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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.14 no.26 Medellín Jan./June 2017

https://doi.org/10.17230/co-herencia.14.26.4 

Artículos/Investigación

El gobierno biopolítico de la sociedad Identidades victimizadas y movilizaciones punitivas*

The bio-political government of society Victimized identities and punitive mobilizations

David Enrique Valencia-Mesa**1 

1Magíster en Ciencias Políticas. Profesor asistente de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia. Colombia. david.valencia@udea.edu.co


Resumen

A partir del análisis de una forma de movilización punitiva, el artículo rastrea las consecuencias del surgimiento de una nueva subjetividad social: la identidad victimizada. Se trata de una forma de subjetividad que desempodera a los individuos y grupos sociales de su potencia política fijándolos en una subjetividad deficitaria y retributiva, a partir de la cual se articulan estrategias de gobierno biopolítico sobre la sociedad en su conjunto.

Palabras clave: Biopolítica; víctima; identidad; movilizaciones; castigo.

Abstract

From the analysis of a form of punitive mobilization, this article traces the consequences of the emergence of a new social subjectivity: the victimized identity. It represents a form of subjectivity that deprives individuals and social groups of their political power by setting them in an inadequate and retributive subjectivity, from which bio-political government strategies about society at large are articulated.

Key words: Bio-politics; victim; identity; mobilizations; punishment.

Este trabajo pretende mostrar algunas prácticas jurídico-sociales que inciden en el proceso de construcción de una nueva subjetividad política: la identidad victimizada. Librada de las líneas más tensas que la atrapan bajo la forma de una identidad naturalizada, y relacionada con las prácticas y los discursos sociopolíticos que funcionan como sus condiciones de posibilidad, la víctima aparece como el producto final de una estrategia de gobierno que hace pie en su naturaleza creada, a partir de la cual se articulan nuevas formas de poder. Pero entiéndase bien, aquí no se pretende descartar la justicia como respuesta debida a las víctimas, ni negar el hecho del dolor y el sufrimiento de algunos individuos, causados por prácticas de violencia y exclusión. Se trata más bien de considerar algunas estrategias políticas contemporáneas que han hecho de la construcción de cierta forma de identidad victimizada un instrumento para apuntalar efectos de poder y formas de control, y a partir de la cual se ha posibilitado la construcción de una idea de justicia que anula la expresividad de las fuerzas sociales y las convierte en pura voz de necesidad. Evidenciar la instrumentalización de la víctima y del hecho general de la victimización por parte de estrategias políticas de gobierno se constituye en la manera como en este texto se quiere reivindicar la potencia política y transformadora de los individuos y las comunidades, ahora descartada por una forma despolitizante de

control biopolítico2 (Lazzarato, 2006).

Ciertas formas de movilización que tienen su punto de apoyo en el castigo serán el centro de atención en el análisis del surgimiento de la identidad victimizada que aquí se explora. El castigo no solo ha funcionado como distribuidor de dolor, también ha sido punto de anclaje y condición de posibilidad en la manera en que se determinan los individuos, y no solo a partir de la coacción, sino también de la libertad y de su autogestión.

Articulado a la vez con una serie de prácticas que se aplican sobre el cuerpo de los condenados, el castigo también se ha hecho con las identidades de algunos sujetos. El sistema penal no ha podido prescindir de un registro creativo -de sujetos, de identidades- que funciona al interior de su uso como estrategia de control de poblaciones. De esta manera, parece funcionar bajo un doble registro; de un lado, en el cuerpo de los individuos por medio de técnicas punitivas disciplinarias (Foucault, 2009) aplicadas por las agencias del Estado, especialmente violentas y extractivas, pero por otro, funciona a partir de la promoción de representaciones y significantes organizados en torno a la producción y gestión de deseos, imaginarios y prácticas.

Inmediatamente, a través de un contacto directo entre las prácticas punitivas corporales y los individuos castigados, vemos realizarse el dispositivo del castigo; pero también mediatamente, a través de una acción a distancia (Foucault, 2006a) encargada de gestionar antes que de castigar, de suscitar antes que de limitar, promoviendo antes que privando. El resultado de la primera técnica ha sido el individuo castigado, disciplinado y normalizado, la segunda ha dado lugar a un sujeto colectivo, reconstruido según las notas de una identidad victimizada.

En este texto se retoma la crítica radical al hombre -sujeto de conocimiento y yo psicológico-, que consiste en mostrarlo como el resultado de la existencia de determinadas prácticas sociales, y se la traslada al estudio de la identidad victimizada como un nuevo dominio subjetivo creado por los discursos y las prácticas pertenecientes al ámbito de un derecho de la identidad. Para esto se usará una metodología genealógica (Foucault, 1998), que exige que el centro del análisis no se distribuya verticalmente, desde unos índices de subjetividad, historia y conocimiento prestablecidos que hacen posible la existencia de ciertas prácticas sociales, sino horizontalmente, empezando por el estudio de esas prácticas, entre las cuales se incluye el sujeto, pero no ahora como el punto de arranque, sino como el punto de llegada, un punto de llegada transitorio, a la espera de una nueva distribución de las prácticas y los saberes para llegar a asumir otra forma, más conveniente para sus permanentemente renovadas condiciones de posibilidad históricas (Foucault, 1998).

El artículo se desarrollará de la siguiente manera. Se mostrará el proceso discursivo de naturalización de una identidad victimizada promovida por ciertas formas de movilización (apartado 1 y 2) que hacen del castigo la principal referencia simbólica (apartado 3) para la acción colectiva. Finalmente, la confluencia de estos tres elementos nos permitirá advertir lo que políticamente está en juego en esta nueva forma de gobernar. Se trata del desarrollo de una idea de justicia sobre la cual se ha promovido la construcción de un sujeto profundamente punitivo, que mientras descarta la transformación política de sus condiciones de existencia a partir de la asunción de la fatalidad y necesidad de su posición subjetiva -su fijación en la identidad-, promueve una extensión de la punición como forma de gobierno social (apartado 4).

El derecho como práctica de gobierno

En las sociedades contemporáneas el derecho como discurso y práctica social ha sufrido una expansión inusitada, al punto de que podemos hablar de la existencia de una sociedad de la expectativa jurídica. Con esta expresión se quiere describir el encantamiento en que se encuentran algunos movimientos sociales frente a las posibilidades que les da el derecho para acceder a la condición de sujetos. No se trata de todos los grupos sociales -aunque todos puedan estarlo-, sino de aquellos que al interior del razonamiento jurídico aparecen previamente construidos desde la carencia y la necesidad. Se trata de minorías -y la sociedad en su conjunto puede entenderse como una minoría- excluidas y victimizadas, que ven en el derecho un espacio para la superación de sus más profundas carencias. Esta racionalidad de gobierno, que tiene en el derecho su principal técnica de sujeción, promueve la fijación de los individuos y los grupos en unas identidades deficitarias y carentes, en cuya reivindicación se renuncia al posible “espacio de juego de las resistencias críticas” (Cano, 2010, p. 110).

En el análisis de algunas prácticas jurídicas que funcionan al interior de esa estrategia de gobierno, el interés no se pondrá en las posibilidades del derecho de cumplir con las expectativas generadas en la sociedad con respecto a él, sino en los diferentes usos que puede tener y en las estrategias al interior de las cuales puede funcionar.

El derecho -y el castigo como expresión jurídica- es un dispositivo complejo y dinámico, que funciona paralela o simultáneamente con otros dispositivos que pueden obedecer a racionalidades de gobierno contrapuestas a la suya, o él mismo obedecer a múltiples racionalidades o sufrir permanentes transformaciones.3

Este punto será de vital importancia para entender los usos del discurso de los derechos según las racionalidades políticas al interior de las cuales actúa, y los efectos diversos, cuando no abiertamente contradictorios, que ha producido. El discurso de los derechos y la práctica de su reivindicación ha servido para apuntalar gramáticas políticas libertarias y comprometidas con la potencia política de los individuos, pero también se ha articulado en estrategias de dominación que buscan desempoderar a los sujetos de su capacidad de acción política, convirtiéndolos en apéndices de un sistema social realizado según las narrativas de la democracia consensual y del fin de la historia. El paso de los grupos y los individuos desde sujetos políticos que denunciaban la dominación y reivindicaban la transformación hacia sujetos jurídicos que denuncian la transformación y reivindican la dominación se ha hecho a través de su identificación con la norma -que los describe desde la carencia y la victimización-. A continuación se describirá el surgimiento y las principales consecuencias de esta estrategia de gobierno.

La identidad victimizada

Una de esas técnicas jurídico-políticas que funciona para estructurar la conducta de los sujetos es la identidad. El renacimiento en el escenario político de esas fuerzas de movilización social que son la raza, la edad o el género funciona como un dispositivo de gobierno por medio del cual se consigue que los sujetos se comporten de determinada forma para la obtención de determinados fines políticos.4 La importancia de esos dispositivos “naturales” pertenecientes al ámbito biológico y cultural de los sujetos en el surgimiento de la identidad victimizada radica en que son usados y reivindicados por los propios grupos gobernados.

Para acceder a la condición de sujetos, los individuos deben extraer su propia verdad, de tal forma que solo en el momento en que se ven fijados en su identidad, que funciona como su verdad más profunda, se constituyen en sujetos. Aquí se ve cómo a partir del sometimiento de los individuos a su propia verdad, las prácticas de gobierno biopolítico actúan individualizando por sujeción: “la individualización del hombre occidental se produjo al precio de la subjetividad” (Foucault, 2006a, p. 270). Se trata del juego de recíproca afectación y dependencia que se establece entre lo aparentemente más natural y alejado de los juegos políticos, como la condición misma de individuo, y las relaciones de poder obrantes en una sociedad cualquiera, que determinan las posiciones subjetivas -o sujeciones- disponibles.

Este gobierno a partir de la identidad funciona en un espacio híbrido, constituido por la superficie política que va de lo público a lo privado. La extracción de la identidad de los individuos, entendida como su verdad más profunda, se ha dado a partir de la invasión del derecho al espacio de la intimidad. Como ha afirmado Sennet, bajo una visión íntima de la sociedad como la que se empieza a constituir en nuestras sociedades occidentales contemporáneas, la división del mundo social propia de la modernidad ilustrada, en un ámbito privado y otro público como espacios de relaciones diferentes y hasta contradictorias, parece no tener ya sitio:

Intimidad connota calor, confianza y una abierta expresión de sentimiento. Pero precisamente porque a lo largo de nuestra experiencia hemos llegado a esperar estos beneficios psicológicos, y justamente porque demasiada vida social con un significado concreto no puede producir estas gratificaciones psicológicas, el mundo exterior, el mundo impersonal, parece abandonarnos, parece estar viejo y vacío. (Sennet, 2002, p. 55)

La identidad, considerada la verdad más profunda de los individuos, ha saltado al espacio de lo público para demarcarle sus coordenadas y su fundamento de validez. Por fuera de lo privado, el mundo de lo público ya no encuentra un sitio lo suficientemente autónomo para regular sus propias relaciones, más aún, como lo describe Sennet, parece que las únicas relaciones posibles han pasado a ser aquellas de naturaleza privada:

Las sociedades occidentales se mueven desde algo así como una condición externa hacia una interna, excepto que en medio de la autoabsorción nadie puede decir qué es interno. Como consecuencia, se ha producido una confusión entre la vida privada y la pública; la gente está resolviendo en términos de sentimientos personales aquellas cuestiones públicas que sólo pueden ser correctamente tratadas a través de códigos de significado impersonal. (Sennet, 2002, p. 24)

Es en este contexto de creciente ampliación de los registros vitales privados en el que una nueva estrategia de gobierno basada en la identidad ha encontrado un sitio de anclaje y desarrollo. Cuando las normas constitutivas y los referentes existenciales de las comunidades humanas se determinan a partir de las condiciones aparentemente naturales del mundo de lo privado, el escenario para la aparición de un gobierno de la vida -una biopolítica- se encuentra preparado.

La ya clásica estructura binaria de la política moderna, que encontró en la coexistencia de un espacio privado y otro público la condición necesaria para el funcionamiento de la comunidad humana, se encuentra ahora rebasada por un exceso de vida privada, en la que lo público se ha convertido en un apéndice de los registros vitales. La política, entonces, ya no se plantea como el equilibrio entre lo privado y lo público a partir de la mediación de la sociedad civil, sino como la creciente naturalización de las condiciones de existencia social e individual (Cohen y Arato, 2002).

Pero ese espacio de la intimidad y la privacidad no es un objeto natural que pueda encontrarse en estado puro, que surja sin una intervención política que le dé forma y sustancia, y lo articule a determinada estrategia de poder. Ha sido Sommers (1996) quien ha mostrado cómo en la teoría política liberal la comprensión de la sociedad civil como el sujeto de los procesos e intercambios naturales ha servido para dotar de contenidos naturalizados al espacio público. A partir de cierta “ficción política narrativa” (1996, p. 240), que consiste en mostrar la sociedad civil como un espacio prepolítico, que impone sus condiciones al derecho desde la pureza de su existencia, se ha logrado la naturalización del derecho y su obedecimiento y aceptabilidad incondicionada. El derecho deberá extraer su legitimidad de ese espacio natural que es la sociedad civil, convertirse en una fiel reproducción suya, crear formas de regulación que respeten aquellos procesos naturales que, como el interés y el intercambio, tienen lugar allí. Se logra así la constitución de un gobierno jurídico natural (izado) que aparece como el resultado de las actividades previas de la comunidad prepolítica, que podrán oponerse en cualquier momento al artificial, envilecido y peligroso reino público del Estado. “La sociedad civil se entiende como el reino de la libertad popular porque se declara autónoma respecto al Estado y previa a éste, espontánea en su funcionamiento, autoactivada y naturalista -una entidad unitaria cuyas raíces normativas residen en la libertad idealizada del armónico estado de naturaleza” (Sommers, 1996, p. 240). Al propósito prepolítico (antipolítico) de esta ficción política naturalizante se ha venido a unir una “epistemología naturalista” (1996, p. 255) en la que “la naturaleza proporciona el criterio para evaluar la verdad y el conocimiento” del derecho.5

La consecuencia de todo ello es que el polo privado de la sociedad moderna no se reconoce como efecto o producto de las condiciones artificiales que determinan su existencia,6 y mucho menos como el resultado de acuerdos y maniobras políticas que vehiculizan relaciones de poder y estrategias de dominación. Al entendera la sociedad civil como un espacio privado de autorregulación que funciona según sus propias dinámicas naturales, se convierte en un dispositivo despolitizante que esconde sus relaciones de poder, autoridad y jerarquía, concibiéndolas como fuerzas sociales externas que se filtran por irracionalidad o desmesura a su naturalizada y pacífica estructura interna.

Pero precisamente en su pretendida naturaleza prepolítica están sus principales funciones políticas. La sociedad civil, independiente de coerciones políticas externas, no es un lugar libre de toda forma de reglamentación y jerarquización, sino el espacio de una serie de regulaciones disciplinarias y biopolíticas. Microrregulaciones horizontales designadas como espontáneas, voluntarias, descubiertas en la naturaleza o pertenecientes a la naturaleza de las cosas, que se oponen en su “naturalidad” a lo construido artificial, social y políticamente, logran constituir un espacio blindado a la crítica y a la transformación.

Esta “ficción política narrativa” consistente en mostrar un espacio naturalizado como modelo para la creación de formas de existencia política constituye un arte de gobernar que no tiene que ver ni con lo público ni con lo privado, sino que a partir de las relaciones que establece entre esos dominios en los que se desenvuelve la vida del hombre occidental, define políticamente sus condiciones de existencia, vinculando estrategias privadas en el ámbito público y estrategias públicas en el mundo de lo privado. A continuación se mostrará cómo cierta forma de movilización jurídica punitiva afianza esta ficción política narrativa fijando a los individuos y los grupos en una forma de identidad victimizada.

La movilización de la identidad victimizada

A partir de esa identidad naturalizada por la ficción política narrativa de la sociedad civil, se empieza a gestar una especial comprensión de los derechos. Desde todos aquellos grupos que tienen por profesión la protección de los intereses -de la identidad- de las mujeres, de los menores o de cualquier otro colectivo que pueda considerarse subordinado, excluido o despreciado, se empieza a apuntalar una especial definición de la justicia y de sus reglas de aplicación. Se trata de una justicia construida con las notas de una identidad victimizada (la verdad más profunda de algunos grupos sociales), una justicia particular por cuanto se define según los rasgos más íntimos de ciertos grupos sociales caracterizados por su situación de exclusión y carencia.

Confrontado con la comprensión liberal clásica del derecho -abstraído de las condiciones particulares de los individuos y grupos-, este derecho identitario, basado por el contrario en esas particularidades, representa una novedad en el espacio público (Luna, 2011). A partir del surgimiento de esta idea de derecho se habla de un divorcio entre, por un lado, los derechos con perspectiva etaria, étnica, racial o de género, es decir, un derecho definido desde la identidad, y por el otro, la teoría clásica del derecho, concebida como el resultado de una serie de acuerdos y maniobras que exigían la renuncia a la identidad como condición de su existencia política.

La construcción de un derecho de la identidad y de la aplicación de una justicia identitaria ha sido promovida por algunos movimientos sociales que han encontrado en el escenario judicial un medio para imponer en la agenda pública una identidad basada en rasgos biológicos y culturales considerados naturales. Un ejemplo de ello puede encontrarse en el proceso de formación de los funcionarios judiciales encargados de operar el sistema procesal penal vigente en Colombia,7 para el cual se elaboraron una serie de documentos sobre los principios y pautas generales, “armónicos y con una conexión lógica” (Velásquez, 2009, p. 29), para el funcionamiento de una administración de justicia penal con perspectiva de género, y de los que se dice que “son una serie de enunciados básicos aplicables cuando las normas jurídicas y los hechos a interpretar son vagos e imprecisos [...], también sirven como fuentes supletorias de interpretación y para la integración de normas y para crear derecho” (Velásquez, 2009, p. 34). Esta comprensión de la forma como se deben construir las reglas jurídicas se hace operativa en los escenarios judiciales afectando, entre otras, las reglas de valoración probatoria:

7. El resultado discriminatorio. Sirve para ampliar el principio de no discriminación en el caso de que la distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga un resultado que menoscabe o anule el reconocimiento, goce o ejercicio de los derechos humanos se configura como un acto discriminatorio. Ello implica que acciones u omisiones que no tengan intención de discriminar pero sí un resultado discriminante deben ser igualmente condenados por las personas que administran justicia.8

[…]

9. Prueba a cargo del agresor en casos de violencia de género. La carga de la prueba en casos de violencia de género estará a cargo del agresor. Busca equilibrar las relaciones de poder que existen entre el agresor y la víctima y las condiciones en que por lo general se presentan los casos de violencia de género.

10. Apreciación de la prueba en caso de delitos sexuales. En relación con el principio constitutivo del Derecho Penal de “in dubio pro reo”, se ha considerado en la jurisprudencia sobre delitos sexuales que por la naturaleza de estos delitos, debe ser tomada en especial consideración la declaración de la víctima, de manera que el fiscal o el juez puede llegar a la certeza de que el delito fue cometido con la sola declaración de la víctima, cuando no exista otra prueba indiciaria o indirecta, a falta de prueba directa.

11. La norma más beneficiosa. Entre varias normas el juez o jueza deberá aplicar la más beneficiosa para la parte que se encuentra en condiciones de desventajas por razones de género, etnia, edad, discapacidad, preferencia sexual, clase social, etc. (Velásquez, 2009, pp. 129-130)

Un grupo social que ha tenido una importante incidencia en la redefinición identitaria del derecho ha sido el movimiento feminista, que ha gestionado una identidad de género a partir de la promoción de una serie de dispositivos discursivos como leyes, declaraciones, manifiestos y estudios con perspectiva de género, los cuales tienen su traducción efectiva en políticas públicas encaminadas a afectar la realidad a partir de criterios de género, creando una subjetividad reivindicatoria, atrapada en unas reglas jurídicas identitarias en la misma medida en que se busca el reconocimiento jurídico.

Los discursos sobre el cuerpo maltratado, la humillación histórica, la especificidad del género y la violencia contra la mujer, que en la década del sesenta eran opuestos a las prácticas y los discursos políticos y jurídicos, han llegado a ser dominantes en la definición del derecho, no solo en la medida en que han obtenido un sitio privilegiado para definir agendas públicas, sino principalmente por el hecho de que son promovidos por los mismos colectivos sociales. Algunos estudios feministas han mostrado cómo, en efecto, “la violencia ha pasado de ser un secreto ignominioso, siempre insuficientemente guardado y regulado en el seno de las parejas, las familias y las comunidades a ocupar en nuestros días un lugar destacado entre los fenómenos de intervención estatal y mediática” (Marugán y Vega, 2003, p. 182).

Pero la reconfiguración de los discursos públicos y con ello del derecho, a partir de cierta forma de sobrevisibilización del género producida en múltiples esferas sociales, no se traduce necesariamente en la transformación de estructuras de poder, sino todo lo contrario, en su afianzamiento a partir de la fijación de una identidad deficitaria “por naturaleza”, cuya principal virtud parece ser simplemente el hecho de hacer parte de lo políticamente correcto.9 Investigaciones empíricas, denuncias penales, organización de simposios y seminarios, actividad legislativa, comisiones especiales, publicaciones, eslóganes, informativos, reality shows, estadísticas y campañas de prevención con perspectiva de género han hecho que la enunciación del problema de la identidad femenina por los propios colectivos implicados haga aparecer un nuevo campo de gobierno de las poblaciones, pero aún no un espacio para la liberación política de los colectivos sociales.10

El movimiento feminista aparece especialmente relevante para dar cuenta del objeto de este trabajo por cuanto su historia ha sido la historia de los distintos modos de relacionarse con el espacio público y con el derecho (Alviar y Jaramillo, 2012). Para una parte del movimiento feminista, el derecho ha llegado a concebirse como un espacio ideal para la reivindicación de sus demandas sociales y la visibilización de sus intereses. La preferencia por el derecho en general, y por los fueros judiciales en particular, ha hecho que la historia de este movimiento haya sido contada en algunas ocasiones según los logros obtenidos en los fueros judiciales (Motta, 1998). La historia del movimiento feminista se ha dividido de esta manera en dos olas con la intención de indicar que en un primer momento se trataba de reivindicar jurídicamente la igualdad, y en un segundo momento, la diferencia (Motta, 1998).

Lo cierto es que aunque las luchas feministas inicialmente estaban dirigidas al derecho en general, paulatinamente se han enfocado en el derecho penal y el castigo en particular, en donde han encontrado un escenario y un lenguaje para relanzarse y legitimarse como sujetos políticos, revalorizando las funciones del castigo y convirtiendo el sistema penal en un lugar apetecible para nuevos sujetos: “lo penal es un recurso poderoso, no sólo para el poder político, sino también para muchos sujetos y grupos que al usarlo se legitiman a sí mismos y a sus instancias como dignos de tutela, de una tutela fuerte, al menos en el plano simbólico” (Garland, 2006, p. 101).

Los colectivos que se definen a partir de la identidad de género, antes que encontrar en el castigo un espacio emancipatorio y de transformación de la realidad, han hecho que este instrumento encuentre una nueva superficie en la identidad del género para extenderse11 y establecer nuevos efectos políticos de gobierno.

Sin duda, es imposible sostener que se trata de una afirmación sin puntos intermedios o matices posibles. Los movimientos feministas han alcanzado logros políticos y jurídicos importantes al interior de las cortes y tribunales nacionales, logros que de otra manera, en sociedades estancadas en un patriarcalismo y una desigualdad persistentes, hubieran sido impensables. Pero la transformación del movimiento feminista en una plataforma para la actuación jurídico-penal esconde serios peligros.

Bajo la imprevista generalización de normas preventivas y sancionatorias de la violencia y la discriminación contra la mujer, se ha minado su potencia propiamente política y su capacidad de transformación, tanto a nivel individual como colectivo, además de favorecer un ambiente extremadamente punitivo que ha reactivado el “poder de fuego” (Pastor, 2011, p. 491) del Estado, que es el castigo y el sistema penal en su conjunto. Aunque instrumentalmente pareciera que estas normas que expresan la identidad carecen de la eficacia suficiente para transformar la realidad (Motta, 1998), lo cierto es que el alcance simbólico y discursivo de las mismas, al operar en el plano de los imaginarios y las identidades sociales, sí afecta a los individuos y los grupos sociales al modificar sus prácticas, determinar los sentidos e incidir profundamente en la comprensión que tienen los sujetos de sí mismos.

El resultado final es que aunque los movimientos feministas que promueven su identidad en los escenarios jurídico-penales parecen tener un mayor protagonismo, lo cierto es que las personas afectadas por situaciones de violencia y discriminación han sido desplazadas de la posibilidad de articular respuestas por la mediación de organismos y grupos con capacidad de incidir en la agenda pública y transformar sus situaciones de exclusión. Esto ha sido advertido por algunos colectivos sociales para los cuales se produjo un efecto contrario a la lucha por el reconocimiento:

Tras un periodo de estancamiento, esta dinámica cambia, y el protagonismo que anteriormente jugara el movimiento feminista cede ante el papel que en adelante desempeñarán los medios de comunicación y los organismos institucionales o seminstitucionales, con el consiguiente cambio en la comprensión y los modos de abordar esta cuestión. (Motta, 1998, p. 56)

Este derecho, que se gesta en el tamiz de las identidades colectivas, ha venido a minar desde adentro las posibilidades críticas, transformadoras y creadoras que pueden surgir hasta en las situaciones más agobiantes de marginalidad y exclusión. Al intervenir sobre un principio ético superior, la identidad, este derecho suspende a los sujetos colectivos en una única manifestación subjetiva, promoviendo una naturalidad deficitaria y profundamente retributiva.

Pero la gran paradoja de esta reinvención del castigo a partir de la movilización en los escenarios judiciales de la identidad de grupos sociales excluidos o victimizados es que el sujeto individual o la comunidad afectada y discriminada son expropiados de su capacidad de definir la situación victimizante y articular soluciones acordes con sus necesidades. El individuo o la comunidad victimizada se diluyen en una referencia abstracta con la fuerza para definir a partir de sentidos punitivos los significados de las instituciones jurídicas y políticas.

Biopolítica y derecho

Si tradicionalmente se ha entendido que la legitimidad del derecho pasa por su origen político, según la ficción del autogobierno racional del sujeto kantiano y de la pluralidad comunicativa que anima el acuerdo parlamentario en que se expresa la norma, el derecho promovido por la movilización de la identidad de algunos grupos sociales no busca esa fuente de legitimidad. El derecho surgido en la movilización de la identidad encuentra su fuerza vinculante en su origen aparentemente natural,12 pero no a la manera de la renovación del viejo iusnaturalismo, que tiene en metafísicos referentes externos su fuente de legitimidad.13 Más que en la renovación de la búsqueda de las condiciones de legitimidad política, este derecho identitario se expresa como un instrumento que busca confundirse con su objeto de regulación: la vida. Se trata de un derecho que encuentra su origen y desarrollo en la identidad como agregado de diversos factores naturales, emocionales y culturales profundamente naturalizados.

Así en algún momento este derecho de la identidad victimizada se vuelva un producto conservado en el invernadero de la jurisdicción y las burocracias jurídicas nacionales e internacionales, el problema que plantea no pasa por la respuesta a la pregunta por el soberano legitimado para crear derecho. Este derecho de la identidad victimizada no pasa por la discusión que ha venido a establecerse entre quienes defienden las pretensiones de validez del derecho de los Estados y quienes por el contrario defienden la superioridad del derecho internacional como muestra de la progresión y evolución en el sistema de protección de los derechos humanos. La soberanía que informa este derecho no se pregunta por la más adecuada relación entre dominados y dominadores, ni consiste en el establecimiento de unas reglas de validez para hacer soportable el ejercicio del poder. El derecho construido a partir de la identidad es poder en sí mismo, no en el sentido de que sea el instrumento de los poderosos para subyugar la voluntad de los súbditos o para imponerse sobre todos los demás, sino porque expresa las relaciones que se establecen entre la vida y las diferentes variables que la determinan para su adecuada gestión: no bambalinas que encubren la función, sino teatro en el que se desarrolla la lucha por la vida -por su control.

A partir de Foucault se afirma la novedad que significa la aparición de una soberanía biopolítica,14 que ya no se ejerce sobre los límites de un territorio sino sobre el conjunto de una población, recortada a partir de una serie de acontecimientos naturales que se desarrollan en un medio15 y que pueden ser gestionados para obtener determinados efectos de poder. El sujeto de esta estrategia de gobierno que Foucault denominó biopolítica ya no es el ciudadano o el sujeto de derecho liberal, sino la población, definida como “una multiplicidad de individuos que están y solo existen profunda, esencial, biológicamente ligados a la materialidad dentro de la cual existen”, es decir, a un medio a partir del cual “se intentará alcanzar el punto donde, justamente, una serie de acontecimientos producidos por esos individuos, poblaciones y grupos, interfiere con acontecimientos de tipo casi natural que suceden a su alrededor” (Foucault, 2006a, p. 42).

El derecho de la identidad es un producto cultivado en el medio natural donde coexisten los grupos y los individuos, y se constituye a partir de la sangre, la piel, el género o la edad; un derecho que se gesta en el campo natural en que habitan los individuos y los grupos y que nace en las más diversas experiencias de exclusión y violencia, en ese sitio donde el hombre aparece como pura desnudez biológica.16 Se trata de la definición de un espacio de identidad victimizada que funciona como criterio para determinar posteriores intervenciones de gobierno, fuente de una estrategia propiamente biopolítica que tiene en la gestión de los propios elementos que la posibilitan su principal objetivo político.

Cuando se promociona una agenda de intervención pública basada en una identidad victimizada se están poniendo las bases para una biopolítica despolitizante. La creación de un derecho a partir de la identidad victimizada, ¿implica realmente una protección o por el contrario se trata de la nueva forma política de desempoderamiento de los individuos y los grupos? La pregunta que surge a partir de este derecho basado en la identidad victimizada es si a partir de esa identidad o de los caracteres naturales que se elijan como componentes esenciales de la misma puede fundarse una comunidad humana políticamente activa.

Lo cierto es que los rasgos elegidos como objeto de protección por el derecho de la identidad victimizada serán a su vez los criterios para fundar la comunidad humana políticamente relevante. A partir de esos rasgos “naturales” se promueve una inserción biológica del hombre en la política, estableciendo un nuevo fundamento para el gobierno de los hombres y un nuevo modo de relación del hombre con la comunidad y de la comunidad con las reglas políticas de la existencia colectiva. El hombre del derecho de la identidad victimizada verá su existencia reducida a sus rasgos “naturales”, y la comunidad a la que pertenece será un simple agregado de existencias biológicas.

El escenario de una estrategia de gobierno biopolítico estará así dispuesto para la entrada en la historia de estrategias de control y dominación basadas en la consideración de las características naturales adscritas a los individuos y los grupos sociales para el afianzamiento de la identidad. La potencia política del hombre será reducida a su filiación naturalística según unos rasgos predefinidos por su pertenencia a la identidad, “en este significado genuinamente ‘gubernamental’, el paradigma impolítico [de la biopolítica] muestra asimismo sus implicaciones políticas” (Agamben, 2009, p. 59).

La movilización de la identidad victimizada en los escenarios judiciales se hace a través de la incorporación de idearios biológicos y culturales que pretenden hacer de los jueces la vanguardia de una revolución social que desea convertirse en política (Garapon, 1997, p. 53).17 En ese sentido puede entenderse por qué los argumentos preferidos por los movimientos sociales son aquellos que se identifican -casi siempre a partir de la cobertura social de los mismos o de cualquier cosa que esté en el centro coyuntural del debate político- con características cuasi-naturales o pertenecientes a lo que define la identidad de las víctimas, lo que, para la ilustración, ha sucedido cuando en los últimos tiempos la sensibilización social por los tratos discriminatorios y violentos en contra de las mujeres ha llevado a la consideración, de acuerdo con la comunidad internacional, de que “todo acto que constituya violencia contra la mujer es una violación a los derechos humanos y [así] debe ser investigado, juzgado y sancionado” (Dejusticia, 2008, p. 22).

Castigo y movilización de la identidad

El avance de este derecho de la identidad victimizada al interior de los escenarios judiciales implica algunas transformaciones en las comprensiones jurídicas vigentes hasta ahora. Promovido por una comunidad internacional que importa la aplicación de un poder globalizante e intervencionista, este derecho de la identidad victimizada se ha hecho a la idea de un tiempo infinito propio de los delitos imprescriptibles a partir del concepto de crimen de lesa humanidad;18 también el catálogo de hechos pasibles de protección jurídico-penal se ha ampliado inconmensurablemente, abarcando todo el espectro de características biológicas y culturales que definen a los individuos y los grupos;19 la producción judicial de la verdad se ha convertido en un procedimiento de extracción-fijación identitaria: sin importar el daño efectivamente sufrido por la acción de un tercero, sino la fidelidad del accionante a la identidad que reivindica. Los tribunales de justicia han elaborado reglas de extracción-fijación identitaria opuestas a los principios tradicionales de un derecho penal como ultima ratio, como el principio de valoración pro infans, sobre el cual aparece una identidad carente y victimizada que exige de forma irremediable la aplicación de un castigo.20

No deja de ser una contradicción que el resurgimiento político de un actor social se quiera lograr por la vía judicial y penal. Si el objetivo es alcanzar una mayor participación popular en las estructuras políticas y sociales, que el sistema de administración de justicia penal sea el lugar adecuado para lograrlo aún requiere de una adecuada justificación, más todavía cuando la búsqueda de la apropiación de los fueros judiciales por los movimientos sociales21 puede conllevar un efecto contrario al buscado, por cuanto la judicialización de los conflictos ha sido una de las principales formas de despolitización de la sociedad (Garapon, 1997). Y ello, entre otras cosas, por la naturaleza del razonamiento judicial, basado en fórmulas corporativistas que “muestran una profunda desconfianza hacia las preocupaciones de la gente común, un inflado sentido de la superioridad, un desdén por los valores populares, un temor frente a la regla de la mayoría, una confusión entre la capacidad técnica y la capacidad moral, y un hubris meritocrático” (Gargarella, 2012, p. 12).

Aunque se ha dicho que de este movimiento social de reivindicación de los fueros judiciales la justicia no obtiene la mejor parte, ya que la creación excesiva de expectativas judiciales llevará tarde o temprano a la generación de frustraciones sociales que tendrán en el órgano judicial su objeto de desahogo,22 lo cierto es que la dinámica de las estrategias de gobierno y la readaptación de los dispositivos y técnicas han hecho que el escenario judicial salga reforzado y convertido en un medio artificial que hay que gestionar para intervenir sobre las poblaciones. También ha salido fortalecido el juez como figura mediática,23pues como lo dice Garapon, “ya no son los grandes agentes del Estado quienes pasan por modernizadores, ni siquiera los intelectuales como a principios de siglo con ocasión del asunto Dreyfus, sino que son los juristas los que se presentan como los nuevos artesanos de lo universal” (1997, p. 56).

De esta manera, el papel del juez se ve renovado por el concepto de identidad, fundamento místico que lo convierte en una especie de sacerdote de la causa humanitaria. Las consecuencias prácticas de esta nueva retórica no siempre son muy claras, pero al menos se sabe que conllevan peligrosos efectos. En primer lugar, los movimientos sociales que reivindican una identidad victimizada han encontrado en el juez un aliado para la promoción y posterior fijación en su identidad. El juez ya no aplica las normas que para reconocer un derecho exigían un procedimiento epistemológico que consultara la verdad de lo acontecido o la coincidencia entre la pretension de un individuo o un grupo y la existencia del hecho fundante de la pretensión. Al aplicar este derecho de la identidad, el juez se ve obligado a reconocer a víctimas de pleno derecho, poseedoras de la identidad reivindicada -género, raza, etcétera-, y a victimarios sin derecho, aún antes de una sentencia penal condenatoria. De esta manera la sociedad se ha convertido en un gran escenario penal, donde todos los grupos sociales se preparan para ocupar alguna de las dos subjetividades que caracterizan al sistema penal: la de víctima o la de victimario. Asistimos al duelo de la identidad, en el que en una guerra sin cuartel se enfrentan las mujeres contra los hombres, los negros contra los blancos, los niños contra los adultos, los indios contra los colonizadores. Definirse a partir de la primera identidad de la relación convierte automáticamente en víctima, y a partir de la segunda, en victimario.

Ese deseo identitario alimenta una política de la recriminación en cuanto se trata de una identidad resentida y deficitaria que solo se da a conocer como una reacción punitiva, alimentando cruzadas de odio y retaliación. Aunque los sujetos se vean obstinadamente resistentes a entenderse como efectos de prácticas corporales y emocionales, habría que afirmar nuevamente que no se trata de una identidad natural y prepolítica, sino creada y gestionada por una estrategia de poder que obtiene importantes consecuencias políticas de su creación y gestión. La identidad victimizada se convierte en un espacio-armadura, una fortaleza que permite obtener sujetos definidos desde la autoconservación y la vulnerabilidad. Este sujeto vulnerable se niega a ser activo políticamente, a reaccionar a su situación creada con solicitudes de transformación y crítica, a perder ese cómodo invernadero desde el cual puede obtener reconocimiento y reparación, así sea al precio de su potencia política. Para decirlo con un autor contemporáneo que ha descrito el clima generalizado de esta estrategia de despolitización de los sujetos a partir de la promoción de la identidad victimizada:

el paulatino protagonismo de esta “vulnerabilidad ideológicamente cero” dentro de la jerarquía axiológica contemporánea indicaría que la historia del nihilismo estaría atravesando una nueva fase, la de un resentimiento militante, reactivo, que “blanquea”, por así decirlo, los escenarios y cartografías políticamente conflictivos en escenarios inmunitarios, donde las únicas voces que se oyen son reivindicaciones resentidas, esto es, identitarias, demandas que solo “hacen de necesidad virtud” y en esa medida neutralizan con los conocidos mantras (raza, género, sexualidad) el horizonte de la crítica y la transformación real. (Badiou, 2007, p. 30)

Una identidad reivindicadora y punitiva hace que el derecho se adapte para permitir la mejor gestión de los movimientos sociales, pero también para lograr efectos de control social disciplinario y absoluto sobre el resto de la población. El derecho de la identidad permite simultáneamente crear un medio para gobernar la naturalidad de algunos grupos y para castigar a otros renovando escenarios supliciantes (Foucault, 2009). Se trata de la coexistencia de múltiples racionalidades de gobierno que buscan finalidades políticas contrapuestas. Si es posible que una estrategia de gobierno que produce, induce y permite identidades pueda existir junto a otra que reprime, excluye y limita otras identidades es algo que ha venido a ser respondido positivamente por el surgimiento de un derecho de la identidad victimizada.

La expresión más paradigmática de esta idea de justicia vindicativa y retributiva, como condición para la satisfacción de los sujetos que participan de esa identidad victimizada, ha sido el surgimiento de un derecho de la víctima al castigo del autor.24 Sobre ello se ha pronunciado recientemente Malamud Goti, un importante filósofo del derecho penal, para quien:

el derecho penal debe ser un derecho protector que si para algo sirve es para prevenir daños, y al suceder los daños en devolverles a las personas el respeto requerido para ser sujetos morales plenos, mediante un remedio institucional redignificante como es la condena penal lograda mediante la participación del ofendido en el proceso. (Cafferata, 2005, p. 35)

Se advierte entonces que el castigo del victimario, sin importar el precio y los medios que haya que usar para obtenerlo, sería no solo un derecho de la víctima sino la condición moral de su redignificación.

Consecuencias punitivas del derecho de la identidad victimizada

Este énfasis en la identidad victimizada ha sido contemporáneo de visiones neoconservadoras en torno al ofensor. Estas políticas neoconservadoras de prevención del delito consisten en una combinación programática de “prudencialismo privatizado” y “soberanía punitiva”.25 Mientras con el primer concepto se quiere expresar el paso de la gestión socializada de los riesgos, propia de un contexto fuertemente marcado por las ideas welfaristas y el protagonismo propagandístico de las políticas sociales, hacia modelos economicistas basados en la idea de autogestión de los riesgos, con el concepto de soberanía punitiva, por el contrario, se quiere marcar el énfasis que han tenido las políticas de mano dura basadas en sanciones incapacitantes y en ideas retributivas que llevaron a la naturalización del vínculo entre conflicto social y respuesta punitiva. Esta criminología de mano dura, sintetizada en expresiones como tolerancia cero (De Giorgi, 2005) y expresada en técnicas actuariales y economicistas como la prevención situacional del delito, llevó a la extensión del modelo de hombre económico, caracterizado por las notas de abstracción, universalidad y racionalidad.

La prevención situacional del delito destruye el individuo biográfico de las disciplinas como una categoría de conocimiento criminológico, pero el criminal no desaparece. Las oportunidades sólo existen en relación con unos potenciales criminales que convierten ventanas abiertas en ventanas de oportunidades para el delito. Para instalar tal agente, la prevención situacional del delito remplaza el criminal biográfico por una imagen radicalmente opuesta -el individuo “abiográfico”, abstracto y universal- el actor de la elección racional. (O’Malley, 2006, p. 80)

El correlato de esta obsesión por la identidad victimizada ha sido la idea de un ofensor incorregible, marcadamente violento y profundamente culpable, frente al cual solo se puede reaccionar con la incapacitación, previo un proceso de exclusión y estigmatización fundado en el relieve de la víctima y en el despliegue público de sus derechos. Por esta razón, entre la víctima y el infractor podría establecerse un nexo de causalidad, pero no a la manera clásica del proceso de adjudicación de responsabilidad, en el cual la víctima era el resultado de la acción del individuo culpable -por lo que previamente debía demostrarse el daño y la responsabilidad-, sino un nexo de causalidad mucho más virtual, según el cual el protagonismo discursivo de la identidad victimizada da como resultado la imagen de un infractor incorregible al cual hay que enfrentar con la mano dura del sistema penal. La atribución de responsabilidad en el sistema penal es objeto de un proceso de inversión, de tal manera que ya no es la acción del victimario la que produce la víctima, sino la identidad victimizada como construcción social la que da lugar al victimario. De esta manera, los discursos de protección de víctimas, que construyen una imagen de victimización inminente y de reivindicación de derechos permanente, hacen que la sociedad se enrede en una ceremonia incesante de reproche dispuesta a curar una herida siempre abierta.26

El nexo social siempre está en deuda, y algunos movimientos sociales que se han atribuido la representación de esa nueva subjetividad social que es la víctima están ahí para recordarlo. La crisis de la atribución de responsabilidad al interior del sistema penal se expresa en la transformación de la antigua relación entre víctima y victimario. Aunque aparentemente estos sigan cumpliendo los mismos roles que siempre han tenido en el sistema penal, se trata más bien de viejos cuerpos habitados por espíritus nuevos. Pero una crisis de la atribución de responsabilidad al interior del sistema penal nos informa también que algo ha cambiado en las formas de gobierno social.

En el momento en que las criminologías de mano dura rompen la conexión entre criminalidad y justicia social, la víctima del delito se desplaza hacia el centro de las preocupaciones teóricas y políticas. Curiosamente, la retórica de la protección de las víctimas no solo ha permitido apuntalar políticas de control del crimen inmediatistas y enfocadas en el clima emocional de la población, sino también poner en un primer plano a los individuos -como delincuentes y víctimas, reales o latentes-, desplazando cualquier categoría o preocupación social y ocultando toda pregunta por las estructuras sociales y económicas que causan la victimización.

La movilización de la identidad victimizada se ha convertido en una ceremonia de degradación colectiva e incontenible. Superados los esquemas clásicos de atribución de responsabilidad que funcionaban con criterios causales dirigidos a unir el perjuicio con el victimario, previo un proceso de averiguación de la responsabilidad, entramos en una época que diluye ese nexo de atribución causal de responsabilidad y lo remplaza por una responsabilidad generalizable, sin causa única, sin sujeto determinado, y que funciona de forma totalizante. El resultado de todo ello es que es el propio vínculo social el que resulta criminalizado, pero de ninguna manera, por paradójico que parezca, se desactivan las causas sociales que generan los hechos de exclusión y violencia de individuos y grupos sociales. La entronización discursiva de la identidad victimizada ha implicado un abandono de los lazos colectivos para abordar los problemas y un énfasis directo en el individuo como responsable de la prevención de riesgos e inseguridades. No importa que este individuo se vea inserto en el contexto de nuevas comunidades. El renacimiento de estas comunidades, caracterizadas por una permanente promoción de la incertidumbre y de vínculos de índole moralizante construidos a partir de la presencia de un peligro común o de una situación de indefensión compartida, no ha implicado una respuesta conjunta para enfrentar esos peligros comunes. Al contrario, la activación de la responsabilidad individual es funcional a la existencia de estas comunidades del riesgo y la inseguridad existencial, y su desarrollo corre paralelo con el aumento de individuos indefensos y atemorizados, que deben enfrentar en soledad el peligro del mundo externo. La solución de los problemas comunitarios está en manos del individuo, y ante una vertiginosa progresión de peligros este solo alcanza a responder con su identidad victimizada. En este caso, donde se encuentra la solución crece el peligro, pues las “respuestas biográficas para los problemas sistémicos” (Bauman, 2002) han implicado una profundización de la soledad, el miedo y la incertidumbre del individuo, fuente a su vez de nuevos procesos de reivindicación

de la identidad victimizada.

No extraña entonces que las ceremonias punitivas de adjudicación jurídica de responsabilidad en las sociedades contemporáneas hayan empezado a transformarse en ceremonias colectivas de punición, en las que todos deben jugar el papel de víctimas o victimarios. En el modelo ilustrado de persecución penal, dominado por principios como la inocencia, la víctima era un resultado del proceso de adjudicación de responsabilidad penal, al igual que el delincuente, protegido por el principio de presunción de inocencia y quien solo adquiría la condición de infractor al final de una sentencia condenatoria en firme; la víctima se configuraba como tal en el mismo momento en que el procesado se configuraba como delincuente. Víctima y victimario aparecían al final de un procedimiento cognoscitivo que arrojaba una sentencia condenatoria. Por su parte, en la configuración del proceso penal de la actualidad,27 la víctima se ha convertido en un a priori histórico (Foucault, 2006b), definido y construido en otras instancias discursivas que la suponen como dato incuestionable para la comprensión de la realidad y no como consecuencia de la realidad construida. Esto ha tenido sus efectos más visibles en el proceso de adjudicación de responsabilidad penal, donde una víctima predefinida se introduce en la lógica del enjuiciamiento criminal haciendo valer sus derechos por adelantado. Por tanto, la preexistencia de la identidad victimizada hace necesaria la aparición de un culpable, y los procedimientos jurídicos y sociales de construcción de responsabilidad deben ser cada vez más expeditos para cumplir sus renovadas funciones colectivas de punición.

Conclusión

El núcleo del escenario público contemporáneo se ha desplazado desde las luchas por la obtención política de derechos al reconocimiento de las pretensiones judiciales. Esto ha implicado la entronización de la identidad victimizada y del argumento de la victimización como principio y motor de la movilización social. Se ha olvidado que bajo la estructura jurídica la víctima no lucha para obtener un reconocimiento político sino para lograr la aplicación judicial de una norma -su concreción-, y por ello, su objetivo no es la transformación de un estado de cosas insoportable, sino todo lo contrario, la reproducción de su condición de víctima, que precisamente ha sido sancionada por el aparato normativo que reivindica. La obtención de un reconocimiento político, propio de la movilización política, tenía un trasfondo liberador pues lo que se buscaba era la aparición de una novedad en el espacio público, el abandono de una condición de servilismo que llegaba a ser intolerable y la aparición de una subjetividad política dispuesta a conmover los mismos cimientos de la sociedad (Pitch, 2009).

Los escenarios judiciales se han convertido en la escena por excelencia de la democracia, en una desgraciada confusión del ideario político y la estrategia judicial, de tal manera que

la cooperación entre los diferentes actores de la democracia no la asegura ya el Estado sino el derecho, que se plantea así como el nuevo lenguaje político en el que se formulan las reivindicaciones políticas. [...] Mediante esta forma más directa de democracia, el ciudadano querellante tiene la sensación de que es más dueño de su representación. (Garapon, 1997, p. 42)

Todo esto con olvido del hecho, ya puesto de presente por la mejor tradición crítica, de que la fe en lo punitivo es una nefasta terapéutica social ante la tragedia,

[pues] su espíritu reivindicativo e inevitable carga emocional imprimen un cierto sesgo antigarantista a muchas de sus bienintencionadas propuestas y un punitivismo desproporcionado poco recomendable, incluso desde un punto de vista político criminal que contamina y mediatiza las decisiones de los poderes públicos. Sin olvidar que una correcta (positiva, constructiva...) política victimológica debe procurar que las víctimas superen el trauma, evitando que se instalen en su estatus de víctimas y cronifiquen éste, riesgo que debieran evitar los movimientos victimológicos. (García-Pablos, 2010, p. 125)

La redefinición de las coordenadas políticas que implica la aparición de la identidad victimizada ha llevado a un escenario contradictorio. La elaboración social del discurso de protección de víctimas convive con la producción social de víctimas. El énfasis en la exclusión y la vulnerabilidad como criterio para la refundación del lazo social coincide con un sentido común dominado por la xenofobia, el racismo y el renacimiento de los chauvinismos de toda laya. Y no se trata del hecho de que la producción de exclusión y vulnerabilidad que todavía caracteriza nuestras sociedades justifique precisamente la reivindicación de la identidad victimizada, ya sea como un intento de superación y confrontación de aquella lógica o de denuncia de la injusticia social. Se trata más bien de la coincidencia hipócrita del discurso que reivindica a las víctimas con una visión abiertamente discriminatoria y victimizadora.28 La identidad funciona alternativamente como fundamento para la protección simbólica de algunos grupos y para la segregación y el disciplinamiento social de todos.

Podríamos entender el renacimiento de esta identidad victimizada en el escenario del castigo sirviéndonos de la relación que expone David Garland entre justicia penal y organización social, relación que se presenta de manera compleja en la medida en que los términos de la misma están implicados en un proceso de mutua dependencia y transformación. Según Garland (2006), los rituales del castigo expresan los rituales sociales dominantes y están constituidos por los mismos valores y contradicciones vigentes en la sociedad. Los gestos y lenguajes propios de los tribunales contemporáneos vendrían a ser expresión de las relaciones de poder en una sociedad, valga decir, en un espacio y tiempo determinados. Los rituales punitivos no son expresión de alguna idea universal de justicia ni condición abstracta para la existencia del orden social, sino un escenario en el que se desarrolla el guion de las relaciones sociales dominantes:

los lenguajes simbólicos de los tribunales penales apelan a comunidades de una época y un lugar determinado, más que a las necesidades universales de justicia penal o de cumplimiento de la ley. Más aún, los significados y declaraciones que surgen de estos rituales se refieren al mundo externo, más allá de los tribunales, al orden social mismo y a las relaciones, jerarquías e ideologías particulares que lo constituyen. En ese sentido, un ritual penal siempre es, como creía Durkheim, un ritual social en mayor escala [cursivas añadidas]. Como tal, el éxito del proceso penal al despertar las emociones y respuestas adecuadas en las personas dependerá no sólo de la justicia del caso particular sino también, y de manera crucial, de la coherencia (o grado de desintegración) del orden social que lo rodea. (Garland, 2006, p. 91)

La configuración del sistema penal a partir de la presencia de la víctima -de sus derechos, necesidades y características- informa la existencia social de un derecho de la identidad victimizada como nueva idea de gobierno social. El escenario penal que ha venido a reconstituir sus lógicas y líneas de existencia a partir de la participación de la víctima y la victimización, más como una idea que como una presencia real, puede considerarse como la expresión visible y formalizada de cierto uso de las víctimas como nuevo lazo de cohesión social. El gobierno biopolítico de las poblaciones, que hace de la victimización una superficie biológica y emocional para constituir nuevas relaciones de poder, ha venido a obtener en los escenarios de la justicia penal una expresión formalizada. Aparece bastante sugerente la comprensión de Durkheim del ritual punitivo como un indicador de la “moralidad social” (Garland, 2006, p. 34), un lugar en el que resuenan las notas dominantes de la sociedad

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1Este artículo se realizó en el marco del proyecto de Investigación Del delito político al arrepentimiento procesal: prácticas penales y construcción de orden social, avalado por el grupo de investigación Saber, Poder y Derecho, con código de Colciencias COL0089889.

2Desde la perspectiva de la biopolítica, conceptos como sociedad civil o sujeto de derecho no aparecen como el lugar exclusivo de la legitimidad o de los límites del poder, sino como el lugar de la producción de bienes, deseos, identidades individuales y colectivas; es así que categorías como sociedad civil y sujeto, entre otras figuras centrales de la tradición jurídica liberal, no son entendidas como una especie de sujeto jurídico cuasi natural prepolítico, sino como un campo de acción e intervención, un medio artificial generado a partir de un conjunto heterogéneo de prácticas, de tal modo que su historia tendrá que ser necesariamente una historia de las prácticas y no una historia de sus correlatos filosóficos.

3Sobre la utilidad de usos categoriales como dispositivo, racionalidad de gobierno, técnica, etcétera, Cfr. Castro-Gómez (2010).

4Estas fuerzas políticas de la raza, la edad o el género también podrían funcionar en un registro contrahistórico o de oposición a prácticas y discursos dominantes, para lo cual el modelo de análisis se encuentra sugerido por Foucault (2001) cuando describe el discurso histórico-político como contrapuesto al discurso filosófico-jurídico. El discurso histórico-político permite encontrar la guerra, la dominación y la resistencia allí donde el liberalismo supone un consenso social sin fisuras ni oposiciones. Debido a que este texto se ocupa del surgimiento del dispositivo biopolítico de gobierno de la identidad victimizada no se detendrá en esta dimensión de la guerra y las resistencias, aunque reconoce la relevancia de este análisis y los múltiples registros políticos en que pueden operar las fuerzas identitarias.

5“Las ciencias sociales, como las ciencias naturales, establecen su legitimidad a través de una epistemología (la teoría de lo que cuenta como conocimiento válido). Para evaluar el estatus de cualquier cuerpo de conocimiento, la epistemología de la ciencia social considera lo que puede ser encontrado en la naturaleza como la línea base para los “fundamentos” del conocimiento. Esto convierte a las regularidades no contingentes de la naturaleza en los estándares por medio de los cuales es adjudicada la validez de distintos tipos de conocimiento. Lo que hace profundamente política a esta epistemología es que los límites entre lo que es considerado como natural y fundacional y lo que es considerado como cultural y contingente, forman una serie de relaciones jerárquicas. El conocimiento que representa lo que es considerado natural ocupa una posición privilegiada en el esquema epistemológico, mientras que el conocimiento juzgado cultural es considerado contingente, histórico y arbitrario -y por lo tanto inferior a lo natural. El poder es establecido por medio de una matriz de divisiones epistemológicas internamente constituidas que dispone las cosas situadas en el lado ‘natural’ y antipolítico de la división sobre aquéllas situadas en el lado cultural y político” (Sommers, 1996, p. 251).

6En palabras de Brown (2004), no reconoce sus determinaciones históricas, políticas, económicas y culturales.

7Ley 906 de 2004. Código de Procedimiento Penal vigente en Colombia.

8Artículo 1 de la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer - CEDAW, que parece reeditar los criterios de la responsabilidad objetiva o por el simple resultado.

9En muchas ocasiones, la creación de leyes, sentencias y otros actos jurídicos con perspectiva de género viene exigida por la búsqueda de certificaciones y apoyos de grupos de presión nacional e internacional con capacidad de incidir en la atribución de legitimidad a un Estado, más que por el interés de satisfacción de individuos y grupos sociales excluidos.

10Sobre esto sigue siendo profundamente esclarecedor el análisis de Wendy Brown: “al reforzar en lugar de aflojar las ataduras de las identidades a los daños que actualmente las constituyen, derechos con contenido fuerte y específico pueden alimentarse de nuestros sentimientos menos expansivos, menos públicos, y por lo tanto menos democráticos. Es, más bien, en la abstracción de lo particular de nuestras vidas -y en su representación de una comunidad política igualitaria- que pueden ser más valiosos en la transformación democrática de estas particularidades” (2004, p. 146).

11Por su probada irracionalidad y selectividad, la cultura jurídica liberal ha desarrollado cierto escepticismo y temor frente al castigo como instrumento de resolución de conflictos, a tal punto que se dice que solo es legítimo el castigo y el derecho penal que lo regula cuando se trata de un instrumento de ultima ratio, esto es, que solo actúa cuando se han agotado los restantes mecanismos de control social disponibles en una sociedad (Cfr. Ferrajoli, 1998).

12No se olvide que la identidad es objeto de una ficción política narrativa que la naturaliza, escondiendo sus determinaciones históricas y culturales.

13Aunque no es posible omitir el inconveniente en términos de filosofía del derecho que plantea este derecho de la identidad. “[E]l término ‘leyes de la humanidad’ resuena a derecho natural. Sospecho, sin embargo, que el término es el resultado de una avergonzante reluctancia de los juristas del siglo xx a invocar derecho natural o a invocar frases más anticuadas como ‘leyes de Dios’ o incluso ‘leyes de la razón’, la favorita de la Ilustración” (Pastor, 2011, p. 406).

14Este concepto puede encontrarse esbozado sobre todo en las investigaciones presentadas en el Collège de France a partir de 1978, que serían conocidas como el inicio del interés del autor francés por las formas de gobierno del liberalismo. Sobre la biopolítica en la obra de Foucault, Cfr. Valencia (2014).

15“Los dispositivos de seguridad trabajan, fabrican, organizan, acondicionan un medio antes de que la noción se haya constituido y aislado. El medio será entonces el ámbito en el cual se da la circulación. Es un conjunto de datos naturales, ríos, pantanos, colinas, y un conjunto de datos artificiales, aglomeración de individuos, aglomeración de casas, etcétera. El medio es una cantidad de efectos masivos que afectan a quienes residen en él. Es un elemento en cuyo interior se produce un cierre circular de los efectos y las causas, porque lo que es efecto de un lado se convertirá en causa de otro lado. Por ejemplo, cuanto mayor es el amontonamiento, más miasmas y enfermos habrá. Cuanto más enfermos, más muertos desde luego. Cuanto más muertos, más cadáveres, y por consiguiente más miasmas, etcétera. A través del medio se apunta, por lo tanto, a ese fenómeno de circulación de las causas y los efectos. Y el medio aparece por último como un campo de intervención donde, en vez de afectar a los individuos como un conjunto de sujetos de derecho capaces de acciones voluntarias -así sucedía con la soberanía- […], se tratará de afectar, precisamente a una población” (Foucault, 2006a, p. 41).

16Otra tradición de estudios biopolíticos puede rastrearse en la obra de Agamben (1998) basada en las relaciones que se establecen entre zoe y bios, vida desnuda y vida cualificada.

17En entrevista realizada por el diario El Tiempo a Augusto Ibáñez Guzmán, presidente de la Corte Suprema de Justicia para la época, Ibáñez expresó lo que en su opinión era la nueva máxima del Estado social de derecho: “El siglo xxi es el siglo de los jueces y las víctimas” (2009).

18Y todo crimen, sobre todo si se trata de este derecho de la identidad victimizada, es un crimen de lesa humanidad. Nuevamente el escenario del género es el más apropiado para dar cuenta de ello. El tratamiento judicial de la situación de violencia sexual -especialmente en contra de las mujeres y de los niños- es paradigmático de los usos y abusos de la calificación de un acto como delito de lesa humanidad o gravemente violatorio de los derechos humanos, de tal modo que hay un momento en que parecería que todos los tipos penales de índole sexual han de ser entendidos como delitos de lesa humanidad o gravemente violatorios de los derechos humanos (Dejusticia, 2008).

19Un buen ejemplo de ello puede ser el delito de feminicidio, que recoge las principales notas de la identidad de género. Cfr. Ley 1761 de 2015 “Por la cual se crea el tipo penal de feminicidio como delito autónomo y se dictan otras disposiciones”.

20Corte Constitucional, sentencia T-078 de 2010, M. P. Luis Ernesto Vargas Silva.

21Una muestra caricaturesca de este panjudicialismo puede verse en el documento “Tips para Fiscales para la judicialización de casos de violencia sexual contra las mujeres cometidos en contextos de conflicto armado”, elaborado por la Corporación Humanas Colombia, cuyo eslogan introductorio condensa la fuerza punitivista de algunos organismos dedicados a la representación de diferentes derechos e intereses sociales: ¡judicializa ya! Algunos de los tips ofrecidos pasan por la calificación de la violencia sexual como delito de lesa humanidad, para evitar, entre otras cosas, la prescripción de la acción penal y la inversión de la carga de la prueba a favor de la víctima y en contra del procesado.

22No es necesario apurar dotes proféticas para sostener esta afirmación, cuando día a día se escucha a la opinión pública atribuir a la benignidad de los jueces la causa de todos los problemas sociales. Se les reprocha que no estén a la altura de los tiempos, y que se nieguen a asumir su papel histórico por seguir apegados a caducas previsiones legales y constitucionales.

23“Esta alquimia dudosa entre justicia y medios [cursivas añadidas] es muestra de una alteración profunda de la democracia. [...] Los medios despiertan la ilusión de la democracia directa, es decir el sueño de un acceso a la verdad libre de toda mediación procedimental. Este sueño es tan antiguo como la democracia, al menos desde que salió de las fronteras de la pequeña ciudad de Atenas. Democracia directa y justicia redentora se apoyan mutuamente; tienen algo de simétrico. La primera rodea la norma para buscar directamente la caución de la opinión pública. La segunda se emancipa de la norma en nombre de una verdad trascendente. La primera convoca a todo el mundo; la segunda, a la inversa, evacúa todo control; la primera sustituye el derecho por el sentido común, la razón por la emoción; la segunda invoca el Estado de derecho contra el derecho liso y llano” (Garapon, 1997, p. 71).

24En esta afirmación podría estar redefiniéndose toda una moralidad social cuyas claves interpretativas habrían sido sugeridas por Nietzsche al describir la relación contractual entre acreedor-deudor en el Tratado ii de La genealogía de la moral (2011).

25Un análisis de las consecuencias de esta simultaneidad de estrategias de gobierno punitivo se puede encontrar en Garland (2005).

26Ya se ha dicho que no se trata de negar ni la prevalencia política de los derechos de las personas victimizadas por medio de acciones de violencia y exclusión social ni la obligación de resarcir jurídicamente los daños ocasionados y restablecer al estado predelictual cuando sea posible, sino de problematizar una respuesta que se ha hecho primordialmente por medio del castigo y la retaliación, conformando una nueva forma de gobierno biopolítico de la sociedad.

27Como se advierte en la introducción de aquellos principios de valoración probatoria con perspectiva de género anteriormente citados (Velásquez, 2009).

28En la Colombia de los últimos años, muchos individuos y grupos sociales adscritos ideológica y socialmente a grupos extremistas de derecha -conocidos como paramilitares- o afines a políticas económicas excluyentes se han convertido en adalides del discurso de protección de víctimas, sin abandonar por ello sus cercanías y complacencias con aquellas prácticas.

Recibido: 21 de Septiembre de 2016; Aprobado: 21 de Abril de 2017

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