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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.14 no.26 Medellín Jan./June 2017

https://doi.org/10.17230/co-herencia.14.26.2 

Dossier

Sobre la Paz Pública Cerbeleón Pinzón 1813-1870

On Public Peace


I

No permitiéndole al autor el mal estado de su salud arreglar la segunda parte de su folleto titulado “Juicio sobre la Constitución de Rionegro” publica separadamente este discurso, que debió hacer salido a luz como un Apéndice de la primera parte; lo que no tuvo lugar entónces por falta de espacio.

“¿Cómo no se hacen cargo de que la paz es la primera de las necesidades, como es la primera de las glorias?” - NAPOLEON.

En su célebre viaje a las mansiones celestes, encontró Mahoma en el sétimo cielo “compuesto todo de clarísima luz, un ánjel de setenta mil cabezas; cada cabeza tenía otras tantas bocas, cada boca setenta mil lenguas, i cada lengua hablaba setenta mil idiomas con que alababa las glorias del Señor.”

¿Por qué no existe en el Mundo de Colon un políglota semejante que dia i noche pregone las alabanzas i las glorias de la paz?

Podrá observárseme que este vocero celestial seria innecesario, no habiendo hoi en el Nuevo Mundo quien no conozca la necesidad i las ventajas de la paz. Tal observacion careceria desde luego de fuerza. Que el ánjel de la paz pudiera en nuestras Repúblicas predicar en un desierto, se concibe; pero que su voz no fuese necesaria en ellas, puede al ménos ponerse en duda. Los hispano-americanos, en teoría todos somos partidarios de la paz; pero en la práctica, es lo cierto que la paz desaparece frecuentemente, sin saberse cómo, de entre las manos de sus amigos entusiastas. Como que tiene la paz, por acá, con respecto a sus sectarios, algun parecido con la gallina que fecundó huevos de pato: al acercase al agua, abismada se queda sin sus polluelos. Protestamos mil veces, es verdad, no salir de debajo de las alas protectoras de la paz; mas no por ello ni por mas que esta nos llame, se afane i trate de retenernos cerca de sí, dejamos de abandonarla cualquier dia por meras cuestiones políticas, o por teorías o sistemas especulativos; ¡hasta por un hombre o por un círculo! Todos sentamos plaza bajo las banderas de la paz; pero, eso sí, reservándonos el derecho de matarnos, los unos a los otros, en la primera eleccion de gobernantes, o en el primer conflicto de gobierno o de administracion, por conciliable que sea tranquila i pacíficamente.

No me burlo, ni ménos calumnio a los hispano-americanos. ¡Ojalá no fuera el hecho mas culminante en la historia de nuestro continente, la frecuencia en él de la guerra civil! frecuencia tal, que ya, tratándose de inquirir la edad de alguno, ántes que los años, podria preguntársele las revoluciones o las guerras que cuenta. ¿Qué desgracia, qué dura fatalidad pesa, bajo de este aspecto, sobre la América española? Los volcanes sacuden fuertemente la tierra, vomitan fuego, piedras, ardiente lava; terribles son en verdad sus erupciones; mas de unas a otras dan tiempo a que se reparen los daños que causan, o a que se debilite siquiera la memoria i el horror de sus estragos. El cólera asiático esparce la consternacion i la muerte por dondequiera que imprime su fatídica planta; mas no visita un mismo país sino de tarde en tarde. Tampoco el rayo cae todos los dias, ni todos los dias el océano engulle las naves cargadas de riquezas, ni todos los dias el pedrisco de las nubes destruye la dorada mies de los campos. La naturaleza como que se compadece a ratos del hombre i suspende por intervalos sus iras; mas la guerra civil, terrible como todas las calamidades de la naturaleza juntas, la guerra civil, obra esclusiva del hombre, ménos compasivo de su semejante que la naturaleza, no da tregua ni respiro en nuestra América. Cuando no sufre aquel azote esta o la otra de nuestras Repúblicas, lo sufre la República vecina o la de mas allá, si no lo sufren dos o tres a un mismo tiempo. Solemos tener algunas calmas que llamamos paz; mas aun en esas calmas, la mayor parte engañosas, mucho será si cual aterradora nube, no se alcanza a divisar alguna guerra en lontananza, o si al ménos no reinan entre los ciudadanos division, encono i odios políticos. Despues de esto ¿cómo no ha de ser conveniente escribir, aun hasta fastidiar, sobre la necesidad de paz i de sosiego público en la América española?

Ademas, yo no voi solamente a hablar de la conveniencia i de las ventajas de la paz pública: no me limitaré a decir que la salud es un bien; iré un poco mas adelante; ensayaré esponer el estado político actual de nuestra sociedad, buscaré lo que mas conviene a su mejor salud, i aun recordaré algunos aforismos propios para que mas fácilmente pueda conservarla. Bien me hago cargo de la arduidad del intento; pero no desconfio de hallar todavía en mí algunas fuerzas. La santidad de una causa i la ardorosa fe con que se la defiende, pueden hacer encontrar aun en las ya heladas rejiones de la vida, el calor i hasta el entusiasmo de un corazon juvenil.

Por otra parte, si no es una ilusion nacida de mi anhelo mismo por la paz, me parece sentir en mí algunas pequeñas ventajas para combatir de su lado; tanto, que aun a veces llega a entrar por un momento en mi corazon la esperanza de poder con este escrito contribuir en algo a que así nuestros gobernantes, como los actuales partidos políticos, se inclinen a adoptar los medios o temperamentos mas conducentes al mantenimiento del órden i del sosiego público. I al dar acojida a tan halagüeña idea, no es que esté yo soñando con aquel egrejio orador de la antigua Grecia, respecto del cual, dice la historia, dejaron al fin sus conciudadanos de discutir acerca del poder i del encanto de sus palabras, para pensar en el lugar en que debían coronarlo; ni tampoco con esos hijos de las tempestades, hermanos del trueno i del relámpago, que apareciendo de repente en medio de las sociedades ajitadas, las sobrecojen de admiracion, las imponen silencio i las dominan. Si lo uno o lo otro fuera lo que cruzara por mi mente al publicar este escrito, sobraria razon para que se me comparara con aquel loco de celebridad histórica, que contemplando desde la punta de una roca la tormentosa mar, i olvidándose de los vientos, de las corrientes i del poder del timon, pretendia señalar el curso de las embarcaciones, creyendo de véras, el infeliz, que estas tomaban el rumbo que infatuado les trazaba con su índice descarnado.

Mas no habrá riesgo de que llegue a hacérseme tal aplicacion; las ventajas a que me refiero las hago precisamente consistir en no pertenecer a la raza de esos grandes hombres, ni a la familia de esos grandes jénios, en no estar ya por sueños ni ilusiones, i en otras circunstancias personales que debo omitir, porque no es hablar de mí al público lo que me propongo, sino de algo que sea digno de su atencion.

Lo que sí no puedo dejar de decir aquí, aunque sea algo personal, es que desde que empecé a tomar cierta parte en la política del país, me ha parecido haber visto siempre con alguna claridad en nuestras cuestiones de órden público. Lo diré todo: ¿por qué no he de ser franco dirijiéndome a mis compatriotas, quienes no tienen motivo para sospechar de la sinceridad de mis palabras? Cada vez que infortunadamente han ocurrido entre nosotros esas malhadadas cuestiones, no solo he visto claro en ellas, sino que me ha causado un agudo dolor, ha sido para mí un tormento, un desesperante martirio, ver deslizarse la nave comun sobre el terrible escollo de la guerra civil, sin poderlo evitar ni remediar. En esas épocas, desde que presentia que iba a rugir la tempestad, no omití hacer lo que me era dado para contribuir a que en tiempo fuese conjurada. ¡Esfuerzos vanos! Era querer contener un huracán con el sombrero! Oscuro pasajero, hablaba desde un punto apartado de la cubierta; mi débil voz perdiase en el ruido mismo de la sirte; nadie reparaba en mí. Al mismo tiempo una inexorable fatalidad como que proporcionaba i reunia afanosa todas las circunstancias prefijadas por el destino para nuestra pérdida, como sucediera para la caída del grande Ilion. Consumada la catástrofe, a nadie culpaba; deploraba nuestra comun desgracia, i si alguna queja dirijia al cielo era la de no haberme concedido una voz bastante fuerte con la que a tiempo hubiera logrado hacerme escuchar.

Estos recuerdos de la debilidad e ineficacia de esos anhelosos esfuerzos de otras épocas en favor de la paz pública, debieran decidirme a abandonar ya sus banderas, transigir con nuestras guerras civiles, i procurar, aunque me sea duro, hacerme al áspero ruido de las armas. I ciertamente en algunos momentos, mas no sin dejar de exhalar un suspiro, he llegado a poner a un lado la pluma, diciéndome: ¿para qué escribir? ¿Para qué sembrar en un suelo como maldito de Dios? ¿Para qué luchar contra lo que parece ser nuestro destino? Como Jacob i Esaú luchaban desde el seno materno, los hispano-americanos empezamos a guerrear, sin poderlo evitar, desde los primeros dias de la conquista, aun desde ántes de consumarse esta. Cortés tiene que dejar un instante a Motezuma i volver atras a combatir las huestes de sus mismos paisanos; los Almagro i los Pizarro aniegan en sangre ibérica la tierra de Atahualpa, cuando aun no estaba bien desplegado sobre ella el estandarte de Castilla. Si el destino de la raza española en América es la guerra civil, ¡que se cumpla nuestra suerte!

Mas en medio del desfallecimiento enjendrado por estas tétricas reflexiones, vuelve a presentarse a mi imaginacion la paz pública, atado su talle con el ceñidor de las gracias, cuajada en sus ojos la pura luz del cielo, i posada en sus labios la sonrisa de los ánjeles; vuelve a embelesarme, vuelve a cautivar mi espíritu, vuelve a encender mi corazon, i hasta llega a parecerme que penetrando mis intenciones de abandonarla, a causa de sus seguidos reveses, me dirije con su dulzura jenial palabras semejantes a las que en ocasion parecida dirijió el gran Federico a uno de sus soldados, que desalentado meditaba ya desertar: “Aguardad unos dias, i si prosigo siendo desgraciado en la campaña, desertaremos ámbos.”

Con esto, ¿cómo no volver a tomar resueltamente la pluma? La causa es, a la verdad, tan grande, tan fecunda, tan bella, que ninguna reflexion debe ser bastante poderosa para infundir desaliento. Aunque en favor del triunfo no hubiera mas que una probabilidad contra noventa i nueve, todavía deberia combatirse con denuedo i esperanza. La ganancia de un centenar de votos, aunque no fueran mas, en favor de la paz pública, ofreceria al verdadero amante de esta, un premio suficiente por la mas laboriosa tarea. De otro lado,

¿por qué no poder aspirar a un triunfo completo, aunque sea a la larga? ¿Habrán de ser eternas estas nuestras maldecidas guerras civiles? Al contrario, esperemos, con uno de los mas brillantes jenios europeos, sea ya “hora de encender el faro de la razon i de la moral en nuestras tempestades políticas, i de formular el nuevo símbolo social, que empieza el mundo a presentir i comprender, el símbolo de amor i de caridad entre los hombres: ¡la política evanjélica!”

A veces al contemplar el cuadro de combates fratricidas que ofrece la América española, al pensar que tanta sangre humana derramada sobre su suelo ha podido fácilmente economizarse, i que, sinembargo, se ha vertido a torrentes; al ver cómo en ocasiones nos cegamos todos, cómo nos endurecemos respecto de las desgracias públicas; al ver cómo surjen, se atraen, se juntan i se combinan las causas mas imprevistas i apartadas para arrastrarnos inevitablemente hácia la vorájine de la guerra civil, se siente uno movido a preguntarse: ¿si será cierto, como lo dicen algunos, que la guerra es el estado natural de la humanidad? O, contrayéndome a nuestras repúblicas: ¿si será que estemos expiando la usurpacion violenta de un Continente a fuerza de engaños i de armas superiores, i el esterminio desapiadado de una raza infeliz que no pudo haberse convidado a la civilizacion i al comercio con el viejo mundo, respetando el suelo, la soberania de los señores naturales del país, sus gobiernos i hasta su vil oro? Hai casos en que, agobiado el espíritu por el peso de aquello que absolutamente no puede comprender, siente la necesidad de elevarse, en busca de alguna esplicacion, a rejiones distintas de aquellas que han sido entregadas a la accion i a la labor de la inteligencia humana. I hoi, ¿quién, debajo del sol, puede esplicar satisfactoriamente la frecuencia, la cruel tenacidad de la guerra civil en estos países? Si despues de terminada una guerra con el triunfo completo de uno de los beligerantes; si despues de haber desaparecido del todo los motivos ostensibles de esa guerra, se afirmara luego la paz, no habria razon para confundirse ni acongojarse. Pero si pasada una larga i sangrienta guerra, si debelados i hasta sepultados en el olvido los motivos de esta, se ve venir una nueva lucha, aun no cicatrizadas las heridas ni reparados los quebrantos de la primera, ¿cómo no se ha de confundir el espíritu i angustiarse el corazon? El viajero que hace la penosa subida de una cuesta, tambien se confundiria, si cuando, ensangrentados los pies, despedazados los vestidos i abrumado de cansancio i de fatiga, creyendo haber llegado a la suspirada cima, volviese, sin saber cómo, a encontrarse otra vez al pié de la escarpada roca. Resueltamente diria: “Si no es esto un horrible sueño, o soi la burla de una estraña fatalidad, o, maldito del cielo, estoi espiando algun gran crímen.”

Mas de medio siglo hace que estos países se independizaron de su antigua metrópoli i cerca de medio siglo que esta ha prescindido de sus antiguas colonias. No creo debamos maldecir el lábaro santo de la Independencia, ni tampoco creo pueda desconocerse el alto precio de la sangre de sus mártires, ni las esplendentes glorias recojidas en la grande lucha trabada cuerpo a cuerpo con el Leon de Iberia; ni, en fin, creo pueda cerrarse los ojos a lo mucho que en todo sentido con la Independencia hemos ganado; pero en punto a paz i a sosiego público, hai por lo ménos que guardar mustio silencio.

I que en el punto a que hemos llegado bajo el aspecto de organizacion i de condicion política, solo nos falta asegurar la paz para poder recojer todos los frutos de la Independencia, todas las riquezas naturales del exhuberante suelo de América. ¿Por qué es, pues, que no podemos afianzar sólidamente la paz; la paz pública que es nuestra mas clara, mas grande i mas urjente necesidad? Esto no puede esplicarse sino ocurriendo a la voluntad de lo alto.

Pero; no! Nuestras desapiadadas i continuas guerras no pueden ser la obra de una lei fatal impuesta a la humanidad. El Dios de las naciones no gusta de la sangre de los hombres, i todo nos dice que no ha creado a estos para que pasen la vida despedazándose los unos a los otros, sino mas bien para que se amen, junten sus esfuerzos i mutuamente se ayuden. Al Leon, al Tigre, a la Pantera, les ha dado armas desde que nacen, e instintos sanguinarios i antisociales. Al Toro le ha concedido terribles hastas, i descendiendo a la nimiedad puede observarse que tambien ha armado al Gallo de agudas espuelas. Mas ¿qué es lo que por toda arma le ha dado al Hombre? La razon, la sola razon, únicamente la razon.

Tampoco nuestras guerras pueden mirarse como la expiacion de la conquista. La justicia de Dios no es la justicia de los hombres; distingue al inocente del culpado, i no puede comprenderse que castigue a jeneraciones remotas por los crímenes de una vieja jeneracion. Abran las repúblicas Hispano-americanas una vez siquiera los ojos, i persuádanse, con imparcialidad, de que sus frecuentes guerras fratricidas son obra esclusivamente suya, i que está en su voluntad hacerlas desaparecer solo con quererlo. Resuélvanse un dia a decir con firmeza i de corazon, tengamos paz, i la tendrán de seguro. Como el enfermo busca las causas de las dolencias que minan su salud, le mantienen estenuado i triste, i pueden al fin llevarle al sepulcro, i despues de hallar esas causas las combate con cuanto poder le es dado; así nuestras repúblicas, persuadiéndose, como deben persuadirse, de que la única causa de su malestar, de su pobreza, de sus acerbos dolores, no es sino la frecuencia de sus desastrosas guerras civiles, deben dedicarse a combatirlas, deben aborrecerlas, detestarlas, no darles tregua ni respiro. ¡Qué sufran estas la lei del talion; que no haya cuartel para ellas!

Los hombres de Estado, los hombres que en Hispano-América manejan la cosa pública; los que tienen en sus manos el timon, i a quienes no puede negarse jenio, talento ni patriotismo; aquellos de estos hombres que en el bufete, o en la tribuna, o en los campos de batalla se han cubierto ya de gloria inmortal, deben pensar en cegar el último lauro que les falta i que acabará de hacer brillantes e imperecederos sus nombres: el del afianzamiento de la paz pública. Sin este lauro, si continúan como hasta aquí nuestras guerras civiles, los títulos de nuestros hombres públicos a la gratitud de sus contemporáneos i de la posteridad, apénas alcanzarán a atenuar el terrible cargo que necesariamente pesará sobre ellos a causa de nuestras frecuentes guerras civiles; Maelstron espantoso que engulle a un tiempo los intereses del presente i los del porvenir.

Como tengo vivo deseo de que este escrito sea leído sin jénero alguno de prevencion, en interes de la causa que defiendo, daré aquí, para concluir, i a lei de hombre honrado, la siguiente seguridad:

No escribo en servicio de esta o aquella causa política, ni de este o aquel hombre o círculo: me propongo tratar, en lo que alcanzo, de hacer un servicio a todos, sin distincion, ni parcialidad, escribiendo en favor de la paz pública, que a todos igualmente nos interesa.

(Aviso tipográfico discurso, Sobre la Paz Pública, p. 6). 

II

Paso ahora a escribir unos cortos parágrafos sobre la necesidad especial de la paz pública con relacion a algunos grandes objetos. Serán unas pálidas i toscas pinceladas; mas, aun así, espero que en el fondo retraten fielmente la idea.

parágrafo 1.°

De la paz pública con relacion a nuestra existencia como asociacion independiente.

Hace mas de medio siglo que proclamamos nuestra Independencia. Egrejios i preclaros varones que con justicia, envanecidos, llamamos los Mártires de aquella causa, imprimieron sobre esta con su sangre un sello sagrado. Enseguida, de entre los laureles de los combates inmortales, al fulgor de cien espaldas, dondequiera i siempre victoriosas, en medio de los himnos cantados por millares de voces a la victoria, apareció Colombia, joven, hermosa, deslumbradora. Su cuna fué colgada entre dos grandes i apartadas glorias: la de Boyacá i de la Ayacucho. Desde entónces alcanzamos nuestra nacionalidad, e hicimos algo mas: contribuimos a fundar la de otras secciones, nuestras hermanas. ¡Cuán grande i noble orgullo!

Mas ¿nada debemos temer ya por nuestra nacionalidad? Volvamos los ojos a la tierra del infortunado Motezuma. Obstinadas luchas civiles atrajeron sobre aquel suelo el pensamiento de la escandalosa invasion, i abrieron allí las puertas a los estranjeros.

No nos durmamos sobre los laureles segados en la grande lucha por nuestra Independencia, no descansemos en la conciencia de nuestro derecho. Desconfiemos de Europa: allá son poderosos, nosotros somos débiles; mas juntemos nuestros esfuerzos, alejemos del patrio suelo las guerras fratricidas, i despues de esto, si de allende los mares llegare a decírsenos que necesitan de nuestra nacionalidad, podremos, como altivos Espartanos, contestarles: venid a tomarla.

Aunque la frecuencia de nuestras guerras no llegase hasta el punto de esponer a riesgo nuestra nacionalidad, sí podria esponer acaso una parte de nuestro territorio. Si no estoi equivocado, fué a favor de la guerra de 1840, que, con miras de usurpacion sobre el suelo granadino, se estableció un rei de farsa en Mosquitos. Me parece tambien, que con motivo de la misma guerra pudo nuestro territorio haber sufrido un cercen del lado de otro de nuestros límites esteriores.

parágrafo 2.°

De la paz pública con relacion a la realidad i al afianzamiento de las instituciones republicanas.

Cuando desaparece la paz pública, cuando arde voraz por todas partes la llama de la guerra ¿qué viene a ser la República, a dónde se va, qué se hacen las garantías? Un país dominado por dos belijerantes cada uno de los cuales se apodera de los individuos con escandalosa violencia, los amarra, los ayunta i en mitad del dia los mete en los cuarteles con el nombre de reclutas, o como a gamos los persigue por las calles para reclutarlos: un país dominado por dos belijerantes, cada uno de los cuales toma arbitrariamente los caudales del particular, las mercancías del comercio, los ganados, las caballerías, las cosechas del agricultor; todo cuanto encuentra a su paso: un país en el que no hai seguridad para viajar, ni aun para salir de la casa: un país convertido en teatro de violencias, injusticias, depredaciones, saqueo i tala: un país semejante ¿podrá llamarse República? I por desgracia esto ha sido frecuentemente la República de la América española; frecuentemente en esta sus pomposas Constituciones han sido rotas para hacer cartuchos, aun por aquellos mismos que se proponían defenderlas.

Tan esencial es la paz para la realidad de la República, que apénas se desencadena la guerra, como que nos trasladamos de un país libre i de garantías, a un país de opresion i despotismo. Bajo de este aspecto la guerra civil se parece a aquel barco encantado, o a aquel tapete májico que en un segundo llevaban de un pais a otro, al través de millares de leguas; i ¡si pudiera regresarse por el mismo medio májico! Mas por desgracia no sucede así; despues de que la guerra nos lleva mui lejos del réjimen constitucional, no contamos para regresar a este réjimen con medio májico alguno, sino que tenemos que emprender la vuelta valiéndonos de nuestros solos piés; i no es sino mui tarde i despues de cansancio i estropeo, que podemos tornar al dulce hogar de las garantías, al país encantador de la República; i mucho será si al volver no encontramos en ese hogar, en ese país querido, algunos rastros odiosos, algunos funestos resabios.

De todo esto resulta que sin el mantenimiento habitual de la paz i del órden público, la República, con sus decantadas garantías, no es sino una mentira brillante, uno de aquellos sueños fascinadores que en plácidas noches, a través de los perfumes de voluptuosas i mansas brisas, se escapan por las puertas de oro i de nácar de Morfeo. I esa ilusion i ese sueño vienen a volver mas terribles los horrores de nuestras frecuentes guerras. La hora mas dura i cruel para el desgraciado es la de el despertar. Tal vez llorando amargamente en el dia la muerte de un padre, de una hija, de un hermano, ha creido verlos llenos de vida, i abrazarlos, en los ensueños de la noche: o ya doliente i desengañado de todo, ha soñado que volvia a pasearse por los encantados jardines de la juventud respirando lozanía e ilusiones aun; o acaso, en fin, oprimido por el peso de la adversidad, casi ante el hambre i bajo el recuerdo candente de sus compromisos no cumplidos, durante el sueño de la noche ha creido verse arrastrado en el brillante carro de la fortuna, o estar sacando del seno de la tierra inagotables tesoros; viene la luz del dia, i todo se disipa, no quedando en pié ante los ojos de esos soñadores, sino la imponente i triste realidad. ¿No era mejor para ellos no haber soñado con tales cosas? De la misma manera, así, mas no al albor suave del dia, sino al brillo siniestro del fuego de la guerra, como un sueño se desvanecen en estos países nuestras tan queridas ilusiones políticas. ¿No era mejor no haber soñado con República, con libertad, ni con garantías? ¿O no era mejor que estas hermosas cosas fuesen permanentemente una realidad a la sombra de la paz?

I no solo es que bajo el frecuente azote de la guerra civil, esas cosas tienen que desaparecer periódicamente con la misma frecuencia, sino que debido a esto jamas llegarán a afianzarse, ni a dar sazonado fruto. Plantad un precioso arbusto en el campo mas fértil, una palmera sobre las orillas de un torrente: si todos los dias azotais la tierna palmera, si todos los dias cae sobre ella el pedrisco de las tormentas, si frecuentemente la ajitais hasta quebrantar sus raíces, al fin se secará sin haber echado su primer racimo. Tendida sobre el suelo, sin verdura ni jugos ya, el primero que pase la recojerá para leña, i ¡ojalá no plante en su lugar un espino o un manzanillo! ¡Hasta donde pueden llevarnos nuestras frecuentes guerras intestinas! Reflexionémoslo.

Pero hai mas. Nuestras instituciones políticas requieren cierta educacion especial, ciertos hábitos i hasta ciertas virtudes en las masas populares, i esas cosas no vienen sino con el tiempo, i a la sombra de la paz. Las escenas sangrientas de la guerra, i el predominio de las armas, necesario desde que hai guerra, no convienen a esas mismas cosas, pues que no solo impiden los hábitos de dulzura, de fraternidad, de amor al trabajo, de respeto a la vida, a la propiedad i demas derechos del individuo, sino que tienden, sin que pueda evitarse, a la formacion de hábitos contrarios. Aunque los caudillos sean ciegos adoradores de la República i de la Democracia, jamas el estado de guerra podrá ser buena escuela para formar verdaderos demócratas, virtuosos republicanos.

En los intervalos lúcidos, en los episodios de paz que como por acaso brillan una que otra vez en las repúblicas Hispano-americanas; en esos intervalos, semejantes al oásis, o a la fuente que suelen encontrarse en el arenoso i abrasador desierto, las masas populares adelantan algo en educacion democrática; mas a la primera guerra civil que sobreviene, adios de fuente i oasis venturosos. Todo queda sepultado bajo los bancos de ardiente arena, amontonados por el terrible símoun. Entónces las masas populares desandan el doble, si no mas, en lo que toca a su educacion i preparacion para la República, viniendo así a parecerse en su trabajosa peregrinacion hácia el gobierno propio, a aquel penitente célebre que a pié desnudo se dirijia a la tierra santa: este desgraciado tenia que dar dos pasos adelante, i uno atrás; miéntras que los Hispano-americanos, bajo el respecto de que hablo, damos, por lo regular, un paso adelante i atrás dos; debido esto, no en manera alguna a falta de jenerosos instintos naturales de virtud i de moralidad, sino a nuestras frecuentes guerras, únicamente a estas. ¿Cómo no hemos de maldecirlas?

Es necesario que las naciones Hispano-americanas no se hagan ilusion en esta parte. Miéntras que la guerra civil sea su condicion natural, tendrán que pasarse sin la educacion, sin los hábitos, i sin las virtudes populares, único i verdadero apoyo de la forma republicana, i faltando el cual, por mas que se haga, es dudoso pueda esta consolidarse ni afianzarse. En el mundo de que tenemos noticia, solo los emblanquecidos huesos del Profeta de la Meca, han podido sostenerse en el aire.

parágrafo 3.°

Continuacion.

Voi por último a tratar de otro de los efectos de la frecuencia de nuestras guerras civiles con respecto a la estabilidad i al prestijio de la República; efecto mas funesto que todo lo que precede; es una saeta lanzada directamente al corazon del sistema, es un tiro que si no trata de desviarse, pudiera ser de muerte.

No son muchos los que concienzuda i seriamente se detengan a pensar acerca de las verdaderas causas de estas nuestras guerras fratricidas que sin piedad talan i agostan el suelo de nuestro hermoso i rico continente. Ni faltan ya algunos que dejándose llevar del primer impulso de un juicio que aunque erróneo no vacilo en calificar de patriótico, esclamen: “desde que estas rejiones proclamaron su independencia i se constituyeron en repúblicas, hemos vivido i vivimos en continua guerra; como que desde entónces pesa sobre nosotros la maldicion de lo alto; como que hemos sido desde entónces condenados a llenar con sangre el tonel, sin fondo, de las Danaides: el sistema republicano es quien nos impone tal suplicio eterno; renunciemos, pues, para siempre, a ese sistema aborrecido del cielo.”

En defensa del sistema republicano en nuestro continente, creo debe tenerse la firme e irrevocable resolucion de morir al pié del cañon; en defensa de ese sistema, los Hispano-americanos tenemos que decir en todo caso: “la guardia muere, pero no se rinde.” Sinembargo, es necesario reconocer con franqueza que la terrible frecuencia de nuestras guerras intestinas, si desde luego no justifica, escusa al ménos en algo, la opinion que en algun modo se va formando sordamente contra aquel sistema. Si algunos, de buena fe, encuentran en este la causa de nuestras sangrientas guerras ¿cómo no habían de ser siquiera escusables de su desdén por el sistema? Imajinaos, pueden decirnos, una creacion divina: talle griego, labios de coral, purisimas perlas en lugar de dientes, sonrisa encantadora, i voz de sirena, o ya semejante al sonido del acero al partirse. Sinembargo,

¿cómo no darle resueltamente la espalda a ese angelical conjunto si se complace en despedazar desapiadadamente las entrañas de la madre de su amante? Pues bien, podrán añadir: la forma republicana es esa figura hechicera; la patria es la madre del que insensatamente ha hecho de aquella su ídolo.”

Sin duda es, desde luego, una grande equivocacion atribuir a las formas republicanas de los gobiernos Hispano-americanos, las guerras civiles que sin cesar azotan a estos países; pero si esta equivocacion llegara, no diré a jeneralizarse, a tomar vuelo siquiera, ¿no seria de temer? ¿No podria a la larga traernos malos resultados, i aun favorecer estrañas e imprevistas complicaciones? Aunque no fuera mas que la desazon i malestar en lo político, de aquellos de nuestros conciudadanos que habiendo de buena fe incurrido en esa equivocacion, sobrellevasen nuestro sistema con disgusto i a mas no poder; eso solo, digo, deberia empeñarnos en logar que tal equivocacion se desvanezca, i tratar de conseguir que llegue a mirarse por todos la forma republicana como un frondoso árbol, cuya sombra, léjos de ser venenosa, es altamente propicia a la conservacion de la paz pública. Mas en el punto a donde de este lado nos han traído nuestras malhadadas guerras civiles, no es fácil disipar del todo aquella equivocacion con solos razonamientos, i ménos si, aunque tambien equivocadamente, se cree ver caer sobre estos, por instantes, la metralla encendida del tronador cañon de los hechos. En vano, como es la verdad, se pregonaria con la palabra la inocencia de la forma republicana en nuestras luchas, su ninguna intimidad con estas, si se viesen siempre asociadas, aunque ocasionalmente, a la noble figura de aquella. Trabajemos por la paz, empeñémonos en sostenerla en el seno de la forma republicana; que no se presente ya mas esta en el Nuevo Mundo salpicada siempre de sangre, ni desgreñada i furiosa como las Euménides; sino vestida constantemente de la mas blanca i limpia túnica, tranquilo el semblante, rizados los cabellos i coronada de verde olivo: ante esta sencilla, pero augusta imájen, la equivocacion de que hablo no solo se disipará como un vapor lijero, sino que tendrá que ruborizarse de sí misma.

Haré por último una observacion acerca de la conveniencia de la paz con respecto a la estabilidad de la forma republicana en estos países. Bajo el imperio de la paz, en medio de su bonanza, no es de temerse en país alguno regularmente organizado, un cambiamiento político profundo. Podrán venir algunas variaciones o reformas; podrá perfeccionarse lentamente, o desvirtuarse en algo el réjimen adoptado; mas hundirse con estruendo un sistema de gobierno, desaparecer de repente del todo i levantarse sobre sus ruinas un sistema contrario, solo puede suceder por efecto de estraordinarios, fuertes i continuados sacudimientos. A la suave luz del sol i bajo la apénas húmeda influencia del rocío de un cielo despejado i puro, abren tranquilamente las flores sus tiernos capullos; el hongo venenoso no brota de un golpe de la tierra, sino bajo de negras i tempestuosas nubes, al estallido del trueno. Tambien en lo político como en la naturaleza, los cataclismos no pueden ser obra del juego tranquilo de los elementos. Es un hecho que hoi tenemos la República: ¿la amamos de véras, queremos de véras conservarla? No la espongamos a un impensado cataclismo; evitemos las conmociones, prevengamos los derrumbes i los hundimientos del estado de guerra, bajo los cuales pudiera de repente quedar aquella para siempre sepultada. Despues de haber levantado un grande i hermoso edificio ¿no seria la mas estraña locura ajitar en torno suyo una llama que pudiera devorarlo? ¿O llamar sobre él la inundacion, o poner debajo de sus cimientos una espantosa mina? Todo esto para la República puede significar la guerra. Si tenemos la República ¿quién podrá echarla a tierra miéntras reine la paz? ¿quién? Del seno de la paz nunca se levantó un tirano, ni en países republicanos puede surgir un trono, sino a semejanza del hongo, bajo las negras nubes de largas guerras intestinas, entre el humo de la pólvora, i al estampido del cañon.

parágrafo 4.°

De la paz pública con relacion a la industria i al comercio.

La industria i el comercio necesitan sobre todo de libertad i de seguridad, lo cual es decir bastantemente que les da aliento la paz, i que los mata la guerra.

Desde que empieza a dejar escapar sus destemplados rujidos, el agricultor tiembla por sus cosechas, por sus ganados i sus caballerías; el comerciante por sus créditos activos i por los efectos de su tráfico; el adinerado por sus caudales. No contándose con la condicion de la seguridad ni para lo que se tiene, ni para lo que se espera, ni en las vías de comunicacion, ni en las leyes de los mercados; no pudiendo fundarse cálculos algunos sobre un porvenir cargado de tinieblas i de peligros, la prudencia aconseja a todos reducir sus negocios, retirar sus capitales, esconder, aunque sea en los páramos, los semovientes, i aguardar; ¡aguardar! Palabra funesta tratándose del trabajo i de la produccion.

Del lado de las ventas i de los negocios la paralizacion viene a ser mayor. En efecto, las ventas i toda clase de negocios tienen que decaer notablemente en tiempos de guerra: 1.° por lo que los belijerantes consumen sin comprarlo; 2.° porque los consumidores que compran, temiéndolo todo de la guerra, se alejan i hasta huyen de los mercados; i 3.° por la disminucion de medios i de recursos para negociar i comprar; i en esta parte, sobre todo, por la enervacion de uno de los elementos que mas activan las operaciones de la industria i del comercio; el crédito particular.

La desaparicion de este elemento tiene que ser funesto, con especialidad para el comercio, el que entiendo vive mas del crédito particular, que de la moneda circulante; al ménos así tiene que ser en los países que carecen de Bancos, i en que la moneda metálica no abunda demasiado. En países tales no es posible que todas las ventas se hagan al contado; la mayor parte tendrán que hacerse a plazos, garantizados los compromisos por el crédito individual, el que tiene que bajar muchos puntos en tiempos de guerra, en los cuales el hombre mas honrado, inesperadamente puede verse en impotencia de pagar, si ya no es que él mismo quede en algun campo de combate.

I en esta parte lo peor es que el mal de la guerra tiene efecto retroactivo; es decir, estiende esta su influencia aun a los créditos que se confiaron mucho ántes, cuando reinaba la paz. Esos créditos que figuraban en el folio de deudas cobrables, tal vez tienen, a causa de la guerra, que pasar al capítulo de las pérdidas. No sé si me esplico en el lenguaje técnico de la contabilidad mercantil; pero sí estoi cierto de ser comprendido. I todavía a este respecto puede venir aun otro mal de la guerra, i es el de escusarse con esta, para no pagar, uno que otro que bien pudieran hacerlo. La razon de las circunstancias, que para unos puede ser verdadero salvoconducto, para otros no es sino un pasaporte falso.

En cuanto al capital en metálico, es seguro que gran parte de él se retira de la circulacion al primer anuncio de la guerra; i todas estas cosas juntas traen el menoscabo, si no la ruina de las empresas mercantiles e industriales. De aquí vienen atrasos i sacrificios, pocos pueden cubrir sus créditos; todos desconfían de todos; se hacen imposibles los mútuos ausilios jenerosos; mas tarde pueden venir las quiebras i hasta espantosas crisis mercantiles. En cuanto a la industria, la escacez i el alza de los víveres son tambien una especie de quiebra, con la agravacion de venir esta a pesar principalmente sobre las clases ménos acomodadas.

Mas, ¿para qué detenerme en estas cosas? ¿Qué persona del comercio no sabe, por desgracia, a su propia costa, lo que sufre con nuestras guerras? Sin contar conque a veces los puertos se cierran, las comunicaciones fluviales i terrestres se interrumpen, o el servicio en ellas se desorganiza i al mismo tiempo se encarece; que se espropian los buques i los champanes, que se destruyen intencionalmente las canoas i barquetas; que las mercancías yacen muchas veces botadas en lugares pantanosos i a la inclemencia; i que otras veces son tomadas por los belijerantes; para colmo de todo esto, en punto a ventas i negocios, no cruzan por el aire sino estas palabras proferidas con desconsuelo: ¡esto está perdido, esto está muerto!

En cuanto a los agricultores, ¿cuál de estos, lo mismo que el comerciante, no sabe tambien a su propia costa la ruina que le traen nuestras guerras? ¿Cuál de ellos no ha tenido que presenciar la ocupacion de sus cosechas, la tala de sus sementeras i labores, la destruccion de sus casas, corrales i cercados, la espropiacion de su hato, de sus cebas, de sus recuas, hasta del caballo de uso, hasta de los ansares, i de las gallinas?

I en punto a espropiaciones i suministros, que el derecho de la guerra justifica, i que esta hace imperiosos e inevitables, ¿qué reciben en cambio el comerciante i el agricultor? A veces unos pocos renglones escritos, tal vez con lápiz, en una cubierta, o en la hoja, arrancada con garbo, de una cartera. ¿I para qué? ¿Para que se les cubra luego el valor justo o siquiera el valor equitativo de sus cosas?

¡Ojalá! Para entablar quién sabe cuándo, ni con qué gastos, molestias i dificultades, un reclamo en el que si se boga con buen viento se logra una cosa que llaman bonos i que a duras penas podrá al fin negociar el interesado por la mitad de su valor nominal.

¡Esta es la guerra para el agricultor i para el comerciante! ¿I habrá uno solo de ellos que pueda estar por nuestras luchas civiles?

¿No deberán todos ellos oponerse en masa, decididamente, a tales luchas?

parágrafo 5.°

Continuacion.

Acabamos de ver lo que es la guerra para los agricultores i los comerciantes, es decir, para los productores: véamos ahora lo que es para el consumidor.

Suspendiéndose la importancion de mercancías, dificultándose la provision de los mercados, aquellas llegan a escasear i su precio tiene que subir. Sinembargo, aunque algo sufra con esto el consumidor, no será mucho, o será tolerable el mal; se puede pasar algun tiempo sin un traje nuevo, i aun sin una que otra prenda del vestido. El mal grande, el mal aterrador que trae la guerra para los consumidores está en lo relativo a la agricultura, a los primeros artículos de subsistencia. Sin estos no se puede pasar, i la guerra por mil i mil motivos escasea i encarece esos artículos hasta un punto que las clases no acomodadas no pueden soportar. ¡Oh guerra, i cuán funesta eres bajo este aspecto! En un suelo tan abundante i feraz, como el nuestro, puedes hacer el detestable milagro de que las clases desacomodadas, si no mueran, lloren i desfallezcan de hambre!

Si se cree que exajero, apelo a lo que les pasa a esas mismas clases en tiempos de guerra. ¡Ojalá que esas clases pudieran hacerse escuchar! Se volveria a otro lado la cara, a la vista de sus ahogos, de sus angustias, de sus terribles sufrimientos, de sus privaciones i de sus miserias.

Apelo tambien a la historia; mas para no alargar, citaré solamente un pasaje de la de Inglaterra: “Durante la guerra de las dos Rosas, la agricultura decayó considerablemente a causa de falta de brazos, pues que habiendo perecido un gran número de campesinos en aquellas desastrosas guerras, no se encontraba quien cultivase la tierra…………………... ….Sucediéronse en esta época frecuentes carestías, en las que el valor del trigo triplicó i aun cuadruplicó de un año a otro, i fue tanto lo que sufrió el pueblo, que en la carestia de 1437 i 1438 se vio reducido a vivir de raíces de diversas yerbas que hacia secar i de las cuales amasaba pan.” Si nuestras guerras continúan ¡temamos ir a llegar un dia a un estado semejante!

Por lo demas solo agregaré que las carestías de víveres que ocasionan las guerras, no vienen únicamente, como se sienta en el pasaje citado, de la falta de brazos a causa de los que mueren en los campos de batalla: esas carestías vienen principalmente del terror del reclutamiento, que hace huir a muchos de los mercados i hasta esconderse en los bosques; i sobre todo de la tala de los campos, i del desaliento que lleva al ánimo de los productores la falta de seguridad.

No he hablado de la triste suerte de los artesanos en tiempos de guerra; ellos sufren todos los males del productor i del consumidor, sin contar con que regularmente son escojidos para llevarlos a los combates, de los que si logran volver con vida a sus talleres, sabe Dios cómo encuentran estos i sus pobres familias, i mucho será si no vuelven inutilizados para su respectivo arte u oficio.

¡Tal es tambien la guerra, lo mismo que para el agricultor i el comerciante, para el artesano i el consumidor! I si todos pertenecemos a alguna de estas clases ¿a quién podrá convenirle la guerra? ¿I a quién no le convendrá la paz?

parágrafo 6.°

De la paz pública con relacion al desarrollo de los jérmenes de nuestras riquezas naturales.

Si tenemos o no riquezas naturales, si bajo de este aspecto nuestra patria tiene de que enorgullecerse, dejaré que lo diga una de nuestras plumas, i no de las mejores. He aquí como esa pluma, tambien convidando a la paz, delineaba en 1851 el aspecto físico de Nueva Granada. Despues de haber dicho el escritor a que me refiero que el pedazo de tierra que nos ha tocado por patria no es de lo peor del mundo; que hai, en ese jiron, espacio donde quepamos todos, i con que poder labrarnos todos alguna felicidad, continua así:

“Nuestra posicion en el globo, les diria, es no solo ventajosa, sino feliz. Situados en el medio de la América podemos llevar nuestras miradas sobre toda la estension Norte o Sur, únicamente con voltear a uno u otro lado la cabeza. Las ondas del Atlántico i las del Pacífico besan igualmente nuestras costas; i tenemos puertos que ven nacer el sol, i puertos que lo ven hundirse en el ocaso. Al mismo tiempo poseemos los puntos por donde con ménos dificultad pueden visitarse las aguas de los dos soberbios océanos, pudiendo por tanto esperar que un dia se acerquen tanto entre sí nuestros dos litorales, que desde nuestros puertos del occidente a los del oriente, podrán cambiarse con la mano los productos de la India por las manufacturas europeas. No tenemos los hielos del invierno ni los calores del abrasador estío: nuestros climas son, en lo jeneral, dulces, constantes, i reinan en ellos tibias i perfumadas auras. Tampoco tenemos esos azotes que como impetuoso huracan de la muerte se levantan del lánguido seno de Asia i devastan de un modo horroroso la poblacion. Somos dueños de ricas i variadas minas, particularmente de oro; i en cuanto a producciones preciosas de otra clase ¿no hemos derramado profusamente plateadas perlas, finas i raras esmeraldas en el tocador de las beldades de ambos continentes? En nuestros montes se encuentran maderas esquisitas de construccion, palos de vivos tintes, bálsamos i cáscaras medicinales; al mismo tiempo que en los campos i en los bosques se crían los cuadrúpedos mas útiles al hombre, las aves mas estimadas, i hasta los pajarillos mas vistosos i que tienen mas dulces cantos. Últimamente, los canastillos de Flora, las espigas de la agradecida Ceres, i los azafates de fruta de Pomona, se ostentan por donde quiera…. Parece que la naturaleza al dotar a la Nueva Granada dijo: que no quede por mí; si ha de quedar, que sea por ellos.”

¿Mas de qué nos sirve esta magnifica dote en medio del fragor continuo de nuestros combates fratricidas? ¿Quién piensa entónces en descuajar los bosques, descubrir nuevas minas, ni en buscar en nuestras montañas las cortezas, los bálsamos, las resinas, i tantos otros preciosos tesoros como encierran? A la guerra solo le importan plomo, pólvora i fulminantes. Mas suponiendo que por entre los mortíferos fuegos de la guerra, se propusieran algunos esplotar nuestros pujantes elementos de riqueza ¿con qué brazos, con qué capitales, ni con qué seguridad podrian contar para ello? Un empréstito o donativo imprevisto, vendria a quitarles los fondos; una leva o recluta vendria de improviso a dejarles sin trabajadores.

Hallábame una tarde, al ponerse el sol, en el muelle de uno de nuestros puertos mas hermosos del Atlántico: respiraba con delicia las gratas brisas que llegaban a la playa i que despues de haberse como entretenido de paso golpeando las velas de los buques surtos en la rada, seguían a mitigar los calores de una de las mas antiguas de nuestras ciudades i mas noblemente hospitalaria. Contemplaba, distraído, unas veces la inmensidad del mar, otras el balanceo de los buques. Alguna vez yo habia surcado esas aguas, llevando conmigo los objetos mas queridos de mi corazon, i de los que, desgraciado, en aquellos momentos me encontraba separado por centenares de millas ¿Si volveré a ver esos objetos tan queridos? me decia…. Sacóme de repente de estos pensamientos que se iban entenebreciendo algo, el alborozo de un hombre del pueblo, que sentado en la punta del muelle e inclinado sobre el fondo de las aguas, miraba con espresiva emocion una rica variedad de hermosos pargos, meros, sierras i otros apetitosos peces, los que sin curarse de la fija i peligrosa mirada que tenían encima, cual en una de sus fiestas, jugueteaban bulliciosos debajo de las ondas. ¡Cuántos reales! gritaba aquel mozo. “¡Cuántos reales nadando aquí, aquí no mas, a mi vista! ¡Quién tuviera un chinchorro, siquiera un anzuelo!” A semejanza, a la vista de nuestra opulenta i feliz naturaleza, me parece que oigo esclamar a nuestros hombres de cálculo, de actividad i de empresas: “¡Cuántos millones a nuestro alcance! ¡Cuánta riqueza pisan nuestras plantas! ¡Quién tuviera paz, quién pudiera contar con seguridad!

parágrafo 7.°

De la paz con respecto a la organizacion i perfeccion de nuestros sistemas tributarios, al gradual incremento de las rentas públicas i a la moralidad de la percepcion de los impuestos.

Es necesario fijarse en esto mui sériamente. ¿Qué nos dice la historia? Esta gran maestra de los pueblos enseña, en todas sus pájinas, que solo a la sombra de la paz, se perfeccionan los sistemas tributarios, se moraliza la percepcion de los impuestos, i viene en progresivo aumento la renta de las naciones. Por la lei de progreso natural en todo, la riqueza individual se aumenta de dia en dia, entregada a su libre desarrollo, bajo las alas de la seguridad, único calor estraño de que necesita. Aumento de riqueza en el contribuyente, significa aumento proporcional en las rentas públicas. De otro lado, por la lei divina de creced i multiplicaos, el número de contribuyentes se aumenta cada dia; i aumento de contribuyentes, tambien significa aumento en las rentas públicas. Mas tanto lo primero como lo segundo, supone la paz; la guerra produce en lo uno i en lo otro efectos contrarios. Compárense los cuadros de los rendimientos de nuestra hacienda, i el censo de poblacion en tiempos de paz i en los de guerra.

En cuanto a la organizacion i perfeccion de nuestros sistemas tributarios, estas cosas tampoco pueden alcanzarse sino al favor del tiempo i bajo los auspicios de una paz duradera. No basta conocer los principios económicos europeos; necesitamos de sistemas propios, adecuados a nuestro país. Respecto de esto, la gran diferencia en poblacion, en medios de movilidad, en homogeneidad de civilizacion, en riqueza, en moneda circulante, en recursos industriales, i en tantas otras cosas, ponen una inmensa distancia entre el Viejo continente i el nuestro. La medida económica buena allá, puede acá no dar los mismos resultados. No niego la universalidad de los principios de la ciencia; pero en cuanto a sus corolarios, tenemos que establecerlos entre nosotros con las modificaciones consiguientes a nuestras especiales circunstancias; i esas modificaciones no pueden sernos reveladas sino por la práctica propia, i una ilustrada i constante observacion; cosas imposibles si la frecuencia de la guerra no deja lugar a que se plantee un sistema, se le ensaye i gradualmente se le corrija i perfeccione.

Que hai necesidad de hacer las diferencias de que hablo, entre los dos continentes, no solo en puntos económicos, sino en jeneral, de lejislacion i administracion, es innegable. Sin contraerme a estos puntos i solo por ofrecer un ejemplo palpable, imajínese que allá en Europa se levanta un filántropo promoviendo e impulsando la idea de que en cada lugar se construyan chimeneas públicas que en los inviernos se mantengan constantemente encendidas para las clases infelices. ¿Qué hombre animado de sentimientos de humanidad no suscribiria a ese pensamiento? I sinembargo, ¿iríamos por eso, adoptándolo entre nosotros, a construir chimeneas aun en aquellos de nuestros lugares abrasados eternamente por los calores del trópico?

En cuanto a la moralizacion de la percepcion, empleo i contabilidad de las rentas públicas, de una parte la guerra tiene que autorizar las vejaciones, algo de arbitrariedad, algo tambien de derroche. Con las urgencias de guerra, con el trastorno jeneral que todo introduce ¿cómo cabria pedir la observancia puntual i estricta de las leyes i de los mas minuciosos reglamentos sobre hacienda, ni órden i precision en los gastos, ni rigor en la contabilidad? Estas cosas no pertenecieron sino a los tiempos de paz.

parágrafo 8.°

De la paz con relacion al crédito público i a la gradual reduccion de nuestra deuda.

El crédito es para las naciones lo que para el particular el buen nombre; mejor que las riquezas, i mas grato que la fragancia de jeneroso vino. El crédito, en efecto, es para las naciones, mejor que la estension de su suelo por fértil que sea, mejor que sus criaderos de oro i de piedras preciosas, mejor que las maderas, las resinas i los bálsamos de sus montañas. Pues bien: esa alhaja inapreciable, ese tesoro al cual ningun tesoro puede compararse, depende enteramente de la paz. Bajo el aspecto de su crédito, una nacion azotada constantemente por la guerra, se halla en igual condicion que el disipador por hábito. No le falta buena fe ni voluntad de pagar; pero carecerá siempre de medios, carecerá de recursos; no pagará, i no pagando, sea cual fuera la causa de no pagar, no podrá tener crédito ni inspirar confianza alguna.

Suponiendo que la nacion cuente con algunos recursos, desde luego que estos, en tiempos de guerra, no se aplicarán de preferencia a hacer frente a los compromisos del crédito público. Ante todo está el ejército, que no aguarda ni puede ciertamente aguardar. Ante la imprescindible i urjente necesidad de mantener al soldado, todo tiene que desaparecer. ¿I qué remedio? Que no haya guerras: no se ve otro.

Ademas, la guerra con el escudo de la necesidad en la una mano i con la espada de la victoria en la otra, desquicia i trastorna las bases i condiciones establecidas en materia de crédito público, dando siempre la lei a los acreedores. De otra parte, el ingreso inevitable de nuevos títulos contra el Tesoro, desmejora acaso la condicion de los títulos con anterioridad espedidos, haciéndolos bajar de lugar, si no quedan pospuestos del todo. De estas alteraciones i mudanzas a que puede obligar la guerra, a nadie se podrá acusar; pero esas cosas suceden con motivo de la guerra, i son fatales para el crédito público. ¿Quién tendrá ya fe en los documentos de este, si habiéndolos recibido el acreedor como un cofre cerrado con un sello sagrado, i en el que se le habia hecho ver, con sus propios ojos, que estaban encerradas prendas de oro i piedras preciosas, al abrirlo no encuentra sino argollas de hierro, hebillas, i candados oxidados? En tal caso la Nacion vendria a tener el mismo crédito que aquellos prestidijitadores que suelen hacer cosas semejantes.

I podrian los acreedores públicos conformarse con el daño que la frecuencia de nuestras guerras civiles infiere al crédito nacional, si parara en lo dicho; mas esas guerras hieren de muerte al crédito público, en cuanto empobrecen la nacion. Una nacion pobre, arruinada ¿con qué podrá pagar aunque quiera? Bajo de este aspecto acontéceles a las naciones lo que a los particulares.

Ademas, siendo la guerra civil una especie de locura pública, lleva de otro lado un golpe tambien de muerte al crédito nacional. Este no solamente requiere buena fe i recursos; pide tambien juicio. Imajinemos un hombre honrado i rico, pero acometido de frecuentes accesos de insania, durante los cuales se llena de deudas, al mismo tiempo que disipa sus riquezas: ¿querríais confiar a ese hombre vuestros intereses? ¿Valdria algo su crédito, no obstante su honradez i sus recursos? Evidentemente ese hombre no tendria crédito, sus acreedores vivirían en continua alarma, temblarían al acordarse de los accesos periódicos de su deudor; i si estos accesos eran obra de él mismo, si pudiendo fácilmente evitarlos, se arrastraba por su propia voluntad hácia su convulsion maldita i desgraciada, tras el descrédito vendrían el disgusto i hasta la desesperacion de sus infortunados acreedores.

¿I qué pensar, qué decir de estos, si en vez de contener i sujetar a su comun deudor, le estimulasen ellos mismos a entregarse a sus periódicos accesos de locura? Podria hasta creerse que tal vez estaban tocados de la misma dolencia. Piensen los acreedores públicos sobre eso, i persuádanse de que si no quieren quedar sujetos a la lei del vencedor, si no quieren ser ellos los derrotados en nuestros campos de batalla, es necesario que con denuedo i resolucion se opongan a la guerra civil. Una vez desencadenada esta, por mas que despues hablen, por mas que escriban, por mas que reclamen, todo lo que queda anteriormente espuesto, tendrá que suceder. No soi dueño de un papel que valga un centavo, incluyendo estos borradores; así es que lo que estoi diciendo no es en interes mio, sino en interes de otros; ellos serian los que ganan si me creen.

Ahora en cuanto a la disminucion gradual de nuestra deuda, no puede esperarse sino de la paz. En punto a esto casi no hai que dar pruebas; no obstante recordaré, así como por abundar, algunos pasajes históricos estranjeros.

Véamos la historia de Inglaterra:

“Bajo el reinado de Jorge II, reinado que habia presentado una alternativa continua de guerra i de paz, el crédito público, siguiendo las mismas vicisitudes, habia pasado de una baja considerable a una prosperidad no ménos asombrosa. Durante los años de paz, la deuda fue reducida en 514,000 libras esterlinas, i el interes anual en 25,350. El crédito público se hallaba a la sazon en su auje. En 1747, los tres por ciento se cotizaban a 107. Pero en ménos de pocos meses habia variado de aspecto la próspera situacion del Tesoro. De resultas de la guerra de España i de las malas operaciones del ministerio Walpole, no solo se habían devorado las economías, sino que habia crecido en un tercio el guarismo de la deuda que existia al principio de aquel reinado. Cuando se ajustó la paz de Aquisgran, la deuda pública ascendia a 76.138,858 libras esterlinas, i era unánime el grito de reprobacion contra el ministerio…. La paz permitió al gobierno restablecer el órden en la hacienda, i lo consiguió reduciendo la mayor parte de las obligaciones del Estado al interes mas bajo posible. Aquella tentativa fué coronada del éxito mas feliz; i el ministerio pudo, sin provocar el menor murmullo, disminuir en dos quintos las obligaciones….”

“Al advenimiento de Jorge III, ascendia la deuda a 146.000,000 libras esterlinas; i habiendo la paz que duró desde 1768 hasta 1775 (siete años, no mas) presentado una ocasion favorable para reducirla, el gobierno se dedicó a aprovecharla…. La deuda se hallaba reducida en aquella época (1775) a 10.789,793 libras esterlinas (¡que baja!

¡de 146 millones a 10!), i el interes anual en 364,000. Pero aquel feliz progreso quedó repentinamente atajado por la guerra de Inglaterra con sus colonias de América…. La deuda nacional, hácia el fin de la guerra de América, habia aumentado hasta en 102.541,819 libras esterlinas, i el interes anual a 3.843,084. Ademas de este aumento, las cajas públicas se encontraban faltas enteramente de numerario, i el Estado se hallaba empeñado por sumas considerables.”

Se ve, pues, que la deuda de las naciones se reduce o se aumenta segun reine la paz o domine la guerra. Seria fácil consultar la historia de otros países, ademas de la de Inglaterra, i en todas partes se tendrían iguales resultados. Entre nosotros debe suceder lo mismo. No hablo con datos aritméticos, por no cansar; pero es indudable que la guerra de 1840 aumentó en no pocas cifras el guarismo de nuestra deuda interior, i que la de 1851 i la que acabamos de pasar, han venido sucesivamente añadiendo mas números a ese aterrador guarismo. Despues de cada una de esas guerras ¿no han caído en tropel sobre el pasivo del Tesoro innumerables partidas por expropiaciones, empréstitos i suministros?

parágrafo 9.°

De otras cosas relacionadas tambien con la paz pública.

Algunos parágrafos mas pudieran escribirse sobre la relacion de la paz pública con varios otros objetos que no poco nos importan, como las mejoras materiales, las ciencias, las bellas letras, los goces i las recreaciones de la vida, i hasta la duracion o prolongacion de esta. Brevemente i en solo este parágrafo diré algo sobre tales cosas.

Respecto de las mejoras materiales, la guerra, así como respecto de los créditos del comercio, tiene efecto retroactivo; no solo impide las mejoras que pudieran hacerse, sino que destruye las ya hechas. No es únicamente que no se tienden puentes sobre los ríos, sino que se corta o incendia los que ántes existían. ¡I qué de adelantamientos pudiéramos haber hecho en esta línea! Ahora trece años, convidando tambien a la paz, escribí a este respecto:

“Apesar de nuestras divisiones i de nuestras guerras algo ha hecho la mano de la sociedad entre nosotros, por lo que mira a los intereses materiales: nuestros caminos son hoi mejores de lo que eran ahora cuarenta años; hemos abierto otros nuevos: sobre nuestro principal vehículo de comunicacion con nuestras costas orientales i con el estranjero, surcan lijeros vapores: hemos visto el primer dique en nuestro territorio: un ferrocarril va a cruzar nuestro Istmo, i pronto el Pacífico i el Atlántico se abrazarán como dos poderosos aliados. En cuanto a mejoras de arquitectura, son tan considerables que si hoi resucitaran nuestros mayores, no conocerían las poblaciones en que ellos habitaron. ¿Cuánto mas no hubiéramos adelantado en mejoras materiales, al haber estado siempre unidos? Sin nuestras divisiones, i sin los trastornos i atrasos que algunas veces nos han ocasionado desgraciadamente, es casi seguro que en lo material nos habríamos mostrado dignos de la magnífica dote que nos trajera la naturaleza.”

En cuanto a las ciencias, bien se sabe que estas tienen que callar entre las armas; al paso que las bellas artes huyen despavoridas i desgreñadas al estruendo de la guerra; el humo de los combates las asfixia. ¿I qué decir de los inocentes goces i de las recreaciones honestas de la vida; los espectáculos, los conciertos, los bailes, las cabalgatas, los paseos? Contrayéndome a estos últimos i a esta ciudad, cuando se ve el paseo principal de ella ocupado de jentes, en el que campean la elegancia i hasta el lujo, al mismo tiempo que se lucen los briosos corceles de nuestra hermosa sabana: cuando se ve la espansion i el gozo de los paseantes, que acaso irán luego, por la noche, a disfrutar en el teatro de los dulces sonidos de la orquesta, de los deleites i trasportes de la ópera, o de los encantos i vivas emociones de la escena; contemplando las parejas i los interesantes grupos que así se ofrecen a la vista entre los variados accidentes que forman las sombras de los árboles i los últimos rayos de un sol pestañeante, ya medio dormido; regocijado uno tambien con el contento de los otros, pero fijo siempre el pensamiento en lo que conviene al país, como involuntariamente se pregunta uno: “¿De qué necesitan esas jentes? - De paz i de que no llueva.” Por aquellos momentos no necesitan de otras cosas, a la verdad.

En cuanto a la relacion de la paz con la lonjevidad, me permito copiar aquí un fragmento del borrador de lo que llamo “Mis memorias,” lo que hago, no tanto por lo que ese fragmento en sí valga, sino mas bien con el fin de que se vea que dondequiera que hai ocasion, la paz pública no se queda sin algun tributo de mi parte:

“Tambien a lo que puedo alcanzar (digo en aquel borrador), fuera del malestar social que ocasionan, propenden no poco a acortar la vida las pasiones políticas, que traen en constante i fuerte latir el corazon, así como los afanes i ahogos de bandería, que lo abruman de sinsabores, i aun lo llenan de amarguras. Cuando el cardenal Julio Mazarino, apoyado en la mano descarnada de la muerte que lo invitaba a partir, tenia ya un pié metido en el sepulcro, tornaba todavía los ojos hácia su médico, observándole que no creía fuese aun llegado el momento fatal, supuesto que apénas contaba cincuenta años de edad. Por toda respuesta, su Hipócrates le hizo cuenta de ochenta años, diciéndole que cada año de los diez que duró la Fronda debia computársele por cuatro. Su Eminencia metió entónces, sin replicar, el otro pié, i acabó por tenderse, resignado, a lo largo de la huesa.”

“¡I la Fronda fué, segun dicen, cosa de bromas, de galanterías, de agudezas i de epigramas! Segun la historia, “el nombre mismo se tomó de un entretenimiento de muchachos: sobre las rodillas de Contí i de la duquesa de Longueville, su hermana, se decidian las batallas; del mismo Contí se decia que era un cero que solo tenia valor por tener a la izquierda el ser príncipe de sangre; hubo señorita conduciendo un ejército, con dos mariscalas de campo. Cada acontecimiento de aquella parodia de Liga, está señalado con una agudeza. El duque de Beaufort, ídolo de la plebe, era llamado rei de las plazas; i porque Retz era arzobispo titular de Corinto, el rejimiento que él mandaba tomó el nombre de rejimiento de Corintio, i la primer derrota que sufrió se llamó prima ad Corinthios. Cuando se confirieron al duque de Orleans todos los poderes del rei, dijo Catinat: No se olvide el de curar las escrófulas. Cuando la Montpensier mandó disparar el cañon contra los realistas, Mazarino esclamó: Ha matado a su propio marido; queriendo significar con esto que el rei no se casaria con ella &.”

“¿I qué no podrán para acortarnos la vida nuestras convulsiones políticas, nuestras guerras frecuentes, que son algo mas que galantes, agudas i epigramáticas, i en que las bromas, si las hai, no dejan de ser un tanto pesadas? ¡Quién sabe si por un año de nuestras guerras seria menester entre nosotros contar seis años de vida! Tengamos esto presente para el porvenir i pongamos algun cuidado en evitar aquellas situaciones en que pueda consumirse mui aprisa el aceite, poco o mucho, que quede en la lámpara de nuestros días.”

Lo que acabo de insertar está escrito desde ántes de nuestras tres últimas guerras, las que me han confirmado en aquellas ideas. En esas guerras han perecido muchos individuos que hoi pudieran estar cultivando los campos, i no pocos ciudadanos sirviendo bien al país. Tambien es probable que sin esas mismas guerras, algunos hubiésemos envejecido ménos aprisa. Aun los que no peleamos solemos quedar inválidos.

parágrafo 10.

Inconvenientes especiales de la guerra en Hispano-América.

A todo lo espuesto hasta aquí debe agregarse que la guerra en las Repúblicas hispano-americanas, es mas gravosa i funesta de lo que puede serlo en Europa o en los Estados Unidos del Norte. Allá, en esos países de tanta poblacion, de tanta riqueza, la guerra puede pasar, no diré desapercibida, pero al ménos sin causar las mismas vejaciones, sin imponer iguales sacrificios, sin perpetrar tantas violencias, sin ocasionar estragos tantos. Desde el principio, allá para hacerse a soldados, el enganche voluntario o el sorteo; acá el desesperante reclutamiento: allá los gastos de la guerra salen del Tesoro público; acá se espropia a los particulares, se desatiende el crédito público, se toca hasta con el triste pan del empleado; al mas infeliz labriego, llegado el caso, se le priva de los pobres i miserables medios de que a fuerza de sudor i de fatiga saca una escasa subsistencia. La guerra en Hispano-América tiene que acabar por el hambre, las quiebras, la bancarrota, i la desesperacion jeneral.

El comercio i la agricultura no pueden resistir en estos países el azote de una guerra; quedan postrados, i no es sino mui tarde cuando pueden restablecerse. Para edificios sólidamente construidos, que tienen hondos cimientos i cuyos sillares están fuertemente trabados, las convulsiones de la tierra pueden ser indiferentes, o al ménos no tan funestas; miéntras que el mas leve movimiento puede echar a tierra edificios no bien cimentados ni bien afirmados aun. ¡Sociedades nacientes, pobres, endebles, como las nuestras….! El estampido del primer cañonazo se las lleva por delante. Despues de una de nuestras guerras, pocos saben cómo quedan.

I sinembargo de estas diferencias, en Europa lo piensan mucho ántes de resolverse a hacer sonar el clarin de la guerra. Los hispano-americanos nos detenemos un poco ménos; por cualquiera cuestion política que fácil i pacíficamente pudiera transigirse, paramos firme, i echando luego el arma al hombro, decimos resueltamente: “venga la guerra, que tardando está; nos batiremos, ¿qué importa?”

Volviendo al asunto de este parágrafo, si la guerra es, pues, mas gravosa, mas destructora entre nosotros que en otros países, ¿por qué no poner mas esmero que el que en esos otros países se pone para precaverla, i aun a todo trance evitarla? Abramos los ojos, no nos ceguemos voluntariamente, véamos que nuestras guerras civiles no son simplemente guerras; son ruinas, son desastres, son la muerte para todos.

parágrafo 11.

Cuadros opuestos.

Hace algun tiempo he tenido vivos deseos de que una pluma hábil se propusiera trazar algunos cuadros de las escenas mas hirientes de la guerra, oponiéndoles frente a frente los de las escenas correspondientes de la paz. Esos cuadros vendrían mui bien despues de lo que llevo escrito; daríanle, en efecto, a eso, el apoyo de las imajenes i del colorido, que tanto pueden sobre los espíritus.

Podria empezarse en jeneral por el cuadro de una sociedad en el estado de paz, i luego el de la misma sociedad en estado de guerra. En aquel, el reinado de las garantías, la seguridad, la libertad, el trabajo, el respeto a la propiedad, el comercio floreciente, los campos cubiertos de mieses, o poblados de caballerías, de ganados, o de rebaños; las vías de comunicacion francas i seguras para todos; los mercados concurridos; la abundancia i la baratura de los víveres; el cambio jeneroso de servicios i atenciones; las comodidades, las recreaciones, los placeres, la dulzura de la vida; todos los esfuerzos reunidos para atraer el bien i para alejar el mal; las artes, las ciencias, las musas, honradas i atendidas, la virtud ensalzada, el vicio compadecido i correjido….

Frente a este colocaria el cuadro de la misma sociedad en estado de guerra…. el despotismo, la inseguridad, el abandono del trabajo, los atentados contra la propiedad, el comercio abatido, los mercados desiertos, la miseria i el lamento jeneral, los campos eriales, cuando no empapados en sangre i cubiertos de muertos, o de heridos cuyos lastimeros ayes, mezclados con el estertor de los moribundos, “recuerdan el dolor de sus padres, de sus esposas i de sus hijas reservadas al abandono, tal vez a la miseria i ciertamente a un luto irreparable…. Destruidas las cosechas, incendiadas las casas de campo, espuestas las ciudades a los largos padecimientos de los asedios….” Quién, contemplando alternativamente dos cuadros así, ¿no amaria la paz i detestaria la guerra?

La pluma de Dumas ha pintado el contraste de dos montes de la Suiza, en estos términos que bien pueden servir para ofrecer la imajen de una sociedad favorecida por la paz i de otra azotada por la guerra: “….a su derecha e izquierda (del lago de los cuatro cantones) se elevan como dos centinelas, como dos jigantes, como el jenio del bien i del mal, el Righi, rei de las montañas, i el Pilátos, esqueleto huesoso i descarnado, coronado de nubes en que duermen las tempestades. Jamas ha sido abrazado de un solo golpe de vista, un contraste tan completo como el que ofrecen estos dos montes. El uno cubierto de vejetacion desde su base a su cima, contiene ciento cincuenta cabañas i alimenta tres mil vacas; el otro, a guisa de mendigo, vestido apénas con algunos retazos de verdura sombria que dejan entrever sus costados desnudos i despedazados, no está habitado mas que por las tempestades i las águilas, las nubes i los buitres; el primero no tiene mas que tradiciones risueñas; el segundo no recuerda mas que leyendas infernales….”

Entrando en cuadros particulares, podria pintarse la dicha de una familia, semejante a la de los antiguos patriarcas, viviendo en medio de una risueña campiña, entre la fragancia del tomillo i del orégano, los arroyos que serpentean, las bien ordenadas labores, las vacas que pacen mansamente para dar al otro dia, entre los primeros rayos del sol, tazas de abundante i espumosa leche, cuya vista hace saltar de contento a los chiquillos….

En el otro cuadro, pintariase la misma casa, en tiempos de guerras, asaltada de repente por una partida de tropa; el pavor, la consternacion, las lágrimas de la familia; saqueada la casa, los ganados conducidos al campamento, tomadas las caballerías, destruido i trastornado todo; tal vez apresado el jefe de esa virtuosa e inocente familia, ántes tan feliz, i llevado tambien aquel al campamento, o por sospechoso, o para que entregue una suma de dinero, que acaso no tiene….

Bajo la proteccion de la paz, ved en la ciudad aquella otra casa en la cual, a las primeras horas de una de nuestras hermosas noches, se han juntado, alborozadas, varias jentes. Torrentes de luz salen por todas las ventanas, al través de los cristales, junto con los melodiosos sonidos de una música soberbia. En el gran salon de esa casa brillan la elegancia i la belleza entre una bruma de perfumes cruzada por los vivos destellos de la mas pura alegría. Mas tarde en un salon inmediato alumbrado por cien bujías, entre animados brindis i gratas conversaciones, empezará, cual graneado tiroteo, el destapar de las botellas del espumoso champaña, en torno de una mesa que por el lujo i variedad de sus viandas, sus doradas frutas i sus fragantes ramilletes de hermosas flores, fuera digna de los moradores mismos del Olimpo. ¿Mas, cómo pintar todos los inefables goces de una de estas fiestas de familia? El primojénito del dueño de la casa ha recibido en el dia la bendicion nupcial, junto con la mano del casto objeto de sus primeros amores. Los padres, unos i otros, de la interesante pareja, se sonrien cada vez que se encuentran, como si ya acariciaran los tiernos renuevos que esperan ver en su estirpe…. ¿Cuál es el cuadro que esa misma casa puede ofrecer en tiempos de guerra? Los salones están desiertos; casi todo yace en la oscuridad i en el silencio; la sombra helada de la muerte parece tendida sobre aquel edificio…. Un hombre vestido de talares ropas negras, acompañado de un anciano criado llevando un farol, sube presuroso las solitarias escaleras. Ya le habia precedido un cirujano con su caja de instrumentos…. Es que el primojénito del dueño de esa casa habia recibido en el combate de la tarde algunas heridas mortales…. El serrucho va i viene sobre el hueso de uno de sus miembros; el sonido que forma remeda el siniestro reír de un jenio estraño; al mismo tiempo se respira el olor de la sangre…. El martirio mas cruel asoma en el semblante de una madre, pálida, temblando, casi espirante…. Las hermanas del paciente se han desmayado o lanzan desesperantes jemidos…. No prosigamos, ¡no! Pero sí comparemos estos dos cuadros.

¡Oh! ¿I quién podria pintar el dolor de una mujer, es decir, de la sensibilidad i la flaqueza; de una mujer encerrada en el fondo de un cuarto colgado de negro, i a la que de repente vienen a decirle: “señora, es necesario conformarse i apurar hasta las heces la copa del dolor; Dios no se ha contentado con las abrasadas lágrimas que ha estado usted derramando por su esposo, muerto en la última batalla; el hijo único de usted acaba de morir tambien sobre la trinchera.” Esa señora habia perdido, en efecto, su esposo en un combate librado en la tierra en donde miéntras hubo paz, vivia feliz en medio de aquel i de su hijo, retrato vivo del padre. En la acerbidad de su dolor llama aquella señora a su hijo i lanzando agudos ayes le dice: “yo no puedo vivir mas aquí; vámonos a la tierra vecina.” Yo vi desembarcar a esa señora, desgreñada, llorosa, cubierta de luto, apoyada en el brazo de su hijo. ¡Infeliz! En la tierra en que venia a buscar lenitivo a su dolor, tambien habia guerra, i esta habia cavado ya allí la tumba de su hijo, el solo afecto, el consuelo solo que le restaba en el mundo. ¡Oh! Esto no es posible; la guerra no es divina como quieren algunos; esos están locos; es satánica, infernal.

Veamos, finalmente, lo que para los cuadros de que hablo, podria ofrecer un comerciante en tiempos de paz, i el mismo comerciante en tiempos de guerra.

Reinando la paz, inclínase aquel con plácido semblante sobre los rayados folios de sus libros: todos sus créditos activos los encuentra cobrables; en su caja o en su cartera tiene de sobra con que cubrir sus créditos pasivos; el resultado que arrojan sus Balances le ensancha de gozo el corazon. Despues de haber vendido gruesas partidas de mercancías, unas al contado i otras a plazos cortos; despues de haber puesto en su caja el dinero i los saneados pagarés del dia, i hecho efectivos los que en el mismo se vencían; cierra despacio su almacen, vuelve contento a su casa; la vista de la familia le recrea; luego se sienta a la mesa con un decente apetito, prueba gustosos manjares, tal vez apura una copa; un poco mas tarde sale a pasear, a pié o a caballo, con un porvenir de esperanzas a la vista. En el bolsillo lleva cartas que recibió al bajar la escalera de su casa, i que le anuncian la próxima llegada de los bultos de su último pedido de ultramar. Por la noche un suaré, una tertulia agradable con algunos amigos de confianza, las noticias del dia, los periódicos; tal vez los dulces sonidos del piano escapados por entre los dedos de rosa o de nácar de una hija idolatrada, que a esos sonidos une tambien acaso los acentos encantadores de una melodiosa voz. Mas tarde el té, luego una mullida cama i un sueño tranquilo i reparador.

¿No deberia este hombre amar la paz como a su propia vida? No deberia, en las aras de aquella hacer toda suerte de sacrificios? ¡Qué, para un cuadro opuesto, ofreciera el mismo hombre en tiempo de guerra! Pérdidas, expropiaciones, atrasos, ahogos, sacrificios, tal vez la quiebra, la desesperacion, acaso hasta el suicidio!

¿Por qué las imajinaciones jóvenes no se dedican a trazar cuadros sobre temas semejantes? ¡Cuánto esos cuadros trazados con vivos coloridos podrian influir en favor de la paz pública!

I mejor que pinturas, ¿por qué nuestros hombres públicos de todos los partidos, no llevan las cosas, cada uno de su lado, de modo que tengamos siempre las escenas de la paz, i nunca las de la guerra? De ellos depende, en su mano está.

parágrafo 12.

Un delirio.

Llevo escritos en este número once parágrafos, i sobre el tema de cada uno de ellos pudiera escribirse un libro. Lo que dejo dicho sobre la necesidad de la paz pública con relacion a cada uno de los grandes objetos de que he hablado, no puede revocarse a duda. Pues bien: si la paz pública nos conviene jeneralmente a todos, si es nuestro grande i verdadero interes, si de ella depende nuestro bienestar individualmente, i toda clase de progreso, de mejoras i adelantos en lo público; entónces ¿por qué no abrir a un tiempo los brazos i estrecharse, unos i otros como hermanos? ¡Qué espectáculo seria aquel! ¡Qué resultados para la felicidad pública i para la dicha de cada uno en particular, tendria un acto tan sencillo, tan fácil, i que solo depende de un lijero movimiento de nuestro querer! Piénsenlo nuestros hombres públicos. Si algun mal pudiera venir de este fraternal abrazo, no seria sino para alguno de los espectadores que, como Dionisio de Siracusa, cuando al fin los atenienses le acordaron una corona de triunfo, moriria de contento. ¡Feliz muerte!

Si desde 1832 en que se constituyó políticamente la Nueva Granada, el clarín de la guerra no hubiera vuelto a hacerse oír entre nosotros, ¡a qué altura se encontraria hoi nuestra patria en educacion de las masas populares, en hábitos republicanos, en riqueza, en crédito, en toda suerte de mejoras materiales! ¡Cuán reducida estuviera hoi nuestra deuda! ¡Qué de abundancia, qué de comodidades, qué de goces disfrutáramos hoi! En cuanto a cada uno en particular, recoja sus recuerdos, concéntrese en el santuario de su conciencia, i diga con franqueza, sea cual fuera hoi su suerte, si no estaria mejor, si esas nuestras guerras no hubiesen tenido lugar. A nadie culpemos de estas; pero esperimentemos para lo venidero, que harto nos cuesta ya la esperiencia! ¡Que en adelante no haya sacrificio que no estemos dispuestos a hacer con gusto por el mantenimiento inalterable de la paz pública!

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