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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.14 no.26 Medellín Jan./June 2017

https://doi.org/10.17230/co-herencia.14.26.3 

Artículos/Investigación

“Escenografías del mal” De las estéticas del horror a las figuras de lo infame

“Scenographies of Evil “ From the aesthetics of horror to infamous characters

Iván Godoy-Contreras* 

1Universidad del Desarrollo: i.godoy@udd.cl, Chile. Universidad Finis Terrae: igodoy@uft.cl


Resumen

Será la guerra, justamente, el escenario propicio para el abuso de cadáveres con fines políticos, en el que confluyen dos elementos consustanciales al Mal. El primero apunta a la negación del Otro como ser humano y sujeto de derecho, lo cual habilita al agresor para proceder con crueldad sobre su víctima. El segundo remite a la gradual “espectacularización” del cadáver, cuyas imágenes develan el ensañamiento con el Otro. Del arte a las imágenes digitales, las escenografías del Mal se despliegan de modo polisémico. El drama, por lo tanto, acontece en la puesta en escena del sufrimiento del otro, reside no solo en el rostro de dolor y el grito de muerte del derrotado -o en el placer, coraje o valentía de su verdugo-, sino también en un más allá, en el uso y abuso del cadáver enemigo para prolongar el daño y el dolor -directa o indirectamente- en el deudo y su comunidad.

Palabras clave: Mal; violencia; crueldad; horror; terrorismo.

Abstract

The war will be, precisely, the favorable scenario for the abuse of corpses for political reasons where two elements, which are consubstantial to Evil, converge. The first one points to the negation of the Other as a human being and subject of laws, which enables the aggressor to act cruelly on his victim. The second one refers to the gradual “spectacularization” of the corpse, whose images reveal cruelty against the Other. From art to digital images, the scenographies of Evil unfold in a polysemic manner. Drama, therefore, occurs in the staging of the other’s suffering; it not only resides on the face of pain and the death cry of the defeated, or in the pleasure, courage or bravery of his executioner, but also on the afterlife, in the use and abuse of the enemy’s corpse to prolong the damage and pain, directly or indirectly of the mourner and his community.

Key words: Evil; violence; cruelty; horror; terrorism.

Acheronta movebo (moveré las regiones infernales)

El problema del mal merece ser llamado desafío, pero en un sentido que no ha dejado de enriquecerse. El desafío es tanto un fracaso para síntesis siempre prematuras como una incitación a pensar más y de otra manera.

Paul Ricœur

El Mal no solo es lo contrario del Bien, lo que se aparta de lo lícito y honesto, también es daño u ofensa que alguien recibe en su “persona o hacienda”. El Mal es desgracia, desdicha, calamidad, enfermedad, torpeza y dolencia (drae), tanto para un individuo como para una colectividad o comunidad. El Mal es sujeto y predicado. Puesto en escena como operación política, deviene inevitablemente violento, devaluando la existencia humana. El Mal se debe al Bien y viceversa. Tanto el “bien-estar” como el “mal-estar” conciernen a lo humano y su todo. En este sentido, la crítica política o cultural sobre el Bien y el Mal es un “asunto existencial” (Argullol y Trías, 1992, p. 102), que compete a lo más cotidiano de nuestra vida. El Mal desde sus comienzos se ha movido de lo individual a lo social, cubriendo amplias zonas del acontecer humano, de lo religioso a lo político y desde la antigüedad a la posmodernidad. Platón concibe el Mal como aquello en lo que no participa de ninguna manera la idea del Bien, entendiendo que lo malo es exclusivo del mundo sensible. Santo Tomás, a su vez, lo concibe dual como “mal de pena” y “mal de culpa”. Immanuel Kant lo comprende como “mal radical”, no de tipo extremo, sino como una predisposición natural que lleva a la corrupción de la voluntad, donde la palabra “radical” esta “entretejida y enraizada” en la naturaleza, como propensión a él: “una propensión natural al mal”, donde “ella misma (es) un mal radical innato” (Kant, 1969, p. 42).

Sin duda será la guerra, en todas sus versiones y desde el comienzo de la historia, el escenario privilegiado para la emergencia del Mal y sus criaturas: la violencia, la crueldad y el terror. El Mal también es un “teatro de operaciones” en donde se disponen medios para un fin. El Mal es estrategia, método y lugar. El Mal es maleable, es susceptible de ser mezclado, travestido o disimulado, de serpredicado diferente a lo que es. Mientras “el Bien es transparente” y se puede ver “a través de él”, “el Mal, en cambio, se transparenta: a través de él, se lo ve a él mismo” (Baudrillard, 1991, p. 136). Es un algo que se disimula con destreza para convertirlo en algo casi imperceptible, pero que siempre está allí acechando. El Mal en la modernidad hallará su punto álgido -que lo hará brillar con luz propia- en el genocidio nazi del pueblo judío y gitano,1 simbolizado en los campos de concentración y exterminio, en especial de Auschwitz-Birkenau.2

Señala Emil Fackenheim que el Holocausto judío no tiene precedentes en la modernidad y difiere de otros genocidios, donde “pueblos enteros han sido asesinados por razones (pavorosas en cualquier caso) como la conquista del poder, de un territorio, de la riqueza” (2002, p. 123). Sin embargo, precisa el filósofo judío-canadiense -y aquí lo relevante del Mal en el siglo xx-, “las masacres de los nazis son la aniquilación por la aniquilación, la masacre por la masacre, el mal por el mal” (p. 123).

Hannah Arendt, a la luz de lo ocurrido en Auschwitz, sostendrá la tesis de la “banalidad del mal” como característica de las políticas de exterminio del iii Reich, discrepando así de Kant puesto que el mal radical que designa el filósofo de Königsberg es una perversión que solo podemos avizorar al no existir un fundamento comprensible que nos permita entender cómo el Mal moral en sus orígenes vino a nosotros, mientras el mal radical en Arendt se refiere a la ausencia del espesor de este mismo misterio, específicamente -y aquí la banalidad- por una falta de capacidad crítica de los agentes del Mal. Con la expresión “banalidad del mal”, la filósofa alemana hace referencia a hechos bastante concretos, como el “fenómeno de actos malvados, cometidos a gran escala” y que no pueden circunscribirse a ninguna particularidad monstruosa o demoníaca, “de perversidad, patología o convicción ideológica del agente”, y donde quizás la única particularidad sea la “extraordinaria superficialidad” del imputado, y no solo la estupidez, “sino una curiosa y, de hecho, auténtica incapacidad para pensar” (Arendt, [1971] 1995, p. 109).

El Mal en la posmodernidad, como señala Rüdiger Safranski, difiere ostensiblemente de las figuras y parajes demoníacos con los cuales ha sido estigmatizado y tematizado por siglos: “no hace falta recurrir al diablo para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad” (Safranski, 2000, p. 13). El Mal acontece, por lo tanto, como objeto de libertad, preferentemente dentro de la alteridad política, esto es, como negación del Otro, como mal que se hace o mal que se sufre, mal cometido en la falta o mal experimentado en el sufrimiento: “obrar mal es siempre dañar a otro directa o indirectamente, y por consiguiente, hacerlo sufrir, en su estructura relacional -dialógica-, el mal cometido por uno halla su réplica en el mal padecido por el otro” (Ricœur, 2011, p. 26). Más allá de un “particular concepto” o acción, el Mal “es más bien un nombre para lo amenazador, algo que sale al paso de la conciencia libre”3 y que tan solo ella puede realizar. Justo allí donde impera la complicación, “en el caos, en la contingencia, en la entropía, en el devorar y ser devorado, en el vacío exterior, en el espacio cósmico, al igual que en la propia mismidad, en el agujero negro de la existencia” (Safranski, 2000, p. 4).

Inserta en la problemática del Mal y como expresión del mismo, la crueldad, a su vez, es el goce de uno en el sufrir del Otro. La crueldad parasita donde el Mal impera. La crueldad es falta de empatía y de compasión ante el dolor ajeno, es brutalidad, atrocidad, ferocidad, barbarie y violencia, es “la insensibilidad hacia el sufrimiento humano y hacia la muerte”, que al final se convierte “en el mecanismo a través del que la deshumanización se consagra” (Butler, 2005, p. 181). Precisa Zygmunt Bauman que la crueldad, más allá de la especificidad caracterológica de un individuo, encuentra su origen en su relación con el Otro en el ámbito de lo social. El espacio común, por lo tanto, y las normas que lo rigen serían determinantes para el actuar del Mal: “sin duda alguna los individuos tienden a ser crueles si se encuentran en un contexto que elimina las presiones morales y legitima la inhumanidad” (Bauman, 2011, p. 196). Sin embargo, la crueldad no alude solo a lo explícito y evidente: “no toda crueldad es sangrienta o sanguinaria, visible y exterior, por cierto puede ser, y sin duda es, esencialmente psíquica” (Derrida y Roudinesco, 2009, p. 155).

Por otro lado, la violencia es exigencia del Mal, en su gratuita desmesura, en su arbitrariedad, codicia y ambición, y por cuanto niega, arrebata y se impone unilateralmente, con encono y vehemencia, “la verdad de la violencia no reside en el hacer, sino en el padecer” (Sofsky, 2006, p. 66). Slavoj Žižek divide la violencia en tres: “la violencia subjetiva es simplemente la parte más visible de un triunvirato que incluye también dos tipos de violencia: simbólica y sistémica” (2009, p. 10). La violencia a su vez puede considerarse como “mal necesario” cuando remite a quién la usa y a por qué la usa. La violencia en su particularidad posee las “características de la fuerza” con las cuales se puede modificar la acción de otra persona.4 La violencia -de ahí otra de sus características esenciales- es ambivalente. Si bien se la puede definir como aquel “comportamiento tendiente a causar heridas a las personas o daños a los bienes”, también se podrán considerar, individual o colectivamente, los actos de violencia “como buenos, malos o indiferentes, según quién haya comenzado y contra quién se ejecuten” (Graham y Gurr, 1969, p. 32). La defensa propia, el tiranicidio o las guerras de liberación se inscriben, por ejemplo, dentro de aquellas violencias legítimas por las cuales la violencia no es punible éticamente. La violencia del Mal es también aquel lugar donde confluyen crueldad y horror, categorías que se sintetizan en una mayor: lo inhumano. Señala George Bataille que la muerte es la “violencia significada”, esto es: “por un lado el horror que nos aleja, vinculado al apego que inspira la vida; por otro un elemento solemne, al mismo tiempo que aterrador, que nos fascina e introduce un trastorno soberano” (Bataille, 1985, p. 143). La muerte como violencia implícita emanada del cadáver, o explícita, en la aflicción del deudo y su comunidad, no es ajena al mundo del Arte, es más, han caminado por siglos de la mano. Ya sea literal o simbólicamente, la representación de la muerte y lo muerto ha desarrollado su propia historia y lenguaje dentro del Arte. Cruentas batallas, sorprendentes tragedias, sangrientos sacrificios y horrorosos crímenes dan cuenta de ilustres relatos sobre la muerte

-ya sean míticos o históricos- acometidos por el Arte.

Si bien terror y horror confluyen, hay que distinguir uno de otro para precisar la relación que entablan con el Mal. Los dos conceptos se entienden de manera inapropiada como sinónimos. Generalmente hablamos de terror cuando debiéramos hablar de horror. En el sujeto estriba la diferencia entre ambas palabras. Mientras el que se “horroriza” es uno mismo, el que “aterroriza” opera siempre desde fuera, en procura de amedrentar, disciplinar y someter a través del miedo y el sufrimiento. El terrorista, por cierto, es el que administra terror al dolor y la muerte, y con ello provoca el horror en los “Otros”. El terrorista es el que cree en las virtudes del terror para conseguir sus fines y por eso lo planifica, lo practica, lo diseña, y crea el estímulo externo. El Mal, desde siempre, se ha desplegado profusamente y con fruición, invadiendo el espacio de lo público, derrochando violencia, crueldad y terror.

Las “estéticas del horror” están presentes desde los orígenes del hombre, y se refieren a aquellas prácticas o empresas que a través de medios artísticos procuran aunar lo bello con lo atroz, mediando la verdad.5 Señala Jacques Aumont, respecto a la imagen artística y su relación con lo real, que esta depende de la “esfera de lo simbólico” que la envuelve, esto es, el valor otorgado a las obras “socializadas” en razón de “convenciones que rigen las relaciones inter-individuales”. En esta dirección, Aumont le otorga a la “imagen artística” un doble sentido, tanto de “reconocimiento” de la colectividad, que coincidiría con una “función representativa” por una parte, como de “rememoración”, que concordaría con una “función simbólica”, por la otra (Aumont, 1992, p. 85).

En este sentido, será la modernidad con su desarrollo tecnológico, y específicamente la fotografía en cuanto documento, registro y testimonio, la herramienta privilegiada para hacer circular masivamente el horror de la guerra a través de “imágenes infames”. Una cosa es sufrir y otra muy distinta es “convivir con las imágenes fotográficas del sufrimiento”, que no necesariamente crean conciencia. Es más, la reiteración de estas imágenes deviene morbosa y corrupta por cuanto impele a querer ver más y más: “las imágenes pasman. Las imágenes anestesian” (Sontag, 2006, p. 38). En un mostrar- ocultando y ocultar-mostrando, estas imágenes darán cuenta de una historia6 desconocida y se moverán “clandestinamente” entre lo privado y lo público, descubriendo no solo atrocidades cometidas en la guerra, sino también prácticas y políticas institucionales frente a los vencidos.

Ya sea snuff, violencia hard o gore, las imágenes de violencia implícita y explícita adquirirán un carácter especial que desbordará con creces las categorías de lo perverso en la posmodernidad. Será justamente a partir de lo ocurrido el 11-S y de las dos guerras sucesivas lideradas por Estados Unidos y sus aliados contra el “Eje del Mal” de donde emergerán algunas de las más infames figuras que se conozcan de la guerra, específicamente en lo que se refiere al estatuto de los cadáveres.

Cabezas decapitadas, cadáveres orinados y cuerpos mutilados serán solo algunas de las imágenes fotográficas y audiovisuales que recorrerán las redes sociales y los medios de comunicación produciendo asombro, horror y terror por su violencia y crueldad, por su “maldad”. En este sentido, producto de la absoluta prescindencia del Otro y lo Otro en cuanto difunto, deudo y duelo (rito fúnebre), y a la luz del desplazamiento del eje bélico desde el cuerpo de los vivos al cuerpo de los muertos y de este al cuerpo social, resulta relevante indagar y reflexionar sobre el espesor mismo de las “figuras de lo infame” y de ciertas imágenes elaboradas bajo las “estéticas del horror”, construidas ambas escenográficamente en el seno de la crueldad, de la violencia, del horror, del Mal mismo.

Un antecedente: rumbo a Zaragoza sitiada por los franceses

Hablar de los desastres de la guerra, más aún si estos los provocan ejércitos jerarquizados e invasores que dominan por la fuerza explícita de las armas a quienes no las tienen, es hablar del horror del abuso. El horror emerge voraz ante lo humano en la guerra -tanto en palabra como en imagen-, de ahí lo sustantivo de esta. Hablar del horror indefectiblemente deviene adjetivo para algo que cuesta decirse, describirse y donde claramente, la mayoría de las veces, una imagen vale más que mil palabras: “la lamentación verbal, el lenguaje de los salmos, empieza después de que el hombre ha superado el estado en que gime de dolor y vuelve a ser capaz de emplear la palabra”, sentencia Wolfgang Sofsky y precisa que “la lamentación verbal es la sublimación del grito. El dolor no se puede comunicar ni representar, sino solo mostrar. Pero el medio de este mostrar no es el lenguaje, sino la imagen” (2006, p. 65).

Imagen 1 “Grande hazaña con muertos”, Desastres de la guerra, estampa 39.  

Imagen 2 “¿Qué hay que hacer más?” Desastres de la guerra, estampa 33. 

Según consigna la historia (Gómez de la Serna, Vallentin, etcétera), el pintor de la corte Francisco de Goya y Lucientes fue encomendado por el general Palafox, en labor de cronista, para que emprendiera un viaje rumbo a Zaragoza el 2 de octubre de 1808 y reporteara el “sitio” de esta ciudad por las tropas francesas. Sería en ese trayecto, de acuerdo con lo que vio, lo que le contaron y lo que imaginó, que Goya realizaría su trabajo conocido como Los desastres de la guerra, cuyo nombre original era Fatales consecuencias de la sangrienta guerra de España con Buonaparte y otros caprichos enfáticos, serie de grabados al aguafuerte elaborada principalmente entre los años 1810 y 1815.

Sin duda, estos “desastres”, como muchas de las pinturas negras de Goya, son producto directo de la violenta ocupación francesa y específicamente de la fatídica orden emitida por Joaquin Murat, ante el levantamiento del pueblo de Madrid del 2 de mayo, donde entre otras cosas ordenaba incendiar cualquier pueblo donde apareciera muerto un francés (Gómez de la Serna, 1969, p. 180). Estas imágenes de Goya son producto de una estética por la cual “la indignación deja en libertad fuerzas que una felicidad apacible” había mantenido “dormitando”, siendo a su vez “obra de una memoria que no perdona” (Vallentin, 1994, p. 281). Según categoriza y define Gaspar Gómez de la Serna, en estas 82 estampas primeramente habría un grupo de catorce imágenes que señalarían los “efectos indirectos de la guerra” como “crítica política social”. Fuera de este conjunto, todos los demás grabados hacen alusión a las “consecuencias directas de la guerra”, dividiéndose a su vez en veinte láminas referidas a la “violencia invasora”; diecisiete, al tema del “hambre”; diez, a los “estragos catastróficos producidos por la acción militar”; ocho, a la “muerte”, y cinco, a “represalia y desolación” (1969, p. 200).

Hurtos, ahorcamientos, fusilamientos, acuchillamientos, violaciones, castraciones y mutilaciones varias desfilan por las láminas de Goya en una verdadera taxonomía del horror. Si bien Goya precisa en sus imágenes la asimetría de armas entre el invasor y el invadido, el terror no aparece como propiedad exclusiva de uno u otro bando, sino que luce más y mejor justamente en quien lo administra de modo más refinado, en quien tiene la fuerza y los instrumentos para desplegarlo con mayor y exquisita crueldad: “Goya no adopta una actitud partidista o ‘patriotera’. No ve la guerra como algo en que los papeles de buenos y malos estén claramente repartidos”, lo que le molesta y “le duele en lo más hondo, es la guerra misma, la violencia en sí, venga de donde venga” (Pérez-Sánchez, 1995, p. 85).

Sin embargo, mientras unos burdamente atacan con palos, otros se solazan tras sus uniformes, sables y fusiles. Estamos hablando de un enfrentamiento, según lo presenta Goya, entre civiles y militares. La asimetría en la lucha es lo escandaloso, así como el abuso con los muertos. Si hay una particularidad en la confección de estas láminas, se refiere al encuadre del motivo horroroso, en donde la acción de lo acaecido -omitiendo lo anecdótico de los fondos- es lo protagónico de lo exhibido. En esta serie de grabados de Goya, la muerte y lo muerto adquieren un carácter protagónico. El cadáver como residuo indefenso es víctima de múltiples procedimientos y destinos. Desde ser arrojado a fosas comunes hasta ser objeto de pillaje, mediando mutilaciones varias.

En la estampa 39, titulada “Grande hazaña con los muertos” (Imagen 1), se puede apreciar a tres hombres muertos y desnudos atados a un árbol de distinta forma y en diferente condición. Un paisaje árido y desolado enmarca la dantesca escena en donde cuelgan los cadáveres. Goya ha ordenado la escena utilizando una diagonal, desde el lado inferior izquierdo al superior derecho, colocando dos cabezas en los extremos de la composición. Un primer cuerpo boca abajo, con la cabeza y los hombros en el suelo, cuelga de los pies. Un segundo cuerpo, frontal al espectador y que no deja ver su rostro, pende con los brazos tras la espalda atados al tronco del árbol. Un tercer cuerpo, mutilado de brazos y decapitado, cuelga de una rama atado por las piernas. En este último cuerpo -donde se han encarnizado los verdugos-, las partes amputadas han sido desplegadas en otras ramas del árbol, exponiendo el cuerpo en su totalidad pero “desmembrado”.

Los cadáveres no fueron enterrados y están ahí con un propósito: “ser encontrados”. Que sus familiares y comunidades los contemplen con horror. Hay una clara intencionalidad de amedrentamiento en estos asesinatos, que va más allá del sujeto particular inmolado en la escena que claramente está dispuesta para infundir terror. Mientras más horror provoque a los que observen este espectáculo, mayor utilidad tendrá el procedimiento efectuado para el fin perseguido. Se puede señalar que Goya representa en esta lámina el terror en sí mismo, despojado de cualquier otro atavío que no sea la propia inhumanidad de lo ahí ocurrido.

Si bien las estampas de Goya tienen autonomía y un valor en sí para su apreciación, no es menos cierto que todas ellas configuran un todo referido a la guerra, pero también -como precisa Gómez de la Serna- un grupo de ellas, en este caso las que remiten a “estragos catastróficos producidos por la acción militar”, son complementarias y entregan información adicional a todo el conjunto. Este es el caso de la estampa 33: “¿Qué hay que hacer más?” (Imagen 2), que al ser careada con la estampa 39: “Grande hazaña con los muertos” (Imagen 1), nos revela información preponderante para descubrir otra realidad velada y apenas perceptible sobre esta última estampa. Señala Vallentin que “los franceses de Goya tienen la mentalidad de verdugos; con voluptuosidad de sádicos”, que se jactan de inventar “suplicios refinados” (1994, p. 289).

Justamente es lo que se puede apreciar en la estampa 33, donde un grupo de tres soldados franceses sujetan de las piernas y boca abajo a un hombre desnudo (desarmado), mientras otro soldado, de espaldas al espectador, se apresta con su espada y con minucioso proceder a castrar al sujeto. Es así como en la estampa 39, ante lo atroz de la imagen pasa desapercibido un detalle relevante, quizás la más radical y significativa de todas las amputaciones que en esta estampa se muestran. Algo más falta en los cuerpos que no aparece en ningún lugar de la escena. Algo ha sido “arrancado de cuajo” del cuerpo y de la imagen, y esto no es otra cosa que lo que ya anuncia la estampa 33. A los tres cadáveres allí colgados se les han cercenado los “genitales”. Los hombres no solo han sido asesinados y mutilados, sino que también les ha sido arrancada su “hombría”, desplazando con ello el “desmembramiento” desde el pensar (cabeza), al hacer (brazos), mediando el procrear (genitales). Al cadáver “espectacularizado” en la imagen, desmembrado, podrá la comunidad restituirlo a la hora del “rito funerario”, sin embargo, lo que la comunidad no podrá restituir será aquello “usurpado” por el asesino, el miembro literal y simbólico de la simiente, con el cual se inaugura y perpetúa la comunidad; con esta usurpación, “el odio social hacia el otro se dirige más a los símbolos que a las personas, más a los vivos que a los muertos” (Lipovetsky, 2012, p. 153).

Una infamia moderna en Vínnytsia, ciudad de Ucrania ubicada al centro del país

La modernidad y el advenimiento de la fotografía incorporarán una realidad diferente, y esta no será otra que “más verdad sobre la realidad”, en cuanto al detalle registrado, endosando al documento fotográfico la condición de testimonio, evidencia o prueba fidedigna de lo acaecido en lo real, crispando su relación con el mundo de la pintura y separando definitivamente la función de una y otra. La fotografía devendrá inevitablemente documento instantáneo y objetivo del acontecimiento fugaz,7 procurando inmortalizar la simpleza del instante: “la objetivación de la imagen fotográfica (acarrea) al principio un cuestionamiento de la fuerza creadora de la representación pictórica”, donde queda en entredicho la capacidad creadora de la fotografía ante lo real: “la fotografía no parecía transfigurar la realidad. Los fotógrafos celebraban la banalidad de lo cotidiano” (Scheps, 1997, p. 4).

Imagen 3 “El último Judío en Vínnytsia” (1941). 

En esta fotografía aparece un miembro del Einsatzgruppe D, instantes antes de pegarle un tiro en la cabeza a un hombre arrodillado frente a una fosa llena de cadáveres de la comunidad judía de Vínnytsia, en Ucrania. Atestiguan el siniestro espectáculo soldados de las SS. Según consigna la crónica, esta foto fue encontrada en el cadáver de un soldado alemán desconocido, y en el reverso de la misma se podía leer: “El último judío en Vínnytsia”.

Es así como la fotografía en cuanto registro de lo acaecido actúa como taxidermista de la realidad,8 cobrando particular relevancia en tiempos de guerra, en donde lo lícito e ilícito confunden sus dominios. En su positividad, la fotografía funcionaría, entre otras cosas, como arma defensiva frente a la descomposición de la muerte, apareciendo como la “recomponedora” de la imagen ante la inminencia de la desaparición del modelo.9 Este es el “particular suceso” por el cual la fotografía y el video o audiovisual, como prolongación de la primera, adquieren capital relevancia como “denuncia”, en la medida en que documentan los detalles “infames” de la ocurrencia de la muerte.

Señala Jean Baudrillard en su obra La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos (1991): “la imagen fotográfica es dramática. Por su silencio, por su inmovilidad” (p. 165), de ahí justamente su elocuencia, por lo que muestra y calla, por lo que oculta y transparenta. Tal es el caso de la histórica fotografía conocida como “El último judío en Vínnytsia” (Imagen 3), imagen datada en 1941 y de autor desconocido, donde un soldado nazi está pronto a “volarle la cabeza de un balazo en la nuca” a un civil sentado al borde de una fosa llena de cadáveres. Será justamente lo escrito tras la fotografía -encontrada entre las ropas de un oficial nazi muerto-, lo que iluminará macabramente la razón misma de esta fotografía: “El último judío en Vínnytsia”. El ahí retratado -de ahí lo excepcional de la foto-, el que nos mira es el “último judío” de 28.000 ya muertos que justamente vivían en ese lugar, Vínnytsia, Ucrania, y donde el ejército del tercer Reich llevó a la práctica la solución final.

La fotografía asignada al registro de tal siniestro evento cumple su papel plenamente y atestigua con dramatismo lo ahí ocurrido.10 La imagen se divide en dos partes, la de arriba, en donde están los soldados alemanes, espectadores de lo que está ocurriendo, y la de abajo, en donde yacen cadáveres desparramados en una fosa común. La escena está tensionada trágicamente por una diagonal que dibuja el brazo del verdugo, joven miembro del Einsatzgruppe D, que usa gafas y apunta su pistola directamente a la nuca de su víctima. El arriba y el abajo se unen en este criminal gesto, donde los espectadores

-diversas ramas de la Wehrmacht, del Heer, de las SS y del servicio de trabajo nazi- atestiguan atentos la macabra escena.

No hay conmiseración alguna por lo que le va a ocurrir a aquel hombre arrodillado al borde de una fosa llena de cadáveres. Sin duda, es el final del acto para una representación muchas veces estudiada, ensayada y representada, donde sus protagonistas parecieran desarrollar su rol de memoria, sin mayor entusiasmo o emoción, a no ser la del último acto de su última representación. La frialdad en los rostros de los que atestiguan el crimen está en completa consonancia con la del verdugo que se apresta a disparar su pistola, así como con la resignación en el rostro de la víctima. Es más, hasta podría estimarse cierta “premura” en la audiencia en cuanto a finiquitar de una vez por todas el “trámite”.

La fotografía es la instantánea de la labor cumplida, el documento de acreditación del exterminio imperativo para purgar racialmente el hombre nuevo en Vínnytsia. La víctima es el vestigio purulento, la criatura indecorosa que hay que aniquilar. Mas también -de ahí su brutalidad como documento- la fotografía es la “postal del diestro cazador, que se va de aventura a tierras extrañas, y que se retrata en el momento del tiro de gracia a una de las bestias sacrificadas”. Si bien la historia de esta fotografía la distingue como un “trofeo de caza” o un macabro suvenir, no es menos cierto que da cuenta de una instancia pública donde acontece un asesinato. Lo privado y lo público se imbrican perversamente, ocultando-develando la espectacularización del crimen.

Posmodernidad y prisión. Abu Ghraib en Irak, rebautizada como “ Camp redemption

Tristemente célebre es Abu Ghraib, cárcel del otrora gobernante Saddam Hussein, desplegada en un terreno de 115 hectáreas a las afueras de Bagdad y que albergó a cerca de 50 mil prisioneros políticos iraquíes. Después de la invasión estadounidense a Irak, la cárcel fue desocupada para ser utilizada como centro de “detención” de prisioneros de guerra. Cerca de 5.000 iraquíes que resistieron la invasión y que fueron catalogados como terroristas pasaron a ocupar las dependencias de Abu Ghraib en manos norteamericanas. Si bien es cierto que lo ocurrido en Irak no califica como genocidio propiamente dicho y difiere bastante de lo acaecido en Auschwitz, no es menos cierto que hay elementos comunes en cuanto al horror provocado y la crueldad ejercida en uno y otro lugar.

Fue justamente en esta cárcel, custodiada por soldados estadounidenses, donde un “presunto terrorista” iraquí, también calificado como “prisionero fantasma”, llamado Manadel Al-Jamadi y conocido tristemente como “Iceman” u “Hombre de hielo”, fue muerto cruelmente durante un interrogatorio realizado por el agente Marcos Swanner, de la CIA. Según señala The New Yorker, al momento de su muerte Al-Jamadi tenía la cabeza cubierta con una bolsa plástica y había sido colgado de una ventana con cadenas, en una posición de tortura llamada “horca palestina” (utilizada en el conflicto Judío- Palestino), en la cual al prisionero se le amarran las manos tras la espalda y se le cuelga desde esta amarra, dejándolo suspendido en el aire. Esta posición -al haber sido Al Jamadi golpeado brutalmente- le habría dificultado aún más poder respirar, lo que al final le habría significado la muerte. Posteriormente, en una investigación interna realizada por el gobierno estadounidense, patólogos forenses pudieron comprobar que Al-Jamadi tenía seis costillas fracturadas, que había muerto por asfixia y que su caso era el de un homicidio premeditado (Mayer, 2005).

Imagen 4 “Harman y Al-Jamadi” (2004). Imagen 4: aquí se aprecia a la soldado del ejército estadounidense Sabrina Harman, que sonríe a la cámara con el pulgar arriba junto al cadáver de Manadel Al-Jamadi, conocido como el “Hombre de hielo”, en la cárcel Abu Ghraib, Irak.  

Imagen 5 “El hijo y la esposa de Al-Jamadi”.Imagen 5: el hijo y esposa de Al-Jamadi posan junto a la fotografía de “Harman y Al-Jamadi” (material fotográfico liberado al dominio público por la familia de Al-Jamadi. Fuente: Wikimedia Commons). 

El cuerpo de Al-Jamadi fue introducido en una bolsa plástica, escondido de los otros prisioneros en un baño de Abu Ghraib y cubierto de hielo para frenar la descomposición, de ahí su sobrenombre: “Hombre de hielo”. Este hecho se inscribió en un caso mucho mayor: Sabrina Harman (Imagen 3), Charles Graner, Lynndie England (de la Compañía 372a, de la Policía Militar de los Estados Unidos), agentes de la CIA y contratistas militares involucrados en la ocupación de Irak, vejaron y torturaron a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib, fotografiando sus nefandas prácticas: “los llevaban en grupos, ya encapuchados y esposados, y la tarea de la policía militar era mantenerlos despiertos y hacerles ver el infierno de modo de obligarlos a hablar” (Harman, citada en La Nación, 2004). Es así como una indiferencia de nuevo cuño hacia el prójimo, donde el narcisismo posmoderno desplegará una violencia hi-fi o hard, como “debacle de horror y atrocidad”, se instalará en el seno de la sociedad contemporánea donde la crueldad resultará “socialmente dominante” gracias a la “supremacía de valores guerreros”, y en donde la “ausencia de compasión por el enemigo” devaluará tanto la relación interpersonal como la vida íntima, considerándola “poca cosa comparada con la gloria de la sangre” (Lipovetsky, 1986, p. 188). Precisa Slavoj Žižek que “la situación actual es una gran mierda y, precisamente por eso, hay que jugar con la comedia. Insisto: cuando las cosas van muy mal, solo puedes recurrir a la risa. Evidentemente se trata de una risa medio vacía, medio enloquecida” (Bassas Vila y Martí-Jufresa, 2011, s. p.).

En lo particular, la risa de la soldado Harman (Imagen 4) no corresponde a la de un ser desquiciado, sino más bien al gesto irreverente en procura de causar gracia. Harman repite su mecánica risa en todas las demás fotos de Abu Ghraib, donde a modo de divertidas selfies se inmortaliza junto a cadáveres y víctimas de la tortura. Boca y pulgar contrastan con el gélido rostro parchado y empaquetado en hielo de Manadel Al-Jamadi.11 La imagen sintetiza toda la barbarie de lo acaecido en Abu Ghraib. Una vez más, una imagen vale más que mil palabras, y este es el caso: “lo hecho bien hecho está”, “trabajo cumplido”, “game over”. No hay ingenuidad alguna en la fotografía tomada a la soldado Harman. Es más, el fotógrafo y la fotografiada son cómplices. Claramente, en la fotografía se establece una relación caprichosa de poder y dominio ante el cadáver de Al-Jamadi: “fotografiar es apropiarse de lo fotografiado” (Sontag, 2006, p. 16).

Por más indiscriminado, modesto o promiscuo que sea el acto de fotografiar, no invalida el didactismo de su empeño, donde jus-tamente en su frivolidad radica “el mensaje de la fotografía, su agresión” (2006, p. 20). La imagen denuncia no solo el gesto infame, sino también la actitud arrogante y displicente del victimario -tanto particular como institucional- ante la víctima. En el cadáver, tras Harman, el poder omnímodo del invasor ha dictado sentencia. No sabemos bajo qué cargos y por qué motivos aquel hombre murió; sin embargo, la actitud de Harman reafirma con alegría que “bien muerto está”, que el objetivo de castigo y exterminio se cumplió.

La escritora estadounidense Susan Sontag a propósito de las fotos de Abu Ghraib se preguntaba “¿cómo puede alguien sonreír ante los sufrimientos y la humillación de otro ser humano?”. Sostenía la escritora norteamericana que “las fotografías somos nosotros”, es decir, son representativas de una corrupción fundamental del alma humana gracias a la cual “no sólo algunos creen tener el derecho de infligir tales humillaciones a otros, sino que además, se fotografían junto a sus víctimas derrotadas, exhibiéndolas como trofeos de caza o como actores de escenas sadomasoquistas de una película pornográfica casera” (Sontag, 2004, s. p.). El propósito de esos jóvenes soldados torturadores -como se desprende de sus declaraciones- era fotografiar un momento de gloria en su aventura militar para exponerlo ante sus amigos en las redes sociales. La lógica era compartir con sus iguales la diversión a costa de los oprimidos, torturados y asesinados. Sin embargo, lo horroroso no radica ahí, en la grotesca travesura fotográfica, sino en la doctrina que sustenta esta práctica, en su política con el Otro, en este caso con el invadido y el prisionero. Si bien estas fotografías en su origen no tenían otro propósito que ser divulgadas en la red de amigos, queda implícita en la acción, la clara intención de difundir las prácticas de estos soldados en Abu Ghraib. Como en la fotografía de “El último judío en Vínnytsia”, lo privado y lo público se imbrican para ocultar-mostrando y viceversa, desplazando a su vez el foco de atención del modelo o motivo retratado al proceder mismo con lo retratado, de ahí lo espectacular.

Del infierno como negación del Otro a la espectacularización de los cadáveres: una muerte en dos tiempos

El infierno por antonomasia es la escenografía del Mal, donde el dolor opera eternamente para los condenados: “y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mateo, 13: 42). El infierno es para los muertos, para los que allí llegan después de una vida maldita. Con la modernidad, las figuras y escenarios del mal devendrán diversos. En los infiernos modernos el castigo sobre los muertos ocurrirá prematuro y recaerá brutalmente sobre sus cuerpos y comunidades. De igual forma, los lugares inferiores del espanto no serán los espacios subterráneos donde hierve la lava, al contrario: ciudades sitiadas, campos de concentración, cárceles, centros de exterminio y tortura serán las escenografías del Mal en donde devendrá lo infernal.

Dos son los elementos constitutivos de las escenografías del Mal, al menos, en cuanto al uso y abuso de cadáveres en tiempos de guerra. El primero remite a la negación del Otro como ser humano y sujeto de derecho, lo cual habilita al agresor para proceder con crueldad, terror y violencia, no solo ante el difunto, sino además ante el deudo y su comunidad. El segundo se refiere a la gradual “espectacularización” del cadáver, donde las imágenes emergerán cómplices del terror de la muerte, ocultando y velando, paradójicamente, el ensañamiento con el Otro.

Primer tiempo: si bien lo que separa las estéticas del horror de las imágenes infames es su forma y manufactura, lo que las une es su discurso sobre el Otro. Es la desconsideración con el Otro en la derrota lo que estipula el discurso del desprecio, donde el Otro no es más que un obstáculo para el fin que se persigue. El Otro como estorbo y amenaza se cosifica y deshumaniza reduciéndose a una mínima expresión, validando las prácticas del terror, la crueldad y la violencia.12

Señala Emmanuel Levinas que el “rostro” (visage) es condición humana de alteridad, que me descubre también a mí mismo y que es irreductible: “el rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Al mismo tiempo el rostro es lo que nos impide matar” (1991, p. 90). Con la palabra “matar”, el filósofo lituano-judío convoca todas las formas de violencia, desde las lingüísticas hasta las físicas, que permiten al Yo imponerse con su poder y dominio sobre el Otro: “Matar al otro implica eliminar y/o neutralizar su alteridad en todas sus variantes posibles”, por lo tanto, matar a alguien “indica fijar o estabilizar al Otro en una forma”, “derogar su identidad y capacidad expresiva” (Navarro, 2008, p. 186). El hombre que no despierta al Otro cae indefectiblemente en el Mal (Giménez Giubbani, 2011, p. 342), entendido este como irracionalidad e ininteligibilidad, mientras no se descubra la infinitud que se revela en el “rostro del Otro”.13 Según Levinas: “todo Mal remite al sufrimiento”, y “el Mal del dolor, su malestar, es como el estallido y la articulación más profunda del absurdo” (1993, p. 116). El Mal y sus criaturas: Violencia, Crueldad y Terror, coinciden en el dolor del Otro14 como aquel lugar de la “vulnerabilidad” (Levinas, 2005, p. 124). El “rostro habla”, señala Emmanuel Levinas, y nos dice su nombre, su etnia y religión, su familia y lugar de procedencia, su condición: su “humanidad”. Tras su velada apariencia, la acción del Mal conlleva implícita una política, un accionar subrepticio ante el Otro y lo Otro, que apela a una verdad superior, que invade primeramente un sistema de pensamiento para después anidar en la palabra, para por último desplegarse sobre los cuerpos a través del dolor en procura de castigar, disciplinar y dominar. En este sentido habrá que precisar que el Mal es causa y efecto de una lucha, de un enfrentamiento radical contra el Bien, con la intención primeramente de fijarlo, para después someterlo y, por último, exterminarlo en procura de salvaguardar los derechos del viviente. Como señala Alain Badiou: “sólo es posible pensar el Mal como distinto de la depredación trivial, en la medida en que se lo trate desde el punto de vista del Bien, o sea, a partir de la captura de “alguien” por un proceso de verdad” (Badiou, 1994, s. p.). En lo esencial, el Mal es un asunto ético que atañe directamente a la relación con el Otro y que conlleva en sí la determinación de un Bien, el cual encubre una verdad, cual es la lucha contra el Mal, de ahí lo delicado del asunto.15

Históricamente, la ética16 ha procurado velar tanto por los derechos naturales como sociales del nosotros, como el derecho de supervivencia, de disponer de libertades básicas, de una cultura, de no ser maltratado, etcétera: “el peor de los hombres es, pues el que usa la maldad consigo mismo y sus compañeros; el mejor, no el que usa la virtud para consigo mismo, sino para con otros” (Aristóteles, 2008, p. 129). No hay derechos si no hay justicia, y aquéllos deben estar en la ley. Por lo mismo, Aristóteles concebía la “justicia” como “la más excelente de las virtudes”, frente a la cual “ni el atardecer ni la aurora son tan maravillosos”, por cuanto procura el bien ajeno y “hace lo que le conviene a otro, mas no en términos absolutos, sino en relación con otro” (p. 129). Estos derechos se los supone evidentes, aluden a la justicia de unos con otros y son objeto de un amplio consenso (dudh).17 La “ética”, por tanto, se refiere no solo al cómo me vinculo conmigo mismo, sino al cómo me vinculo con el Otro, en los derechos y deberes que esto implica y en cómo “hacerlos respetar” (Badiou, 1994, s. p.). En esta dirección, el rito funerario sería un último derecho que se le otorga al difunto, y así mismo, el primero que se concede a los deudos y la comunidad para con el cadáver. La solemnidad en torno a la muerte está lejos de ser un problema religioso más. La muerte como tal nos liga a lo insólito e insondable del fin de la vida. Maltratar y ultrajar el cadáver del enemigo no es otra cosa que deshonrar lo que él representa, de ahí la infamia en su proceder. Si bien la infamia es una vileza, provocada con la intención de denostar, devaluar, arruinar el honor o crédito de una persona, no es menos cierto que cuando se lleva a cabo sobre un cadáver, el daño que se procura no es sobre lo muerto, sino sobre lo vivo que justamente le sobrevive, y esto no es otra cosa que la comunidad a la cual pertenece el difunto.18 El daño al cadáveres un daño oblicuo, disperso y diverso, que busca irradiar perjuicio en el tejido social, en la comunidad de procedencia del difunto. La muerte, más que un problema para el difunto, es un problema para los vivos, para los que lo lloran: amigos, familiares, comunidad. De ahí que el “rito fúnebre” -alternativa a la infame espectacularización del cadáver- adquiera capital importancia en cuanto “despedida de la comunidad con el muerto”, para la cual tanto el difunto como la comunidad se preparan, pues con la muerte no solo se despide al difunto,19 sino a toda la correspondencia de este con su comunidad.

Segundo tiempo: espectáculo procede del latín spectaculum, y este a su vez de spectare: “contemplar”. Su significado en lengua española es “diversión pública”, “cosa que llama la atención produciendo deleite, asombro o dolor”, y, por último, “acción que produce escándalo”.20 El espectáculo oscila entre acción y cosa y entre lo privado y lo público. Tanto el motivo en sí como la acción que lo determina devienen espectáculo en la medida en que trascienden el espacio de lo privado para albergarse en lo público. Desde la literatura a la pintura, de la pintura a la fotografía y de la fotografía al cine, el espectáculo con los cadáveres en tiempos de guerra resultará abyecto y paradójico, develando-ocultando la ignominia acometida sobre el difunto. Ya sea por cólera, fría arrogancia o simple codicia, toda representación y práctica sobre los cadáveres fuera del rito funerario operará maldita.

Será, sin embargo, con el nacimiento de la fotografía que el espectáculo macabro se distinguirá con particular veracidad21 y virulencia, difundiendo el instantáneo suceso por doquier, deviniendo registro, documento y testimonio para acreditar situación, contexto, participantes y figurantes. Es así como un evento público podrá ser captado de forma particular y con intenciones privadas, sin embargo -y de ahí lo excepcional de la fotografía-, no podrá evadir lo que la imagen evidencia (Imagen 5). Virginia De la Cruz Licher, en su ensayo Más allá de la propia muerte (2005), señala que ante la evidencia del cadáver habría surgido la teoría del alma y la creencia en la inmortalidad, creencias a última hora que procuraban aplacar el miedo que producía la muerte.

El rito, por tanto, es una “escenificación”, y fue esta la razón del nacimiento del “rito funerario”.22 Si bien escenificación y espectacularización marchan paralelas, no es menos cierto, como queda reflejado en el rito mortuorio, que la escenificación primeramente deviene en particular dolor, en seguida, en intimidad compartida, y por último, en procura de un común recogimiento. La espectacularización, en cambio, referida al uso y abuso de cadáveres en tiempos de guerra, opera con otros códigos, procurando cosificar primeramente al cadáver, para enseguida banalizar su razón y condición, y por último amedrentar, testimoniar y ejemplificar. Esta lógica opera tanto hacia adentro como hacia afuera de la víctima y del victimario, hacia la propia comunidad del ejecutor y hacia la comunidad del muerto. No habrá que olvidar que la violencia, crueldad y terror infligidos por los victimarios serán prueba de coraje, valentía y jerarquía dentro del grupo dominante.

Castigo y sometimiento, por lo tanto, transitarán de lo privado a lo público y se imbricarán perversamente en las imágenes de “El último judío en Vínnytsia” (Imagen 3) y de “Harman y Al-Jamadi” (Imagen 4), ocultando-develando la espectacularización de un crimen. Si bien en la primera de las imágenes el espectáculo, en cuanto a situación, contexto, participantes y figurantes es evidente, en la otra lo espectacular deviene, primeramente, ante lo inaudito de la puesta en escena y después, en el exhibicionismo gradual y polisémico en la difusión de las imágenes, derivando desde la fechoría militar de unos pocos hasta la más abyecta política militar hacia el enemigo por parte de un gobierno (Human Rights Watch, 2011). “El último judío en Vínnytsia” testimonia un horroroso crimen ocurrido y por ocurrir, dando cuenta de la relación de unos sobre otros así como del uso y el abuso de la fuerza militar sobre la civil.

El poder militar, aparte de administrar y operar la fuerza de las armas, se ordena jerárquicamente, y en su esencia está obedecer las determinaciones del mando. El crimen de “El último judío en Vínnytsia” no corresponde a un capricho de un batallón de desquiciados de las SS, sino que responde a aquella fría planificación de la Endlösung der Judenfrage, a aquel pogromo para la “solución final de la cuestión judía”, escenificada en los lager del iii Reich.23

De igual forma, Abu Ghraib no fue un capricho, y menos un arrebato de furor sádico ante las horrorosas condiciones de la guerra y el encierro. Claramente, este accionar no fue ingenuo y obedeció a políticas del gobierno de los Estados Unidos24 respecto a su guerra contra el “Eje del Mal”.25 Lo que sí varía entre la foto del último judío en Vínnytsia y la de Harman y Al-Jamadi es la actitud militar ante la muerte. Mientras en una foto la actitud es severa en torno a la obediencia de un mandato trascendente,26 en la otra, la actitud es festiva, banal, arrogante. Sin embargo, ambas imágenes responden a un programa del Mal, a una política de etiquetamiento y estigmatización del Otro.27

Las imágenes del Mal son ubicuas, de ahí sus múltiples escenografías. Desde la modernidad a la posmodernidad, se despliegan desde la ira a la más fría planificación. El Mal es esencialmente paradójico, es sustantivo y adjetivo. El Mal acontece polisémico y polimórfico. El arte del Mal radica justamente en los ficticios lugares que crea, en los falsos fondos de sus decorados, en el travestismo de sus figuras y sus diversos y mendaces disfraces, en su guion y puesta en escena. El Mal es jerárquico, elástico y maleable, diseña, implementa y opera sus escenarios. La tragedia radica justamente en este teatro de operaciones y sus infames figuras, donde el enemigo -requisito imprescindible para el drama del abuso- primeramente es escogido y nombrado, para posteriormente ser victimizado con fruición por su verdugo. La fatalidad, por lo tanto, reside no solo en el rostro de dolor y el grito de muerte del derrotado o en el placer, coraje o valentía de su verdugo, sino que reside también en un más allá, en el uso y abuso del difunto cuerpo del enemigo, para prolongar daño y dolor, directa o indirectamente, en el cuerpo del deudo y su comunidad

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1Cuatro años después de la caída del nazismo, Dora Yates, la secretaria judía de la Gypsy Lore Society, reclamaba: “Ya es más que tiempo que los hombres y mujeres civilizados estén al tanto del crimen nazi contra los gitanos tanto como contra los judíos. Ambos dan testimonio de la fabulosa dinámica del fanatismo racial del siglo xx, porque estos dos pueblos comparten el horror del martirio a manos de los nazis por ninguna otra causa más que la de que eran -que existían. Los gitanos, al igual que los judíos, permanecieron solos” (Yates, [1949] 1993, p. 110).

2“Es indudable que, sea cual sea el intento de repensar la relación entre mal y poder, no se puede menos que volver sobre los modos en que ha sido interpretada dicha relación, y sobre la escenografía histórica que Auschwitz compendia” (Forti, 2014, p. 21).

3En este punto se debe precisar que el autor que primero planteó el asunto del libre arbitrio respecto al bien y el mal fue San Agustín de Hipona en su Del libre arbitrio, ii, 1- 2: “Si el hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar de libre arbitrio, sin el cual no se concibe que pueda obrar rectamente. Y no porque el libre arbitrio sea el origen del pecado, por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de habérnosla dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente” (s. f.).

4“Yo creo que los doce años hitlerianos han compartido su violencia con muchos otros espacio - tiempos de la historia, pero que se han caracterizado por una generalizada violencia inútil, que ha sido un fin en sí misma, que ha estado dirigida exclusivamente a causar dolor […] ¿hemos asistido al desarrollo racional de un asunto inhumano o a una manifestación, hasta ahora la única en la historia y aún mal explicada, de locura colectiva?” (Levi, 1986, p. 91).

5La palabra “estética” deriva del griego aisthesis: “sensación, percepción, sensibilidad”, y de ica: “relativo a”, por lo tanto, la estética es el estudio de las razones y las emociones relacionadas con las diferentes formas de lo bello y, por ende, del arte. La Estética, así definida, es el dominio de la filosofía que estudia el arte y sus cualidades, tales como la belleza, la fealdad, lo verdadero, lo falso, lo eminente, lo sublime o la disonancia.

6“Siempre se ha vuelto a discutir el fenómeno de que las imágenes en ningún caso ilustran pasivamente, sino que reproducen activamente, no basta para eliminar el núcleo del problema más amplio que aquí se abre. Éste está más bien en que el “acto de imagen” creador de hechos es tan eficaz como el uso de armas o la dirección de los flujos de dinero. Actualmente vemos imágenes que no reproducen la historia sino que la generan” (Bredekamp y Raulff, 2005, p. 5).

7En la fotografía, dentro de su política del “click” imperan la banalidad y la desidia, así como su proceder de desquiciada travesura, asentado en la herramienta por la cual la imagen se “perpetra”. En este sentido, la imagen fotográfica, ciertamente de un modo más radical, cumple su función de reconocimiento y rememoración de la realidad, pero también de taxidermista de la misma.

8Roland Barthes precisa que la fotografía, entendida como un objeto de duelo, fija el papel de la imagen fotográfica como “testimonio”, como “trámite tanatológico” que permite un día ver “lo que ha sido” y además fijar “el horror de la muerte en su banalidad”, permitiéndonos contemplar la “muerte llana” (Barthes, 1989, p. 143). El fotógrafo es, por lo tanto, un “taxidermista” y la fotografía, asimbólica en su “rito de muerte”.

9En palabras de Ruiz de Samaniego, las imágenes fotográficas solo revelan de los muertos su vacío, “revelan su vaciarse para propiciar las máscaras del mundo, revelan el velamiento esencial en que ellos se hallan y su desvelamiento o desocultamiento por mano de un sujeto que sólo puede captar de ese proceso la simulación de una imagen” (Ruiz de Samaniego, 1999, p. 119).

10“Todo induce a pensar que, bajo el Tercer Reich, la mejor elección impuesta desde arriba, era la que llevaba consigo la mayor aflicción, la máxima carga de sufrimiento físico y moral. El ‘enemigo’ no sólo debía morir sino morir en el tormento” (Levi, 1986, p.103).

11El espacio fotográfico en Abu Ghraib interroga a su vez a aquel consignado al “rito funerario”. Ambos espacios se crispan en aquella sociabilización / desociabilización del cadáver. El cadáver, por lo tanto, no es ni un vivo ni una cosa, “es una presencia/ausencia; o más bien una presencia que se hace ausencia” (Cruz, de la, 2005, p. 154).

12La violencia procura miedo y desamparo en el Otro. “La violencia afecta al hombre en lo más íntimo”, rebajando y precarizando su existir. “Quien considera la violencia solo como un proceso físico, externo, no ha comprendido lo más mínimo sus efectos. La violencia traspasa a la persona entera, desencadena en ella fuerzas internas que la derriban” (Sofsky, 2006, p. 69).

13El Otro no es señal de autoritarismo ni violencia. El Otro es exterioridad sin violencia, donde su fuerza moral es el rostro. El rostro, subraya Levinas, es condición humana de alteridad metafísica, que me descubre y me da sentido también a mí mismo, es irreductible, y en la medida en que se niegue esa realidad, todo acontecer político ocurre indefectiblemente violento por cuanto somete la alteridad al deseo autoritario del que ejerce el poder, negando la condición ética, legal y filosófica del existir.

14Es el dolor lo que importa, y para percibirlo en toda su crudeza es imperativo poner al margen todas las formalidades culturales: “lo que entonces se manifiesta es la pura opresión e inutilidad del dolor. El dolor es el dolor. Ni es un signo ni es portador de ningún mensaje. No revela nada. No es sino el mayor de todos los males” (Sofsky, 2006, p. 68). El Mal es percibido por la mente e inmediatamente sentido por las emociones; es percibido como dolor deliberadamente inferido. Deliberadamente significa que la persona que hace el Mal, y aquí lo fundamental, “sabe lo que está haciendo” (Kelly, 2001, p. 26).

15“Decir el Mal es decir que en todo proceso de dominación y conflicto se entabla una complicidad secreta, y en todo proceso de consenso y equilibrio, un antagonismo secreto”, donde “el bien no es más que una transposición y un producto sustitutivo: la hipótesis del Mal” (Baudrillard, 1991, pp. 136, 159).

16Desde su origen griego, la ética se desarrolló como una línea de la filosofía, preocupada por el estudio y reflexión sobre el carácter y las costumbres ligadas a la virtud, a los deberes y derechos y a la felicidad, en procura de un “buen vivir”, de “una buena manera de ser”. Particularmente, la ética remite, como su virtud perfecta, a la acción encargada de otorgar justicia.

17La Declaración Universal de los Derechos Humanos (dudh) es un documento declarativo adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (iii), el 10 de diciembre de 1948 en París; en sus 30 artículos se recogen los derechos humanos considerados básicos a partir de la Carta de San Francisco de 1945. La unión de esta declaración y los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y sus Protocolos comprende lo que se ha denominado la Carta Internacional de Derechos Humanos. Mientras que la Declaración constituye, generalmente, un documento orientativo, los Pactos son tratados internacionales que obligan a los Estados firmantes a cumplirlos (http://bit. ly/1lHI8Vk).

18Con la muerte, el hombre “cesa de funcionar”, por ende, deja de ser tanto una ayuda como un peligro. Para el mundo griego, con la muerte dos cosas ocurrían, por una parte devenía el soma, esto es, el cadáver como “materia inerte, un organismo sin ménos” (ardor del guerrero), donde ante la imposibilidad de autoconservarse, comenzaba a descomponerse, y por otra parte, con la muerte emergía del cadáver la psyché, un “eídōlon, una imagen, la cual ‘se parecía maravillosamente a un hombre’, pero que no contenía su ‘phrēn’ (mente)”. La psyché es inmaterial y solo puede manifestarse a través de los sueños, sin embargo, lo relevante de la psyché radica en dos aspectos, el primero se refiere a que ella “sobrevive a la muerte como consecuencia del hecho de que el hombre no [solo] muere orgánicamente, sino también socialmente, no sólo muere para la naturaleza, sino también para la cultura” (Redfield, 1992, p. 138), y la segunda es que la psyché es “la apariencia reconocible de un hombre, su identidad en particular”. La muerte es una paradoja, en la que el cadáver “es un rompecabezas. Es todo lo que era la persona viva y, sin embargo, no se le parece en nada; en la muerte, se es el mismo y sin embargo todo lo contrario de lo que se era en la vida” (p. 140).

19“La muerte de un hombre inflige una herida a la comunidad. Un punto del entramado social deja de responder a los regalos y las demandas de los demás. Además, conforme comienza a pudrirse el cadáver del muerto, todo el cuerpo social, del que ha sido considerado una parte, se hace vulnerable a los procesos de la naturaleza. El difunto todavía participa de los afectos de los dolientes, pero se está convirtiendo en algo distinto. La amenaza de deformación, de informalidad e impureza no se limita por lo tanto al difunto; afecta a todo lo que lo liga con los lazos de la comunidad. [...] La pira funeraria cauteriza y cura esta herida. Al mismo tiempo, mediante el duelo y el monumento conmemorativo, el tejido social se reconstruye de una nueva forma que tiene en cuenta la ausencia de este miembro. En el funeral, la comunidad actúa en su propio provecho, afirmando su continuidad a pesar de las fuerzas disolventes que la atacan. Mediante el funeral, la comunidad se purifica a sí misma” (Redfield, 1992, p. 142).

20Señala el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) que la palabra espectáculo en su primera acepción se refiere a una “función o diversión pública”. En una segunda acepción, la palabra espectáculo señalaría una “cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”. Por último, y en una tercera acepción, espectáculo indica una “acción que causa escándalo o gran extrañeza”.

21“El registro de la cámara incrimina […] instrumento útil para la vigilancia y control de poblaciones cada vez más inquietas, […] una fotografía pasa por prueba incontrovertible de que sucedió algo determinado. [Con la imagen] queda la suposición de que existe o existió algo semejante a lo que está en la imagen. […] Toda fotografía parece entablar una relación más ingenua, y por lo tanto más precisa, con la realidad visible que otros objetos miméticos” (Sontag, 2006, pp. 18-19).

22En esta dirección y en torno al retrato fotográfico fúnebre, precisa De la Cruz que existirían dos formas de representar a un muerto: “una que mostraría el cuerpo de forma improvisada debido a lo inesperado de su fallecimiento (es el caso de imágenes de guerra); y otra que lo presentaría de forma preparada estableciendo así una serie de rituales” (2005, p. 153).

23“Si leen las declaraciones hechas por Eichmann [...] y de Rudolf Höss (el penúltimo jefe de Auschwitz, inventor de las cámaras de ácido cianhídrico) [...] los argumentos son: nos han educado en la obediencia absoluta, en la jerarquía, en el nacionalismo; nos han atiborrado de eslóganes, embriagado de ceremonias y manifestaciones; nos han enseñado que lo único justo era lo que favorecía a nuestro pueblo y que la única verdad eran las palabras del jefe. [...] Hemos sido ejecutores diligentes y, por nuestra diligencia, hemos sido elogiados y ascendidos. Las decisiones no las hemos tomado nosotros, porque en el régimen en que hemos crecido no se permitían decisiones autónomas; son otros quienes han decidido por nosotros” (Levi, 1986, p. 25).

24“El gobierno de Bush autorizó a la CIA y a las Fuerzas Armadas emplear métodos coercitivos durante los interrogatorios que equivalían a torturas, y creó un programa secreto de detención de la CIA, de carácter ilegal, que contemplaba mantener a personas detenidas en sitios secretos, sin informar a sus familiares, permitir el acceso al Comité Internacional de la Cruz Roja o supervisar el trato que recibían” (Human Rights Watch, 2011, p. 4).

25“Lo que estas fotografías ilustran es tanto la cultura de la desvergüenza co mo la reinante admiración a la brutalidad contumaz. La tortura de prisioneros no es una aberración. Es la consecuencia directa de una ideología global de lucha en la que ‘estás conmigo o en mi contra’ y con la que el gobierno de Bush ha procurado cambiar, cambiar de modo radical, la postura internacional de Estados Unidos y refundir muchas instituciones y prerrogativas nacionales” (Sontag, 2004).

26Ciertamente, el mal es un sistema, en el sentido de que es un cruce de subjetividades, una red de relaciones cuyos hilos se estrechan por la perfecta complementariedad entre los actores y los diseñadores malvados (pocos), los celosos y convencidos ejecutores (también pocos) y los espectadores aquiescentes, no sólo indiferentes (muchos). ¿A qué se debe que los engranajes se sostengan unos a otros con tanta fuerza? (Forti, 2014, p. 24).

27“Una construcción psicológica implantada en las profundidades de la mente mediante una propaganda que transforma a los otros en enemigos” (Zimbardo, 2008, p. 33).

Recibido: 04 de Mayo de 2015; Aprobado: 21 de Abril de 2017

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