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Co-herencia

versión impresa ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.15 no.28 Medellín ene./jun. 2018

https://doi.org/10.17230/co-herencia.15.28.7 

Artículos/Investigación

República, libertad y democracia en Spinoza*

Republic, freedom and democracy in Spinoza

Javier Peña** 

** Catedrático de Filosofía Moral y Política. Universidad de Valladolid, Valladolid, España. ORCID ID: 0000-0001-8238-6557. javierp@fyl.uva.es


Resumen

El objetivo principal de este artículo es mostrar el valor de una lectura de la filosofía política de Spinoza desde un enfoque republicano. Spinoza incorpora en su teoría política elementos del léxico, conceptos y problemas del republicanismo, retomándolos y transformándolos de acuerdo con los fundamentos metafísicos de su filosofía y con el contexto holandés de su tiempo. Podemos comprender mejor el sentido y el alcance de esa teoría si situamos a Spinoza en el marco de la tradición republicana. Tras una breve caracterización del republicanismo holandés, el artículo muestra cómo están presentes en el Tratado teológico-político y en el Tratado político los temas y conceptos básicos del republicanismo. Se centra sobre todo en el concepto de libertad, clave de la propuesta de una república democrática.

Palabras clave: Spinoza; libertad; república; democracia; republicanismo holandés.

Abstract

The main objective of this paper is to show the value of reading Spinoza's political philosophy from a republican point of view. Spinoza’s political theory incorporates lexical elements, concepts and problems taken from republicanism, which he transforms according to the metaphysical foundations of his philosophy and the Dutch context of his time. We can understand better the sense and reach of such a theory if we locate Spinoza in the republican tradition. After a brief characterization of Dutch republicanism, the paper shows how the basic themes and concepts of republicanism are present in the Theologico-Political Treatise and the Political Treatise. It focuses, especially, on the concept of freedom, key for the proposal of a democratic republic.

Key words: Spinoza; freedom; republic; democracy; dutch republicanism.

El propósito principal de este trabajo es insistir en el valor que puede tener para la mejor comprensión de la filosofía política de Spinoza su encuadre en la tradición republicana (incluida la del contexto holandés de su tiempo) como marco y fuente de conceptos y problemas decisivos para la formación de su propia teoría. Spinoza incorpora en su teoría política elementos del léxico, conceptos y problemas del republicanismo, y los retoma y transforma de acuerdo con los fundamentos metafísicos de su filosofía política. Por tanto, incluir la perspectiva republicana puede ayudar a comprender mejor la intención y alcance de la teoría política spinozista en su conjunto, así como la de algunas propuestas en particular.

He de remitirme a la labor realizada por muchos historiadores de las ideas, sobre todo holandeses,1 que han estudiado el contexto histórico y cultural del filósofo y su relación con los actores y acontecimientos políticos e intelectuales de la época, reconstruyendo la genealogía y los motivos de su pensamiento. Teniendo en cuenta sus aportaciones, trataré de avanzar en la lectura en perspectiva republicana de Spinoza para tratar de arrojar luz sobre el sentido de su teoría política. Para ello, tras una breve caracterización del republicanismo holandés (1), mostraré la presencia del republicanismo en el Tratado teológico-político (2) y en el Tratado político (3), a fin de hacer patente el papel capital de la noción republicana de libertad en la propuesta de una república democrática (4).

El republicanismo holandés

Aunqueloshistoriadoressubrayanqueeltérmino“republicanismo holandés” dista de ser unívoco, y recoge prácticas y escritos de diversa índole y contenidos, la expresión parece remitirnos a un género, el republicanismo, del cual el holandés sería un caso específico. Sin embargo, el republicanismo es a su vez una tradición plural y variada, cuyas manifestaciones son diversas y en ocasiones incluso contrarias, según las épocas y los lugares, hasta el punto en que se ha podido dudar de que haya una naturaleza común tras el nombre. Aun así, creo que sí es posible identificar el republicanismo como un enfoque característico de la política, con un léxico y aparato categorial propio y distintivo, que lo distingue de otros discursos (y señaladamente del liberal, que comienza a apuntarse en algunos aspectos ya en Hobbes). Es precisamente el entronque en un corpus literario que proviene de la Antigüedad, y se transmite a través de los clásicos griegos y latinos (que a su vez recogen las lecciones y ejemplos de la experiencia política griega y romana), lo que dota al discurso republicano de una identidad reconocible,2 aunque, como en el caso neerlandés, se adapte luego a las circunstancias propias de la situación.3 Los mismos republicanos holandeses son conscientes de las analogías, afinidades y diferencias entre la realidad de los Países Bajos y otras repúblicas antiguas (Atenas, Roma) y contemporáneas (Venecia, Génova).

Podemos recordar sumariamente algunos rasgos del enfoque republicano clásico,4 que se manifiestan también en los Países Bajos: en primer lugar, la afirmación de la república, res publica, como ámbito compartido por ciudadanos iguales que se rigen por una ley común, frentealdominioarbitrario deunpríncipe. Muchosestudiosos subrayan, no obstante, que la república se opone a la tiranía, pero no forzosamente a la monarquía; al fin y al cabo el republicanismo se asoció históricamente en muchos casos al gobierno mixto, que, según el esquema de Polibio, incluye un elemento monárquico. Pero el ejemplo neerlandés parece mostrar que difícilmente pueden convivir principios tan contrarios.

En los Países Bajos, la república de las Provincias Unidas nace precisamente frente a la tiranía del monarca hispánico, Felipe II. Pero tras la Revuelta, el debate político gira en torno a la figura del estatúder (Stadhouder), en teoría un jefe militar protector del país, pero en realidad dotado de un gran peso político. El cargo, que estaba asociado en la práctica a la Casa de Orange, no es equiparable al status de los titulares de las monarquías circundantes; los orangistas sostienen que la figura es, no sólo compatible con la república, sino muy conveniente para ella. Sin embargo, los llamados “partidarios de los Estados”, de la independencia y autonomía de los parlamentos provinciales, integrados por nobles y representantes de las ciudades -las élites de la burguesía mercantil-, ven en el estatuderato una deriva monárquica. Los autores más destacados del republicanismo holandés (De la Court, De Witt, Van den Enden,5 Spinoza) desarrollan una acerba crítica de la monarquía y se oponen rotundamente a la hipótesis del gobierno mixto. Al contrario, son partidarios de gobiernos republicanos con una amplia base de participación, o incluso democráticos, como los únicos adecuados al principio de libertad que está en el corazón del republicanismo.

Pues si hay un rasgo capital del republicanismo es la reivindicación de la libertad como valor supremo. Más precisamente, de un concepto de libertad que la concibe en oposición a la servidumbre o esclavitud, a la dependencia de un poder ajeno despótico; es decir, como independencia y autogobierno, autonomía.6 Es libre quien es capaz de gobernarse a sí mismo, ya se trate de un individuo o de una colectividad. Por lo demás, este fue el modo clásico de entender la libertad, y común en el pensamiento político hasta que se impuso la concepción negativa de la libertad hoy dominante, que comienza a hacer su aparición en la Europa del siglo xvii en las páginas del antirrepublicano Hobbes.

También en la República neerlandesa “libertad” es un lema, un mot d’ordre. Johan de Witt acuña la expresión “verdadera libertad” (ware vrijheid) para justificar el Acta de Exclusión que inaugura el período sin estatúder (1650-1672). Pero ya la revuelta contra España se había hecho invocando la libertad de las Provincias Unidas (que el llamado mito bátavo hace remontar a la lucha contra las legiones romanas y a la reivindicación por los antiguos bátavos del valor supremo de la libertad), es decir la soberanía y privilegios de las ciudades y Estados frente a la autoridad del Conde, y la participación en el poder político mediante los representantes en los parlamentos: es la “antigua libertad” a la que se refiere Grocio en su libro De antiquitate Reipublicae Batavicae (1610).7

Pero el término no hace referencia solamente a la independencia de una entidad colectiva (la “libertad de los antiguos”), sino también a la libertad de los individuos. En particular, en la Holanda de Spinoza se refiere también a las libertades en materia de religión y de comercio. Sólo que desde la perspectiva republicana no se trata de defender derechos previos del individuo frente al poder político, sino más bien del establecimiento y garantía por parte de las autoridades públicas de un espacio abierto, a salvo de reglamentaciones o decisiones arbitrarias de gremios, iglesias o señores. No se reclaman libertades frente a la comunidad política, sino que es ésta, gobernada por los propios ciudadanos, quien las crea y protege.

Caracteriza además al republicanismo la primacía atribuida al bien común o interés público (una idea típica del aristotelismo político). Los objetivos e intereses individuales no se afirman a espaldas de, o independientemente de los generales: han de armonizarse con estos o subordinarse a ellos, porque sólo en el marco de la república es posible la libertad y el cumplimiento de los proyectos individuales. Pero si la necesidad del vínculo entre bien común y bien privado es doctrina común en el republicanismo, hay posturas diferentes respecto a cómo alcanzarlo. Se puede exigir la subordinación del interés particular al interés general, o se puede confiar en lograr la concordia de intereses privados en un interés común compartido. Y se puede invocar para ello la virtud de los individuos, el triunfo de sus disposiciones morales sobre sus pasiones egoístas, o bien confiar a los diseños y procedimientos institucionales la tarea de ajustar las conductas individuales al bien común.

En general, en el republicanismo holandés la retórica humanista de la virtud cívica es reemplazada por el reconocimiento del peso dominante de las pasiones en la política real, así como del interés propio como motor de las conductas humanas. Por consiguiente, domina la confianza en la eficacia de un buen ordenamiento institucional para garantizar la convivencia pacífica, junto con la confianza en que siguiendo el propio interés bien entendido podrán concertarse los individuos en el interés colectivo. Esto es manifiesto en los hermanos De la Court, y en buena medida también en Spinoza (TP 1/6).8

El Spinoza republicano del Tratado teológico-político

Desde luego, la filosofía política de Spinoza no puede entenderse exclusivamente desde la perspectiva del republicanismo, como un capítulo más de esta tradición. No sólo porque integra otras fuentes e influencias, como el iusnaturalismo, el pensamiento de Hobbes o la literatura de la razón de Estado, sino porque, sobre la base de su metafísica, construye una teoría mucho más sólida y sistemática que los escritores republicanos neerlandeses o ingleses de su tiempo. Sin embargo, una relectura de sus obras en clave republicana puede arrojar luz sobre muchos pasajes de su obra.

La presencia del republicanismo clásico en Spinoza es palpable en las numerosas referencias, sean explícitas o encubiertas, a autores latinos. Es también uno de los pocos autores modernos que menciona elogiosamentea Maquiavelo, precisamenteatribuyéndolelacondición de partidario de la libertad republicana (TP 5/7). Y el único de sus contemporáneos al que menciona expresamente es Pieter de la Court (TP 8/31). Bien sabido es también que Spinoza estuvo activamente del lado de los “partidarios de los Estados” frente al orangismo y la intolerancia calvinista, como atestigua inequívocamente el Tratado teológico-político. Pero no voy a detenerme en la búsqueda de signos republicanos en los escritos de Spinoza, sino que me centraré en la interpretación republicana de ciertos conceptos, y en particular el de libertad.

El republicanismo de Spinoza es especialmente manifiesto en el Tratado teológico-político, que al fin y al cabo es una obra pensada para intervenir en el debate político. Desde el principio, el libro se propone dar respuesta a un aparente dilema: la elección entre libertad y paz (entendida primordialmente como seguridad).

La respuesta de Hobbes a dicho dilema es bien conocida: si quieren paz en el interior del Estado, los súbditos deben someter incondicionalmente sus voluntades a la del soberano, y conformarse con los márgenes de libertad que de facto deje el silencio de las leyes. En cambio, Spinoza considera que se trata de un falso dilema, presentado así por los partidarios de la monarquía. En el prefacio, opone al régimen monárquico, cuyo máximo interés es “mantener engañados a los hombres”, disfrazando por medio de la religión “el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación”, la figura de la república libre (libera respublica), en la que la sumisión por el miedo es inimaginable, “ya que es totalmente contrario a la libertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios o coaccionarlo de cualquier forma”.9 Dicho de otro modo, no sólo son compatibles paz y libertad, sino que la libertad “sólo se la puede suprimir, suprimiendo con ella la misma paz de la República y la piedad” (TTP, Pref. 65).

La tesis se mantiene de nuevo, enfáticamente, en el capítulo final. Allí se proclama rotundamente que “el verdadero fin de la república es la libertad” (TTP xx, 415). La contraposición respecto a la política basada en el temor como instrumento del orden es manifiesta y rotunda:

[…] su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro [alterius iuris facere], sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno. El fin de la República, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas, sino lograr más bien que su alma y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que ellos se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odios, iras o engaños, ni se ataquen con perversas intenciones. (TTP xx, 414-415)

Vemos aquí dibujada la alternativa entre dos tesis. La primera admite que para conseguir la seguridad son necesarios el temor y la sumisión total, la pérdida de la independencia individual, hasta el punto de reducir a los súbditos a una condición animal o mecánica. La segunda propone fundar la seguridad en el ejercicio libre de la razón, capaz de evitar la agresión mutua y el temor por medio de la deliberación y el acuerdo. Podemos reconocer en la primera al régimen turco de la época -como se verá con claridad en el Tratado político-, pero también la doctrina hobbesiana de la seguridad, llevada a sus últimas consecuencias. La segunda, que, tengámoslo en cuenta, no renuncia al bien de la seguridad, da prioridad a la libertad.

Esa reivindicación de la libertad ha sido leída a menudo en clave liberal. La defensa que hace Spinoza en las páginas del Tratado teológico-político de la “libertas philosophandi”, de la libertad de conciencia y de expresión, es vista como una temprana y decidida reivindicación de las libertades liberales.10 Sin embargo, creo que se entiende mejor según un enfoque republicano.

En efecto, la interpretación individualista y “negativa” de la libertad frente a la intromisión del poder se compadece mal con la afirmación spinozista del poder absoluto del Estado, y de que corresponde al poder público determinar lo que es necesario para la salvación del pueblo y la seguridad del Estado.11 Es necesario atender al concepto republicano de libertad para comprender cómo se puede conciliar la prioridad de la salud de la república con la libertad de los ciudadanos.

Para ello debemos tener en cuenta la antítesis esclavo/libre, que encontramos repetidamente en las páginas del Tratado Teológico- Político, y que tiene su correlato, como se verá con más claridad en el Tratado Político, en la distinción entre estar bajo el imperio de otro, o ser dueño de uno mismo (sui iuris/alterius iuris esse).

La oposición esclavo/libre aparece ya a propósito de la obediencia a la ley divina (es decir, a las leyes necesarias de la Naturaleza).

Es esclavo aquel para quien esa ley es un mandato de otros que le es impuesto, a diferencia de aquel que, “habiendo conocido la naturaleza de las leyes y su necesidad”, obra “por decisión propia y no ajena” (TTP, iv, 138). Dicho de otro modo, “quien obra el bien porque conoce exactamente el bien y lo ama, obra libremente y con ánimo constante; quien obra, en cambio, por temor del mal, actúa forzado por el mal y obra servilmente y vive bajo las órdenes de otro [sub imperio alterius]” (TTP, iv, 66, 148).

La alternativa se resume, entonces, en ser dueño de las propias decisiones o vivir al dictado de otros. La libertad, por consiguiente, no consiste en disfrutar de un espacio al margen de las leyes, sino en vivir según una ley propia.

Spinoza mantiene esta tesis en el terreno moral, conforme al criterio de la filosofía clásica. Afirma que “quien es llevado por sus apetitos y es incapaz de ver y hacer nada que le sea útil, es esclavo al máximo; y solo es libre aquel que vive con sinceridad bajo la sola guía de la razón” (TTP xvi, 342). Es, al fin y al cabo, la misma tesis que encontramos en la Ética, que aborda el problema de cómo vivir en términos de servidumbre y libertad.12

Lo mismo vale para el ámbito político. Ahora bien, hay que tener en cuenta que la vida social implica la concurrencia, y por consiguiente el conflicto, entre individuos que aspiran a conservarse y a vivir cada uno según su propio criterio. Esto último es teóricamente posible en el estado de naturaleza, “donde cada uno es su propio juez, y tiene el derecho supremo de prescribirse leyes a sí mismo e interpretarlas” (TTP xvi, 338), pero inviable en la práctica, dado que es imposible contar con una racionalidad generalizada. Es necesario, por consiguiente, que todos acuerden someterse a normas comunes, dictadas y mantenidas por la autoridad política.

Hemos recordado que a partir de aquí Hobbes concluye que es preciso aceptar la sumisión a un poder que atemorice a todos, aceptando normas que restrinjan la libertad hasta donde sea necesario. Spinoza distingue, sin embargo, retomando la doctrina expuesta en la Política de Aristóteles,13 entre la situación del esclavo, que vive a las órdenes de otro, dictadas para la utilidad de éste; la del hijo, sometido también a una ley ajena, aunque para su propia utilidad; y la del súbdito, quien obedece las órdenes de la autoridad que actúa en interés común (Cfr. TTP xvi, 343). Pero cabe preguntarse, por una parte, cómo se asegura que la autoridad política se ejerce en interés de todos los súbditos. Y por otra, si es compatible la libertad con el paternalismo.

En este punto hay que tener en cuenta que Spinoza afirma en el Tratado Teológico-Político -y reitera en parecidos términos en el Tratado Político-14 que “nada pueden soportar menos los hombres que el servir a sus iguales” (TTP v, 159). Sólo por medio de ficciones ideológicas logra el régimen monárquico convencerles de la superioridad natural de los reyes, supuestamente emparentados con los dioses. Pero “a menos que sean totalmente incultos, los hombres no soportan que se les engañe tan abiertamente y se les transforme de súbditos en esclavos, inútiles para sí mismos” (TTP xvii, 359). Allí donde la conciencia de la igualdad natural está asentada en la cultura política -como supuestamente sucede en la república neerlandesa de la época de la “Verdadera Libertad”-, las instituciones políticas deben corresponder a esa igualdad, no a las ficciones teocráticas.15

La solución estriba en que la sociedad política organice el poder “en forma colegial, a fin de que todos estén obligados a obedecer a sí mismos y nadie a su igual” (TTP, v, 74 [159]). Una comunidad de ciudadanos iguales, en la que la renuncia a vivir según el propio criterio no implique la subordinación a un criterio ajeno sino a una norma común, establecida por todos. Por eso puede decir Spinoza que el gobierno democrático (democraticum imperium) es “el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo” (TTP xvi, 344): una afirmación que no tendría sentido en una lectura liberal, para la que la libertad no depende de quién tenga el poder soberano, sino del alcance de éste. En cambio, si se entiende la libertad como gobierno de sí mismo, sólo es posible en la medida en que cada ciudadano participa de la decisión colectiva.

Esto no significa que la libertad se reduzca a la participación en el poder, a esa libertad de los antiguos arriba mencionada; la reivindicación de la libertad de conciencia y de expresión de los ciudadanos porpartede Spinozaesinequívoca. Peroesareivindicación se basa en que la voluntad y la norma democrática son constituidas mediante la deliberación y la decisión conjunta de los ciudadanos, los cuales por tanto tienen que concurrir libremente a su formación; suprimir la libertad de juicio equivaldría a minar los fundamentos de la república democrática, cuya estabilidad se basa en que goza de la adhesión de los súbditos, en la medida en que consideran que el poder no es algo ajeno a ellos.16 Pero eso es algo muy distinto de reclamar derechos absolutos frente al Estado, algo que, desde luego, Spinoza no está dispuesto a reconocer. Recuérdese que afirma que, suprimido el Estado, nada bueno puede subsistir (TTP xix, 402). No cabe la libertad sin normas y poder comunes; la libertad sólo es real en el Estado. Lo que asegura la libertad de conciencia y la libre manifestación de las creencias es la regulación pública del culto externo, el ius circa sacra, conforme a la divisa republicana de la supremacía de la salus reipublicae. Y sólo así se entiende cabalmente la proposición 73 de la Parte IV de la Ética: “El hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo”.

En suma, la defensa de las libertades individuales no se sustenta en establecer límites al poder político -derechos incondicionales del individuo frente al Estado-, sino en el derecho que se sigue del poder de los ciudadanos asociados.17 Es, si se permite la simplificación, no una defensa liberal, sino una creación republicana de los derechos anejos a la acción política conjunta.

La redefinición de la libertad republicana en el Tratado Político

Si nos volvemos ahora al Tratado político, parece a primera vista haber cambiado la actitud de Spinoza hacia el republicanismo. No sólo ha modificado el estilo -pasamos del énfasis retórico que se aprecia en el Prefacio del Tratado teológico-político, y en otros muchos pasajes, a un libro de teoría política que se pretende científico y desapasionado (TP 1/4)-, sino que el término “república” pierde terreno, en favor de otro aparentemente más neutro, civitas, -aunque veremos que mantiene su presencia en un determinado contexto conceptual e institucional−; la descalificación rotunda de la monarquía es sustituida por la aceptación de la viabilidad de un peculiar ordenamiento monárquico; y además, el texto queda interrumpido cuando el autor sólo había escrito cuatro parágrafos de un primer capítulo sobre la democracia, lo cual, unido al epígrafe o subtítulo añadido por los editores de sus obras póstumas, en el que se omite la referencia al “Estado popular” del que hablaba la carta lxxxiv,18 ha contribuido a alimentar la hipótesis de que las circunstancias políticas consiguientes al violento final de la República burguesa y el retorno al poder del heredero de la Casa de Orange en 1672, habrían movido a Spinoza a abandonar su defensa de la democracia, consciente de la falta de apoyo popular al régimen de los regentes, y de la irracionalidad de las masas, replegándose a una posición más realista y pragmática, y pasando a aceptar formas atemperadas de gobierno monárquico o aristocrático. Pero sobre todo, el foco parece puesto ahora en la seguridad: “La virtud del Estado (imperii) es la seguridad” concluye el primer capítulo del Tratado político (TP 1/6), en línea con los tratados contemporáneos de la razón de Estado. Sin embargo, a mi juicio no sólo se mantiene un enfoque republicano en este libro, sino que se reafirma, en cuanto que se reitera, y sobre todo se fundamenta de un modo más sólido y explícito sobre bases metafísicas.

El concepto de libertad es clave en el capítulo ii del Tratado político, en el que, partiendo de los presupuestos ontológicos y antropológicos ya expuestos en la Ética y el Tratado Teológico-Político, se expone la constitución de la sociedad política. La equiparación del poder de Dios con su derecho, que abre el capítulo, se funda justamente en su cualidad de ser “absolutamente libre” (TP 2/3); lo que quiere decir, ateniéndonos a la definición séptima de la Primera Parte de la Ética que “existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinado por sí solo a obrar”. Es decir, libertad significa autodeterminación, no-dependencia de un poder ajeno; una capacidad que se expresa en términos jurídicos como derecho, y que vendrá a confluir, como veremos enseguida, con la noción de la libertad como autogobierno. Pese a Pocock, no es el lenguaje de los derechos, sino el de la potencia, el que preside el planteamiento spinozista.19

Y lo que vale para Dios, es decir para la Naturaleza, vale igualmente para cada una de las cosas naturales, incluidos los humanos. Su derecho se extiende hasta donde alcanza su poder, que se despliega en un universo necesario. Y su libertad viene dada, no por una imaginaria exención de las leyes de la naturaleza, como afirman los defensores del libre albedrío, sino por su “potestad de existir y de obrar según las leyes de la naturaleza humana” (TP 2/7). Un hombre es efectivamente libre en la medida en que es capaz de conservar su ser (que es para todos la meta irrenunciable) y de gobernar su vida, dependiendo lo menos posible de factores externos (aunque estos, a fin de cuentas, siempre habrán de superarlo) y rigiendo racionalmente su propia persona y su mundo social. El reconocimiento del poder de las pasiones, tan subrayado por Hobbes y los hermanos De la Court, no impide que Spinoza demande que la razón se imponga, en sintonía con la antropología de los clásicos (Cfr. Peña, 1992, p. 122).

Inmediatamente después de haber recordado la conexión entre libertad, conatus y potencia, introduce Spinoza la noción de sui iuris esse, un concepto procedente del Derecho Romano privado que enlaza directamente con la noción republicana clásica de libertad. Un homo sui iuris es alguien que no está sometido a un poder ajeno, como lo están los siervos o los hijos no emancipados, y es por tanto dueño de sus actos y dotado de plena capacidad de obrar. Spinoza extiende el significado del término, equiparando el sui iuris esse a ser libre, en el sentido de no estar sometido a servidumbre, en cualquier contexto:

Se sigue, además, que cada individuo depende de la jurisdicción de otro (alterius iuris esse) en tanto en cuanto está bajo la potestad de éste, y que es autónomo (sui iuris esse) en tanto en cuanto puede repeler, según su propio criterio, toda fuerza y vengar todo engaño a él inferido, y en cuanto puede, en general, vivir según su propio ingenio (TP 2/9).20

No deberíamos dejar que los términos jurídicos nos indujesen a engaño. Un término en principio jurídico, como el de sui iuris esse, y su complementario, alterius iuris, expresan en este contexto más bien una relación de dependencia o independencia real que un estatuto jurídico que atribuye o niega facultades legales a un sujeto. Es alterius iuris aquel que está bajo la potestad de otro, mientras que es sui iuris quien, siendo capaz de repeler los ataques exteriores, puede tener efectivamente control de su vida y “vivir según su propio ingenio” (TP 3/9).

Creo que puede decirse que la fórmula “sui iuris esse” es utilizada para expresar o traducir en términos jurídicos y políticos21 la noción ontológica de libertad como autodeterminación, potencia para existir y conservarse: es decir, hablando de lo humano, autonomía e independencia.

Una vez descrito el concepto de sui iuris, Spinoza puede mostrar por medio de él la inviabilidad práctica del estado natural. Puesto que “cada individuo es autónomo (sui iuris) mientras puede evitar ser oprimido por otros, y es inútil que uno solo pretenda evitarlos a todos” (TP 2/15), no queda otra solución para tener derecho (es decir, potencia efectiva) que unir fuerzas con otros semejantes y sujetarse a normas comunes, es decir integrarse en la sociedad política. La libertad individual es inseparable de la libertad política, como sostiene la tradición republicana.

Cierto es que esto supone, paradójicamente, la pérdida de la independencia originaria de los individuos, puesto que han de someterse al criterio común de la sociedad política, que necesita conjugar la potencia común en una unidad. Por eso dice el filósofo en algún lugar (TP 3/5) que el ciudadano no es autónomo (sui iuris), sino que está sujeto a la jurisdicción de la ciudad (civitatis iuris). Pero el absurdo que en apariencia implicaría haber abandonado la independencia natural, por precaria que fuese, para quedar sujeto al poder estatal, queda disuelto si reparamos en que la coexistencia es imposible si no está regida por normas comunes (TP 3/6). En ese sentido es racional la obediencia, paradójica condición de la libertad: es necesario preservar la cohesión social para garantizar la potencia y estabilidad de la sociedad política.

Merece la pena subrayar que Spinoza liga la autonomía a la razón. Sabido es que las pasiones fomentan la discordia (E4P34), y que en cambio la razón guía el esfuerzo por conservarse en la dirección del objetivo común de la paz, alcanzada a través de la concordia. Si el derecho de la sociedad política se define por la potencia de la multitud, lo más racional será un ordenamiento político que garantice en lo posible la cohesión y estabilidad de la potencia social. De ahí que Spinoza proclame que “así como en el estado natural el hombre más poderoso y más autónomo (sui iuris) es el que se guía por la razón, así también será más poderosa y más autónoma (sui iuris) aquella ciudad que es fundada y dirigida por la razón” (TP iii, 7).

La sociedad política más racionalmente ordenada correrá menos riesgo de verse sometida a crisis y revueltas que pongan en entredicho su estabilidad. Pues si bien los individuos no pueden reivindicar derechos incondicionales frente a la sociedad, como ya se ha dicho, es absurdo pretender que renuncien a su facultad de juzgar, que crean lo que no pueden creer, o que su indignación no llegue a superar su temor ante ciertas actuaciones del Estado. La seguridad no se basa en el temor: una multitud libre, no sojuzgada por un poder ajeno, vive para sí misma (TP 5/6)

Algo semejante sostiene Spinoza respecto a la autonomía de la ciudad en su relación con otras sociedades políticas, entendida como capacidad de prevenir y evitar ser sojuzgada por otra (TP 3/12). La cooperación y alianza entre las ciudades aumenta su potencia: la adición de potencias implica mayor derecho, mayor capacidad de conservación, aunque formalmente esto suponga una cierta pérdida de autonomía. De hecho, el filósofo es favorable a una política de paz y cooperación (cfr. TP 7/28), más beneficiosa para la defensa y el comercio de la república neerlandesa que la política belicista de las monarquías.22 Por la misma razón considera preferible una república aristocrática federal que una unitaria, aunque esto suponga que cada una de las entidades integrantes sea menos autónoma (TP 9/2), como ocurre en la propia República de las Provincias Unidas: su ordenamiento institucional posibilita una mayor integración de potencias.

Libertad y república democrática

Por otra parte, la tesis de que tanto el hombre como la ciudad son tanto más autónomos cuanto más se guían por la razón supone implícitamente que no todas las formas de organización política son equivalentes. Aunque cualquier régimen político obra con derecho, en el sentido en que adopta para mantenerse las reglas y medidas que considera necesarias y es capaz de poner en práctica, hay políticas mejores y peores, y el criterio para valorarlas es precisamente el grado de autonomía (sui iuris esse) que posibilitan (TP 5/1).

Al retomar la vieja cuestión del mejor régimen, Spinoza parece reintroducir una perspectiva normativa que había dado por cancelada al proclamar su propósito de abstenerse de valorar las acciones humanas y limitarse a comprenderlas (TP 1/4). Ante lo que cabe observar que cuando el filósofo se refiere a un régimen mejor o peor que otro, está comparándolos según el criterio de su capacidad efectiva de conservación, y no conforme a pautas morales externas, a un deber ser ideal: “el fin del estado político es la paz y la seguridad de la vida” -insiste- (TP 5/2). Pero esa capacidad de conservación depende de la constitución o estructura de la sociedad política.

Entonces cabe preguntarse, como lo hace el mismo Spinoza, si no asegurará al fin y al cabo más estabilidad, al menos en circunstancias críticas, un Estado autoritario, capaz de suscitar un temor tal que anule cualquier esperanza de obtener beneficios de la oposición frente al poder. En otros términos, podemos preguntarnos si no es más adecuada la política realista del orden que la republicana de la libertad.

Pues bien, Spinoza rechaza la hipótesis, advirtiendo que:

Cuando decimos, pues, que el mejor Estado (imperium) es aquel en el que los hombres llevan una vida pacífica (concorditer), entiendo por vida humana aquella que se define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a todos los animales, sino por encima de todo por la razón, verdadera virtud y vida del alma. (TP 5/3).

La posición del filósofo recuerda a la ya mencionada del capítulo final del Tratado Teológico-político, respecto al fin de la República: no se trata de convertir a los hombres en bestias o autómatas.23 La paz no se identifica con la mera ausencia de guerra, como sostiene Hobbes, ni tampoco la conservación en la existencia con la mera supervivencia. Si hablamos de vida propiamente humana, no de mera vida animal, hemos de referimos a una vida libre. Para Hobbes, lo mismo viene a ser, a fin de cuentas, un Estado por institución que un Estado por adquisición, aquel que es establecido por sumisión voluntaria y el que se instaura por la fuerza: lo que cuenta es que supriman la disidencia interior. Pero Spinoza distingue expresamente aquél que es constituido por una multitud libre del que es producto del derecho de guerra: en el segundo el objetivo de los súbditos es meramente conservar la vida a cualquier precio, y por eso se puede decir que son esclavos. Una multitud libre, en cambio, se guía más bien por la esperanza del bienestar. Aparece de nuevo la oposición republicana entre libertad y esclavitud.24

Aunque tanto "derecho" tiene el Estado establecido por conquista como el instituido por la voluntad de una multitud libre, en la medida en que ambos tengan poder efectivo, son distintos los fines de uno y otro, y por consiguiente priman en ellos distintos recursos afectivos. Puesto que el primero sólo pretende garantizar la sumisión pasiva de súbditos tratados como esclavos, y éstos sólo pueden aspirar a evitar la máxima impotencia, la muerte, el miedo puede ser un recurso suficiente y más económico. Pero en un Estado libre es preferible que sea la esperanza el resorte que mueva a los súbditos a la obediencia, porque garantiza una cohesión basada en la concordia (cfr. TP 6/4) y la adhesión activa de los gobernados, movidos por incentivos positivos.

Por consiguiente, la cuestión del mejor régimen -es decir, de la existencia de modos de convivir políticamente mejores que otros- remite a la de la libertad. Se puede decir que Spinoza mantiene el principio realista de la conservación, pero a condición de añadir que perseverar en la existencia supone para los individuos humanos algo más que el mero seguir vivos;25 requiere que no sean desposeídos de su condición de sujetos de su vida (requiere que puedan vivir como sui iuris, podemos decir una vez más). Por eso el horizonte de la vida política no es la guerra, sino la paz como acuerdo entre libres. No se puede decir que haya regímenes legítimos e ilegítimos (ya que todo gobernante “tiene derecho” a hacer cuanto puede), pero sí hay diferentes condiciones de viabilidad y probabilidad de consecución de los objetivos fundamentales de todo Estado, vinculadas al grado de inclusión y conjugación de las potencias individuales.

Si la base de todo Estado está en la potencia de la multitud, la diferencia entre los distintos regímenes reside en la capacidad efectiva que la multitud tenga de lograr la cohesión y conjunción de las potencias que la constituyen, de manera que se rija “como por una sola mente”. Esta “unión de los ánimos o concordia” (TP 6/4) no puede ser conseguida al precio de la sumisión absoluta, de la esclavitud, como se pretende en la tiranía turca. Aun si se consigue la desaparición de las manifestaciones externas del conflicto social, la discordia se reproducirá en el seno de la camarilla de poder, y de la masa atemorizada no podrá esperarse una verdadera lealtad a un poder que sólo se sostiene mediante el terror. La estabilidad política depende de que la multitud sea capaz de regirse a sí misma, siendo movida por el interés en la libertad, el bienestar y el honor (TP 10/8). Si prestamos atención al tratamiento pormenorizado de los regímenes políticos en el Tratado político26 podremos ver cómo hay una gradual recuperación del vocabulario y de los tópicos republicanos. Spinoza dibuja los elementos institucionales de lo que podríamos llamar una “buena monarquía”. Con ello, como advierte Blom (1995), va más allá del debate en torno a si la figura del estatúder es compatible con la libertad republicana, que tanto ocupó a sus contemporáneos: la clave de la libertad no está en la ausencia de la persona real, como mostró el ejemplo inglés (TP 5/7). Pero la admisión de un régimen formalmente monárquico no debe engañar al lector: la crítica spinozista de la monarquía absoluta reitera con tanta dureza como los De la Court los tópicos de la tradición republicana. Puede verse resumida la posición del filósofo en una frase reveladora, que Spinoza escribe en respuesta a los defensores de los arcana imperii de la monarquía absoluta: “Confiar a alguien la república sin condición alguna, y al mismo tiempo conservar la libertad es totalmente imposible” (TP 7/29).27

Por consiguiente, la multitud sólo puede conseguir una libertad suficiente en un raro tipo de monarquía, aquel en el que “la potencia del rey sea determinada por la sola potencia de la multitud y se mantenga con su sola protección” (TP 7/31). De nuevo nos encontramos con la paradoja de que un individuo, aunque sea el rey, no puede ser autónomo por sí solo, puesto que, como ya sabemos, el derecho y la libertad dependen de la potencia, y ésta sólo es real ejercida colectivamente: “El rey es tanto menos independiente (sui iuris) y la condición de los súbditos más mísera, cuanto más se le transfiere a él absolutamente el derecho de la ciudad (ius civitatis)” (TP 6/8). La estabilidad política reside en un sistema monárquico en la interdependencia entre rey y ciudadanos, de manera que el bien de uno y el de los otros sean inseparables. “El rey será más independiente (sui iuris) y tendrá más poder (imperium) -sostiene Spinoza- cuanto más vele por el bienestar común (communi saluti) de la multitud”.28 Pero además la potestad del rey se sustenta en el apoyo de los ciudadanos, porque no podría infundir por sí solo temor a todos. Un monarca absoluto habría de depender de sus soldados, se entiende que mercenarios, hasta extremos vergonzosos para poder ejercer una dominación efectiva (pro dominatione). A su vez, los ciudadanos podrán mantener su autonomía sólo en tanto la milicia sea ciudadana (TP 7/12).29 La libertad de los ciudadanos radica en impedir que se constituya un poder militar autónomo, y en que la capacidad normativa, que nominalmente está en manos del rey, dependa en realidad de un consejo amplio e incluyente de ciudadanos.30

Si en esta monarquía republicana recobra ya su vigor el lenguaje de la libertad, podemos ver cómo con el régimen aristocrático el término civitas pasa a ser identificado con, o sustituido por, el de respublica: “Lo más frecuente -escribe Spinoza- es que los patricios sean ciudadanos de una sola ciudad, que es la capital de todo el Estado, de suerte que la sociedad o república (Civitas sive Respublica) recibe de ella su nombre” (TP 8/3).

Y a continuación menciona ejemplos de repúblicas antiguas (Roma) y modernas (Venecia, Génova, Países Bajos). El término “república” aparece en los capítulos dedicados a la aristocracia repetidamente,31 y en pasajes cruciales lo hace en contraposición al régimen monárquico, como cuando se compara la contribución al erario público en monarquías y repúblicas: las últimas pueden exigir mayores gastos, pero estos se hacen de buena gana cuando se destinan a la paz y la libertad (TP 8/24); o como cuando advierte del peligro de que la potestad concedida al dictador pueda convertirse en monárquica, con grave peligro para la república (10/1), mientras que, por el contrario, en una república bien constituida, es decir, fundada sobre las leyes aceptadas por todos (ab omnibus probata iura), este riesgo es mucho menos temible (TP 10/10).

Llegados a este punto, entramos inevitablemente en el debate al que ya se ha aludido sobre si, a fin de cuentas, no prefiere el Spinoza del Tratado Político una república aristocrática a un gobierno popular. Después de todo, bajo el régimen aristocrático el número de patricios, es decir, de ciudadanos de pleno derecho, puede ser relativamente alto, sobre todo en la variante de la aristocracia descentralizada (inspirada en la experiencia de la república neerlandesa), en la que el poder de cada miembro de la federación en el Consejo rector depende del número de patricios con los que cuente. Cabe incluso imaginar un Estado aristocrático que tuviera mayor porcentaje de patricios respecto al total de la población que de ciudadanos un Estado democrático que estableciera criterios muy restrictivos de acceso a la ciudadanía. Además, aunque los no-patricios estén excluidos de los procesos de decisión y deliberación política, no es lo mismo estar sometido a la voluntad arbitraria de una persona que a las decisiones surgidas de la deliberación de un Consejo amplio: la plebe no tiene que temer en este caso, cree Spinoza, “una humillante esclavitud. Porque la voluntad de un Consejo tan numeroso no puede ser determinada por la pasión tanto como por la razón” (TP 8/6). El carácter deliberativo de las instituciones aristocráticas de gobierno es por sí mismo una garantía de equilibrio. Por otra parte, hay que tener en cuenta que en el estado aristocrático la multitud retiene siempre un cierto poder fáctico, que condiciona la política aristocrática a su favor (TP ix, 14).

Ya hemos hecho referencia a que la inconclusión del Tratado político ha alimentado un debate entre los estudiosos de Spinoza, divididos entre quienes creen que el filósofo interrumpe la redacción del libro por haber llegado a un punto muerto, considerando que la irracionalidad de las masas, patente en el linchamiento de los De Witt, hace imposible, siendo realistas, confiar en la democracia,32 y aquellos que piensan que Spinoza mantiene en su último libro una posición prodemocrática. Sin entrar aquí en detalle en el cruce de argumentos, bien conocido por los estudiosos de Spinoza, me limitaré a apuntar dos consideraciones en favor de la opción spinozista por la república democrática: su congruencia con los fundamentos de su teoría política, y su plausibilidad en el contexto histórico-político neerlandés.

En primer lugar, toda sociedad política tiene como fundamento la potencia de la multitud, que no puede desprenderse de ella como de una posesión enajenable, tal como sugiere la ficción jurídica del contrato social. El fundamento del poder es democrático, sea cual fuere la organización política, y sólo la percepción distorsionada de la propia capacidad y de las condiciones de la vida social hace posible que la autoridad institucional se separe e independice en la práctica de su base popular. La escisión entre una y otra puede paliarse en una monarquía contrapesada por una asamblea ciudadana o en una aristocracia descentralizada de amplia base, pero sólo la democracia es un régimen verdaderamente absoluto, porque conjuga plenamente las potencias de la multitud, evitando la división y el antagonismo estructural entre la clase gobernante y la multitud excluida del poder institucional, inevitable en los demás regímenes (que necesitan legitimarse recurriendo en mayor o menor medida a elementos irracionales, a creencias supersticiosas o ideológicas como el origen divino de los reyes o la superioridad intelectual y moral de los más ricos). Es por eso mismo el régimen más estable, más capaz de perdurar en el tiempo, más conforme a la igualdad natural de los hombres,33 e igualmente el régimen de la libertad de los ciudadanos, entendida como autonomía efectiva.34

Esto no significa que una democracia haya de prescindir de la mediación institucional.35 Debemos considerar que la propuesta de un gobierno popular es igualmente plausible en el contexto político e intelectual en el que se formula; al fin y al cabo, Spinoza no hace sino corroborar la propuesta ya formulada por Johan de la Court.36 Es verdad que su hermano Pieter corrige en ediciones posteriores de La balanza política la tesis de que el gobierno popular es el mejor; pero no se trata de una rectificación esencial, sino más bien de una variación de énfasis (Cfr. Blom [ 1995]; Weststeijn [ 2012]); afirma que “una aristocracia que esté muy próxima al gobierno popular es seguramente el mejor gobierno”.37 Lo que pretende es que el gobierno esté abierto a un amplio número de residentes (comerciantes), pero no a las masas incultas de no propietarios.

Ahora bien, la diferencia fundamental entre la república aristocrática y la democrática reside en la capacidad respectiva de inclusión e igualdad. La crítica spinozista rebate la creencia en la presunta superioridad moral de la minoría burguesa acomodada, anulando la distinción mantenida por los De la Court entre populus y multitudo, lo que priva de argumentos a los defensores de una república oligárquica (TP 11/2). Fue justamente la oligarquización del régimen lo que provocó su caída, denuncia el filósofo, al quedar enfrentada a las masas (TP 9/14). No hay, pues, razón para impedir el acceso de todos a la ciudadanía, al menos de todos los varones económicamente independientes (pequeños comerciantes, artesanos y pequeños propietarios incluidos), es decir de los considerados capaces de ser autónomos, sui iuris.38 Cualquier exclusión de la plena ciudadanía tiene que justificarse por la incapacidad objetiva de gobernarse a sí mismo, de ser sujeto pleno. Cualesquiera otros criterios de exclusión, como la riqueza, la procedencia étnica o la nobleza, no son admisibles.

Por otra parte, la democracia que concibe Spinoza no exige una configuración social y política utópica o extrema. El gobierno popular no implicaba forzosamente entregar el poder a la masa incontrolada; en una república democrática podrían funcionar mecanismos de control y deliberación análogos a los pensados para la aristocrática. Una república descentralizada, como la de las Provincias Unidas, favorecería la participación política, al distribuir la población en unidades locales de pequeño o mediano tamaño, con otros tantos consejos o asambleas de ciudadanos. Las decisiones podrían ser basadas en la deliberación, más fructífera cuanto más extendida fuera la comunidad de deliberantes.39 Además, Spinoza habría previsto seguramente instituciones de control del poder análogas a las del Consejo de Síndicos del régimen aristocrático. A fin de cuentas, aún era posible en la época de Spinoza pensar en un modelo político análogo al de la democracia ateniense, la cual, aunque pareciera increíble en el siglo de las monarquías absolutas, había sido un régimen efectivamente operante durante ciento cincuenta años.

En conclusión, la teoría política de Spinoza recoge y conserva el legado del republicanismo clásico, y en particular la aspiración a una sociedad política de ciudadanos libres que se gobiernan a sí mismos conjuntamente. Pero mantiene esta aspiración, no como una demanda utópica, sino como resultado de instituciones que ordenen racionalmente el conflicto de deseos e intereses particulares de forma que puedan convergir y resistir en la medida de lo posible a las fuerzas, tanto externas como sobre todo internas, que tratan de sujetarlos a un dominio sin razón.

Referencias

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* Este artículo es una versión modificada de la ponencia presentada en la jornada de homenaje al profesor Vidal Peña celebrada en la Universidad de Oviedo el 27 de enero de 2015.

1Sobre la conexión de Spinoza con el republicanismo holandés pueden verse los trabajos de Kossmann (como “Dutch Republicanism” en L’étà dei Lumi: Studi Storici sul settecento europeo in honore di Francesco Venturi, Nápoles, Jovene, 1985, pp. 453-486), Haitsma Mulier (The myth of Venice and Dutch republican thought in the seventeenth century (1980), Van Gelderen (1990), Blom (1995), Israel (2001) y Prokhovnik (2004), entre muchos otros.

2Cfr. Haitsma Mulier (1987), Scott (2002).

3Haitsma Mulier (1987, p. 179) advierte que sólo en la 2ª mitad del s. xvii encontramos un “corpus” republicano de suficiente entidad y solidez (Las obras de los De la Court y Spinoza). Prokhovnik (2004, passim) subraya en cambio la especificidad de la literatura política del republicanismo holandés, centrada en su historia y reivindicaciones particulares.

4Aquí evitaré caracterizar el republicanismo a partir del neo-republicanismo académico de Pettit, Skinner, etc. En todo caso, podremos valorar el neo-republicanismo a partir del republicanismo, no a la inversa.

5Cfr. Israel (2001), quien destaca su proyecto de república igualitaria.

6En ello coinciden los pensadores republicanos (Volco, 2011, p. 16).

7Sobre la presencia del mito bátavo en el republicanismo holandés, véase -entre otros- Martínez (2005).

8Emplearé las abreviaturas TTP y TP para referirme al Tratado teológico-político y al Tratado político, como es habitual. Para las citas me serviré de las traducciones de Atilano Domínguez en Alianza Editorial.

9(TTP, Pref. 64). Es habitual traducir “respublica” como “Estado”, al entender que en los escritos de la época designa la sociedad política en general, y no una forma de Estado en particular. Sin embargo, los términos escogidos aquí por Spinoza marcan una contraposición manifiesta entre la república, como régimen de la libertad, y el “régimen monárquico”, es decir un poder tiránico fundado sobre el miedo. Por eso en esta y otras citas me apartaré ligeramente de la traducción de Atilano Domínguez, a fin de poner de relieve el léxico republicano de Spinoza.

10Así, por ejemplo, Feuer (1987, p. 66): “La filosofía política de Spinoza es la primera afirmación de la Historia del punto de vista de un liberalismo democrático”.

11 “…es incumbencia exclusiva de la suprema potestad determinar qué es necesario para la salvación de todo el pueblo y la seguridad del Estado, así como legislar lo que estime para ello necesario” (TTP xix, 402-403).

12E4 Pref: “El hombre sometido a los afectos no es independiente (sui iuris), sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna”. Cito por la traducción de V. Peña (1987).

13Cfr. Aristóteles, Política, III, 6, 1278-b, 1279 a.

14TP 7/5: “Es cierto, por otra parte, que todo el mundo prefiere mandar a ser mandado”. La consecuencia es que nunca una entera multitud “entregará a uno o varios su derecho si logra el acuerdo entre sus miembros y que las controversias, tan frecuentes en las magnas asambleas, no degeneren en sediciones”.

15Hay que reconocer, no obstante, que este “orgullo democrático” (Herold, 2014, p. 243) no siempre está justificado racionalmente: “Cada uno, en efecto, piensa ser el único en saberlo todo y quiere controlarlo todo con su ingenio […]; por ambición, desprecia a sus iguales y no consiente ser gobernado por ellos; por envidia de mejor fama o de riqueza, que nunca es igual, desea el mal de otro y se complace en él” (TTP, xvii, 357).

16(TTP xvi, 145): “Efectivamente, en el Estado democrático […] todos han hecho el pacto, según hemos probado, de actuar de común acuerdo, pero no de juzgar y razonar. Es decir, como todos los hombres no pueden pensar exactamente igual, han convenido en que tuviera fuerza de decreto aquello que recibiera más votos, reservándose siempre la autoridad de abrogarlo tan pronto descubrieran algo mejor”.

17Puede encontrarse una clara defensa de la interpretación positiva de la libertad por Spinoza, en oposición a la negativa de Hobbes, en Israel (2001, p. 259).

18El subtítulo reza: “En el que se demuestra cómo debe organizarse una sociedad en la que existe un Estado monárquico, así como aquella en la que gobiernan los mejores, a fin de que no decline en tiranía y se mantengan incólumes la paz y la libertad de los ciudadanos”.

19“[…] la comprensión spinozista de la res publica tenía como única base la enajenación de soberanía en las manos de uno solo, de unos pocos o de muchos […]. Había una aproximación alternativa, en la que el autogobierno se conceptualizaba, no como un ius sino como una virtus” (Pocock, 2002, pp. 55-56). No haber tenido en cuenta de qué modo Spinoza retrotrae el léxico iusnaturalista a su ontología, es seguramente lo que lleva a Pocock a contraponer el pensamiento de Spinoza con el del republicano Harrington. Cfr. Scott (2002).

20He modificado ligeramente la traducción de “sui iuris” y “alterius iuris” de A. Domínguez, aun reconociendo la dificultad de verter adecuadamente un término que, siendo de origen jurídico, ha sido desplazado al terreno ontológico.

21Y también, metafóricamente, en sentido moral. Vid. supra, n. 14.

22He abordado esta cuestión en Peña (2011). No debe ocultarse, sin embargo, que los Estados tienen una capacidad de conservarse por sí solos de la que carecen los individuos.

23Cfr. L. Bove (2005).

24No es casual que encontremos inmediatamente después (TP 5/7) una amplia referencia a Maquiavelo, considerado por la literatura antimaquiavélica como maestro de la doctrina de la conquista y mantenimiento del poder a cualquier precio, y que es visto aquí en cambio como maestro de la libertad.

25Cfr. Tatián (2014, p. 106): “el concepto spinozista de ‘perseverancia en el ser’ es irreductible al puro ‘conservar’ hobbesiano, por cuanto Spinoza jamás sacrifica la vida -que para ser humana debe ser libre- a su pura conservación”.

26Algo que aquí sólo podremos hacer sumariamente, por razones de espacio.

27Es sintomático que Spinoza vuelva a emplear el término “respublica”: “Rempublicam alicui absolute credere…”. La libertad está asociada a un Estado republicano.

28He modificado ligeramente la traducción de A. Domínguez, para dejar más patente la terminología republicana.

29Véase así mismo TP 7/17: “[…] para que los ciudadanos conserven su autonomía y defiendan su libertad, el ejército debe constar sólo de ciudadanos, sin excluir a ninguno” (“(…) ut cives scilicet sui iuris maneant, et libertatem tueantur, militia ex solis civibus nullo excepto constare debet”). Aquí aparecen explícitamente ligadas autonomía y libertad.

30En TP 7/19 identifica derecho común con libertad (“commune ius seu libertatem tueri possint”).

31En general referido a la república como sociedad política, y a veces asociado a la libertad: así en 8/9 (daño que causa a la república aristocrática la opresión de los jefes militares); 8/12 (desinterés de los ciudadanos por los asuntos públicos); 8/24: (los síndicos están al cuidado de la república); 8/31 (sobre la función de los cónsules al servicio de la república); 8/49 (en una república libre enseñar públicamente está permitido a cualquiera, pero a sus expensas); 10/6 (utilidad de la república).

32Feuer (1981, pp. 160-161), interpreta que Spinoza propone una república aristocrática que excluye a las clases más bajas de la participación en el gobierno. Prokhovnik (2004, pp. 177-182) considera que para Spinoza la democracia difiere de la aristocracia sólo en el método de selección de la minoría gobernante, y que su preferencia por la aristocracia se funda en la experiencia de la república neerlandesa (desconfianza de la multitud “democrática”, gobierno basado en la ley y la deliberación).

33Cfr. TTP, xvi, 341.

34No es cierto que los derechos y libertades de los súbditos sean los mismos con independencia de la forma de gobierno, como sostiene Prokhovnik (2004, p. 173).

35Pueden verse al respecto las consideraciones de Field (2012) respecto a la interpretación que hace Negri de la democracia spinozista como poder constituyente de la multitud.

36Ésta concluía la 1ª edición de las Consideraciones y ejemplos de Estado (la Balanza política) con esta afirmación: “El gobierno popular es el más natural, racional, pacífico y ventajoso para los habitantes”. Politike Weeg-schaal, iii, i, 6. (Citado en Weststeijn, 2012, p. 52).

37Politike Weeg-schaal, iii, iii, 5. (Citado en Weststeijn, 2012, p. 54).

38Hay excusiones notables, difícilmente admisibles hoy: las mujeres o los criados. Pero antes de escandalizarnos deberíamos tener en cuenta cuál ha sido la norma al respecto en las sociedades europeas: en qué fecha se generalizó el sufragio universal masculino -y no digamos ya el femenino-. Encontramos igual criterio (ser sui iuris) e iguales exclusiones en los De la Court. (Cfr. Weststeijn, 2012, pp. 162-167).

39El valor que Spinoza atribuye a la deliberación queda patente, entre otros lugares, en TP 9/14: “Pues si mientras los romanos deliberan se pierde Sagunto, al revés, mientras unos pocos deciden todo según su propio gusto perecen la libertad y el bien común. Porque los talentos humanos son demasiado cortos para poder comprenderlo todo al instante. Por el contrario, se agudizan consultando, escuchando y discutiendo y, a fuerza de ensayar todos los medios, dan, finalmente con lo que buscan, y todos aprueban aquello en que nadie había pensado antes”.

Recibido: 25 de Enero de 2018; Aprobado: 31 de Enero de 2018

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