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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.13 no.25 Medellín July 2016

 

Presentación

La referencia estadounidense en los inicios de las naciones de la América española

Daniel Gutiérrez-Ardila

Isidro Vanegas

Andrés Vélez-Posada


En 1865 el artista altoperuano Mariano Florentino Olivares pintó la Alegoría de la unión americana. Aquel año en que Olivares plasmaba esa sagaz personificación alegórica de América como una de las partes del mundo, la Guerra de Secesión en Estados Unidos llegaba a su fin y España abandonaba República Dominicana, tras una de las varias incursiones militares con que la antigua metrópoli buscaba volver a hacerse de posesiones ultramarinas.

Con un empleo ingenioso del clásico lenguaje iconológico que se remonta a Cesare Ripa, Olivares logró en aquel cuadro una composición donde la personificación femenina del Nuevo Continente no es representada con los gestos y elementos habituales de atonía, sumisión, barbarie, lujuria o melancólica languidez. En su lugar, se levanta en medio del cuadro una mujer americana con la mirada fija y concentrada en algo que está ante ella, pero fuera del cuadro. Con el torso desnudo, lleva colgada en su espalda una aljaba llena de flechas, porta un cinturón de oro, está vestida con falda de plumas coloridas, calzada con sandalias y coronada con un elegante penacho. Alzando su brazo en posición de ataque, blande en la mano derecha una espada, mientras que con la izquierda empuña un arco y dos flechas, a la vez que sostiene entre antebrazo y torso ocho astas con sus banderas ondeantes. Su pie derecho pisa con firmeza el dorso de un león yacente, y junto a su pie izquierdo, arrojados en el suelo, se distinguen los eslabones sueltos de una cadena y una trompeta militar (donde el artista estampó su firma). La escena se proyecta sobre un paisaje montañoso en cuyo fondo se observan las cumbres nevadas de la cordillera de los Andes, que reflejan una tenue luz. El cielo nublado que domina el fondo del cuadro le da a la América un halo tan amenazante como protector, que semeja el gesto providencial del arcángel Miguel. Las posturas, situaciones y objetos son todos altamente significativos, pero interesa retener la defensa de las banderas, la disposición a la lucha con la espada y el sometimiento de la fiera. En alusión a la monarquía española, el león tendido a los pies de América gira y levanta su cabeza hacia ella abriendo sus fauces, pero en su mirada no se advierte la amenaza sino más bien la docilidad del perro -agudeza humorística de Olivares-. La composición da a entender el sometimiento de la ambición y la soberbia europeas por cuenta de la espada de la justica americana. Sin embargo, el dominio manifiesto no es confiado, pues ella está lista a reaccionar ante las amenazas eventuales que parece contemplar. Esta Alegoría de la unión americana sigue produciendo sentido. Entre las ocho astas es posible distinguir siete banderas, las de Perú, Colombia, México, Argentina, Bolivia, Chile y Estados Unidos. El conjunto no deja hoy de generar extrañeza, dado que los colores de algunas de las jóvenes repúblicas americanas aparecen en una contigüidad que las liga a la república del norte. Ese desfase que puede suscitar la pintura de Olivares es del mismo género que el que hemos tratado de elaborar y comunicar al lector de este número temático, cuando le mostramos cómo, a pesar de las supuestas certezas en sentido contrario, Estados Unidos fue durante gran parte del siglo XIX un referente ineludible en las representaciones, modos de comprensión y proyectos de los ciudadanos de las naciones de la América española.

Como sucede en la pintura, esperamos que los artículos aquí reunidos ayuden a ver bajo una luz distinta a la habitual a un actor que ha jugado un papel clave en la definición de la trayectoria vital de los Estados hispanoamericanos desde sus orígenes. La tensión que se vuelve a poner de presente entre la imagen usual de la Unión norteamericana como un vecino prepotente y abusivo, y la de una república comprometida fraternalmente con sus hermanas en una lucha común induce a formular preguntas importantes tanto sobre la naturaleza de las relaciones que tejieron las naciones del continente en el siglo XIX como acerca de los ideales que animaban esas relaciones.

Los nueve artículos que componen este número temático sobre "La referencia estadounidense en los inicios de las naciones de la América española" intentan responder a aquellas preocupaciones fundamentales desde diferentes ángulos. En primer lugar, el número fue concebido como un ejercicio comparativo. Así, el texto de Gabriel Di Meglio sobre las visiones que con respecto a los Estados Unidos fueron forjando los independentistas rioplatenses a lo largo de dos décadas ofrece un interesante contraste con el caso neogranadino, estudiado por Isidro Vanegas. Esta preocupación con que los testigos de una revolución en curso miraron hacia otra ubicada en el pasado reciente y desarrollada en Norteamérica se contrapone a su vez a la atención expectante con que los estadounidenses mismos observaron la actualidad turbulenta de la América española: Mónica Henry analiza las reseñas incluidas en la prensa angloamericana con respecto a las historias de la revolución escritas por Palacio Fajardo, Teresa de Mier, Pazos Kanki, el Deán Funes y Restrepo; Juan Luis Ossa estudia a los comisionados de James Monroe en el Chile de O'Higgins, y Edgardo Pérez se interesa por el agente Richard Anderson, encargado de la primera legación del gobierno de Washington en Colombia, desde una original perspectiva: las aspiraciones que despertó el triunfo republicano en Sudamérica en las élites provincianas de Kentucky. Este cruce equilibrado de visiones recíprocas es complementado por el enfoque institucional de Carole Leal, que aborda en su texto las discusiones que sobre el sistema federal se desarrollaron en Venezuela en tiempos de la Primera República. Finalmente, se explora lo que podría designarse como las vicisitudes y los tiempos del desencanto incipiente. Daniel Gutiérrez Ardila intenta establecer una periodización y definir los diferentes estadios de la relación que la Nueva Granada/Colombia mantuvo con los Estados Unidos a lo largo del siglo XIX, indicando la perdurabilidad del dogma de la alianza natural y su abandono tardío en beneficio de una alianza desigual, no exenta de riesgos, pero preferible en cualquier caso al renaciente expansionismo europeo. Por último, Jairo Campuzano-Hoyos inquiere acerca de la consolidación de otras referencias en la América Latina finisecular, cuando la divergencia de la experiencia norteamericana parecía desaconsejar en adelante su compatibilidad. Al menos así parece mostrarlo el caso de Colombia, cuya diplomacia en expansión se interesó por Argentina y México como fuentes de inspiración y acudió a Cuba como almacén de inmigrantes, del mismo modo que lo había hecho con Estados Unidos a mediados de siglo.

El número inicia con la transcripción de una memoria sobre la emigración que Pedro Alcántara Herrán remitió desde Washington al gobierno de la Nueva Granada en mayo de 1848, cuando se desempeñaba allí como ministro plenipotenciario. Se trata de un documento inédito en donde el ejemplo de la veloz expansión de los Estados Unidos hacia el oeste, merced a las oleadas de colonos europeos, es propuesto como un remedio capaz de asegurar a la Nueva Granada la soberanía sobre sus fronteras y de civilizar a una población sobre la que Herrán no fundaba grandes esperanzas.

En 1949 Pierre Chaunu publicó un compendio histórico de América Latina destinado a los estudiantes universitarios franceses. Fuertemente influenciado por la visión de la Segunda Guerra Mundial sobre la historia contemporánea como una contienda entre superimperios, el libro veía el transcurso vital del subcontinente como el tránsito de una dependencia a otra: de la corona española, Hispanoamérica había pasado a un "fideicomiso" colectivo de las grandes potencias europeas y, finalmente, a la "colonización yanqui" (Chaunu, 1949). Esta idea simplista, que fue compartida por muchos intelectuales de todas las procedencias, es impugnada por los estudios reunidos en este número. Reducir las relaciones entre las dos Américas a una historia neocolonial es un despropósito, no solo porque falsifica un intercambio mucho más rico y complejo, sino también porque las discusiones políticas que aparecen en los periódicos y en los foros de las repúblicas de la América española dejan claro que la independencia era considerada un bien significativo, una ruptura positiva que había engendrado una vertiginosa transformación. De cualquier manera, Estados Unidos nos ha inquietado y nos seguirá inquietando por largo tiempo: más vale estudiarlo con rigor.

Agradecemos de manera calurosa tanto a los autores como a los evaluadores por su generosidad y entusiasmo.

Referencia

Chaunu, Pierre (1949). Histoire de l'Amérique Latine. París: Presses Universitaires de France. [ Links ]

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