y las formas de comunicación en una sociedad– le permitieron, a Ernest Gellner, dar una explicación histórica del nacionalismo como un fenómeno moderno asociado a la industrialización y la urbanización que se dio en el siglo XIX. Aunque no negaba que el Estado era una de las condiciones necesarias del nacionalismo, e inclusive hasta afirmaría que las nacionalidades sólo resultaban pensables en sociedades estatales con un poder centralizado (en la etapa industrial, a diferencia de la preagraría y agraria, que precedieron a las últimas décadas del siglo XVIII), Gellner consideraba que el acceso a la educación y la alfabetización por las masas eran las bases del nacionalismo moderno y sus movimientos políticos, dado que consideraba que ''la alfabetización, el establecimiento de una escritura hasta cierto punto permanente y normalizada, significa la posibilidad real de llevar a cabo un acopio y una centralización de la cultura y el conocimiento'' (Gellner, 1988: 22).

Para Ernest Gellner, el nacionalismo y la construcción de las naciones no podían entenderse sin tener en cuenta las condiciones sociales impuestas por el capitalismo industrial: la alfabetización, la educación, el ascenso de la clerecía y las nuevas ''formas de comunicación'' políticas y culturales que se establecieron para inventar un ''hombre nacional''. Estas ''formas de comunicación'' –introducidas por Gellner en su análisis de las naciones– facilitarían la enseñanza del pasado, el idioma, la religión, las tradiciones y las lealtades políticas que buscaban marcar ciertas diferencias entre las naciones. La etapa industrial, de finales del siglo XVIII y en el XIX, marcaba así un profundo cambio en la sociedad, en la que ''por lo general, el trabajo ya no consistía en la manipulación de objetos, sino en la de significados'' (Gellner, 1988: 50).

Es en la modificación de las relaciones entre gobierno y cultura, por tanto, en la que aparecía un nuevo interés por comprender los significados y contenidos políticos de los movimientos nacionalistas, que buscaban movilizar, solidarizar y crear una esfera de sentimientos compartidos entre las masas, para garantizar y justificar así su diferenciación cultural y participación en las luchas nacionales del siglo XIX.

Tanto el texto de Elie Kedouire como de Ernest Gellner tuvieron entonces un efecto significativo en cuanto a la nueva utilización que se haría del pasado en la construcción y justificación de las naciones. A partir de su crítica al Estado, estos autores pondrían en consideración el tema de la justificación política de la historia en la invención de las naciones. Esta temática, precisamente, sería retomada y estudiada por un grupo de historiadores conformados por Eric Hobsbawm, John Breuilly y Benedict Anderson, después del año de 1983. El Estado como creador de la nación, sin duda, iba ser un tema central en los años 80s del siglo XX.

Los textos de Hobsbawm, Breuilly y Anderson, fueron publicados entre 1983-1991, en un momento en que la reflexión principal la constituían los temas raciales y las exclusiones étnicas que habían provocado algunos regímenes totalitarios del siglo XX (Vidal- Naquet, 1994: 189). El mérito de estos autores fue demostrar que las naciones no eran el producto de condiciones sociológicas dadas, como la lengua, la raza o la religión, sino de que eran más bien comunidades imaginadas e inventadas (Anderson, 2007; Breuilly, 1990: 317-367; Hobsbawm y Renger, 2002: 7-21).

En los estudios de Hobsbawm y Breuilly, aunque de distintas maneras, iba ser una constante el análisis de las ''formas rituales'' que mostraban el funcionamiento del pasado y su relación con la nación: los mitos, los símbolos, las fiestas, las peregrinaciones, las conmemoraciones, entre otras formas políticas, a través de las cuales se intentaba mostrar las manipulaciones que se hacían del pasado para inventar, imaginar y justificar una historia nacional o nacionalista. De manera que las naciones del siglo XIX empezaron a ser explicadas como ''comunidades imaginadas'' (Anderson, 2007: 23-25), legitimadas por unas ''tradiciones'' que inventaban y ponían las élites al servicio del Estado, tal como parecía ser este el planteamiento teórico que postulaba Eric Hobsbawm para comprender la aparición y construcción de las naciones:

La ''tradición inventada'' implica un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que busca inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado. De hecho, cuando es posible, normalmente intentan conectarse con un pasado histórico que les sea adecuado [...] Las naciones modernas y todo lo que las rodea reclaman generalmente ser lo contrario de la novedad, es decir, buscan estar enraizadas en la antigüedad remota, y ser lo contrario de lo construido,es decir, buscan ser comunidades humanas tan ''naturales'' que no necesiten más definición que la propia afirmación (Hobsbawm – Renger, 2002: 7 y 21).

El estudio del pasado servía así para comprender las tradiciones que se creaban y ponían al servicio de la nación. Para Hobsbawm, las naciones no podían entenderse como el resultado de un proceso antiguo, esto es, como una herencia política y cultural que justificaba su presencia, por el contrario debían estudiarse como una creación moderna, una creación que se hacía mediante la utilización, la supresión y la falsificación del pasado. No obstante, todo intento de fundación de la nación, según este historiador británico, se apoyaba en ''el uso de antiguos materiales para construir tradiciones inventadas de género nuevo para propósitos nuevos'' (Hobsbawm – Renger, 2002: 12). De manera que las naciones no existían sin la historia, esto es, sin el pasado que se actualizaba y socializaba en una comunidad, para lograr construir símbolos y rituales que permitían la identificación, la congregación y la vinculación de las masas a la nueva política nacional. El culto nacional, por tanto, es el producto de la manipulación del pasado.

Las tradiciones representan entonces un intento de fabricación de continuidad con el pasado, continuidad que, al mismo tiempo, sirve para legitimar la aparición de un hombre nuevo, el hombre nacional. Este intento de continuidad, que se expresaba en la idea de pertenecer a una nación y a un mismo pueblo, se constituyó en uno de los puntos centrales que tanto Eric Hobsbawm como John Breuilly introducían en sus análisis, no sólo para señalar la importancia de la historia en el proceso de configuración de las naciones, sino también para mostrar que las naciones estaban compuestas por distintas razas, etnias y lenguas, que tendían a ser ocultadas en la historia nacional. El Imperio alemán, por ejemplo, según estos autores, estaba formado por estonios, letonios, lituanos, polacos, judíos, eslovacos, checos, húngaros y croatas, mientras que Francia era el resultado de la raza germánica, ibérica y céltica. El concepto de tradición permitía la comprensión de las invenciones, los olvidos y las justificaciones políticas que se utilizaban en el marco de las naciones para lograr crear un culto nacional, esto es, una cualidad autorreferencial, tal como ha llamado Breuilly a los procesos de identificación nacional:

Como todos los movimientos de masas, los nacionalistas utilizan los símbolos y las ceremonias, que contribuyen a dar una forma y una fuerza definitivas a sus ideas, tanto mediante la proyección de ciertas imágenes, como al permitir que la gente se reúna en formas que parecen expresar de manera directa la solidaridad de la nación. El simbolismo nacionalista tiene capacidad para hacerlo así de un modo particular efectivo porque posee una cualidad de autorreferencial que se halla muy ausente en la ideología socialista o religiosa. Los nacionalistas se celebran a sí mismos en lugar de hacerlos con alguna realidad trascendente, a pesar de que la celebración también implica una preocupación por la transformación de la realidad presente. Y es con precisión en esa cualidad de autorreferencial en la que quiero concentrar la atención (Breuilly, 1990: 363).

Así pues, a diferencia de Ernest Gellner, el carácter político de las naciones que se inventaban desde el Estado no está sólo en la educación y la alfabetización, sino también en las diversas manifestaciones del funcionamiento del pasado en la sociedad. En la forma como se intentaba legitimar y construir cierto sentido de pertenencia y solidaridad en una comunidad política nacional: a partir de la construcción reciente de pabellones, fiestas, monumentos, procesiones, cenas, brindis, oraciones, repliques de campanas, saludos de armas y en la exhibición de retablos vivientes. Estas funciones simbólicas y rituales de la historia, que introducía Hobsbawm en sus análisis de las naciones y nacionalismos, fueron las condiciones que permitieron a las élites inventarse y construir poderosas naciones, que buscaban su consolidación (como Francia, Gran Bretaña y Alemania) y la construcción de una ''continuidad histórica'' que actuaba en defensa de una tradición compartida y legitimada (Hobsbawm – Renger, 2002: 17-18).

Asimismo, las reflexiones de Hobsbawm, Breuilly y Gellner, escritas entre 1983-1991, no sólo nacían de su interés por comprender el fortalecimiento y el ocaso de las naciones y nacionalismos, sino que también hacían parte de su intención por descubrir los usos que se realizaban del pasado en la sociedad en que vivían. En el prólogo de la segunda edición de su texto Comunidades Imaginadas, escrito en 1991, Benedict Anderson, precisamente, se preguntaba por la relación que existía entre la nación y los usos políticos del pasado: ''Lo que en la mayoría de los escritos académicos parecía confusión maquiavélica o fantasía burguesa, o desinteresada verdad histórica, me pareció ahora algo más profundo e interesante. ¿Y si la ''antigüedad'' fuese, en cierta coyuntura histórica, la consecuencia necesaria de la novedad?'' (Anderson, 2007: 15).

 

La revisión de la relación nación e historia en los inicios de los estudios subalternos o poscoloniales: la crítica a la ''idea europea'' de la nación.

Para terminar este texto quisiera brevemente presentar ahora algunas de las formulaciones y cuestionamientos que, desde los estudios poscoloniales de las últimas décadas del siglo XX, se realizaron a las interpretaciones de la idea de nación estudiada desde Occidente. Nuevamente, es de advertir al lector que los textos que se referencian no constituyen un porcentaje significativo y completo de esa producción académica. Quisiera tan sólo anunciar ciertas consideraciones, muy generales e iniciales, acerca de la forma como una tradición de pensamiento –esto es, la de la conceptualización y representación de las naciones–, era retomada, discutida y reorientada por una comunidad de académicos para intentar llevar el problema de la nación a un escenario distinto al de Europa.

Desde luego, en los estudios poscoloniales, en los que apareció el tema de la ''colonialidad'' y la ''subalternidad'' de los grupos, se afirmaba que la legitimación de las naciones surgía de las ficciones narrativas y literarias que se habían construido sobre la base de un pasado europeo (Mignolo, 2004: 227-260; Chakrabarty, 2001: 133- 170). La Historia –en tanto objeto que desmitifica el pasado– por tanto, debía servir para cuestionar el etnocentrismo o eurocentrismo desde donde se interpretaba el fenómeno moderno de las naciones. En su texto sobre Orientalismo, publicado en 1978, Edward Said afirmaba que: ''Oriente ha servido para que Europa (u Occidente) se defina en contraposición a su imagen, su idea, su personalidad y su experiencia'' (Said, 2008: 20).

La reflexión de Edward Said –que intentaba explicar el surgimiento de algunos fenómenos modernos, como el interés de la Liga Musulmana por convertirse en un Estado Soberano desde 1940–, tenía en cuenta las imágenes del pasado y la colonización de las tierras bíblicas, limitada a la India, que establecieron y construyeron tanto Francia como Gran Bretaña en torno a Oriente en el siglo XIX. Uno de sus objetivos centrales, precisamente, consistía en demostrar como la construcción de los lenguajes del pasado justificaban actos de poder, por ejemplo, tal como la emergencia de las naciones europeas y la elaboración de una imagen del Oriente colonizado, es decir, como un espacio sin historia y sin cultura. La idea de Europa implicó así –como sugiere Jean Baechler– la construcción de un ''sistema de representaciones cerrado'', en el cual la adopción de la nación de Europa terminó siendo el papel al que quedaba reducido Oriente (Baechler, 1997: 28).

La imagen de un Oriente colonizado, sin unas tradiciones y sin una cultura política, justificaba las representaciones de pueblos sin historia que construía Occidente sobre ese otro espacio político. En este caso, las naciones de Europa no sólo lograron fortalecerse por sus conquistas territoriales y militares, sino también por el dominio del pasado y la manipulación de la memoria en las narrativas nacionales. La dominación era física y simbólica, ejercida ésta última por el control de la memoria (Ricoeur, 2008: 116; Ricoeur, 2002. 73-76). El estudio de esas narrativas y sus actos de poder, expresados en el lenguaje y las construcciones teóricas que se hacían de Oriente como estrategia para representar a Europa, serían el centro de las discusiones poscoloniales que se generaron en torno a las tradiciones de pensamiento nacionalistas en Occidente, esto es, acerca de la forma como se respondía a la pregunta qué es una nación como un ''acto de poder'', tal como lo anotaba Edward Said en su crítica a Ernest Renan:

Cuando Renan accedió a la cátedra de hebreo, su primera lección versó sobre la contribución de los pueblos semíticos a la historia de la civilización ¿Qué mayor afrenta se le podía hacer sutilmente a la historia <<sagrada>> que la de sustituir la intervención divina en la historia por un laboratorio filológico, y la de declarar que, en consecuencia, el interés de Oriente simplemente residía en la utilidad de su material para las investigaciones europeas?

Léase una página cualquiera de Renan sobre el árabe, el hebreo, el arameo o el protosemítico y se leerá un acto de poder, por el cual la autoridad del filólogo orientalista selecciona a voluntad de la biblioteca ejemplos del discurso humano, y los remite a ella rodeados por una suave prosa europea que destaca los defectos, las virtudes, los barbarismos y las imperfecciones de la lengua, el pueblo y la civilización. El tono y el tiempo de la exposición se expresan casi de forma uniforme en el presente actual, y esto produce la impresión de una demostración pedagógica durante la cual el erudito-científico se coloca ante nosotros en la plataforma de una clase-laboratorio para crear, encerrar y juzgar la materia que estudia (Said, 2008: 193-194 y 198).

Se presentaba, desde luego, una tendencia muy marcada en los estudios designados como poscoloniales a considerar el nacionalismo como el producto de la historia política europea. No sólo por las conquistas militares y políticas de las naciones, sino también por las formulaciones que hacían los pensadores europeos sobre la nación en el siglo XIX. El problema de la administración de la memoria, estos es, del control sobre la información y las representaciones que se construían del pasado, resultaba ser así un tema central en las reflexiones que se desarrollaban en torno a la nación en Oriente y América latina.

El interés principal de autores como Homi Bhabha, Dispesh Chakrabarty y Partha Chatterjee, escritores de la India, aunque desde distintos puntos de vista, coincidía en hacer valer el papel de los ''grupos subalternos'' en la construcción de su propia nación. No se trataba en ese sentido de negar a la nación, se trataba, más bien, de dotarla de una existencia y explicación histórica a partir del estudio de las experiencias, las formas de comportamientos, los intereses políticos y de la consideración de un tiempo heterogéneo, que –como señaló Chatterjee– no es el del capitalismo europeo (Chatterjee, 2008: 59). Se cuestionaba así las representaciones sobre la nación que se elaboraban desde Occidente para afirmar otras representaciones, en las cuales –como afirma Bhabha– ''lo pedagógico encuentra su autoridad narrativa en una tradición del pueblo'' (Bhabha, 2007: 184). De esta manera, la nación, a diferencia de lo sugerido por Benedict Anderson, no era el resultado del ''tiempo homogéneo vacío'' del capitalismo impreso, dado que ''la política no significa lo mismo para todas las personas'' (Chatterjee, 2008: 62).

Los estudios poscoloniales cuestionaban las representaciones políticas europeas que se tenían sobre el resto del mundo. La historia, desde este punto de vista, el poscolonial, era entendida entonces como un ''acto de poder'', esto es, como la producción de una narrativa destinada a la invención de un pasado que era elaborado y utilizado por Occidente para justificar su colonización frente a Oriente. Uno de los temas centrales en los trabajos poscoloniales, precisamente, tenía que ver con los usos del pasado y su relación con el eurocentrismo. El análisis de este tema permitió asignarle un papel protagónico a los sectores subalternos en el proceso de configuración de las naciones. Se trataba así de ofrecer una explicación de la nación apelando a la propia cultura y participación de los grupos sociales, lo cual implicaba considerar a las comunidades subalternas como actores centrales de la nación, es decir, como sujetos que poseían un pasado y construían sus propias representaciones políticas y sociales del Estado nacional.

 

Síntesis y conclusión

En este texto hemos intentado mostrar cómo el advenimiento de las naciones modernas no sólo implicó una serie de disputas políticas entre las viejas dinastías, tales como Inglaterra, Francia o Alemania, sino que también conllevó a una reflexión detenida sobre esa pregunta nueva que iba naciendo con ellas en el siglo XIX: ¿qué es una nación? Esta cuestión, por lo menos, fue uno de los puntos de partida de los trabajos de Ernest Renán y Lord Acton, trabajos que intentaban ofrecer una explicación histórica sobre el proceso de formación y las luchas nacionales de aquel siglo. Se trataba, desde luego, de comprender el presente de las naciones a partir de su relación con la historia, lo que, de cierto modo, daba cuenta de la importancia concedida a los fenómenos contemporáneos por parte de los historiadores en la elaboración del conocimiento acerca de las comunidades políticas nacionales.

No obstante, la pregunta por la nación se transformó por distintas circunstancias o por la variabilidad de los contextos políticos a principios del siglo XX. La intensificación de las luchas nacionales, el derrumbe de algunos viejos imperios (como el Austro-Húngaro) y el desarrollo de la Primera y Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, fueron algunas de las situaciones políticas que llevaron a los historiadores y otros científicos sociales a tratar de justificar y dotar de un contenido ideológico a las naciones, aun cuando no se renunciaba a la consideración de que la base central del proceso de formación de las comunidades nacionales se encontraban en la pertenencia a un territorio y unos elementos en común que provenían del pasado. Más que intentar definir la nación, en los trabajos de Otto Bauer y José Stalin la preocupación principal consistía en saber ¿cuáles debían ser los fundamentos del partido socialdemócrata frente al fenómeno de las naciones y nacionalismos? De cierto modo, se trataba no sólo de explicar el advenimiento de las naciones, sino de ofrecer un argumento ideológico, sustentado y justificado en el tiempo, que estableciera límites y garantizara la pervivencia de los sentimientos nacionales.

Pero nuevamente la pregunta por la nación sería redefinida al tiempo que las naciones y los contextos políticos se transformaban. Tras la caída del Estado Nacional Alemán en 1945, por ejemplo, un grupo de historiadores, entre los que podemos mencionar a Hans Kohn, Federico Chabod y J. H. Carlton, empezó a comprender el proceso no sólo de formación de las naciones, sino también de sus transformaciones y ocasos en el tiempo. Dando lugar ello a una importante reflexión sobre el carácter moderno de las naciones, carácter que no se situaba más allá de los años finales del siglo XVIII. Este intento por establecer los tiempos de la nación, sin duda, anunció la construcción de una nueva interpretación sobre los fenómenos nacionales de las comunidades políticas, en la medida en que pareciese que se renunciaba a la idea de la nación explicada en un período amplio y se abría la posibilidad de entenderla como una invención, una imaginación y una ficción propia del siglo XIX para tratar de mantener el principio de autodeterminación. Siendo esa idea –la de la nación como creación, invención e imaginación–, precisamente, la que sería objeto de una mayor atención en los estudios de Eric Hobsbawm, Elie Kedouire, Ernest Gellner, John Breuilly, Benedict Anderson, entre otros, después de los años 60`s del siglo XX.

La importancia de los estudios sobre la nación radicaba entonces en que no era una noción abstracta, vacía e inocua, pues siempre tenía unos contenidos bien definidos y justificados por la historia (pero en constantes cambios) en los distintos momentos en que se discutió y se hablaba en nombre de ella. Así, por ejemplo, mientras para algunos franceses en el siglo XIX, tal como Ernest Renan, la nación representaba una ''comunidad de destino'', una ''comunidad de olvido'' y una ''comunidad de recuerdos''; para algunos historiadores del siglo XX –como Hobsbawm y Benedict Anderson– las naciones modernas eran ''comunidades imaginadas'', sustentadas y legitimadas por la invención de viejas tradiciones. Asimismo, en los estudios poscoloniales se denunciaba a la nación europea como un intento de colonialidad del poder, esto es, de no reconocimiento de la historia y la cultura de otras nacionalidades que existían más allá de Europa Occidental. De manera que las naciones no tenían definiciones únicas en el tiempo, resultaban ser móviles y se transformaban a medida que la investigación histórica avanzaba en un contexto en constante transformación.

Así pues, las interpretaciones construidas por los historiadores acerca del proceso de formación de las naciones no pueden entenderse al margen de los variados y dinámicos contextos políticos de finales del siglo XIX y durante gran parte del XX. Es en el marco de la propia dinámica del tiempo presente de las naciones, sobre todo en cuanto a las luchas, los conflictos, las transformaciones y el derrumbe de las viejas dinastías imperiales, en el que la pregunta por el pasado y futuro de las comunidades políticas nacionales adquiría una validez y relevancia como objeto de estudio en la historia como disciplina. El debate acerca de las naciones –y toda la producción académica surgida de ello– parecía ser entonces el resultado de la novedad y las preocupaciones que despertaba el presente en sus distintos momentos.

 


* Este artículo presenta resultados de la investigación titulada ''Las letras de la provincia en la República. Educación, escuela y libros de la patria en las provincias de la Costa Atlántica Colombiana, 1821-1886'', la cual se entregó como tesis de doctorado en historia en la Universidad de los Andes. Agradezco a Colciencias y a la Universidad de los Andes por la financiación, al igual que al profesor Renán Silva por sus orientaciones y dirección. Agradezco a los colegas Francisco Ortega y Hugo Fazio por sus inobjetables comentarios.

*** Debido a la naturaleza misma del artículo, en el cual se insiste en tener en cuenta el año de publicación inicial de los textos, hemos colocado al final de cada referencia el año de la primera edición de cada libro o capitulo citado.

1 Es importante precisar en este punto que por naciones modernas entenderemos, siguiendo a Eric Hobsbawm, a las comunidades políticas que surgieron luego de la Revolución Francesa de 1789 hasta la segunda Guerra Mundial que terminó en 1945. En este texto empleamos el concepto sólo para describir el contexto de las naciones en el mundo occidental, aun cuando no desconocemos la importancia que tuvo el mismo tanto en América Latica como en Oriente Medio. (Hobsbawm, 1991: 23-53). Del mismo modo, un acercamiento a la problemática, -para los interesados en explorar el caso americano-, puede verse en los ensayos compilados por Guillermo Palacio sobre la nación y su historia en América Latina (Palacios, 2009: 413p). Una interpretación y crítica al concepto de nación asociada y reducida a occidente, también, se introduce y puede verse en los trabajos de Amartya Sen y Edward W. Said. (Said, 2008: 510), (Sen, 2007, 474).

2 Lord Acton era un historiador inglés del siglo XIX, el cual se interesó por el estudio del nacionalismo y su relación con el Estado. Además, desempeñó importantes cargos públicos, tal como miembro de la Cámara de los Comunes del Reino Unido entre 1859-1865, época ésta en la que escribió un artículo polémico sobre la nacionalidad que apareció publicado en The home and foreing review en el mes de julio de 1862. Ernest Renan, por su parte, era un escritor, filósofo, filólogo e historiador francés, quien estuvo vinculado a la Academia Francesa y a la administración del Collège de France. Asimismo, sería uno de los primeros historiadores preocupados por explorar el tema de la nación a partir de la memoria, el olvido y el tiempo.

3 Los historiadores Hans Kohn (1891-1971), Federico Chabod (1901-1960) y J. H. Carlton (1882-1964) se dedicaron al estudio de la historia del nacionalismo en Europa durante el siglo XIX. Kohn fue un historiador y filósofo judío, nacido en Praga, quien, además de dedicarse a la enseñanza de la historia en distintas universidades en los Estados Unidos, se preocupó por estudiar las relaciones que existían entre el nacionalismo, el judaísmo, el paneslavismo y el pensamiento nacional alemán. Chabod, por su parte, era un historiador italiano, nacido en Roma, profesor en la Universidad de Roma y en la de Milán, así como también miembro de importantes institutos históricos, entre los que podemos mencionar el Instituto Italiano de Estudios Históricos (fundado por Benedetto Croce), la Fu direttore della Rivista storica italiana e della Scuola di storia moderna e contemporanea dell'Università di Roma, membro dell' Accademia nazionale dei Lincei , della British Academy , dottore honoris causa all' Università di Oxford e di Granada , presidente della Società internazionale degli storici ,, Academia Nazionale dei Lincei y la Academia Británica; mientras que Carlton se desempeñó como profesor de la Universidad de Columbia y en cierta ocasión, llegó hacer embajador de los Estados Unidos en España.

4 Aunque en este trabajo sólo se referencia la controversia entre Otto Bauer y José Stalin, cabe anotar que el problema de la cuestión marxista por los austromarxistas también incluyó a otros representantes del Partido socialdemócrata de Austria y Alemania, tales como Karl Kautsky y Rosa Luxemburg (Hobsbawm, 1991: 9-21).

5 Según Cristopher A. Bayly, después de la derrota de Rusia a manos de Japón en 1905, el antisemitismo se incrementó en Rusia, donde, por ejemplo, la población judía representaba tan sólo el 7% de los habitantes en Viena. (Bayly, 2010: 252).


 

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