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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.15 no.28 Medellín Jan./June 2018

https://doi.org/10.17230/co-herencia.15.28.2 

Dossier

Palabras aladas La figura del aedo en los poemas homéricos*

Winged Words The figure of the aoidos in the Homeric poems

Mauricio Vélez Upegui** 
http://orcid.org/0000-0002-9359-7429

** Magíster en Literatura Colombiana, Universidad de Antioquia. Profesor asistente de la Escuela de Humanidades de la Universidad EAFIT, Medellín-Colombia. mavelez@eafit.edu.co


Resumen

Como se sabe, uno de los rasgos de la epopeya, en cuanto género literario, es la mención y caracterización de numerosos personajes. La Ilíada y Odisea, como representantes eximios de la épica griega antigua, no constituyen una excepción. Numerosos son los personajes que Homero incluye tanto en el poema que narra la cólera de Aquiles cuanto en el que relata el regreso de Odiseo, una vez culminada la guerra de Troya. Uno de estos personajes es el aedo o cantor oral de acciones de dioses y gestas de héroes. Por ende, en este texto se pretende adelantar un ejercicio hermenéutico sobre dicha figura. En concreto, tres serán los objetos de comprensión y explicación textual, a saber: primero, especificar las implicaciones del nombre y del oficio de cantor; segundo, establecer las semejanzas y diferencias de los aedos homéricos y sus respectivos cantos; y tercero, diferenciar los modos de elección de las canciones y los efectos causados en el auditorio.

Palabras clave: Épica; Homero; aedo o cantor; héroes; dioses; sociedad nobiliaria.

Abstract

As is well-known, one of the features of epic poetry, as a literary genre, is the mention and characterization of numerous characters. The Iliad and The Odyssey, as exemplary representatives of the ancient Greek epic poetry, are no exception. Homer includes a vast number of characters both in the poem narrating the anger of Achilles and in the one recounting the return of Odysseus, after the end of the Trojan war. One of these characters is the aoidos or singer of actions of gods and heroes. This text adopts a hermeneutical approach in examining this figure. Specifically, it aims to achieve three goals regarding textual comprehension and explanation. Firstly, to specify the implications of the name and profession of a singer. Secondly, to identify similarities and differences between the Homeric aoidoi and their songs. Thirdly, to differentiate the various ways to choose the songs as well as the effects on the audience.

Key words: Epic; Homer; aoidos or singer; heroes; gods; nobiliary society.

Pero los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez (Ilíada, IV, 320)

El tema de este escrito, Homero, a pesar de no ser nuevo, está lejos de ser inactual, y lejos, también, de haber agotado sus múltiples líneas de trabajo. La vigencia y las opciones de estudio acaso se desprendan de un hecho que pronto se torna evidente para cualquiera que se adentre por vez primera, o porfíe en permanecer, en el complejo mundo de la Grecia antigua. En lo que atañe al Homero de los poemas mencionados (pues el canon también le atribuye el Margites -cfr. Aristóteles, Poética, 1448b, 30-, y otras piezas cuyos protagonistas son animales -Batalla de las arañas, Batalla de los estorninos, Batalla de las grullas y la Batracomiomaquia [cfr. García López, 2001, p. xxv])-, lo referido denota un carácter magno, conspicuo y multiforme. Magno, por el tamaño y extensión del esfuerzo poético realizado (no en vano, los dos poemas suman más de veintiocho mil versos, enhebrados en tiradas continuas que se afincan en el uso pertinaz y reiterado de “fórmulas o frases formularias”); conspicuo, dado que, “desde la antigüedad hasta el presente, la Ilíada y la Odisea comúnmente han sido considerados como los poemas seculares más inspirados, más puros y más ejemplares de la herencia occidental” (Ong, 1994, p. 26); y multiforme, si se repara en la plasticidad de perspectivas narrativas, la pequeñez o amplitud de los espacios, el alcance de las coordenadas temporales, la relevancia de los temas, la significación universal de los poemas mismos, y -para el asunto que nos interesa examinarla abundancia de personajes o “agonistas” que caracterizan el universo épico (Ramos, 1988, p. 101).

En lo que atañe a este último rasgo, cabe afirmar que de entre los numerosos seres que pueblan la obra homérica, uno, en concreto, se destaca por su aparición intermitente y el rol jugado en la intriga. Homero le concede el nombre de aedo. Ante el lector, su figura se impone negativamente, pues nunca hace lo que los demás seres realizan. No interviene, por ejemplo, para regular el ordenamiento cósmico (función atribuida a la deidad que encabeza el panteón olímpico); tampoco empeña su existencia individual en la prestación de un auxilio comunitario (tarea inherente a la actuación de los héroes); y menos consagra sus días a trabajar la tierra (labor asignada a quienes hacen de las manos una herramienta de producción). Ello por no mencionar otros muchos oficios artesanales sin cuyos productos un grupo humano se vería forzado a vivir bajo los imperativos de la necesidad. Sin embargo, Homero es enfático en afirmar que el aedo se juega su existencia, por así decirlo, en lo que hace: ser artífice de cantos.

Dado que Homero no “canta sobre el canto” (Mejía Toro, 2006, p. 65), es decir, no reflexiona recursivamente sobre la identidad del hacedor poético, del cual él pasa por ser un heredero secular, ni tampoco sobre las particularidades del oficio que profesa en el seno de las antiguas sociedades nobiliarias griegas, el propósito de este escrito es triple; nos interesa 1) determinar las implicaciones del nombre y el oficio de cantor; 2) elaborar una especie de perfil de los aedos homéricos y señalar algunos de los rasgos específicos de los cantos que aparecen en los poemas; y 3) precisar los modos de elección de las canciones y los efectos causados en el auditorio.

¿Cómo procederemos? Lejos de encarar el asunto adoptando una perspectiva que busque confrontar los datos revelados por la arqueología con las indicaciones proporcionadas por las dos epopeyas homéricas; lejos también de trasladar anacrónicamente “al mundo homérico los usos del feudalismo con el objeto de asimilar los guerreros homéricos con los ‘caballeros medievales’, produciendo resultados quiméricos” (Carlier, 2005, p. 153); y lejos de descalificar el valor literario de la Ilíada y la Odisea en favor de una consideración que los estima como fecundos documentos históricos, nuestra aproximación metodológica será hermenéutica. En esa medida, nos mantendremos dentro del marco discursivo de las obras, pero sin renunciar a establecer un diálogo con otras fuentes extratextuales, con el fin de sugerir algunas líneas de interpretación que contribuyan a mostrar la potencia de sentido que aún late en los poemas de Homero. Hacer notar algunas significaciones asociadas a la figura del aedo o cantor homérico, en cuanto personaje ligado al funcionamiento de una sociedad aristocrática en el seno de la cual desempeña una función específica, quizás sea el modesto aporte de este trabajo. Entremos en materia.

El nombre y el oficio de cantor

Igual que no hay función que no especifique una actividad, ni actividad que impida ser traducida en términos de una función (Aristóteles, Ética Nicomáquea, i, 1097b, 20-30), asimismo no hay personaje en los poemas homéricos que escape al cumplimiento de una función y, por ende, que deje de ejecutar una actividad puntual. La función-actividad exige un nombre, y éste puede ser común o propio. El nombre común, además de conformar un principio de orden referencial (el conjunto de individuos que realizan una misma labor), implica un sello de autenticación de lo real; el nombre propio, a su vez, aparte de identificar a alguien, comporta, entre los griegos, como también en otras culturas, un pliegue de sentido que al mismo tiempo anticipa y confirma un eventual destino.

Dos nombres comunes son empleados por Homero para cortar, horizontalmente, el tipo de sociedad imaginada y proyectada por los poemas: en la capa superior, y cohesionados por una ocupación dominante -la de la guerra-, se encuentra la “mejor gente” ([ἄριστοι], aristoi); gente condicionada por un código caballeresco del que son inseparables las nociones de areté [ἀρετή], en su doble valor de fuerza física y eximias cualidades espirituales, y de andreia [ἀνδρεῖα], asumida como valentía ante la brutalidad y violencia de la lucha bélica (Jaeger, 1967, p. 21 y ss.); y, en la capa inferior, a gran distancia de la élite guerrera, el resto de la población, para cuya calificación no existe un vocablo específico sino un sustantivo genérico: “la multitud” ([πλῆθος], plethos) (Finley, 2014 [1954], p. 68). De este grupo, desagregado en ocupaciones varias (heraldos, “doncellas de cámara”, escanciadores, despenseras, trinchadores, porqueros, timoneles, aurigas, adivinos, etcétera), no cabe predicar que sean artesanos, así su fuerza de trabajo esté concentrada en las manos; simplemente son servidores, personas que realizan un trabajo a cambio del cual logran sobrellevar la vida diaria, a veces en condiciones difíciles, como ayudantes de una casa señorial. Por debajo de ellos, en el escalón más bajo de la pirámide social, aparecen los esclavos, obtenidos como botín de guerra o fruto de transacciones que se realizan en el mercado. Existe, pues, en este microcosmos, una relativa división del trabajo o, si se prefiere, una naciente especialización de los oficios. El orden social, fundado en jerarquías rígidas y atávicas, se mantiene a condición de que los individuos realicen la función que les corresponde, y solo esa función. La admonición que hace Polidamante a Héctor es ilustrativa de esta concepción:

[…] No es posible que hayas podido reunir en ti todo a la vez;

pues la divinidad ha otorgado a uno las hazañas bélicas,

a otro la danza, a otro la cítara y el canto,

y a otro Zeus, de ancha voz, le infunde en el pecho juicio

y cordura […].

(Ilíada, xiii , 729-733)

En atención a la estructura social expuesta, ¿a quién aplica Homero el título de aedo? No, evidentemente, a aquel que hace parte de los hombres eminentes (poseedores de amplias riquezas) ni tampoco al personaje que podría confundirse con la masa de individuos cuyo sino queda a merced de los que, como herederos de sangre y propiedades, portan el cetro de mando y “el poder de vida o muerte”. La posición del aedo es extra-estamentaria, por más que actúe de “funcionario de la soberanía” (Detienne, 2004, p. 76), en un contexto en el que el soberano ([βασιλεύς], basileus) concentra en sí mismo la totalidad de las funciones con que se organiza y administra la vida palaciega o por más que ejerza su magisterio dentro de ambientes populares, salpicados a menudo de tintes festivos (Odisea, viii, 100-384). A caballo entre el combatiente notable y el hombre corriente, el uno empeñado en probar su virtud incluso durante los períodos de tregua o paz, y el otro oprimido por los grilletes de la necesidad, el aedo interactúa con cualquiera de ellos, anulando, momentáneamente, la brecha de “clase” que los separa.

Al margen de que pueda tratarse de una variante dialectal usada por ciertos grupos humanos de raigambre griega (eolios, jonios o dorios), un nexo etimológico parece ligarla con el término oda ([ἀοιδή], aoide), traducido, en general, como “canción”. Según esta alianza, que se acentúa por una semejanza fonética inmediata, odas y aedo estarían estrechamente relacionados entre sí. El aedo sería, si no el creador, el cantor de odas; y, al revés, las odas serían, si no el producto de la acción del aedo, su material de trabajo. Si lasustancia de producción de un escultor es el mármol o el bronce, la del aedo son las odas. El modo de producir, en su caso, se designa con un verbo: “cantar” ([ἀείδειν], aeidein). Por lo tanto, aedo es el que, al ocuparse de las odas, las interpreta o canta o, si se quiere, es quien asume la función de “crear y transmitir ritos, sagas, cantares” (Ramos, 1988, p. 15). ¿Cuánto de la producción -del acto de cantarse añade al material odeico? Es difícil precisarlo, si tenemos en cuenta que, en principio, las odas pudieron haber surgido como piezas independientes y sin autor conocido, y luego, con el correr de los años, configurar conjuntos mayores, unificados en torno a una misma temática o a un mismo personaje, que se adjudicarían a creadores de los que nada sabemos. Como ejecutante de canciones, el aedo realiza una labor especializada, pues él hace lo que otros no hacen y no hace lo que otros hacen. Lo que hace es menos cantar lo nuevo (lo inventado) que cantar lo viejo (lo conocido). Solo que al traer al presente del canto lo viejo conocido, el material se remoza, se actualiza como si se interpretara por vez primera.

Lo cantado, según inflexiones propias o modulaciones que varían de una actuación a otra, preexiste al aedo. Más que ser su autor, en el sentido técnico de creador, él es su vocero, su divulgador. Aquello que canta no es propio, original, personal; antes bien, es el efecto de una apropiación. Solo que eso que es ajeno (el depósito de canciones que pertenece a la comunidad), lo canta como si fuera suyo. Cantar implica una actividad de repetición, de iteración rítmico-melódica, que se refuerza con cada emisión verbal. Al reproducir la canción ya existente, el aedo se convierte en un médium a través del cual el pasado y el presente se juntan en una misma esfera temporal. La palabra que su voz libera mientras canta deviene nómada, móvil, alada,1 pues rompe el cerco de silencio que la aprisiona, adquiere una forma verbal derivada de un firme esfuerzo articulatorio y se inserta en una cadena de interpretaciones sucesivas. Dado que las expresiones de la canción son prestadas, tomadas de otros, que a su vez debieron haberlas oído pronunciar a terceros, es la voz cantada la que da status el aedo, la que lo sitúa más allá de cualquier compartimiento social. En efecto, su voz, acompasada para permitir que el oyente perciba lo invisible -una realidad que no por ser distante es menos significativa-, aparte de nombrar, o, mejor, de tener el poder para nombrar (y nombrar es siempre una manera de invocar o de apelar), apunta a algo que rebasa la simple designación: subrayar cómo la vida está atada a un destino -quizás a una fatalidad- (Lynch, 1987, p. 30), y cómo el relato de este destino-fatalidad no puede comprenderse sin que medie la utilidad de la memoria o la dignidad del recuerdo.

El canto, a la sazón, se enlaza a la memoria. Lejos de ser solo una facultad psicológica activada para recuperar el espíritu de los eventos o seres desaparecidos, esta memoria es una dádiva concedida por los dioses a aquellos que, como el aedo, narran, en forma de canciones, “lo que es, lo que iba a ser y lo que ha sido” (Ilíada, i, 70; Hesíodo, Teogonía, 32 y 38). Dación de los dioses puesto que, en el ideario religioso griego, la memoria ([μνημοσύνη], Mnemosyne) es una entidad personificada cuyas hijas, las Musas, al tiempo que nombran las cualidades que exige el quehacer poético, connotan los campos de acción de cada una de las artes. La gracia de la memoria, materializada en el acto de invocación a las Musas (Ilíada, i, 1; ii, 484; xiv, 508; Odisea, i, 1), no excluye el largo aprendizaje de un oficio que hace de los encuentros humanos la mejor ocasión para el ejercicio del canto. El canto practicado con el auxilio de la memoria divina permite al aedo convertirse en una especie de vidente. Aun estando entre los hombres, viviendo con ellos, participando de sus afanes, él logra contemplar lo que los demás no ven y oír lo que escapa a la audición ordinaria. En cierto modo, accede, mediante su memoria, “a los acontecimientos que evoca, pues tiene el privilegio de ponerse en contacto con el otro mundo” (Detienne, 2004, p. 62). En este contacto no hay señales de éxtasis, tampoco indicios de una conciencia alterada y menos algo que se asemeje al desarreglo de los sentidos de una experiencia-límite; todo lo más, una presencia calificada de “divina” o “inspirada” ([ἔνθεος], entheos). Si en su acto comunicativo interviene la mediación arrobadora de las Musas es porque la palabra que canta adquiere una notable cualidad: no se discute y, en cambio “organiza, decreta, ordena, instituye, crea” (Echavarría Yepes, 2012, p. 86). En esa medida, la eficacia del canto es signo del renombre del cantor.

La reunión, el encuentro, la fiesta es la circunstancia que propicia la actividad del aedo. Para los griegos homéricos, la fiesta es la contracara de la guerra. El carácter celebrativo de la fiesta cuenta con el aval del soberano y, sobre todo, con el concurso de un aedo profesional. El canto que modula dicho profesional, ante el cual los hombres dejan traslucir una disposición jovial característica, jamás está dirigido a ensalzar las virtudes de su propio magisterio. Su “yo” desaparece tras el contenido de lo que comunica y eso que comunica invariablemente concierne a una tercera persona. En efecto, el pronombre de tercera persona del singular o plural es el embrague que domina la instancia enunciativa del canto. Si el aedo no canta para sí mismo es porque su oficio supone cantar para otros que, a despecho de toda desigualdad, se reconocen formando un gran nosotros. Como catalizador de un encuentro festivo, el canto entraña una dimensión aglutinante, en dos sentidos: atrae como un imán la atención de los escuchas, cuyos oídos se abandonan a la seducción ejercida por la fuerza de las palabras proferidas, y reafirma una identidad común a partir del trasfondo referencial que las líneas melódicas recrean en el instante mismo de la emisión. Tan pronto como congrega a los hombres para hacerlos partícipes de una vivencia integradora, el aedo, espoleado por el deseo de que su canto descubra “lo original, la realidad primordial” (Detienne, 2004, p. 51), se toma el tiempo y el espacio de la fiesta. Aquí nada ocurre, nada rompe el continuum de la existencia, salvo la audición del canto, la cual es presentada como un auténtico acontecimiento, pues su contenido, además de fijar el cuadro mental en relación con el cual lo narrado adquiere significación, transmite un mensaje, una información (Havelock, 2002, p. 42), que hace las veces de fuente “histórica” de la comunidad.

En fin, a semejanza de otros oficios que reciben una aceptación colectiva, cuya práctica garantiza el orden existente respecto de la posición que cada individuo ocupa en la esfera social, el del aedo no escapa a una última consideración introductoria, patentizada por el tipo de utensilio con el cual usualmente se lo identifica en el vasto fresco épico forjado por Homero. Hablamos de la cítara ([κίθαρις], citaris). Sin ser en estricto sentido una pieza emblemática (al modo como el cetro -[σκῆπτρον], skeptron- es el objeto distintivo del orador que está en uso de la palabra durante la celebración de una Asamblea, o incluso del sacerdote que se encarga de presidir el sacrificio cárnico mediante el cual los hombres establecen una comunicación ritual entre las regiones del cielo y de la tierra), la cítara, mucho más que la flauta de doble tubo ([αὖλος], aulos) o que la fórminge ([φόρμιγξ], phorminx), aprestos musicales que a la par son nominados en la Ilíada y la Odisea, es el instrumento del que se sirve el aedo para ejecutar su trabajo. Aedo, oda y cítara forman, entonces, una tríada inseparable. Pese a ser inanimada y subordinada a la manipulación de un habilidoso agente, según la distinción de los bienes de propiedad que Aristóteles planteará siglos después (Política, i, 1253b, 4 y ss.), la cítara se torna en fuente de animación melódica. No es que ella cobre vida y haga innecesario al ejecutante cuyas manos sostienen el plectro con el cual se afinan y pulsan las cuerdas; pero no parece haber duda de que, sin su empleo, o sin el uso simultáneo de ella, la actividad de cantar se vería debilitada, y, por qué no, silenciada. Cerremos este breve apartado subrayando que la actuación del aedo sólo se completa cuando, conforme a la hipótesis lanzada por Gentili, los versos del relato y la melodía de la cítara se fusionan en un conjunto artístico armónico (citado por Muriel Espejo, 1991, p. 61).

Los aedos homéricos y sus cantos

Antes de ahondar en este apartado, tal vez no resulte inútil exponer una acotación previa: si algo caracteriza el modo como Homero -en la Ilíada y la Odisea- desarrolla el tema del aedo y las canciones que éste interpreta es la disparidad.

En el primer poema, que, como sabemos, detalla hechos de guerra (luchas cuerpo a cuerpo, asambleas de guerreros, tácticas y estrategias de combate, despojos de armas, ceremonias fúnebres y demás aspectos que definen una confrontación letal entre combatientes organizados cuya declarada enemistad ha sido generada por el rapto de una mujer), ciertamente hay espacio para describir lo que efectúan los hombres durante los períodos en los que la lucha bélica, salpicada de temores viscerales, pregones jactanciosos y gritos rituales, no constituye el corazón del relato principal. Aunque la muerte campea por doquier, bajo formas que ostentan una violencia y crudeza excesivas (por supuesto, para el gusto moderno), la vida, en sus distintos aspectos, no cesa de presentirse y manifestarse jubilosamente. Gracias a los momentos de tregua, nos apercibimos de lo que acontece en el interior del campamento aqueo o dentro de las salas y cámaras nupciales del palacio de Príamo. Sacrificios, arengas, juegos, jaleo de animales, labores de costura, diálogos entre esposos son algunos de los actos humanos con los que Homero deja correr el flujo incesante de la existencia. El canto, como parte de este microcosmos colmado de muestras palpables de animación, difícilmente podía quedar excluido. Varias puntadas relacionadas con él se trenzan al tejido discursivo del poema, ya de manera directa, ya de manera indirecta (i, 1; i, 472 y i, 604; ii, 599; ix, 189-191; xviii, 493, 570). Sin embargo, en la Ilíada, obra que en sí misma es un canto a la guerra (diríase al primer choque entre Oriente y Occidente, cuando menos dentro de los trazos de una composición ficticia que ha sabido camuflar -si las hay- sus fuentes históricas), sólo en una ocasión, y expresada en plural, Homero hace mención de la figura del aedo (xxiv, 720).2

A pesar de cimentarse en tres grupos de odas muy diferentes entre sí (la denominada Telemaquia, cantos i-iv, la Trashumancia, cantos v-xv y el Regreso, cantos xvi-xxiv), y sin eliminar por completo el componente bélico, o sería más preciso decir el componente conflictivo, dado que la rivalidad dominante entre los hombres es de índole doméstica o local, que no “interestatal”, por causas que vinculan también a una mujer (la presunta viuda de un soberano cuya larga ausencia crea un vacío de poder que intenta ser llenado por el codicioso e insaciable espíritu de ciento ocho pretendientes), la Odisea hace énfasis en el motivo narrativo del viaje, lo mismo que en las aventuras que acarrea en quienes encarnan la condición de viajeros: Telémaco y Odiseo. Segmentado en escalas terrestres o marítimas, tal motivo se traduce en un dilatado desplazamiento. La geografía descrita, en principio “real”, se torna luego imaginaria y finalmente se cierra con una vuelta al punto de partida: el palacio de Odiseo. Tanto para el hijo como para el padre, dicho desplazamiento, en ocasiones sembrado de escollos, representa el paso de lo conocido a lo desconocido: otros seres, otras costumbres, otros alimentos, otras instituciones, otras formas de organización social, en fin, otros desafíos y riesgos. Pero la diversidad de lo encontrado en cada punto de llegada, entes solitarios o comunidades consolidadas, no cancela la familiaridad de aquello que es dejado atrás. El aedo es uno de los elementos que participa de esta doble condición. Su figuración en el poema, en contra de lo que ocurre en la Ilíada, llega a ser, si no hegemónica, harto relevante, pues como personaje, de un lado, es objeto de alusión y, de otro, es sujeto de acción.

Los aedos homéricos

Cuatro, en concreto, son los aedos mencionados. Todos, sin excepción, se alojan en mansiones preclaras, habitadas por individuos que están en la cima de la pirámide social. En compañía de sus esposas e hijo (o hijos), y rodeados de un grupo de cortesanos, tales individuos son los depositarios de la autoridad máxima. Han heredado el poder por vía paterna y sus gobiernos, que cuentan con el consentimiento de los gobernados, conforme a un régimen que admite ser calificado de “monarquía de los tiempos heroicos” (Aristóteles, Política, iii, 1285b, 11 y ss.), nunca son puestos en entredicho. ¿Cómo llegan los aedos a estas casas? ¿El prestigio que los precede los convierte en invitados especiales? La razón no es descabellada, a juzgar por las palabras de Eumeo, el fiel porquero de Odiseo (Odisea, xvii, 382-386). ¿Media por ventura alguna clase de encomienda, gestionada por un heraldo que avanza de reino en reino con la misión de comunicar el mensaje? ¿Son acogidos después de solicitar hospitalidad (una expresión que procede de la voz “huésped”, “extranjero” ([ξέν- ξένος], xen- xénos -Santiago Álvarez, 2004, p. 26-), y de ofrecer a cambio de ella los dones de su canto memorable? Estas preguntas quedan sin respuesta en el poema.

Dos de los aedos referidos carecen de nombre propio, el de Micenas y el de Esparta, y los otros dos, al revés, son investidos con sendos apelativos elocuentes: el de Ítaca y el de la isla Esqueria, país de los feacios. En el nombre de Femio, cantor en el palacio de Odiseo, late el sentido de “decir”, “proclamar”, “divulgar”. Por ende, su nombre deja traslucir la acción que ejecuta en la Odisea. Es el portavoz de numerosos “se dice”, transmitidos en forma de canciones u odas capaces de producir, porque los conoce, según la percepción de Penélope, “embrujos o hechizos” (Odisea, i, 337; vi, 273 y xv, 468). Por su parte, Demódoco, como aedo adscrito a la corte regentada por la pareja de reyes Alcínoo y Arete, es portador de un nombre en el cual resuena la idea de “gente”, “pueblo”, “masa”, y, más, de aquel que es “acogido y honrado por el pueblo” (Odisea, viii, 472). Sólo que el pueblo ante el cual ejecuta su canto es excepcional, pues Demódoco habita entre gentes que ignoran el trabajo, las enfermedades y la guerra. Su emplazamiento físico las pone a resguardo de cualquier agresión, de cualquier intento de asedio, y ello explica que pasen sus días en un estado de plácida felicidad. No obstante, esta situación de continuada bienaventuranza no desmiente la aptitud del cantor para referir eventos o acontecimientos memorables.

Demos un paso adelante y ocupémonos de cada uno de los aedos. El de Micenas, primero. En lo que a él concierne, los versos de Homero son una fina muestra de resumen reticente:

[…] Clitemnestra divina negóse al principio a la infame

pretensión: era aún virtuosa en su pecho y tenía

junto a ella a un aedo a quien, presto a embarcar para Troya,

el Atrida prolijo encargó de velar por la reina.

Mas fatal decisión de los dioses la ató a la derrota:

llevó él [Egisto] al cantor a una isla desierta y dejólo

convertido en despojo y botín de las aves […].

(Odisea, iii, 265-271)

Eso es todo. Nada más se nos ilustra. Impregnado de una sutil insinuación, el pasaje, que no forma parte de la trama de la Ilíada, quizás hunda sus raíces en la tradición oral pre-homérica; con todo, costaría trabajo probar dicha conjetura, pues ni siquiera en los veintisiete fragmentos conservados de las Ciprias (s. a., 1999, pp. 119- 129) se conserva el registro de este detalle. Los versos son, de golpe, sugestivos. ¿Un aedo que se aloja en Micenas, y que además tiene el encargo de velar por la vida de la esposa de un rey? Poco tiene de extraño el primer componente de la pregunta si nos atenemos a la “lógica” narrativa que preside los poemas: descubrimos, por un lado, que Homero habla de un mundo extemporáneo, ajeno a las particularidades de su propia actualidad, en el que el estilo de vida nobiliario, asentado en valores y principios aristocráticos, y espoleado por una férrea conciencia de “clase”, se impone sobre cualquier forma de organización social conocida; y notamos, por otro, que junto a los nobles, de quienes se espera una conducta intachable estimulada por los más altos ideales caballerescos, cohabita el aedo, un personaje cuya prestancia radica en su digno oficio, y no en la sangre ni en la magnitud de las riquezas atesoradas. Solo aceptando esta lógica nos parece verosímil que los dos hijos de Atreo, el uno como soberano de Micenas y el otro como rey de Esparta, tengan a un cantor entre los numerosos funcionarios que cumplen con una función dentro del palacio.

El segundo componente de la pregunta, sin ser chocante, pues hemos de comprender -siguiendo el código heroico ventilado por el poema- que todo soberano está obligado a ser el guardián de su esposa y a dejar tras de sí una prole que perpetúe la buena reputación de la estirpe, no deja de sorprender. La sorpresa deriva, no del hecho de que Agamenón se afane en procurar la salvaguardia de la reina, cuidado razonable en quien marcha a una guerra respecto de la cual ignora si habrá de regresar con vida o encontrará en ella la muerte, sino de que deje dicha protección en manos de un aedo. En ningún otro lugar de la obra homérica se afirma que un aedo, además de cantar, se dedique a éste u otros menesteres. Y es que, en Homero, la diferencia de roles es tajante: mientras la condición de héroe se otorga a aquel que empeña su vida en la guerra, probando su valía de hombre en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el enemigo o en el diseño de ardides que inducen al rival a caer en una trampa mortal, la de aedo se aplica a quien, ya porque oye a otros relatar una gesta o un evento comunitario, ya porque escucha dar al héroe que sobrevive su versión de los acontecimientos, ensambla canciones que ofrece a una masa de auditores expectantes, apoyándose en una memoria inspirada cuyo cultivo goza del beneplácito y la gracia de deidades femeninas. Pero un aedo que tiene el encargo de custodiar a la esposa de un rey sí que deviene una novedad. El motivo (¿acaso un pequeño anudamiento que permite enlazar las historias de ambos poemas?) es un velado recordatorio del ultraje sufrido por el hermano de Agamenón.

Ahora bien, el doble banquete nupcial del hijo y la hija de Menelao y Helena es la ceremonia que sirve de recuadro a la mención del aedo de Esparta. Para ese momento la guerra de Troya ha concluido, el soberano ha vuelto a pisar su tierra natal tras años de errancia por Egipto y la reina, reinstalada en su morada luego de recibir indulgencia de su esposo, se nos presenta atendiendo las tareas correspondientes a su condición social. Como apuntábamos atrás, Homero no dice su nombre ni cuánto tiempo hace que convive con los monarcas de Esparta. Allí lo encuentran Telémaco y Pisístrato, vástago de Néstor, cuando ambos llegan a Laconia en busca de noticias de Odiseo, a quien la masa de pretendientes de Penélope, no sin manifestar un acucioso afán de “gobierno”, da por muerto. El viaje emprendido por Telémaco hace parte de su iniciación heroica. Jamás ha salido de casa desde que su padre se marchara para combatir contra los troyanos, y por ende es la primera ocasión en que debe enfrentarse a realidades que se extienden más allá de su entorno familiar. Antes ya había empezado a dar muestras de su talante decidido cuando, instigado por Mentes/Atenea, convocara una asamblea de itacenses para comunicarles la finalidad de su viaje. No carece de importancia este acto de la convocatoria; muy al contrario, deja traslucir una clara dimensión “política”, pues además de ventilar en público una decisión que concierne a su vida privada, Telémaco, en su paso a la edad adulta, intenta transformar el problema de su casa (el comportamiento indigno de los pretendientes) en una “cuestión de responsabilidad común” (Míguez Barciela, 2014, pp. 34- 35). Dicha iniciación se completará cuando coadyuve a su padre a dar muerte a los insaciables pretendientes y demuestre en un combate a escala, realizado no a cielo descubierto sino dentro de la cerrazón de una residencia palaciega, que es depositario de las cualidades de un guerrero. Antes de que el arribo de estos últimos interrumpa la fiesta y active la práctica de la hospitalidad, los circunstantes -nos cuenta Homero- se regodean “bajo la alta techumbre del palacio” con los cantos que, acompañándose de una cóncava lira, interpreta un “aedo divino”, y con las cabriolas que un par de saltadores realizan en el centro del salón (Odisea, iv, 1-21).3 Lo que sigue a la acogida de los huéspedes, según una secuencia ritual que exige el ofrecimiento de comida y bebida y el acto de ungir con aceite los cuerpos de aquéllos (una forma de baño que implica a la vez limpieza y purificación), es una suerte de intercambio dialógico entre los recién llegados y quienes hacen las veces de anfitriones. Más allá de los asuntos que vertebran los largos parlamentos de cada uno de los participantes, un aspecto destaca entre todos: tanto Helena como Menelao se expresan como hablaría aquel aedo que relata fragmentos de una antigüedad gloriosa. Es verdad que ninguno de los dos se arroga para sí, ni siquiera mediante un ejercicio de simulación velada, el derecho de hacer lo que, por convención social, ha de hacer el típico aedo, pues, en últimas, los dos soberanos no hacen más que responder, con verdad y sinceridad, y de manera circunstanciada, a lo que Telémaco inquiere; pero no es menos que en la contestación de estos la memoria los lleva a recordar hechos de un pasado mediato, aunque no propiamente lejano, cuya ocurrencia se remonta hasta la guerra de Troya, y, especialmente, hasta el tiempo en que Odiseo, en el desarrollo de dicha contienda, destacaba por su ingenio entre todos los guerreros aqueos. Luego de sostener el encuentro con los reyes de Esparta, y habiendo recabado algo de la información buscada, Telémaco emprende el regreso a su casa. De este aedo, poco más se nos declara.

Con Femio, el cantor de Ítaca, el terreno que pisamos es un poco menos incierto, aunque no lo suficiente. Menos incierto, dado que en vez de ser sólo el nombre de un personaje dotado de algún realce diegético, Homero deja saber que se erige como un agente social apreciable en medio de los residentes y vecinos que moran dentro del palacio y en torno de él. Menos incierto, también, porque, a diferencia de los otros dos aedos que hasta ahora hemos ensayado perfilar, Femio hace su entrada en la Odisea (unos versos después de que en el proemio se anunciara, anticipadamente, el contenido de la obra y se ponderaran las virtudes del héroe que habrá de protagonizar cada uno de los episodios de la narración, vale decir, no un hombre del común, sino un varón astuto, inteligente, cortés, valiente, en una palabra, prolijo en recursos: Odiseo) entonando un canto acerca del “desastroso regreso de Ilión que a los dánaos impuso Atenea” (i, 326-27), aventura que coincide, aunque de una manera un tanto abreviada, con el relato contado por Menelao a Telémaco. Y menos incierto, en últimas, puesto que, contrario a los auditorios de los cantores de Micenas y Esparta, el uno integrado por un solo oyente -Clitemnestra- y el otro por unos cuantos -los convidados a los esponsales de los hijos de Menelao y Helena-, el suyo se distingue por ser general, nutrido simultáneamente por los miembros y servidores de la familia de Odiseo y por el enjambre de los pretendientes que pasan los días en casa de éste cometiendo toda clase de desmanes y exacciones.

Y escribimos que es insuficiente porque cuando queremos apercibirnos del contenido puntual de las canciones que interpreta el aedo, Homero, afincándose en una estrategia discursiva que parece obedecer a un esquema formal invariable, hábilmente introduce una situación cuyo despliegue implica interrumpir el canto para darle prelación a la veta narrativa recién incorporada. El corte que viene a continuación de la primera mención de Femio está determinado por Penélope, quien, conmovida por el canto que escucha desde lo alto de sus aposentos, desciende por la escalera que conduce al amplio salón donde están reunidos los pretendientes y exhorta al cantor a que profiera una tonada diferente, menos luctuosa y más entretenida. Igualmente, no podemos oír la segunda ejecución del aedo, efectuada cuando Odiseo y Eumeo se acercan a la puerta del palacio, debido a que Homero, en lugar de seguir reproduciendo el canto del aedo, da la palabra a Odiseo, en un acto de desplazamiento enunciativo, a fin de que pueda enterarse por boca del porquero de aquello que acontece dentro de la morada palaciega (xvii, 260-265). La última alusión a Femio, aparecida al final de la obra y cuando tiene lugar la matanza de los pretendientes, muestra al aedo en calidad de suplicante, y es en este punto donde obtenemos una información de índole autorreferencial sobre el oficio de cantor: de un lado, deja claro que el aedo es cantor “cuyos versos recrean a dioses y a hombres”, y, de otro, aedo es cantor capaz de producir “múltiples tonos” gracias a las potencias divinas de las Musas que habitan en el Cielo (xxii, 345-48).

Demódoco emerge como el cuarto aedo que recibe atención en la Odisea. De todos los mencionados, es el único cantor invidente; pero su ceguera, que para otros representaría un mal, es estimada por Homero como un bien. En virtud de ella, el aedo compensa lo que sus ojos no ven con el poder que la Musa le concede: conocer por igual los secretos del canto y las historias de los dioses y hombres (viii, 63). Para Homero, carece de importancia saber si la pérdida de la visión de Demódoco es congénita o efecto de algún accidente; lo que le interesa resaltar es la fuerza y clarividencia de sus palabras inspiradas. Que el canto entraña secretos significa que es el resultado de una actividad simpar, no ejercida por cualquiera. Como tal, los arcanos no se develan ni compete al cantor descubrirlos. Al depender de la voluntad divina, resultan insondables para quienes no hacen parte del gremio. Podrían concernir no menos a la forma que al contenido. A la forma, puesto que Odiseo, durante el banquete nocturno que los feacios celebran en su honor en el alcázar de Alcínoo, escucha una de las interpretaciones de Demódoco y no ahorra esfuerzos en elogiarlo por cantar del “modo adecuado” (viii, 496). Ese modo es el nombre de una elisión artística. Nunca nos enteramos a qué se refiere Odiseo cuando prorrumpe en dicha alabanza. Y al contenido, ya que el tipo de canción que gusta de entonar el aedo atañe a una gesta, una hazaña, un episodio o una artimaña cuya gloria llega “hasta el anchísimo cielo” (viii, 74).4

Ahora bien, este cuarto aedo comparte con Femio, su igual de Ítaca, dos elementos: a) ambos pueden cantar en espacios abiertos o cerrados, es decir, ora en la plaza pública ([ἀγορά], agora), ora en la “sala de hombres” ([μέγαρον], megaron), donde los nobles pasan el tiempo hablando, bebiendo y comiendo, cuando la guerra -y por qué no las aventuras por tierras desconocidas- no los impulsa al movimiento o al deseo de conocer; y b) ambos se hacen acompañar del instrumento musical mencionado arriba: la cítara. Al ocupar estos tales espacios y al intervenirlos con su acción poético-musical, Femio y Demódoco se ponen por encima de las determinaciones sociales que gobiernan la existencia comunitaria, desplazándose sin coacción de un grupo a otro, como corresponde a una figura que desempeña un oficio impregnado de sacralidad, y terminan siendo los artífices de una mediación simbólica cuyos efectos, sin embargo, no son suficientes para alterar la jerarquía que entronca el ordenamiento colectivo.

Comprobamos, al hacer una recapitulación parcial, que el tema del cantor y el canto no le resulta extraño a Homero. Mientras en la Ilíada una breve puntada basta para esbozar la figura del aedo, en la Odisea las alusiones a ella se alternan con efectivas recreaciones. El plural empleado por el bardo para remitir a la presencia de este personaje en el primer poema, y el cual abre la posibilidad de que el oficio de cantor se desdoblara en actuaciones corales, entra en oposición con los desempeños individuales -y monódicos- de los aedos que intervienen en el segundo. Por último, la falta de nombres propios del grupo de cantores que es señalado con parquedad en la Ilíada, una obra que nos entrega la identidad de cuarenta y cuatro caudillos, la de más de doscientos cuarenta y cinco combatientes muertos en la guerra, sin contar los “ciento setenta y cinco lugares nombrados” (Alexander, 2015, p. 63), contrasta con la precisión onomástica de los dos principales aedos que desfilan por la Odisea, pieza épica caracterizada por la intervención de más de trescientos agonistas (Ramos, 2008, p. 34).

Cantos de los aedos

¿Y los cantos? Apenas si Homero los “reproduce”. Aun siendo exiguos, es posible reunirlos en dos grandes clases: cantos de fiesta y cantos de banquete (aunque todo banquete entraña un carácter festivo, no toda reunión festiva se cierra con un banquete).

En cuanto a los primeros, se producen a menudo en el marco de circunstancias definidas. Por consiguiente, reclaman un tiempo, un espacio, un modo, una razón, un equipo fijo que facilita la actividad y, por supuesto, unos concurrentes. No es el canto el que determina la circunstancia; más bien es ésta la que fija las condiciones de aquél. En esa medida el canto presta, si se nos permite el giro, un mérito funcional, pues satisface un requerimiento social, o, más simple aún, sirve “para algo”. El servicio, antes que sumarse a la circunstancia, es inherente a ella. Y lo que le concede valía, hasta el punto de convertirla en costumbre, es la aceptación colectiva.

Cuando el canto suscita la danza, “el bardo actúa como director de un grupo que le da la réplica. El bardo canta una canción que el grupo conoce y ellos le responden con una contra-canción y movimientos rítmicos” (Redfield, 2012, p. 64). La solidaridad de los ejecutantes es espontánea, nunca programada, y juntos se trenzan en una dinámica artística que termina por enriquecer el patrimonio cultural de la comunidad.

De entre las múltiples circunstancias u ocasiones sociales que dan cuerpo a la vida colectiva, Homero confiere a tres un papel notable. Una versa sobre faenas de vendimia (Ilíada, xviii, 567-572), otra sobre esponsales (Odisea, iv; 4-19) y la última sobre honras fúnebres (Ilíada, xxix, 720-722). Bajo ellas palpita el sentido de los ciclos de la existencia misma: vendimia-renacimiento; esponsales-unión- procreación; y muerte-destrucción. Cada fracción del ciclo, cuya reiterada sucesión calca los movimientos de la naturaleza, se objetiva bajo la forma de una canción: el Linos, el Epitalamio y el Trenos, respectivamente. Variantes de estas formas líricas conformarían una abundante reserva de canciones y de ella se apropiaría el aedo para remozar, con su interpretación, la vocación festiva de los asistentes. No sin titubeos, la tradición atribuye a Hesíodo unos versos en los que la palabra Linos se usa para designar a un personaje legendario:

Y Urania entonces dio a luz a Linos, hijo muy amado,

al que en verdad todos los aedos y citaristas mortales

que existen celebran con llantos en los banquetes y

coros; y a Linos invocan al comenzar y al terminar.

(Fragmentos de lugar incierto, 305)

A semejanza de otras, la pieza conservada esconde más de lo que dice. La mitología flaquea al momento de establecer la filiación de Linos. Una leyenda tebana (pues existe igualmente una conocida en Argos) afirma que desciende de Anfímaro y de una musa (regularmente Urania, a veces Calíope o Terpsícore). Dado el lazo de sangre que lo ata con una de las hijas de la Memoria, se lo presenta como el inventor del ritmo, la melodía y, lo más valioso, de un artilugio musical: sustituir “las cuerdas de lino, empleadas hasta entonces en la lira, por otras hechas de tripa. Pero, habiendo pretendido rivalizar con el propio Apolo en el arte del canto, el dios, indignado, le dio muerte” (Grimal, 1994, pp. 325-326). En la leyenda argiva Linos, sin perder su condición semidivina, pues su padre es Apolo, muere tempranamente devorado por unos perros, razón por la cual el oráculo de Delfos recomienda instituir una canción de duelo en su honor. Dalby plantea que la reiteración del nombre Linos, al inicio y final de la canción, y al principio y fin de las celebraciones a las que el contenido remite, funciona “como una especie de estribillo” (2008, p. 41). Al hacer hincapié en el fatal destino del hijo de Urania, la pieza da a entender un acto de evocación impregnado de congoja, pero no de euforia, pese a que hable, explícitamente, de un nacimiento mítico.

Al comparar estos versos con los de Homero, notamos de inmediato que el sentido varía. Linos pasa a significar una canción asociada a las faenas del campo, y particularmente al tiempo en que los viticultores, transcurrido el tiempo de la siembra, se disponen a recoger la cosecha de la vid; una cosecha abundante, “dulce como la miel”, que inspira, en las doncellas y mozos recolectores, “joviales sentimientos” y, en los demás convidados, “bailes y gritos al ritmo de sus brincos”. A despecho de cualquier lamento, el Linos es tonada que festeja la colecta del fruto, y, más, la continuidad de la vida que ella confirma. La danza que viene a continuación de esta canción, cuyos sones proceden de la “sonora fórminge” que tañe un joven intérprete, encuentra una especie de paralelo coreográfico en tierra feacia. Solo que en la heredad de Alcínoo, Demódoco no entona un canto de cosecha sino uno que relata el modo como Hefesto descubre el adulterio de su esposa Afrodita con el dios de la guerra Ares y la trampa que les tiende para cazarlos en flagrancia. Debido a que el canto mueve a los nobles feacios a probarle a Odiseo su pericia en el arte de la danza (Odisea, viii, 250 y ss.), la ocasión social desemboca en un divertimento redoblado del cual se vuelven partícipes todos los circunstantes.

Aunque Homero no especifica cuál el tipo de canto que el aedo de Esparta da a conocer durante la celebración de los esponsales de los herederos de Menelao y Helena (Megapentes, “el fuerte” varón, se une en matrimonio a una hija de Aléctor, y Hermíone, la portadora de la misma belleza de Afrodita, es concedida a Neoptólemo, el vástago de Aquiles), hemos de colegir, en nombre de la conjetura arriba expresada, que podría tratarse de un epitalamio. A diferencia del canto de bodas que se interpreta durante la procesión que acompaña a la novia a la casa del novio, denominado himeneo ([ὑμέναιος], himenaios, relativo a “himen, membrana”), y el cual contempla una invocación ritual a Himeneo como joven y bella deidad responsable de la dicha y prosperidad de los recién casados, el epitalamio deja oír sus voces y melodías ante el umbral de la recámara nupcial. Notamos que las alianzas matrimoniales de los hijos de Menelao se realizan, no a lo largo de las vías que conducen al palacio del soberano, sino en el interior de la gran sala de éste. Al ser tonada que exalta el vínculo de una pareja, el epitalamio anuncia, con clamores de aprobación y jubileo, la inminencia de una acción inevitable: la ruptura del himen de la mujer como prueba inobjetable de su virginidad y como signo de una crianza encaminada a la procreación legítima. Dicha canción, que no olvida izar votos a favor de los cónyuges, se cuida de encubrir lo que sobreviene a la novia una vez traspone el quicio de la casa del hombre: quedar confinada dentro de la morada palaciega, en el entendido de que lo femenino pertenece al adentro, o, también, “a lo íntimo y a lo umbrío” (Sánchez, 2014, p. 43), mientras que lo masculino se define por la frecuentación del afuera, esto es, el lugar donde se gesta la confrontación bélica o donde se verifica la aventura del viaje. El par canto-danza, una vez más, completa la escena, ya que, al compás de la cítara pulsada por el aedo, “dos salteadores danzaban […] en medio de todos” (Odisea, iv, 18-19). Y, por si no fuera suficiente, Odiseo, hacia el final del poema, cuando ya ha perpetrado -en compañía de Telémaco- la matanza de los pretendientes, ordena a Femio que simule ejecutar los sonidos de una música de bodas a efectos de disimular los posibles recelos de los pobladores de Ítaca:

[…] Venga luego el divino cantor con la lira sonora

y preludie los tonos alegres del baile: así, quienes

desde fuera lo escuchen, vecinos o gentes de paso,

pensarán que aquí dentro se está celebrando una boda.

(Odisea, xxiii, 133-136)

Por otra parte, y retornando a la Ilíada, resulta enteramente creíble y convincente -desde el punto de vista de la composición narrativa- recrear el momento en que Príamo, auxiliado por Hermes, lograr conseguir de Aquiles la devolución del cuerpo maltrecho de su hijo Héctor a fin de transportarlo, sobre un carromato arrastrado por mulas, a su ilustre morada. El desfile de la comitiva a lo largo de las calles de Troya es descrito con trazos luctuosos: la pena invade a los hombres, las mujeres se mesan el cabello en señal de aflicción, unos y otras derraman abundantes lágrimas, un estupor angustioso se cuela por cada rincón y la ciudad queda envuelta en un sentimiento de desconsuelo. Una vez depositan el cuerpo inerte en “perforado lecho”, el anciano rey ordena a algunos cantores que se sienten a lado y lado del cadáver y procedan a entonar un “lastimero canto fúnebre”; canto que es rápidamente acompañado, con un caudal de gemidos, por algunas mujeres.

Retengamos las últimas líneas y ahondemos en su sentido: el treno no se canta en público, aunque los hombres y mujeres troyanas contemplen los restos del “adalid de Troya”, sino intramuros; y el “duelo gimiente” es una prerrogativa, incluso un derecho, de las mujeres (Loraux, 2004, p. 17). La privacidad del canto es parte de los ritos con que los deudos más cercanos procuran evitar que el cuerpo del muerto emprenda su viaje al más allá sin haber recibido los debidos cuidados. Por eso son preocupaciones funerarias, cuando de un muerto eminente se trata -como es el caso de Héctor-, limpiar las llagas, lavar la sangre de las heridas, ungirlo con aceites perfumados, a fin de que quien contemple su cuerpo desnudo pueda admirar la belleza y sentir que, pese a la quietud de los órganos, o precisamente por ello, ha logrado escapar al deterioro y menoscabo propios del resto de criaturas mortales (Vernant, 2008, p. 79). A su vez, que las mujeres se encarguen del llanto, que sean ellas las llamadas a verterlo, es un hecho que se relaciona con la procreación femenina. La muerte del hombre les recuerda el dolor del parto. Si el acto de dar a luz es fuente de un dolor considerado como penetrante y desgarrador, el de asistir a la muerte del hombre que encarna la condición de hijo, esposo o padre es causa de un dolor reputado como pavoroso e insondable (no en vano tres son las mujeres que se lamentan por la muerte de Héctor: Hécuba, la madre; Andrómaca, la esposa; y Helena, la cuñada) (Loraux, 2004, p. 50). Concluidos el canto fúnebre y los sollozos femeninos, el cuerpo de Héctor abandona la intimidad de la casa familiar y es trasladado al exterior, pues ha de obtener un postrero y fastuoso reconocimiento: someter su cuerpo al fuego de una pira. Pero antes de realizarse la cremación los hombres habrán de honrar al hijo de Príamo con una celebración (y esta es la razón por la cual incluimos el treno dentro de las canciones de fiesta), como acto de cierre de los funerales de Héctor.

Pasemos a la segunda clase de cantos, los de banquete.

Ellos dejan de ser complemento de la fiesta, y se imponen como actividad recurrente del evento que congrega al grupo humano. Diríase que constituyen el acto por antonomasia del banquete, y por ello se cantan cuando la sed de beber y el apetito de comer ya han sido satisfechos. La modalidad, aquí, supone que el aedo tome asiento a corta distancia de los bancos que son ocupados por los nobles y que dirija el producto de su arte -conseguido tras años de aprendizaje mnemotécnico- a los convidados que colman la sala. Dado que estos cantos no se fijan por escrito ni obedecen necesariamente a un repertorio previamente elegido, devienen siempre nuevos, así sus elementos temáticos sean conocidos por el auditorio (Dalby, 2008, p. 56). Entérminos estructurales, este segundo tipo de canciones no tiene una duración definida, tampoco un número fijo de versos y menos un molde estrófico estándar. Quizás sí un metro estable -el hexámetro-, a juzgar por la medida que abarcan los versos cuando Homero, simulando trocar los turnos discursivos, le cede miméticamente la palabra a Femio y Demódoco a fin de que articulen sus respectivas canciones. Sólo un aedo entrenado, diestro en el lenguaje especial del canto, tiene la capacidad “de crear, en apariencia ex nihilo, un poema correcto en metro y satisfactorio en contenido delante de su audiencia” (Redfield, 2012, p. 64).

En el contexto de los banquetes nobiliarios en los que la presencia masculina es mayoritaria, el aedo se destaca por realizar una doble función: “celebrar a los Inmortales y conmemorar las hazañas de los hombres intrépidos” (Téocrito, citado por Detienne, 2004, p. 62). La celebración, consecuentemente, se compone de dos subtipos de canciones: las que comunican historias de dioses y las que reportan historias de héroes. Penélope, al comienzo de la Odisea, lo confirma:

Otras muchas leyendas, ¡oh Femio!, conoces de cierto

de dioses y guerreros, que hechizan las mentes humanas

al cantar del aedo; entona una de ellas […].

(I, 337-339)

En el primer caso, el cantor (tal como años después hará Hesíodo) se convierte en el primer agente estabilizador de la tradición mítica oral, al dibujar un cuadro relativamente sólido de las deidades que componen el abultado -y diverso- panteón griego antiguo. En el segundo, dedica sus energías y recursos técnicos a encomiar una forma de vida aunada en torno a valores bélicos, principios de “clase” y conductas aristocráticas, en la que la aceptación de la muerte -mucho más gloriosa si acontece en el campo de batalla- pasa a ser el hecho sustantivo que le da pleno sentido a la vida individual. Y como en la aprehensión poética las dos esferas nunca aparecen disociadas, el aedo puede hilar relatos en cuyas tramas la interacción entre dioses y héroes deviene un acontecimiento natural, al tiempo necesario e incontrovertible.

La palabra del aedo, imbuida del favor divino otorgado por la Musa, no le limita a ordenar cosmogonías o a desenmarañar ascendencias y progenies divinas (Detienne, 2004, p. 63); contribuye, además, y no poco, a fortalecer el culto religioso. No habiendo un libro que contenga verdades reveladas respecto del ámbito de lo divino, ni tampoco un clero especializado que fije una guía de comportamientos en materia de creencias, los relatos de los cantores hacen las veces de material formativo. Al margen de que en el hombre común despierte o no una actitud piadosa, ella permite que “las potencias del más allá asuman una forma familiar, accesible a la inteligencia” (Vernant, 1991, p. 17). Imaginadas como la máxima expresión de la trascendencia, esas potencias, en el sentir del aedo, rigen buena parte de los destinos humanos. Asisten los partos, presiden los matrimonios, equilibran el éxito o el fracaso de ciertas empresas, alivian los pesares -o por el contrario los causan-, favorecen la fortuna (a condición de que no aumente de un modo ilimitado), y, llegada la hora, avalan (cuando no deciden) el sino de cada uno de los mortales.

El canto a los dioses es una variante lírico-religiosa que acaso no desconociera el aedo (usamos el subjuntivo porque nos inclinamos a creerenlaalternativacontraria).Elhimno([ὕμνος], himnos)constituye la forma por excelencia de dicha variante. Los llamados Himnos Homéricos, una colección de treinta y cuatro poemas de extensión, ritmo y estilo diferentes, y rubricados -aun provisionalmente- por la relativa semejanza formal que ostentan con los rasgos lingüísticos y métricos característicos de la Ilíada y la Odisea, nos ofrecen una idea aproximada de lo que pudo haber sido esta composición. Tras un breve proemio, en el que el bardo nos informa que va a cantar a una deidad específica, encontramos la parte central del himno, dedicada a narrar hechos puntuales asociados a la historia de la divinidad y a sus relaciones con otros dioses; desarrollada esta parte, cuya extensión varía de una a otra pieza, el poema tiende a cerrarse con unos versos (designados convencionalmente como versos de transición), “en los que el autor se despide y comunica a la divinidad que tiene la intención de pasar a otro himno o empezar otro canto o, en los menos, hace una invocación al destinatario para pedirle felicidad o victoria para su canto” (García López, 2001, pp. xiii-xiv). “Decidor de [sensatas] palabras y autor de [grandes] hazañas” son los dos atributos que, según se desprende de la réplica que Fénix hace luego de oír la larga perorata pronunciada por Aquiles, definen el carácter heroico de un hombre (ix, 443). A su manera, el hijo de Peleo cumple a cabalidad con la doble demanda planteada por el anciano: jamás ceja en el empeño de “saciar de sangre a Ares” (xx, 267), un eufemismo poético utilizado para suavizar la nombradía de “matador de hombres” que envuelve a Aquiles, y hace gala, ya desde el primer canto de la obra, de una probada pericia en el arte oratorio. No obstante, ¿la frase de infinitivo “cantar gestas de héroes” vale como perífrasis de la frase “decidor de palabras”? No lo creemos. El orador y el aedo se asemejan en el hecho de que hablan ante asambleas de hombres, pero se diferencian en la finalidad discursiva que cada uno persigue: el primero, cimentándose en argumentos, busca persuadir; el segundo, asentándose en series de acciones relatadas ([μῦθοι], mithoi), intenta deleitar. Luego, si Aquiles se comporta como un aedo, y en esa medida tiene la función de deleitar, ¿podemos afirmar que agrada con su canto a Patroclo, el único asistente que lo escucha? Suspendemos el juicio, a sabiendas de que no han faltado autores que, adelantando un ejercicio de sobre-interpretación textual, quieren hacerle decir a Homero lo que éste no dice:

Charles Segal subraya el hecho de que Patroclo está esperando a que Aquiles termine; Segal extrae la conclusión de que el cantar de un guerrero, a diferencia del de un bardo […], “sólo le proporciona placer a él mismo, no a los demás”; dicho de otro modo, Aquiles es un mal cantor y Patroclo está aburrido. Gregory Nagy observa que, en la Atenas de época posterior, la Ilíada y la Odisea eran interpretadas en festivales cuatrienales por una serie de cantores sucesivos en una especie de actuación por relevos. Con el objeto de demostrar que esta tradición tenía una larga historia, Nagy afirma que el poeta está pensando aquí en una interpretación por relevos, y que Patroclo está esperando para empezar cuando Aquiles termine. (Dalby, 2008, p. 51)

Por ahora, baste con señalar que otros héroes (Menelao ante Telémaco, Odiseo ante los feacios y Néstor ante los principales jefes aqueos), sin ser aedos en propiedad, relatan historias de proezas bélicas similares a aquellas con las cuales los cantores adoban espiritualmente los banquetes. En suma, la escena en la que Aquiles se yergue como intérprete de la fórminge y cantor “de gestas de héroes” opera como eje para desplazarnos del primer subtipo de canciones al segundo.

Héroe ([ἥρως], heros, “el que socorre o ayuda”) es una expresión, anota Finley, “que lleva a confusión, porque la identidad en la clasificación encubre una diversidad desconcertante de sustancia” (2014 [1954], p. 33). Sin embargo, dicha figura, en Homero, obedece a un marco mental delimitado por una serie de notas caracterológicas con las cuales se subraya una taxativa distinción respecto de otras dos clases de seres que, entre los griegos, pueblan el orden universal: dioses y mortales. Esta división tripartita de los seres que integran las regiones del cosmos, y que son susceptibles de convertirse en materia de relatos cantados, es recordada y ratificada por Píndaro, en su Olímpica ii, 2, luego de que Homero la planteara por vez primera en la Ilíada, xv, 187-193.

Como se sabe, Hesíodo, en Trabajos y días, retoca un mito, de origen oriental (Finley, 2014 [1954], p. 32), dedicado a narrar, si no la decadencia de la cultura, la paulatina y gradual caída de los hombres desde una bienaventurada Edad de Oro hasta una violenta Edad de Hierro. En efecto, en la sucesión de las razas, el poeta de Ascra postula la existencia de una estirpe surgida después de que el Crónida sepultara a los “terribles” y “soberbios” hombres de bronce y antes de que la tierra viera brotar el linaje de “los hombres mortales”, signados por amargos males y una insana injusticia: justamente la “estirpe divina de los dioses que se llaman semidioses” (Trabajos y días, 160). Esta cuarta raza, que interrumpe la serie analógica con los metales, se divide en dos grupos: de un lado, los que, al jugarse su existencia en la guerra, bien “al pie de Tebas la de siete puertas” o bien ante los muros de Troya, por causa de Helena, mueren en batalla y ningún destino póstumo les aguarda y, de otro, los que, merced a la providencia de Zeus, viven lejos de los mortales, cerca de las Corrientes de Océano, en la isla de los Afortunados, llevando una existencia libre de males, sufrimientos y trabajo.

Desde luego, el aedo, más que glosar notas como las expuestas, o más que enumerar los atributos con que puede calificarse de héroe a un mortal, procede a entonar cantos que transparentan acciones heroicas, llámense proezas, hazañas o duelos individuales ([μονομαχίαι, monomachiai). Sin demoras ni preámbulos, el cantor hace sonar su instrumento musical y vierte en palabras una realidad munida de esplendor: la del combatiente armado que, a solas o en compañía, pone en jaque su vida, o la de los demás, por causa de un fin noble antes que vergonzoso. Al relatar la acción de dicho guerrero, el aedo no se priva de descubrir la parte de humanidad que está en la naturaleza del personaje. Según el canto de Femio (Odisea, i, 326-327), no todo es venturoso para los héroes, y sobreponerse al infortunio es prueba de su condición especial; conforme al primer canto de Demódoco (Odisea, viii, 72-82), la amistad entre caudillos no impide que surja la discordia entre ellos, ni siquiera en momentos en que la ocasión social apremia a los convidados a comportarse de una manera pacífica; y en atención al tercer canto (Odisea, viii, 499- 520), el héroe se yergue en trance de realizar una hazaña cuyo éxito en buena medida obedece a la magnánima protección prestada por Atenea.

Los cantos de Demódoco, junto con la elidida canción de Femio-consagrada a recrear el funesto regreso de los principales caudillos aqueos-, constituyen un artificio metadiegético en virtud del cual un personaje de la historia primaria “toma a su cargo la narración de otra historia, ocurrida en otro espacio, en otro tiempo y quizás con otros protagonistas, convirtiéndose así en un personaje narrador [cantor] de una narración secundaria o de segundo grado” (Beristán, 2003, p. 15). Con este recurso, también conocido con el nombre de mise en abime o estructura abismada, Homero cede la voz -el turno enunciativo- al aedo quien, de inmediato, pasa a acoplarse al registro discursivo de base. La transición entre ambos registros se produce sin sobresaltos y genera un evidente efecto de expansión diegética. Al sumarse a la cadena verbal, Demódoco teje una red de remisiones entre el poema de la Odisea y el de la Ilíada (Rinon, 2008, p. 116). Sin perjuicio de un contenido referencial diferente, las remisiones se basan en la repetición formal. Riñas de palabra entre héroes, adulterios y ardides eficaces para hacer frente a una situación desesperada constituyen una pequeña muestra de esta práctica intertextual.

Estas remisiones, y algunas más que se construyen mediante la técnica del doblaje (la telaraña fabricada por Hefesto y el manto zurcido por Penélope; la risa de Apolo y Hermes y la de los pretendientes; o el festín ofrecido por Agamenón y el organizado por los feacios), no prueban que Demódoco sea una suerte de máscara tras la cual se oculta el rostro de Homero, velado intencionalmente para impedir que su identidad sea reconocida; pero obran a favor de la idea de que el cantor de los feacios, único de entre los aedos que nos revela la sustancia de la cual se nutre la tradición oral, no sólo no ignora el diálogo inter-épico entre la Ilíada y la Odisea (Rinon, 2008, p. 117), sino que además siembra las semillas de las que brotan los retoños que hacen patente un mundo heroico plenamente constituido (y no en estado de germinal aparición). La precedencia de este mundo, cuya vitalidad se da por cierta, es condición indispensable del canto mismo. Por eso Demódoco no puede menos de actuar con una piadosa actitud de descendiente (Bajtín, 1989, p. 459). Al validar con su canto la paradójica existencia de lo inexistente (fundamento de toda creencia), el aedo fusiona en una unidad de sentido el pasado referido con el presente que se despliega en torno suyo. Si la frontera entre ambas instancias temporales se vuelve difusa es porque su propia situación aparece henchida del valor paradigmático que procede de aquello que canta. Tal adelgazamiento de las líneas temporales, obtenido como resultado de una convergencia diegética, es el que permite que uno de los oyentes, justamente Odiseo, interpele a Demódoco para pedirle que entone una canción en la que el protagonista no es otro que el mismo solicitante.

Lo cual nos lleva al tercer apartado.

Los modos de elección de las canciones y los efectos causados en el auditorio

La elección de las canciones comporta dos opciones: o bien i) es el aedo el que introduce por iniciativa propia la canción, o bien ii) es uno de los miembros del auditorio quien la solicita.

Respecto de i) el aedo no sólo se define por su acto sino, sobre todo, por su potencia poética. Potencia es igual a reservorio de canciones, siempre a disposición del ejecutante. Debemos insistir en que el conjunto de estas canciones constituye el destilado de una tradición oral cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. En virtud de ii) es Odiseo, como huésped de los feacios, quien solicita a Demódoco la canción que anhela escuchar. A su manera, el héroe pretende que se hable de él mismo como si se narrara algo de un tercero (pues el hijo de Laertes aún no revela su identidad ante el pueblo que lo acoge) y esa narración pudiera ser del interés de todos. Si seguimos la lógica de los poemas homéricos, lo narrado sería cantado en hexámetros encadenados y estaría acompañado de una melodía propia. ¿Qué causa sorpresa aquí? Lo que sorprende no es la destreza de Demódoco, que sin objeción alguna se pone en tarea de satisfacer inmediatamente la demanda de Odiseo, sino el hecho de que el segmento de la historia solicitado -correspondiente a la construcción del caballo de Troya y su posterior ingreso a la ciudadela, ingenio que precipitará finalmente la caída y destrucción de la ciudad- no arrastra consigo un atávico pasado (a lo sumo diez años desde que los aqueos emprendieran el regreso a su patria). Pese al poco tiempo trascurrido, si lo comparamos con la larga tradición en cuyo seno se consolida la literatura oral, Demódoco pude ejecutar este canto requerido por Odiseo debido a su notable importancia diegética.

Esta fama que sobrepasa los límites conocidos, y que “es lo que suena, lo que se oye” (Gil Bera, 2012, p. 101), configura una nueva pareja de elementos que concierne a la relación instaurada entre el cantor y el héroe. Ya apuntábamos que, sin la gesta eminente, sin el desempeño esforzado del combatiente en el campo de batalla, el aedo vería cercenadas algunas de sus posibilidades de creación poética; y, al revés, sin la actividad del cantor, sin sus artilugios técnicos (posiblemente ligados a un uso formulario del lenguaje), el héroe no empeñaría su vida, o no moriría en la guerra, para obtener una reputación sonante, contagiosa o epidémica. Ahora podemos decir algo más: en el marco de una sociedad que proclama la excelencia de los valores humanos, el respeto y reconocimiento en el trato intersubjetivo y el relumbre de los objetos conseguidos, el aedo y el héroe son premiados o, más bien, agasajados con sendas clases de bienes, materiales e inmateriales. Al respecto, no basta con señalar que los mantos, túnicas, talentos de oro, una espada de bronce con empuñadura de plata, una copa de oro, una crátera y un caldero con que los feacios incrementan la hacienda de Odiseo son simples muestras de la institución de la hospitalidad; también conviene sugerir que tales regalos son la contracara de un hombre estimado como prudente, sensato y justo, y por ende que se hace merecedor de un prestigio que muchos deberían conocer. Igualmente, no basta con indicar que el pedazo de lomo de cerdo con que Odiseo recompensa el trabajo de Demódoco es uno de los bienes alimenticios que todo cantor aguarda en cuanto que funcionario de palacio al servicio de reyes y cortesanos; también es necesario aclarar que es el sustituto simbólico del renombre del cantor. Tales las palabras de Odiseo:

si estas cosas consigues cantar [el episodio del caballo de Troya]

seré testimonio entre todos los hombres

de que un dios complaciente te ha dado los dones del canto.

(Odisea, viii, 497-498)

En últimas, como se ve, la relación es reversible: ya no es el bardo el que otorga la fama al personaje heroico, sino que es éste quien se la concede a aquél.

Una última díada de alternativas se desprende del acto poético del aedo: la que se refiere al efecto ejercido sobre el público. Otra vez, demorémonos en las canciones de Demódoco. En este caso, estamos ante un auditorio general, compuesto por igual por los reyes y consejeros feacios y el mismo Odiseo. Como el canto y la danza son parte esencial del banquete, se esperaría que los asistentes reaccionarán de algún modo; pero, de todos los escuchas, Odiseo es el único que manifiesta, no sin procurar ocultarlos, sus sentimientos. Luego de oír la primera canción, el héroe prorrumpe en un llanto intermitente. El pasaje, enhebrado de unos pocos versos, insinúa una secuencia en alternancia, pues Demódoco, en lugar de entonar un canto continuo, hace pausas en su ejecución, las mismas que Odiseo aprovecha para enjugar sus lágrimas y ofrecer libaciones a los dioses (viii, 87-92). Cuesta trabajo establecer cuál es la causa del llanto: ¿acaso la autocompasión del héroe -que no cesa de insistir en su mísera condición-? ¿Descubrir que su fama ya es materia de recreación poética, aún sin haber muerto, o, si se quiere, sin haber alcanzado su destino? Sea como fuere, en esta secuencia un detalle se impone por sí solo: además de llorar, Odiseo también es presa de la vergüenza por llorar. Se diría que es verosímil, aunque no necesario, según la distinción aristotélica (Poética, 7, 1451a, 12; 9, 1451b, 8-9), que un huésped sienta vergüenza de llorar ante un anfitrión desconocido, máxime cuando su vida, hasta ese momento, ha pendido de un hilo; pero, ¿y si fuera otra la razón? ¿Una razón relacionada con el contenido del canto? En efecto, en él Odiseo no sale bien parado, pues, en medio de un banquete argivo (tema de la primera canción), se lo presenta querellando acremente con el Pélida Aquiles, por motivos que no se especifican. ¿Teme por ventura Odiseo que, una vez revele su identidad a los feacios (cosa que ocurre en ix, 18-19), la opinión de éstos hacia él ya aparezca contaminada por el modo como Demódoco lo introduce en escena? Luego, ¿el llanto vergonzoso es menos el producto del lamentable estado del héroe que de su mala fama de pendenciero? Con ser atrevida, la pregunta no carece de implicaciones sociales. En atención al código ético que regula la perfomance heroica, nada impide al guerrero reír, llorar o sentir miedo ante la sola presencia de un enemigo valeroso; pero si algo puede empañar su fama es la “mala opinión” ([δύσκλεια], diskleia) que puede granjearse para sí, a consecuencia de algún error de juicio o una conducta indecorosa. Entrelazada con la fama, el código heroico incluye también el honor ([τιμή], timé). Mientras la fama es la descripción de un modo de ser o de actuar, “la timé de un hombre es una valoración de su persona” (Redfield, 2012, p. 67). Quienes aparecen ante los demás sin fama ni honor se ven abocados a experimentar un sentimiento de vergüenza ([αἰδώς], aidós). Aunque en sentido originario esta expresión denota “pudor”, “modestia” o “recato”, entre los nobles homéricos que hacen eco al ideal de la educación caballeresca, aidós es un concepto que entraña, en palabras de Mondolfo, “una vergüenza que se vive no sólo frente a los demás, sino igualmente ante sí mismo” (1955, p. 536). En rigor, esta vergüenza es la medida moral de la propia estima personal, tal como el héroe presume que será reclamada por sus pares. La antítesis del que muestra un rostro sonrojado de vergüenza reside en quien exhibe un comportamiento que siglos después será propio de los llamados cínicos, es decir, en el sinvergüenza ([ἀναιδής], anaides) que, como el Tersites de la Ilíada (ii, 212 y ss.), concede poca o ninguna importancia al prestigio social, al qué dirán, y, negando de plano cualquier conjunto normativo vigente, antepone sus principios particulares a los de la comunidad, en un acto de rebeldía moral que raya en la desmesura. Entonces, ¿cede Odiseo a un llanto vergonzoso sólo por encontrarse en presencia de hombres desconocidos? Si el buen anfitrión es quien, de un lado, evita animar al huésped a que se marche, cuando éste no quiere hacerlo, ni se lo impide si tal es su deseo (Odisea, xv, 71-73), de otro, es aquel que, atento a la satisfacción generada en el ánimo de los convidados por el banquete y la cítara, propone amenizar el encuentro con una acción diferente, en la que los personajes no sean los servidores de palacio (el aedo, entre ellos), sino los mismos comensales. Que la actividad sugerida por Alcínoo sea “toda clase de juegos” es un hecho que no carece de sentido. En la comunidad señorial descrita por Homero, el juego también representa una ocasión propicia para hacer pública la virtud varonil (Jaeger, 1967, p. 23). Dado que el pueblo feacio ignora la guerra, pues en vez de “arcos y aljabas” prefieren “sólo los palos y remos de armónicas naves” (vi, 270-271), Alcínoo desea que Odiseo sea testigo ocular de las cualidades sobresalientes de sus hombres “en el pugilato, la lucha, saltando o corriendo” (viii, 103) y, una vez retorne a su patria, cuente a los suyos, y a otros más que gusten de oírlo, cual si se tratara de un aedo, lo que acaba de contemplar, algo “asombroso de ver” ([θαῦμα ἰδέσθαι], thauma idesthai). El certamen que sigue, en principio realizado por los mejores feacios, y luego con la participación de Odiseo (a causa de la provocación lanzada por Euríalo), culmina con la victoria delhijo de Laertes y, lo más relevante, con una nueva intervención de Demódoco, quien previamente, antes del desarrollo de las justas atléticas, había sido conducido por un heraldo hasta el centro del ágora. La canción que interpreta, cuyo tema es el adulterio de Afrodita, narrado in extenso, origina un efecto inmediato entre los circunstantes. Ya no es de pena y vergüenza, como ocurría con la primera canción, ni lo experimenta uno solo de ellos; ahora es de gozo y alegría, y lo exteriorizan todos por igual, con un carácter unánime que no deja dudas acerca de la pericia poética y la intención moralizante de Demódoco. El marco narrativo de esta segunda canción, proyectado sobre un fondo mítico que comparten todos cuantos en ese momento pasan por ser moradores de un mismo lugar, quizás sea un claro indicio de que la tradición oral, en la cual se asienta el arte del aedo, sólo pueda conservarse a condición de que refiera asuntos comunes.

Conclusiones

Los motivos poéticos que Homero da a conocer, si no son el testimonio de una vida real (cosa que no debe ser descartada por completo si reparamos en el contenido de los abundantes símiles que aparecen en cada uno de los poemas), serían la fina manifestación de un mundo hipostasiado. Confeccionar el dibujo verbal de los múltiples asuntos que surgen de estas relaciones y disponer los hilos que dan forma y sentido a la trama final de la Ilíada y la Odisea son operaciones básicas que subyacen al trabajo del bardo griego.

Acogido y venerado por aquellos nobles entre los cuales tiende a transcurrir su existencia, el aedo es uno de los tantos agonistas o personajes que Homero pone en la escena épica. Su tarea, auspiciada por las Musas, es una y solo una, si aceptamos la creencia griega de que “los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez”: cantar los actos de los Inmortales y celebrar las hazañas de los héroes. Como oficio reconocido socialmente, el canto cumple una función capital en el seno de comunidades determinadas por la guerra y sabedoras de que en la lucha bélica es donde “los hombres alcanzan toda gloria” (Ilíada, vi, 124-125): impedir que el olvido se apodere de los corazones humanos (el sentir moderno diría “de las mentes humanas”) y ofrecer a las generaciones venideras un registro evocativo de eventos y acontecimientos impregnados de una fama y gracia imperecederas. Los encuentros humanos en los que reina la paz, la amistad o la hospitalidad conforman la mejor ocasión social para que el cantor despliegue ante un auditorio específico el magisterio de su arte, invariablemente ejecutado con el acompañamiento musical de un instrumento de cuerda. Sea que la iniciativa del canto provenga del cantor, sea que proceda de uno de los oyentes, lo cierto es que el aedo cuenta con un acervo de canciones, de muy variada temática y extensión, cuya interpretación pone al servicio de los circunstantes convocados. Dos grupos de tonadas saltan a la vista: las que canta con el fin de redundar en la consolidación de prácticas consuetudinarias, vitales a la hora de fortalecer los lazos de cohesión social de un grupo, y las que ejecuta con la intención de refrendar el marco mental, normativo y axiológico del estamento aristocrático. Ante dichas canciones, el auditorio reacciona de dos modos opuestos: ya con un placer que deja traslucir la apetencia por la vida, ya con un dolor que es expresión del sentimiento trágico de la existencia, pues a fin de cuentas se tiene conciencia de que “cada ser humano está, esencialmente, a merced de poderes crueles y potentes” (Rinon, 2008, p. 122).

Las canciones del aedo, enfundadas en versos que se ensamblan a las secuencias rítmicas producidas por los sonidos que emite la cítara, son las que hacen memorable el contenido del canto. Y ese contenido no es objeto de discusión, ni siquiera de duda, por parte de los auditores. Estos parecen aceptar que la verdad de lo dicho nada tiene que ver con el carácter remoto de los hechos referidos. Porque más que emociones, más que pasiones, lo que evoca el aedo son acciones; acciones que desembocan en eventos coronados de prestigio social. Tanta menos mentira se cuela en dichos eventos cuanto más rumor suscitan ellos como germen del canto. Cantar el rumor implica una solidez objetiva afirmada en la memoria. El rumor cantado permanece como huella de una verdad que no se olvida y, más, que no debe olvidarse. Aquí no importa la verdad en el sentido ulterior de adecuación entre la palabra y el hecho, entre la dicción y la acción; lo que interesa es la dimensión “asertórica” de lo cantado, “pues si el poeta [el aedo] está verdaderamente inspirado, si su verbo se funda sobre un don de videncia, su palabra tiende a identificarse con la verdad” (Detienne, 2004, p. 76).

En un mundo carente de escritura, la sociedad venera al aedo porque en él reconoce la existencia de un don especial, necesario para suplir los embates del olvido. Al no disponerse de archivos, registros, o minutas que informen acerca de las filiaciones de parentesco, los contratos matrimoniales, las haciendas de familia -constituidas por propiedades, cabezas de ganado, instrumentos de acción y producción- y demás aspectos de la vida cotidiana, y al no tener a la mano técnicas, procedimientos o marcas de inscripción que ayuden a fijar un cuadro cultural determinado (del que no debemos excluir las creencias, los modos de razonamiento, las formas artísticas, etcétera), los griegos homéricos encuentran en el aedo al individuo capaz de almacenar, trasmitir y actualizar el saber compartido de la comunidad. Bendecido con la gracia y el poder de una memoria omnisciente, el aedo obra como mnemon de la colectividad: en el saber que posee, y que comunica por medio de relatos cantados, los hombres, anota Vernant, tienen la posibilidad de vislumbrar el horizonte antropológico del que pueden extraer sus orígenes (2008, p. 75). Al mismo tiempo, en la cosmovisión vehiculada por los cantos, la sociedad se contempla como ante un espejo. Lo que éste devuelve es una imagen ampliada del grupo. Por eso, honrar al aedo, incluso a despecho de la autoridad que impone el soberano, es un acto que rebasa las normas de la cortesía humana.

Referencias

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* Este trabajo es resultado parcial de la investigación titulada “¿Lo trágico en Homero?”, iniciada en el mes de enero de 2016 y desarrollada en el grupo de investigación Estudios en filosofía, hermenéutica y narrativas (Categoría A1 de Colciencias) del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT

1La frase epea pteroenta ([ἔπεα πτερόεντα], , “palabras aladas”), se compone de un sustantivo y un adjetivo. Si no incluye explícitamente un verbo, y, por tanto, si no se explaya en la configuración de un enunciado, es porque ella misma sugiere acción y movimiento. El sustantivo epea [ἔπεα ] participa de la misma raíz del vocablo épica; y épica, a su vez, deriva del término griego epos [ἔπος ], “palabra, emisión verbal proferida”. Con el tiempo, epos será el nombre dado a un acto de recitación pública que se sirve de un verso especial -justamente el épico, que no el lírico-, y el descriptor con el cual se sanciona la existencia del género literario homónimo (Chantraine, 1968, p. 362). La voz pteroenta [πτερόεντα ], en función de adjetivo, procede del sustantivo neutro pteron [ἔπος ], con significado de “ala” o instrumento “para volar”. Aunque su uso metafórico (aplicado a los remos) no es inusual en la Odisea (vii, 36; xi, 125), su empleo literal indica el sentido de lo ligero, veloz, dinámico, instantáneo e, incluso, rumoroso (Chantraine, 1968, pp. 947-948). Aunque la frase constituye una fórmula, y más, la fórmula con la que se construye y completa uno de los posibles hemistiquios del verso, no deja de enseñar un sentido especial: pronunciada por los dioses, denota la instantaneidad con que lo divino se hace patente entre los mortales; y voceada por los héroes, connota la prudencia que se capta de inmediato en una situación de interlocución o, por el contrario, la insensata manifestación de una palabra que no ha pasado por la criba de la razón. Por supuesto, las palabras aladas, en boca del aedo, son aquellas que, al recoger los pronunciamientos de los dioses y héroes, trascienden la inmediatez de su propia situación enunciativa y dejan oír el eco de sus sonidos y sentidos en los tiempos ulteriores.

2Desde Ateneo (Deipnosofistas, v, 181 c), que sugería que el término aedo también aparecía en xviii, 604-605 (“recreándose, y entre ellos cantaba el divino aedo/ mientras tañía la fórminge/ y dos acróbatas a través de ellos/ como preludio de la fiesta, / hacían volteretas en medio”), los traductores y editores vacilan entre incluir estos versos (caso de la versión de Gutiérrez -2015, p. 453-) o dejarlos por fuera (caso de las versiones de Crespo Güemes -2007, p. 496- y la de Pérez -2016, p. 881-). Como no hay traducción que no se apoye en otras, ya elaboradas en una lengua, ya consultadas en otra, la decisión de incluir o excluir los versos referidos depende del códice que se emplee y, por ende, del texto griego utilizado.

3La dupla canto-danza no es una novedad introducida por Homero. Su juntura aparece atestiguada en la Ilíada, en la segunda parte del célebre episodio titulado “fabricación de las armas”. La primorosa obra de armería elaborada por Hefesto incluye el escudo que será entregado a Aquiles. Sobre la superficie de éste, y en relieve, el artesano olímpico forja dos ciudades, una en situación de paz y la otra en estado de guerra. La paz se condensa en dos motivos: “[…] bodas y convites, y novias/ a las que a la luz de las antorchas conducían por la ciudad/ desde cámaras nupciales; muchos cantos de boda alzaban su son”, al tiempo que “jóvenes danzantes daban vertiginosos giros y en medio de ellos/ emitían su voz flautas dobles y fórminges, mientras las mujeres/ se detenían a la puerta de los vestíbulos maravilladas” (xviii, 491-496). Cierto que el pasaje no indica explícitamente la presencia de algún aedo; pero no es menos cierto, según lo que hemos puntualizado, que esta tarea debía estar a cargo de un cantor especializado. ¿Es la danza una continuación del canto o se trata de dos manifestaciones artísticas independientes? El poema calla al respecto. Con todo, en la producción homérica, concretamente en la Odisea, la alianza canto-danza vuelve a repetirse. Ocurre entre los feacios, algunos de los cuales, al escuchar las melodías de Demódoco, se vuelcan a producir, mediante movimientos coreográficos, lo que el cantor interpreta (viii, 372 y ss.). Vestigios de esta conexión entre las artes, plenamente acopladas, aparecerán después en Grecia, cuando el género dramático, ramificado en sus distintas especies, se haga con el favor y gusto de los ciudadanos.

4La expresión “fama que llega hasta el cielo” ([κλέος οὐρανόμακες], kleos ouranomaques), dicho sea de paso, es ejemplo concreto de una creación verbal homérica (Gil Bera, 2012, p. 48). Además de una gloria que se extiende más allá de los confines de la tierra, hay en Homero otras realidades que, al ser nombradas hiperbólicamente, se prolongan de un modo desmedido. En la Ilíada, el escudo de Néstor que Héctor desea arrebatarle es portador de “una fama que llega hasta el cielo” (viii, 192), el resplandor de una hoguera es tan fuerte que llega hasta el cielo (viii, 509), lo mismo que un estruendo de guerra puede atravesar el “éter proceloso” y llegar hasta el “broncíneo cielo” (xviii, 425). De manera similar, en la Odisea “alisos y chopos y abetos se yerguen al cielo” (v, 239) o la cima de un promontorio es tan alta que se clava en el cielo (xii, 73). De ello se infiere que sobredimensionar las cualidades de un héroe, una ciudad, un arma, un animal, una realidad natural, etcétera, no es solo un recurso retórico empleado para componer vocablos compuestos o grandilocuentes que gustan y son aceptados por los oyentes (Aristóteles, Retórica, iii, 7, 1408b, 10-15), sino también, y sobre todo, una actitud poética cultivada ex profeso con el fin de ponderar las virtudes de un mundo inexistente, y acaso erigido en contraste con las difíciles condiciones de vida de un hombre de la época arcaica. El mismo Estagirita, al valorar las partes cualitativas de la epopeya, señalaba en su momento que es propio de la elocución que imita narrativamente y en verso el uso de nombres dobles (tal como οὐρανόμακες), compuestos bien de una parte significativa y de otra no significativa, bien “de partes significativas” (Poética, 1457a, 21, 34-35).

Recibido: 30 de Noviembre de 2016; Aprobado: 27 de Noviembre de 2017

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