La distopía, como aquella visión negativa, para la humanidad, de un futuro posible o de un presente alterno, ha hecho presencia en variedad de medios de comunicación y formas de expresión, desde la pintura hasta la televisión. El cómic, como medio, no ha estado exento de navegar por esas narrativas. Las representaciones distópicas de la ciudad de Bogotá, en el caso del cómic en Colombia, han sido parte o trasfondo narrativo de este tipo de expresiones artísticas.
Aquí extendemos el concepto de cómic para incluir desde la historieta corta hasta la novela gráfica, como se explica más adelante en el apartado “Los estudios sobre cómics y el caso Colombia”. De ese modo, enmarcamos este artículo en los lindes de las investigaciones sobre cómics, que vienen desarrollando, desde los años noventa, autores como Bramlett (2012) y Castillo Vidal (2004).
Aunque existen diferentes aproximaciones al estudio de los cómics, desde las condiciones laborales de sus formas de producción (véase Brienza y Johnston, 2016), hasta su expresión (Groensteen, 2007; McCloud, 1994), nos enfocamos en la representación gráfica y escrita de la ciudad de Bogotá en los cómics nacionales publicados desde 1992. Tomamos esta fecha, por ser el año de la primera edición de la revista acme, que marcó un hito en la historia de la narrativa gráfica colombiana (Suárez y Uribe-Jongbloed, 2016).
Para este trabajo, tuvimos limitantes en la capacidad de obtención de todos los cómics colombianos a partir de entonces, pues muchos de ellos no fueron formalmente publicados o editados como se explica en detalle adelante en el apartado “Selección del material”, y no existen repositorios o archivos que los contengan. Nos limitamos a cómics impresos, omitiendo así la multiplicidad de producción digital en Internet. De esta manera, logramos obtener un acervo considerable que llega a los 130 productos, de entre los cuales encontramos 45 que muestran o hacen alusión a Bogotá. De esos 45, la mayoría (28) cumple con ser representaciones distópicas de Bogotá.
La distopía, como recurso narrativo y como construcción de transfondo, nos plantea un interesante marco para interpretar la visión de estos artistas y creadores de cómics sobre el actual estado y futuro devenir de la ciudad. Por esto, nos es fundamental plantear derroteros pertinentes sobre qué se compone como una distopía y qué tipos de distopías existen, para así reconocer cuáles de ellas reconocemos en el caso colombiano para la ciudad de Bogotá. Hacemos aquí una revisión que nos permite desarrollar cinco categorías macro en las que inscribimos los cómics estudiados.
La distopía contemporánea: tecnología, deshumanización y accidentes
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En este apartado pretendemos trazar una tipología inicial de los modos en los que ha sido abordado el tema de lo distópico en la ficción contemporánea. No se trata de una clasificación definitiva, pero creemos que aquí puede organizarse una buena parte de las obras que hoy son consideradas distópicas.
Aunque la distopía puede estar presente en medios o formatos que van desde la novela, las películas, los cómics, hasta los videojuegos, en esta caracterización utilizamos ejemplos extraídos sobre todo de la literatura y el cine, que resulten familiares a la mayoría de los lectores. El acercamiento al cómic distópico con Bogotá como escenario, parte central de este artículo, se hace más adelante, en el apartado “Análisis”, tomando como base esta caracterización.
La idea de distopía es recurrente en la literatura y el cine contemporáneos. Aunque sus orígenes podrían rastrearse mucho más atrás (por ejemplo, en obras como Mundus alter et idem [circa 1605] de Joseph Hall), es en la primera mitad del siglo xx cuando la llamada “ficción distópica” se afianza como un género literario fuerte y con posibilidades de permear los imaginarios colectivos, en medio de una sociedad que se debatía entre las formas de la razón instrumental, el capitalismo y el imperio de la tecnología maquínica (Adorno y Horkheimer, 1998; Heidegger, 1997a; Ihde, 1990; Méndez, 1989; Mitcham, 1989), y que en forma lenta debía adaptarse a nuevos modos de ser, del hacer y del decir que, de a poco, prefiguraban un eclipse del sujeto humanista y aparentemente no tocado por las tecnologías. En especial, porque estas últimas, en ese momento, empezarían a fungir como dispositivos de deshumanización (Sloterdijk, 1999; 2004).
Más recientemente, Claeys (2010) plantea que las distopías, las que define como “aquellas [obras] que evidencian visiones plausibles de desarrollos políticos y sociales negativos, generalmente expresados en forma de ficción” (p. 109; traducción nuestra), surgen en dos giros fuertes: uno que va de finales de 1700 hasta el siglo xix, y un segundo giro con el inicio del siglo xx.
Cabe anotar que las categorías planteadas se ponen en diálogo con el concepto de distopía crítica, que se ha usado frecuentemente para describir todas las obras de distopía a partir de los años ochenta (véase Moylan, 2000, Cap. 6), aunque ha sido debatido como insuficiente para describir las distopías del nuevo milenio (véase Chang, 2011).
Esta discusión va en concordancia con el cuestionamiento formulado por Nyman y Teten (2018) en torno a si las distopías conducen al lector de cómic, al jugador de videojuegos o al espectador de una película a reflexionar sobre dicho escenario como consecuencia del presente.
Partimos de dos aproximaciones importantes, exponiendo primero la de Moylan (2000; 2016), quien propone una función crítica, que se formula cuando la distopía presenta una esperanza por acción o agenciamiento, que permita la transformación de ese futuro como escenario distópico. Por su parte, Schulzke (2014) sostiene que las distopías en sí mismas cumplen una función crítica, por cuanto cuestionan los sistemas actuales, en tanto representan sus posibles futuras consecuencias y advierten aspectos que podrían ser evitados. De este modo, observa que las “distopías […] muestran las consecuencias de malas políticas” (p. 323; traducción nuestra).
De acuerdo con lo anterior, proponemos una primera forma de pensar la distopía, ligada estrictamente al modo trágico y deshumanizante de la relación hombre-tecnología y que nos daría nuestra categoría primera de “ficción distópica”: las distopías de fallo tecnológico.
Distopías de fallo tecnológico
En efecto, las distopías contemporáneas incluyen, en buena parte, la relación trágica con la tecnología, que despoja al hombre de su condición de sujeto único e irrepetible y lo reduce a una suerte de unidimensionalidad que, al final, lo convierte en un sujeto cuyas metas y fines individuales deben subsumirse a aquellos que le impone el sistema.
Esto recuerda la visión de Heidegger (1997ª), en la que la tecnología presenta como una especie de “im-posición”. Esta “im-posición” es la que mienta el vocablo Ge-stell, utilizado por el filósofo alemán para definir lo que él llama “la esencia de la tecnología” y que resulta uno de esos vocablos de difícil traducción que ensombrecen las reflexiones de Heidegger cuando son vertidas a una lengua diferente al alemán. Usualmente, el término ha sido traducido por “(estructura de) emplazamiento”, “instalación”, “(lo) dis-puesto” o “im-posición”. Este último término, empleado por el filósofo chileno Jorge Acevedo (2012), nos parece el más adecuado para pensar esa esencia de una técnica que, para Heidegger, estaría a una distancia que escaparía al arbitrio mismo del hombre.
En este punto yace, justamente, el componente distópico que puede rastrearse en las ideas de Heidegger y que, en muchas versiones, ha sido ampliamente explotado por la ciencia ficción, desde oscuras películas B que han devenido cult como R.O.T.O.R (Arpala et al. y Blaine, 1987), hasta clásicos como Terminator (Daly, Gibson, Hurd y Cameron, 1984) o Robocop (Schmidt y Verhoeven, 1987), siempre siguiendo el camino trazado por obras como Frankenstein de Mary W. Shelley (2016) de 1818, Yo, robot de Isaac Asimov (1950) o El centinela de la eternidad, original de 1951 de Arthur C. Clarke (2000) y sus respectivas versiones cinematográficas.
Dentro de estas lógicas de la relación trágica con la tecnología aparecen otros modos de darse lo distópico, que son hoy motivos recurrentes en el cine y la literatura, y que incluyen la idea del accidente total: las armas que escapan al arbitrio de lo humano, el desastre ecológico producido por la explotación de los recursos naturales (véase, por ejemplo, Stableford, 2010), etc.
Distopías ejecutadas a partir de la coerción simbólica o de la coerción física
Esta primera versión de la visión de la distopía nos permite dar un paso hacia versiones más conocidas del término y que hacen parte de la cultura pop contemporánea.
La ficción distópica del siglo xx encuentra sus puntos de anclaje en novelas como Un mundo feliz de Aldous Huxley (2001), 1984 de George Orwell (2013) o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (2010), y en términos amplios se presenta como el reflejo de una sociedad que invertiría los principios mismos de organización social preconizados por la modernidad, clara referencia a la idea de la ordenación ideal de Tomas Moro (2012) en su Utopía de 1516, como libertad e igualdad. En estas obras se evidencia un quebrantamiento de los límites mismos del vínculo social y da paso a una visión de lo social en donde el orden queda supeditado a la ejecución de políticas restrictivas que determinan los límites del ser, del decir y del hacer (Rancière, 1996, 2000), y que pueden traducirse en órdenes sociales de la mismidad, como es el caso de las tres novelas citadas en el párrafo anterior. Una variación de esta idea es la que puede encontrarse en lo que podríamos llamar “formas coercitivas de vigilancia”.
Expliquemos esta distinción. En los casos de las novelas clásicas de las que hemos partido, la sujeción (Castro-Gómez, 2010; Foucault, 1988) se da desde formas simbólicas de la ejecución del poder (Thompson, 1998): reducción del lenguaje, control de la lectura y el acceso a representaciones alternativas (a la dominante) de lo real (Fulginiti, 2017).
Podríamos también pensar aquí e incluir, dentro de la representación de estas formas de coerción simbólica, novelas como El proceso (1925) o El Castillo (1926) de Franz Kafka, y la insoportable realidad en la que se encuentran atrapados Josef K o K, respectivamente.
Junto a estas formas de control, coexisten otras visiones de lo distópico mucho más ancladas a la coerción mediada por el uso de la fuerza física, en las que el poder usualmente está encarnado en los aparatos militares del Estado -como sucede en novelas como Starship Troopers (Heinlein, 1959) y Ender’s Game (Card, 1985); en novelas gráficas como V for Vendetta (Moore y Lloyd, 1982), adaptada posteriormente al cine, o en películas como Dark City (Proyas, Mason y Proyas, 1998) y Brazil (Milchan y Gilliam, 1985) -, o por estructuras corporativas que remplazan al Estado -en las distopías ciberpunk de William Gibson desde Neuromante (1984) e incluso la misma Blade Runner (Scott, 1982)-.
Si bien esta distinción que intentamos trazar hasta aquí puede presentarse como híbrida, queremos enfatizar en las formas de ejecución del poder y los consecuentes modos de erosión del ideal moderno y democrático de lo social.
Es importante aclarar que la distopía puede aparecer revestida bajo la idea del orden social o de una inversión utópica especular: el despojo de la libertad puede traducirse en modos de organización aparentemente perfectos, en la medida en que la anulación de la alteridad y del reconocimiento del otro, en tanto otro (Levinas, 1993; Ricoeur, 2005), parece anular todo conflicto, pues desaparece la diferencia. El conflicto solo reaparece en el momento en el que un sujeto -usualmente similar a la noción de “héroe” de Campbell (2001) - se pregunta por la verdadera realidad oculta tras esa especie de velo apolíneo-distópico -remodelando la vieja expresión de Nietzsche (1995) - que oculta la crudeza del mundo real.
En ambos casos, coerción simbólica y cohersión física, vemos funcionar la visión heideggeriana de lo tecnológico, pero su traducción, en lo que llamamos la “ejecución distópica”, la forma de producción de la sujeción, reviste matices diferentes.
Hasta aquí, entonces, trazamos otros dos modos de ficción distópica que hemos operacionalizado y que pueden ser híbridas (caracterizados por la ejecución distópica preponderante).
Distopías de lo zombi/infectado o de lo sobrenatural/no humano
Otro modo de darse de la distopía es el que tiene lugar en paisajes de corte postapocalíptico, como sucede en el caso de las distopías relacionadas con zombis o infectados, o con parajes que suceden a conflictos globales (Featherstone, 2017).
Los infectados (muchas veces confundidos o sinonimizados con “zombis”) representan la pérdida del logos: de la razón y la palabra, son el modo en el que lo humano mismo tiende a fallar. Es la transformación de la humanidad humanista, civilizada y letrada, en una especie de involución que nos devuelve a una suerte de estadio de animalidad: la finitud y la pérdida de la palabra.
Después de todo, cabe aquí preguntarse: los zombis/infectados, ¿se comunican entre sí? ¿Un zombi/infectado reconoce al otro? ¿Lo reconoce en tanto zombi/infectado? ¿Un zombi/infectado sabe que va a morir o, al menos, que está muerto? Todas estas preguntas nos abocan a la disolución del vínculo social que está mediado, esencialmente, por la presencia del lazo establecido por la comunicación entre los sujetos sociales (Bernal, 2014). Siempre somos-con el otro (Heidegger, 1997b). En gran parte, ese es el trabajo de la comunicación: permitirnos el vínculo con el otro y abrirnos esa visión de lo común: compartida, comunal. La capacidad de empatizar, de sentir que el devenir del otro puede ser el propio, es esa esencia misma de la comunicación.
Esta categoría entra en diálogo con el concepto de distopía postapocalíptica de Chang (2011), con la cual pretende describir las distopías del nuevo milenio, particularmente después de la década de los ochenta del siglo xx: “[la] ‘distopía post-apocalíptica’ evidencia no solo ‘el fin del mundo’, sino, de acuerdo con Hall, ‘el fin del mundo, tal lo conocemos’” (p. 16; traducción nuestra).
Aquí, en medio de este fallar de lo humano mismo, reaparece la idea heideggeriana que traíamos a colación más arriba: la tecnología como deshumanización (en tanto el zombi/infectado normalmente es fruto del accidente total) y el retorno a una vida en la que el vínculo con el otro parece volver a un estadio tribal, en el que los logros de la modernidad se resquebrajan y evidencian nuestra propia finitud (Martínez Lucena, 2012), además de plantear escenarios de ambigüedad moral (Nyman y Teten, 2018) respecto a acciones que, en condiciones reales, serían condenables e injustificables.
Una variante de la distopía zombi es la que puede encontrarse, por ejemplo, en novelas como The Strain (Del Toro y Hogan, 2009), en la que la disolución del orden social se da a partir de la presencia de entidades sobrenaturales, en este caso vampiros. La aparición de entes que trascienden lo humano (a diferencia del zombi/infectado, que es una variación de lo humano) hace zozobrar el orden social, en tanto introduce nuevas lógicas del orden mismo de lo real (Abbott, 2016) y relega lo humano a su condición de puro alimento. El Maestro, líder absoluto de los strigoi, en The Strain, imagina un mundo organizado racionalmente, pero cuya lógica fractura los ideales de lo humano.
Junto a los vampiros pueden aparecer otro tipo de seres que, si bien no sobrenaturales, trascienden lo humano, como los extraterrestres, y con los cuales no logramos identificación (Bohlmann y Bürger, 2018; Miller, 2017; Moffitt, 2006; Schofield Clark, 2005), como sucede en novelas como The Andromeda Strain (Crichton, 1969), en la que un extraño virus amenaza a la especie humana, o en la trama de la mitología central de la serie de televisión The X-Files (Carter et al., 1993), donde una conspiración, que incluye una especie de pacto entre humanos y alienígenas, pone en peligro el mundo tal como lo conocemos; por eso, al extraterrestre tratamos de construirlo a nuestra imagen y semejanza, para evitar el temor (Martos-Nuñez y Martos-García, 2015).
Así, la presencia de lo no humano como entidad reguladora del orden social resulta, entonces, un elemento abiertamente distópico y une esta idea con la de apocalipsis, que es, sin duda, uno de los conceptos que más fascinación despierta dentro de la ficción contemporánea (Rodden, 2018).
Con esta categorización sobre la mesa, pasamos, entonces, a abordar el cómic colombiano, para luego tratar al análisis de la construcción de la Bogotá distópica en el cómic.
Los estudios sobre cómics y el caso Colombia
Los cómics proliferan hoy. La facilidad de impresión y distribución, incluso vía internet, ha permitido una miríada de producciones de diversos niveles de calidad, profesionalismo y formalidad (Brienza y Johnston, 2016; Woo, 2015).
Como elemento de estudio, los cómics han sido investigados a partir de diversas perspectivas. Algunos se han enfocado en sus cualidades estéticas (véase Gasca y Gubern, 1994), otros han explorado su potencial como producto cultural para las masas (véase Eco, 2012), incluyendo críticas por su capacidad para promover visiones capitalistas hegemónicas (véase Dorfman y Mattelart, 1998), o convertirse en chivos expiatorios de los casos de pánico moral (véase Barker, 1989).
Más recientemente, a partir del trabajo de McCloud (1994, 2000, 2006), se ha generado una discusión más profunda sobre los elementos conceptuales que constituyen la creación de imágenes secuenciales con valor narrativo (véanse Groensteen, 2007; Saraceni, 2003). Cohn (2007, 2010 b) ha acuñado el concepto de lenguaje visual para definir las características y condiciones humanas, innatas o formadas, que nos permiten leer y comprender construcciones artísticas de secuencias de imágenes. Cohn (2012) hace así una separación entre esas condiciones y el cómic, siendo este último una forma particular de manifestación y uso de este lenguaje.
Fuera de eso, rescatamos aquí, también de Cohn (2010a, 2010b, 2014), la idea central sobre la relación sintáctica de la variedad de viñetas con respecto a su secuencia y su orden de lectura. En esencia, su argumento es que el valor de un cómic es solo comprensible en la relación que podamos establecer entre viñetas. Esto es algo fundamental para poder determinar si un cómic se puede describir como una representación distópica de Bogotá.
La claridad que provee esta postura de Cohn (2010a, 2010 b) surge como oposición al interés por concentrarse en el cierre (closure) que presenta McCloud (1994). Para este último, el cierre es el proceso cognitivo que desarrollamos al tratar de comprender y llenar el vacío de información que existe entre dos viñetas sucesivas. El cierre es smilar, conceptualmente, a la elipsis cinematográfica, en cuanto reduce la carga informativa de imágenes y le permite al lector -o al espectador- comprender que hay un salto espacial o temporal entre lo visible (Castillo Vidal, 2004, pp. 256-257).
McCloud (1994) presenta seis tipos de cierre: cierre de momento a momento, de acción a acción, de escena a escena, de sujeto a sujeto, de aspecto a aspecto y, finalmente, el non-sequitur.
El momento a momento se refiere a que, entre una viñeta y otra, nos podemos imaginar que hay un paso corto de tiempo, mientras que en el de acción a acción, usualmente saltamos del comienzo de un movimiento a su final, sin reparar en los puntos intermedios. El de escena a escena es un cambio en el que el cierre es narrativo, pasando de una sucesión de eventos a otra. El cierre de sujeto a sujeto ocurre cuando vemos un cambio de un personaje a otro. El de aspecto a aspecto se da entre dos viñetas que representan el mismo lugar y el mismo tiempo, pero que son distintos ángulos, elementos o características del mismo. Por último, el non-sequitur se refiere a que no existe relación de cierre que se pueda establecer entre una viñeta y la otra.
Aunque dicha descripción de relación entre viñetas parece muy elocuente, descansa en una premisa problemática. Es difícil reconocer, con tan solo dos viñetas, cuál es la relación entre ellas. Por ejemplo, la decisión de relacionar una viñeta con la siguiente puede descansar sobre asuntos como el orden de lectura esperado o la yuxtaposición de viñetas (véanse Cohn, 2010b; Cohn y Campbell, 2015), llevando a que se encuentren diferentes tipos de cierre, generando una polisemia.
También la relación entre viñetas puede no ser suficiente para determinar el sentido y es necesario ponerlas en contexto con el total de viñetas a disposición que compongan un todo significativo, o con las demás viñetas dentro de un elemento sintáctico como la página. Tal es el caso de las tiras cómicas de tres viñetas, como el que estudia Cohn (2010ª) sobre la publicidad del Chicago Tribune. En ese caso, la primera y tercera viñetas son muy similares, mientras que la segunda, en todas las tiras, es la misma: el personaje de la primera y tercera viñeta leyendo una temática particular en el Chicago Tribune. De este modo se comprende que la tira plantea que, tras leer el periódico (segunda viñeta), el personaje cambia su situación original (la primera viñeta) por la situación final (última viñeta).
Por estas y otras razones, Cohn (2007, 2010b, 2014) ha criticado la aplicabilidad del estudio de cierre propuesto por McCloud (1994), y nos presenta la base central para tratar de entender el significado de las elipsis entre las viñetas desde una visión holística, que comprenda la relación entre las distintas viñetas en sus espacios sintácticos de página y revista.
Utilizando esta idea de la relación de las viñetas con el total sintáctico en el cual existen, definimos, por lo tanto, cuatro formas básicas del cómic impreso que usamos para seleccionar la muestra: tiras cómicas, historietas, revistillas y novelas gráficas.
Las tiras cómicas son aquellas de pocas viñetas (entre una y cuatro), que aparecen generalmente dentro de otros medios impresos, como los periódicos. Las historietas son usualmente de página entera o más, y hacen parte de revistas de compilaciones o similares. Las revistillas son productos impresos que tienen una unidad narrativa y estructural, además de ser un producto unitario en sí mismo, que puede ser parte de una serie de entregas o publicación seriada. Las novelas gráficas son aquellas que, por su extensión o tamaño y diseño, se consideran más cercanas al formato físico del libro que al de la revistilla.
Como se puede apreciar, las características que definen esa clasificación son más de producción o formato que de tipo narrativo o visual.
Existen compilaciones, en forma de revista, de una variedad de historietas, como es el caso de acme, que fue publicada en Colombia en la década de los noventa, y que se mantiene como un punto de referencia para la discusión del cómic en Colombia, o como la revista Los Monos, que se incluía en las ediciones dominicales del periódico El Espectador en los años ochenta y parte de los noventa (Suárez y Uribe-Jongbloed, 2016).
También existen variedad de revistillas o novelas gráficas. Recientemente, a partir de la Sentencia C-197/13 de la Corte Constitucional, que elimina la exclusión de beneficios tributarios, que había sido explícita para las “tiras cómicas o historietas gráficas” en la Ley 98 de 1993, se ha dado una mayor producción de cómics, incluyendo novelas gráficas, sean estas originales o adaptaciones literarias.1 Ejemplos de estas son la adaptación a novela gráfica de La vorágine (Pantoja y Jiménez, 2017) y las obras originales El taxista llama dos veces (García Ángel, Rodríguez y Olano, 2017) y Dos Aldos (Guerra y Díaz Pinzón, 2016), esta última ganadora del premio de oro en la 11.a entrega de los International manga Awards.
En términos generales, se puede asegurar que el cómic ha obtenido prominencia en el ámbito académico, literario y cultural colombiano, y el incremento de eventos, publicaciones y proyectos nacionales en este medio son evidencia de la importancia que está adquiriendo actualmente (Suárez y Uribe-Jongbloed, 2016).
Selección del material
acme marca nuestro punto de partida para la selección del material revisado en este artículo. Aunque existen clasificaciones previas que dan cuenta de una variedad de cómics publicados en Colombia (Rincón, 2014), estas no llegan hasta nuestra fecha, lo que limita su utilidad. Así, la muestra de cómics nacionales se extiende por 25 años, desde las primeras publicaciones de acme en 1992 hasta aquellos cómics publicados en 2017.
Cabe aclarar que, entre 1994 y 2011, hay un espacio importante en el que no se encontraron publicaciones que contaran con los criterios establecidos para la muestra de estudio. Esto se debe, por una parte, a la exclusión planteada en la “Ley del Libro” (Ley 98 de 1993), que creó un manto de duda sobre el valor cultural del cómic y disminuyó así su apoyo desde organizaciones culturales; por otra, a que los cambios tecnológicos que permiten la mayor producción se comienzan a notar a partir de 2011, en donde se extiende considerablemente la producción de cómics en Colombia, debido, en gran medida, al aumento de becas de estímulos para creación de cómic y novela gráfica en el país por parte de entes culturales,2 aún más desde la sentencia arriba mencionada.
Los limitantes en la construcción del acervo para esta investigación versan sobre la dificultad de consecución del material. Varios de los cómics que se encuentran en la muestra no incluyen elementos formales de publicación, como un número estándar internacional de publicaciones seriadas (International Standard Serial Number, issn) o un número estándar internacional de libros (International Standard Book Number, isbn). Por las condiciones mismas de producción, usualmente artesanales e individuales, estos cómics no tienen tirajes amplios, tienden a reducirse a una sola edición y su consecución se da en eventos, ferias o colecciones privadas, dando muestra de la inexistencia de una industria nacional del cómic (Suárez y Uribe-Jongbloed, 2016).
Por estas razones, es relevante aclarar que de ningún modo podemos asegurar que la muestra incluye siquiera la mayor parte de los productos de cómic nacionales de los últimos 25 años.
Excluimos de nuestra recolección de cómics a las tiras cómicas, por ser estas generalmente publicadas en otro tipo de medios (periódicos, o como parte de revistas), de manera muy reducida, y por tratarse de historias cortas, en las cuales sería muy complejo asegurar la existencia de una referencia a la distopía.
Sin embargo, y con estos limitantes, la muestra de estudio llegó a clasificar 130 productos, incluidos en revistas de compilación, revistillas o novelas gráficas.
Para determinar la pertinencia de este material para el estudio de la distopía, fue necesaria una lectura profunda de los cómics, de modo que se pudieran estudiar en la totalidad del producto y no simplemente en el contenido de algunas de sus viñetas, siguiendo de algún modo lo planteado por Cohn (2007, 2012) y abordando cada cómic como un texto constituido en un contexto. Esto quiere decir que estudiamos la narrativa completa, la relación entre los textos de los bocadillos de diálogos, las imágenes dentro de las viñetas y otros elementos que nos permitiesen decir, con cierto grado de certeza, que una historia transcurre en la ciudad de Bogotá.
Algunos de los materiales cumplían fácilmente todas las formas de reconocimiento de la ciudad, mientras que otras requerían de una relación entre varios detalles para aceptarlas como parte de la selección. Aquellas piezas cuya historia fue difícil de situar en Bogotá fueron eliminadas de la muestra.
Con este sistema logramos seleccionar 45 piezas, que daban cuenta de referencias de Bogotá, bien fuesen históricas, presentes o futuras.
De estas piezas seleccionamos entonces aquellas que se pudiesen enmarcar en alguna de las categorías de distopía planteadas arriba. El análisis de esos casos es el que presentamos líneas abajo. Así, terminamos con 28 cómics, que representan alguna forma de distopía en la ciudad de Bogotá y que se constituyen en nuestro corpus (véase imagen 1).
Análisis
Teniendo en cuenta las categorías de distopía presentadas al principio de este documento, las cuales, cabe anotar, no son excluyentes entre sí, se analizaron 28 cómics (véase tabla 1), entre los que se encuentran cómics que plantean dos de las categorías formuladas.
De la muestra recolectada, quince de los cómics exponen un presente distópico (o por lo menos presentes para el momento de su publicación), en los que los elementos característicos de la organización y la estructura social colapsan o se encuentran en estado de vulnerabilidad ante algún tipo de amenaza.
En estos presentes, el caos generado por algún detonante plantea la situación conflicto que rige la historia que se enuncia. Tal es el caso de Lorac Moure (Caramelot, 1993), en donde unos soldados del futuro llegan a una Bogotá del presente, con el fin de evitar crímenes futuros, muy al estilo Terminator (Daly et al., 1984). Escenario similar de presente distópico se encuentra en la serie de cinco revistas Bogotá, Masacre Zombie (Silva, 2012a; 2012b; 2013a; 2013b; 2014), cuya historia se ubica en el desarrollo de un apocalipsis zombi que va dando cuenta del desmoronamiento de las instituciones sociales y políticas. No solo desaparece el Estado, así como la Policía y el Ejército como aparatos de control, sino que la familia como institución social también desaparece, para dar paso a la colectividad, para la supervivencia de unos pocos. Por su parte, Baktun (Ampudia, 2012) y 4 Jinetes 3: El birreino (Zapata, 2012) igualmente se inscriben en un presente ficticio, en el que emerge el caos y la anarquía, a partir de algún tipo de transformación mágica.
De los documentos restantes, doce suceden en futuros en los que prima el caos y el conflicto, en donde la guerra se convierte en el escenario de las narrativas y hay unos ciudadanos fuertemente armados. En el caso de Maldita Fe de Bogotá (Karmao, 2013), que presenta uno de los escenarios más distópicos, el caos y la anarquía emergen a partir de algún tipo de transformación mágica, mientras los bogotanos duermen.
Nueve de los veintiocho documentos gráficos revisados representan un modelo de distopía de fallo tecnológico, dando cuenta de escenarios en los que los principios de la organización y la estructura social se diluyen, dando paso a contextos en donde el conflicto se evade por medio de dispositivos represivos. El elemento fundamental del presente distópico en los cómics en que aparece la ciudad de Bogotá se basa en contextos en los que la disparidad social es la norma, la pobreza es marcada y la sociedad fragmentada, como en Cocinol al 100% (LeoComix, 1994). Así mismo, se da cuenta de unas instituciones públicas y un gobierno difusos, que carecen de credibilidad ante la sociedad. Ello se evidencia claramente en La Fila (Ramírez y Naranjo Morales, 2017): una ciudadana se ve sujeta a una historia de terror que deviene una metáfora del sistema de salud colombiano.
Desde esta perspectiva, esta sería una aproximación al concepto de distopía crítica propuesto por Schulzke (2014).
De estas historias que señalan distopías de fallo tecnológico, cuatro suceden en un presente ficticio, como en el caso de Ana Crónica (Greiff, 2014), cuya historia, enmarcada en una estética steam-punk, enuncia la posibilidad de viajes intertemporales de los personajes, en los que se enfrentan a contextos sociales completamente diferentes a los suyos. Por otro lado, Diecisiete Ochenta (Caramelot, 1992) plantea un presente caótico, en el que el fenómeno del sicariato y unas instituciones en crisis constituyen la base de la línea narrativa caótica. Finalmente, se encuentran historias como Saic (García y García, 2012a) y Parásito (García y García, 2016), que dan cuenta de contextos urbanos que responden a regímenes opresores, totalitarios y restrictivos de las libertades civiles.
La revisión detallada de los documentos gráficos permitió, asimismo, identificar la ejecución distópica en sus dimensiones simbólica y física, que se halla en historias como La Fila (Ramírez y Naranjo Morales, 2017), en donde la protagonista se ve sujeta a un sistema coercitivo, que vuelve tormentoso, por un sin número de elementos simbólicos, el acceso al sistema de salud. En el caso de Parásito (García y García, 2016), también hay una fuerte presencia de mecanismos represivos que producen coerción física, en un contexto en donde el sistema social se fragmenta rápidamente. El tren ya no pasa nunca (Castro, 1993) se ubica en un contexto de guerra con androides, en el que la represión como elemento para mantener el orden está en decadencia y se evidencia cuando los soldados encuentran su destino fatal con un robot que viaja acarreando los cuerpos de los humanos a quienes enfrenta. Se trata de un androide que recurre a un elemento que, en ese futuro distópico de conflicto, se creía desaparecido: el tren.
La distopía zombie/infectado aparece en los cinco volúmenes de Bogotá Masacre Zombie (Silva, 2012), donde el caos generado por la propagación del virus requiere de una acción represiva por parte de la policía, que intenta poner orden, sin mucho éxito. Todo el sistema colapsa y con este sus instituciones: Estado, Iglesia (sistema de creencias), escuela, familia. Especialmente esta última, dado que los personajes de la serie no son más que sobrevivientes solitarios, que se ven alejados de sus familias y dependen de las alianzas que se tejan con fines de supervivencia. Prima la configuración de nuevas relaciones de poder, fundamentadas en la asociación y la fuerza, más que en la consanguinidad y la solidaridad como elemento constitutivo de la organización social (Durkheim, 1995). De hecho, es un retroceso en el desarrollo social, por cuanto significa pasar de un sistema social complejo (solidaridad orgánica), fundamentada en la división social del trabajo, para volver a la tribu y al asocio por semejanzas, donde priman el hambre y la necesidad de sobrevivir. Como se menciona anteriormente, la historia presentada en Bogotá Masacre Zombie responde a una tendencia a nivel mundial, generada, en buena medida, tras la publicación del cómic seriado, y posterior éxito televisivo, The Walking Dead (Kirkman y Moore, 2010).
Finalmente, aparece la distopía de lo sobrenatural/no humano, que ante la presencia de seres supraterrenales se establecen relaciones de poder que vulneran la capacidad de organización y gobierno de la raza humana en la Tierra. Se trata de seres con poderes sobrehumanos, extraterrestres, dioses que generan un conflicto cuando se hacen presentes.
La serie Saic (García y García, 2012a; 2012b; 2013a; 2013b; 2013c) es un ejemplo perfecto de cómo una entidad externa se manifiesta en el contexto bogotano, proponiendo un conflicto entre los seres humanos que se someten a su poder y aquellos que deciden, por el contrario, enfrentarlo. Por su parte, Baktun (Ampudia, 2012) formula un escenario de una Bogotá inundada, como si fuese castigada por alguna deidad, que posteriormente surge de otra dimensión, ocasionando un conflicto en el contexto en que se desarrolla la historia. Esta historia en particular, al igual que El Talismán del Zipa (Viktor, 1995), hacen fuertes referencias a creencias y mitos indígenas que se presentan por medio de “elementales” u objetos mágicos que fungen como puertas o punto de encuentro entre dimensiones. En el caso de 4 Jinetes 3: El birreino (Zapata, 2012), por su parte, se evoca una ciudad de Bogotá caótica, reflejada en la narrativa, que no es lineal, lo que genera una mayor sensación de caos, en el sector de Ciudad Bolívar, en donde sucede la historia.
En la La Fila (Ramírez y Naranjo Morales, 2017) se hace presente la distopía de lo sobrenatural/no humano, cuando la ineficiencia del sistema se materializa en personajes casi diabólicos que administran el sistema y en otros que se petrifican, como bajo un hechizo, mientras esperan la atención prometida. Caso diferente lo constituye Delirium (Salazar Rivera, Mossos, Naranjo y Portilla, 2013) en la primera historia, bajo ese mismo nombre, de su número compilatorio: narra un ataque por parte de seres invisibles, que asaltan las mentes de los transeúntes en un sector comercial; seres que generan caos, por cuanto los humanos a quienes poseen actúan de manera no convencional y errática para los demás ciudadanos.
Por último, es importante resaltar que casi todas las historias que suceden en el futuro se ubican en contextos de confrontación armada entre diferentes bandos, no necesariamente legales, o entre ciudadanos fuertemente armados. La violencia se convierte en un elemento transversal en la mayoría de los cómics revisados en el estudio, aun cuando esta no se muestre. El simple hecho de ver ciudadanos armados da, de inmediato, la sensación de una violencia constante y susceptible de explotar en cualquier momento, como en el caso de Exogen: Como masticar vidrio (Champe y Uribe, 2011) o en Doppler (Uribe y Castilla, 2011), presentando evidencia de la influencia de la literatura del ciberpunk en sus historias.
Ninguna de las historias analizadas da cuenta de contextos sociales pacíficos, así fuese por medio de una restricción física o simbólica. No hay escenarios que evoquen la organización extrema de Un mundo feliz (Huxley, 2001) o el control supremo para eliminación de cualquier posibilidad de conflicto, como en 1984 (Orwell, 2013).
Observaciones finales
Si bien es cierto que no se puede hablar de una industria del cómic-propiamente dicha- en Colombia, resulta interesante observar cómo, a partir de 2011, aumentan en forma considerable la producción de cómics en el país. No porque no hubiese artistas, sino porque después de dicho año aumenta la oferta de becas que estimuló la creación y la producción de este tipo de arte, y surgen colectivos de artistas que se organizan para crear, producir y promocionar sus productos.
De igual manera, aparecen, en el plano bogotano, tiendas especializadas, además de librerías independientes que visibilizaron dichos trabajos. Posteriormente, las librerías en cadena comenzaron a destinar un espacio para el cómic, lo que significa el reconocimiento de la existencia del arte del cómic y de sus consumidores. Esto condujo a que las grandes editoriales abrieran líneas de producción con dicho fin.
Con el aumento de la producción del cómic y la novela gráfica en Colombia, después de 2011 se evidencia cómo los artistas gráficos responden a tendencias que se han planteado a nivel mundial, no solo en lo temático, sino también en lo gráfico y en el modo de contar historias a través de sus viñetas. De esta manera comienzan a aparecer androides en guerra con humanos, viajes intertemporales y apocalipsis de zombis.
Las tendencias, no solo en torno a las temáticas distópicas, sino también en las formas de representarlas, se hacen evidentes en el trazo de los artistas. Las revistas de la década de los noventa nos permiten observar el impacto que tuvo el trabajo de Moebius3 en varios de los artistas nacionales, como Castro y Caramelot, no solo en el trazo, sino además en la concepción misma de la estética de futuro que plantea en sus historias. Por el contrario, entrada la primera década de los dos mil, la presencia del manga igualmente impacta el tipo de trazo, así como la forma de representar la ciudad y los personajes.
Durante los años noventa se crean historias con espacios abiertos, que permiten identificar, entre otros, los lugares de la ciudad que sirven como referencia geográfica y que, además, dan cuenta del impacto de la distopía en ella. Hay una mayor presencia de luz como parte de la construcción de la historia, como se puede apreciar en El tren ya no pasa nunca y Lorac Moure, de Castro y Caramelot, respectivamente. Por otra parte, en las historias posteriores a 2011, se tienen unas imágenes más oscuras, nocturnas, en muchos de los casos. Se trata, pues, de la oscuridad como elemento fundamental en la construcción de las narrativas distópicas.
Independientemente del tipo de distopía representada en los cómics revisados, la violencia, física o simbólica, se halla en todas ellas, identificándose cuatro tipos en particular. El primero presenta el conflicto entre humanos, fuertemente armados, en un contexto de guerra, en donde el orden social no se establece por la existencia de unas instituciones, sino por el imperio de la ley del más fuerte. Se trata de un enfrentamiento entre pares cuya diferencia la establece la capacidad armamentista o la inteligencia de uno de los actores, regido por intereses particulares (Caramelot, 1992; Champe y Uribe, 2011; Uribe y Castilla, 2011; Zapata, 2012).
El segundo tipo de conflicto lo constituye el enfrentamiento entre humanos y su propia creación, como en el caso de los androides que se rebelan y reclaman el control (Castro, 1993), cobrando la vida de sus creadores -lo que retoma elementos del Frankenstein de Mary Shelley (2016) -, como también cuestionando la eficiencia o la factibilidad de las tres leyes de la robótica planteadas por Isaac Asimov4 y presentes en toda su obra. Esta última tiene una estrecha relación con la distopía de fallo tecnológico, por cuanto significa el cuestionamiento del orden social como se conoce. De igual manera, este enfrentamiento de los humanos con su creación construye el escenario perfecto para la ejecución distópica fundamentada en la coersión física, en donde el orden se mantiene por medio de la violencia.
La función crítica de la distopía, como la propone Moylan (2000), no se evidencia en el material revisado. Sin embargo, La Fila (Ramírez y Naranjo Morales, 2017) constituye la única historia, en el corpus, que se acerca al concepto de distopía crítica, pero como lo entiende Schulske (2014), por cuanto establece una situación futura que claramente presenta una denuncia respecto a un elemento que debería cambiarse ahora, en el mundo real, a fin de evitar ese futuro distópico.
La muerte, la gran preocupación de la humanidad, concurre en el tercer tipo de conflicto por medio de los zombis (Silva, 2013a). La preocupación ya no es la incertidumbre de su llegada, sino su aparición en el plano de la realidad presente. La muerte camina por las calles de la ciudad, acechando a quienes no tienen la astucia para esconderse y escapar, o quienes no cuentan con la fortaleza para enfrentarla. La distopía del zombie/infectado propone el escenario del enfrentamiento entre lo vivo y lo muerto, que se convierte en una guerra en donde la muerte no es el fin.
Entre las historias revisadas encontramos un cuarto tipo de violencia, expuesto en el enfrentamiento entre humanos y seres supraterrenales, bien sean deidades (Ampudia, 2012; García, 2016), seres de otra dimensión (Karmao, 2013; Salazar et al., 2013; Viktor, 1993; Zapata, 2012); o extraterrestres, como lo plantea la distopía de lo sobrenatural/no humano. Se trata de un conflicto en donde la magia o los poderes no humanos representan un desequilibrio claro en la balanza del poder. En este caso, el humano está en estado de vulnerabilidad, al no tener el poder con el que cuenta su enemigo, ante quienes las armas convencionales no producen gran efecto.
La fuerte comparecencia del conflicto en las piezas gráficas en donde la distopía se ubica en la ciudad de Bogotá, permite generar una pregunta sobre su relación con el conflicto en la historia de Colombia. Desde la década de los cuarenta del siglo xx, cuando escalara abiertamente la guerra partidista, que posteriormente tomó otros matices e involucró a otros actores (Fals Borda, 2008), Colombia no ha contado con períodos de calma que permitan tener una concepción de paz en el país. La violencia constituye el referente de realidad más cercano, lo que plantea el debate en torno a si el país ha vivido un constante presente distópico, particularmente de fallo tecnológico, en donde las instituciones sociales han estado en crisis, y en donde, a pesar de la constitución de normas legales que regulan las relaciones humanas, con una ejecución distópica de coerción tanto física como simbólica, en la que impera la ley del más fuerte, se elimina al contrario y se construyen narrativas que justifican la exclusión de determinados grupos sociales, al no ser considerados parte de la norma (Foucault, 1988).
Para finalizar, teniendo en cuenta lo anterior, se concluye que la presencia del conflicto y la violencia constituyen una constante en las narrativas de los cómics que reflejan distopías, debido a que es un referente permanente en la historia del país. Imaginar un mundo hipercontrolado como el de Huxley (2001), o el de Orwell (2013), resulta conflictivo en un contexto como el colombiano. Quizás ello explique la preponderacia de distopías caóticas y violentas en el cómic colombiano, como elongación del conflicto que ha vivido el país por más de 60 años, en un escenario de institucionalidad fragmentada y con poca o nula credibilidad