SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.16 issue31Useful science among the Ilustrados of the New Kingdom of Granada (from the arrival of Mutis to Semanario del Nuevo Reyno de Granada) author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.16 no.31 Medellín July/Dec. 2019

https://doi.org/10.17230/co-herencia.16.31.1 

Artículos/Investigación

La elusiva y difícil construcción de la identidad nacional en la Gran Colombia*

The elusive and difficult construction of national identity in Gran Colombia

María Teresa Uribe de Hincapié1 

1 Universidad de Antioquia, Colombia.


Resumen

En este texto, la profesora María Teresa Uribe de Hincapié ofrece dos campos de análisis que resultan muy novedosos para el estudio de la historia política del país. El primero hace referencia al lugar central ocupado por el lenguaje del republicanismo cívico durante el proceso de emancipación y a lo largo del siglo xix; y el segundo está relacionado con la identificación de la retórica patriótica que sirvió de anclaje para que los referentes de identidad fueran cercanos y familiares, en el terreno emocional, y viables, en el político. La tesis que orienta el texto señala que, ante la inexistencia de identidades culturales preexistentes y la imperiosa necesidad de crear una identidad política que rompiera con un pasado asociado al régimen de la Colonia, la intelectualidad neogranadina encontró en los relatos de los agravios, la exclusión, la usurpación y la sangre derramada la posibilidad de construir una historia con sentido, un pasado glorioso y una imagen auténtica de la nación.

Palabras clave: Republicanismo; patriotismo; relatos fundacionales; Independencia; sangre derramada; identidad nacional; Colombia.

Abstract

In this paper, Professor María Teresa Uribe de Hincapié proposes two quite novel fields of analysis for the study of the political history of the country. The first refers to the pivotal role of civic republicanism language during the emancipation process and throughout the nineteenth century. The second pertains to the identification of the patriotic rhetoric that served as an anchor to make identity referents close and familiar, in the emotional realm, and feasible, in the political realm. The text argues that, in the absence of pre-existing cultural identities and given the urgent need to create a political identity that would break with a past associated with the colonial regime, the New Granada intelligentsia found in the narratives of grievances, exclusion, usurpation and spilled blood the possibility of constructing a meaningful history, a glorious past and an authentic image of the nation.

Keywords: Republicanism; patriotism; founding narratives; Independence; spilled blood; national identity; Colombia.

El gran reto para la intelectualidad criolla que se comprometió con el proceso emancipador en el Virreinato de la Nueva Granada fue el de hacer imaginable y deseable la nación moderna en una sociedad del Antiguo Régimen, fragmentada, estamental, multiétnica, dispersa en un vasto territorio de fronteras difusas, y cruzada por divisiones administrativas intrincadas y difíciles de aprehender.1 Si bien la guerra de Independencia creó el hecho político mediante el cual fue posible la fundación de un Estado propio y distinto, algo bien diferente era encontrarle un principio cohesionador y aglutinante a ese conglomerado social tan diverso que se autodeterminaba y sobre el cual descansaban ahora la soberanía recién adquirida, la legitimidad del orden político y también las posibilidades para el ejercicio del poder de las nuevas élites gobernantes.

En este contexto de contingencias históricas, y en un tiempo relativamente corto, el criollismo debió encontrar, en el panorama del pensamiento ilustrado de la época, un vocabulario nuevo, otro lenguaje político, así como unos símbolos y emblemas capaces de convencer a públicos y auditorios muy diversos sobre la justeza, la necesidad y la inevitabilidad de la nación moderna. Debieron, además, elaborar retóricas y poéticas susceptibles de conmover a los pobladores de estas tierras y suscitar en ellos lealtades, emociones y sentimientos imprescindibles cuando de identidades nacionales se trataba.

Además, requirieron de la elaboración de relatos históricos con capacidad de convocatoria, para establecer ese difícil vínculo del pasado con el futuro a través del presente, otorgándole a esa entidad recién constituida, la nación, un sentido de permanencia, continuidad y trascendencia en el tiempo. De esta manera, los lenguajes políticos y los vocabularios, las retóricas, narraciones, metáforas e imaginarios configurados al hilo de un acontecer bélico y conflictivo contribuyeron a trazar los puntos cardinales para diseñar el mapa de una identidad posible en esta nueva nación hispanoamericana, y orientaron la formulación de las primeras estrategias culturales con las que se divulgaron las nuevas figuras del orden moderno.

Los propósitos de este ensayo discurren en esa dirección. Su pretensión es la de identificar el leguaje político, los apoyos retóricos y poéticos, así como los relatos que le otorgaron sentido e hicieron imaginable y deseable la nación moderna, legitimando, de paso, el quehacer político de las nuevas élites gobernantes. Interesa resaltar “la magia de las palabras” y su capacidad para trastocar los órdenes sociales y producir mutaciones culturales de amplia significación.2 Sin embargo, los contextos históricos donde se enuncian las palabras tienen la virtud de nutrir, modificar o cambiar el sentido de las mismas, y este contrapunto entre textos y contextos da lugar tanto a alquimias como a mestizajes, cuyo resultado siempre es algo nuevo, una acción creadora, mimética, que para bien o para mal marca perfiles diferentes a los órdenes nacionales realmente existentes.

En este texto, se abordan dos campos de análisis. El primero tiene que ver con la identificación del lenguaje político predominante durante la emancipación y los primeros años de vida independiente de Colombia. La tesis que se pretende sostener es que ese lenguaje se nutrió del repertorio teórico y del vocabulario político del republicanismo. De ahí que la identidad prevista para los sujetos sociales fuese la de los ciudadanos virtuosos e ilustrados en cuyo conjunto, el demos, descansaba la soberanía del Estado. De esta manera, la nación aparecía en escena de la mano de la república, mientras su suerte parecería depender del triunfo militar y del acto legal fundador mediante el cual se instauraba un orden constitucional que regía las relaciones de los ciudadanos entre sí y de estos con el aparato institucional. De ahí que las estrategias culturales de los gobernantes estuviesen orientadas a la educación de los nuevos ciudadanos (Ilustración) y hacia la modificación de las costumbres (virtud).

No obstante, esta identidad ciudadana, más política que social, resultaba frágil y demasiado abstracta para generar lealtades profundas y sentidos de pertenencia nacional entre los sujetos de los derechos. Esta es la razón por la que la intelectualidad criolla se vio en la necesidad de elaborar una retórica patriótica, emocional, trascendente y salvífica que modificó, sensiblemente, los referentes políticos del republicanismo fundador. El amalgamamiento entre republicanismo y patriotismo trastocó sus intenciones pacifistas, tolerantes y filantrópicas; le imprimió al discurso cívico un componente bélico, pugnaz y, en cierta forma, violento, y generalizó la imagen del ciudadano en armas. Con ello, se proveía una visión trágica de la nación cuya existencia sería impensable sin el concurso de la sangre derramada.

El segundo campo de indagación de este texto tiene que ver con la identificación de los relatos que alimentaron el patriotismo y que, al tiempo que justificaron el derecho a la emancipación y a “las justas armas”, fueron tejiendo la trama argumental y poética de una identidad nacional posible. Se exploran, así, tres relatos fundadores que han mantenido una pervivencia histórica de siglos: el relato de la gran usurpación, sobre el cual se erigió el ius solis y se justificó la ruptura con la metrópoli; el de la exclusión y los agravios, que permitió la constitución de un punto de convergencia identitario entre los nuevos ciudadanos -el victimismo- ante la ausencia de identidades nacionalitarias preexistentes; y, por último, el relato de la sangre derramada, que transformó el territorio, el suelo y el espacio geográfico en el “hogar patriótico” de los ciudadanos. Al hilo de estos relatos es posible seguir las huellas de los debates sobre los proyectos en materia de identidades nacionales, la dinámica cambiante -y en cierta medida errática- entre el “adentro” y el “afuera”, así como las estrategias culturales de los diversos grupos políticos -partidos- para la configuración de un demos que otorgase alguna estabilidad política a la república recién fundada.

El lenguaje del republicanismo patriótico y la identidad ciudadana

El lenguaje político que guio la inmensa tarea intelectual del criollismo en la antigua Colombia fue el del republicanismo.3 En consecuencia, la identidad prevista para los sujetos sociales fue la ciudadana. La preferencia por el imaginario republicano tuvo que ver con cierta tradición ilustrada de las administraciones borbónicas en el viejo virreinato, con los fuertes ecos que tuvieron en esta orilla del Atlántico el discurso liberal gaditano y el de la Asamblea francesa de 1789, cuya Carta de Derechos fue traducida y divulgada por don Antonio Nariño en Bogotá.4 Pero también alimentó esa preferencia el hecho de que la forma republicana de gobierno aparecía como un horizonte de posibilidad frente a la incertidumbre generada por la crisis del imperio y la ausencia del rey.

La proclamación de las juntas de gobierno, primero en la metrópoli y, después de 1809, en América, respondía a la necesidad de reconstruir un principio de soberanía en ausencia de un poder monárquico unificado.5 Este principio soberano, si bien se ejerció inicialmente en nombre del rey ausente, pronto abrió el paso a la autodeterminación política y a la demanda del derecho a fundar su propio orden, sin interferencias externas. Se trataba, en este caso, de la soberanía de los pueblos, es decir, de las unidades administrativas menores -provincias y ciudades- que no querían depender de otras y, a la usanza del viejo pactismo, reclamaban para sí los fueros y privilegios que tenían en el Antiguo Régimen, demostrando una gran resistencia a someterse a una entidad territorial mayor. Los pueblos se beneficiaron de la ficción del derecho al propio gobierno durante la vacatio regis, y a partir de allí declararon, de manera vertiginosa y cada uno por su cuenta, la independencia absoluta,6 reunieron congresos constituyentes y redactaron cartas constitucionales muy similares a la de Cádiz de 1812, inspiradas en el imaginario republicano que circulaba por el continente europeo.7

La proclamación de los órdenes republicanos y la elaboración de constituciones otorgaban algún principio de legitimidad a las nuevas unidades políticas, pero estas carecían de un principio unificador o centralizador que proyectase alguna imagen coherente de nación. Por el contrario, lo que aparecía era una pléyade dispersa de ciudades y provincias independientes, y una yuxtaposición de soberanías fragmentadas cuyos notables estaban dispuestos a defenderse con las armas de cualquier intento centralizador. De ahí que una de las primeras tareas de los criollos republicanos fuese la de proveer alguna forma de agregación a estas unidades menores, para constituir entes territoriales más amplios sin disolver las primeras. Por esta razón, el federalismo aparecía como el régimen político más adecuado para poner en marcha la idea republicana. El 27 de noviembre de 1811, las Provincias Unidas de la Nueva Granada publicaron su acta de federación, y el 21 de diciembre del mismo año se proclamó la constitución de las Provincias Unidas de Venezuela.8 Pero la nación seguía siendo un referente elusivo, esquivo y en cierta forma subsumido en la noción de república. Para la intelectualidad de la época, república y nación parecían ser términos equivalentes.

Estas actas federales y las constituciones provinciales proclamadas entre 1811 y 1815 se elaboraron a partir de los repertorios y vocabularios del republicanismo. En ellas, se proclamaron sistemas de gobierno electivos y representativos regidos por leyes abstractas, universales y generales, consignadas en una Constitución escrita. También formaban parte de su repertorio la división de poderes, la conformación de un Estado surgido del contrato y la figura del ciudadano -virtuoso e ilustrado-, llamado a ser el sujeto de los derechos y la acción en la esfera pública. En el conjunto de la ciudadanía -el pueblo- descansaba la soberanía recién adquirida.9

Si bien es cierto que las élites ilustradas del criollismo adoptaron el lenguaje republicano que circulaba por lo que se llamaba en la época “el mundo civilizado” -Europa y Estados Unidos-, no se puede deducir de ello que sus modelos políticos fuesen una simple imitación o que se pretendiese una legitimación por el exterior sin referentes internos de ninguna naturaleza. De hecho, sería necesario matizar estas afirmaciones, pues las determinaciones socioculturales de las sociedades preexistentes y las contingencias de un período particularmente violento y turbulento modificaron, trastocaron y llenaron de nuevos contenidos y sentidos tanto los vocabularios como los repertorios republicanos, dando como resultado algo distinto, en cierta forma novedoso, muy imaginativo y, lo más importante, se hicieron posibles y operativas las nuevas figuras de la modernidad: el ciudadano, la república y la nación. En otras palabras, la acción creadora de la intelectualidad criolla, su mimesis, en el sentido de Ricoeur (2013), consistió en transformar referentes abstractos en figuras e imágenes con la suficiente fuerza para producir mutaciones culturales y políticas de amplia significación.

Estas figuras resultaron ser, en la práctica y en la esfera de la acción política, mixturas muy sugestivas entre lo viejo y lo nuevo, lo externo y lo interno, lo propio y lo ajeno. Figuras bifrontes que cumplieron la importante tarea de transformar, en muy poco tiempo, sociedades del Antiguo Régimen en órdenes republicanos modernos. De esta manera, el ciudadano individual de las cartas constitucionales, portador de derechos, que obedece la ley y participa en los asuntos públicos, en tanto que es miembro de la comunidad política, se recrea en la figura del vecino de las villas y ciudades, que tiene casa poblada, paga impuestos al cabildo, y es reconocido como persona honorable y distinguida, pero que ahora, además, puede elegir y ser elegido, representar intereses colectivos y reclamar los derechos que le corresponden. El contrato social que funda la república, más que por un consenso entre ciudadanos individuales y el Estado, es representado por la figura del pacto entre el soberano y sus reinos. Por ello, más que un demos nacional formado por individuos aislados y portadores de derechos, predomina la imagen de una nación orgánica, formada por vecindarios, ciudades, repúblicas de indios, palenques negros, estamentos y pueblos donde predominan los derechos colectivos sobre los individuales.10

La supuesta imitación de los órdenes republicanos, por parte de la dirigencia política de la emancipación, admite otro matiz significativo. La percepción que tenían los dirigentes sobre sí mismos era la de ser partícipes, miembros activos de un gran movimiento universal que estaba sacudiéndose de las estructuras tradicionales y desconociendo la soberanía de los reyes para acceder a un orden republicano más justo, acorde con el derecho natural, para decidir libre y autónomamente, sin interferencias externas, su propio destino como naciones. Para los criollos instruidos, se vivía un momento fundador: la instauración de un orden nuevo en el mundo que no le debía nada al pasado. Por el contrario, se legitimaba en contra de la tradición, de los absolutismos, las supersticiones y la tiranía, que no dudaban en identificar con la Colonia y la dominación hispánica. Los americanos, con su proceso emancipatorio, estarían contribuyendo, desde esta orilla del Atlántico, al avance de las fuerzas del progreso y la civilización. En una carta de Vicente Azuero al general Bolívar, en 1826, se puede apreciar lo que los criollos pensaban sobre sí mismos.

La Europa, desalentada, vuelve sus ojos hoy sobre América. La libertad de estas jóvenes regiones, es hoy el objeto de los votos y las esperanzas del mundo civilizado; es de aquí que aguardan que un día el árbol de la libertad elevado sobre los Andes cubra con sus vastas ramas a la misma Europa. Colombia ocupa la vanguardia de esta revolución y V. E. es el genio designado por la naturaleza para realizarlo (Hernández de Alba y Lozano, 1944, p. 261).

Por esta razón, más que hablar de una legitimación externa, sería pertinente pensar, más bien, en una legitimidad cosmopolita,11 universalista y abstracta, de perfiles eminentemente políticos, que relegaba los asuntos de la raza, la cultura, la condición social y demás diferencias económicas y culturales a la esfera opaca de lo privado. De ahí que la identidad ciudadana resultase perfectamente coherente y adecuada con los propósitos explícitos de libertad e igualdad. De alguna manera, la pregunta por las identidades socioculturales parecía excusada, e incluso impertinente, en un momento en el que se pensaba que tales diferencias habían servido para erigir una sociedad desigual, opresiva y excluyente, esgrimiéndolas como argumentos morales para justificar el dominio sobre las tierras de América.12

La literatura política del período de la Independencia refleja cierto optimismo sobre las posibilidades que se les abriría a estos pueblos con la instauración de las instituciones republicanas, entre otras razones porque los argumentos que justificaron la ruptura con la metrópolis estaban cruzados de referencias retóricas y poéticas sobre el atraso, la ignorancia, la pobreza y el fanatismo que habría propiciado la dominación hispánica durante trescientos años. Pero pese al optimismo sobre la magia de las instituciones, la intelectualidad criolla era muy consciente de los obstáculos que sería necesario remover para generalizar y hacer aceptables, en un conglomerado tan fragmentado, ignorante y desmoralizado, las nuevas responsabilidades políticas que significaba, para los sujetos sociales, el estatus de ciudadano. Fue quizá por eso que, de manera muy temprana, cuando aún no se habían silenciado los fusiles de la guerra de Independencia, la dirigencia de la Gran Colombia se dedicase febrilmente a poner en marcha estrategias culturales tendientes a alfabetizar, instruir, civilizar y moralizar al pueblo soberano: en otras palabras, a perfilar la imagen de un ciudadano ilustrado y virtuoso, acorde con los principios filosóficos del republicanismo.

Ciudadanos virtuosos e ilustrados

Resulta muy significativo que en la primera Constitución de la provincia de Antioquia (1812) se consigne un artículo especial sobre la fundación de un colegio y universidad donde se enseñarían las “nuevas ciencias”, los conocimientos útiles y se instruiría a los jóvenes en “los deberes para con la patria” (Pombo y Guerra, 1986, p. 522).13 Después de la independencia definitiva (1820), y mediante un decreto ejecutivo, se dio la orden de que “cada ciudad, cada villa, cada parroquia, cada pueblo debe tener su escuela pagada de los propios o de las contribuciones de los vecinos, a quienes asiste una obligación sagrada de propender a la educación de los hijos que las naturaleza les ha dado” (Palacios, 1999, pp. 37-38).

Pero había más. Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, en los albores de la República (1819), contactaron, en Londres, a un maestro llamado Joseph Lancaster, quien había desarrollado, en India, un método para alfabetizar simultáneamente a grupos muy grandes de niños -entre 200 y 500-, con apoyo de monitores que eran los alumnos más diestros en la lectoescritura. Este modelo resultaba útil por la escasez de maestros y el alto número de jóvenes y niños que se pretendía alfabetizar. Lancaster visitó Venezuela, a principios de 1820, invitado por el Libertador, y a partir de ahí se fundaron escuelas primarias llamadas lancasterianas o de enseñanza mutua por todo el territorio de la Gran Colombia. Solamente en la Nueva Granada existían, en 1832, algo más de setenta escuelas primarias de esta modalidad (Acebedo Carmona, 1984, pp. 193-196). Mas el esfuerzo educativo y las innovaciones pedagógicas de los criollos ilustrados no se quedaron en la esfera de las escuelas primarias. El vicepresidente Santander, en funciones presidenciales, y mientras Bolívar continuaba la guerra en el sur (Ecuador y Perú), elaboró la gran reforma educativa, centrada en la introducción de los estudios de ciencias naturales y de la filosofía moderna (Bushnell, 1985). Paralelamente, fundó colegios y universidades en todas las capitales de provincia y se ocupó, personalmente, de la dotación de bibliotecas y demás recursos para la enseñanza. La confianza de los criollos ilustrados estaba puesta en las capacidades de la educación, no solo para promover el conocimiento y los saberes que requería el crecimiento económico de la república, sino también porque la acción política de los ciudadanos exigía que estos tuviesen la ilustración necesaria para deliberar, elegir y participar en los asuntos públicos.

Sin embargo, la instrucción era pensada también como la vía para cambiar las costumbres ancestrales, y para moralizar y civilizar a los grandes contingentes de población que habían estado al margen de cualquier relación con el conocimiento. Es decir, la educación era la estrategia cultural para hacer del ciudadano de los textos constitucionales un sujeto ilustrado y virtuoso. A propósito, decía Antonio Nariño lo siguiente:

No hay duda. La educación es la antorcha brillante que descubre al hombre en sociedad sus vicios y le enseña el camino seguro de sus virtudes sociales. De esas virtudes que desenvuelven en el corazón humano el amor a la patria, ella es la que da consistencia a los gobiernos y asegura su tranquilidad. Las ciencias y las artes la siguen en importancia (Nariño, 1958, p. 161).

A más de la educación formal, la intelectualidad criolla desarrolló estrategias pedagógicas diferentes para divulgar las ideas ilustradas, fomentar el sentimiento patriótico y promover la idea de la emancipación. Entre ellas, cabe destacar la publicación de periódicos y la formación de sociedades patrióticas.14 No obstante, la discusión sobre el ciudadano virtuoso pasó también por un debate más amplio, que tenía que ver con el tipo de régimen político que debía adoptar la república y con el alcance que deberían tener los derechos civiles, políticos y las libertades públicas. Para los intelectuales civilistas y de perfiles más liberales, la virtud ciudadana dependía de las instituciones que rigiesen. En un contexto de opresión y tiranía, no podía florecer la virtud, pero si se adoptaban las de la república y se gozaba de libertad e igualdad, los pueblos se regenerarían por sí mismos, al descubrir las bondades y la excelencia de las nuevas instituciones. En otras palabras, los cambios en las formas de gobierno eran la condición necesaria y casi suficiente para civilizar, moralizar y conseguir la virtud ciudadana. Se trataba de una confianza ciega, casi mágica, en el poder regenerador de las leyes sobre las costumbres.

No obstante, las contingencias generadas por las múltiples guerras que atravesaron el territorio de la Gran Colombia, a partir de 1812 (guerras civiles entre federalistas y centralistas en la Nueva Granada; la derrota de la Confederación Venezolana a manos del español Monteverde; levantamientos de negros e indios a favor del Antiguo Régimen en varias provincias),15 y la amenaza de los ejércitos de la Reconquista produjeron, en algunos sectores de la inteligencia criolla, especialmente los militares, un amplio desencanto frente a los sentimientos patrióticos de los pueblos y al poder de las leyes y las instituciones para cambiar las sociedades. El pueblo empezó a verse como inepto, corrupto, ignorante e incapaz de transformarse por sí mismo.

De ahí que, según Bolívar, fuese necesario restringir las libertades públicas, limitar los derechos y garantías, e instaurar un gobierno centralizado y fuerte que, a la manera de un ejército, garantizara la obediencia y fuese capaz de inculcarle a la población hábitos sanos aún en contra de su voluntad. La virtud republicana no sería el resultado de las instituciones, sino de una acción dirigida a disciplinar, vigilar y castigar. En otras palabras, para salvar a la república, era necesaria, paradójicamente, la dictadura o lo que algunos han llamado el cesarismo republicano (Thibaud, 2002). Los debates sobre las estrategias para moralizar, regenerar y civilizar al pueblo, es decir, para abrirle paso al ciudadano virtuoso e ilustrado, se prolongarían durante todo el siglo xix, se convertirían en el parteaguas de los partidos tradicionales y cumplirían un papel importante en las múltiples guerras civiles posteriores a la posindependencia.

En una carta de Bolívar a Santander queda expresada la desesperanza del Libertador y su desconfianza frente a las instituciones republicanas para reformar el orden social.

Piensan estos caballeros [liberales federalistas] que Colombia está cubierta de lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja o Pamplona. No han paseado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores de Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre las bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los Guahibos de Casanare y sobre las hordas salvajes de África y América que como gamos recorren las soledades de Colombia. Estos legisladores, más ignorantes que malos, nos van a conducir a la anarquía, después a la tiranía y siempre a la ruina, de suerte que los que van a completar nuestro exterminio son los suaves filósofos de la legitimidad, [que pretenden] edificar sobre una base gótica un edificio griego al borde de un cráter (Bolívar, 1821, como se citó en Ocampo López, 1983, p. 77).

Hacia una retórica patriótica: la encarnación del demos

El modelo republicano y la figura del ciudadano virtuoso e ilustrado resolvieron, temporalmente, las demandas de legitimidad para el nuevo orden político, pero muy rápidamente se demostró que estos referentes teóricos y abstractos eran incapaces de responder a la pregunta por la identidad de los sujetos de derechos, así como de proyectar una imagen convincente y aprehensible de la nación. El pueblo de la nación, más que una realidad histórica, era una ficción jurídica, una entidad metafísica destinada a servir de fundamento teórico a la soberanía, pero que estaba lejos de tener algún significado para los sujetos sociales o de generar en ellos sentidos de lealtad o adhesión. El asunto no era intranscendente, y las ciudadanías virtuales empezaron a mostrar sus grandes grietas cuando, a partir de 1812, se polarizó el clima político y se confrontaron, incluso mediante las armas, las distintas corrientes de opinión sobre la revolución de independencia. Las lealtades primarias de los ciudadanos, cuando existían, no parecían trascender los límites de lo local o provincial.

A este respecto, parecen muy reveladoras las palabras del doctor Joaquín Frutos Gutiérrez, en su discurso ante la instalación de la Junta Suprema en Santafé de Bogotá:

Yo no llamo patria al lugar de mi nacimiento o al departamento o provincia a que éste pertenezca. Acaso en este solo punto consiste el estado paralítico en que nos encontramos y del que quizá ya es tiempo de salir si queremos librarnos de los males terribles que nos amenazan. El hijo de Cartagena, el del Socorro, el de Pamplona y, tal vez, el de Popayán no ha mirado como límites de su patria a los de la Nueva Granada, sino que ha contraído su mirada a la provincia o, quizá, al corto lugar donde vio la luz (König, 1994, p. 200).

Algunos sectores del demos -tanto entre los plebeyos como entre los patricios-, en cuyo nombre se reclamaba la soberanía, se mostraban indiferentes o francamente hostiles a los propósitos emancipatorios de los intelectuales, y en varias provincias de Venezuela y la Nueva Granada se presentaron levantamientos de negros e indios a favor del rey. Esta “guerra de colores”, como la llamaba don José Manuel Restrepo, así como la guerra de las provincias entre ellas y con el centro, proyectaban una imagen de caos y desorden, demostrando, en la práctica, las debilidades del demos y la fragilidad de la ciudadanía.

Resultaba perentorio, entonces, configurar imágenes, símbolos, figuras o relatos que encarnasen al pueblo de la Gran Colombia, pues, como bien dice Francisco Colom (2002), las únicas narraciones capaces de otorgar sentido de pertenencia a los ciudadanos de las repúblicas recién fundadas parecen ser las identidades socioculturales, y los republicanismos exitosos fueron aquellos en los que se logró vaciar las identidades preexistentes en los marcos abstractos de la ciudadanía. Mas, en el caso de la Gran Colombia, este era un asunto bien intrincado. No existía un principio de identidad sustantiva que cohesionara los sujetos de derechos o que sirviese de referente integrador a la nación.

En este vasto territorio, había pueblos distintos y etnias diferenciadas con muy pocas cosas en común. Muchas sangres y mezclas de sangres, y una gran diversidad de culturas, creencias, costumbres y tradiciones, pero ninguna de ellas con fuerza suficiente para convertirse en centro aglutinante de la nación. La comunidad de origen o el ius sanguinis, que en muchas repúblicas sirvió para otorgar identidad a los ciudadanos, no constituía una alternativa posible a corto plazo. Ya lo había enunciado Bolívar (1970) en La Carta de Jamaica (pp. 115-133), y lo reiteró en el discurso inaugural del Congreso de Angostura, donde se proclamó la República de Colombia en 1819: “La diversidad de origen requiere un pulso infinitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración” (p. 148).

Pero había más. La historia colectivamente vivida, la idea de pertenecer a un conjunto social que precede y sucede a los sujetos, y les permite imaginar un hilo de continuidad con el pasado y de relación con el futuro, tampoco parecía ser una posibilidad para crear identidad, menos aún en la coyuntura de la guerra de Independencia. El pasado se confundía con la historia del imperio español y del régimen colonial. Estaba nutrido de hispanidad, de referentes culturales y simbólicos que ahora se consideraban ajenos, extranjeros y que, por lo tanto, parecía necesario negarlos y desconocerlos.

La Colonia como oponente y el imperio como enemigo habían sido los argumentos preferidos del criollismo para legitimar la emancipación y justificar la ruptura definitiva con la metrópolis. En sus palabras, el pasado era oprobio, exclusión, atraso y fanatismo, una experiencia dolorosa a la que se referían con la metáfora de “los trescientos años de opresión”. De ahí que solo en la ruptura con el pasado, en su amputación y negación, pareciese estar la posibilidad de ser y de existir como nación. Es decir, las identidades preexistentes no podían vaciarse sin más en los marcos abstractos de las ciudadanías republicanas, ni el pasado común permitía algún anclaje para imaginar la nación, pero era perentorio encontrar alguno, pues la república sin la nación parecía frágil y precaria, y los derechos civiles y políticos no eran suficientes para proveer algún sentido más o menos sólido de pertenencia a la comunidad política.

Ese anclaje, sin embargo, terminó encontrándose por la vía de los derechos naturales conculcados, del despojo que los conquistadores habían hecho de un territorio que no era el suyo, por las vejaciones y los atropellos durante la Conquista y a lo largo de esos trescientos años de opresión. De esta manera, se lograba la recuperación de un pasado posible, pero este era un historial trágico de víctimas y victimarios, de sangres derramadas y grandes atropellos. Fue la retórica del patriotismo, nutrida por los relatos de la gran usurpación, los agravios y la sangre derramada, la que permitió encontrar algún principio de identidad al demos, encarnar en el patriota al ciudadano abstracto y proyectar una imagen de nación trágica y melancólica, pero capaz de suscitar alguna lealtad y sentimiento de adhesión.

Los relatos patrióticos

La gran usurpación

El relato de la gran usurpación encontró su espacio de despliegue en las retóricas mediante las que se negaron los títulos de dominio de los españoles sobre América y se justificó tanto el derecho “a las justas armas” como a la autodeterminación política. En el origen, estaba el despojo, la violencia, la barbarie de la fuerza bruta, la invasión de un pueblo extranjero a un territorio que no le pertenecía. Es decir, en el principio, estaba “la gran usurpación”. Este fue un relato bastante corriente en la literatura de la independencia, pero quizá fue Bolívar quien mejor lo enunció en el contexto de su reflexión sobre la identidad del pueblo americano.

No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos dueños del país y los usurpadores españoles. Siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos contra la invasión de los invasores (Bolívar, 1970, p. 115).

De acuerdo con este relato trágico y poético, los españoles no tenían títulos de ninguna naturaleza para justificar su dominio. Eran invasores extranjeros que les habían arrebatado el territorio “a los verdaderos dueños del país”, a los antepasados indios que habían estado allí desde siempre, y lo habían logrado mediante la fuerza y la violencia (Ocampo López, 1983). Así se lo explicaba el cura de Mompox a sus feligreses en el Catecismo de Instrucción Popular:

La conquista no es otra cosa que el derecho que da la fuerza contra el débil, como el que tiene un ladrón que, con mano armada y sin otro antecedente que el de quitar lo ajeno, acomete a su legítimo dueño, que no se resiste o le opone una resistencia débil. Los conquistados, así como el que ha sido robado, pueden y deben recobrar sus derechos luego de que sean libres de la fuerza o que puedan oponer otra superior (Fernández de Sotomayor, 1814).

Este relato permitió a los intelectuales criollos articular un argumento creíble y verosímil que sustituyese con éxito la ausencia de una comunidad de origen: la permanencia ancestral en un mismo territorio. Con ello, pretendían convencer a los públicos de dentro y fuera sobre el derecho indisputable a la nación. La imagen de la nación empezaba a dibujarse en el horizonte como territorio, como espacio natural, como geografía. Se trataba de un lugar distinto y propio, separado de España por un océano inmenso y dotado de unos recursos naturales que, en el imaginario criollo, aparecían como fabulosos, pero de los cuales no podían disfrutar sus habitantes porque un usurpador extranjero se los había arrebatado.

En la dinámica de lo propio y lo extraño que acompaña a todo proceso de construcción de identidades, el territorio, el suelo, aparecía como lo único que la inteligencia criolla podía imaginar como enteramente suyo, pues la cultura, la tradición, la raza y las creencias eran plurales y diversas. Tampoco parecían serlo las ideas cosmopolitas de las que se habían valido para fundar la república, pero el territorio sí. Además, este referente cumplía con otro requisito de la dinámica identitaria: la distinción. Este suelo era distinto. Otros climas, otros productos naturales, otros paisajes que en nada se parecían a los de Europa, y una situación geográfica -a su juicio- privilegiada, situada en la zona ecuatorial, que les permitiría comunicarse con los grandes continentes de oriente y occidente y abrir las puertas del comercio a todos los pueblos del mundo, posibilidad que la usurpación extrajera clausuraba con los rígidos estatutos del monopolio comercial.

La dimensión predominantemente territorial de la nación no era solo un argumento de ocasión para justificar el actuar revolucionario, pues el interés por la geografía, el medio natural y la influencia de los climas sobre la producción agrícola tenía, entre la inteligencia criolla, una tradición respetable y de más largo aliento. Los virreyes ilustrados de la Colonia tardía, siguiendo las indicaciones de la política borbónica, se interesaron por desarrollar en las tierras de América una explotación más racional de los recursos naturales para incrementar así los ingresos en las cajas reales. De ahí que hubiesen puesto en marcha varias iniciativas para lograrlo (Jaramillo Uribe, 1963, pp. 353-377). Propusieron así una reforma educativa orientada hacia el fomento de los conocimientos útiles y de las ciencias exactas y naturales,16 fomentaron la fundación de Sociedades de Amigos del País, con objetivos similares a las que existían en España, y se divulgaron los escritos de los ilustrados peninsulares: Feijoo, Jovellanos, Campomanes y Floridablanca, entre otros (König, 1994). También abrieron las puertas a naturalistas europeos tan importantes como Aimé Bonpland y Alexander von Humboldt, pero quizá la acción más importante fue la fundación de las expediciones botánica y minera, dirigidas por los naturalistas españoles José Celestino Mutis (Bateman, 1961) y Juan José D’Elhuyar, respectivamente.17

Si bien estas estrategias culturales no lograron lo que se proponían, es necesario subrayar que fue en torno a estas expediciones, en las universidades reformadas, en las tertulias de las Sociedades de Amigos del País y en las patrióticas, así como en la colaboración con las naturalistas de extranjeros, donde se formó buena parte de la intelectualidad criolla que, una década más tarde, se comprometería con la emancipación. En los años finales del siglo xviii y los primeros del xix, se vivió en el Virreinato de la Nueva Granada una verdadera explosión de publicaciones sobre el medio natural, la población y el territorio, con la particularidad de que estos textos tenían una evidente intención divulgativa y pedagógica. Muchos de ellos fueron publicados en los periódicos de la época para hacerlos accesibles a otros públicos, de los cuales se esperaba que tomasen conciencia sobre su situación y actuasen en consecuencia.18

En estas publicaciones de perfil científico se fue deslizando una crítica cada vez más abierta al régimen colonial, que, a su juicio, mantenía a estas tierras privilegiadas de América en el atraso y la ignorancia, en la exclusión del beneficio de “las luces” y sus riquezas sin explotar. La diatriba contra la desidia y el abandono del imperio, combinada con el elogio desmesurado de las bondades del suelo, constituyó la trama retórica en torno a la cual se fue manifestando un sentido de pertenencia al territorio y un amor a la tierra que se cristalizaría en una primera forma de patriotismo. Un fragmento del Memorial de Agravios, de don Camilo Torres, dirigido a la Junta Central de España, para protestar por la escasa representación de los americanos en las Cortes de Cádiz, ilustra muy bien este proceso de pertenencias y patriotismos:

Este reino generalmente después de su oro, su plata y todos los metales, después de sus perlas y piedras preciosas, de sus bálsamos y sus resinas, de su preciosa quina, abunda en todas las comodidades de la vida y tiene cacao, añil, algodón, café, tabaco, azúcar, la zarzaparrilla, los palos, las maderas, los tintes con los frutos comunes y conocidos en otros países. Su situación local dominando dos mares, dueño del istmo que algún día les dará comunicación y donde vendrán a encontrarse las naves del oriente y del ocaso… esta situación feliz que parece inventada por una fantasía que exaltó el amor a la patria, constituye el Nuevo Reino de Granada, digno de ocupar uno de los primeros y más brillantes lugares en la escala de las provincias de España, pues sin su dependencia sería un Estado poderoso en el mundo (Torres, 1989, p. 14).

A través del medio natural, del conocimiento de la geografía y sus potencialidades, se fue abriendo paso el amor a la patria usurpada y dependiente, pero llena de promesas hacia el futuro. Y, lo más importante, se fue haciendo visible y reconocible la nación como el territorio de la república, el lugar del ejercicio ciudadano, soporte material de la soberanía. Mas en ese imaginario difuso se conjugaron visiones contrastantes. Unas miraban al futuro como potencialidad y promesa. Otras, al pasado como usurpación y despojo, contrapunto en el cual se configuró la trama argumental sobre la necesidad de liberar el territorio para restituirlo a sus “verdaderos dueños”, a quienes lo habían habitado desde siempre. Pero ¿quiénes eran? La respuesta implicaba volver los ojos al indio, habitante ancestral de estas tierras, y ello suponía serios dilemas. Contrario a lo que acontecía con el medio natural, el conocimiento sobre lo indígena era prácticamente inexistente. En los excelentes ensayos sobre la geografía, el clima y la población que se escribieron en la Colonia tardía, el indio -y también el negro- constituía un tema marginal. Apenas si se los mencionaba de paso. En el mejor de los casos, eran vistos como parte del medio natural, y en el peor, como un verdadero obstáculo para el crecimiento económico y la civilización: se los tildaba de bárbaros, primitivos, incultos, perezosos y moralmente degradados (Lozano Lozano, 1801).

Don Pedro Fermín de Vargas, uno de los intelectuales más reconocidos de la Independencia, proponía como alternativa a la cuestión indígena su liquidación como etnia por la vía del mestizaje, el “blanqueamiento” y la disolución de sus formas tradicionales de organización social, pues, para él, los mestizos eran “más pasaderos”. En sus memorias, decía, justamente, que “sería muy de desear que se extinguiesen los indios mezclándolos con los blancos, declarándolos libres de tributo y dándoles tierras en propiedad” (De Vargas, 1968, p. 99). Para sustentar sus afirmaciones, Vargas acudía a la comparación con lo que ocurre en el medio natural: “Sabemos por experiencias repetidas que entre los animales las razas se mejoran cruzándolas, y esta observación se ha hecho igualmente entre las gentes, pues las castas medias que salen de las mezclas de indios y blancos son más pasaderas” (De Vargas, 1968, p. 99). En consecuencia, “los verdaderos dueños del país”, a los que apelaba Bolívar para argumentar sobre el derecho de suelo, poco tenían que ver con los de carne y hueso, con los que malvivían como peones de hacienda, como habitantes de los resguardos o los que se refugiaban en las selvas. Se trataba más bien de un indio imaginario, de un recurso retórico, de un referente abstracto divorciado de cualquier realidad, pero que resultaba absolutamente necesario en esa coyuntura histórica para reclamar el derecho a la nación.

El cura de Mompox, en su Catecismo de Instrucción Popular, se valía de una suerte de mimesis entre la sociedad indígena precolombina y la sociedad moderna, para dibujar la figura del indio imaginado. Describía a los primeros pobladores como “hombres libres e iguales” dotados de razón que, si bien no habían alcanzado el nivel de civilización y cultura de los europeos, estaban organizados en comunidades estables y bien constituidas, y gobernados por soberanos legítimos. Además, se los imaginaba dóciles y humildes, sin conocimiento de la venganza ni de la codicia, desinteresados y benéficos (Fernández de Sotomayor, 1814, p. 462). La magia de las palabras lograba construir una imagen nueva distinta, donde se mezclaba lo mejor de ambos mundos para revestir de algún contenido ese referente abstracto en nombre del cual se reclamaba el derecho de suelo. Esta suerte de mimesis quedó consignada, también, en alguna iconografía. En un óleo de la época, pintado por Pedro José Figueroa, aparecían dos figuras: una india, representando a América, que de la mano del Libertador Simón Bolívar se ponía de pie. Pero la india estaba vestida como las matronas españolas y sus rasgos fenotípicos eran blancos. Solo portaba como distintivos de su etnia un tocado de plumas y un carcaj con flechas. Esto quiere decir que las mixturas y las alquimias no solo se presentaban en lo atinente a los conceptos abstractos, como los de república y ciudadano, sino también en aquellos sujetos que tenían una existencia real. De esta manera, “los verdaderos dueños del país” también fueron imaginarios.

Imagen 1 Bolívar y la India América, de Pedro José Figueroa 

El relato de los agravios y la metáfora de los trescientos años

El relato de gran usurpación había resultado muy eficaz para perfilar una primera imagen de nación, para argumentar sobre el derecho a ella por la vía del ius solis y para proveer algunos elementos retóricos cuya trama arraigó una primera visión de la patria. Pero el patriotismo era más que eso. Era un sentimiento, un cúmulo de emociones capaces de producir entre los sujetos del demos republicano el amor por la patria y la decisión de matar o morir por ella si fuese necesario.19 Es decir, el patriotismo exigía que la retórica le abriese espacios a la poética, pues es esta la que, según Aristóteles (1990), permite llegar a los públicos desde el sentimiento y la emoción (p. 20). Más que convencer como la retórica, la poética busca conmover, producir terror y compasión mediante la interpretación de la desdicha inmerecida, el error trágico, el agravio recibido, la desgracia de las víctimas y la omnipotencia de los victimarios. Y fue el relato sobre los agravios el que le otorgó la dimensión poética a la construcción de la nación.

El relato de los agravios se anudaba con el de gran usurpación. Para la intelectualidad criolla, los españoles invasores no solo se habían apoderado de un territorio que no era el suyo, sino que habían infligido a estos pueblos toda suerte de atropellos, vejaciones, sufrimientos y abandonos a lo largo de “trescientos años de opresión”. Esta sentencia, convertida en metáfora para sintetizar en una frase los padecimientos de estos pueblos, permitió configurar una historia trágica que se iniciaba desde la Conquista, con el genocidio de la población indígena, y culminaba con la violencia de Reconquista. Los agravios tenían que ver con muchos tópicos: ignorancia, barbarie, degradación, abandono, atraso, maltrato, exclusión y violencia. En estos relatos, los más diversos sectores, estamentos, etnias y pueblos resultaban ser víctimas, y todos los males que aquejaban a la patria tenían un único origen: la dominación de los extranjeros. En esta diatriba sobre los trescientos años, se presenta un giro significativo en relación con la percepción que se tenía del indio en la preindependencia. Si estaba degradado no era por su culpa o por algún expediente de inferioridad racial, como lo pensaba Vargas, sino por una cadena de agravios recibidos desde la Conquista.

La degradación del indio hasta el punto en que lo vemos es obra del gobierno opresivo que los ha embrutecido por espacio de tres siglos consecutivos. El indio era hombre en México, en el Perú, en Cundinamarca tenía artes, edificios, leyes, vivía en sociedad, conocía el arte de la guerra y también su dignidad. Hoy, embrutecido, no sabe sino temer a sus amos y satisfacer groseramente las más urgentes necesidades de la vida (De Caldas, 1942, p. 47).

Se culpaba también a la Corona y a la burocracia colonial por el estado de atraso de la agricultura, la minería, las artes, las ciencias y, en suma, la ausencia de progreso y civilización.

Todo se halla atrasado y el estado actual del reino dista poco de lo que hallaron los conquistadores en sus primeras invasiones. Una inmensa extensión de territorio desierta, sin cultivo, cubierta de bosques asperísimos [...] presenta la misma imagen del descuido, de la ignorancia y de la ociosidad más reprensible (De Vargas, 1953, p. 23).

El agravio de la ignorancia en que se habría mantenido a los criollos es quizá el más reiterativo.

Desde la conquista ha permanecido América en la barbarie y nunca ha dado un paso que la conduzca a hacer brillar el talento de sus gentes... Las artes se hallan en la infancia, no tenemos talleres, desconocemos las máquinas más necesarias y apenas logramos unos tejidos groseros que publican nuestra ignorancia [...]. El labrador camina sobre las huellas que dejaron sus mayores. En trescientos años no hemos adelantado en nuestros conocimientos y parece que estos siglos solo han corrido para avergonzarnos de nuestra ignorancia (Herrera y Vergara, 1891, p. 57).

Se quejaban también los criollos insurrectos del estigma que sobre ellos recaía por el solo hecho de haber nacido en estas tierras, principio diferenciador que los condenaba a una situación de inferioridad y minusvalía frente a los de origen hispánico. La nominación de criollos era para ellos vergonzante, una suerte de “pecado de origen” que los condenaba a la desigualdad, a la obediencia y que lesionaba su dignidad humana. El criollo o vocablos equivalentes, como “el mancebo de la tierra” o “el manchado de tierra”, constituían el expediente mediante el cual se descalificaba a los nacidos en estas latitudes. Era una mancha, una marca, un estigma, una herida moral en torno a la cual fueron alentando resentimientos, odio y venganzas que se expresarían en los horrores de la guerra de Independencia.20

Este sentimiento de exclusión y maltrato queda claramente expresado en el catecismo del cura de Mompox: “los españoles siempre han considerado a los americanos como gentes de otra especie, inferiores a ellos, nacidos para obedecer y ser mandados como si fuésemos un rebaño de bestias” (Fernández de Sotomayor, 1814, p. 463). Ya lo habían expresado, poco antes, Joaquín Frutos Gutiérrez y Camilo Torres, en un documento sobre los motivos de la revolución del 20 de julio: “bastaba ser americano para que no fuese atendido su mérito, para que fuese insultada su pretensión; bastaba nombrar a América para saber que se hablaba de un país donde las gentes, reducidas al estado servil, no eran libres sino para sembrar un poco de trigo y maíz y para criar y cebar ganado” (Documentos proceso histórico del 20 de julio, 1960, 210-219).

Este sentimiento de exclusión y diferenciación se expresó también en la esfera de la representación política. Decían los criollos que no se les permitía acceder a cargos públicos, a puestos de responsabilidad en la administración, y consideraron indigna la participación, demasiado reducida, que se les ofreció en la Asamblea Constituyente de Cádiz. Para completar este memorial de agravios y vejaciones, los criollos incorporaban en sus relatos las crueldades de la Conquista, la forma violenta y el exceso de fuerza desplegado para sofocar la revolución de los comuneros, en 1789, o a los autores de los pasquines y demás documentos antihispánicos, en 1794, culminando con los horrores de la guerra a muerte desplegada durante la Reconquista.

La rivalidad que ha existido de tiempo inmemorial en América, se exaltó en 1794. En esta época desgraciada vio la capital y el reino lo más precioso de su juventud en los calabozos, vio gemir sobre la cama del tormento a sus hermanos, la esposa vio al esposo, el padre al hijo marchar con cadenas a la península. Este suelo se empapó con lágrimas de todos los americanos. Las prisiones de Nariño, de Azuero, de Rosillo y de otros inflamaron los ánimos hasta el punto que una palabra bastó para romper nuestro silencio el 20 de julio de 1810 (“Historia de nuestra revolución”, 1810, f. 5).

El relato de los agravios, desplegado en tantas esferas de la actividad social, y en contra de los más diversos sujetos que habitaban estas tierras, se convirtió, para bien o para mal, en el gran principio unificador de este universo tan heterogéneo. Todos parecían haber sido víctimas: ellos, sus antepasados, y lo continuarían siendo sus hijos si no se sacudían la dominación hispánica. Este era quizá el único punto de convergencia con el cual todos los sujetos se podían identificar y encontrar en él un referente común.

La condición de ofendidos, humillados y vilipendiados, es decir, el victimismo, se ponía por encima de las múltiples heterogeneidades sociales, las diferencias culturales, la fragmentación política, la multiplicidad de sangres y orígenes étnicos, y contribuía, eficazmente, a crear una urdimbre identitaria para las ciudadanías de las cartas constitucionales y para la cohesión del demos. Fueron los agravios recibidos los que permitieron que se constituyera un referente de victimización, es decir, que los ciudadanos se autopercibieran y se identificaran como víctimas de un orden sustancialmente injusto, esencialmente opresivo y radicalmente excluyente, contra el cual solo cabía levantarse en armas, haciendo de la guerra y el uso de la fuerza no solo una opción entre otras para fundar sus derechos, sino algo necesario, inevitable y, sobre todo, justo: la única alternativa que tendrían las víctimas para instituir sus derechos ciudadanos.

Mas el relato de los agravios cumplía también con otro requisito importante para la configuración del demos: era la trama poética para inducir el amor a la patria, el resentimiento contra quienes la vejan y la oprimen, la voluntad de otorgar la vida por ella y de tomar las armas para defenderla. Es decir, se abría el espacio al patriotismo, consolidando por esta vía el frágil republicanismo de las cartas constitucionales. Los relatos de la gran usurpación y los agravios sustituyeron cualquier otra narración identitaria, llenaron el vacío de una comunidad de origen y resolvieron la pregunta sobre quiénes somos de una manera problemática, pero convocante: somos las víctimas.

El relato de la sangre derramada y el ciudadano en armas

Si el derecho de suelo había sido el argumento retórico para desconocer los derechos de conquista y reclamar la autodeterminación política, y el relato de los agravios había permitido configurar una identidad victimista, fueron las narraciones sobre la sangre derramada realizadas durante el período de las guerras de Independencia las que contribuyeron a resignificar la dimensión territorial de la nación y a consolidar la idea del patriotismo como principio articulador del demos. Ya no se trataba de argumentar sobre la permanencia secular en un mismo territorio, tal como lo hacía Bolívar, en 1814, sino que este suelo ancestral había sido bañado por la sangre de héroes, y esas sangres vertidas le otorgaban un nuevo sentido al espacio de la república. Un ejemplo de esta literatura poética puede verse en el siguiente texto.

¿Quién no recuerda los furores, la rapacidad, la insolencia, la sed de venganza de aquellos caníbales? Morillo era un Nerón y cada uno de sus soldados un Morillo. Ninguna clase de pueblo fue respetada [...]. La capital se cubrió de cadalsos, las cárceles públicas no alcanzaban para el número de presos hacinados en ellas. De allí se arrancaban los hijos de los brazos de sus padres para ser conducidos al patíbulo... A este espectáculo de sangre y muerte que se repetía en todas las provincias sucedieron una serie de insultos, violencias y depredaciones (Fernández Madrid, 1825, p. 20).

De esta manera, territorio, víctimas y sangre se coimplicaban en un mismo y único referente, y al republicanismo inicial se le adicionaba la variante del patriotismo. La sangre derramada por el pueblo de la Gran Colombia durante las guerras de Independencia era la que lograba resignificar la noción de territorio y hacer de “los pueblos” uno solo. Es decir, esta poética patriótica permitió, por primera vez, ofrecer un horizonte nacional para las identidades políticas reacias a trascender los límites de las localidades. El despliegue de la guerra de Independencia, la movilización de los ejércitos, así como de las guerrillas patrióticas y realistas de una región a otra, a todo lo largo y ancho del viejo virreinato -y más allá-, las depredaciones y abusos de los ejércitos y los grupos armados en campaña, las sangres derramadas en los campos de batalla y en los cadalsos permitieron vaciar en los marcos abstractos del ius solis un territorio concreto y realmente existente. Pero este no era ya el de pequeñas provincias yuxtapuestas y unidas por un débil pacto confederal. Era, ante todo, el espacio de la guerra: el resultado de la sangre derramada.

Patria y república devinieron una misma y única representación. La primera era el resultado de una vindicación, de un acto supremo de justicia, de una guerra magna y santa que regó el territorio de sangre de héroes e hizo posible que se instaurase la república. En la poética patriótica, los derechos ciudadanos y la nación serían impensables sin la patria. Con esa noción emocional se designaba la concreción de un sistema político, el referente de un territorio propio y diferenciado de otros, el lugar de residencia de los ciudadanos, el ámbito de la comunidad política y el espacio de ejercicio de la ley. Es decir, la república se representaba en la patria, y esta se concretaba y le daba sentido a la primera. La nación se encarnaba en la patria y las poéticas del período se encargaron de promover la imagen de una nación trágica, heroica, salvífica, casi religiosa, pero muy eficaz a la hora de propiciar alguna forma de cohesión e integración del pueblo de la nación, además de garantizar algún nivel de compromiso, lealtad y obediencia de los sujetos al orden republicano.

Fray Diego Padilla, editor de Aviso al público, una pequeña gaceta que se editaba en Bogotá en tiempos de la Independencia, exhortaba al patriotismo, el 17 de noviembre de 1810, con las siguientes palabras:

¿Quién es el que puede vivir contento en una patria cautiva? ¿Quién puede verla amenazada y descansar tranquilo? El interés de la patria hace valientes a los mismos tímidos, solicita a los perezosos, vuelve elocuentes a los mudos y hace amigos a los contrarios. No hay pasión que no se sacrifique al interés común, no hay gloria que se codicie tanto como servir, como dar la vida por la salud y la seguridad de la patria (Martínez Godoy y Ortiz, 1965, p. 417).

Así como el relato de la sangre derramada contribuyó a resignificar el territorio de la república, lo mismo ocurrió con la noción de ciudadano virtuoso. Este, además de sus deberes políticos en la esfera de la acción pública, debería ser un ciudadano patriota, dispuesto a entregar la vida para defenderla, un ciudadano en armas, un soldado que podía matar o morir por ella. Este pasó a ser el verdadero ciudadano virtuoso, el que era capaz de portar armas e ir a la guerra. Pero quizá es en las primeras constituciones donde queda expresada, de manera más directa, la tesis de este ciudadano. En la Constitución de Antioquia de 1812, se señala lo siguiente:

Todo ciudadano es soldado o defensor de la patria en tanto que sea capaz de portar armas. Así nadie puede eximirse del servicio militar en las graves urgencias del Estado cuando peligra la libertad y la independencia. El individuo que no se hiciese escribir en la lista militar, no teniendo una excusa legítima, perderá los derechos ciudadanos por cuatro años (Pombo y Guerra, 1986, p. 522).21

La imagen del demos que provee esta nueva retórica es la de aquel formado por los ciudadanos en armas. Ese es el pueblo virtuoso, el pueblo de la república sobre el que descansa ahora la soberanía del Estado y que termina confundiéndose con el ejército libertador, cuyos caudillos, para desarrollar su accionar bélico, acuden al recorte de las libertades y los derechos civiles, tan importantes para los intelectuales de la primera época, (1808-1812), en aras, según decían, de salvaguardar la república en peligro.

El ciudadano en armas es una suerte de mixtura, de simbiosis entre pueblo y ejército, que queda claramente expresada en una carta que el general Bolívar le dirige a Francisco de Paula Santander, en 1821:

Estos señores [los intelectuales civiles] piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército, porque realmente está y porque ha conquistado este pueblo de manos de los tiranos; porque además es el pueblo que quiere, el pueblo que obra, el pueblo que puede; lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad, con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos (Bolívar, 1964, p. 354).

La imagen del ciudadano en armas y su identidad construida en los marcos del relato trágico de la usurpación, los agravios y la sangre derramada no fue una creación exclusiva de los intelectuales de la Independencia en la Gran Colombia. De hecho, está presente en toda la América hispánica y acompaña, por lo general, los procesos de descolonización en el mundo moderno. Lo que habría que subrayar es que, para el caso colombiano, la narración patriótica fue prácticamente hegemónica durante casi un siglo, que otros relatos y narraciones nacionalitarias ensayados durante esa época, y otros tantos proyectos culturales orientados a la búsqueda de la identidad no tuvieron el mismo espesor ni semejante capacidad movilizadora, y que la sucesión de guerras civiles y confrontaciones armadas del siglo xix mantuvieron vivas y en presente perpetuo las narraciones sobre la usurpación, los agravios y la sangre derramada, reconfigurando las imágenes del patriotismo y del ciudadano en armas, adecuándolas a las nuevas demandas de la acción política.

Referencias

Acebedo Carmona, J. (1984). Historia de la educación y la pedagogía. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia. [ Links ]

Aristóteles (1990). La Poética. Caracas: Monte Ávila Editores. [ Links ]

Bateman, A. (1961). La influencia de Mutis en la cultura nacional. Bogotá: Editorial Voluntad. [ Links ]

Bolívar, S. (1964). Cartas del libertador (Tomo ii). Caracas: Banco de Venezuela/FundaciónVicente Lecuona. [ Links ]

Bolívar, S. (1970). Itinerario documental de Simón Bolívar. Caracas: Presidencia de la República. [ Links ]

Bushnell, D. (1985). El Régimen de Santander en la Gran Colombia (3.ª ed.). Bogotá: Áncora Editores. [ Links ]

Capdequí Ots, J. M. (1958). Las Instituciones en el Nuevo Reino de Granada al tiempo de la independencia. Madrid: Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo. [ Links ]

Colom González, F. (1998). Razones de identidad. Barcelona: Anthropos. [ Links ]

Colom González, F. (2002). Ex uno plures: la imaginación liberal y la fragmentación del demos constitucional hispánico. Estudios Políticos, 20, 9-40. [ Links ]

De Caldas, F. J. (1942). Notas al cuadro físico de las regiones ecuatoriales de Alexander von Humboldt. En Semanario del Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Biblioteca de Cultura Colombiana. [ Links ]

De Caldas, F. J. (1966). El Influjo del clima sobre los seres organizados. En Obras completas de Francisco José de Caldas. Bogotá: Imprenta Nacional. [ Links ]

De Vargas, P. F. (1953). Pensamientos políticos sobre la agricultura, comercio y minas del Virreinato de la Nueva Granada. Bogotá: Banco de la República. [ Links ]

De Vargas, P. F. (1968). Memorias sobre la población del reino. En Pensamientos Políticos (pp. 83-111). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. [ Links ]

Fernández de Sotomayor, J. (1814). Catecismo de Instrucción Popular. Cartagena de Indias: Imprenta del Gobierno por el ciudadano Manuel González Pujol. [ Links ]

Fernández Madrid, J. (1825). Exposición de José Fernández Madrid a sus compatriotas sobre su conducta política desde el 14 de mayo de 1816. Bogotá: F. M. Stokes. [ Links ]

Frutos Gutiérrez, J. y Torres, C. (1960). Motivos que han obligado al Nuevo Reino de Granada a reasumir los derechos de soberanía, a remover las autoridades del antiguo gobierno e instalar una suprema junta bajo la dominación y el nombre de Fernando VII y con independencia del Consejo de Regencia. En Proceso histórico del 20 de julio -Documentos- (pp. 210-219). Bogotá: Banco de la República . [ Links ]

Guerra, F.-X. (1993). Modernidad e independencias: Ensayo sobre las revoluciones hispánicas. México: Siglo xxi. [ Links ]

Hernández de Alba, G. y Lozano, F. (Comps.), (1944). Documentos sobre el Doctor Vicente Azuero. Bogotá: Imprenta Nacional. [ Links ]

Herrera y Vergara, I. (1891). Reflexiones de un americano imparcial al diputado de este reino de Granada para que las tenga presentes en su delicada misión. Santafé, septiembre 1 de 1809. En A. B. Cuervo, Colección de documentos inéditos sobre la geografía y la historia de Colombia (Tomo iv). Bogotá: Imprenta del Vapor. [ Links ]

Historia de nuestra revolución (29 de agosto de 1810) . Diario Político de Santafé de Bogotá, 2. [ Links ]

Jaramillo Uribe, J. (1963). El pensamiento colombiano en el siglo XIX. Bogotá: Editorial Temis. [ Links ]

König, H.-J. (1994). En el camino hacia la nación. Nacionalismo en el proceso de formación del Estado y de la Nación de la Nueva Granada (1750-1856). Santafé deBogotá: Banco de la República . [ Links ]

Lozano Lozano, T. (1801). Sobre lo útil que sería en este reino el establecimiento de una sociedad de Amigos del País. El Correo Curioso, 39. [ Links ]

Marroquín, J. M. (1936). Biografía de Don Francisco Moreno y Escandón. Boletín de Historia y Antigüedades, 23, 525-546. [ Links ]

Martínez, F. (2001). Nacionalismo Cosmopolita. La referencia europea en la construcción nacional en Colombia. Bogotá: Banco de la República . [ Links ]

Martínez Godoy, L. y Ortiz, S. E. (1965). El Periodismo en la Nueva Granada (1810-1811). Bogotá: Imprenta Nacional. [ Links ]

Nariño, A. (1958). Proyecto de Escuela. En G. Hernández de Alba, El proceso de Nariño a la luz de documentos inéditos. Bogotá, Editorial A.B.C. [ Links ]

Ocampo López, J. (1983). El proceso ideológico de la emancipación en Colombia (3.ª ed.). Bogotá: Tercer Mundo Editores. [ Links ]

Palacios, M. (1999). Parábola del liberalismo. Bogotá: Norma. [ Links ]

Pombo, M. A. y Guerra, J. J. (1986). Constituciones de Colombia (Tomos i y ii). Bogotá: Biblioteca del Banco Popular. [ Links ]

Restrepo, J. M. (1969a). Historia de la Revolución de Colombia (Tomo iii). Medellín: Editorial Bedout. [ Links ]

Restrepo, J. M. (1969b). Historia de la Revolución de Colombia (Tomo iv). Medellín: Editorial Bedout . [ Links ]

Semanario del Nuevo Reino de Granada (1942a). Tomo vii. Bogotá: Biblioteca de Cultura Colombiana . [ Links ]

Semanario del Nuevo Reino de Granada (1942b). Tomo viii. Bogotá: Biblioteca de Cultura Colombiana . [ Links ]

Semanario del Nuevo Reino de Granada (1942c). Tomo ix. Bogotá: Biblioteca de Cultura Colombiana . [ Links ]

Tascón, T. E. (1853). Historia del Derecho Constitucional Colombiano. Bogotá: Editorial Minerva. [ Links ]

Thibaud, C. (2002). En la búsqueda de un punto fijo para la República. El cesarismo liberal (Venezuela y Colombia 1810-1830). Bogotá: Instituto de Estudios Andinos. [ Links ]

Torres, C. (1989). Memorial de Agravios. Representación del muy ilustre Cabildo de Santafé a la Suprema Junta Central de España. Noviembre 2 de 1809. En Ideología de la Independencia (pp. 15-24). Bogotá: Editorial Búho. [ Links ]

Uribe de Hincapié, M. T. (2001). Órdenes complejos y ciudadanías mestizas. En Nación, Ciudadano y Soberano (pp. 195-215). Medellín: Corporación Región. [ Links ]

Uribe de Hincapié, M. T. (2011). Un retrato fragmentado. Ensayos de la vida social, económica y política de Colombia -siglos XIX y XX-. Medellín: La Carreta Editores. [ Links ]

Uribe Vargas, D. (1977). Las constituciones de Colombia (Vol. 1). Madrid: Ediciones Cultura Hispánica. [ Links ]

Zea, F. A. (1977a). Avisos del Hebephilo. Papel Periódico de Bogotá (n.º 8). Bogotá: Banco de la República . [ Links ]

Zea, F. A. (1977b). Avisos del Hebephilo. Papel Periódico de Bogotá (n.º 9). Bogotá: Banco de la República . [ Links ]

1El Virreinato de la Nueva Granada, tercero creado en América por el imperio español, comprendió los dominios de las audiencias de Quito, Santa Fe y Panamá, así como los de la Capitanía General de Venezuela. Sobre las jurisdicciones administrativas coloniales, ver José María Capdequí Ots (1958). A partir de 1819, cuando se constituyó la República en el Congreso de Angostura, el territorio del viejo Virreinato pasó a llamarse la Gran Colombia, hasta que, en 1831, se produjo la separación de Venezuela y Ecuador, cambiando su nombre, de nuevo, a Colombia.

2La noción de mutaciones culturales está tomada de François-Xavier Guerra (1992, pp. 65-102).

3Para ampliar sobre el lenguaje político del republicanismo, ver Francisco Colom González (1998).

4Varios autores sostienen la presencia de ideas ilustradas durante las administraciones borbónicas. Ver, entre otros, Hans-Joachim König (1994).

5Algunas de las juntas más importantes constituidas en el Virreinato de la Nueva Granada son la de Quito, el 10 de agosto de 1809; aunque en 1810 se constituyeron la mayoría: Caracas, el 14 de abril; Cartagena, el 22 de mayo; Cali, el 3 de julio; Socorro, el 10 de julio; y Santafé de Bogotá, el 20 de julio (Tascón, 1853).

6Las provincias de la Nueva Granada que primero declararon la independencia absoluta son: Quito, el 10 de octubre de 1810; Caracas, en diciembre de 1810; Cartagena, el 11 de noviembre de 1811; Cundinamarca, el 16 de julio de 1813, y Antioquia, el 13 de agosto de 1813.

7Entre 1811 y 1815 se elaboraron las siguientes constituciones en el territorio de la Nueva Granada: dos en Cundinamarca, dos en Antioquia, una en Tunja, una en Cartagena, una en Mariquita, una en Nóvita, y una en las Provincias Confederadas del Valle del Cauca (Pombo y Guerra, 1986).

8Ver Acta de Confederación de las provincias unidas de la Nueva Granada (Uribe Vargas,1977, p. 365).

9En las constituciones elaboradas en las provincias después de la declaración de la independencia absoluta, se adopta el título de República (Uribe Vargas, 1977, p. 306).

10Sobre estas alquimias y mestizajes, ver María Teresa Uribe (2001).

11Sobre las nociones de Identidad cosmopolita y legitimidad cosmopolita, ver Martínez (2001).

12Buena parte de la diatriba de los intelectuales criollos de la Independencia se orientó contra las desigualdades y diferencias que, a su juicio, habían sido los argumentos para sojuzgar a las colonias por razones de inferioridad de raza, nacimiento, cultura y ausencia de conocimientos. Ver, en este mismo texto, el relato de los agravios.

13En realidad, la mayor parte de las Constituciones provinciales elaboradas entre 1811 y 1815 consagraban en el título de “Instrucción Pública” estrategias similares.

14Algunos de los periódicos tuvieron una expresa intención de formar ciudadanos y patriotas. Entre ellos, quizá el más importante por la duración y calidad de sus artículos fue el Semanario del Nuevo Reino de Granada (1942a; 1942b; 1942c). Otros espacios divulgativos importantes fueron las tertulias. Si bien desde finales de la Colonia estos espacios venían agitando la vida intelectual en el viejo Virreinato, a partir de 1810 tomaron el nombre de sociedades patrióticas y tuvieron como propósito expreso la educación política y lo que hoy podría llamarse formación de la opinión ciudadana (König, 1994, pp. 307-321).

15Sobre los levantamientos de negros en Venezuela y de indios en la Nueva Granada, así como sobre las guerras civiles entre las provincias, ver José Manuel Restrepo (1969a, pp. 6-131; 1969b, pp. 69-85).

16Sobre la reforma educativa de Francisco Antonio Moreno y Escandón, ver José Manuel Marroquín (1936).

17Para una visión crítica, ver el texto de Marco Palacios (1999, pp. 26-39).

18Existe un amplio repertorio de textos publicados en la primera década del siglo xix sobre estos aspectos (De Vargas, 1953; De Caldas, 1966; Zea, 1977a; 1977b). Otras publicaciones muy importantes aparecieron en El Semanario del Nuevo Reino de Granada, como los estudios de don José Manuel Restrepo sobre Antioquia, los de don Joaquín Camacho sobre Pamplona, y los de don José María Salazar sobre la provincia de Bogotá.

19Montesquieu pensaba que la virtud era el amor a la República, “un sentimiento, y no una sucesión de conocimientos, tanto en último como en el primer hombre del Estado” (Thibaud, 2002).

20Javier Ocampo López (1983) presenta una discusión interesante sobre los estigmas de criollos y chapetones durante la época de la Independencia.

21Iguales determinaciones se tomaron en las constituciones de Cundinamarca, Tunja, Cartagena y Mariquita.

* Una versión de este texto fue publicada en un libro previo de María Teresa Uribe de Hincapié (2011). Se decidió reproducirlo incluyendo un resumen, palabras claves en español y en inglés y algunos cambios relacionados con la inclusión de datos y referencias que se habían omitido en la primera versión. Estos cambios fueron realizados por Liliana López Lopera, profesora del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT. La idea de publicar nuevamente este texto tiene como motivación hacer un homenaje póstumo a la profesora María Teresa Uribe y en razón de la importancia del problema tratado para la conmemoración del Bicentenario.

María Teresa Uribe (1940-2019) obtuvo su grado de Sociología en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín y realizó una maestría en Planeación Urbana en la Universidad Nacional de Colombia. En el año 2015, la Universidad de Antioquia le otorgó el Doctorado Honoris Causa en Ciencias Sociales y Humanas. Su trabajo docente e investigativo se desarrolló en esa universidad durante más de tres décadas. Además de su dedicación a la enseñanza universitaria, fue columnista de El Colombiano, asesora de la Consejería Presidencial para Medellín, miembro de las mesas de concertación durante el proceso de paz con el Movimiento 19 de abril (M-19) e integrante de la comisión asesora para la reforma constitucional a finales de la década de los ochenta. En el año 2007, hizo parte del Grupo Nacional de Memoria Histórica. Recibió múltiples reconocimientos a su labor intelectual: Distinción Orden al Mérito Universitario Francisco Antonio Zea; Premio a la Investigación Universidad de Antioquia; Antioqueña de Oro en el campo de la investigación, y Ciudadana Ejemplar de Medellín.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons