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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.16 no.31 Medellín July/Dec. 2019

https://doi.org/10.17230/co-herencia.16.31.9 

Artículos/Investigación

El pasado como modelo a imitar. Relaciones entre historia y memorias, siglo xix colombiano*

The past as a model to be followed. Relations between history and memoirs, Colombia, 19th century

Patricia Cardona Z1 

1Historiadora. Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, Doctora en Historia de la Universidad de los Andes. Profesora titular del Departamento de Humanidades y miembro del Grupo de Investigación Filosofía, Hermenéutica y Narrativas, de la Universidad EAFIT, Medellín. Colombia. ORCID: 0000-0002-0182-5595 azuluaga@eafit.edu.co


Resumen

Este artículo analiza de qué manera escritos testimoniales como las memorias contribuyeron en la configuración de la historia de Colombia; partiendo de la diferenciación de los términos memorias, diarios e historia. A su vez, intenta elucidar el lugar del testigo como actor central y artífice de los acontecimientos durante el siglo xix, a diferencia del testigo como víctima no merecedora de su destino, de la contemporaneidad. Entre las memorias del siglo xix, escritas para promover la imitación, y la memoria contemporánea, narrada para asegurar la no repetición, hay un orden historiográfico que redefine el tiempo, la narración y el papel del saber histórico.

Palabras clave: Historia; memorias; diarios; testimonio; víctimas; héroes; mártir; historia de Colombia

Abstract

This paper analyzes how testimonial writings such as memoirs contributed to shaping Colombian his- tory. It starts by differentiating the notions of memoirs, diaries and history. Additionally, it attempts to elucidate the place of the witness as a central actor and architect of events during the 19th century, as opposed to the view of the witness as a victim who does not deserve his fate, typical of contemporary times. Between the memoirs of the nineteenth century, written to promote imitation, and the contemporary memoir, narrated to ensure non-repetition, there is a historiographical order that redefines time, narration and the role of historical knowledge.

Keywords: History; memoirs; diaries; testimony; victims; heroes; martyr; history of Colombia

La consistencia de un eterno presente que todo lo olvida, la relación trunca de las sociedades contemporáneas con un pasado institucional considerado caduco y elitista, y la certeza de que el sufrimiento humano debe quedar consignado en la voz de quienes lo han padecido, han obligado a volver la mirada sobre el testigo como protagonista crucial de los relatos contemporáneos. Sin embargo, se ha pasado del testigo imparcial, o exterior al objeto del testimonio, al que narra el drama padecido, la víctima que encarna el testimonio del dolor y la atrocidad.

La voz del testigo se ha tornado hacia el relato de un sinnúmero de experiencias difícilmente sintetizables, porque se reivindica la particularidad del relato individual, lo que limita la construcción de un relato común capaz de simbolizar un sinnúmero de voces. Por su parte, el olvido es la contracara de la memoria, y solo vivirán los recuerdos relevantes para un presente preciso, aquellos que logren representar una experiencia colectiva significativa,1 y de la cual deriven enseñanzas para las futuras generaciones, premisa que parece haber sido ignorada por la contemporaneidad.

La preeminencia o significancia de la memoria de los testigos contemporáneos, ahora interpelados en su condición de víctimas, se define más por su cantidad que por su calidad; lo que conduce a la imposición de particularidades que obnubilan la comprensión del dolor como un asunto colectivo, que involucra al género humano. La proliferación de testigos terminará por llevar sus experiencias nuevamente al anonimato o, peor aún, a la banalización del dolor, producto de la superabundancia de testimonios.

La línea difusa entre el testigo y el historiador tuvo sus matices en el siglo xix, y si bien, para efectos de legitimación del relato histórico, la función testimonial contó con grandes favoritismos; también es cierto que la escisión paulatina entre la literatura y la historia, entre el relato memorioso y la narración documentada, fue estableciendo diferencias cruciales entre uno y otro género.

No obstante, quienes en la Antigüedad escribieron memorias, sabían que lo suyo no era historia, sino, a lo sumo, documentos de consulta para futuros historiadores, interesados en los aconteceres de la república. La diferencia entre historia y memoria estuvo en la base misma de la configuración de la disciplina histórica en su forma moderna, es decir, como análisis documentado y metódico, escindido de la retórica y los géneros literarios. Los testigos detentaban su autoridad en su presencia y participación directa de los hechos narrados. Mientras tanto, quienes querían dedicarse a la historia, especialmente en el siglo xix, empezaron a distanciarse del testigo y del testimonio directo, y plantearon el pasado como ámbito mediado por los documentos escritos. Si bien los textos testimoniales, con su corolario fáctico, se convirtieron en insumo para los historiadores, algunos aspectos relacionados con su individualidad, con cierta variable subjetiva, con su carga emocional e ideológica e, incluso, con su dimensión ficticia e imaginativa, delimitaron la posición de esos textos como aliados del conocimiento histórico; en todo caso, ellos mismos carecían de la validez y la objetividad que empezó a erigir el saber histórico a lo largo del siglo xix.

En ese momento, el testigo y el historiador ocupaban un lugar distinto en cuanto a su relación con el pasado. Era claro que mientras el testigo contribuía con una narración total y verdadera de una porción del pasado, a partir de su propia mirada y de su participación en los hechos narrados; el historiador debía recoger diversas narraciones de testigos, a fin de producir una que también fuese un saber completo y sintético del pasado, con propósitos heurísticos y propedéuticos, para legitimar un orden político e incentivar el amor por las instituciones entre los ciudadanos, a través de la narración de grandes personajes y grandes hechos políticos y militares.

Los testimonios fueron de gran importancia para los historiadores decimonónicos y, con frecuencia, los escritores se ocuparon de los dos registros. En Colombia, conocidos historiadores como José Manuel Restrepo, José María Samper o José María Quijano Otero tienen entre sus escritos diarios y memorias, que consideraban evidencias indispensables para futuros historiadores; pero también elaboraron libros de historia, según coordenadas de la época (Quijano, 1982; Restrepo, 1954; Samper, 1881).

Las memorias no han sido objeto de indagación de la historio- grafía, poco se han examinado sus características, sus condiciones de enunciación, o las relaciones que entablaron con la historia (como relato del pasado efectuado) y con el porvenir (como destino signado), y como relato que responde a las preguntas que para la época en la que fueron escritas el narrador consideraba indispensable conocer y explicar (Acosta Peñalosa, 2015, p. 291). La lectura hecha por los historiadores de estos “testimonios” como “literatura histórica” (Melo, 1988), en el mismo plano de los escritos históricos, ha sido dirigida a la extracción de datos específicos, a fin de reconstruir las “palabras de la guerra” (Uribe y López, 2006), o como si se tratara de textos propiamente históricos para señalar “Las tribulaciones de un patriota desencantado” (Vélez, 2006). El abordaje indicado es el resultado de las condiciones de la historiografía colombiana, más interesada por comprender la guerra que por ahondar en los escenarios de producción de los textos que demarcaron el devenir historiográfico del país.2

Este artículo se enfoca en consideraciones temporales que signaron la escritura memorialista del siglo xix colombiano. Esta noción tiene una elaboración más precisa bajo la noción de “regímenes de historicidad”, con la cual se indica el ejercicio hermenéutico que indaga en las relaciones que una sociedad entabla con el tiempo y, en consecuencia, con las representaciones narrativas, que ayudan a hacerlo tangible: unas veces como conservación, otras como cambio o revolución, y otras, como en la contemporaneidad, como presentismo (Hartog, 2009).

Nos ocupamos, entonces, de las memorias que ubicamos dentro de los escritos testimoniales, elaborados a posteriori por quienes participaron de los hechos narrados, y que abarcan varios subgéneros, como los apuntamientos,3 que se ocupaban de narrar de manera escrita y sistemática algunos acontecimientos para dejarlos disponibles a las generaciones venideras; o los diarios, centrados en recoger, de manera escrita, el día a día de determinados acontecimientos.

Aunque la noción de autobiografía aparecía ya registrada en el siglo xix, aún las denominaciones memorias, apuntamientos o recuerdos cumplían su cometido de narrar la experiencia de un hombre, sobre todo en cuanto a los vínculos que se produjeron entre las personalidades políticas y la naciente formación republicana. La autobiografía halló su núcleo más importante en el triunfo de la personalidad y la vida individual, y su consecuente relato, sobre todo a partir del siglo xx.

En ocasiones, estos subgéneros tienen linderos confusos; por ello, este texto se ciñe al uso de la noción memorias, que permite resaltar diferencias entre las partes que componen este conjunto, o por lo menos delimitar algunas divergencias entre, por ejemplo, la escritura de un diario y la de unas memorias.

No entran en estas consideraciones las memorias institucionales, esto es, los informes anuales emitidos por los secretarios de despacho en Colombia, en los que se consignaban aspectos administrativos de orden estatal que, si bien buscaban dejar para la posteridad los logros alcanzados por determinados funcionarios, tenían una intención más informativa y administrativa que la de un documento que evidenciara la unicidad y la trascendencia temporal de un evento, hecho o acontecimiento. A su vez, se prescinde de la noción literatura testimonial, pues implicaría un análisis literario que, pese a su importancia, no es objeto de este artículo. Los textos en mención ayudan a comprender y a definir lo que era, para el siglo xix, la historia, el sentido del pasado y la acción humana en la modulación de devenir.

Entendemos las memorias como una narración que ayuda a comprender y a discriminar cómo concebían los hombres del siglo xix la historia como relato del pasado. Los contrastes entre las memorias, textos personales de testigos de los acontecimientos, ayudan a fijar el lugar de la historia como saber sintético, soportado en el estudio de fuentes, testimonios y autores dedicados a auscultar los sucesos del pasado. Asimismo, las memorias ayudan a comprender el estatuto histórico e historiográfico dominante en el siglo xix colombiano, específicamente el que surge con la república, y se desarrolla de manera paralela con sus vicisitudes. Recurrimos a tres textos que se ocupan del período de la Independencia y de los orígenes de la república, como material que nos permite fijar algunos lineamientos historiográficos.

Al final, proponemos una relación que podría tornarse dialéctica con la vertiente memorialista reinante en la contemporaneidad.

El corpus

Hacia 1861, el joven aficionado historiador José María Quijano Otero emprendió una cruzada contra el olvido. Ante la inminencia de la muerte de grandes personalidades que habían participado en la guerra de la Independencia, sin que dejaran noticia de cuánto habían visto y vivido, se dio a la tarea de coleccionar, en un álbum,4 los testimonios, escritos a puño y letra, de testigos sobresalientes de la “la guerra magna” como la llamó Tomás Cipriano de Mosquera en las memorias que recopiló en este manuscrito (MSS 545, p 1) . El álbum de Quijano Otero guardaba relación con el álbum amicorum, que definía la práctica de formar un librillo a fin recoger los escritos autógrafos de los amigos a petición de su dueño (Rosenthal, M. 2009).

Quijano Otero puso a circular su álbum entre un seleccionado grupo de hombres que habían sido partícipes de los hechos de la Independencia, con el objeto de formar una colección selecta de breves memorias, en las que los testigos narraban sus recuerdos de lo que habían vivido en 1816, durante el denominado “Régimen del terror”,5 cuando las tropas españolas intentaron retomar el control de la Nueva Granda, a sangre y fuego. Entre los convocados estaban Joaquín París (1795-1868), Tomás Cipriano de Mosquera (1798-1878), José Hilario López (1798-1869), José María Espinosa (1796-1883) y Pedro Alcántara Herrán (1800-1872). Sus nombres formaban parte de la generación patriótica y civilista, y en la época en la que escribieron seguían comprometidos con la acción pública y política. Como decía José María Vergara y Vergara (1859), a propósito de José Manuel Restrepo: “reliquia viva” (p. 263), de un tiempo glorioso, de guerra y hombres cuyas hazañas eran equiparables a las grandes guerras de la Antigüedad.

El año de 1816 constituye el nudo para quienes se ocuparon de escribir la historia patria, es el momento en el que se erigen las estampas heroicas de los patriotas adeptos a la Independencia, inmolados por el verdugo español. El contraste entre buenos y malos es una figura retórica poderosa para justificar las acciones de unos (libertadores) y condenar las de otros (españoles), y para persuadir sobre a qué bando adherirse. Ello se refuerza mediante la presentación estereotipada del amigo y del enemigo, y de la antigua metáfora de David contra Goliat, que plasma la lucha de los débiles y justos contra los poderosos y crueles.

Estas “refiguraciones”, en palabras de Paul Ricoeur (2006, pp. 864- 928), o estrategias narrativas reconocidas en la época, fueron esenciales para difundir en la población, a lo largo del siglo xix, los sentimientos de afecto y animadversión necesarios para la creación imaginada de una comunidad, erigida sobre el sacrificio de sus héroes y sobre las atrocidades de sus villanos. El recurso del contraste entre buenos y malos dibuja también las siluetas del vicio y la virtud, del patriotismo y la crueldad. Simón Bolívar y Juan Sámano son, por antonomasia, los nombres que encarnan esas dos caras de la época: el primero, “Libertador”; el segundo, “Sanguinario”.

La recolección de las memorias era una labor urgente, so pena de perder un legado del pasado necesario para el porvenir; pero era también una práctica derivada de la concepción de la historia que se tenía en la época, cuyo interés recaía en los hombres ejemplares y sus acciones, que se consideraban igualmente ejemplares e imperecederas. En ese deber ser que inmoviliza las acciones para convertirlas en ideales para ser imitados y repetidos, se alojaban las memorias como registros que permitían el acceso inmediato al pasado, y constituían una guía para seguir fielmente el modelo establecido allí. La posición que los escritores tenían de actores y testigos les investía de autoridad. En tanto testigos de hechos acaecidos en el pretérito, se erigían como portavoces fieles de lo que habían visto; y asumían la vocería de la memoria colectiva, indispensable para la creación de lazos entre el pasado, el presente y el porvenir de modo que, mediante la narración, tendían un puente entre el dolor del pasado, que presagiaba la felicidad del porvenir, entre los antepasados sacrificados y los deudores contemporáneos.

A pesar de su presunción de realismo y de ser concebidas como reconstrucciones fidedignas, las memorias estaban más del lado de la obra retórica que de los procedimientos históricos, signados por el uso de la fuente, precisamente porque hacían parte de un tipo de narración con una función mucho más paradigmática y modélica para el porvenir y que, por ende, retomaba elementos de la epopeya y de la tragedia, a fin de investir los hechos de un aura mítica, capaz de movilizar a los lectores, de conmover y apasionar, hasta el punto de llevarlos a la acción de levantarse en armas para defender los ideales exhibidos por estos textos.

Muchos escritos memoriales fueron publicados hacia mediados del siglo xix, momento de transformaciones en el orden de la escritura, convertida en un bien de mercado (Benjamin, 1974). Sometidos a las veleidades de los lectores, los textos caducaban a gran velocidad, pues primaban la fruición y el deleite sobre las lecturas reflexivas y detenidas. Estas condiciones señalan también un nuevo modo de entender el tiempo: la obsolescencia inmediata del presente y el yugo de la utilidad informativa, desembocaron en la preocupación por registrar el pasado para que pudiera sobrevivir a la fugacidad de la actualidad.

Además de estos aspectos, circunscritos al registro de la escritura, emergieron otros en el orden de las emociones y de los ideales truncos que arrojaba la república. La Independencia, vista como un período esplendoroso de gloria y sacrificio, había desembocado en una visión desencantada del orden al que había dado origen: el republicano, que no había logrado hacer realidad las esperanzas de un porvenir mejor. La vuelta al pasado era una manera de recordar al presente el camino abandonado (debido a las posiciones personalistas, los intereses facciosos y las guerras), y proyectar sus ideales para la posteridad. Retornar al momento fundacional, como tiempo primordial, era abrir una vía de promisión anunciada por sus ideales, en cuyo cumplimiento estaba cifrado el porvenir.

En este contexto se escriben las tres memorias que nos ocupan. Dos de los escritores hicieron parte del álbum mencionado antes: el primero, José María Espinosa (1876), con Memorias de un abanderado. Recuerdos de la Patria Boba, 1810-1819, que recoge sus recuerdos de la guerra que se desató entre 1812 y 1814, y enfrentó a centralistas y federalistas, donde participó como abanderado del ejército al mando de Antonio Nariño. El segundo, José Hilario López (1857), con Memorias del general José Hilario López, antiguo presidente de la Nueva Granada. Escritas por él mismo, que abarcan la guerra de la Independencia, la formación y la crisis de la república hasta el año de 1839, cuando fue nombrado jefe de la legación de la Nueva Granada ante los Estados Pontificios.

El tercer escritor es el general Joaquín Posada Gutiérrez (1865), con Memorias histórico políticas, un texto que intenta seguir palmo a palmo la fundación de la república y su declive, producto de las guerras partidistas, la pugnacidad facciosa y los intereses personales contrarios a los republicanos. Escrito el primer tomo entre 1863 y 1864, y concebido el segundo a partir de ese año, la escritura de estas memorias estuvo marcada por la tensión entre liberales y conservadores, laicos y religiosos, centralistas y federalistas. Era un libro con un marcado tono propedéutico que, mediante la semblanza del pasado, exhortaba a los lectores a examinar “los hechos y sus consecuencias” y a pensar en “cuál será el fin de esta sociedad de la que ellos son la esperanza” (Posada Gutiérrez, 1865, p. 4).

Estas tres memorias permiten, por una parte, dar cuenta del régimen de historicidad en los que se enmarcó su elaboración; y, por otra, establecer los nexos que en la época mantenían las memorias y la historia.

La relativa abundancia y dispersión de las memorias obliga al investigador a aislar una pequeña muestra para ser estudiada bajo ciertas condiciones de unidad. Aquí optamos por tres textos que tienen varias características comunes. Primero, fueron escritos con una distancia considerable de tiempo de los hechos de los que se ocupan. Segundo, todos relatan la guerra y el nacimiento de la república. Finalmente, dos de ellos (los de Espinosa y López) comprenden los sucesos de 1816. A diferencia de los anteriores, el texto de Posada se centra en los eventos bélicos de los inicios de la república, su relato es muy minucioso hasta 1831, momento de la República de Colombia (que la historiografía a denominado la Gran Colombia)

Los textos señalados, aunque pertenecen al mismo género, se diferencian en varios asuntos: Memorias de un abanderado cumplía con la obligación de registrar, para la posteridad, el tesoro de recuerdos que pudiera servir como un apéndice a una historia nacional. Mientras tanto, Espinosa (1876) indicaba que su propósito era hacer “una relación sencilla” y personal acerca de la que llamaba “la primera y gloriosa época de nuestra emancipación política” (p. 2), como definía el período comprendido entre 1812 y 1816, conocido por la historiografía con el nombre de “Patria boba” (p. 3). Como no aspiraba a “escribir un libro de historia”, había hecho sus notas “sin unidad ni plan, sin recargo de citas y fechas y sin documentos justificativos o comprobantes” (Espinosa, 1876, p. 2).

El autor remarcaba que su interés no era tanto la gloria de su nombre personal, sino la de los hombres que hicieron parte del bando centralista en el que militó como abanderado del ejército, y se excusaba ante los lectores del “fastidioso y embarazoso yo” (Espinosa, 1876, p. 3), que imponía su voz y su punto de vista a lo largo del re- lato. Retirado de la vida pública y dedicado a la pintura de retratos,6 Espinosa tuvo una perspectiva distinta de los hechos pues, al no estar en el núcleo de las tensiones políticas, su texto carece del tono reivindicativo y polémico que caracteriza el de José Hilario López.

Este último, además de narrar los hechos como actor principal y testigo privilegiado, procuró justificar algunas acciones y decisiones de su vida pública, de ahí que sus memorias tengan una connotación autobiográfica, anudada a la acción bélica y política que documentaba y buscaba justificar. Es, desde luego, un narrador omnisciente y el protagonista del texto. Para destacarse del cuadro de las grandes personalidades que componían su escrito, menguó la figuración de algunos hombres, decía, como “escusa por conservar mi reputación o hacerla resaltar en vista del contraste” (López, 1857, p. ix). A diferencia de la posición tímida de Espinosa con respecto a la intromisión del “yo”, López (1857) resaltaba que su libro era una historia “propia en medio de mis contemporáneos”, a la vez que realzaba su membresía al grupo selecto de los próceres, “en cuyo número tengo la gloria de contarme” (p. x). Su voz, pues, lo erigía no solo como testigo y actor, sino que además lo equiparaba con los héroes que habían dado vida a la república.

Si bien Memorias histórico políticas de Posada Gutiérrez (1865) es el fruto de su situación como testigo directo de los hechos referenciados, es un texto más atemperado en su factura y contenido. Su autor quería dar una visión general de las causalidades que llevaron al naufragio de la República de Colombia, entre ellas la polarización política y militar, las ambiciones caudillistas, la pugnacidad que fraccionó a la Primera República, y las luchas que desembocaron en facciones políticas irreconciliables durante el tiempo que abarca el escrito (1821-1863).

La densidad y la fuerte carga emocional que arrastraba el período que registró el general Posada, lo llevó a una visión retrospectiva y total de dicha época, que se organizaba alrededor de los enfrentamientos políticos y militares entre los ciudadanos de la recién funda- da Colombia. A fin de dar mayor contundencia histórica y reafirmar su imparcialidad, y a pesar de haber participado de los hechos como militar de alto rango, Posada (1865) señalaba su posición como testigo de los sucesos: “no entro en detalles de las operaciones militares ni de las batallas en que no he tenido parte, sino cuando es necesario para rectificar los juicios que las pasiones han emitido sobre ellas” (p. 5). Para demostrar su imparcialidad y sentido de la indagación en procura de hallar la verdad, esgrimía que, a pesar de haber sido “testigo o actor de los acontecimientos mismos”, no se limitaba a narrar los hechos que guardaba en su memoria, antes bien, había consultado “relaciones escritas y verbales de personas respetables que han tenido parte en ellos o los han visto” (p. 7), sin que en ninguna parte dijera a quién se refería. De modo que sumaba a su narración pruebas que podrían ser examinadas, a fin de confirmar la veracidad de lo expuesto, a la vez que se mostraba no solo en el papel de testigo, sino también de estudioso escribano, quien en un ejercicio más re- flexivo se proponía, además, elaborar un texto que excedía la función testimonial de las memorias.

Analizados en conjunto, se trata de relatos que responden al criterio básico de estar narrados en primera persona, escritos por testigos presenciales y actores centrales de los hechos a los que se refieren. Cada uno posee sus matices y enfrenta de distinta manera la posición de sus autores como voceros de las acciones gloriosas que, según ellos, deberían preservarse del olvido. Así, Espinosa (1876) buscaba componer una “relación ingenua y sencilla” (p. 2), sin consultar libro alguno, solo lo que tenía guardado en su memoria. López (1857), en cambio, informaba a sus lectores que disponía de documentos “preciosos e irrefragables”, con los cuales probar sus aserciones (p. ix). Y, Posada Gutiérrez (1865), escribía unas memorias para ilustrar “la Historia con escritos verídicos que le sirvan de derrotero” (p. 3).

Como relatos fieles del pasado, estas tres memorias buscaban elevarlo a la categoría de guía para el porvenir, ya que en el heroísmo de la ascendencia, y en la grandeza de sus acciones, se presagiaban las dichas deparadas por el destino.

Memorias: testimonios de actores de los hechos

Los textos en primera persona tienen una larga tradición en Occidente, sin embargo, no fue sino entre los siglos xvii y xviii, durante la Ilustración, cuando adquirieron relevancia y personalidad, justamente por la confluencia de una conciencia de la individualidad, capaz de dar cuenta de una manera personal de abordar la experiencia; y un mundo cambiante, en el que los itinerarios políticos modernos establecían nuevas formas de enfrentarse al pasado. El nombre generalizado que se dio a estas narraciones fue memorias, y estaban enfocadas a la narración más o menos precisa de las circunstancias de un hombre en períodos específicos. El siglo xix, con este tipo de relatos, hizo expresa la creciente fuerza de la personalidad y su proyección modélica al sueño de una nueva realidad republicana. El término autobiografía empezó a ganar terreno, y se generalizó en el siglo xx, entendido como texto escrito sobre el transcurso completo de la vida de un hombre.

Estas narraciones en primera persona se anudaban con una comprensión inédita de la historia, como corolario de la secularización, en la faceta de tribunal que llenaba el vacío dejado por la idea del juicio final. La historia era, pues, un tribunal terreno y temporal, apoyado en discursos morales, convertidos en modelos para el presente y el porvenir. Allí, la disposición del género literario seguía arraigada a la repetición de versiones provenientes de la Antigüedad, y no a la incorporación de documentos o a la interpretación que hicieran posible una dimensión cognitiva de la historia.

En este artículo interesan, entonces, las memorias, narradas en primera persona, y que buscaban documentar, desde la perspectiva de su autor, una época considerada fundamental para la posteridad, una narración retrospectiva que, por la grandeza misma de los hechos referidos, presagiaba el porvenir. Fundadas en lo fáctico, las memorias asumían la idea de un pasado idealizado que podía re- construirse fielmente. Dicha facticidad seguía emparentada con la memoria, según se definía en el Diccionario de Autoridades de 1734, como “Una de las tres potencias del alma, en la qual se conservan las especies de las cosas passadas, y por medio de ella nos acordamos de lo que hemos percebido por los sentidos” (Real Academia Española, 1734). Esta definición implica una comprensión de los escritos memorísticos como lugar de registro y almacenamiento de hechos, cuya disposición permitía el recuerdo puntual y exacto, la misma que se aplicaba a la noción de pasado como tiempo acontecido, y susceptible de ser fielmente reconstruido por medio de la narración (Pomian, 2007, pp. 46-49).

La idea del pasado como una época que puede reconstruirse escrupulosamente por medio de la recordación y su consecuente narración, es radicalmente distinta del concepto que ha erigido a la historia como una “ciencia moderna”, que implica un conocimiento metódico, para la que el pasado es un fragmento temporal, del que solo se puede tener un conocimiento parcial, a través de las fuentes. Esto es, se trata de un conocimiento mediado y no de una aproximación directa, como en la Antigüedad, garantizada por los testigos. Las memorias eran una reconstrucción narrativa de sucesos que habían convulsionado y transformado la sociedad. Aquella reconstrucción, parafraseando a Paul Ricoeur (1992), no estaba guiada por la pregunta, sino por la fe del pasado como hecho del que se puede dar un testimonio fidedigno, por la convicción de que era posible una mirada retrospectiva y abarcadora de los sucesos en toda su plenitud (p. 180).

A diferencia de los diarios, las memorias no hacen una relación día a día, sino que presentan una visión totalizante de hechos y personajes propios de una época; con una distancia temporal entre lo acontecido y el momento de su concreción textual, es decir, hay un lapso importante entre los hechos narrados y el momento en el que se lleva a cabo el testimonio o la configuración del texto que registra y valida la grandeza de lo sucedido.7

Los diarios y las memorias reconstruyen el pasado desde diferentes perspectivas. Los primeros registran y conservan los sucesos mediante la disposición cronológica; la datación es tan importante como el acontecimiento, por lo que se organiza como una sucesión de eventos que quedan consignados, y cuya unidad depende más de la organización o lectura que se haga de estos, que de un plan concienzudo del diarista.8 Por su parte, las segundas, se enfocan en la transmisión de hechos loables que, según sus autores, deben ser transmitidos a las generaciones venideras, por eso buscan una visión unificada de los acontecimientos, como si ellos configuraran una época, una totalidad internamente significativa. La escritura a posteriori de las memorias permite la consolidación retrospectiva de una serie de eventos, unidos por un eje que organiza y unifica los episodios a través del encadenamiento de causas y efectos. Mientras el diario se detiene en el acontecer detallista, las memorias recomponen diversos episodios en una narración sumaria, que organiza los sucesos de manera tal que, vistos globalmente, integran una época distinguible de otra.

Diarios y memorias cuentan con el testigo como soporte de la narración, sin embargo, el papel activo del escritor es también diferenciado. En las segundas pasa por la doble función de actor y escritor, que recuerda y reconstruye los hechos. En los primeros, la importancia radica más en la condición del testigo que lleva el registro minucioso de eventos que se prejuzgan importantes, de tal modo que el eje estructurante es el hecho y su datación, mientras en las memorias son las acciones de las que participó el narrador. Sin duda, estas diferencias podrían parecer muy sutiles y es posible que no funcionen de manera tan esquemática, pero permiten establecer distinciones que, en ocasiones, se pasan por alto.

El retórico Hugo Blair, a finales del siglo xviii, situaba las memorias, las biografías o los escritos de vida, y los diarios como especies subalternas de la historia, comprendida esta última como una narración verdadera del pasado. Las memorias se distinguían, según Blair (1834), por la posición omnisciente del autor, dado que narraban sus experiencias, sus acciones, su punto de vista, la condición de posibilidad del relato. Al autor no se le pedía solemnidad, profundidad, “ni la extensión de noticias que se exigen al historiador”. Los escritores estaban habilitados para incluir anécdotas, datos familiares e informaciones curiosas, a fin de aligerar el texto, unas veces, y dotarlo de precisión, otras (pp. 349-351).

A diferencia de los requerimientos de gravedad y dignidad del historiador, quien debía dar un punto de vista general y ajustado, las memorias favorecían a quienes gustaban hablar de sí mismos y “creen que en todo aquello que han tenido alguna parte es de singular importancia” (Blair, 1834, p. 349). El historiador, en cambio, debía diluirse en un relato impersonal, marcado por la centralidad de los hechos reconstruidos a partir de la consulta y, a veces, la repetición de versiones canonizadas (Cardona Z., 2016, pp. 89-94).

Enmarcados en esas definiciones, es posible entender las razones por las que Espinosa, López y Posada Gutiérrez insistieron en que lo suyo no era escribir un libro de historia. Espinosa (1876) afirmaba que se trataba de “una memoria propia”, sin intromisiones ajenas al propio recuerdo (p. 2). López (1857) aspiraba “sugerir datos nuevos a los historiadores de Colombia y Nueva Granada” (p. x). Por su parte, Posada (1865) señalaba que, a pesar del rigor histórico, las memorias que publicaba “no son historia, sino materiales para que ésta se escriba imparcialmente” (p. 6). Los escritores narraban lo que habían visto y vivido, hechos dignos de conservarse y de transmitirse a la posteridad, según su criterio.

Además de su posición autónoma, aunque subordinada a la historia, las memorias trazaban una frontera con las narraciones ficticias. Como cultores de un género responsable de narrar la realidad acontecida, los escritores debían evitar la ornamentación o la sofisticación literaria que pudiera comprometer la verdad. Por eso, decía López (1857), no atendía a “la elegancia del estilo”, no se detenía en “el purismo del lenguaje” (p. vi), ni era afecto a ninguna ornamentación que pusiera en duda la validez del relato. Por lo cual, los autores apelaban a un lenguaje directo, que mostraban como desprovisto de artificios, cargado de referencias concretas a personas, lugares y situaciones detalladas, que enfatizaban la precisión del recuerdo y, por tanto, la verdad de la narración.

La escritura de memorias no hacía de sus cultores, ni literatos ni historiadores, pero sí voceros del pasado desde donde se levantaba para continuar, a través de las letras, la lucha por la verdad y la justicia, lo que los convertía en símbolo de heroísmo y virtud patriótica. Empero, esto no significa que aspectos ficticios o poéticos no hicieran parte de sus escritos. De hecho, la presencia de la épica y la tragedia, como formas dominantes del relato, y la incorporación de arengas, retratos, semblanzas y descripciones constituían un arsenal imaginativo que ayudaba a enaltecer sucesos y personajes, dignos de ser imitados. El pasado, tramado de esta manera, era un tiempo magnífico, una utopía retrospectiva plenamente realizable en el porvenir. Incluso, tipologías históricas de importancia política en el siglo xix, como la llamada historia política, historia patria o historia militar, hicieron uso de formas tradicionales como la épica o el drama, no solo para garantizar la solemnidad de los hechos y personajes, sino porque era el modo conocido y usado para contar el pasado. En efecto, los tratados de retórica, con frecuencia, recordaban que la historia debía ser elegante y solemne, sin afectaciones lingüísticas, ni adornos innecesarios que oscurecieran la verdad que le era inmanente. Marc Fumaroli (2011) señala que la abundancia de escritos memorialistas coincide con períodos colmados de acontecimientos que, desde luego, despiertan la conciencia de muchos hombres involucrados en las acciones, de ser testigos directos de grandes hechos que están en la obligación de documentar y narrar (p. 255). Esta es una afirmación que se puede estudiar en Colombia durante la formación de la república, período en el que la cantidad de memorias ligadas a la guerra y a las pugnas políticas, es una muestra de la importancia que daban los autores a los sucesos de la época. Tales memorias prefiguran un régimen de historicidad que exalta el pasado como un hecho dado y plenamente restituible en el relato del cual se concibe- como que restituye el pasado y parte de él para augurar un porvenir de plenitud.

Dada esta premisa, no es el cambio el telos que rige las narraciones fácticas o presuntamente verdaderas de los orígenes de la república, sino la esperanza de un retorno a estos ideales. El desajuste entre el pasado sublimado, el presente confuso y el porvenir incierto suscitaron un trastorno en la visión del pasado entre las jóvenes generaciones, incapaces de sopesar la magnitud de los hechos que les transmitían y de avizorar el rumbo de la república. Según Espinosa (1876), si los jóvenes conocieran las luchas de sus antepasados, “no estaríamos viendo el seno de la Patria despedazado por guerras intestinas” (p. 266); antes bien, valorarían los inmensos esfuerzos y sacrificios que había costado a sus mayores fundar la república.

Visto así, el período de la Independencia encarnó el ideal heroico del pasado colombiano; cientos de hombres se lanzaron a la guerra en pos de un ideal apenas comprendido, y sin darse apenas cuenta pasaron de súbditos a ciudadanos, y en un maremágnum de eventos, vieron transformarse, frente a sus ojos, el mundo que hasta entonces habían conocido. Este período, calificado como “apoteósico”, “triunfal”, “magno”, se intentó conservar y testimoniar, ya que era el punto de origen, el hito fundacional que hacía evidente el cambio en el orden político y social, el que expresaba mejor la tensión entre las fuerzas oscurantistas y esclavistas contra las que debían luchar los próceres, encargados de inaugurar, después de mucho sufrimiento, un mundo mejor.

Un acontecimiento prefigurado como apoteósico necesita, por la misma razón, de estrategias narrativas coincidente con sus proporciones. El testimonio, como una manera de dar fe de la grandeza de lo sucedido, es una de ellas, pues mantiene un lazo directo con la idea de verdad, fraguada por la presencia directa y la contemplación ocular de los hechos narrados. En las definiciones retóricas de la época, se trata de un relato verdadero, acontecido en un espacio y un tiempo determinados, y con unos actores identificables y conocidos por sus valores y virtudes morales, en un tiempo de glorias y heroísmos que debían dejar a la posteridad paradigmas de vida y actuación pública. Josef Gómez Hermosilla (1826), por ejemplo, definía las memorias como un tipo de narración en la que “se abrazan todas las acciones memorables del héroe y todos los sucesos en los que tuvo alguna parte” (p. 68).

Un museo de recuerdos pétreos

Todavía en el siglo xix, el testimonio se constituía en prueba de la realidad acontecida del pasado, el testigo portaba la carga de la verdad necesaria para reconstruir los sucesos de los que había participa- do. Este es un aspecto conectado con un mundo en el que primaban las creencias sobre el saber, asunto radicalmente distinto a la historia en su forma analítica moderna, que conmuta el valor testimonial y la idea del testigo como fuente de verdad, por el del documento como una huella que se lee a la manera de un indicio, para construir explicaciones e interpretaciones sobre aspectos puntuales del pasado. El paso del testimonio al indicio, del relato fiel al documento, dio una salida al problema de la fidelidad que se exigía a la historia como una narración exacta de lo sucedido, emparentada con una visión del pasado encerrado en sí mismo, estatizado, idealizado y susceptible de ser imitado o repetido. La historia se pensaba como narración cronológica en la que se entretejían el pasado vivido y perennizado en el relato escrito; y el porvenir, todavía bajo la forma destino. Su naturaleza residía en el conocimiento del pasado y en su capacidad de erigirse como tribunal supratemporal, que pronunciaba fallos postreros, sentencias que ya no eran divinas, sino que se dejaban al tiempo.9 De modo que la historia constituía una concreción a posteriori, su tratamiento era especulativo y retórico, y estaba menos afincada en las fuentes o en las pruebas, que en proveer discursos morales tendientes a la reificación del pasado en el porvenir.

El trabajo crítico, la exégesis documental y la diplomática, constituidos desde mediados del siglo xix como aspectos consustanciales al análisis histórico, eran hasta entonces actividades propias de eruditos, anticuarios y coleccionistas. En esa convergencia, que empieza a gestarse entre la narración histórica de cuño retórico y la historia como un saber del orden empírico, se produjeron prácticas que seguían vinculadas a la preservación del buen nombre propio y de los antepasados: las defensas, las retractaciones, las vindicaciones, los apuntamientos, las reivindicaciones y las memorias mismas, buscaban esclarecer las acciones de los hombres comprometidos, mediante la crítica e incluso con el uso de documentos (al modo de pruebas judiciales), para contrastar y contradecir versiones no concordantes con los modelos de virtud que las personas o sus descendientes buscaban encarnar.

En este paradigma, denominado “historia magistrae vitae” o “pragmática”, la “utilidad de la historia” era la de proveer ejemplos a imitar o a reprobar por las generaciones coetáneas y venideras. Posada Gutiérrez (1865) reconocía dos jueces para “la falla definitiva: Dios en el cielo, la Historia en la tierra” (p. 3). La historia se concebía como una narración propedéutica o ejemplarizante, perenne y tendiente a la imposición de modelos eternos de vicio y de virtud; los primeros para ser imitados, los segundos para persuadir acerca de las consecuencias de las malas acciones, representadas por personajes específicos, en forma de vidas paralelas que mostraban, de manera contrastada, la probidad y la depravación.

En un entorno tributario de las leyes del castigo y la compensación, el tiempo era tribunal supremo de las acciones del pasado, reflejo de la transmutación del pensamiento religioso, modelo secularizado que no lograba desprenderse totalmente de la tradición teleológica que le había dado vida. Los testigos que escribían sus memorias estaban inspirados en la actitud heroica que buscaba el reconocimiento de la posteridad sobre la vida misma. López (1857), por ejemplo, esperaba el juicio severo de la historia, que “deje sobre mi sepulcro el lauro de la inmortalidad o tronche sin consideración el modesto arbusto que lo cubriera” (p. vi).

Estos hombres, modelados por los ideales heroicos, buscaban vivir eternamente en la memoria de las generaciones por venir, es decir, alcanzar la fama imperecedera, antes que establecer una comprensión objetiva y cimentada de los hechos. Resta decir que eran la vida activa, las proezas en el campo de batalla, la capacidad de asumir los riesgos del propio destino, la hybris como transgresión a los límites impuestos por la propia vida, los que permitían acceder a la inmortalidad, que no era la negación de la muerte, sino la conquista de la eterna memoria que traía consigo el sacrificio.

Ese ideal heroico no permitía la vida pasiva, la cobardía o la vida anodina; en ese contexto, las víctimas, los seres anónimos, carecían de protagonismo, y no eran, por ende, el núcleo de la narración. Ello significaba que no se negaran los horrores de la guerra que, como decía Espinosa (1876), impedían “la civilización y la humanidad” (p. 90). Sin embargo, la crueldad inherente a la guerra ayudaba a engrandecer a sus protagonistas. Así, los contrastes resaltaban la personalidad individual del guerrero-escritor como modélica, mientras las víctimas parecían una masa amorfa carente de rasgos distintivos: poblaciones, ejércitos, guarniciones, capturados, sentenciados, desprovistos de nombre y apellido. Como se verá en el apartado siguiente, la víctima adquiría relevancia en su faceta de mártir.

Puede decirse entonces, que el acontecimiento está mediado por el lenguaje y que solo existe en la medida en que se narra. En con- secuencia, el olvido se constituye, más que nada, por la ausencia de narración, la falta de concreción lingüística, por cuya mediación el tiempo se hace aprehensible, y su despliegue, se lleva a cabo como materialización de la existencia. Así, las memorias de las que nos ocupamos son un remedio contra el olvido, una manera de configurar el pasado a partir de referentes significativamente comunes: el sacrificio, los héroes, la libertad; de modo que ellos sean el lazo que une pasado, presente y futuro; el medio para la creación de una fratría que excede los límites del tiempo y del espacio, y que se extiende a través de la certeza de un pasado compartido, de una experiencia colectiva de la que queda evidencia en su historia, sea esta un relato cercano a la retórica o al conocimiento objetivo, mediante el cual se intenta comprender y explicar el devenir de una sociedad.

Actores, no víctimas

Las memorias eran testimonio heroico de grandes hombres, dignos de ser imitados por las generaciones venideras. En la contemporaneidad, se ha pasado de las memorias a la memoria, entendida como la acción de recordación y evocación, mediada por el lenguaje, que garantiza el derecho de las víctimas a ser reconocidas y a que su registro de los hechos que han vivido adquiera una carga política, inédita hasta hace unas décadas (Silva, 2011). Después de la Segunda Guerra Mundial, la noción de memoria se redefinió y se vinculó a la de víctima, como consecuencia, se ha transformado radicalmente el papel del testimonio: prima ahora la carga personal y dramática del dolor sufrido, que debe verbalizarse para asegurar la reparación del daño y la certeza de la no repetición.

Así, la memoria se despliega como acto de “rememoración”, que Ricoeur (2004) definió como retorno a la conciencia despierta de un acontecimiento (p. 84); manifestación siempre vívida y actualizada de lo sucedido. La rememoración establece una relación con los tres planos de la temporalidad: con el pasado, como momento de efectuación del daño; con el presente, mediante el acto de rememoración que lo mantiene latente; y con el futuro, como posibilidad de reparación (no de olvido), y de no repetición de ese acto primordial de dolor del que surgió la víctima.

En las antípodas del héroe y la víctima, se define una distinción importante entre memorias y memoria, pues mientras en las primeras el heroísmo se abstrae como experiencia colectiva digna de imitación, la segunda se descompone en cientos de experiencias individuales de dolor, infringido por otros, y que no deberán jamás repetirse.

Las memorias escritas en el siglo xix estaban fundadas en el carácter apoteósico de los hechos del pasado y en la grandeza e importancia de las acciones emprendidas por sus protagonistas y su efecto en el porvenir. Cuando las víctimas aparecían, lo hacían como telón de fondo que destacaba a los protagonistas con nombre y rango; y cuando adquirían relevancia, lo hacían en la figura del mártir, quien asumía de manera voluntaria y activa la fatalidad desprendida de sus actuaciones.

La del mártir es una figura reconocida culturalmente, cuyo dolor, voluntariamente aceptado, es un testimonio de su fe. El mártir establece un vínculo entre la promesa de un mundo mejor y un pasado de opresión que se actualiza en el recuerdo del dolor y el sufrimiento. Como personaje en la historia patria, el mártir es la base del relato fundacional, que refuerza la maldad del malo y la inocencia del bueno, al tiempo que su dolor es una deuda, que se paga a plazos, a través del recuerdo de su inmolación. La historia de Colombia convirtió a algunos personajes que participaron en la Independencia en mártires que han pasado a la posteridad como ejemplos de sacrificio.

Personajes como Antonio Ricaurte (1786-1814), cuyo nombre se recuerda en el Himno Nacional seguido de la frase “en átomos volando”, o Policarpa Salavarrieta, la Pola (1795-1817), son ejemplo de esa imaginación patriótica tan importante para despertar la pasión de las generaciones venideras, y para promover ejemplos de acción por una causa común calificada como suprema como la patria o la república. La narración de ambos martirios estuvo mediada por un lenguaje cargado de intenciones ejemplarizantes, y aunque primaba el orden fáctico, se recurría a licencias poéticas, a fin de reforzar los ideales que se pretendía enseñar.

López (1857) dedicó varias páginas de sus memorias a relatar la actitud heroica de Salavarrieta que, llena de un furor patriótico, en el suplicio, “en vez de repetir lo que le decían sus ministros, no hacía sino maldecir a los españoles y encarecer su venganza” (p. 86). La figura retórica que coronó el martirio es la arenga o cohartatio, cuando en el momento de acción suprema en el campo de batalla o en el momento de morir, el héroe pronunciaba un discurso para insuflar los ánimos de los combatientes hasta el final de la lucha. Se le atribuye a la Pola una arenga para motivar al pueblo granadino a luchar a muerte por su libertad:

¡Pueblo indolente! ¡Cuán diversa sería hoy vuestra suerte si conocieseis el precio de la libertad! Pero no es tarde. Ved que, aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y mil muertes más, y no olvidéis este ejemplo […] (López, 1857, p. 88).

Si bien las memorias están asentadas en lo fáctico, es cierto que por la época y por su intención de dejar un testimonio de gloria para las generaciones venideras, incluyeron elementos retóricos que hiperbolizaron y elevaron a alturas míticas las acciones y los personajes. La develación de esa narración grandilocuente destinada a la exaltación se advierte en el Diario de Bucaramanga, escrito por Luis Perú de Lacroix (2009), quien recordaba que había sido Bolívar el artífice de la versión de la muerte de Antonio Ricaurte en la explosión de la armería de San Mateo, “para entusiasmar a mis soldados, para atemorizar a mis enemigos y dar la más alta idea de los valerosos granadinos”. La verdad es que Ricaurte murió en la retirada de San Mateo de un balazo y un lanzazo, y “lo encontré”, decía Bolívar, “tendido bocabajo, ya muerto y las espaldas quemadas por el sol” (pp. 230-231).

Las víctimas, en tanto sufrientes pasivos, tenían poca trascendencia en textos que, como las memorias, ponían el acento en la acción y en el furor de sus protagonistas. No obstante, esto no fue óbice para recordar los horrores de la guerra en las impersonales y anónimas “muletas de inválido o los andrajos de méndigo”, como lo describía el general Posada Gutiérrez (1865, p. 4).

Prevalecía la actitud heroica que encontraba en la guerra un ámbito de plenitud y que, en consonancia con el héroe trágico, prefería hallar la muerte en el campo de batalla a una vida anodina e insignificante. Espinosa (1876) lo expresaba así: “Es cierto que enfrente tenemos la muerte, pero detrás tenemos es ignominia” (p. 67). Por su parte, López (1857) afirmaba que, desde el mismo momento en que oyó hablar de la guerra de Independencia, “se exaltó en mi imaginación con la perspectiva de la gloria” (p. iii), la que lo motivó a enrolarse tempranamente en el ejército del Sur. En un mundo caracterizado por un tiempo parsimonioso y lento, la guerra era lo contrario: tiempo de acción febril, de hombres que descollaban por su valentía y temeridad, valores imprescindibles en la moral del guerrero.

En este punto, se percibe también una congruencia con respecto a la importancia de la vida militar entre protagonistas como López, Posada Gutiérrez, Bolívar o Espinosa, por mencionar solo algunos. Todos, voluntariamente, asumieron la guerra como la actividad central durante un largo período de sus vidas: ella era el terreno de coronación de los valores patrióticos a ser imitados. López (1857) afirmaba que el levantamiento de 1810 “hizo nacer en mí el deseo de ser uno de los que debía luchar contra los Españoles” (p. iii); y Espinosa (1876) relata que, con ocasión de los eventos de 1810, le pasó a él lo mismo que a muchos de su generación: “de la curiosidad pasamos al entusiasmo, y de meros espectadores nos convertimos en soldados” (p. 12). La guerra copó sus vidas y en ella la posibilidad de dar, en palabras de Posada Gutiérrez (1865), “renombre a su patria con hazañas inmortales […] dignos de pasar a la posteridad, en el libro de oro de la guerra heroica” (p. 9). En la vida militar se consumaban los más grandes valores de la voluntad humana. Desde este punto de vista, el heroísmo y el martirio eran la expresión más cara de la voluntad humana, que prefería luchar por las creencias y los ideales, antes que la pasividad y el anonimato.

La guerra era el ámbito de despliegue de las facultades morales, civiles y humanas que habrían de asegurar la inmortalidad, era un paso a la eternidad, entendida como recordación y gloria para el porvenir, de modo que las generaciones venideras trazaran sus derroteros a imitación de las gestas de los antepasados. Por lo tanto, hombres como José Hilario López, José María Espinosa o Joaquín Posada Gutiérrez esperaban que sus acciones fueran guías instructivas para las generaciones ulteriores, y que su nombre se grabara con letras indelebles como ejemplo para el porvenir de la república.

Las memorias no estaban zurcidas por el telos del cambio o la revolución, sino por el deseo de volver al pasado. El móvil era la imitación del ideal heroico, perennizado como modelo a seguir. Estos testigos asumían ese papel como expresión de su propia heroicidad; la palabra era una acción subsidiara de la acción heroica, era una forma de lucha y beligerancia al margen de la guerra, la expresión propia de la acción heroica, inseparable de su condición ontológica. El uso de figuras retóricas como las vidas paralelas, las arengas, los martirologios, la semblanza, los retratos y las descripciones; de y matrices narrativas como el drama y la épica, investía a los personajes de solemnidad, al tiempo que eran exaltados como representaciones de los valores indispensables para esa sociedad, como el patriotismo, la valentía, el arrojo, la temeridad, la templanza, el espíritu de sacrificio. El pasado glorioso era el presagio de un destino feliz. En tal sentido, antes que vislumbrar un tiempo futuro como plan colectivo singular, la historia magistra vitae connotaba una serie de signos que se leían en clave de profecía, como bien lo expresaba Posada Gutiérrez (1865): “Colombia, hija de la victoria presagiaba, pues, una larga vida de paz y de dicha” (p. 9).

Memorias e historia

En su texto historia/Historia, Reinhart Koselleck (2005) llamó la atención acerca de la condición histórica de la historia como saber objetivo, universal, singular y colectivo. Planteó, además, que para que la historia se constituyera como saber entroncado en la Modernidad, debió escindirse tanto de la moral como de la política, esto es, debió abandonar la idea de que el pasado era un hecho en sí, una forma de realidad efectuada a la que era posible acceder para sacar modelos para el porvenir. Este último, y la predestinación, son construcciones temporales que asumen el tiempo que aún no ha llegado como un designio divino, preestablecido según la voluntad de Dios. Ese tiempo es, entonces, el retorno del pasado primigenio e idealizado, preestablecido por la divinidad desde el origen.

La historia como saber objetivo transformó este esquema: introdujo la noción de futuro, como tiempo estrictamente humano, una meta anticipada colectivamente, a través de la planificación racional. El modelo siguió siendo teleológico, con una dirección ascendente y continua; el futuro sería intrínsecamente mejor que el pasado, es la temporalidad del progreso la que identificó a la Modernidad. Sin embargo, como bien lo señalara Koselleck (1993), la historia se dibujó en ese punto intermedio entre el pasado, como experiencia susceptible de ser estudiada, interpretada y conocida; y el futuro, como plan o expectativa, realizable sobre la experiencia y el conocimiento del pasado (pp. 127-140).

Del uso pragmático del pasado concebido como hecho dado, se pasó al pasado como objeto de conocimiento, que puede reconstruirse mediante huellas que, a través de procedimientos, pueden ser interpretadas y organizadas en una narración verdadera que incluye descripciones, explicaciones e interpretaciones.

Los textos testimoniales perdieron su estatus como fuentes privilegiadas para el historiador, en esa carrera por separar la historia de la retórica y convertirla en una ciencia exacta cuyos practicantes, en algunos casos, intentaron renegar hasta de su condición narrativa, con la recurrencia a modelos eminente explicativos. La historia se arraigó a la verdad, negando la inventio y atrincherándose en la erudición documental, exhibida en las notas al pie y en las huellas tipográficas que sirven para mostrar que lo suyo no es inspiración, sino el resultado de una artesanía del intelecto, que precisa de la recomposición de piezas sueltas en una narración que es, al mismo tiempo, la producción de un conocimiento objetivo sobre el pasado. El sufrimiento es en las memorias de las víctimas el hilo que junta, teje y da forma a la narración, el carácter subjetivo y hasta personalista de estos testimonios dista considerablemente de las memorias de las que hemos venido hablando, toda vez que aquellas se proyectan como modelos morales que sintetizan vicios y virtudes encomiables o condenables. El juicio funciona allí como la concreción última del pasado en relación con el presente y el porvenir. En este sentido, la muerte nunca se lleva a cabo, pues la memoria colectiva asegura la permanencia en el tiempo y en la memoria. En este régimen, la muerte solo es muerte cuando se singulariza, cuando de quien muere no queda registro colectivo, no queda más que un nombre que el tiempo habrá de borrar.

El cambio de estatuto que pone a la víctima en el epicentro de la atención es el resultado del proceso que Steven Pinker (2012) de- fine como “pacificación de la sociedad”, y que unas décadas antes el antropólogo Norbert Elias denominó “proceso de la civilización” (2004), en el que los códigos guerreros y gregarios fueron reemplaza- dos por normas de sociabilidad que ayudaron a contener la violencia para que el Estado asumiera su monopolio.

El proceso de civilización o de pacificación, ha sido lento y en él ha estado empeñado Occidente en los últimos 500 años. Pero es en el siglo xx, cuando triunfó la posición general en contra de la guerra, la paz se impuso como ideal colectivo, y las víctimas se convirtieron en foco de atención y en recordatorio siempre presente del dolor, en herida abierta que, convertida en eterno presente, debe asegurar la no repetición, la no imitación del acto primordial que ocasionó la lesión. Ahora bien, esta situación puede acarrear un efecto: al no sublimarse, ese eterno presente anula el efecto propedéutico y la compasión necesarios para entender que el dolor infringido a un individuo es, antes que nada, una ofensa a la humanidad.10

La proliferación de la memoria en la actualidad tiene como contrapartida una presunta aniquilación del olvido; no obstante, el dolor de unas víctimas se desplaza frente a nuevos actos, a veces más atroces que los anteriores, haciendo del sufrimiento información sensacionalista de un día. De modo que pareciera que importan menos las víctimas y más las acciones brutales cometidas en su contra. A esa proliferación memorialista ya se refería Tzvetan Todorov (2000, pp. 15-16), quien plateaba que la sobreabundancia de la memoria abocaría a la barbarie, con lo cual nos recuerda que la memoria es selección y que su complemento irrevocable y relacional es el olvido.

Se trata, por lo tanto, de evidenciar un régimen de historicidad que, a diferencia del que regía el siglo xix, se ocupe del sufrimiento y del sufriente. La perspectiva ahora es distinta: la víctima se acompaña indubitablemente de la resiliencia, que entraña la idea del superviviente, un nuevo tipo de heroísmo que no atiende a la inmortalidad en la memoria colectiva, sino a la capacidad de vivir, aun después de haber sido emocional y físicamente dañado.. En el siglo xix, la guerra seguía siendo una actividad central de la política, y la moral caballeresca, con rasgos heroicos, heredada de la Antigüedad, seguía vigente. Es por eso por lo que las memorias que nos ocupan tenían como trama principal las acciones bélicas y la participación de sus protagonistas en ellas. La guerra era un modo de vida que consagraba las virtudes más caras al hombre de la época: caballerosidad, arrojo, valentía, temeridad, sacrificio por causas superiores a la propia persona

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1 Estudiosos de la memoria como Maurice Halbwachs (2004), Jacques Goody e Ian Watt (2005), señalan que la memoria no es un depósito atemporal y eterno, sino que se construye y se actualiza colectivamente, en función de las necesidades de una época.

2Probablemente, en un contexto donde la guerra ha perdido la centralidad, estos textos adquieran un renovado interés como objetos autónomos de investigación.

3Ver, a modo de ejemplo, Santander (1827). En ese caso, los apuntamientos se pensaron como un insumo verdadero para un texto más completo y extenso sobre los sucesos fundamentales para Colombia y la Nueva Granada. Estos apuntamientos son un texto relativamente corto, sobre asuntos precisos que, según Santander, habían usado sus enemigos para “afear” su conducta; con el fin de defenderse de tales ataques, incluyó documentos transcritos mediante los que probaba la verdad de sus afirmaciones (pp. 2-3).

4Se trata del Álbum Quijano Otero (mss 545), ubicado en la Sala de libros raros y manus- critos, Biblioteca Luis Ángel Arango.

5Este momento de la historia ha sido llamado también Reconquista, Régimen del Terror, Campaña o Restauración.

6Parte de su producción artística está dedicada a la representación de próceres y de las grandes batallas del período de la Independencia. Al respecto, ver González (1998) y Chicangana-Bayona (2009).

7Acerca de estas distinciones, ver Bourdé y Martin (1992).

8Como ejemplo de diarios, pueden citarse los de Luis Perú de Lacroix (2009), quien consignó diariamente las conversaciones y reflexiones de Simón Bolívar durante su estadía en Bucaramanga en 1821. El de María Martínez de Nisser (1843) que escribió entre 1840 y 1841, día tras día tras día diversos acontecimientos de la Revolución de 1842 en la provincia de Antioquia. O el de José María Quijano (1982) que escribió un diario a lo largo de más o menos veinte años, dedicado a consignar los sucesos de la guerra de 1861.

9Este fue un paso definitivo en el proceso de secularización del tiempo, de modo que este ya no se desplegaba solo como voluntad divina, sino también como tribunal capaz de sojuzgar las acciones de los hombres; el juicio no dependía ya del designio divino, sino de la voluntad humana.

10Este discurso tiene un correlato historiográfico en la corriente llamada historia desde abajo, aquella que reivindicaba la historia de los sin historia, el derecho a que los oprimidos, los silentes, los marginados por el poder, se convirtieran en sujetos activos y protagónicos del acontecer histórico, y de las transformaciones sufridas por las sociedades. Esto es, el desplazamiento de la historia política y militar hacia la historia social y cultural.

* Este artículo se deriva de la investigación “Discursos, estrategias y relatos de paz en el siglo xix colombiano”, que cuenta con el apoyo de la Vicerrectoría de Descubrimiento y Creación de la Universidad EAFIT, y fue radicada con el número 881.000001

Recibido: 04 de Febrero de 2019; Revisado: 26 de Abril de 2019; Aprobado: 10 de Mayo de 2019

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