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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.14 no.26 Medellín Jan./June 2017

https://doi.org/10.17230/co-herencia.14.26.12 

Artículos/Investigación

Morir ¿de amor? Enfermedad y muerte en cuatro novelas de Soledad Acosta de Samper (1833-1913) *

Dying for love? Illness and death in four novels by Soledad Acosta de Samper (1833-1913)

Azuvia Licón Villalpando** 

1** Magíster en Literatura de la Universidad de los Andes. Candidata a Doctora en Literatura de la Universidad de los Andes. Colombia, a.licon73@uniandes.edu.co


Resumen

Entre 1864 y 1906, Soledad Acosta de Samper (1833-1913) publicó alrededor de 20 novelas y cerca de 50 relatos breves en las páginas de los periódicos y revistas más importantes de Colombia. Como una forma de aproximación a este extenso y versátil corpus he decidido estudiar los elementos románticos y realistas de algunas de estas novelas a partir de las distintas maneras en las que se relacionan el amor, la enfermedad y la muerte. Estos tres elementos, presentes en las cuatro obras que analizaré, dan cuenta de los cambios en las preocupaciones literarias y sociales de la autora. En este artículo buscaré demostrar que en Dolores (1867) y Teresa la limeña (1868), la concepción idealizada de la muerte y su vínculo con los sentimientos exacerbados son una manifestación de los rasgos románticos de estas obras, mientras que en Doña Jerónima (1878-1879) y El talismán de Enrique (1879), la relación entre higiene, enfermedad y muerte, como consecuencia de un cambio en los códigos de verosimilitud, apuntan a un alejamiento de lo romántico y un acercamiento a lo realista

Palabras clave: Soledad Acosta de Samper; elementos románticos; elementos realistas; amor; enfermedad; higiene; muerte.

Abstract

Between 1864 and 1906, Soledad Acosta de Samper (1833-1913) published about 20 novels and almost 50 short stories in the most important newspapers and magazines in Colombia. To approach this extensive and versatile corpus, I have decided to study the romantic and realistic elements of some of these novels by analyzing how love, illness and death are related. These three elements, present in the four works that I will analyze, account for the changes in the literary and social concerns of the author. In this paper, I will try to demonstrate that in Dolores (1867) and Teresa la limeña (1868), the idealized concept of death and its link to exacerbated feelings are a manifestation of the romantic features in these works, while in Doña Jerónima (1878 -1879) and El talisman de Enrique (1879), the relationship between hygiene, illness and death, due to a change in the codes of verisimilitude, move away from romanticism and make an approach to realism.

Key words: Romantic elements; realistic elements; love; illness; hygiene; death.

Cuando, hace más de veinticinco años, Montserrat Ordóñez2 inició la monumental labor de rescatar la obra de Soledad Acosta de Samper, uno de los principales retos consistía en que la producción textual de la autora se hallaba diseminada y no siempre bien clasificada en archivos, bibliotecas y hemerotecas. Hoy en día el desafío es otro. Gracias al laborioso trabajo de investigadoras como Carolina Alzate e Isabel Corpas,3 sabemos que Acosta publicó -además de correspondencias, biografías, consejos, cuadros históricos, artículos científicos y moralesmás de veinte novelas y cerca de cincuenta relatos breves. Ante este extenso corpus, la tarea actual de la crítica literaria consiste en ordenar y pensar la obra de Acosta, en particular su narrativa, a la luz de categorías que permitan comprender los diferentes momentos de su producción textual. El objetivo de esto es doble: por un lado, ayudará al estudio de la poética de la autora y, por otro, contribuirá a una mejor comprensión de las transformaciones estéticas y políticas del siglo xix colombiano y latinoamericano. Ya que su producción narrativa abarca más de cuarenta años de escritura ininterrumpida,4 una de las formas de abordar este extenso corpus es a partir de la relación de las obras con el romanticismo y el realismo, categorías que han servido para definir la estética literaria decimonónica. Esta clasificación, sin embargo, debe tener en cuenta que en la literatura hispanoamericana tales categorías tienen una serie de expresiones propias y variadas que no necesariamente coinciden con la periodización y definición empleadas para el caso europeo. Ahora bien, además de diferenciarse de los modelos europeos, la narrativa colombiana de este periodo es tan heterogénea que no es posible hablar del romanticismo o del realismo colombiano como categorías estéticas invariables o periodos históricos fijos. Más que referirnos a obras románticas o realistas, me parece que la opción es estudiar los rasgos románticos o realistas de estas obras.

Ahora bien, para poder servirnos de estas categorías sin que ellas restrinjan el análisis, es necesario observarlas en aspectos particulares de las novelas.5 En el caso de la obra de Soledad Acosta, uno de los elementos que permiten identificar más claramente las características románticas y realistas es el tratamiento de la muerte. En este ensayo me concentraré en la función que esta desempeña en cuatro novelas de la autora, dos pertenecientes a lo que Alzate ha llamado su primera etapa de escritura, Dolores (1867) y Teresa la Limeña (1868),6 y dos de una etapa ulterior, Doña Jerónima (1878-1879) y El talismán de Enrique (1879).7 La intención de este trabajo es demostrar cómo en las últimas dos novelas, Acosta se aleja de concepciones románticas -como la idealización de la muertey establece, en cambio, un vínculo entre higiene, enfermedad y muerte, adoptando técnicas y preocupaciones del realismo narrativo.

La elección de la muerte como el espacio en el que puede examinarse este cambio no es casual. Según Sara Webster y Elizabeth Brofen (1993), la muerte es una construcción cultural que:

fundamenta las múltiples formas en las que una cultura se estabiliza y se representa a sí misma, y sin embargo lo hace siempre como un significante borroso, inasible, que siempre apunta a otros significantes, otras formas de representar lo que finalmente está solo ausente. Las representaciones de la muerte a menudo sirven como metatropos del proceso mismo de representación: su necesidad, su exceso, sus fallos y sus usos para la polis. (p. 4)

En Dolores y Teresa la limeña, la autora presenta un universo narrativo de sentimientos exacerbados en el que resulta verosímil que algunos personajes mueran de amor. A diferencia de ello, en Doña Jerónima y El talismán de Enrique, Acosta presenta un mundo que opera bajo la lógica de las causas y efectos, uno en el cual el discurso cientificista explica la muerte de los personajes como consecuencia de una enfermedad. Así entonces, la forma en la que se representa la muerte no solo tiene implicaciones literarias, sino que es expresión de una determinada concepción social.

Panorama de la narrativa de Acosta

Para poder comprender mejor el lugar que ocupan en la producción textual de Acosta las novelas que analizaré considero pertinente mostrar un panorama de su narrativa. La primera publicación de Soledad Acosta de Samper en la prensa bogotana fue su correspondencia desde París para la Biblioteca de Señoritas en 1859. Cinco años después, en las páginas de El Mosaico, apareció “La Perla del Valle”, su primer texto de ficción y uno en el que, vale la pena señalarlo, está ya presente la preocupación por la educación de las mujeres, que caracterizará toda la obra de la autora. Durante los siguientes años, Acosta publica cuadros y reflexiones en El Iris y El Mosaico. En 1867, año de la publicación de María, aparece su obra más extensa hasta ese momento y la que podría considerarse su primera novela, Dolores. La segunda, Teresa la limeña, se publicó en 1868, y un año después, Novelas y cuadros de la vida suramericana. Este, su primer libro, reúne Dolores, Teresa la limeña, El corazón de la mujer (novela de relatos enmarcados que reúne varias narraciones breves aparecidas anteriormente en la prensa) y cuadros de costumbres publicados en El Iris, como “Ilusión y realidad” y “Luz y sombra”. De esta etapa son también las novelas Laura (1870), José Antonio Galán. Episodios de la guerra de los comuneros (1870) y Constancia (1871).8

En 1876, en el periódico La Ley, publicó Una holandesa en América.9 1878 marca un hito en la vida literaria de la bogotana con la aparición de La Mujer. Lecturas para las familias. Revista quincenal redactada exclusivamente por señoras y señoritas bajo la dirección de la señora Soledad Acosta de Samper. Fundada, dirigida y redactada casi en su totalidad por Acosta, esta fue la primera revista colombiana dirigida por una pluma femenina.10 En La Mujer, Acosta publicó una serie de novelas cuya construcción de personajes y tratamiento de la realidad incursionan, o tal vez debería decir, coquetean, con el realismo, en parte porque su concepción y función están pensadas en relación con otros textos de la publicación periódica, específicamente con los artículos morales. Estas novelas son Doña Jerónima (1878-1879), El talismán de Enrique (1879), Anales de un paseo (1879-1880) e Historia de dos familias (1880).11

También en esta revista la autora publica tres novelas (además de varias narraciones) históricas: Las dos reinas de Chipre (1878-1879) y las dos primeras partes de su trilogía sobre la independencia: La juventud de Andrés (1879-1880) y La familia de tío Andrés (1880-1881). Esta saga concluye con Una familia patriota, publicada en La Familia en 1884.12 Si bien el último relato de Acosta, “Un chistoso de aldea”, fue publicado en 1905, su “prosa de ficción […] parece perder protagonismo en su carrera a partir de finales de los años 1870 para ceder paso a la narrativa histórica y a la historia” (Alzate, 2014, p. 55).

Dolores o la concepción romántica de la muerte

Ningún lector de Dolores podrá negar que la enfermedad que padece la protagonista es el elemento más memorable de esta novela: el siglo xix latinoamericano produjo muchas historias de romances desventurados y muchas tragedias personales con implicaciones sociales, pero solo una heroína cuyo prometedor futuro fue arrebatado por la lepra.

La enfermedad de Dolores ha sido leída como una respuesta a la configuración tradicional de las mujeres como objeto de deseo masculino y a su función como reproductoras del orden social a través del matrimonio y la maternidad. Elisabeth Montes Garcés (2004), en su artículo “La desintegración corporal vs. la construcción textual en Dolores de Soledad Acosta de Samper”, sostiene que en la literatura decimonónica “el fortalecimiento de la subjetividad femenina se ve obstaculizado por el énfasis en presentar a la mujer como ‘esencialmente amante’ y dependiente de la aceptación masculina” (p. 120). Flor María Rodríguez-Arenas (2005), a propósito de esta novela, sostiene que “el descubrimiento de la enfermedad y subsecuente aislamiento, postración y deceso […] es el proceso de liberación de la joven y el logro de su autonomía como ser humano” (p. 212). Es a partir y a propósito de estas ideas que Montes busca demostrar que “en Dolores se asocia la producción del texto escrito con la paulatina destrucción del cuerpo de la protagonista para desmantelar la imagen idealizada de la mujer en el romanticismo [cursivas añadidas]” (2004, p. 121).

Si bien es cierto que los personajes femeninos de las novelas de Acosta se distancian de las imágenes y los roles que la narrativa decimonónica masculina les había asignado, y a pesar de que coincido con que en la novela la protagonista experimenta una especie de liberación, creo que está lejos de desmantelar una imagen romántica, y en vez de ello la afirma.

La novela de Acosta comienza con la llegada de Pedro, primo de Dolores, y su amigo Antonio a la aldea de N*** para asistir a las fiestas parroquiales. Durante esta visita Antonio conoce a Dolores y se enamora profundamente de ella, quien corresponde a su amor. El matrimonio, sin embargo, deberá esperar porque Antonio aún no cuenta con una posición económica que le permita pedir la mano de su amada. Después de algunos breves pero felices momentos juntos, los amantes se separan llenos de ilusiones. La segunda parte de la novela intercala la narración de Pedro con las cartas que Dolores l escribe. En ellas le cuenta que ha descubierto que su padre, a quien creía muerto, vive pero “está lazarino” (Acosta, [1867] 2004a, p. 68).13 A pesar de que su único contacto con la enfermedad, hasta ese momento, ha consistido en una carta que -ante el grito de su tíasuelta al instante y en un brevísimo abrazo al padre enfermo -que la tía no logra evitar-, Dolores le dice a Pedro que es preciso que Antonio renuncie a la idea de pedir su mano y le exige que se lo haga saber sin revelar el motivo de la ruptura. Tras la muerte del padre, Dolores comienza a manifestar los síntomas de la enfermedad. Consciente del rechazo que sufrirá, no solo por parte de la sociedad sino de su tía -quien a pesar del amor que le profesa a la joven tiene “una repugnancia singular al mal” (p. 84)-, manda construir una casita en medio del bosque a la que, con una mezcla de resignación y rencor, se retira a vivir sus últimos años alejada de la sociedad.

No es de extrañar que el destino de Dolores resulte sumamente atractivo para los estudiosos del género en el xix: Dolores es una mujer que decide vivir sola sin haberse casado nunca (cuando esta vida era aceptable solo para las viudas puesto que la viudez otorgaba ciertas prerrogativas, como la soledad) y que no solo escribe cartas y lleva un diario durante su autoexilio, sino que se propone “estudiar, leer, aprender para hacer algo” (p. 99). Como ella misma lo dice, se dedica “al trabajo intelectual [para] olvidar así [su] situación” (p. 99). Sin embargo, es justamente su situación la que la lleva a eso: Dolores se aísla porque la fortuna no ha estado de su lado (como no lo estuvo nunca del lado de ninguna protagonista decimonónica). En cierto sentido, Dolores no actúa sino que reacciona.

Por otra parte, es innegable que la enfermedad de la protagonista es distinta de la enfermedad de las heroínas decimonónicas. Pensemos en el ejemplo clásico latinoamericano, María. Mientras que la enfermedad de María solo muestra síntomas bellos, como palidez, languidez y debilidad -que a su vez se convierten en los atributos femeninos deseables-, la enfermedad de Dolores deforma: después de la que habría de ser la última charla entre los primos, Pedro dice que Dolores “se mostraba abotagada y su cutis áspera tenía un color morado” (p. 84). Del mismo modo, el encuentro final con los tíos está marcado por la reacción de la tía, quien al verla “tan desfigurada […] dio un grito de espanto y se cubrió la cara con las manos” (p. 90). La monstruosidad, aunque casi ausente de la narrativa romántica hispanoamericana, es uno de los temas frecuentes del romanticismo europeo. Basta recordar Frankenstein, de Mary Shelley o, tal vez más significativamente, el prefacio de Cromwell, de Víctor Hugo, un autor que aparece constantemente en los epígrafes de las novelas de Acosta, incluida Dolores.

Sin embargo, creo que el elemento que permite identificar más claramente la novela de Acosta con ciertos rasgos del romanticismo europeo consiste en la relación que guarda con la búsqueda de la libertad individual que se obtiene solo a través de la muerte. Una de las diferencias entre el romanticismo europeo y el latinoamericano, en la que los críticos parecen coincidir, radica en que mientras en el primero se exalta el yo, en el segundo el individuo parece ceder su lugar a la consecución de las libertades sociales o, más específicamente, nacionales. En la presentación a su libro Romanticismo europeo. Historia, poética e influencias, Juan Antonio Pacheco y Carmelo Vera Saura (1998) afirman que:

Para todos ellos [los autores románticos], la vida parecía ser un problema insoluble, un estigma en cuyo desciframiento se comprometía la existencia entera. La violenta exaltación del yo, el ansia de libertad individual y política, moral y sentimental, alentó una suerte de angustia metafísica ante la cual solamente parecía tener cabida la huida hacia adelante o hacia atrás. (p. 9)

Así entonces, Dolores se convierte en una heroína romántica pues alcanza el mayor anhelo romántico: desprenderse de todo lo mundano de la sociedad, hacerse uno con la naturaleza y así lograr la comunión entre alma y cuerpo (renunciando a este último) para obtener la paz. Aunque Dolores no elige el suicidio, como Werther-es más, decide cuidarse: “¡Sí, me cuidé! ¡Oh triste humanidad! ¿No era mejor dejarme morir? […] Deseo la muerte con ansia, pero no me atrevo a buscarla y aun procuro evitarla” (p. 93)-, sí se libera de la verdadera causa de sus males, que no es la enfermedad sino la sociedad.

Ahora bien, existe un elemento que une a Dolores con Teresa la limeña y que resulta habitual no solo en la narrativa, sino también en la concepción romántica del mundo: el amor enferma. La pasión arrebata la salud y puede incluso causar la muerte. Es posible leer la muerte de Dolores como consecuencia de una enfermedad que siempre estuvo presente. De hecho, “la cutis tan blanca y el color tan suave” (p. 45) que admiran a Antonio la primera vez que la ve, provocan cierta sorpresa en el tío de Dolores, que no solo es médico sino que conoce la verdad acerca del padre. Este episodio es narrado de la siguiente forma por Pedro: “Es cierto lo que dice usted -exclamó mi padre que se hallaba a mi lado-; la cutis de Dolores no es natural en este clima… ¡Dios mío -dijo con acento conmovido un momento después-, yo no había pensado en esto antes!” (p. 45).

Pedro mismo, en alguna ocasión, hace alusión a “la linda color de rosa que había asustado a mi padre, y que es el primer síntoma del mal” (p. 84). A partir de esto podríamos decir que la muerte de la protagonista es consecuencia natural de una enfermedad que se creía hereditaria y ante la cual poco se podía hacer. Sin embargo, aunque es probable que desde el inicio de la novela Dolores tuviera lepra, los síntomas (los innegables, y no solo su tono de piel) aparecen tras enterarse del sufrimiento del padre, y el diagnóstico se da una vez que él ha muerto. Adicionalmente, Dolores muere -de manera casi repentina y después de haber vivido más de cuatro años aisladatras recibir la noticia del matrimonio de Antonio. En la última entrada de su diario, que Pedro encuentra y reproduce en la novela, Dolores escribe:

Ya todo acabó para mí. Pronto moriré: mi mano apenas puede trazar estas líneas con dificultad […] Recibí una carta de Pedro […] Después de leer las primeras líneas una nube pasó ante mis ojos. Pedro me daba parte del matrimonio de Antonio, ¡el matrimonio de Antonio! […] ¿No es él libre para amar a otra? Sin embargo, la desolación más completa, más agobiadora se apoderó de mí: me hinqué sobre la playa y me dejé llevar por toda la tempestad de mi dolor. […] Como que mi alma esperaba este último desengaño para desprenderse de este cuerpo miserable. Comprendo que todos los síntomas son de una pronta muerte. […] Dejo ya todo sufrimiento; pero él es mi pensamiento en estos momentos supremos: ¡oh, él me olvidará y será dichoso! [cursivas en el original]. (p. 100)

Con estas palabras termina la novela. Dolores, innegablemente, era propensa a la enfermedad. Sin embargo, y como el mismo Pedro lo advierte tras conocer la verdad sobre el padre, “ese pensamiento continuo en una cosa tan dolorosa podía predisponerla más que todo a que estallase en ella la enfermedad” (p. 71). Si pensar en el sufrimiento del padre desata los síntomas, pensar en el matrimonio de Antonio se convierte en una “idea que no [la] abandona un momento” (p. 100) y termina ocasionando su muerte.

Teresa la limeña o la disyuntiva de la ilusión y la muerte

Si en Dolores podemos observar rasgos románticos vinculados con la tradición europea, en Teresa la limeña estos rasgos se acercan más a las formas y preocupaciones del romanticismo latinoamericano y a la narrativa de fundación nacional. Esta es una novela en la que la ambición burguesa impide la unión romántica: el interés material de Santa Rosa, el padre de Teresa, condena a la joven a un matrimonio sin amor.

Teresa la limeña, al igual que Dolores, es una de las más trabajadas por la crítica, que suele, incluso, estudiarlas juntas. Tal es el caso del antes citado artículo de Flor María Rodríguez-Arenas o del capítulo “La escritura como vehículo de desarrollo y trascendencia de las protagonistas en dos novelas de Soledad Acosta de Samper”, de Martha Irene Gonzales Ascorra. En palabras de Gonzales (1997), Teresa es un personaje que “a lo largo de su vida debe enfrentarse y resistir la autoridad paterna y los valores sociales que este representa para poder autodefinirse” (p. 69). Por su parte, Carolina Alzate (2014) afirma que “el centro del relato está elaborado como crítica a la descripción decimonónica de las mujeres como seres dependientes y abnegados (autonegados), cuya esencia está puesta fuera de sí, cuya conciencia está subordinada a la de los varones de la familia o del Estado, incapaces de ejercer ciudadanía y existencia plena como sujetos a la manera en que los define la modernidad” (p. 61).

A pesar de que coincido en que Teresa, como personaje, está sujeta a las restricciones que la sociedad impone a las mujeres, me parece que si la intención es observar los rasgos románticos de la novela para después compararlos con otras formas de escritura que Acosta ensaya en sus obras posteriores, lo más acertado es concentrarse en la definición de Teresa no a partir de su oposición con Santa Rosa o con la sociedad que la rodea, sino a partir de los contrastes de la protagonista con otro personaje femenino: su íntima amiga, Lucila.

El personaje de Teresa cumple con funciones claramente simbólicas: sus acciones y rasgos no son solo significativos para el desarrollo interno de la historia, sino que sirven como guías de la lección que el lector deberá extraer de la obra. La consecuencia de esto es que en algunas ocasiones se privilegia la función de lo segundo a costa de lo primero. Me explico. Una de las cosas iniciales que sabemos de Teresa cuando niña es su odio por todo lo relacionado con la instrucción: “cuando llegó la época de aprender a leer, se resistió de tal manera que su padre no pudo obligarla a obedecer; las súplicas de su madre, a quien adoraba, vencieron su resistencia, pero no su odio al estudio” (Acosta, [1868] 2004b, p. 106). Este odio es vencido una vez que, tras la muerte de su madre, Teresa llega a un colegio religioso en París. Allí, “quiso dedicarse al estudio con ahínco y fundó en él toda su dicha” (p. 107). No queda muy clara la razón del cambio. Podríamos probar con algunas interpretaciones como que la orfandad y la soledad la llevan a acercarse a aquello que su madre valoraba, sin embargo, lo innegable es la lección para las lectoras: no solo la apatía sino incluso el más resistente odio al estudio pueden ser vencidos y en ello es posible fundar toda la dicha. Antes de la llegada de Lucila al colegio, Teresa “no sabía qué cosa era romanticismo, ni comprendía ni gustaba de las novelas que le procuraban a escondidas otras niñas” (p. 108). Sin embargo, con la llegada de la normanda,

pronto cambió la faz de sus ideas y dio nuevo giro a sus pensamientos. La francesa, niña educada por una madre de ideas nobles y elevadas, pero exageradas, llevó una pequeña librería de obras escogidas: Teresa leía con encanto las de Racine y Corneille y algunos volúmenes de las novelas de Mademoiselle de Scudéry y de Madama de Lafayette, pero Lamartine fue su autor favorito. (p. 108)

La principal diferencia entre Teresa y Lucila aparece tempranamente en la novela:

Lucila […] soñaba con un porvenir de paz, al amparo de algún castillo viejo, feliz con el amor del ser que amaba con su imaginación, ser que para decir verdad había tomado la forma palpable de un primo suyo, a quien no había visto desde que estaba muy chica, pero a quien adornaba con todas las virtudes y la belleza de un paladín de la Edad Media. Teresa, de índole ardiente y entusiasta, no deseaba esa tranquila paz: soñaba con una vida agitada; deseaba hallar en su camino algún joven romántico, desgraciado, a quien debería sojuzgar después de mil aventuras peligrosas. Ambas hablaban de sus héroes como si realmente existieran, y componían entre las dos interminables novelas. (p. 109)

Esta descripción es significativa a la luz de los acontecimientos. Al salir del colegio las amigas se separan; Lucila vuelve al lado de sus padres y Teresa regresa a Perú. No transcurre mucho tiempo antes de que Teresa confronte sus ensueños románticos con la realidad: el joven al que conoció en el barco cruzando el océano -con quien “trató de crearse una novela revistiendo[lo] […] con el ropaje de los héroes novelescos” (p. 117) - pronto se revela como un miserable que a su regreso de Europa se casa con una mujer vieja y vulgar, pero rica. Ante esto Teresa reacciona “riéndose de sí misma al ver cómo habían caído sus poéticos castillos hechos en el aire” (p. 120). Por no contrariar a su padre, Teresa acepta un matrimonio sin amor, pero antes de la boda se enamora perdida y ciegamente de una voz que en la distancia responde a las arias que ella toca al piano. Teresa se casa, enviuda al poco tiempo y después conoce a Roberto, el hombre de cuya voz había quedado prendada. Las ilusiones ante la posibilidad de realización amorosa con Roberto duran poco, y ella acaba triste y sola en el balcón de su casa frente al mar, lugar en el que inicia y termina la narración.

El primer desencanto de Lucila también ocurre al poco tiempo de la separación de su amiga; sin embargo, ella nunca logra recuperarse. La desilusión inicial sobreviene cuando Reinaldo, en lugar de verla como su damisela, la trata como a una niña. La segunda sucede cuando Lucila se entera de que él se casará pronto y que lo hará solo por conveniencia. La tercera, última y mortal, llega cuando, tras la muerte de la esposa de Reinaldo y después de algunos breves momentos de esperanza, Lucila descubre que su primo ama a Teresa. Si pensamos en la suerte de las protagonistas como guía de la lección que el lector debe extraer, tenemos que afirmar que es preferible un carácter apasionado, pues este puede templarse, que un carácter melancólico, el cual no podrá ofrecer otra respuesta a la desilusión que la muerte. David Jiménez (1992), en su Historia de la crítica literaria en Colombia, trae a colación un texto de José María Samper, quien a propósito del poeta Gutiérrez González sostiene que él es el “paradigma de la personalidad romántica, lastrada por ‘dos predisposiciones enfermizas’ que caracterizan la índole moral del siglo xix, en palabras de Samper: la duda y la melancolía” (p. 27). El carácter melancólico de Lucila impide que ella, como sí lo hace Teresa, examine sus emociones y convierta la subjetividad en materia de conocimiento.

La enfermedad que llevará a Lucila a la tumba comienza a mostrarse justo después de la boda de su primo. En las cartas que le escribe a Teresa, Lucila le dice a su amiga: “Mi aspecto es cada día más frágil […] el médico que llamaron declaró que tengo síntomas de una afección pulmonar y que es preciso el cambio de clima y de método de vida” (p. 143). El agravamiento y el alivio de su afección ocurren siempre vinculados con la tristeza o la alegría que la situación le presenta en relación con sus aspiraciones amorosas. Durante los meses posteriores al matrimonio de su primo, Lucila sufre episodios como el que relata a su amiga: “enfermé nuevamente y estuve de muerte […] Un fuerte ataque al pecho me debilitó tan completamente que creí que todo había concluido” (p. 168). El tiempo que pasa en Niza con Adelina, la hija de Reinaldo, una niña que “ha sufrido mucho desde que nació [porque] parece que su madre no ha tenido tiempo de ocuparse de ella” (p. 168), produce en Lucila cierto beneficio.

Cuando muere la esposa de Reinaldo, Lucila recupera la esperanza de aliviarse o, más bien, al recuperar la ilusión recupera -así sea temporalmentela salud.14 Esta muerte coincide con la estancia de Teresa en Francia, así que durante un breve periodo Lucila tiene cerca de ella a su entrañable amiga, al objeto de su amor y a la niña a la que se ha consagrado. En estas condiciones, la salud de Lucila mejora rápidamente, “halagada por el placer de vivir al lado de Reinaldo y de su amiga, contenta y colmada de atenciones cariñosas” (p. 182). Sin embargo, Reinaldo se enamora de Teresa, y a pesar de que esta le deja claro que nunca podrá corresponderlo, Lucila cree que el amor es mutuo, así que recae y muere.

Si en el caso de Dolores es posible dudar si la causa de la enfermedad es o no física -el contacto con el padre, la herencia-, en el caso de Lucila es absolutamente claro que la enfermedad no tiene motivos físicos sino puramente emocionales. Cuando, preocupado por su prima, Reinaldo le pregunta a su madre por las posibles causas del padecimiento, esta responde que Lucila “[e]s de constitución débil. El primer ataque que tuvo fue poco después de tu casamiento, ¿te acuerdas? […] Además de su debilidad natural, el médico dijo que alguna pena puede haberle desarrollado el mal” (p. 171).

Tras la muerte de su amiga, Teresa regresa a Lima. Pero antes hace una parada en Nueva York. Ahí se reencuentra con Roberto. Santa Rosa se niega a permitir la unión de los jóvenes, entre otras razones porque una de las condiciones impuestas por el suegro de Teresa para que ella conserve la fortuna heredada de su hijo es que no vuelva a casarse. Las intrigas y la develación del verdadero carácter de Roberto resuelven finalmente a Teresa a escribir una última carta a su enamorado como respuesta a la misiva en la que él le hace saber que todo ha terminado. En ella Teresa le dice: “volveré a la calma estancada de mi vida anterior […] Al fin he quedado tranquila: la tranquilidad de la muerte, es cierto; ha muerto en mi alma la última ilusión” (p. 236). Mientras que en Teresa ocurre una separación del alma, que muere por las desilusiones, y la mente, que sobrevive para hacer el examen de su vida, la única forma en la que Lucila logra la calma, la liberación de las ideas románticas, es a través de la muerte física.

Lecciones sobre amor y enfermedad, o Doña Jerónima y El talismán de Enrique

Si en Dolores y Teresa la limeña resulta verosímil en términos narrativos que sus personajes mueran de amor, en Doña Jerónima y El talismán de Enrique estos rasgos románticos se desvanecen ante la necesidad de justificar, en términos médicos, las causas de la enfermedad y la muerte. Hasta hace muy poco, el acceso a estas obras había estado limitado a su lectura en las bibliotecas colombianas -y en algún centro de estudios norteamericano- puesto que, al igual que la gran mayoría de textos que aparecieron en las páginas de La Mujer, nunca habían sido editados en forma de libro. La publicación del volumen La Mujer (1878-1881) de Soledad Acosta de Samper. Periodismo, historia, literatura (2014), que recoge estas dos novelas, entre otras, amplía los lectores potenciales y, con ello, sus posibilidades de análisis.

En uno de los artículos que hacen parte del estudio introductorio de este volumen, Carolina Alzate (2014) afirma que en Doña Jerónima aparece por última vez, y ahora en un plano secundario, el tipo de personaje que había poblado las obras anteriores de Acosta: heroínas románticas, mujeres de la élite letrada que se enfrentan (algunas más exitosamente que otras) a la disyuntiva entre “vivir o morir de amor” (p. 56). En Doña Jerónima, esta heroína letrada es Juliana, una joven cuya relación con las protagonistas de la historia, doña Jerónima y su hija Casandra, es la conexión entre el pasado y el futuro del relato. Las cartas que Juliana le escribe a su hermana sirven para que el lector conozca el carácter de Eduardo, el personaje masculino principal.

Doña Jerónima, como Dolores, comienza con la llegada de unos viajeros a un pueblo al que han ido para pasar las fiestas. En la primera escena, doña Jerónima, su hermano Teodoro y Casandra entran a la villa *** acompañados por Eduardo, un joven bogotano con quien se encuentran en el camino. La primera noche en el pueblo, Eduardo, “excitado por la bebida y exasperado con las pérdidas que había hecho en el juego” (Acosta, [1878-1879] 2014a, p. 156), se ufana de haber conquistado a Casandra durante el viaje y, sabiéndola presa fácil de sus galanteos, apuesta con sus amigos, por diversión y para burlarse de ella, que logrará que Casandra le proponga matrimonio en menos de una semana. Casandra cae en la trampa de Eduardo y, en una cita a media noche a la que acude con el consentimiento de su madre, le ofrece su mano. Tras saberse ridiculizada, Casandra enferma y poco después muere.

Ahora bien, una diferencia entre la historia de Casandra, más específicamente entre la muerte de Casandra y las de Dolores o Lucila, es que, contrario a las heroínas románticas, el lector sabe con certeza y desde el inicio de la novela que Casandra está enferma. De hecho, el deterioro de su salud es la razón por la cual ella y su madre dejan Bogotá para pasar una temporada en la villa. En palabras del narrador:

Algunas semanas antes del día en que empieza nuestra relación, la salud de la hija de doña Jerónima se había alterado notablemente, y el médico que consultaron recomendó cambio de temperatura y tranquilidad; pero olvidando la madre la segunda recomendación del facultativo, optó por ir a pasar un par de meses en ***, en donde sabía que se preparaban unas sonadas fiestas. (p. 152)

La enfermedad de Casandra ni es hereditaria ni tiene orígenes emocionales: es causada por la vida que su madre la ha obligado a llevar. En su afán de hacer que su hija destacara en sociedad y creyendo que la felicidad consistía en el matrimonio, objeto y fin de todas las novelas, se propuso buscarla novio a Casandra desde su más tierna edad; por lo que la pobre niña, desde que cumplió doce años, se vio arrastrada de fiesta en fiesta y de función en función. (p. 150).

Casandra no solo no consiguió el marido anhelado por su madre, sino que:

El resultado de este sistema de educación fue marchitar antes de tiempo la naciente belleza de la niña, que en realidad prometía ser muy hermosa cuando muy jovencita; pero el andar con el apretado corsé antes de desarrollarse, las veladas, las fatigas y el polvo de las fiestas, en las cuales en realidad no encontraba placer: todo aquello avejentó su dulce fisonomía, la arrugó la tez y descompuso sus atractivos desde temprano. En breve, pues, se ajó hasta el punto de parecer de mucha mayor edad que la suya. (p. 151)

Este discurso acerca de las consecuencias negativas de ciertas modas de la época, como el uso de corsés, encuentra su correlato en los textos sobre higiene que Soledad Acosta publica en La Mujer al mismo tiempo que la novela. En su traducción de “Lo que piensa una mujer de las mujeres”, obra de Dina María Muloch, Acosta señala que para “desarrollar el espíritu y formar una sana constitución física y moral”, las jóvenes deben evitar:

Levantarse tarde, cuando hace varias horas que el sol está alumbrando la tierra; no bañarse con agua bien fría; no permitir que se ventile la alcoba; apretarse el corsé; usar tacones de una cuarta de altos; desdeñar los alimentos sanos para comer gran cantidad de frutas verdes y de dulces, -y pasar la mañana embozadas en gruesos abrigos, y recostadas en los canapés bostezando, y a veces fumando cigarrillo, para ponerse a la ventana o al balcón por la tarde con ligeros trajes semiabiertos. (Acosta, [1878-1879] 2014b, p. 135)

Casandra no es víctima de la fatalidad que acecha a las heroínas románticas: es, en cambio, víctima de las malas decisiones de su madre, es decir, de una mala educación.

La salud debilitada de Casandra por la falta de higiene sufre un golpe final al descubrirse víctima de la burla de Eduardo. Como en el caso de Dolores y de Lucila, es una circunstancia emocional la que desencadena el mal que termina provocando la muerte. Sin embargo, la diferencia de esta novela con respecto a las anteriores está en que tal circunstancia se hubiera podido evitar si doña Jerónima hubiese actuado como una madre educada y responsable -como las que la revista La Mujer espera formar mediante su lecturay no en imitación de los personajes de las novelas que leía.

Cuando Casandra le confiesa a su madre que Eduardo le ha exigido la cita, doña Jerónima, por temor a que Eduardo pierda interés, y recurriendo a lo único que había servido en ella como fuente de instrucción, accede al encuentro: “se detuvo algunos momentos pensativa, y llamando en su auxilio lo que de lances de amor había leído en las novelas, recordó que ninguna de sus heroínas favoritas llegaba a casarse con el héroe sin haber recorrido mil aventuras en citas y entrevistas misteriosas” (p. 176).

La lectura de novelas románticas en mujeres de la clase letrada, como Teresa y Lucila, representaba un peligro. Pero en doña Jerónima los riesgos que implica la lectura, y por lo tanto las consecuencias, son dobles. En primer lugar, la falta es más grave porque ella emplea la literatura no solo para moldear sus ideas acerca del amor sino también para guiar su labor de madre. Doña Jerónima no forma parte de la clase alta educada en Europa o guiada en sus lecturas por hombres confiables (como ocurre en el caso de Dolores con su primo), sino que hace parte de una clase emergente: ella era una comerciante que “con las telas, cintas y encajes absolutamente invendibles confeccionaba cofias y ajuares de niños, que compraban las campesinas, quienes hallaban que solo ella había podido darles forma a sus charras fantasías” (p. 147).

Acosta creía, como queda demostrado en el artículo “La educación de las hijas del pueblo” que también publica en La Mujer, que las mujeres de las clases bajas debían recibir un tipo particular de educación: “en vez de traer tantos maestros de literatura para los colegios, ¿por qué no hacer venir maestros para enseñar industrias lucrativas a los hijos del pueblo, y sobre todo a las hijas del pueblo, expuestas a tantas miserias físicas y morales, por falta de saberse ocupar con provecho?” (Acosta, [1879] 2014c, p. 304). Si bien es cierto que doña Jerónima no era una de las “señoritas cantatrices y sabias botánicas y físicas” (2014c, p. 304) que Acosta decía que se formaban en los colegios públicos de Bogotá, sus confecciones tampoco se sujetaban a las reglas del arte que la autora creía indispensables. La muerte de Casandra, entonces, no es producto solo de las malas decisiones de su madre sino que, al ser estas resultado de los programas oficiales mediante los cuales se buscaba educar a las mujeres, su fin adquiere dimensiones sociales y políticas concretas.

Ahora bien, si en Doña Jerónima podemos hablar del alejamiento de ciertos rasgos románticos, en El talismán de Enrique, de 1879, podríamos ir un poco más allá y referirnos al empleo de formas de representación más evidentemente vinculadas con la estética realista. Los acontecimientos de El talismán de Enrique ocurren en los últimos años de la administración colonial y en dos momentos separados por casi veinte años. En el primero, Enrique y Cecilia se encuentran refugiados en una chacra a unas leguas de Lima, esperando que esté listo el barco que los llevará a España. Los jóvenes se han casado en secreto porque el tío de Cecilia, un marqués arruinado que funge como su albacea, se niega a permitir la unión pues no quiere perder la herencia. Mediante engaños, y gracias a la intervención de una también ambiciosa criada, el marqués logra sacar a Cecilia de la chacra y embarcarla en una nave que los conducirá a México. Enrique se da cuenta demasiado tarde y pierde a Cecilia para siempre. El segundo momento de la historia ocurre en España, en donde Enrique ha hecho una lucrativa y prestigiosa carrera como abogado. Allí, él decide casarse con Carmen, su protegida, no tanto por amor sino para aliviar la preocupación de su madre ante el luto que le ha guardado por tanto tiempo a Cecilia. En la noche de bodas, Carmen le entrega una cajita que, dice, perteneció a su madre, a la cual nunca conoció. El contenido de la caja revela que la madre de Carmen es Cecilia y que su nuevo marido es, en realidad, su padre. La conmoción de la noticia despierta en Enrique un mal anteriormente diagnosticado, y pierde el conocimiento. El segundo día de velación, Enrique despierta puesto que en realidad no estaba muerto sino que había sufrido un episodio de catalepsia.

¿En qué consiste, entonces, el recurso realista de la novela? La narración comienza con una didascalia en la que se muestra el lugar de la acción y se describen los personajes:

La escena de la siguiente narración pasa en el Perú, el año 17 de nuestro siglo; la hora en que empieza, las nueve de la mañana, y el sitio, una chacra o estancia a algunas leguas de Lima.

Los primeros personajes que aparecen en la escena son: dos mujeres que se pasean por los surcos de una huerta sembrada de legumbres, situada hacia la parte de atrás de la quinta y dividida de la casa por un jardín muy poblado de rosales. (Acosta, [1879] 2014d, pp. 205-206)

La didascalia y el uso del presente en este fragmento aumentan la distancia espacial y acortan la temporal, contribuyendo así al efecto de verosimilitud en la narración. La novela termina con una nota al pie en la que advierte al lector:

No se crea que hemos inventado esta novela, pues si así fuera, la hubiéramos hecho más verosímil: los hechos que citamos son verdaderos, acaecidos realmente y conocidos de muchas personas en una provincia de Colombia. Poco hemos añadido a la relación que nos hicieron, y hasta la escena mortuoria y el simulacro de muerte de Enrique, &c., todo sucedió, aunque no en las ciudades que hemos dicho, y esta y tal cual descripción es lo único que añadimos y cambiamos. (p. 250)

Darío Villanueva (2004), en su libro Teorías del realismo literario, afirma que, bajo cierta concepción decimonónica,

la garantía de un auténtico realismo […] reside, aparte de la sólida evidencia de una realidad unívoca e incuestionable, en las dotes de observación del artista -no, especialmente, en sus habilidades en exclusiva artísticasy, sobre todo, en su acomodo fiel a la verdad -su sinceridadque era uno de los tres requisitos imprescindibles para el logro de una auténtica obra de arte, junto con la expresión clara y la verdad moral del tema. (p. 46)

El “simulacro de muerte de Enrique” también está relacionado con el efecto de verosimilitud. Según Webster y Brofen (1993), la muerte “no se puede conocer verdaderamente ni hay forma de experimentarla y luego regresar a escribirla”, por lo que no hay “bases intrínsecas que autoricen el discurso que la rodea” (p. 4). Si no es posible contar con la “sólida evidencia” acerca de la muerte, la única forma de representarla es a través de un desplazamiento hacia lo que sí es sujeto de conocimiento, lo que sí es experimentable, en este caso, la enfermedad.

Ahora bien, la inestabilidad de la frontera en donde comienza y termina la muerte que Webster y Brofen identifican (1993, p. 6) genera una ansiedad social que, a pesar de estar presente en todas las épocas y culturas, se agudiza con la modernidad. Que Enrique “reviva” no solo tiene implicaciones religiosas (la posibilidad de reparar las faltas cometidas, aun si son involuntarias) y científicas (existen afecciones violentas al corazón, “cuyos efectos semejaban a la muerte”), sino que puede leerse como una expresión de la incertidumbre ante las transformaciones del siglo.

La segunda parte de la novela comienza con una descripción de los cambios que habían ocurrido en el mundo: “Los primeros buques movidos por máquinas de vapor habían atravesado el Océano y los primeros ferrocarriles empezaban a funcionar cambiando la faz de la tierra; se había inventado el telégrafo eléctrico y aparecieron los portentosos mecanismos aplicados a la industria fabril” (2014d, p. 232). Si bien es cierto que estos se refieren a “los acontecimientos notables realizados en el mundo civilizado de 1819 a 1837” (p. 232), es posible pensar que su mención responde a la preocupación del tiempo de la narración y no del relato. Una idea recurrente tanto en la narrativa como en los artículos de Acosta -que empieza a manifestarse de manera más evidente en su producción más tardíaes que los beneficios de la modernidad son solo comparables con los peligros que implica esta fiebre de progreso.

La “otra” muerte que ocurre en la novela es la de Cecilia. Víctima del plan de su tío, Cecilia se encuentra “sola en medio del Océano, rodeada de enemigos, y separada […] para siempre de su esposo” (p. 228). Ante esta situación, el narrador afirma que “su dolor no tuvo límites, y su tío tuvo la esperanza de que muriera, pero no sucedió así; [puesto que] pocas son las personas que mueren de pena” (p. 228). Cuando Enrique logra dar con el paradero del marqués, este le confiesa que tuvo que dejar a su sobrina en Veracruz “[p]orque acababa de dar a luz un niño, y su salud estaba tan quebrantada que me dijeron que moriría en el camino si se ponía en marcha” (Acosta, 1879/2014, p. 230). No es de pena ni de amor que Cecilia muere, sino que esto ocurre como consecuencia del parto. En otras palabras, mientras que la “muerte” de Enrique no es sino una manifestación de una afección cardiaca, la muerte de Cecilia, quien ha sufrido tanto como Dolores o Lucila, ocurre por razones médicas desligadas de los sentimientos.

Quiero terminar este ensayo con una idea de Paulette Silva, quien en su libro De médicos, idilios y otras historias. Relatos sentimentales y diagnóstico de fin de siglo (1880-1910) identifica, para el caso venezolano, “dos tendencias esenciales -aunque no exclusivas ni necesariamente divorciadasa finales del siglo xix y principios del xx: la cultura sentimental que se afianza con el proyecto liberal, y la medicalización de la sociedad, que cuestionó la sentimentalización e intentó organizar racional y científicamente la sociedad (aunque, como veremos, esto no significó una ruptura con la imaginación melodramática y sus maniqueas divisiones morales)” (2000, p. 24). La narrativa temprana de Soledad Acosta estaría identificada con la cultura sentimental, mientras que sus obras posteriores dejarían ver un giro hacia la medicalización de la sociedad y, con ello, hacia ciertas tendencias realistas. Vale la pena señalar que los rasgos románticos y realistas no se sustituyen, sino que transitan en un movimiento que va y viene entre dos puntos, probablemente, sin detenerse por completo en ninguno. Este tránsito narrativo contribuye a pensar el lugar de Soledad Acosta en la historia intelectual femenina de América Latina como el de una escritora relevante no solo por lo prolífico de su producción textual, sino también por su actitud crítica ante el oficio de la escritura, adaptándose, adoptando o rechazando modelos, y tratando de crear uno propio

Referencias

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1Este artículo fue elaborado en el marco del proyecto “La narrativa de Soledad Acosta de Samper: cuarenta años de escritura (1864-1906)”, dirigido por Carolina Alzate y financiado por la Vicerrectoría de Investigaciones y la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes (Convocatoria Conjunta 2013). Asimismo, esta investigación hace parte de los trabajos del grupo de investigación de Colciencias “Discurso y ficción. Colombia y América Latina en el siglo XIX” (clasificación A).

2En 1988, Montserrat Ordóñez publicó Soledad Acosta de Samper: Una nueva lectura. Este libro incluye, además de trabajos críticos, las primeras reediciones del siglo xx de Dolores, El corazón de la mujer, Tipos sociales (“La monja” y “Mi madrina”), Un chistoso de aldea y Un crimen.

3Entre el extenso número de investigaciones sobre la obra de Acosta, sobresale el trabajo de Carolina Alzate, quien además de haber publicado algunos de los estudios indispensables para la comprensión de la autora, ha encabezado varios de los proyectos de reedición de su obra. Entre ellos destacan el Diario íntimo y el volumen que reúne las novelas Laura, Constancia y Una venganza. Isabel Corpas, por su parte, preparó una bibliografía de Acosta sin la cual el presente trabajo estaría incompleto.

4Acosta escribió sus obras a lo largo de más de cuarenta años no solo porque desde el principio pudo verlas publicadas, pues su primer relato, “La Perla del Valle”, fue publicado en El Mosaico en 1864, y el último, “Un chistoso de aldea”, apareció en Lecturas para el Hogar en 1905, sino porque durante este tiempo la autora regresó en varias ocasiones a sus textos publicados y los reeditó cambiando no solo el contexto de la publicación, sino también, en algunos casos, pasajes completos que se adaptaban mejor a los nuevos tiempos y a la transformación de sus preocupaciones.

5Un ejemplo de este tipo de análisis es el que realizó Carolina Alzate en el artículo “De la novela psicológica a la novela de costumbres. El proyecto narrativo de Soledad Acosta de Samper a la luz de la revista La Mujer” (2014). Allí, a partir del estudio de la subjetividad femenina en las protagonistas de tres novelas de la autora, Alzate identifica algunas transformaciones en su obra.

6Dolores. Cuadros de la vida de una mujer se publicó por primera vez bajo el pseudónimo de Aldebarán, en el folletín de El Mensajero. Por su parte, Teresa la limeña. Páginas de la vida de una peruana, también por Aldebarán, apareció en el folletín de La Prensa. Ambas novelas hacen parte de Novelas y cuadros de la vida suramericana, el primer libro de Acosta, publicado en Gante en 1869. En 2004 apareció una reedición de esta obra a cargo de Montserrat Ordóñez. Las referencias corresponderán a esta última edición.

7Estas dos novelas aparecieron en las páginas de La Mujer, la primera revista que Acosta fundó, dirigió y redactó casi en su totalidad. Doña Jerónima, firmada con el pseudónimo de Olga, se publicó entre septiembre de 1878 y enero de 1879. El Talismán de Enrique, por Aldebarán, apareció entre febrero y junio de 1879. Ambas hacen parte del libro La Mujer (1878-1881) de Soledad Acosta de Samper. Periodismo, historia, literatura, edición publicada en 2014 y a la que corresponden las referencias que aparecen en este trabajo.

8Estas tres novelas aparecieron por primera vez en el folletín de El Bien Público. En 2007 la Universidad Industrial de Santander reeditó José Antonio Galán, y en 2013 el Instituto Caro y Cuervo publicó un volumen que reúne Laura, Constancia y el cuadro “Una venganza”. Ambas ediciones estuvieron a cargo de Carolina Alzate.

9Una holandesa en América se publicó en forma de libro en Curazao en 1888 y fue reeditada en 2007 por la Casa de las Américas y la Universidad de los Andes, con un estudio introductorio de Catherine Vallejo.

10La Mujer circuló entre septiembre de 1878 y mayo de 1881. Para más información acerca de esta revista y de su lugar en el proyecto de construcción nacional de Acosta, Cfr. La Mujer (1878-1881) de Soledad Acosta de Samper. Periodismo, historia, literatura (2014).

11Anales de un paseo se publicó por primera vez, aunque de manera incompleta, en el Tradicionalista en 1872.

12Esta trilogía fue publicada recientemente en el libro La Mujer (1878-1881) de Soledad Acosta de Samper. Periodismo, historia, literatura. La Familia fue una de las cuatro revistas que Acosta fundó tras el cierre de La Mujer en 1881. Se publicó de mayo de 1884 a diciembre de 1885, un tiempo de circulación considerable para la época, pero significativamente menor al de su primera publicación.

13A partir de este punto, las citas de la novela se indicarán solo con el número de página, a menos que sea necesario dar los datos complementarios. Lo mismo aplicará para las otras obras analizadas a partir de la primera cita en el texto en la que se consigna la fecha de publicación original.

14La muerte de la esposa de Reinaldo sirve para contrastar el carácter de este personaje con el de Lucila: mientras que esta última padece porque tiene un corazón noble, la muerte de Margarita “provino de no sé qué imprudencia que hizo para asistir a una fiesta campestre” ya que ella “nunca ha pensado en otra cosa que en divertirse” (p. 176).

Recibido: 18 de Noviembre de 2015; Aprobado: 21 de Abril de 2017

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