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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.13 no.25 Medellín July 2016

https://doi.org/10.17230/co-herencia.13.25.3 

Artículo

La revolución angloamericana como herramienta. Nueva Granada 1808-1816

Anglo-American Revolution as Tool. Nueva Granada 1808-1816

Isidro Vanegas-Useche** 

1** Doctor en Historia, Universidad París I-Sorbona (Francia). Profesor de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en Tunja. Colombia. isidrovanegas@yahoo.fr


Resumen

La Revolución Angloamericana es rutinariamente designada como una de las tres "influencias" básicas de las revoluciones de la América española, aunque esta aserción no deriva de estudios sustantivos de la cuestión. Este artículo prefiere tomar una vía distinta al difusionismo, indagando por las temporalidades, las vías y las maneras como los revolucionarios neogranadinos utilizaron el precedente estadounidense para reafirmar sus propias escogencias como hombres públicos confrontados a grandes problemas que requerían imperiosamente soluciones particulares.

Palabras clave: Colombia; Estados Unidos; revolución; difusionismo; república.

Abstract

The Angloamerican Revolution is routinely named one of the three basic "influences" of revolutions of Spanish America, although this assertion is not derived from substantive studies of the issue. This article prefer to take a different route to diffusionism, inquiring by temporality, roads and ways as newgrenadins revolutionaries used the american precedent to reaffirm their own choices as public men face enormous problems requiring specific solutions imperiously.

Key words: Colombia; United States; revolution; diffusionism; republic.

A lo largo de los dos siglos de historia colombiana, Estados Unidos y su revolución han sido puntos de referencia cruciales para la expresión de los dilemas y tensiones de la sociedad, y para el moldeamiento, en una necesaria y a veces áspera relación con un otro, de la comunidad política. En un primer momento evocados por doquier e inspiradores de la ruptura de los neogranadinos con su metrópoli española, el lugar de aquellos referentes cambió a medida que Estados Unidos desplegó una supremacía agresiva en la América española y que el ideal de cambio revolucionario fue abandonando los registros republicanos clásicos y en su lugar se adoptaron unas exigencias directamente sociales y económicas.

Este artículo indaga acerca del rol que pudo tener la Revolución Angloamericana2 en los acontecimientos revolucionarios neogranadinos que inician hacia 1808. Aunque los personajes y textos que intervienen en el relato han merecido algún estudio, añado ciertas precisiones significativas. En cuanto a la caracterización de la relación entre uno y otro acontecimiento puede esperarse algo menos habitual, lo cual exige un cierto cambio de enfoque, pues aquel vínculo normalmente ha sido pensado a partir de preguntas de esta índole: ¿qué ideas tomaron los americanos meridionales de allí, qué tan bien las asimilaron, cómo las aplicaron? En su lugar, podríamos preguntarnos ¿qué buscaron los neogranadinos en aquellos hombres, textos y eventos y bajo qué condiciones se los apropiaron? ¿Para qué usaron aquellos libros y pensadores? ¿Qué experiencias cimentaron con esos discursos? Las dos formulaciones parten de supuestos harto distintos que vale la pena poner de manifiesto. En el primer caso se presume que las ideas ponen en movimiento las acciones, que es posible discernir unas "influencias" de otras y que los actores locales son básicamente unos receptores. En el segundo caso se pone en duda que las ideas sean forjadoras inmediatas de la experiencia y se supone más bien que ellas, así como los referentes institucionales, son instrumentos, herramientas para afrontar problemas, para aclarar decisiones, para ratificarlas.3

El primer acápite ofrece una panorámica de la manera como los historiadores colombianos han percibido la revolución de las trece colonias. El segundo muestra qué conocieron de Estados Unidos los neogranadinos antes y durante su propia sublevación así como las vías, temporalidades y luchas que se pusieron en juego en esa apropiación. El tercero reflexiona acerca del mecanismo de utilización de la experiencia revolucionaria angloamericana. Comprender cómo fue que los actores de la escena pública neogranadina percibieron y utilizaron la innovación revolucionaria de los angloamericanos puede ayudarnos a dilucidar mejor los ideales que se planteó aquí la república y las frustraciones de que se le acusa con tanta insistencia.

Itinerario del referente estadounidense

El vínculo que pudieron tener los acontecimientos revolucionarios neogranadinos con los de las excolonias inglesas fue pensado por los hombres públicos novadores sin mucho detenimiento. Les resultaba más importante, por un lado, celebrar aquel magno precedente, y por el otro, apropiarse de ciertos elementos de aquella experiencia para enfrentar los retos que tenían delante.

En efecto, la enorme cantidad de referencias a Estados Unidos y su revolución que encontramos en los más diversos tipos de documentos dejan ver cómo la Revolución Angloamericana, sus hombres, sus instituciones, sus gestos están por doquier. Su constitución suele ser vista como la más sabia, sus líderes -particularmente Washingtoncomo los más virtuosos, su pueblo como el más adelantado, la prosperidad que el cambio desencadenó como la más rauda que ninguna sociedad jamás haya alcanzado. Se tiende a equiparar las razones que condujeron a los colonos angloamericanos a la revolución con los motivos de los americanos meridionales para repudiar su metrópoli. Sin embargo, muy pocos hacen de aquella revolución la inspiradora de los deseos independentistas americanos,4 y casi nadie la convierte en "causa", expresión rara en la época y que más bien se relacionaría con los desplantes y opresiones antiguas y nuevas de la metrópoli y de los peninsulares.

La manera como en el resto del siglo xix fue vista desde la Nueva Granada la Revolución Angloamericana podría sintetizarse en las siguientes dos grandes líneas.

En primer lugar, continuó siendo considerada como uno de los focos inspiradores antes que como la causa de la revolución local. Hacia 1824 José Manuel Restrepo la describió como un ejemplo vibrante de la rapidez con que un pueblo podía conquistar la libertad y la prosperidad, por lo cual tuvo el más poderoso influjo sobre el anhelo independentista de los hombres ilustrados de la Tierra Firme, quienes antes ya de emprender su revolución habrían estado poseídos por el afán de cumplir "los altos destinos" de los estadounidenses (Restrepo, 1827: 116-118). Juan García del Río, por su parte, afirmó que tanto la revolución de Estados Unidos como la Francia revolucionaria fueron ejemplos deslumbrantes que sedujeron a los americanos meridionales, quienes sin haber logrado la independencia cometieron la imprudencia de darse un régimen político definitivo y de optar por el sistema federal sin percatarse de las enormes diferencias en ilustración, hábitos y necesidades (García, 1829: 9-10). Los eventos angloamericanos, sin embargo, irían perdiendo centralidad con los años, incluso para el mismo Restrepo (1957: 10) y para un angloamericanófilo como Mariano Ospina, quien llegaría a decir que las revoluciones de Estados Unidos y Francia procuraron a unos cuantos en la América española la idea de independencia, pero que esta era extraña a la mayoría (Ospina, 1849).

Al mismo tiempo, los publicistas neogranadinos siguieron juntando los orígenes de la revolución propia y la del norte, los cuales imputaban a las restricciones aplicadas por las respectivas metrópolis, sobre todo en los intercambios materiales, y algunos de ellos siguieron creyendo también en una fuerte similitud en cuanto a sus consecuencias, en la medida en que, como lo indicó Salvador Camacho Roldán, en una y otra zona habrían dado lugar a "tendencias e instituciones semejantes, y en cierto modo [a] un vínculo de interés común, un sentimiento de simpatía y hasta de fraternidad inconsciente" (Anónimo, 1849; Camacho, 1897: 746). Es de notar que en el siglo xix las ideas no fueron un eje fundamental en el discernimiento del vínculo entre una revolución y otra. La pesquisa continuó girando más bien en torno a principios políticos o elementos institucionales, los cuales eran considerados como el fundamento de la experiencia política. En este marco, Manuel Ancízar caracterizó la Revolución Angloamericana como una de las estaciones del movimiento moderno de emancipación del pensamiento, como lo serían luego las revoluciones de Francia y de la América española. En la misma vena, para Rafael Núñez la revolución en la Nueva Granada había sido el último puerto tocado por el "espíritu de libertad fundado en la justicia", el cual había nacido en Inglaterra en el siglo xvii, se había desplazado a sus 13 colonias y pasado luego a Francia para retornar a la América hispánica (Anónimo, 1848; Núñez, 1945: 291-292; Mutis, 1884).

En segundo lugar, la revolución de los angloamericanos continuó siendo vista como un gran acontecimiento, que no por ello devaluaba la revolución propia. Quienes incursionaron en el tema no solo le encontraron déficits importantes -particularmente respecto a la esclavitud-, algunos pensaron que la Revolución Neogranadina había entrañado un cambio más abrupto que la del norte. Así, Mariano Ospina al igual que Sergio Arboleda y otros personajes públicos manifestaron que la revolución en la América meridional había sido comparativamente más profunda, puesto que en Estados Unidos no se había dado sino un pequeño cambio respecto a las prácticas políticas y las costumbres que de tiempo atrás se venían desarrollando en el marco imperial y dentro de las mismas colonias (Anónimo, 1857; Arboleda, 1952: 53-54; Arboleda, 1972: 106-142,

333; Anónimo, 1868 y Núñez, 1945: 191). Esta percepción de la revolución hispanoamericana como más traumática que su predecesora quizá fue una idea conservadora, pues desde esta perspectiva optaron por enfatizar la rudeza de los cambios fundacionales, y quizá también tenía ecos de Tocqueville -autor amplia y rápidamente conocido en la Nueva Granada-, quien juzgaba que los Estados Unidos prácticamente habían nacido como una nación democrática y por ello su revolución no había entrañado una gran ruptura.

En la década de 1850, sin embargo, comenzó a percibirse un giro importante: una cierta devaluación de la Revolución Angloamericana en los acontecimientos neogranadinos de la década de 1810. El conservador Sergio Arboleda afirmó que las ideas claves de la conmoción revolucionaria habían provenido de Francia (Arboleda, 1972: 394-395, 398). José María Samper dijo esto mismo pero hizo precisiones desdeñosas. No se trataba solamente del hecho de que los americanos del sur habían conocido escasamente las ideas estadounidenses sino que la Revolución Angloamericana, "como no fue heroica ni generosa, no ejerció fascinación ninguna" sobre ellos, mientras que por razones contrarias sí lo habría logrado la francesa. La revolución estadounidense si bien "entrañaba el germen de grandes cosas, aparecía mezquina, inconsecuente y plebeya (en la peor acepción) desde su nacimiento hasta su triunfo", precisó Samper (1853: 14-17; 1861: 137-140). Es pertinente inscribir estos reproches, por un lado, en el rechazo del expansionismo estadounidense en la América española -la apropiación de Texas, la intervención militar en México, el dominio de Nicaragua por el filibustero William Walker, entre otras acciones-, y por el otro, en el protagonismo que va adquiriendo la cuestión social y la igualdad, que fue de la mano con la asignación de un rol más decisivo para la Revolución Francesa en los orígenes de la nación colombiana. Esto se expresó en la agitación social de la década de 1850, que tantas inquietudes en torno al orden levantó entre los conservadores y que los llevó a magnificar retrospectivamente la impronta del jacobinismo en la marcha de la república, mientras que a los liberales los condujo a una ilusión similar, aunque en ella vieron las promesas irrealizadas de una insurgencia popular alentada por el revolucionarismo francés.

Pese a todo, Estados Unidos conservó una gran estimación entre los colombianos hasta la separación del departamento de Panamá en 1903, cuando va a ser generalizadamente rechazado y su revolución completamente desvalorizada. Las referencias a las ideas y los líderes de aquel acontecimiento se harán sumamente extrañas, pero además, Estados Unidos será admirado no por sus gestas y sus instituciones republicanas sino por sus prodigios técnicos. Este fue el resultado no solo de su expansionismo sino también del afianzamiento universal de una mutación en cuanto al lugar de lo político, la cual consistió en la sustitución de las instituciones y coordenadas políticas por la economía como elemento descifrador de la estructuración del orden social. Al tiempo que la Revolución Francesa desplazaba a la Angloamericana como precedente de los sacudimientos de la década de 1810, a la segunda le era reconocida de una manera crecientemente rutinaria su rol como una de las tres "causas" de la rebelión de los americanos. Este reconocimiento, sin embargo, no fluía de estudios académicos rigurosos sino de una lógica conjetural informada por el esquema difusionista de las ideas.

En efecto, trabajos de envergadura sobre el rol de la revolución de los Estados Unidos en los acontecimientos locales no existen ni siquiera en la actualidad. La historiografía patriótica ligada a la Academia Colombiana de Historia apenas ha producido, por un lado, un pequeño libro en clave erotizante acerca de la participación de militares de aquel país en las luchas independentistas (Ortiz, 1969), y por el otro, un estudio de Javier Ocampo en el que mediante una amplia colección de alusiones a la Revolución Angloamericana muestra el entusiasmo de los revolucionarios locales hacia ella así como los múltiples préstamos que hicieron de su constitucionalismo y sus ideas políticas. Pero su trabajo, de naturaleza muy descriptiva, traza una línea de causalidad directa entre la independencia de las colonias inglesas y la independencia neogranadina sin que las menciones documentales que recoge le hubieran permitido tal conclusión (Ocampo, 1979: 11-85). Desde otras perspectivas, el desinterés ha sido aún mayor, de manera que apenas encontramos algunos trabajos sueltos, particularmente sobre historia diplomática, pero ellos no se interesan casi en las primeras repúblicas sino en el periodo colombiano y en las gestiones de Bolívar (Urrutia, 1917; del Castillo, 1976; López, 1990; Díaz-Callejas, 1997). Es preciso mencionar también un artículo de David Bushnell (1979: 153-162) que realiza una ligera indagación cuantitativa sobre la recurrencia de las referencias al "modelo" estadounidense -que no explicitóen algunos periódicos de las décadas de 1810 y 1820. El texto concluye que la independencia de las trece colonias no fue un tema "omnipresente de discusión", sino un aspecto entre otros de "un acervo mucho más amplio de corrientes intelectuales, antecedentes históricos e 'influencias' de toda especie que concurrieron a conformar el pensamiento de la generación de la independencia" (Bushnell, 1979: 160).

En años más recientes, mientras que el periodo temprano de la república ha concitado cierta atención entre los historiadores, el carácter de la indagación en torno al referente estadounidense ha variado poco, pues los escasos trabajos que se le han consagrado han seguido privilegiando la perspectiva difusionista. Lisímaco Parra, por ejemplo, estudió la recepción de la Revolución Angloamericana en la Nueva Granada tratando de encontrar las desviaciones e inadvertencias de los copiadores locales respecto al modelo federalista, subrayando el error en que estos supuestamente habrían incurrido al confundir la noción de federación con la de confederación, así como su presunta incapacidad para apropiarse de la idea elabora da por Madison según la cual una república alcanza un buen orden cuando se acomoda a la diversidad de los intereses. Parra examina

-e impruebaa los "federalistas" neogranadinos de acuerdo a un rasero útil quizás para calificar ejercicios de exégesis filosófica, algo que ellos no pretendieron en absoluto hacer, y algo extraño cuando nos ocupamos de hombres políticos (Parra, 2010: 29-52). Por otro lado, el trabajo de Jaime Urueña se sitúa en el debate acerca de las influencias determinantes en las revoluciones de la América española, en el cual ha venido a prevalecer la interpretación que las hace derivar intelectualmente de la neoescolástica y de España. Urueña replica a quienes desestiman el influjo ilustrado francés mostrando con notable precisión las abundantes y decisivas referencias que a esa tradición hicieron los revolucionarios neogranadinos, particularmente Camilo Torres y Antonio Nariño. Además, introduce una valiosa consideración cuando indica la necesidad de situar las influencias francesas y angloamericanas no como dos conjuntos separados de referencias, sino más bien como "un conjunto de ideas producidas por el diálogo polémico entre esas dos revoluciones". Pero Urueña busca ante todo mostrar las verdaderas influencias y sucumbe a la ilusión retrospectiva de la historiografía patriótica consistente en suponer que la situación de los súbditos neogranadinos conducía inexorablemente a la revolución y a la separación respecto a su metrópoli (Urueña, 2007).

Aunque no se ocupa exclusivamente de la Nueva Granada, un artículo de Jaime Rodríguez merece atención, pues extrae conclusiones sobre el conjunto de la América española y plantea ideas sugestivas (Rodríguez, 2010: 691-714). Rodríguez muestra cómo los eventos revolucionarios de Estados Unidos, que en su momento habrían sido bien conocidos dentro de la monarquía española, no produjeron ningún impulso independentista en los territorios de la América meridional. Igualmente indica con razón que pese a tomar elementos de los angloamericanos, los textos de los revolucionarios hispanoamericanos son particulares, aunque su lenguaje tenga similitudes, pues se dirigen a sociedades distintas. Es poco convincente, empero, cuando supone que las grandes diferencias existentes entre las dos Américas le quitan toda relevancia a la revolución anglosajona en los acontecimientos revolucionarios del sur. Para sostener esto no solo cierra los ojos ante la recurrencia de las referencias angloamericanas en diversos lugares sino que también recurre al curioso argumento según el cual la existencia de críticos de las instituciones estadounidenses, además de las particularidades institucionales, autoriza a negar el rol de referente que tuvo, por ejemplo, el constitucionalismo estadounidense en Venezuela. Sin duda puede suscribirse su afirmación de que los americanos meridionales lo que buscaban con sus instituciones era moldear su realidad y no simplemente plasmar un modelo abstracto. Pero Rodríguez traiciona este lúcido principio cuando en varios apartes deja entrever su interés en trocar la influencia angloamericana sobre las revoluciones de la América española por la influencia de la España moderna y democrática que supuestamente ya se perfilaba desde el siglo xvi. Este empeño lo refuerza invocando, más allá de las evidencias, la precedencia de la revolución gaditana en toda la América española.

Una revolución en otra

Ante la multitud de alusiones a la Revolución Angloamericana que encuentran en la revolución de la década de 1810, los historiadores han optado por creer que antes de las inquietudes novadoras los neogranadinos ya tenían no solo un gran conocimiento de los eventos del norte sino además una intensa empatía con ellos (Thibaud, 2009: 486-487; Gutiérrez, 2010: 100-101). Un rastreo exhaustivo de las alusiones a Estados Unidos que pueden ser documentadas en los años anteriores a la revolución impide suscribir este juicio.

Manuel del Socorro Rodríguez, director de la Real Biblioteca de Santafé, informó en 1793 a un alto funcionario metropolitano sobre las inquietudes suscitadas entre los hombres de letras por la erección en Norteamérica de una "república libre", asociando las novedades estadounidenses y francesas a "independencia", "proyectos sediciosos" y "espíritu de la infidelidad" (AGI, Estado, 53). Un año después, en el marco de las indagatorias sobre unos pasquines que aparecieron en Santafé, se denunció que algunos sujetos de la ciudad hablaban con entusiasmo de la "Constitución Republicana en general, y señaladamente de la de Filadelfia", aunque se aclaró que ni siquiera estos pocos sujetos "sospechosos de ideas Republicanas" hacían proselitismo para materializar tales propósitos en América ni los consideraban adaptables al Nuevo Reino. No obstante, las autoridades, y algunos súbditos celosos, temieron que aquellos pensamientos pudieran dar origen a algún tipo de desorden (Pérez, 1939: 371-373). Por estos mismos años, Antonio Nariño, en la indagatoria que rindió ante las autoridades, admitió haber poseído un libro que contenía diversos documentos estadounidenses: Recueil des Lois constitutives des colonies angloises, confédérées sous la dénomination d'Etats Unis de l'Amérique septentrionale. Nariño fue acusado de conspirar o urdir un levantamiento inspirado en "las Constituciones de Filadelfia" con el fin de establecer aquellos "sistemas republicanos", inculpación hecha bajo el supuesto de que reprobaba la forma de gobierno monárquica y de que él intentaría adoptar "el sistema republicano con arreglo a leyes de los Estados Unidos de América". El santafereño negó haber profesado aquellas ideas que él mismo calificó de "subversivas del buen orden", aunque en su defensa transcribió un par de menciones elogiosas de la república angloamericana aparecidas en el Espíritu de los mejores diarios, periódico difundido en el Nuevo Reino y que publicó algunas notas sobre los eventos estadounidenses (Hernández, 1980: 278-281, 306; AGI, Estado 56A). Pero entre los libros incautados a Nariño no había prácticamente ninguno en inglés, ni que estuviera dedicado enteramente a la revolución de las 13 colonias, y solo un par de ellos, en ediciones francesas, reproducían textos constitucionales estadounidenses: el ya mencionado Recueil des Lois constitutives y el Abrégé de la Révolution de l'Amérique angloise (Anónimo, 1778; Dubuisson, 1778).5

Después de este momento de inquietud se hicieron aún más raras las referencias a Estados Unidos. Una nota en el Papel Periódico de Santafé sobre la capital federal, una equívoca mención del comerciante José Ignacio de Pombo en 1804 a los esclavos en aquel país, un par de breves y anodinas noticias en un periódico de 1807 (Anónimo, 1795; Pombo, 1986: 90; Anónimo, junio, 1807; Anónimo, agosto, 1807). Aparte de esto, solo una mención de Francisco Antonio de Ulloa al relato del viaje por Estados Unidos del girondino francés Brissot de Warville, hecha con el fin de referirse a la constitución física de sus habitantes (Ulloa, 1808).6

Las anteriores son todas las alusiones que ha sido posible documentar, aunque los neogranadinos quizá tuvieron acceso a otras informaciones acerca de Estados Unidos.7 Aun así, las referencias seguirían siendo exiguas y dejarían intacto el hecho de que aquellos sucesos no desencadenaron ningún deseo de emulación. En síntesis, ningún indicio revela que la posesión, e incluso la lectura, de textos sobre aquel acontecimiento hubiera conllevado su adopción como modelo de orden político; que el contacto con determinados textos hubiera llevado a sus lectores a adoptar las ideas allí contenidas.

Ni siquiera cuando se produce -con la crisis monárquicauna gran ampliación del abanico de referentes intelectuales de que pueden disponer los neogranadinos y se derrumba la censura, se ve en los documentos públicos o privados que dirijan la mirada hacia Estados Unidos y su revolución en busca de puntos de apoyo para cambios de orden político. Siguen adhiriendo de manera exaltada a la monarquía española, obvia antípoda de la república pionera, y solo es hacia mediados de 1810, a punto de crear las juntas, que por vez primera Estados Unidos se torna un hito para un reducido grupo de novadores. En efecto, hacia mayo algunos payaneses perciben con sobresalto que en Santafé ciertos sujetos suscriben la eventual creación de una república como la angloamericana (AHJ, 14, f. 27v). Pero hombres imbuidos de aquel estado de ánimo tan reciente son muy pocos. Del único que lo sabemos con certeza es de Camilo Torres, quien revela en una conocida carta del mismo mes cómo ha sido ganado por el ideal estadounidense de orden político. Allí manifiesta, en primer lugar, que cualquiera sea la fórmula mediante la cual se le dé a la América un gobierno, la meta a la cual se debe aspirar es "la forma de gobierno de los norteamericanos"; en segundo lugar, que el régimen o constitución de estos es lo más excelso que han inventado los hombres, como lo dice el filósofo galés Richard Price y hubiera debido aprobarlo Montesquieu de haberlo visto; en tercer lugar, que es preciso seguir los pasos de los estadounidenses lo más cerca posible, y eso significa, entre otras cosas, perfeccionar las costumbres, cultivar la razón, instruir al pueblo (Hernández, 1960: 54-68).

Esta contundencia de Torres contrasta con la escasez de referencias a Estados Unidos incluso durante el momento juntista de 1810. Es cierto que los líderes del Socorro asocian a Estados Unidos con "las ideas de humanidad y de virtud", y que la Junta de Santafé equipara a los martirizados líderes de la revuelta quiteña con Benjamin Franklin y George Washington (Manifiesto, 1810; ahjmr, I, 9, f. 4). Pero los neogranadinos permanecen aún en la órbita de su secular desconocimiento del mundo anglosajón, el cual se expresaba no solo en la irrisoria circulación de libros en aquel idioma -por contraste con el francés y el latín-, también en la extraordinaria cortedad de individuos capaces de leerlo y traducirlo.8 En Santafé el traductor de esta lengua para las autoridades virreinales había sido el peninsular José González Llorente, quien debió seguir haciéndolo para las autoridades revolucionarias a pesar de su evidente contrariedad con las novedades políticas (AGI, Santa Fe 747, 127).9

Hacia el último trimestre de 1810 la situación sufre un cambio drástico, pues las referencias a Estados Unidos ganan mucho en frecuencia y se hacen centrales en la escena pública. Se trata de una metamorfosis que coincide con la multiplicación de los sujetos que se interrogan acerca tanto del régimen político que puede dársele a la Nueva Granada como de la manera de volver a unir a las distintas provincias en un conjunto coherente. En Cartagena, que sin duda es el principal foco de la angloamericanofilia, el Argos Americano comienza una defensa metódica del "sistema federativo", dejándose ver así una ampliación significativa de los conocimientos en torno a la nación del norte (Anónimo, 1810). En Santafé, aunque el entusiasmo por aquel país y sus instituciones es menos amplio, se da un paso fundamental cual es la publicación, en el Aviso al público, de la traducción de la Constitución de 1787, realizada poco antes por el venezolano José Manuel Villavicencio.10

A partir de este momento, en los actos y palabras de la Revolución Neogranadina abundarán las referencias al evento de tres décadas atrás, el cual incita a los novadores meridionales a amasar grandes ilusiones, que desde el registro de lo político y debido a su centralidad en el desciframiento de la realidad, prometen una transformación entera de la sociedad. Estados Unidos es celebrado como modelo de una sociedad no solo próspera sino en la que los hombres también pueden vivir en libertad (Anónimo, enero, 1811; Ferrer, 1814: xxii-xxvi). Su Constitución concita elogios por doquier, su entramado representativo es ensalzado como una muestra de creatividad al igual que la rearticulación de las antiguas colonias, mientras que su invención de una capital es motivo de reflexión (Anónimo, septiembre, 1811; Pombo, 1811: IX; AGN, AA, Purificaciones, t. 1; Camacho, 1814). Además, George Washington es evocado como el modelo de liderazgo de una comunidad política libre: alguien digno de imitar por no haber deseado otra gloria que el bien de su patria y por no haberse sobrepuesto a las leyes ni tiranizado a sus compatriotas aunque tuvo los medios para hacerlo (Anónimo, octubre 2, 1810; Anónimo, diciembre 24, 1810; Anónimo, marzo 21, 1811).

Los neogranadinos tomaron contacto con aquellas ideas y personajes por vías muy variadas: la prensa, los libros, la correspondencia, la conversación. De esta manera, algunos autores específicos llamaron especialmente su atención y fueron particularmente claves en el conocimiento de la experiencia estadounidense. Uno de ellos fue el irlandés William Burke, quien desde Caracas instigó a los antiguos súbditos españoles a independizarse y a seguir el ejemplo de los angloamericanos.11 Más significativo aún pudo ser Thomas Paine a través de su famoso panfleto El sentido común, el cual fue usado incluso por los críticos de las novedades revolucionarias para afirmar sus posiciones (Paine, 1811). Estos textos e ideas, cuya circulación fue parte también de un diálogo entre los revolucionarios venezolanos y neogranadinos, es preciso ligarlos a la labor del venezolano Manuel García de Sena, quien desde Filadelfia desarrolló una influyente labor de traducción.12 Es de notar igualmente que en la difusión de esas referencias en la escena pública neogranadina intervinieron muy variados sujetos, entre los que sobresalieron Miguel de Pombo y Joaquín Camacho, que con sus escritos extendieron y trataron de aterrizar aquellas nociones, lenguajes e instituciones.13

Vista desde una perspectiva sintética, la Revolución Angloamericana constituyó para los novadores locales una experiencia próxima respecto a la cual pudieron valorar sus propias circunstancias y graduar sus instrumentos de análisis. Mediante ella supieron en términos prácticos lo que era echar a andar un régimen político fundado en la soberanía popular que, a diferencia de las experiencias antiguas, había podido sobreponerse a los males de una democracia pura. A la luz de la Revolución Angloamericana pudieron, asimismo, fabricarse unas inmensas ilusiones de transformación del antiguo orden y empeñarse en proyectos ambiciosos: congreso continental de la América meridional, federación con Venezuela, constitucionalización del orden, creación de una red diplomática, entre otros. Esas esperanzas, que partían del supuesto de que la América española era capaz de emular a los estadounidenses, son indesligables de la ciencia política que profesaban los revolucionarios locales, la cual les daba la certeza de que cambiando de forma de gobierno casi automáticamente cambiarían la sociedad, lo cual dio a la Revolución Neogranadina su carácter. La Revolución Angloamericana fue vista, por lo demás, como una "revolución feliz", como un movimiento que había alcanzado sus objetivos con un mínimo de traumatismo. Por contraste con la Revolución Francesa, fue por lo tanto una guía de ruptura a la vez profunda y armoniosa con el pasado, de ahí que vieran en ella ante todo la cautela para administrar los cambios así como la prudencia para realizar los ideales, proceso en el cual sus líderes habían sabido aglutinar a los ciudadanos y a las provincias (Anónimo, 1812; Gual, septiembre 27, 1813). Por eso el cura lealista Torres y Peña pudo en sus memorias no asignarle un influjo importante a la revolución norteamericana sino a la francesa y a los tumultos de la Antigüedad en las mutaciones locales, dado que ante unas rupturas del orden que le resultaban extremadamente graves no podía pensar que su inspiración hubiera provenido de Estados Unidos (Torres, 1960: 88).

En la escena pública del periodo revolucionario sin duda prevalecieron los angloamericanófilos. Pero hubo disidencias importantes y bien fundadas frente al esfuerzo por emular a Estados Unidos en la estructuración del régimen político. No se trató propiamente de angloamericanofobia, sino más bien de disentimiento respecto a la convicción de que podría hacerse fructificar algo similar a Estados Unidos, actitud que defendieron algunos líderes revolucionarios como Antonio Nariño, pero que en el Nuevo Reino también desarrollaron destacados venezolanos como Simón Bolívar y Pedro Gual.

Nariño, el más notorio censor del entusiasmo por Estados Unidos, admitió que la Constitución de esa nación era la mejor opción disponible pero pensó que los neogranadinos no estaban en capacidad de recibirla, pues carecían de las luces, virtudes y recursos que habían justificado aquella escogencia por parte de los estadounidenses. En esa medida recusó también a quienes deseaban la libertad angloamericana, argumentando que sus conciudadanos ignoraban o carecían enteramente de los precedentes de que habían gozado en esta materia los colonos ingleses del Norte. A estos, su metrópoli les había permitido durante dos siglos reclamar la libertad y además durante ese tiempo no solo habían elegido a sus representantes sino que habían practicado los derechos del hombre. Esto, que tan lejos estaba de la experiencia de la América española, era para Nariño tan evidente, que pensar lo contrario era un acto de estupidez o de mala fe. En lugar de aquella adopción supuestamente ingenua y literal, instó a imitar a los legisladores antiguos, como Solón, que dio a los atenienses leyes correspondientes a su genio y sus costumbres. A los neogranadinos, carentes de experiencia con la libertad, no podría concedérselas sino un tutor, y de manera lenta y dosificada. El santafereño lideraba así el campo de los pragmáticos de la Revolución Neogranadina, interviniendo en esta discusión doctrinal para respaldar su propia escogencia de una "monarquía representativa" como el régimen político mejor para la Nueva Granada (Nariño, octubre y noviembre, 1811).

Usos de una revolución

José González Llorente, el afligido traductor de los revolucionarios neogranadinos, describió así la utilización que hacían de su labor: "Los revoltosos, de lo que yo traducía solo imprimían y publicaban lo que hacía y convenía a su intento, esto es las noticias verdaderas o falsas del mal estado de España, de sus divisiones y todas aquellas especies alarmantes que contribuían a debilitar la fidelidad de algunos Americanos y desesperar a los buenos Españoles" (AGI, Santa Fe 747, 127).14 Los novadores, al tiempo que usaron selectivamente los textos traducidos del inglés hicieron un uso selectivo y pragmático de las ideas de filiación angloamericana. Estados Unidos, para ellos, fue un punto de referencia pertinente porque materializaba el triunfo de la razón, de la libertad y de valores que estimaban altamente y que consideraban propiedad de la humanidad y no de una nación en particular. No ignoraban que las leyes requieren un cierto grado de especificidad para ser eficaces, pero aun aceptando que los angloamericanófilos quisieron copiar al pie de la letra, como se los reprochó Antonio Nariño, aun así, su ejercicio necesariamente debía culminar en unas normas considerablemente distintas, y concomitantes en una u otra medida con el espacio social del que surgían.

Porque en realidad los agentes políticos neogranadinos no se apropiaron de un modelo sino de una multitud de referentes, los cuales no se abrían paso en un vacío mental sino que fueron incorporados a un rico patrimonio intelectual. Los revolucionarios, además, entraron en contacto con aquella pluralidad de referentes intelectuales no como eruditos sino como hombres con responsabilidades públicas. Repararon en aquellas ideas en función de unos problemas capitales a los que se vieron confrontados en el curso de la revolución y que además la definían: la eventual ruptura con la metrópoli, la forma de organizar y de legalizar la comunidad política, el mejor régimen político, entre otros.

Un primer problema que debieron resolver los disidentes neogranadinos fue -tratándose de una "provincia" de una heterogénea monarquíala ruptura con la metrópoli, cuestión que aparece en toda su gravedad a medida que los revolucionarios van radicalizándose y no encuentran para la América española ningún lugar dentro del antiguo ordenamiento. Pero no se trataba solamente de decidir si se independizaban o permanecían de alguna manera integrados en la nación española, sino también de la manera de efectuar el rompimiento. Frente a estos dilemas, los antiguos colonos del norte constituían un precedente fundamental, por lo cercano y lo fulgurante de su empresa, pues aquellas modestas colonias habían logrado doblegar al más poderoso imperio de la época. Así, los neogranadinos se vieron tentados a emparentar los factores del distanciamiento de los angloamericanos respecto a su metrópoli con sus propias motivaciones para hacer algo semejante, deteniéndose en las injusticias e intransigencia con que tanto Inglaterra como España supuestamente habían castigado a sus colonos y usurpado sus derechos y libertades (Anónimo, diciembre, 1812; París, 1915: 74; Anónimo, julio 9, 1812).

Los estadounidenses, sus gestas revolucionarias, devienen un estímulo y una medida del heroísmo necesario para independizarse. Es subrayada por tanto la intrepidez y el desprendimiento a que debieron recurrir, incluso las mujeres, contra sus adversarios, rasgos que son propuestos insistentemente a la imitación de los neogranadinos (Anónimo, diciembre 10, 1812; Anónimo, diciembre, 1814; Anónimo, enero 21, 1816). Pero más que el heroísmo, se detienen a elogiar la unidad con que las colonias del norte desplegaron su lucha contra Inglaterra, la cual invocan repetidamente como condición de su propio triunfo. Tal necesidad de volver a unir unas provincias que apenas se están descubriendo a sí mismas como tales da espacio para que incluso se piense, a comienzos de 1811, en un "congreso continental" -esta fue la designación de dos reuniones claves en el origen de los Estados Unidos-, propuesta lanzada por los venezolanos y que haría de Santafé la sede de un "Gobierno General y Central" que reuniría desde México hasta Buenos Aires y Chile (RAH, Pablo Morillo, sig. 9/7648; Burke, 1811). Una exhortación similar

formularán meses después, encareciendo el "congreso general de la Unión" como mecanismo aglutinador que así como había sido útil a los angloamericanos para su triunfo, de reunirse en la Nueva Granada podría obrar unos efectos similares (Montalván, 1812).15

Estados Unidos, pues, inspiró iniciativas y alegatos destinados a cimentar la ruptura con la metrópoli, pero la cuestión a que se vieron enfrentados los neogranadinos era de aquellas que habían generado dinámicas y desafíos similares a todos los grupos que desde la Antigüedad hasta el pasado más reciente habían buscado autogobernarse. Los revolucionarios, por tanto, no dieron en esto respuestas basadas en un modelo de ruptura sino que construyeron una a medida que ellos mismos iban cavando un foso infranqueable entre ellos y su antigua madre patria, proceso que estuvo marcado por un estado de ánimo generador de una tergiversación del pasado que transformó este en algo enteramente nefasto y por ello imperiosamente anulable. Como en Estados Unidos, como en Francia, los rebeldes inventaron un pasado que solo admitía su anulación.

Al tiempo que se planteaban establecer un conjunto político nuevo, los rebeldes neogranadinos se vieron ante otro desafío: el de articular las partes, en este caso las provincias, constitutivas de esa nueva entidad. En tal sentido, debían responder a esta pregunta:

¿qué capacidades reconocerles a esas partes y cuáles concederle al conjunto? En la época, ante estas cuestiones eran pocas las respuestas plausibles. La articulación, en primer lugar, podía darse en torno a una monarquía, en la que, o bien la autoridad suprema estuviera concentrada, como había sido el caso de España, o bien se le diera autonomía a las provincias, como había sido el caso del imperio inglés en Norteamérica. En segundo lugar, el conjunto podía devenir una sucesión de pequeñas repúblicas más o menos conectadas, como las que se habían desarrollado en la Antigüedad o las que todavía existían en Suiza. En tercer lugar, el conjunto podía enlazarse como una nación de ciudadanos centralizada, cuyo ejemplo más saliente era la república jacobina de la Francia revolucionaria. Por otro lado, Estados Unidos proponía una recién estrenada y sugestiva vía: la república extensa.16 Una solución que había recorrido su propio camino, desde una frágil y laxa confederación que daba la imagen de 13 naciones coaligadas hasta un esquema que restándole algunas atribuciones a los Estados y multiplicando los focos de la autoridad soberana aparecía como un conjunto coherente.

Los neogranadinos abundaron en elogios ya bien conocidos hacia la organización política de los angloamericanos, por lo que podemos limitarnos a ejemplificar tales elogios con la insistencia de los editores del Argos Americano en que el "sistema federal" reunía todas las cualidades capaces de unir las provincias neogranadinas de una manera sólida y duradera. A dicho sistema, que caracterizan al tiempo como federal y como "gobierno representativo", le confieren las potencialidades de establecer la confianza, conjurar el despotismo y la anarquía e impulsar la prosperidad (Madrid y Torices, 1811). La adopción de la vía federal no fue, sin embargo, algo natural, algo automático derivado de la supuesta "fragmentación" del antiguo Nuevo Reino, sino que fue una escogencia precedida de ciertas condiciones y cierta preparación.17 Esa atracción por la organización estadounidense, que se deja ver ampliamente a partir de mediados de 1811, no emerge, por lo demás, de lecturas detalladas de la historia de la revolución angloamericana y de sus instituciones, sino de la búsqueda de respuestas ante el problema de cómo rearticular aquel conjunto que la ruptura con la metrópoli tendía a fraccionar. De ahí que los revolucionarios en algunos momentos usaran indistintamente los términos federación y confederación sin importarles demasiado, pero en cambio se preocuparan de comprender la naturaleza de lo que estaba en juego y de extraer de la experiencia estadounidense las enseñanzas pertinentes.

Desde muy temprano, pues, los revolucionarios tomaron nota de la debilidad e ineficacia del primer arreglo a que habían llegado las 13 colonias y de cómo había sido necesario un segundo diseño institucional, en 1787, en el que los Estados transfirieron al gobierno federal una serie amplia de prerrogativas (Anónimo, junio 17, 1811; Anónimo, 1813). Así, los líderes neogranadinos se empeñaron, en lucha contra las propias expectativas provinciales y contra sus propias ilusiones, en instituir un "sistema federativo" sólido en el que las provincias aceptaran un gobierno general fuerte y activo, que pudiera combinar con prontitud y eficacia los recursos de las partes (Salazar, 1814; ahjmr, I, 12, f. 223r).

La tercera gran cuestión que se vieron precisados a resolver los revolucionarios neogranadinos derivaba de su pretensión de autogobernarse, pues debían darle unos atributos institucionales al régimen político que habían escogido para desarrollar su vida en común. Tarea esta que no consistía solamente en dotar a la república de un entramado legal e institucional sino, primero que todo, en asignarle unos fundamentos simbólicos y en lograr que los ciudadanos se reconocieran en ellos. Dicha institucionalización tenía como base y expresión una constitución escrita, en lugar de las antiguas leyes de la monarquía que habían servido de canon en la sociedad anterior a la revolución. Para afrontar esta tarea, que aún resultaba muy novedosa, no se disponía sino de los precedentes franceses y de la "sabia Constitución" estadounidense por doquier elogiada, de la cual se esforzaron por apropiarse, como lo atestigua el hecho de que durante el periodo circularan al menos tres traducciones de ella (Anónimo, marzo, 1811).18 Las constituciones angloamericanas, en plural en realidad, ayudaron no solo a forjar el contenido de las cartas locales sino también a concebir el procedimiento mediante el cual se trató de darles legitimidad y de difundirlas entre la ciudadanía (Anónimo, 1811, septiembre 30).

Sin embargo, la determinación de la impronta estadounidense en este campo exige dos precisiones decisivas cuando menos. En primer lugar, el reconocimiento de la pluralidad de referentes constitucionales, puesto que el constitucionalismo francés fue retomado en términos cuantitativos tal vez mayores -como se ve especialmente en la Constitución cundinamarquesa de 1811, la cual fue un referente decisivo de las demás constituciones revolucionarias-,19 aunque no fue reconocido ni encomiado por los revolucionarios locales. En segundo lugar, la advertencia de la especificidad del constitucionalismo neogranadino, con todo y esos préstamos franceses y estadounidenses. Porque incluso allí donde los neogranadinos retoman extensos apartes, los recomponen de una manera particular y terminan erigiendo una norma que deviene distinta no solo en su literalidad sino también en la lectura que van a hacer gentes imbuidas de unos valores y expectativas específicas20.

En razón de esa especificidad fue, justamente, que los neogranadinos terminaron recorriendo un camino similar al que habían recorrido los angloamericanos. Un camino de ajustes y de distanciamiento frente a respuestas iniciales que se habían mostrado insatisfactorias respecto a los desafíos que enfrentaban. Así, hacia 1814 -en consonancia con un cierto agotamiento de la dinámica revolucionariavemos un enfriamiento del entusiasmo hacia el constitucionalismo estadounidense, como lo expresa el gobierno de Antioquia, que lamenta cómo hasta el momento las provincias no han podido "afirmar su seguridad interior con las Constituciones que se dictaron imitando" las de los Estados Unidos, viéndose precisadas a suspender su imperio o a "simplificarlas en las partes más esenciales", y añade: "Hemos luchado hasta ahora infructuosamente por establecer el bello sistema de Gobierno federativo, pero una triste experiencia nos ha enseñado que aún no tenemos los hábitos, y disposiciones necesarias para realizar una teoría tan seductora" (Anónimo, mayo 26, 1814; Anónimo, febrero, 1816).

El cuarto de los grandes problemas a que se vieron confrontados los novadores neogranadinos no solo entrañaba el fundamento de las anteriores cuestiones sino que en ese momento constituía el núcleo de la ciencia política: qué forma de gobierno o régimen político debía darse la nueva comunidad política. Con esto aludían ante todo al canon simbólico a partir del cual iría a regularse tanto la vida de los ciudadanos como la relación entre estos y el poder, y no tanto a las normas e instituciones legales, las cuales eran una consecuencia de lo primero. Ante esta cuestión las escogencias eran aún más reducidas: la monarquía, temperada o absoluta, y la república popular en su versión representativa, puesto que la democracia pura o directa desde hacía mucho tiempo carecía de prestigio. Por fuera de estos paradigmas quedaban apenas diversos tipos de despotismo que no podían ser concebidos como verdaderas formas de gobierno (Vanegas, 2013: 218-234).

La necesidad imperiosa de optar por un régimen político no fue resuelta, sin embargo, mediante un simple ejercicio teórico de valoración de las distintas salidas sino a través de un proceso en el que también intervinieron las emociones y experiencias que los disidentes fueron viviendo en medio de la crisis de la monarquía. Y es que unas y otras los llevaron a descartar cualquier tipo de monarquía en la medida en que la española quedó asociada a todo aquello que creían causante de sus padecimientos. Así pues, no quedaba en pie sino la república popular en su versión representativa, de la cual Estados Unidos era entonces no solo su ejemplo más brillante sino prácticamente el único. Se trataba de una forma de gobierno que a los ojos de los neogranadinos reunía todas las virtudes y potencialidades que podían apetecer los hombres libres, idea que Miguel de Pombo expresó con más detalle y más brillo. Este distinguió a priori entre formas de gobierno esencialmente viciosas y esencialmente buenas, colocando por supuesto a Estados Unidos en el segundo rango, por cuanto su ordenamiento permitía al pueblo ser verdaderamente soberano y expresarse como tal; hacía que los hombres desplegaran todas sus potencialidades, dando dinamismo y prosperidad a la sociedad; podía lograr, asimismo, que los ciudadanos desplegaran sus virtudes y sirvieran a su patria; y hacía libres a los hombres. Para Pombo, en síntesis, la única forma de gobierno que podía hacer la felicidad de los neogranadinos era la que había sido instituida por los estadounidenses (Pombo, 1811).

No obstante, la desaceleración que en cierto momento sufrió el impulso revolucionario neogranadino se hizo perceptible también en el desencanto de algunos revolucionarios respecto al régimen político estadounidense, el cual suponía "una gran perfectibilidad en la especie humana", que los neogranadinos parecían no poder alcanzar. Como lo señaló un escritor anónimo en un periódico santafereño, por "la relajación que han ido teniendo todos los vínculos de subordinación a que estábamos acostumbrados, después de tres siglos, la exaltación de las pasiones, la arbitrariedad de muchos agentes del Gobierno, y esa falta de temor que hacía obedecer la voz de un Monarca a más de 2000 leguas de distancia, me he persuadido que no es ahora, sino para un tiempo muy remoto, que nosotros estamos destinados a vivir en un Sistema tan bello y tan perfecto, como el de los Estados Unidos" (Anónimo, enero, 1816).

Consideraciones finales

La Revolución Angloamericana llegó a convertirse en un momento determinado en un referente importante para los revolucionarios neogranadinos. Llegó incluso a ser parteaguas de los dos principales tipos de revolucionarios que vieron surgir el acontecimiento. Por un lado, el sector mayoritario de líderes vio en Estados Unidos el ideal a alcanzar, en razón de su propio utopismo y de su confianza en las posibilidades de mejora del hombre americano, pero también de su adhesión a un proyecto que podríamos calificar de universalista en la medida en que reducía la distancia de su sociedad respecto a la estadounidense y atenuaba las particularidades de esta. Los pragmáticos, por el contrario, se esforzaron por afirmar las particularidades locales y el desajuste entre los americanos meridionales y las libertades nuevas con el fin de probar que aquí se requerían instituciones no solo específicas sino disímiles respecto a las del norte. En cualquier caso, y como lo planteó David Bushnell, la Revolución Angloamericana fue para los revolucionarios neogranadinos una entre muchas referencias. No obstante, a diferencia suya he sugerido que ninguna de esas referencias intelectuales, y ni siquiera el conjunto de ellas, permite dilucidar la génesis del evento revolucionario. Porque no es desde el ámbito de las ideas que pueden ser comprendidos el carácter y los orígenes del acontecimiento revolucionario neogranadino. Y puesto que las ideas son herramientas de la acción política, quedamos eximidos de la exigencia inoportuna de convertir a los líderes revolucionarios en avezados conocedores del pensamiento político, de la exigencia de que sean filósofos, pudiendo pasar a verlos como lo que fueron: líderes políticos en unas circunstancias excepcionales en las que era fácil pensar que todo era posible.

El seguimiento hecho a la impronta de la revolución estadounidense, por otro lado, permite comprender la existencia de diversos paradigmas de cambio revolucionario, como en otro momento lo han sido la Revolución Francesa o la Revolución Rusa, entre otras. Y si he tratado de relativizar e incluso desvalorizar la influencia estadounidense -como las demás influenciassobre la Revolución Neogranadina, no es con el objetivo de construir un acontecimiento desligado de la experiencia histórica europea y estadounidense. Es, por el contrario, con la intención de precisar aquellos ineludibles lazos que son tanto más vivos y abarcadores que lo simplemente intelectual en la medida en que emergen de la fundamental comunión política de hombres agobiados por las exigencias y las esperanzas propias de vivir en comunidades políticas en trance de grandes mutaciones. Para ellos, la Revolución Angloamericana fue -como para los hombres públicos de décadas posterioresuna fuente de inspiración, una cantera de ejemplos y de sugestiones que dieron un impulso suplementario a ilusiones que surgían de sus propias coordenadas. En este marco, precedentes históricos como las revoluciones angloamericana y francesa operaron a un nivel tanto intelectual como emocional, ayudando a estos hombres a creer en las posibilidades de éxito o al menos en la justeza de su disidencia. En ese ámbito emotivo también hay hilos profundos entre los neogranadinos y los hombres de otras áreas geográficas del mundo occidental.

Mi interés no ha sido reafirmar el desencuentro, y menos la hostilidad, que desde la América Latina se ha construido respecto a Estados Unidos. Como lo sintieron con tanta fuerza las primeras generaciones de neogranadinos, aquella nación tuvo, y sigue teniendo, instituciones, ideas, liderazgos, costumbres de donde es posible extraer valiosas enseñanzas. Incluso cuando se muestran incapaces de estar a la altura de su grandiosa promesa inaugural de libertad e igualdad, por ejemplo, con el racismo y el atropello a otros pueblos.

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1Este artículo forma parte del proyecto de investigación "La Revolución Neogranadina: un estu- dio comparativo. Fase II" de la Dirección de Investigaciones de la Universidad Pedagó- gica y Tecnológica de Colombia SGI-1907.

2Uso deliberadamente términos como angloamericanos y americanos meridionales: son un requisito inelu- dible para historizar el lenguaje y el pensamiento de los actores. En esta misma dirección, no encuentro una designación mejor que "Revolución Angloamericana" para referirme a aquellos acontecimientos.

3Una idea semejante respecto a la revolución en Estados Unidos ha sido explorada por Wood (2011: 25-55) y Bailyn (1973: 3-31).

4He encontrado que apenas lo hace en 1811 el secretario del virreinato José Ramón de Leiva (Leyva, 1982: 194).

5En la década de 1790 al parecer también fue conocido por algunos neogranadinos el texto de Jean- Nicolas Démeunier que incluía las constituciones de los Estados Unidos y era parte de la Enciclopedia: Economie politique et diplomatique en 4 volúmenes.

6Ulloa cita el libro de Brissot (1791: 130-134).

7Jaime Rodríguez refiere algunas publicaciones que circularon durante este periodo en la América es- pañola con información en torno a Estados Unidos, como la Gazeta de Madrid y el Mercurio Histórico, además de algunos libros sobre lo mismo (Rodríguez, 2010: 696-698).

8Los revolucionarios santafereños vieron como un déficit la carencia de hombres instruidos en el idioma inglés, por lo que a finales de 1811 uno de los enviados a Estados Unidos, Nicolás Mauricio de Umaña, retornó con un joven de esa nacionalidad para que enseñara su idioma (Anónimo, 1811, octubre 13).

9Los cartageneros, al parecer, habían desarrollado más vínculos con Estados Unidos. Juan de Dios Ama- dor estaba reputado allí como un buen conocedor de ese país, pero se sabe bien poco de aquellas relacio- nes (Ortiz, 1965: 191).

10La adición al Aviso al Público Nº 10, de los primeros días de diciembre de 1810, transcribe la Constitución, cuya venta pública se anuncia a comienzos de enero (Anónimo, enero, 1811).

11Burke publicó una larga serie de artículos en la Gazeta de Caracas, los cuales fueron reunidos en el libro Derechos de la América del sur y México, 1811. En diciembre de 1811 el payanés Antonio Arboleda le escribe a Camilo Torres: "volado me tiene el Burke: pocas cosas he leído con tanto placer. Si la América no estuviera revuelta, él la causaría" (AHJ, Camilo Torres, 14, f. 87r).

12Además del libro de Paine, tradujo M'Culloch, 1812.

13En 1812 Joaquín Camacho publicó en la Gazeta de Cartagena de Indias (Nº 14 a 33) varias cartas sobre el federalismo y la experiencia estadounidense.

14Añade que él mismo hacía otro tanto con la información, haciendo circular manuscritos con "las noticias que artificiosamente se ocultaban" de los triunfos españoles.

15Estados Unidos, por otro lado, incita a pensar en el recurso de las milicias de ciudadanos en lugar de un ejército regular como instrumento para construir y defender la independencia.

16Algunos apuntes importantes al respecto en Lacorne (1992: 363-374).

17Esto podemos entreverlo en el caso de Camilo Torres, pionero en elogiar la organización política es- tadounidense, pero que en un primer momento aspira a una nación más bien centralizada y solo hasta bien entrado el año 1811 se hace adalid del federalismo.

18La constitución traducida por el caraqueño José Manuel Villavicencio fue publicada en Santafé en noviembre de 1810 y la de Miguel de Pombo, al año siguiente. Además, el libro de Paine editado por García de Sena incluyó no solo los artículos de la Confederación de 1778 y la Constitución de 1787 sino también cinco constituciones estaduales, siendo probable que las hubieran leído los constituyentes neogranadinos, y no en las traducciones francesas, como algunos autores han supuesto (Paine, 1811: 155-288).

19Esta Constitución retoma amplios trozos de la Constitución del año III (1795): Constitución de Cun- dinamarca, 1811.

20Compárese, por ejemplo, el preámbulo de la Constitución del Estado de Cartagena (1812: 3-4) con el de la Constitución de Massachusetts contenida en Paine (1811: 200-201).

Recibido: 15 de Septiembre de 2016; Aprobado: 20 de Noviembre de 2016

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