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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.12 no.22 Medellín Jan./June 2015

https://doi.org/10.17230/co-herencia.12.22.3 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

DOI: 10.17230/co-herencia.12.22.3

 

El culto de la forma en la literatura de Flaubert*

 

The Cult of Form in the Literature of Flaubert

 

 

Francisco Cruz León**

** Doctor (c) en Estética y Teoría del Arte, Universidad de Chile. Profesor de Teoría del Arte y Jefe de Investigación, Instituto de Arte, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. cruz.pancho@gmail.com

 

Recibido: 17 de diciembre 2014 | Aprobado: abril 17 de 2015

 


Resumen

El ensayo intenta pensar la respuesta de Flaubert al problema decimonónico de la justificación de la literatura. A modo de introducción, se presenta esta respuesta en los términos de una religión de la belleza, de la forma o del estilo. El ensayo va mostrando las distintas modulaciones de la tensión que encierra la fórmula flaubertiana: desde el cruce entre fe y escepticismo, pasando por la manera como sienta las bases para el arranque de las escrituras modernas a partir de una poética del estilo entendido como valor trascendente (Barthes), hasta el modo como prefigura la crisis de su programa al radicalizar la paradoja de la novela (Lukács) en el devenir del eje realista.

Palabras clave Forma, culto, novela, realismo, melancolía.


Abstract

This essay is an attempt to reflect upon Flaubert's answer to the nineteenth-century problem of justifying the existence of literature. As means of introduction, this answer is presented in terms of a religion of beauty, of form and of style. This essay shows the different stages through which the inherent tension of the Flaubertian formula evolves: from the relationship between faith and skepticism, through the ways in which set the ground for the departure of modern writing as a poetics of style understood as transcendent value (Barthes), to the way in which he foreshadows the crisis of his own program through the radicalization of the paradox of the novel (Lukács) in the evolution of the realist axis.

Key words Form, cult, novel, realism, melancholy.


 

 

La religión de la belleza

En una de las primeras cartas que Flaubert le escribe a su querida Louise Colet, el 6 de agosto de 1846, se puede leer la siguiente confesión:

Aún ahora, lo que me gusta por encima de todo es la forma, con tal que sea hermosa, y nada más. Las mujeres, que tienen el corazón demasiado ardiente y la mente demasiado exclusiva, no entienden esa religión de la belleza, con abstracción del sentimiento. Necesitan siempre una causa, una finalidad. Yo admiro tanto el oropel como el oro. Incluso es superior la poesía del oropel, porque es triste. Para mí no hay en el mundo más que los versos hermosos, las frases bien construidas, armoniosas, sonoras... Más allá, nada (Flaubert, 1989: 45).

La confesión es de orden estético; y en la extensa correspondencia que Flaubert le dedica a Louise Colet, marca el comienzo de una serie de afirmaciones cuyo contenido es similar. Ocurre, entonces, que en este epistolario se ofrece como el punto de partida de la articulación progresiva de una poética, donde el tópico recurrente será ese complejo problemático que he querido llamar el culto de la forma. Desde el principio, se observan las tensiones que encierra la fórmula: entre fe y escepticismo, ardor y frialdad, tristeza y armonía. Y es que la religión de la belleza sólo podía reverberar a la sombra de un mundo secularizado.

Sobre la naturaleza de este fondo profano de su culto, Flaubert ofrece una enorme cantidad de variaciones tanto literarias como epistolares. En la misma carta recién citada, y en una evidente paradoja, la sombra escéptica se vuelve incluso contra el propio arte: "Nadie posee en mayor grado que yo el sentimiento de la miseria de la vida. No creo en nada, ni siquiera en mí mismo, cosa que es infrecuente. Me dedico al arte porque me divierte, pero no tengo fe alguna en la belleza, ni en lo demás" (Flaubert, 1989: 23). Afirmaciones como ésta, más que desacreditar la hipótesis de un culto de la forma en la obra de Flaubert, lo que hacen es poner de manifiesto la tensión extrema en la que consiste la lógica de aquella fórmula, donde el fondo secular constituye la amenaza permanente de la disolución de toda fe.

 

Melancolía y tedio: la pasión de un mundo  secularizado

De manera ejemplar, Flaubert da testimonio de este fondo de negatividad en la forma de un temple que aparece inscrito repetidas veces en el cuerpo de su obra. Es la tristeza melancólica que, como ocurre en la poesía de su contemporáneo Baudelaire, viene modulada por un afecto típicamente moderno: el aburrimiento o tedio. Si el sentimiento melancólico de la miseria de la vida lleva con Flaubert a "su punto más hondo el pesimismo del siglo XIX pronunciado en Italia por Leopardi y en Alemania por Schopenhauer" (Friedrich, 1969: 137)1, es porque aquél padeció, como testigo de su tiempo, la consumación de una ideología que no hizo más que agudizar aquellas condiciones históricas y materiales que favorecieron el creciente dominio de la banalidad de las relaciones e ilusiones del mundo. Es la ideología burguesa, y su fe material en el progreso técnico-capitalista2, lo que, entre otras cosas, vino a expandir el sentimiento secularizado de una total inmanencia de la vida. En este contexto, el páthos melancólico no podía sino acrecentarse, en un doble sentido; pues si el núcleo del contenido de la conciencia melancólica ha sido siempre la temporalidad, cuyo poder devastador hace presente la caducidad y el vacío de todas las cosas, entonces, allí donde la distancia o separación entre el mundo y la infinitud se ha vuelto irreductible, la sombría fuerza del tiempo se dejaría sentir en toda su crudeza y desnudez3. Además, ocurre que la melancolía, modulada por el tedio en la segunda mitad del siglo XIX, empieza a perder su carácter de experiencia privativa de un cierto tipo de personaje (el artista romántico, por ejemplo), para convertirse en la cifra de la enfermedad secular.

Aparte de los pasajes de la correspondencia donde Flaubert declara, por ejemplo, llevar en sí "la melancolía de las razas bárbaras, con sus instintos de migración y sus ascos innatos ante la vida" (Flaubert, 1989: 44), y de aquellos otros en los que se hace evidente que tenía la más aguda conciencia de la implacable caducidad de todo lo que existe ("Jamás he visto un niño sin pensar que se convertiría en un anciano, ni una cuna sin imaginar una sepultura. Contemplar una mujer desnuda me hace imaginar su esqueleto..." [1989: 24]), cabe preguntarse por la manera como este temple melancólico se inscribe y escribe en el cuerpo de su obra de ficción.

Quizás pudiera decirse que en el origen mismo de la novela, en cuanto género moderno, se puede reconocer una semilla de índole melancólica, asociada a la pérdida definitiva del patrimonio mítico, legendario y milagroso sobre el que había florecido la épica. De ahí su tendencia a hacerse cargo de un mundo que ha devenido prosaico. En la perspectiva de Martín Cerda, la orientación fundacional del género heredada de la obra de Cervantes recién habría sido retomada por "los grandes realistas ingleses del siglo XVIII... que dirigieron la mirada hacia los gestos más prosaicos de la vida cotidiana" (Cerda, 1981: 9). Tal mirada, en la historia de la novela, se vuelve explícita y particularmente intensa con la voluntad programática de la llamada literatura realista francesa del siglo XIX. Con todo, no es la mera descripción de la vida cotidiana y profana modernas lo que, a priori, equivale a la perspectiva melancólica como cifra anímica de un determinado mundo narrativo. Al respecto, conviene recordar la diferencia que algunos críticos han subrayado entre las miradas de Balzac y Flaubert. En la casi infinita galería de personajes que ofrece Balzac, se encuentra muchas veces la banalidad de las relaciones e ilusiones humanas. Pero esta vacuidad de lo humano no es más que un aspecto dentro de una constelación mayor de posibilidades. Flaubert, en cambio, hace de este vacío el contenido transversal de todo su mundo. La diferencia de perspectiva se traduce para Curtius en dos efectos distintos: "Balzac siente un ardiente interés por la vida y nos contagia su fuego, como Flaubert su náusea" (Curtius, 1989: 160).

No es sólo, pues, que la melancolía aparezca inscrita repetidas veces en la obra de Flaubert, como estado de ánimo recurrente de un determinado personaje; por ejemplo, el de Frédéric Moreau en La educación sentimental. Ocurre, al mismo tiempo, que esta tristeza constituye, en parte, la unidad de perspectiva emocional que subyace a toda la escritura de Flaubert. Es significativo que la melancolía flaubertiana haya intentado resolverse, primero, a la manera romántica, en la construcción formalmente lírica o exaltada de un mundo alucinatorio, tal como puede observarse en la primera versión de La tentación de San Antonio (1849). Se sabe que Flaubert leyó el manuscrito de este texto a sus amigos Du Camp y Bouilhet, quienes en vez de aprobarlo, reaccionaron en la forma de una crítica demoledora (Cfr., Vargas Llosa, 1978: 51-57). Flaubert padece la crítica; esta primera desilusión literaria marca el hito de un giro decisivo en su manera de trabajar y viene a ser como la matriz del movimiento que se repite una y otra vez en el centro de su mundo narrativo: la expansión de la ilusión y su fracaso4.

 

El proyecto de Madame Bovary: un romántico que se castiga

El nuevo proyecto literario exigía de Flaubert el tener que comenzar a trabajar contra sí mismo, contra su tendencia natural hacia el lirismo romántico y la búsqueda nostálgica de mundos alternativos. Por eso es que el rendimiento de este cambio no podía sino contribuir a ese proceso que Hugo Friedrich señala como la "liquidación del romanticismo" (1969: 140). Con todo, habría que matizar la oposición tan categórica entre la estética romántica y los principios que movilizaron a los fundadores de la llamada "escuela realista". Basta con pensar, por ejemplo, en el "Prefacio a Cromwell" (1827) de Víctor Hugo, considerado por la crítica como texto clave para la inteligencia del programa romántico francés. El manifiesto, en vez de oponerse a una poética de lo real, parece aportar sus rudimentos; pues entre las nuevas condiciones que introduce el cristianismo y sobre cuyo destino se funda la poesía romántica, a diferencia del arte clásico, Hugo reconoce tres: la escisión entre finito e infinito, la expansión del "genio de la melancolía [...] y el demonio del análisis" (1989: 32). Aunque las primeras dos también condicionan el horizonte de la poética flaubertiana, es la vocación analítica del arte moderno lo que constituye el aporte y el germen estético-romántico singular que se emplazará, más tarde, en el centro del programa realista. En la perspectiva de Hugo, el destino del poema moderno se realizaría en la inclusión desprejuiciada de ese aspecto que el ideal clásico de la belleza había tendido a dejar en la sombra: lo feo, cuya modulación ejemplar, en el contexto romántico, sería lo grotesco. Pero esta voluntad crítica de hacerse cargo de la diversidad e imperfección de lo real, no se traduce en los términos de una pura representación de lo negativo. Es otra la tesis: "de la fecunda unión del tipo grotesco y del tipo sublime nace el genio moderno" (Hugo, 1989: 32). La eficacia del contraste, a juicio de Pablo Oyarzún, es de naturaleza dialéctica (2005: 122). Porque la inquietante presencia de lo grotesco al lado de los valores tradicionales, se resuelve en la manifestación de una nueva forma de belleza, nacida del conflicto. Y puesto que lo bello así pensado, en el plan teórico de Hugo, no se opone ahora a la verdad, lo negativo (el error, el mal, lo feo) vendría incorporado como un momento suyo.

Ahora bien, una de las piedras angulares de este modelo dialéctico es la pre-comprensión antropológica que aporta el punto de vista cristiano: "en la nueva poesía, mientras que lo sublime representará el alma tal como es, depurada por la moral cristiana, lo grotesco jugará el papel de la bestia humana" (Hugo, 1989: 39-40). En un mundo cada vez más secularizado, la vocación analítica del arte moderno no podía sino poner en crisis la dialéctica de las antípodas del romanticismo francés. Es lo que ocurre cuando Flaubert empieza a trabajar contra sí mismo. Al fijar la mirada sobre las relaciones de la vida cotidiana, su conciencia escéptica ya no encuentra ningún tipo demasiado alto, pero tampoco extraordinariamente bajo. La antítesis se disuelve en el encuentro con la banalidad de lo humano, transversal a todas las clases sociales, aunque aparentemente más visible en la pequeña burguesía de provincia. El mundo antitético de Hugo ofrece todavía rasgos asombrosos y extraordinarios. Con Flaubert, se afina la sensibilidad para la captación del hombre sin atributos (heroicos o monstruosos), que pulula y se hunde en la indiferencia de las masas modernas.

 

La paradoja de la novela

Pero el inicio del proyecto de Madame Bovary (1851-57), no sólo exigió de Flaubert una conversión de la mirada y, por tanto, de los materiales sobre los que ahora debía poner a prueba su oficio. Desde la escritura de la primera frase, Flaubert empieza a sufrir también, de manera ejemplar, una tensión extrema que sería –tomo la fórmula de Lukács– la paradoja de la novela5. Lukács piensa en la vocación problemática de la novela como género, en cuanto ejercicio de composición de una materia que se resiste a la naturaleza positiva inherente a toda forma. Los nuevos materiales de Flaubert agudizan la tendencia estructural de la novela hacia lo prosaico y, por tanto, ofrecen el mayor grado de resistencia a quien, desde antes de Madame Bovary, había depositado toda su fe en la fuerza positiva y redentora de las formas. Flaubert es absolutamente lúcido respecto de la paradoja en la que consiste su novela:

La vulgaridad de mi asunto me da a veces náuseas, y la dificultad de escribir bien tantas cosas tan comunes, en perspectiva aún, me espanta. Ahora he chocado con una escena de las más sencillas: una sangría y un desvanecimiento. Es muy difícil; y lo que es desolador es pensar que, incluso logrado a la perfección, no puede ser sino pasable, y nunca será hermoso, a causa del propio fondo. Hago una obra de payaso (Flaubert, 1989: 298).

La vulgaridad del asunto viene del encuentro de Flaubert con el empobrecimiento burgués de la vida social en su conjunto. Además, ocurre que este proceso histórico de banalización tiene para él las características de lo que Barthes denomina "un mal incurable" (2006a: 67). Pero la conciencia de la irreductible negatividad de los materiales, desata también en Flaubert una mayor lucidez frente al problema de la forma. En adelante, el estilo se convierte, de manera obsesiva y patológica, en el centro de gravedad de su literatura. En cierto sentido, la tendencia flaubertiana hacia el modo lírico-romántico representa un estadio primitivo, casi inconsciente, dentro de su interminable búsqueda de la perfección formal. Sin embargo, constituye también el impulso siempre latente que, a partir de Madame Bovary, Flaubert entiende debe reprimir: para lograr el justo dominio formal de lo resistente. Se comprende mejor, ahora, la idea del escritor que empieza a trabajar contra sí mismo. El estilo que, penosamente, Flaubert fue haciendo suyo, como un objeto de propiedad, parece haber sido tramado contra ese impulso secreto de su naturaleza. Poco tiempo después de iniciado el nuevo proyecto, él mismo se encarga de subrayar la diferencia:

Estoy ahora en un mundo del todo distinto, el de la observación atenta de los detalles más chatos. Tengo la mirada puesta en los musgos mohosos del alma. De ahí a los resplandores mitológicos y teológicos de San Antonio hay mucho trecho. Y así como el tema es distinto, escribo con un estilo totalmente diferente. Quiero que no haya en mi libro un solo movimiento ni un solo comentario del autor (Flaubert, 1989: 170).

Se comienza a perfilar, así, uno de los principios rectores del estilo narrativo de Flaubert: el ocultamiento ideal de la subjetividad del autor detrás del mundo que él mismo describe. La obsesión de Flaubert por despersonalizar la obra ("Ningún lirismo, nada de comentarios, la personalidad del autor está ausente" [1989: 168]), aparte de mostrarse como el mecanismo represor de su romanticismo nativo, entronca también con una tendencia general de la novela decimonónica, cuya técnica, según Hugo Friedrich, empieza "a colindar [...] con la historiografía documental y [...] con el relato de la ciencia de la naturaleza" (1969: 136). En este sentido, el principio flaubertiano de la impersonalidad, se cultiva en beneficio de una descripción de lo real que, idealmente, pretende dar en el blanco de su objeto. Pero, como enseña el mismo Friedrich, "la objetividad 'científica' de Flaubert es algo esencialmente diferente del interés, por ejemplo, de Balzac por lo real. Éste procedía del deleite por la pluralidad de lo dado, mientras que en Flaubert la objetividad se nutre de un odio al hombre y a las cosas" (1969: 137). Sería, entonces, también este mismo odio el que se pretende enfriar mediante el desapego del narrador, para ensayar la ilusoria tarea de la descripción exacta. Es ilusoria, porque el sentimiento flaubertiano del vacío de todo no puede dejar de contaminar su perspectiva, por más que ésta se ejercite en el distanciamiento de lo impersonal6.

Si el principio formal de la impersonalidad surge de la reacción contra un impulso romántico hacia el estallido orgiástico de la imaginación y como enfriamiento del humor nauseabundo de Flaubert frente a la viscosidad de la vida7, entonces, quizás pudiera pensarse, a modo de hipótesis, que el móvil de su estilo remite siempre a un complejo afectivo. El núcleo de este complejo ya ha sido señalado con el nombre de tristeza melancólica. La antigua y pluriforme tradición de la "melancolía poética", en términos muy generales, muestra precisamente que el dolor sirve como resorte de la creación, pues todo el poder seductor de una obra de arte, cuya eficacia se traduce en la afirmación del sujeto, depende de su acertado dominio simbólico de la misma tristeza. Benjamin ha enseñado que la naturaleza de esta relación tradicional entre la melancolía y la obra es visiblemente dialéctica (1990: 17). Ahora bien, se podría decir que Flaubert todavía trabaja conforme a ese modelo. Pero ocurre que su literatura aparece también como la cifra ejemplar de una tensión cada vez más problemática en lo que atañe al destino dialéctico de la melancolía poética. En otras palabras, con Flaubert el esquema dialéctico se vuelve extremadamente frágil.

 

La fundación de una escritura artesanal 

Dentro de la historia de la novela, la originalidad de la obra flaubertiana se relaciona con la crisis de una manera de hacer literatura que Barthes sitúa en el período de la escritura burguesa. La ruptura con este modelo, asociada a la conjunción de nuevos hechos históricos, entre los que cabe señalar la industrialización y "el nacimiento del capitalismo moderno" (Barthes, 2006a: 64), se produce en aquellos escritores que, como Flaubert, padecen "el estado burgués [como] un mal incurable" (2006a: 67). La experiencia melancólica de la irreductible negatividad del mundo hace que Flaubert se enfrente al problema de la justificación de la literatura: en su conciencia escéptica ya no aparece ninguna finalidad o contenido capaz de salvarla. La pérdida del sentido de los materiales desencadena el culto flaubertiano de la forma, que se realiza en la fundación de lo que Barthes entiende como una "escritura artesanal" (2006a: 67). Si este nuevo modelo rompe con la manera de trabajar de la escritura burguesa, es porque, en cierta medida, invierte el centro de gravedad de la literatura: la forma deja de ser un instrumento universal al servicio del pensamiento, "la vestimenta última (el ornamento) de las ideas y de las pasiones" (2006b: 193), y se convierte en un objeto de propiedad y responsabilidad individual sobre el que se debe trabajar para recién poder pensar. El arduo tallado de la forma es, a partir de ahora, la condición de posibilidad del pensamiento. En esta perspectiva, se entiende la precisión de Barthes: "a los ojos de Flaubert, desaparece la oposición misma de fondo y forma: escribir y pensar son una sola cosa" (2006b: 193).

Si el modelo dialéctico de la "melancolía poética" se fragiliza en la obra de Flaubert, es porque la superación artística de la tristeza depende ahora exclusivamente de la filigrana del estilo, tramada sobre un fondo que tiende a la dislocación de todo dominio formal. De ahí que el esfuerzo estilístico haya alcanzado con Flaubert una dimensión inédita. Es la dimensión de lo atroz, tal como se lee en la carta del 12 de septiembre de 1853:

¡Me da vueltas la cabeza de aburrimiento, de desánimo, de cansancio! He pasado cuatro horas sin poder hacer ni una frase. Hoy no he escrito ni una línea, o más bien, habré garabateado cien. ¡Qué trabajo atroz!

¡Qué fastidio! ¡Oh, el Arte, el Arte! ¿Qué es, pues, esta quimera rabiosa que nos muerde el corazón, y por qué? ¡Es una locura el tomarse tanto trabajo! (Flaubert, 1989: 324).

El dolor de la escritura tiene que ver con la resistencia de los materiales al destilado de la forma. Es la opacidad del mundo lo que exige de Flaubert el tener que comenzar a trabajar el lenguaje como un objeto de propiedad que vale por sí mismo: "vivir [su] estructura [...] como una pasión" (Barthes, 2006b: 194). La Forma (o la estructura Ideal del lenguaje) es esa quimera rabiosa que le muerde el corazón. Es la mordedura ambigua del Arte que desata en él un amor ardiente, exclusivo y abnegado, como el de los místicos8, pero a la vez el sufrimiento desmedido o atroz. Y es que el dolor del esfuerzo estilístico forma parte de un destino concreto que Flaubert entiende en términos sacrificiales: "Si queréis buscar a la vez la Felicidad y la Belleza no alcanzaréis ni una ni otra, pues la segunda no llega más que mediante el sacrificio" (1989: 310). La vocación literaria, como pasión extrema, exige la anulación de la propia vida: el aislamiento despiadado, el asco propio de la lucidez y el peligro inminente del extravío. Todo en aras de esa quimera que aparece como un "pequeño fulgor en el horizonte" (310).

 

La novela como arte o el ejercicio de la corrección infinita

Es cierto que Flaubert, a veces, deja caer la sombra escéptica sobre este mismo fulgor, cuando precisamente se perfila en su conciencia en la forma del engaño, el espejismo, la ilusión: "sí, trabaja, ama el Arte. De todas las mentiras, aún es la menos engañosa" (1989: 31). Pero ocurre también, y con mayor frecuencia, que la correspondencia ofrece numerosos ejemplos sobre la conversión del espejismo en un principio trascendente, absoluto:

Eso somos nosotros, poceros y jardineros. Sacamos de las putrefacciones de la humanidad deleites para ella misma, hacemos crecer canastillas de flores sobre miserias amontonadas. El Hecho se destila en la Forma y sube a lo alto, como un puro incienso del Espíritu, hacia lo Eterno, lo Inmutable, lo Absoluto, lo Ideal (Flaubert, 1989: 350)9.

La novela como arte, vale decir, como búsqueda de esa perfección formal eterna y necesaria que "no necesita más apoyo que el requerido por una estrella" (Flaubert, 1989: 41), es la manera flaubertiana de resolver el problema decimonónico del centro de gravedad de la literatura. Si bien responde a la crisis de la escritura burguesa, todavía no rompe el círculo "del patrimonio burgués, [pues] no perturba ningún orden" (Barthes, 2006a: 76), por más desencantado que sea su mundo. El orden al que remite el pensamiento de Barthes es el orden del lenguaje. En otras palabras, el modelo flaubertiano no disloca la estructura del lenguaje tradicional. Pero al trabajarlo como si fuera un objeto de propiedad que vale por sí mismo, sienta las bases para el arranque de las escrituras modernas, cuyo imperativo común será el acto fundacional de sus formas. Una de las paradojas de la respuesta de Flaubert consiste en haber influido en la proliferación y relatividad de las formas, desde una poética del estilo entendido como "valor trascendente a la Historia, tal como puede serlo el lenguaje ritual de los sacerdotes" (Barthes, 2006a: 76).

El destino paradójico de la literatura flaubertiana es también la paradoja de su pasión; el dolor de la escritura es el reverso de su fe en la Forma como principio absoluto. Lo atroz del trabajo hace sentir, una y otra vez, la ausencia de este lenguaje quimérico. Si el dolor del estilo es "infinito" (Barthes, 2006b: 191), es porque la Forma o la estructura Ideal del lenguaje no es más que la promesa o el espejismo siempre diferido para el peregrino en el desierto. Flaubert se precipita en el abismo del lenguaje, exigido por la resistencia de la materia que intenta dominar. La literatura se convierte para él en un ejercicio de corrección infinita. Barthes ha enseñado las dos roturas más visibles sobre las que este trabajo se abisma: las repeticiones de palabras y las transiciones del discurso. Para un escritor cuya obsesión estilística principal era lograr la más perfecta musicalidad en el artesanado de sus frases, la repetición fónica se convierte en algo "inaudito" que debe ser corregido mediante la sustitución de un fonema por otro más acertado en lo que al dominio del contenido se refiere. Si bien, en este punto, las posibilidades de corrección son limitadas, Barthes muestra que Flaubert introduce "el vértigo de una corrección infinita: lo difícil para él no es la corrección misma (efectivamente limitada) sino la marcación del lugar donde es necesaria" (2006b: 198). Las repeticiones se multiplican en el texto como sombras nunca del todo visibles, de manera que lo "inaudito" anida en la escritura como una amenaza siempre latente. Flaubert padece el peligro del desequilibrio formal como algo tortuosamente irreductible.

El segundo punto vertiginoso en la búsqueda flaubertiana de la forma ideal, tiene que ver con el encadenamiento de las frases, párrafos, capítulos y partes del discurso en general. Barthes entiende que las articulaciones, en el caso de Flaubert, antes que responder al dominio de la lógica, se resuelven más primariamente de acuerdo con la ley de los significantes. Es la ley de la fluidez del discurso, del ritmo capaz de producir una suerte de encantamiento en los lectores, casi en forma independiente de los pensamientos que expresa. En este caso, Flaubert se queja a menudo de la rigidez autárquica de sus frases o párrafos y de la consiguiente falta de fluidez entre las partes del discurso. Sin embargo, él mismo atribuye ese carácter estático y autónomo al estilo que ha sido trabajado hasta la perfección10. Se introduce por segunda vez el vértigo de la corrección infinita: lo perfecto debe ser aflojado y desarmado una y otra vez para no perder el equilibrio rítmico de la composición.

La paradoja remite a un objeto lingüístico que se encuentra en el núcleo de la obsesión estilística de Flaubert: la frase. En su prosa, ésta se convierte en el centro de gravedad de la escritura: la "frase se da siempre como un objeto separado, acabado, se podría decir casi transportable, aunque nunca alcance el modelo aforístico pues su unidad no proviene de la clausura de su contenido sino del proyecto evidente que la ha fundado como objeto: la frase de Flaubert es una cosa" (Barthes, 2006b: 202). En este esfuerzo artesanal por hacer de la frase una cosa, se puede ver la fascinación flaubertiana por el rigor métrico y sintético del verso. De ahí que su proyecto literario se oriente contra el destino prosaico del género narrativo: en el intento de llevar la novela a la altura y dignidad de la poesía, e incluso más allá. En este sentido, Kayser llega a considerar las novelas de Flaubert como "obras de arte acabadas" (1981: 488). Sin embargo, añade también que su fórmula no podía sino ser abandonada en el devenir del género, "porque, en el fondo, esta actitud no es típicamente propia de la novela" (488).

 

El destino crítico del eje realista de Flaubert

Es cierto lo que dice Kayser con relación al inevitable abandono del programa flaubertiano sensu stricto por parte de la novela en sus variaciones posteriores, sin perjuicio de la enorme influencia que también ejerció sobre este mismo destino. Pero hay algo en lo que Kayser no repara: la prefiguración de la crisis del modelo se encuentra en el propio Flaubert. Si se observa el desarrollo de lo que tiende a perfilarse como el eje realista de su literatura, vale decir, esa trilogía que se abre con Madame Bovary (1857), prosigue con La educación sentimental (1869) y remata en la obra póstuma Bouvard y Pécuchet (1881), ocurre que se muestra como la radicalización progresiva de "la naturaleza paradójica de la novela" (Lukács, 2010: 116). Porque el culto de la forma no se resuelve en favor del encubrimiento de la negatividad que intenta dominar. La justa elaboración de lo resistente exige un perfecto equilibrio entre fondo y forma. Si lo negativo del fondo es inseparable de una melancolía del tiempo vacío, entonces éste debiese ocupar un lugar central en la realización de ese equilibrio. Es el protagonismo unitario del desgarro y la inanidad temporales lo que Lukács celebra como la virtud fundamental de forma-y-contenido en la novela La educación sentimental. Contra las lecturas formalistas o idealistas que subrayan la potencia victoriosamente orgánica de la ficción, Lukács advierte que "de entre las grandes obras de este tipo –se refiere a las novelas cuyo sello común sería un cierto "romanticismo del desencanto"–, La educación sentimental parece ser la más carente de composición" (Lukács, 2010: 122). En otras palabras, Flaubert daría lugar a la experiencia de la monótona gravedad del tiempo escindido en la forma de lo fragmentario:

... no se evidencia allí ningún intento por contrarrestar la desintegración de la realidad exterior en partes heterogéneas y frágiles a través de algún tipo de reunificación o por reemplazar las partes ausentes o valencias de sentido a través de imágenes líricas de estados de ánimo; los fragmentos de realidad yacen ante nuestros ojos en toda su desnudez y aislamiento (Lukács, 2010: 122).

De esta manera, La educación sentimental aspiraría al equilibrio en la representación de un mundo desgarrado y vacío, donde los personajes sólo coinciden en su inanidad. En efecto, la expansión de la ilusión romántica que inicialmente se desata en el protagonista en la forma de un amor ideal por la señora Arnoux, fracasa una y otra vez en el encuentro fallido con la banalidad y estupidez del mundo circundante, y lo que es peor aún, termina hundiéndose en el mismo desierto de las relaciones humanas. En esta perspectiva, La educación sentimental progresa, más allá de Madame Bovary, sobre todo en la incorporación formal de la resistencia de los materiales. Por eso es que la novela, a diferencia de Madame Bovary, tiende a desinflar y adormecer el efecto de envolvimiento dramático, pinacular, en virtud de su paradójica fragmentación monotonal, ejemplarmente indiferente a casi todo centro temático de gravedad. Flaubert fue consciente del carácter cada vez más "desértico" de su mundo narrativo:

[La educación sentimental] Es demasiado verídica, y desde el punto de vista estético le falta la falsedad de la perspectiva... Toda obra de arte ha de tener una punta, un pico, ha de formar una pirámide, o bien la luz ha de caer en un punto de la esfera. Y de todo esto nada existe en la vida. Pero el arte no es la naturaleza. Nada hace, creo, ni nadie ha ido en cuanto a honradez más allá (citado por Lukács, 1966: 181-182).

La ambigüedad de la autocrítica consiste en la oscilación entre la defensa de los artilugios del arte y el valor de verdad que Flaubert le atribuye al trabajo de La educación sentimental. En la poética de Hugo, semejante valor resulta del destino analítico del arte moderno. Quizás pudiera pensarse que es esta misma vocación la que se intensifica en el proyecto de obra final, haciendo estallar el modelo puramente narrativo de las novelas anteriores. Y es que la narración literalmente se detiene en Bouvard y Pécuchet: constituye tan sólo el prólogo de un libro cuya segunda parte no es más que una enorme colección de citas tomadas de distintas fuentes. Ocurre, además, que el propio mundo narrativo de Bouvard y Pécuchet lleva hasta el extremo esa tendencia general de la novela decimonónica que consiste en aproximarse a la historiografía documental y al relato de la ciencia de la naturaleza. Pero este último recurso ya no está tanto al servicio de la descripción exacta de un determinado fenómeno narrativo: ahora la objetividad "científica" de Flaubert trabaja como parodia de sí misma. Y es que el argumento narrativo sirve como sangrienta caricatura de la ideología del Progreso de la inteligencia humana. El esquema flaubertiano de la expansión de la ilusión y su fracaso toma en Bouvard y Pécuchet una dimensión monstruosa, en la delirante e infeliz aventura técnica, científica y humanística de los dos personajes que, después de naufragar en casi todos los proyectos, deciden retomar su antiguo oficio de copistas. Esta vez para copiar, tal como lo hiciera Flaubert durante toda su vida, una caótica colección de fragmentos a la manera de pruebas de la incurable banalidad, arbitrariedad y tontería humanas.11  

 

 

 

 

 

 


* Este artículo presenta resultados de investigación doctoral dedicada al estudio de la obra del pintor y escritor chileno Adolfo Couve, cuyo modelo literario principal fue precisamente Gustave Flaubert. Programa de Doctorado en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte, Facultad de Artes, Universidad de Chile y financiado con una beca de estudios de postgrado por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT).

1 La profundidad del pesimismo flaubertiano tendría que ver, según Friedrich, con la ausencia total de una perspectiva de salvación, ya sea lírica (Leopardi) o ascética (Schopenhauer). Sin embargo, como trataré de mostrar, una fe análoga a la lírica, aunque fragilizada, asomaría precisamente en el culto flaubertiano de la forma.

2 A propósito de la industrialización, que sería una de estas condiciones históricas que se vino a agudizar con el desarrollo de la ideología burguesa, Flaubert le escribe a Louise: "¡Qué jaleo provoca la industria en el mundo! ¡Qué cosa escandalosa es la máquina! A propósito de industria, ¿has pensado alguna vez en la cantidad de profesionales idiotas que engendra y en la masa de estupidez que, a la larga, ha de provenir de ella? ¡Sería una estadística espantosa de hacer! ¿Qué puede esperarse de un pueblo como el de Manchester, que se pasa la vida haciendo alfileres? ¡Y la confección de un alfiler exige cinco o seis especialidades diferentes! Al subdividirse el trabajo, nacen, pues, junto a las máquinas, cantidades de hombres-máquina. ¡Qué función la de revisor en el ferrocarril o la de ajustador en una imprenta!, etc., etc. Sí, la humanidad vira a lo estúpido" (Flaubert, 1989: 307).

3 Es interesante que Hölderlin haya entendido la retirada del dios, como destino de la modernidad, en los términos de una nueva temporalidad asociada al sufrimiento extremo: "En momento tal, el hombre se olvida a sí mismo y al dios, y se da la vuelta –cierto que de manera sagradacomo un traidor. En el límite extremo del padecer ya no queda, en efecto, otra cosa que las condiciones del tiempo o del espacio. En este límite se olvida el hombre, porque él está totalmente en el momento; el dios, porque él no es otra cosa que tiempo" (Hölderlin, 2001: 155).

4 Léase, por ejemplo, el siguiente pasaje de La educación sentimental, relativo a la experiencia melancólica que se apodera del protagonista: "Entonces se acordó de aquella noche del invierno anterior, en que, saliendo de la casa de ella por primera vez, le había sido preciso detenerse: tan fuertemente palpitaba su corazón a la presión de sus esperanzas. ¡Todas habían muerto ya! // Algunas oscuras nubes ocultaban la luna; la contemplaba soñando con la magnitud de los espacios, con la miseria de la vida, con lo vacío de todo" (Flaubert, 2007: 102).

5 "Toda forma debe contener algún elemento positivo para adquirir la sustancia de la forma. La naturaleza paradójica de la novela se revela de manera sorprendente en el hecho de que el estado del mundo y el tipo humano que más se corresponde con sus requerimientos formales –para el que constituye la única forma adecuada– enfrenten al escritor con problemas prácticamente irresolubles" (Lukács, 2010: 116117).

6 En esta línea, Curtius discute la pretensión "realista" del programa flaubertiano: "L'éternelle misèrede tout – tal es el saldo que establece de la existencia humana. Ésta es su perspectiva. Él la da por una constatación objetiva, como si existiera una verdad objetiva acerca de la vida. Flaubert pretende que miremos a través de sus ojos. Su realismo es un nihilismo. En este mundo nada hay que sea edificante, ningún poder que nos eleve, ninguna fe y ninguna esperanza" (Curtius, 1989: 159-160).

7 "Tuve, de muy joven, un presentimiento completo de la vida. Era como el nauseabundo hedor que se escapa de una cocina por un tragaluz. No hace falta haber probado la comida para saber que te daría ganas de vomitar" (Barnes, 2009: 38).

8 En la correspondencia, Flaubert tiende a vincular el sentimiento religioso de los místicos con el amor por el Arte: "La humanidad nos odia, no la servimos y la odiamos, pues nos hiere. ¡Amémonos, pues, en el Arte, como los místicos se aman en Dios, y que todo palidezca ante este amor! ¡Que las demás candelas de la vida (apestan todas) desaparezcan ante ese gran sol!" (1989: 307); "Se asombra uno ante los místicos, pero ahí está el secreto. Su amor, a la manera de los torrentes, no tenía más que un solo lecho, angosto, profundo, inclinado, y por eso lo arrastraba todo" (310).

9 Innumerables son los pasajes de la correspondencia en los que se puede confirmar la hipótesis de un culto flaubertiano del Arte o de la Forma. Añado al del cuerpo del texto este otro: "No hay que creer siempre que el sentimiento lo es todo. En las artes no es nada sin la forma. Todo esto para decir que las mujeres, que han amado tanto, no conocen el amor, por haber estado demasiado preocupadas con él; no tienen un apetito desinteresado por lo Bello. Para ellas siempre ha de estar ligado a algo, a un fin, a una cuestión práctica. Escriben para satisfacer su corazón, pero no atraídas por el Arte, principio absoluto en sí mismo y que no necesita más apoyo que el requerido por una estrella" (Flaubert, 1989: 41). Además, el lector puede confrontar la hipótesis en los siguientes pasajes: 31; 55; 56-57; 65; 307; 310.

10 "Cada párrafo es bueno en sí, y hay páginas perfectas, estoy seguro. Pero precisamente debido a eso, no funciona. Es una serie de párrafos modelados, completos, y que no montan unos sobre otros. Va a ser preciso desatornillarlos, aflojar las juntas, como se hace con los mástiles de barco cuando se quiere que las velas tomen más viento" (Flaubert, 1989: 252).

11 Con todo, aparentemente Flaubert nunca rechazó el carácter redentor de las potencias del Arte. Junto con la fe en la naturaleza salvífica del Arte, habría que agregar que nunca abandonó tampoco su poética del estilo entendido como un valor Absoluto. En 1876, cuatro años antes de morir, le escribe a George Sand: "Recuerdo haber tenido palpitaciones, haber sentido un placer violento contemplando un muro de la Acrópolis [...] Me pregunto si un libro, independientemente de lo que diga, no puede producir el mismo efecto. En la precisión de su armado, la rareza de los elementos, el pulimiento de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no existe acaso una virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo de eterno como un principio?" (citado por Valdés, 2005: 11).


 

Referencias

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