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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.14 no.27 Medellín July/Dec. 2017

https://doi.org/10.17230/co-herencia.14.27.5 

Artículos/Investigación

Il n’y a pas de progres Vueltas y revueltas de Louis-Auguste Blanqui*

Il n’y a pas de progres Twists and turns of Louis-Auguste Blanqui

José María de-Luelmo-Jareño** 

1Doctor en Bellas Artes y Profesor Titular de la Universitat Politècnica de València, España. ORCID ID: 0000-0002-4803-7326. jolueja@pin.upv.es


Resumen

Aunque política y ciencia constituyen hoy en día ramas casi antagónicas del conocimiento humano -acaso combinables en ámbitos ficcionales como el cine y la literatura-, la relación entre filosofía política y astronomía es una constante histórica que alcanza especial fuerza en el pensamiento emancipatorio del siglo xix. El presente artículo sitúa en ese marco La eternidad por los astros (1872) y, asimismo, somete a contraste la peculiaridad retórica e ideológica de una obra en la que Louis-Auguste Blanqui propone una contigüidad entre orbe celeste y sociedad humana fundada, según él, en su análogo funcionamiento y su común atavismo.

Palabras claves: Blanqui; filosofía política; astronomía; utopía; revolución.

Abstract

Although politics and science currently represent nearly antagonistic areas of human knowledge -barely combinable in fictional contexts like movies and literature, the relationship between political philosophy and astronomy is a historical constant that becomes especially strong within the emancipatory thinking of the nineteenth century. This paper locates Eternity by the Stars (1872) within that framework and it also subjects to contrast the rhetoric and ideological peculiarity of this work, in which Louis-Auguste Blanqui proposes a contiguity between the celestial orb and human societies, based on their similar performance and shared atavism.

Key Words: Blanqui; political philosophy; astronomy; utopia; revolution.

“Lo que yo escribo en este momento en un calabozo de la Fortaleza de Taureau, lo escribo y lo escribiré durante toda la eternidad, sobre una mesa, con una pluma, bajo estas vestimentas, en circunstancias totalmente semejantes”, anota Louis-Auguste Blanqui a finales de marzo de 1872 (2003, p. 47).2 En esos instantes, no lejos de Taureau, está teniendo lugar un alzamiento revolucionario de dimensiones colosales, quizá el más extraordinario de un siglo donde, precisamente, algaradas e insurrecciones no faltaron. Aunque Blanqui es uno de los instigadores intelectuales de la Comuna parisina, su condena por la manifestación antigubernamental del 31 de octubre de 1870 le mantiene apartado de las consignas febriles y de la violencia callejera, pero no le impide verter en palabras un portentoso caudal de pensamientos que no cesa de proyectar utopías más allá de los muros de su celda. La eternidad por los astros, texto en cuyo final se encuentra la citada frase, es en tales circunstancias el vehículo para hacerlo.

A esas alturas de la vida, Blanqui sigue siendo un revolucionario inmarcesible. Es, en palabras de Ollivier, “el tipo de hombre que todos los estados aborrecen, a quien se encierra en el calabozo sin duda por considerarle peligroso, pero tal vez más aún porque da a los gobiernos la ocasión de manifestar brillantemente su autoridad y su fuerza” ([1939] 1967, p. 60), una circunstancia que ayudaría a explicar por qué, al término de sus setenta y seis años de vida, Blanqui sumaba un total de treinta y siete en prisión. A decir verdad, el historial de sus actividades subversivas y de sus correspondientes condenas era estremecedor ya en tiempos de la Comuna. Tras militar desde adolescente entre los carbonarios y salvar la vida en el curso de los disturbios universitarios de 1827, en 1828 prepara una expedición de ayuda a la Grecia insurgente, finalmente abortada. Participante en la revolución de 1830 y miembro de la oposición al régimen orleanista, es encausado dos veces en 1831 por fomentar la agitación estudiantil. Tan pronto abandona la prisión, ingresa en una sociedad jacobina desmantelada por las autoridades a las primeras de cambio. Absuelto por el jurado y sentenciado por los jueces, no bien sale de prisión se ve envuelto en los graves incidentes de abril de 1834, circunstancia que le cuesta otra pena de cárcel. Dos años más tarde es enjuiciado en calidad de conspirador, siendo declarado culpable y, al cabo, amnistiado. 1839 le encuentra organizando la insurrección contra el Palacio de Justicia de París, hecho que le valdrá una condena a muerte, conmutada en el último momento por su reclusión a perpetuidad en el Mont-Saint-Michel. Tras intentar evadirse en 1842, en 1844 le es diagnosticada una grave enfermedad por la cual se aconseja su puesta en libertad y su traslado a Tours, donde no solo se recupera sino que gana adhesiones para su causa, determinante en la gran revuelta de 1848, pagará esta vez con una pena de diez años, que cumplirá sin reducción alguna en presidios de Francia y África. Liberado en 1859, nuevas actividades subversivas le devuelven a prisión en 1861, dándose a la fuga cuatro años más tarde, huyendo al extranjero y regresando en 1869 gracias a una amnistía general.3 Plenamente aplicables al personaje son, en fin, las palabras de otro contumaz insurgente, Carl Einstein, cuando en 1912 anota que “la revuelta es el principio constante que el individuo porta consigo, un estado del alma y una forma de pensamiento que supone este estado del espíritu: solo importa la realización de una idea” (Einstein, 1994, p. 142).

Conocido por la sociedad francesa como l’Enfermé (El encerrado), Blanqui aprovecha las estancias en prisión para plasmar vivencias personales, teorías políticas o reflexiones acerca de la actividad revolucionaria en obras como Instrucciones para una toma de las armas (1866), La patria en peligro (1871) o La crítica social (publicada póstumamente en 1886); conjunto al que vendrá a sumarse, o más bien a superar, La eternidad por los astros (1872). Este es un opúsculo raro e inclasificable nacido en un tiempo bien abastecido de ellos; bajo la apariencia de una caprichosa lectura del mundo celeste, esconde el intento de casar el funcionamiento astral con el comportamiento social, lo infinito con lo concreto. Haciendo suyo el célebre aserto galileano según el cual “la filosofía está escrita en este gran libro [el universo] que continuamente tenemos abierto ante nuestros ojos” (Galileo, [1623] 1997b, p. 13), Blanqui pretende inferir del orbe planetario una filosofía política que proporcione tanto un modelo estructural para el colectivo humano como una explicación del fracaso de los intentos de emancipación que jalonaron el siglo xix, intentos en los cuales él mismo fue actor destacado. Walter Benjamin, en el curso de sus investigaciones sobre el París de la Modernidad -otro intento de someter a fricción dimensiones dispares: en este caso el antes con el ahora-, hacia 1937 se topa de forma inopinada con el texto, y entonces anota en su cuaderno: “la visión cósmica del mundo que allí desarrolla Blanqui, tomando sus datos de la ciencia mecanicista propia de la sociedad burguesa, es una visión infernal […] la acusación más terrible contra una sociedad que refleja en el cielo, como proyección suya, esta imagen del cosmos” ([1940] 2005, p. 138). Por extraordinaria que pudiera parecerle al filósofo alemán, La eternidad por los astros se situaba, sin embargo, dentro de un marco y una tradición que cabe tomar en cuenta para entender la obra cabalmente.

La eternidad por los astros en contexto

Dejando al margen el pesimismo de quien escribe tras múltiples sinsabores y trata de hallar consuelo en un imponderable cósmico que explique y otorgue sentido a su propia peripecia, lo cierto es que el afán de trazar ese tipo de correspondencias entre lo político y lo astral no era algo insólito en la época, y venía no siéndolo desde hacía tiempo. Abundando en el muy humano hábito de proyectar la mirada hacia el orbe celeste para dar cuenta de lo terreno, idéntica pretensión se manifiesta en lo que conocemos como “pensamiento utópico” desde su mismísima institución: Campanella, Bruno o Böhme, por citar solo algunos casos,4 cada uno desde su propia perspectiva y circunstancia ideológica, con dispar solvencia e intensidad, habrían ya intentado emplear la física cósmica como pauta reguladora de las formas humanas de ordenación y gobierno. De esas ensoñaciones empapadas de teología al empleo neto del cosmos como patrón del comportamiento político habrá solo un paso: el gran paso que medie entre el mandato religioso y su colapso. No bien se desmorone la teodicea cristiana, el nuevo ideal consistirá en acercar el mundo tangible a la perfección del cosmos mediante la mímesis integral de ambas dimensiones, y esta vez sin mayor arbitraje que el de la razón pura. Es en este marco secularizado, pero al cabo remitificado -así lo describieron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración ([1947] 1994)-, en el que cabe inscribir el espíritu y la iniciativa de Blanqui.

Si bien desde mediados del siglo xviii se multiplican las empresas intelectuales que condicionan el equilibrio social a una réplica del modelo de exactitud y estabilidad representado por la mecánica celeste,5 quizá el verdadero paradigma de esta proyección de la astronomía sobre la fantasía de una perfecta humanidad se encuentre en los escritos de Charles Fourier, moralista sui generis, célebre creador del falansterio y socialista avant la lettre. Teñida a partes iguales de pasión transformadora, retórica masónica, ecos herméticos y datos rigurosamente verificables, su obra es capaz de suscitar en el lector profano el mismo grado de desconcierto y fascinación, pues, como señala Émile Lehouck:

Todavía hoy es una extraña paradoja ver coexistir en la misma obra una serie de apreciaciones geniales sobre la psicología social con fantasías estelares que tal vez fueran afortunadas para un poeta, pero que parecen fuera de lugar en tratados de reorganización de la economía. (1973, p. 133)

En opinión de muchos, más que como material de corte literario, esta mezcolanza indiscriminada debiera servir para certificar la demencia de Fourier -fácilmente rastreable en las peregrinas decisiones y acciones que pautan su existencia-, porque lo cierto es que el tono dogmático, la apostura y el afán de exhaustividad de sus obras no logran las más de las veces solapar la magnitud de sus dislates, consistentes por lo común en analogías tan refinadas como inverosímiles entre las configuraciones del cosmos y de las colectividades humanas. Por momentos, Fourier se diría empeñado en rescatar el espíritu medieval de las relaciones de semejanza, ese formidable catálogo de concomitancias que -como detalla Michel Foucault en Las palabras y las cosas([1966] 1997)aspiraba a estabilizar y condensar la trama entera del universo mediante nexos entre planetas y rasgos de personalidad o entre emplazamientos astrales y estados de ánimo, conformando un caprichoso marasmo cuyo fin último sería explicar, siquiera ilusoriamente, los pormenores de la existencia. Dada su cercanía a tan peculiar procedimiento, bastante atinado se presenta el calificativo de “alquimista social” que Dühring le diera a Fourier, y casi lógica su elevación a los altares del ocultismo o al Parnaso surrealista.

Con todo, tan indeseado destino no debiera ensombrecer su honesta actitud, ni el hecho de que en ocasiones, como indica Lehouck, “se adelanta a los astrónomos de su tiempo, o al menos a los más perspicaces”, dado que “solamente Herschel defendía entonces la tesis de la infinita multiplicidad de los mundos estelares” (1973, p. 140), una convicción que habría llevado a Fourier a proponer la sustitución del -según él- equívoco término universo por el de poliverso. La querencia astronómica de Fourier, por lo demás, distaba de ser testimonial, como demostraría el hecho de que entre los escasos libros que atesoró a lo largo de su vida se encontrara un ejemplar de los Harmonices Mundi de Kepler, cuya huella aparece aquí y allá en su propio tratado Teoría de la Armonía Universal, de 1823, o en su Teoría de los cuatro movimientos, publicada anónimamente en 1808. En el prólogo de la traducción al español de este último libro, Francisco Monge (1974) señala que “Fourier encontró en la obra de Kepler la intuición de un todo, de una adaptación recíproca más original y fundamental que las leyes particulares”, al juzgar que “a través de la armonía es posible interpretar los designios a los que estamos destinados y comprender los acontecimientos que resultan incomprensibles para las simples y tranquilizadoras leyes causales” (p. 12). En manos del ideólogo francés, en fin, conceptos de cariz poético-espiritual como “armonía” o “efusión” hallan soporte en teorías científicas contrastadas, siguiendo la senda reabierta por Goethe, Novalis o Jean-Paul y, a esas alturas del siglo xix, recorrida por una nutrida intelectualidad sincrética cuyas huellas han sido casi completamente borradas por la acción del tiempo.

Al igual que sucede con Fourier, no es fácil tender puentes entre la formación de Blanqui en Derecho y Medicina y su fuerte atracción por la astronomía, y menos aún entre esta y su teoría política. Según Jacques Rancière, en su prólogo a la edición de 2002 de L’eternité par les astres, Blanqui halla en la astronomía:

El conocimiento que despoja al cielo de su velo religioso y sustrae a la superstición el prestigio que ponía al servicio del orden existente. Pero ella es también, a la inversa, el conocimiento del orden inmutable que deniega las vanas pretensiones de los hombres de cambiar el curso de las cosas. (p. 10)

Cabe recordar que, en el peculiar clima de la Europa de la Revolución industrial, los lazos entre sociedad y ciencia no se reducen únicamente a sus mutuas influencias, sino que determinan de facto la aparición de disciplinas aplicadas que aspiran a repercutir en los comportamientos humanos la experiencia ganada en los diversos campos de la ciencia especulativa.6 Es significativo, en este sentido, que Auguste Comte pretenda articular la comunidad humana a partir de patrones tomados de la matemática, de tal modo que su funcionamiento pueda ser predeterminado mediante cálculos y operaciones de índole casi algebraica. Su filosofía prescriptivista persigue, entre otros fines, eliminar cualquier riesgo de inestabilidad social, y traza para ello una cartografía de ramas científicas que cubran todas las áreas del quehacer humano y negocien con cualquier eventualidad a la que tal proyecto pueda exponerse. En este contexto, el estudio de los astros se presenta como la base misma de la pirámide si tenemos en cuenta que la ligazón entre unas y otras disciplinas ha de establecerse -según palabras de Comtemediante una “progresión sistemática que, comenzando por la cosmología y pasando por la biología, culmina en la sociología”, puesto que esos “dos primeros términos desarrollan separadamente, el uno, la noción de orden, y el otro, la de progreso, cuyo término final instituye la combinación general bajo el impulso continuo del sentimiento fundamental que dispone a cada uno a vivir para otro” (citado en Atencia, 1995, p. 169).

Para determinar tanto la posición de Blanqui con respecto al positivismo como la notable diferencia ideológica que le separa de Comte, basta con atender al modo en que el revolucionario francés subvierte la estructura comtiana, a saber, casando sin solución de continuidad cosmos y sociedad, anulando de un solo golpe la distancia que en términos físicos existiría entre ambos y que Comte sanciona en su organigrama. Bien puede decirse que en su opúsculo Blanqui pone violentamente boca abajo el taxativo “orden y progreso” comtiano, pues lo que para el uno preside la búsqueda del bien común, para el otro es el mismísimo germen de la catástrofe permanente en que vive la sociedad. Dado que La eternidad por los astros tratará de explicar por qué siempre se le acaba escapando el control político a la acción revolucionaria y qué tiene esta de quimérica, tanto en las lejanías del universo como en el entorno más inmediato, conviene precisar cuanto antes a qué se refiere Blanqui cuando habla de orden y cuál es la idea de progreso que se infiere de las magnitudes cósmicas, siendo que en ambos conceptos arraigan tanto el núcleo de su pensamiento político como la causa última de su apelación a la astronomía.

De las revoluciones astrales a las revoluciones sociales

El análisis espectral revela la unidad de composición de los cuerpos celestes. Los mismos elementos íntimos por todas partes; el universo no es más que un conjunto de familias unidas por la carne y por la sangre. La misma materia, clasificada y organizada por el mismo método, en el mismo orden. Fondo y gobierno idénticos. (Blanqui, 2003, p. 32)

He aquí una simple muestra de la valoración que hace Blanqui de la organización celeste y de la peculiar retórica que emplea para expresar los rasgos característicos de su estructura: familiaridad, unidad rectora, identidad esencial. No solo sustrae toda referencia religiosa y todo componente esotérico a ese referente perpetuo de la existencia humana, no únicamente se desembaraza de los esquemas que desde antaño habrían condicionado la mirada hacia el firmamento, sino que lo dota de calidades mundanas de toda índole: de la carnalidad a la política, de la química a la consanguinidad. Acercar tan inconmensurable realidad a la nuestra mediante su homología funcional es el primer ejercicio de una labor pedagógica, proselitista, porque el didacta Blanqui es consciente de que solo haciendo próximo lo lejano estaremos en condiciones de entender la enseñanza práctica que se esconde en el proceder de la bóveda celeste. Según sostiene, de la misma forma en que el surgimiento de los planetas concurre con la procreación humana, así la atracción gravitatoria lo haría con la acción policial, guardianas ambas de la cohesión y el orden colectivos. Nada escapa al mandato newtoniano, afirma Blanqui, “no existen campos neutros para la gravitación” (2003, p. 25), y quienes contravienen la norma pagan con duras condenas su osadía, tal y como les sucede a los cometas, esos cuerpos eternamente errantes a los que definirá, con una de sus hermosas prosopopeyas, como “nihilistas de larga cabellera” (p. 15).

Justamente la reflexión sobre el papel de los cometas en el orbe planetario constituye un punto donde se trenzan de manera ostensible metáfora y biografía, imagen y realidad, porque atañe directamente a la experiencia vital del viejo revolucionario y al lugar que se concede a sí mismo dentro de esa inmensa alegoría. Para amueblar su tesis y justificar en último término su actitud vital, Blanqui se sirve con habilidad de obras que gozaban de gran popularidad en la época, como Exposition du Système du Monde (publicada en 1796) o Traité de Mécanique celeste (1799-1825, [5 volúmenes]), ambas de Pierre-Simon Laplace, y al hacerlo está tomando como referente negativo una manera muy diferente de interpretar no solo el funcionamiento del cosmos sino también la actividad política misma. Laplace fue servidor en su día del Antiguo Régimen, y posterior-mente, de la Revolución, del Imperio y de la Restauración, en una secuencia que a Blanqui se le aparecía como paradigma de la conveniencia política y de la más nefasta hipocresía, esto es, como el reverso exacto de su propia actitud. El hecho de que alguien como Laplace se impusiera en el panteón científico del momento es interpretado por Blanqui en clave aleccionadora: permanece y prevalece quien se somete obedientemente a la ley y al orden imperantes, tal y como sucede en el cosmos, y por eso le reprocha de forma alusiva su abstracción de la realidad, porque “no se ocupa de la cuestión física más que con despreocupación, a través de simples afirmaciones, y se apura en volver a los cálculos de la gravitación, su objetivo permanente” (Blanqui, 2003, p. 12). Él, por el contrario, habría aceptado la apuesta de combatir la esclerosis social y, en consecuencia, toda forma de orden espurio; por eso, y en castigo a su osadía, terminaría por operar sobre la tierra como los mismísimos cometas en el cielo. Reflexionando en la soledad de su celda sobre su extensa y dolorosa experiencia de “cometa”, Blanqui no puede sino lamentar el luctuoso destino de aquellos que, como él, se infiltran cada tanto en el armazón de lo dado y tratan de quebrar su monolitismo para invariablemente sucumbir en el intento. A no dudarlo, el pasaje donde casa el designio fatal de los agentes revolucionarios y el de aquellas anomalías celestes es uno de los más vibrantes de su exposición:

Los cometas, en sus visitas, renuevan tal vez con más frecuencia de lo que se piensa los contingentes prisioneros [de la ley de la gravedad]. Si evitan Saturno es para caer bajo el golpe de Júpiter, el policía del sistema […]. Allí, atrapados por el calor y dilatados hasta la monstruosidad, pierden su forma, se alargan, se desagregan, y franquean en desbandada el trecho terrible, abandonando restos por todas partes, y no llegan más que con gran dificultad, bajo la protección del frío, a recuperar sus soledades desconocidas. Sólo escapan los cometas que no cayeron en las trampas de la zona planetaria. […] Esos triunfos son raros. (Blanqui, 2003, p. 15)

Raros triunfos, los de unos y otros; escaso premio para tanto trajín. “¡Qué humilde respeto antaño [se lamenta], cuando se saludaba en ellos a los mensajeros de la muerte!” (p. 12), y qué descrédito ahora, cuando se consideran meros fenómenos pasajeros completamente inanes frente a la fortaleza del sistema, como lo evidencia el hecho de que para Laplace los cometas sean “pequeñas nebulosas errantes” (p. 17) que, “a la larga, se disipan enteramente” (p. 16) sin mayor trastorno para el orden vigente. Desgastado, de vuelta ya del propio hábito de dar vueltas, abatido tras los incontables fiascos que han marcado su vida entera, Blanqui se verá obligado a reconocer que, en verdad, “los cometas no son éter, ni gas, ni un líquido, ni un sólido, nada parecido a lo que constituye los cuerpos celestes, sino una sustancia indefinible que no parece tener ninguna de las propiedades de la materia conocida y que no existe más allá del rayo solar que los extrae por un minuto de la nada para volverlos a dejar caer” (p. 18), en el presidio o en el silencio, debiera añadir.

Ahora bien, ¿son en verdad inalterables la estructura cósmica y la estructura social, realmente disfrutan de un equilibrio esencial ante el cual toda intervención resultaría superflua? Es evidente que el anciano Blanqui se ha resignado ya a aceptar el curso artificial de las cosas, ese rumbo que el mecanicismo ha impreso a fuego tanto en la interpretación del cosmos como en la praxis política, pero ello no le impide afirmar que su curso natural es, en realidad, muy otro. En efecto, pese al enorme influjo que la ley gravitatoria tendría en la conformación del universo, Blanqui mantiene que este hecho no debiera ocultar su principal fundamento generador; a saber, la incesante mutabilidad o metamorfosis de la materia cósmica, más allá de su composición particular, de su volumen y su relevancia dentro del todo. Nada permanece estático o por siempre inalterado, nada es de una vez por todas en el espacio, aunque el mínimo tiempo del que ha dispuesto la humanidad para captar los procesos de cambio y la inconmensurabilidad del espacio con respecto a nuestra humilde escala haya acabado por sepultar dicho principio bajo la forma de rígidas estructuras jerárquicas, de sistemas acomodaticios, acordes a lo estrictamente mensurable, como el de Laplace.

En este sentido, es bien elocuente que ya en 1632, en su Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo (1997a), Galileo se hubiese visto en la necesidad de romper con esquemas científicos fuertemente reduccionistas, como aquel que en pleno siglo xvii seguía manteniendo la contraposición aristotélica entre la solemne perfección del cosmos y la corrupta variabilidad inherente a la Tierra. De la mera incapacidad humana de percibir en el firmamento alteraciones equiparables a las que constantemente sufre la Tierra no había de seguirse que tales cambios no se dieran en absoluto, pensaba el físico italiano. Es más, el propio Aristóteles habría caído en contradicción al anotar que todo cuerpo móvil es susceptible de experimentar alteraciones de toda índole, y a la vez, excluir tácitamente de esa posibilidad a los cuerpos astrales. Según Galileo, los medios que el filósofo griego tenía a su alcance eran insuficientes, y por ello habría establecido ese tipo de juicios, pero “en nuestros tiempos se han visto y todavía se ven en la universal extensión del cielo accidentes similares a eso que denominamos generaciones y corrupciones” (1997a, p. 22), gracias al perfeccionamiento de mediciones y cálculos y a la introducción del telescopio. Como consecuencia de estos avances, se había hecho finalmente evidente que “si los cuerpos celestes contribuyen a las generaciones y alteraciones de la Tierra, por fuerza también ellos han de ser alterables” (Galileo, 1997a, p. 23). Siendo así, que determinados científicos siguieran emitiendo dictámenes similares a los aristotélicos en pleno siglo xix aun disponiendo de conocimientos, métodos e instrumentos muchísimo más sofisticados, no hacía sino evidenciar, según Blanqui, su pérfida posición ideológica.

Rebelándose contra este hecho, nuestro hombre participará de las tesis galileanas para sostener su esperanza en que la sociedad se vea impulsada por una dynamis perpetua y no por un inalterable atavismo. En el orbe celeste nada se detiene un segundo ni fuera ni dentro de la materia, “la renovación de los mundos por medio del choque y la volatilización de las estrellas difuntas se cumple en todo momento en los campos del infinito”. Todo muta incesantemente en ellos merced al “calor, la luz y el movimiento” (Blanqui, 2003, p. 26), y otro tanto debiera suceder aquí mismo, en este magma indolente en que ha dado en convertirse la humanidad. Lo propio de la sociedad no residiría en su funcionamiento aparente, en esa recurrencia que se ha transformado en indeseado modelo político, sino en ciertos procesos generativos que se sucederían en su interior y la mantendrían activa a perpetuidad. Lo común entre sociedad y universo sería, por tanto, la convivencia de “la vida y la muerte, la destrucción y la creación, el cambio y la estabilidad, el tumulto y el reposo […] la transformación y la inmanencia” (Blanqui, 2003, p. 46). Esta apreciación contiene, como resultará obvio a estas alturas, toda una declaración de principios: si en algo se diferenciaba el blanquismo del resto de tendencias políticas de su época era precisamente en su apología de la acción constante, de una programática inestabilidad en donde primaba la plenitud del ahora sobre aquella renuncia a lo inmediato prescrita por el materialismo histórico en aras de un lejano umbral de emancipación. Más allá de esta divisa, sin embargo, la experiencia de años y años, de toda una vida basada en la alteración del “orden” mediante “choques” liberadores de “energía” -suyas son las expresiones-, acabaría generando en Blanqui un profundo descrédito hacia las posibilidades reales de desarrollo social. “No hay progreso”, sentencia al término de su opúsculo (Blanqui, 2003, p. 47), no existe un avance que se cumpla de forma infalible y todavía menos un instrumento capaz de propiciarlo. Tras haber participado en multitud de acciones encaminadas a ese fin, todas infructuosas, Blanqui parece suscribir el célebre argumento que abre El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), de Karl Marx, según el cual los distintos alzamientos que jalonaron la primera mitad el siglo xix -y en especial el de 1848- habrían fracasado, uno tras otro, al querer remedar a cualquier precio la revolución de 1789, esto es, al ser miméticos y reiterativos por definición.

Por añadidura, y no pudiendo escapar al clima de la época, un cierto “pseudocientifismo” teñiría también la obcecación revolucionaria, un cálculo de causas y efectos se antepondría a coyunturas particulares y a la espontaneidad que debiera de suyo caracterizar una revolución. Así, por poner un caso, cuando Gustav Landauer -unos de los artífices de la revuelta espartaquista de 1918- teoriza sobre la revolución político-social lo hace sobre la base de una serie de leyes seguidas de sus respectivos corolarios, como aquella que reza que a cada periodo de “topía” o estabilidad sigue indefectiblemente uno de “utopía”, precedido de la correspondiente crisis revolucionaria. “Es éste un resultado absolutamente científico”, afirma, pues “designando a las topías con las letras A, B y C, y a las utopías con a, b, c, etcétera, tenemos que el camino histórico de una comunidad lleva desde A, a través de a, a B, a través de b, a C, a través de c, a D, etcétera” (Landauer, [1905] 2005, pp. 30-1). Lamentablemente, estas ensoñaciones de carácter técnico mutan en amarga paradoja tan pronto se someten a contraste con el terrible final de Landauer, y el de tantos como él, a manos de una represión contrarrevolucionaria que nunca concibió la ciencia física de manera especulativa, sino de modo crudamente instrumental, es decir, en cuanto fuerza aplicada sobre un cuerpo, ya individual, ya social.

Conclusiones

Bien puede resolverse, a partir de lo anterior, que la moderna acción sediciosa contendría trazas de aquel orden al que precisamente vendría a combatir, no solo al reproducir de manera ciega estructuras precedentes sino, ante todo, al incardinarse en una dinámica estrictamente mecanicista. De hecho, lo que acontece en plena modernidad es una fatal síntesis de las acepciones antagónicas de un mismo término, como si la revolución instigada por Copérnico y las revoluciones astrales a las que él mismo hacía referencia hubiesen acabado por remitir a un hecho idéntico. Si bien en la raíz latina de la palabra se contienen las bases de ese dualismo, solo hacia el siglo xvii -recuerda Bernard- “‘revolución’ empezó a adquirir una serie de significados que iban más allá de la astrología y la astronomía”, de manera que el término “se empleaba para designar cualquier suceso periódico (o cuasi periódico) y, con el tiempo, cualquier grupo de fenómenos que atravesasen un conjunto de etapas sucesivas como un ciclo” ([1970] 1988, p. 65). Este sentido habría venido conviviendo con otro bien distinto y análogo al empleado en la política moderna, el de “una mutatio rerum, un cambio de magnitud considerable en los asuntos de estado, en la sucesión dinástica o en una constitución” (p. 67) que implica una severa sacudida de ese patrón de continuidad que se ha dado en llamar lo que hay. Que el término “revolución” comportase, ya una subversión radical de las estructuras humanas (es decir, un desplazamiento de 180o), ya un proceso cíclico de flujo y reflujo (un giro de 360o), suponía una contradicción que se acabaría resolviendo de forma extravagante mediante la referida reiteración de las estructuras revolucionarias, es decir, mediante el semper idem de patrones convertidos en pura formulación de manual hasta el extremo de perder toda consistencia y efectividad. Esta fatal convergencia vendría a constituir, después de todo, la contracara distópica de aquellos individuos que, como Blanqui, tensaron la cuerda de la Historia y, “aunque fugaces, inestables, siempre sin mañana [así aludía él mismo a los cometas], son conocidos como una sustancia simple, invariable e inaccesible a toda modificación, que puede separarse, reunirse, formar masas o desgarrarse en jirones, pero nunca cambiar” (Blanqui, 2003, p. 20). Sus lecciones de vida y algunos bellos fracasos, como La eternidad por los astros, son las huellas que estos seres dejaron a su paso.

Referencias

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1* Artículo derivado de una investigación en torno a la metaforología y las imágenes características del pensamiento utópico de la Modernidad.

2Las traducciones de las citas de Blanqui son mías.

3Las informaciones que componen esta introducción proceden en su mayor parte de la biografía de Bernstein (1975). También fue de utilidad la consulta de la obra de Dommanguet (1969).

4Acerca de los modelos utópicos renacentistas y sus posteriores derivaciones sigue siendo una referencia básica en español el estudio de Manuel y Manuel (1981). Otras aproximaciones genéricas a tomar en cuenta son las de Mumford ([1922] 2013) y Claeys (2011).

5Cabe indicar que el antecedente inmediato de estas iniciativas se hallaría en las numerosas narraciones que venían ambientando en la Luna la existencia de un modelo social ideal; por ejemplo, El descubrimiento de un nuevo mundo en la Luna (1638), de John Wilkins, o incluso Historia cómica: viaje a la Luna (1657), de Cyrano de Bergerac. Más adelante, este tipo de narraciones continuaría en textos como El hombre en la Luna (1938), de Francis Godwin.

6De hecho, James Burrow apunta que “la coincidencia de la ciencia reduccionista y su popularización con la política radical fue inconfundible”, algo evidente en las numerosas publicaciones divulgativas sobre ciencia de la época y en la actividad política de investigadores como Rudolf von Virchow o Carl Vogt (2000, p. 62).

Recibido: de 2014; Aprobado: 29 de Marzo de 2017

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