Pareciera ser que, entre las varias precondiciones ineludibles para la práctica deliberativa, debe existir un cierto grado de criticidad del agente cívico. Esto es, el agente debiera tener, hasta cierto grado, consciencia de que posee un punto de vista sobre una materia que puede comunicar públicamente y respecto de la cual puede emprender una defensa. Aquí se considera, en principio, pues en las conclusiones se volverá sobre este problema, como agente a un individuo natural que participa, o que potencialmente puede hacerlo, de decisiones de carácter público y políticas.
Sostengo cautelosamente “hasta cierto grado, consciencia de que posee un punto de vista” porque parte de la literatura contemporánea proveniente del campo de la psicología del razonamiento ha sostenido, casi majaderamente, que los agentes humanos, una vez que afirman algo, y si la audiencia lo exige, recién allí revisan críticamente el punto de vista que, muchas veces, fue enunciado de forma automática (Gigerenzer, 2007, 2008, 2010; Gigerenzer & Brighton, 2009; Landemore, 2013; Mercier & Landemore, 2012; Mercier & Sperber, 2017).
Se debe recordar que la literatura proveniente de la psicología del razonamiento -en particular lo resumido por Mercier y Sperber (2017), que contiene los aportes de la teoría de la racionalidad limitada y de la teoría dual de la mente- ha insistido en que el razonamiento individual dispuesto públicamente como argumentos solo tiene beneficios para el agente en cuanto efectos secundarios, vale decir, solo en tanto el agente natural recibe contraargumentos, puesto que la tendencia natural del pensamiento es economizar energía y una forma de hacerlo es manteniendo el punto de vista, ya que todo acto reflexivo -metarrepresentacional, en los términos de Mercier y Sperber- es demandante. Según estos autores, los humanos podemos argumentar bien, aunque raramente nos vemos participando en razonamientos del alto orden, es decir, ponderando razones sobre razones (Santibáñez, 2018, p. 195). Desde este punto de vista, la teoría argumentativa del razonamiento (Mercier & Sperber, 2017) desafía la idea de que los humanos tomemos buenas decisiones, manteniendo que los humanos preferimos tomar decisiones que podemos justificar más fácilmente frente a otros.1
Supongamos en este trabajo, for the sake of the argument, que los agentes humanos ejercemos cierta revisión epistémica al momento de la construcción de un punto de vista, vale decir, evaluamos las razones -a favor y en contra- que utilizamos para nuestros argumentos. En este contexto, ¿qué significa ser un agente crítico?, ¿qué orientaciones normativas contiene la noción de criticidad que debieran ser reflexionadas? Recordemos de paso que en general nuestros sistemas universitarios y escolares tienen como horizonte aquello: construir un agente crítico. Pues bien, en este trabajo discuto, en la primera sección, qué significaría ser crítico o tender hacia la criticidad tanto reflexiva (o autorreferente) como hacia la criticidad con terceros. En dicha sección me apoyo fundamentalmente en la literatura proveniente de los estudios de la argumentación. En la segunda parte del trabajo abordo el concepto de democracia deliberativa a la luz de la sinergia conceptual que habría entre la participación -potencial- de un agente crítico y parte de la teoría de la democracia deliberativa en tal contexto sociopolítico, revisando algunas de las ideas centrales de la teoría de la democracia deliberativa que, pareciera ser, contiene, a veces implícita y otras explícitamente, una idea de agente crítico. Y en la tercera y última parte, abordo el problema de dar y recibir razones discutiendo la propuesta semántica inferencialista de Brandom (2002, 2005) para observar de qué manera este acercamiento puede aportar tanto a una teoría de la deliberación cuanto a un concepto -y educación- de un agente crítico.
Ser crítico: entre el ideal y el contexto
Crítico, razonable y reflexivo son conceptos que pertenecen a una misma familia semántica, si se los observa desde el punto de vista del diálogo. Esto significa que, desde un punto de vista normativo, un agente crítico, reflexivo o razonable ha de ser capaz de juzgar y tomar decisiones a partir de un conjunto consistente de razones que justifiquen adecuadamente su juicio o curso de acción frente a otros. Sin embargo, desde el punto de vista social y cultural, un agente crítico solo puede emerger si las condiciones socio-materiales están de tal forma distribuidas que no se vea constreñido por una relación de fuerza que no le permita generar y ponderar un conjunto de razones.2 En condiciones procedimentales y simbólicas correctas o justas (ideales), respecto de las cuales un agente posee una confianza por defecto (pues tiene una confianza ciega sobre ellas, à la Wittgenstein), un agente puede evaluar críticamente lo que otros le comunican, así como enviar mensajes que han sido debidamente considerados para cumplir pertinentemente con los objetivos dialógicos (Walton & Krabbe, 1995). Así, en un contexto normativo ideal un agente crítico filtra y evalúa, por un lado, y produce y envía, por el otro, puntos de vista y razones que son relevantes para la situación específica, suficientes para los involucrados, y cumple con generar un hábito beneficioso, tanto individual como colectivamente, que asegura un procedimiento general que se utilizará de forma recursiva en un futuro. Respecto de esto último, un agente crítico, entonces, debe ser capaz de darse cuenta de que el hábito que practica tiene un efecto directo en términos de conducta ejemplar.
Ahora bien, desde un ángulo realista, en el cual se concibe que el contexto social es mucho más desafiante y urgente, un agente crítico menos idealizado sería aquel que es capaz de resolver adecuadamente situaciones específicas en las que hay información semiopaca, poco clara o difusa. En este contexto, el agente crítico no sabe o no puede prever con exactitud todas las consecuencias; hay un margen de impredecibilidad en sus decisiones.3 Pero es precisamente en ese contexto donde el agente crítico menos idealizado tendría un nuevo desafío, de segundo orden: el de ser un agente consciente de las limitaciones y obstáculos socioculturales que debilitan la posibilidad de apoderarse de todo el potencial crítico; y si ese es el caso, entonces debiera tender a orientarse hacia el cambio de tales condiciones tratando de reducir y eliminar expresiones y actitudes que reflejen intolerancia, discriminación e injusticia procedimental y simbólica. Considerado tanto el contexto normativo ideal como el realista, el agente crítico y reflexivo orientado procedimentalmente hará posible el debate social de las prácticas materiales y de los contenidos simbólicos ayudando a eliminar, o a reducir, los obstáculos que impiden la emergencia de todos los actores sociales. Bajo estas condiciones, un debate social genuino se podría caracterizar como aquel proceso mediante el cual las opiniones son presentadas, apoyadas, disputadas y defendidas. Este proceso requiere que el agente sea dialécticamente responsable, esto es, que su potencial crítico se refleje en una voluntad compartida de resolver una diferencia de opinión (que es el ideal pragmadialéctico; Van Eemeren, 2018).
Las condiciones sociales básicas, para que el agente crítico se despliegue, deberían asegurar que las opiniones esgrimidas estén basadas en argumentos válidamente emitidos, y no solo debido a su éxito persuasivo. Que las opiniones se basen en argumentos válidamente emitidos significa específicamente aquí que se generen con la voluntad de aportar en la resolución o el esclarecimiento de las diferencias de opinión o en la toma de decisión para seguir un curso de acción. Para que esto ocurra, el agente crítico, además, debe tener consciencia y comportarse adecuadamente dentro de un diálogo. Un diálogo es una secuencia producida por quienes participan en una situación dialógica, y una situación dialógica es un proceso dinámico en el que interactúan los siguientes componentes: (a) dos o más participantes con capacidad para producir e interpretar enunciados y otros elementos comunicativos no verbales; (b) un lenguaje común a los participantes; (c) intervenciones pautadas de los participantes; (d) una meta o resultado posible, no dialógico, que los participantes se proponen alcanzar de manera cooperativa, y (e) conjuntos mínimos de cánones, generales o específicos, que regulan el desarrollo y las exigencias participativas de cada tipo de situación dialógica.
De este modo, la reflexividad, entendida como la acción que un agente crítico realiza cuando se vuelca sobre sus propias operaciones cognitivas para evaluarlas, va de la mano de una dialecticidad colectivamente valorada. La dialecticidad inherente a la interacción argumentativa promovería un tipo de aprendizaje social que genera, repitamos, beneficios al individuo y al colectivo en el que se transan argumentos.
En los siguientes tres puntos se puede resumir lo dicho hasta aquí:
Desde el punto de vista del funcionamiento cognitivo del individuo, el argumento (puntos de vista más razones) crea un punto de referencia respecto del cual el proceso de evaluación (y eventual transformación) de perspectivas defendidas se instala (como conjunto de compromisos, tal como lo denominó Hamblin, 1970) en las fases posteriores de la argumentación. Y, desde un punto de vista epistémico, el argumento captura una organización momentánea de conocimiento o decisión del individuo sobre un tema o situación determinados, respecto de los que el agente crítico se responsabiliza.
La actividad contraargumentativa (la constante dinámica de críticas y refutaciones en nuestras deliberaciones) captura la existencia, en el discurso, de las voces de oposición que introducen la dialecticidad inherente al diálogo argumentativo y reflexivo. La presencia del contraargumento, en el funcionamiento cognitivo, representa la alteridad (Leitão, 2000) que le permite al individuo evaluar su posición inicial en virtud de la contraposición. En el ámbito epistémico, el contraargumento desencadena el proceso de revisión de creencias.
La práctica de presentar puntos de vista va modelando repertorios de reacción -que emergen de forma inmediata en contextos particulares, o de forma postergada o remota- cuando aparece la oposición. Su presencia en la argumentación marca la toma de conciencia del individuo sobre las concepciones que se contraponen a sus posiciones, y que refuta o incorpora (parcial o completamente) a sus propias posiciones.
Lo sintetizado en (a), (b) y (c) apunta a tener claridad en que el agente crítico es un individuo que cognitiva y discursivamente es responsable. Desde el punto de vista cognitivo, debe tender a revisar sus operaciones mentales (qué información utiliza para construir un determinado argumento, cuánta información ofrece, qué tipo de esquemas argumentativos emplea, etcétera); y desde el punto de vista discursivo, debe tender a tener claridad respecto del tipo de léxico que utiliza (cómo enmarca una discusión), a qué tipo de metáforas recurre, y cómo y cuándo, por ejemplo, acepta que su argumento ha sido derrotado o, en su defecto, no contribuye a la solución del problema que está en discusión.
El agente crítico, reflexivo o razonable, de este modo, es individual y colectivamente responsable por generar las condiciones procedimentales del discurso y la acción social dialógicamente orientada, y tendría que preocuparse activamente por las condiciones materiales y simbólicas por las que las posibilidades de participación de la alteridad no encuentren restricciones o constricciones en la toma de la palabra y el lugar público.
Pero ¿qué cabe entender, desde un ángulo normativo, por conducta crítica hacia terceros? No se trata solamente de que la criticidad se exprese reflexivamente hacia adentro, por decirlo de una manera gráfica. Se trata también de que analíticamente dispongamos de un concepto de criticidad que, se espera, el agente ejerza sobre el entorno.
La literatura sobre teoría de la argumentación (particularmente en el ámbito de la teoría de la virtud argumentativa, cfr.Aberdein, 2010, 2014a, 2014b; Cohen, 2009) y el pensamiento crítico de corte anglosajón (Bailin & Battersby, 2016; Johnson & Hamby, 2015) facilita el trabajo de encontrar ideas y sugerencias. Tomando en consideración tales desarrollos, se puede decir que un agente crítico orientado hacia terceros, mínimamente idealizado, ejerce primero una escucha atenta; en segundo lugar, practica una toma de turnos dialógicos simétrica (en orden, en cantidad de turnos, en tiempo de habla); en tercer lugar, debiera esforzarse por que sus alocuciones sean pertinentes (dirigidas al punto en discusión, cfr.Sperber & Wilson, 1996), en términos de las dudas, preguntas, puntos de vista alternativos o contraargumentos que presenta; en cuarto lugar, debiera ser capaz de declarar y comunicar con claridad, eficacia y honestidad la existencia de una controversia o conflicto de opinión; en quinto lugar, debiera tender a profundizar cualitativamente, o incrementar cuantitativamente, la oferta, ante el oponente, de razones y esquemas argumentativos para transparentar con la mayor rapidez su duda, contraargumento o punto de vista; en sexto lugar, solicitar mediante preguntas aclaratorias y críticas una cantidad suficiente de razones para comprender el punto de vista presentado por un tercero; en séptimo lugar, pedir que un tercero deje constancia nítida de lo que expone o defiende cuando se le observa confuso, opaco o vacilante, sin intentar sacar ventaja de tal error de falta de claridad (dada una opacidad referencial o semántica, o una falta de información); en octavo lugar, cuando la controversia lo exija, evitar que un tercero declare acabada la discusión a través de conclusiones espurias o injustificadas.
Pues bien, la lista de conductas normativamente adecuadas de un agente puede ampliarse de acuerdo con parámetros contextuales, o en relación con el tipo de diálogo controversial (negociación, mediación, etcétera); lo importante, sin embargo, será ver cómo puede integrarse a un ejercicio civil y político más sustantivo. Por esta razón, a continuación discutimos algunos de los alcances de la denominada democracia deliberativa, término profusamente analizado en las décadas de 1980 y 1990 y que aún se piensa como una organización política ideal viable, pero, al mismo tiempo, aún se piensa cómo debiera aterrizar en la conducta política real.
Democracia deliberativa: ciudadanía, cognición y moralidad
A simple vista, habría una conexión casi natural entre democracia deliberativa y agencia crítica. O quizás se deba decir que la primera supone la segunda, es su precondición: sin ella no podríamos deliberar sin avergonzarnos.
Como se sabe,4 el concepto de democracia deliberativa remite a un campo aún en disputa que define las bases de la acción democrática negativamente, vale decir, en contraposición a la democracia liberal, que asume que la democracia es simplemente la agregación y negociación entre intereses egoístas.5 Bessette (1980, 1994) incluso fue aún más lejos en sus apreciaciones y sostuvo un rechazo a que el debate público y republicano fuera presa de disquisiciones retóricas y sentimentales que reprodujeran pulsiones y pasiones.6 La teoría de la democracia deliberativa cree firmemente en una estructura política de representación, cuyo ejemplo realista sería un federalismo cuyos representantes comprometidos se abocarán a la búsqueda de la justicia por medio de un proceso de discusión desinteresado, no promovido por agendas ocultas.
En términos de uno de los autores importantes en la teoría de la democracia deliberativa, lo anterior queda de manifiesto en la siguiente cita:
Propuesta como un ideal político reformista, e incluso algunas veces radical, la democracia deliberativa surge con la crítica a las prácticas establecidas por la democracia liberal. Aunque la idea puede ser rastreada hasta Dewey y Arendt, e incluso hasta Rousseau y Aristóteles, en su encarnación más reciente el término surge con Joseph Bessette, quien explícitamente lo acuña para oponerse a la interpretación elitista o “aristocrática” de la Constitución estadounidense [...] Estos herederos legítimos de la tradición de la democracia “radical” siempre han atemperado su perspectiva de la participación popular e incluyente, enfatizando en la discusión, el razonamiento y el juicio públicos (Bohman, 2016 [1998], p. 106).
Se suele decir que a partir de la posición de Bessette, y muchos otros (Barber, 1984; Benhabib, 1994; Bohman, 1996; Manin, 1987, 1998), se distinguen, entre otras, dos dimensiones que la teoría de la democracia deliberativa enfatiza. Una es cívica, y la otra epistémica. La dimensión cívica parte del supuesto de que los ciudadanos son personas dotadas de razonabilidad y no meramente máquinas que buscan satisfacer autointeresadamente sus deseos políticos. La democracia liberal, que asumiría esta última idea, subsume la política a la economía, precisamente porque entiende que ella, la transacción económica, es la que decide de mejor forma la manera en que se gobierna a los polos que buscan su propia satisfacción. Los demócratas deliberativos apuntan despectivamente que los liberales ven los votos en las elecciones como mera expresión de opciones del momento.
Sobre esto último, Bohman (1996, p. 187) es aún más enfático al señalar que una democracia deliberativa que basa su legitimidad en el uso de la razón pública “se acerca más a un criterio de justicia” que una visión liberal. Este convencimiento parte de la idea de que el intercambio razonado de opiniones genera como producto una propuesta política bien fundada a ojos de todos los que están en posesión de usar la razón pública y que, por tanto, no se acomoda a los intereses contingentes, lo que supone un proceso justo, por una parte, de índole intersubjetiva (damos razones que se comprenden y buscamos acordar para tomar una decisión sobre la base de estas) y, por otra, independiente (pues no está sujeto a decisiones específicas o antojadizas).
Pero, como ya se ha dicho, entre los teóricos de la democracia deliberativa hay diferencias que considerar. Respecto de cuán y cómo de justo es un proceso deliberativo, esto es, cuánta legitimidad política contiene para decidir cursos de acción colectivos, hay quienes tienen una visión más idealista (como Habermas o Rawls) para efectos particularmente de entender y especificar la justicia de las normas, y hay quienes tienen una visión más factualista, es decir, que es el propio proceso -bajo condiciones mínimas (Elstub, 2010)- el que en su continuo uso asegura una legitimidad. Las condiciones necesarias de la visión más idealista guardan relación con, primero, que exista libertad de acción política (quienes deliberan no pueden, bajo ningún supuesto, estar constreñidos); segundo, que quienes participan son siempre considerados iguales para ejercer la palabra e influenciar, por medio de razones, el juicio general, y, tercero, que en condiciones óptimas el mejor argumento concilia la voluntad general, el consenso.7 Frente a esta posición, que algunos han denominado visión epistémica fuerte de la democracia deliberativa (Michelman, 1997), los factualistas o realistas (Pérez, 2017) sostienen que el estándar normativo ideal muchas veces se convierte en una exigencia que genera desconexión con los miembros de la comunidad política real, quienes se mueven por voluntades individuales y una razonabilidad que se ejercita y afina con el tiempo, que va perfilando un sentido de ser persona en la comunidad política.
Quienes han optado por esta última visión de democracia deliberativa (Hong & Page, 2001, 2012; Knight & Johnson, 1994; Landemore, 2013; Page, 2007), frente a la que este trabajo también es afín, han utilizado evidencia proveniente de la psicología social estadounidense (Page, 2007) para poner de relieve que las preferencias humanas no son nunca exactas, fijas o inflexibles, sino que se cambian, se acomodan, se dejan influenciar por el comportamiento que compartimos con otros ciudadanos. De hecho, nos daríamos cuenta de quiénes somos (en el sentido de las razones que tenemos para apoyar nuestros puntos de vista y acciones políticas) discutiendo con los demás, interactuando a través de razones (Mercier & Sperber, 2017).
De acuerdo con algunos teóricos (como Barber, 2000; Mansbridge, 1983), el ideario, o planificación demócrata-deliberativo se deja guiar por el convencimiento de que nosotros los humanos estamos motivados por la colaboración siempre ordenada, virtuosa, cuyos cimientos están en el respeto mutuo; esto es, la idea de cooperación que subyace a estos teóricos emerge en contraposición a una idea atribuida a la democracia liberal consistente en que, en esta última, los votos se conciben como representativos de preferencias individuales en constante antagonismo, en lugar de juicios reflexivos de voluntades que buscarían lo justo. En función de este punto de partida en la versión factualista o realista de la democracia deliberativa, se asume que al buscar lo justo nos sentimos solidarios entre sí y responsables por los otros. Para los cultores de esta concepción de democracia deliberativa, las instituciones democráticas (parlamentos, autoridades elegidas por elecciones discutidas, etcétera) mantienen estos lazos, y son prueba sintomática de la expresión de ellos.
Frente a estos parámetros generales, un autor como Goodin (2003) defiende la idea específica de que es la deliberación interna del ciudadano (del político federalista como epítome de la representación republicana) la que debe incorporar la de los demás; de otra forma, una participación de todos (lo que se pide en estos días en las calles de varios países de Latinoamérica, democracia directa) solo produciría, innecesariamente, un atraso en la toma de decisiones que siempre apremian.
Con estos aportes de Goodin (2003) los defensores de la deliberación señalan, en general, que la preocupación ciudadana mutua, recíproca, presiona para pasar de la mera preocupación por el otro al hecho primordial de justificar las ideas de gobierno que impulsaron cuando, justamente, estas involucran a los demás. Y es aquí donde la razonabilidad queda patente e institucionalmente asegurada: a mayor cuidado procedimental de la justificación de opiniones y decisiones, mayor respeto mutuo declarado. Es por eso por lo que la justificación pública posibilita dar respuestas a los cuestionamientos legítimos de los demás y requiere, de los demás, que hagan críticas pertinentes para revalorar las visiones en la escena colectiva.
Desde la dimensión epistémica, los demócratas deliberativos intentan referirse a un hecho cognitivo, vale decir, sostienen que las expresiones de participación (votos, plebiscitos, cabildos, y formatos online de involucramiento público) manifiestan los juicios que poseemos a la hora de tomar un curso de acción de gobernabilidad. Dicho en otras palabras, cuando emitimos juicios, emitimos puntos de vista, esto es, argumentos; y son los argumentos los que demandan actividad reflexiva, esto es, volver sobre nuestras propias certidumbres y evidencias, y no dejar pasar las de los demás por consideraciones de simpatía o pertenencia a grupos de interés.8 ¿Cómo se logra de la mejor manera esto? Debatiendo con los demás. Es este proceso el que, además, conduce a la búsqueda razonada del bien común. Cada uno de nosotros (o representados por políticos honestos y comprometidos) se supervigila con la crítica responsable de un semejante. Se alzará, así, el mejor argumento mancomunadamente construido.
Atendiendo a un proceso de encuentro cognitivo entre quienes se consideran iguales, por medio del avance y cuestionamiento de puntos de vista, es que se alcanza la dimensión moral. La democracia deliberativa propone un actuar para la administración de perspectivas ideológicas que conduce inevitablemente, según sus cultores, a un sustrato de valor.
La consideración de vernos como iguales y la administración de perspectivas ideológicas han hecho pensar a algunos, detenidamente, el concepto de persona que se requiere y que, en efecto, subyace a lo deliberativo. Es el caso paradigmático de Rawls (1985, 1996), respecto de lo cual es necesario discutir algunos alcances, en particular por la propuesta que aquí se entrega de pensar los mismos asuntos bajo la noción de agente. Pues es del caso recordar que Rawls, precisamente, propone como fundamental su concepto de persona razonable, que es compartido entre varios teóricos. Con el término complejo de persona razonable, Rawls trata de abarcar dos dimensiones esenciales del ciudadano que participa en una comunidad política: por una parte, la identidad política de las personas, y por otra, la identidad comprehensiva. Como se sabe, la primera se refiere a la manera en que somos definidos, desde el punto de vista del sistema de distribución de justicia (libres, iguales, con derechos y obligaciones); mientras que la segunda dimensión hace referencia, en términos de Rawls, a la manera en que cada uno de nosotros entiende y practica el bien, o su búsqueda, que es de naturaleza cambiante, sujeta a las experiencias. En su Liberalismo político, Rawls (1996) distinguió con énfasis dos cualidades importantes de las personas, a saber, la capacidad de lo racional y lo razonable. Esta distinción es importante aquí pues el primer concepto alude a la conducta que expresa una persona en virtud de cálculos estratégicos para la consecución de fines políticos, mientras que el segundo se refiere a la tendencia humana de emitir juicios de valor, que portaríamos ya individual, ya colectivamente; es por esta razón que Rawls nos hace ver que la razonabilidad estaría en los procesos e instituciones que se definen por la deliberación constante, en busca de una justicia balanceada y motivada moralmente. Lo interesante de notar también sería que lo racional y lo razonable en una misma persona debieran tender a converger en algún punto, ya que la persona racional e inteligente se dará cuenta, deliberando y justificándose frente a los demás, de que lo motivado moralmente es, en efecto, y finalmente, la estrategia instrumental más pertinente en el mediano y largo plazo.9 Al mismo tiempo, debe hacerse notar que Rawls rechaza categóricamente que, con base en una cooperación de comunicaciones políticas razonables, se logre un altruismo perfecto: la deliberación requiere, para su sobrevivencia como hábito, el conflicto de juicios susceptibles de resolución.10
Entonces, en Rawls habría una noción, en mis términos, de agente crítico. Pero como veremos en las conclusiones, la noción misma de agente requiere mayor refinamiento.
Aun cuando aquí, obviamente, no se agota la discusión sobre los aspectos significativos que la teoría de la democracia deliberativa puede brindar para delinear un concepto de criticidad, es importante enfatizar que a partir de estas dimensiones (la cívica y la epistémica), la práctica participativa bajo el paraguas de la democracia deliberativa incrementa el traspaso y la discusión de información, conocimiento e intereses y, particularmente, cierto control sobre la posible manipulación de la información, lo que redunda en una educación para la conducta pública responsable y colectivamente inteligente; es más, al enfatizar esta teoría en la que la justificación constante de las propuestas públicas es tanto un medio como un fin (procedimiento y valor), la democracia deliberativa sugiere a los miembros de la comunidad aceptar que no todas las veces sus posiciones son las que se siguen, esto es, hay un cultivo de la tolerancia a la derrota política y, en fin, teóricamente al menos, se haría mucho más difícil la manipulación o el engaño trepidante.
El acto de dar razones
¿Qué hacemos cuando damos razones? Recuérdese que, en los dos apartados anteriores, para reflexionar qué es y qué se le puede exigir a un agente crítico, y qué se produce y qué se comunica en la democracia deliberativa, se aceptó tácitamente (y se indicó de forma explícita) que sin dejar de mostrar o enunciar razones, ninguna de ellas podría siquiera imaginarse.
La posibilidad de dar razones es una precondición, por defecto, necesaria para incluso pretender ser crítico e incluso pretender que discuto interesadamente con el prójimo, pública y políticamente.
Pues bien, a mi juicio, la propuesta de Brandom (2002, 2005) es la que entrega la respuesta más completa a la pregunta de qué hacemos cuando damos y recibimos razones.11 Con el concepto de espacio de las razones, Brandom sintetiza una familia de ideas que la crítica ha denominado inferencialismo fuerte, que está compuesto por una normatividad wittgensteiniana, un inferencialismo semántico y una particular noción de compromiso público, entre otros ejes teóricos. La explicación recorre el camino de las aserciones que un hablante emite, que suponen premisas explícitas e implícitas. El hablante es tan responsable de lo expreso como de lo tácito, toda vez que el significado, las consecuencias y las prácticas que se desencadenan del enunciado proferido guardan relación con los permisos y habilitaciones que lo regulan en su uso y que habilitan a otros a continuar, reproducir o sancionar los juicios y acciones de los demás.
Brandom es explícito cuando sostiene que, al hablar, un individuo utiliza los permisos que el grupo le otorga (permisos de la comunidad a la que se pertenece), y al hablar se puede inferir cómo se conceptualiza el mundo, qué puede hacer con esa conceptualización la audiencia, y qué significan los enunciados. Se observa, entonces, la unión en Brandom entre la dimensión pragmática y la dimensión semántica (cómo funcionan los actos de habla, qué se infiere a partir del contenido proposicional-informativo de lo que digo), bajo el dominio normativo de lo que compartimos (cfr.MacFarlane, 2010; Wanderer, 2008).
La responsabilidad en el habla está dada por las reglas del juego compartido de dar y recibir -buenas- razones en el proceso comunicativo de corrección colectiva. Para explicar con más detenimiento esto, partamos por indicar que Brandom focaliza su análisis en los actos de habla asertivos. Y para entender el funcionamiento de las aserciones, siempre debemos atender las circunstancias y sus efectos, pues ello permitirá observar qué significa la afirmación en uso. De modo tal que las afirmaciones significan lo que significan en virtud de lo que añaden al contexto inferencial. Es a partir de este hecho analítico que Brandom incorpora el concepto de significado inferencial. Este significado está compuesto por aquello que se puede inferir tanto desde el comportamiento semántico como del pragmático.
Ahora bien, cuando emitimos afirmaciones nos comprometemos con el contenido material de lo que se enuncia, así como con las bases pragmáticas que permiten su uso, como también con las consecuencias que se siguen de ellas. Aprehender un significado es darse cuenta de los compromisos inferenciales que comunico y me comunican. Cada vez que pido razones (y, por cierto, cuando las damos) solicito que se haga explícito el compromiso del hablante que se dirige hacia nosotros, lo que, a su vez, me habilita para evaluarlo. Dicho como en un eslogan: emitir es comprometerse. ¿Con qué nos comprometemos? Con las normas de uso lingüístico, con el contexto que rodea a una aseveración, con su contenido material que nos fue heredado, etcétera. En suma, nos comprometemos con el mundo que circunda y crea una aseveración. Y la función del uso de aseveraciones que se dan como un conjunto (de puntos de vista y razones, independiente de lo implícitos que sean) es asegurar su significado.
Pero la visión de Brandom no es, como podría pensarse por lo recién explicado, una mirada mecánica y conservadora del funcionamiento inferencial del uso de aseveraciones. Por el contrario, para Brandom (2000, p. 16) el uso de expresiones permite una forma de transformación, ya que expresar algo se convierte, ipso facto, en un estado dinámico en procura de razones. Este dinamismo se deja ver bien en las propias palabras de Brandom (2000, p. 18): “Actually drawing inferences from an explicit claimable (something that can be said, thought, and so on) is exploring the inferential relations that articulate its content”.
Ahora bien, para Brandom, aseveración y juicio son sinónimos. Esto se explica además por los tipos de vínculos inferenciales que hay entre diferentes enunciados que se esgrimen en un discurso. Tales inferencias se refieren a mantener compromisos, a mantener autorizaciones y sancionar incompatibilidades. Es, teóricamente hablando, la mutua necesidad entre normas y pragmática: la pragmática normativa de Brandom.
La racionalidad, para Brandom, reside en la capacidad que mostramos en el juego social de dar y pedir razones, un juego que, si lo desagregamos, trata sobre nuestras prácticas de justificar lo que hacemos y decimos, y que si lo jugamos bien nos hace con propiedad alcanzar -o convertir en- un ser discursivo. ¿Cómo se podría ejercitar, mejorar y robustecer nuestro juego de dar y evaluar razones? Recientemente se ha propuesto una interesante respuesta a este interrogante que aquí seguimos; Frauke Hildebrandt y Kristina Musholt (2020) sostienen que para lograr una pedagogía efectiva sobre cómo operar en el espacio de la necesidad de producir y evaluar razones es perentorio proveer lugares donde se requiera presentar conceptos, lo que, a su vez, movilizará inferencias. Es por esto por lo que la teorización en democracia deliberativa respecto de asegurar las instituciones de comunicación de juicios políticos (parlamentos, organizaciones no gubernamentales, partidos políticos) es de vital importancia.12 Al mismo tiempo que los agentes comunican conceptos en dichos lugares, la dimensión de hacer explícitos los vínculos inferenciales del vocabulario utilizado no solo se practica, sino, sobre todo, genera el hábito del agente de estar consciente de sus compromisos de habla. Cuando nos enfrentamos a tal escenario de enseñanza, consecuentemente nos vemos también enfrentados a enseñar lo que significa defender una posición o justificar una acción, pues el conflicto de opiniones nace, en línea con lo que hace ver Brandom, de la transacción de aseveraciones por medio de conceptos y sus vínculos.
Abordemos con mayor detenimiento la idea de compromiso y habilitación (entitlement) que se genera cada vez que usamos aserciones (y, de hecho, con otros tipos de actos de habla también): una persona está comprometida a hacer o decir algo si no hacerlo es inapropiado o incide en una falta; y una persona está habilitada para hacer o decir algo si hacerlo no tiene inadecuación o no incurre en una falta; y la incompatibilidad se da cuando un compromiso en una comunicación contingente elimina, obstaculiza o derrota habilitaciones que tenemos con otros compromisos.13 Estos movimientos en el discurso tienen una bondad de segundo orden o, también, reflexiva, a saber: darse cuenta de los compromisos de uno genera asimismo la práctica de entenderse uno, y ese entenderse pasa a ser un objeto del entendimiento que se conceptualiza nuevamente. De esto último también se obtiene que navegar en el espacio de las razones es un proceso transformativo.
Brandom (2005) nos entrega además otra distinción de mucha ayuda, relativa a observar los marcadores modales y doxásticos que muestran el papel inferencial de las expresiones: esto es, distinguir entre el marcador doxástico de primera persona (del tipo: Yo creo que p) y el de tercera persona. En el caso del uso de expresiones en primera persona, el agente lo que hace es no solo señalar que se compromete con lo que su creencia comunicada provoca, sino que, sobre todo, deja abierta la justificación de por qué lo hace; de modo que la justificación que alguien le requiera va a depender completamente de la habilidad del hablante de justificarse o, en otras palabras, de su experticia en jugar o navegar en el espacio -o necesidad- de las razones. Si debe generar tal justificación sería un resultado óptimo que, si el agente fuera realmente crítico, se diera cuenta de que posee en su sistema de creencias una proposición justificante injustificada. Desde un punto de vista empírico nosotros los hablantes nos enfrentamos, en un abrumador porcentaje de las veces, con escenarios discursivos en los que comunicamos creencias que justifican sin estar justificadas; por eso, tales creencias son muy significativas. Estas creencias tienen la autoridad de una pretensión que vehiculiza verdad, pero respecto de las cuales uno toma distancia de la responsabilidad epistémica completa. Este fenómeno humano en el discurso nos permite ver que tenemos convicciones, por una parte, y justificaciones, por otra. En el caso de que enunciemos expresiones con envoltura doxástica de tercera persona, comunicamos y nos hacemos cargo totalmente de la responsabilidad epistémica, ya que estas comunican que tenemos (supuestamente) conocimiento sobre el asunto, son verdad y están justificadas, esto es, tal es su efecto pragmático.
Entre los muchos corolarios interesantes del acercamiento de Brandom, se encuentra el hecho de que nos permite abordar los fenómenos colectivos y la participación en el debate público sin necesidad de ingresar en los estados mentales individuales de los agentes, sino tan solo ver cómo se cumple la participación social en virtud de lo que van coordinando los compromisos comunitarios (González de Prado & Zamora-Bonilla, 2015).
Finalmente, ¿de qué forma nos ayuda a pensar y a definir el concepto de agente crítico y cómo nos permite pensar y practicar una democracia deliberativa el acercamiento de Brandom? Es una propuesta filosófica que nos ayuda a entender la práctica comunicativa, particularmente la lingüística, con un énfasis adecuado en el funcionamiento inferencial regulado por la práctica colectiva. La respuesta directa puede ser enunciada como sigue: a mayor responsabilidad en la emisión de aserciones, mayor claridad en los compromisos que se asumen; y, a su vez, a mayor claridad en los compromisos que se asumen, mayor claridad en lo que uno está habilitado para hacer. El agente crítico, así, debe hacer un esfuerzo por aceptar los compromisos a los que adhiere implícitamente, incluyendo el mundo que apoya la emisión que lo habilita; y el que participa de la razón pública, en el marco del debate político y social que busca ejercer influencia, solo podrá hacerlo adecuadamente si proporciona más razones cuando sus semejantes se lo piden, siendo incluso el caso que debe ponerse él/ ella mismo/a como objeto de análisis.
Conclusiones
Es cierto que a veces la descripción ideal de ciertas prácticas deja la sensación de un voluntarismo ingenuo y fantasioso. En estas conclusiones abordaremos, en particular, algunas críticas potenciales a la democracia deliberativa y al acercamiento de Brandom. Pero, en especial, se hará un breve contrapunto entre el concepto de persona, vital en la teoría de la democracia deliberativa, y el concepto de agente que subyace a la propuesta de este trabajo.
Se puede comenzar señalando, como bien lo sintetiza Vega Reñón (2017), que aparte de la deliberación, especialmente política, existen otras formas de representación o agregación para el ejercicio de la democracia que son, a veces, más viables que la democracia deliberativa, como, por ejemplo, las decisiones que se toman a partir de reglas por mayoría.
Del mismo modo, habría que esforzarse por motivar las microdeliberaciones con criterios, por ejemplo, de territorialidad, generacionales, y no solo de corte representativo por la vía de agentes políticos electos, ya que los agentes directamente afectados por medidas de organización política (o políticas públicas) tienen mayor claridad para ejercer razonamientos prácticos (por ejemplo medios- fines, o por consecuencias), en función de problemas sobre cursos de acción (típicamente, por ejemplo, un problema medioambiental). Se añade a esto que, muchas veces, la deliberación es improcedente o innecesaria. La falta de tiempo muchas veces atenta contra la posibilidad de dar y recibir razones, por lo que se requiere basar las decisiones en información estadística o en valores. Nuestras limitaciones cognitivas también son un factor para considerar (sesgos, prejuicios, etcétera).
A Brandom también le preocupa esto último, ejemplificándolo con el problema del perspectivismo o falta de objetividad (o subjetivismo radical) al momento de cotejar qué cuenta como información implícita o supuesto. La posible solución proviene del funcionamiento normativo, pues las normas de intercambio comunicativo están siempre subyacentes, y no obedecen a ninguna voluntad individual. Una acción o comunicación se considerará adecuada si y solo si las actitudes normativas de los agentes así lo entienden. Aquí cabría introducir la distinción entre la “perspectiva de dicto” y la “perspectiva de re”. El compromiso de re se genera cuando un contenido se orienta o especifica según quien recibe el mensaje; por su parte, un compromiso inferencial se orienta en términos de dicto cuando lo enunciado solo se encauza según el ángulo del hablante. Esta distinción ayuda a entender que para los involucrados en una comunicación es posible hacer una diferencia entre los compromisos que admite quien habla, y los compromisos que tal agente ha obtenido según la perspectiva de los demás.
Respecto a la necesidad de creencias mutuas como prerrequisito de la aceptación colectiva, ello requiere que todos estemos en disposición -y realicemos el comportamiento efectivo- de creer que reconoceremos cierto término estatus (verbigracia, la nueva Constitución que los chilenos buscan en este momento) representativo de la fórmula del hecho social (la necesidad de un intercambio regido por normas, leyes, derechos, obligaciones). Todo proceso constituyente, para seguir y terminar con el ejemplo, autoriza a los ciudadanos, por medio de un reconocimiento institucional, a crear una cierta ontología social relativa a la creencia política colectiva. En esta búsqueda, ser crítico y deliberar democráticamente se hace más importante que nunca. Se trata de emitir juicios y no solo de sufragar, de construir compromisos discursivos y no solo de asegurar una votación. Se trata de un agente crítico que, manifestándose en los procesos democráticos deliberativos, está consciente de su navegación en el espacio de las razones.
¿Por qué se ha insistido en la noción de agente en lugar de retomar el concepto de persona con largo pedigrí? Por varias razones. Valga recordar primero que, a partir de la propuesta de Rawls,14 se ha considerado la noción de persona razonable como orientadora de cómo deberíamos concebir idealmente a un individuo y a un colectivo de personas (pensando en la persona jurídica) que actúan en la esfera pública, particularmente en la esfera política. Para Rawls es necesario indicar que una cosa es la identidad política de la persona, y otra la identidad comprehensiva; esta distinción la propuso para efectos de identificar un aspecto fenoménico de doble entrada: nuestro actuar según las normas que han sido dispuestas por el sistema político y que nos permiten participar ordenadamente en el poder, y nuestro actuar que, también ejercido sobre el primero, se guía por un concepto de bien (e incluso felicidad). La persona razonable, proveída de tal identidad compleja, razona a partir de ambas fuentes de experiencia política y debería hacer coincidir su capacidad racional (cálculo estratégico) con su capacidad razonable (sopesar, valorar, priorizar a partir de valores), especialmente en todas las acciones públicas que involucran deliberar con los demás para decidir cursos de acción.
Ciertamente no se agota aquí la caracterización de la propuesta de Rawls, pero ella puede ser comparada y complementada con una noción de agente robusta. A continuación, se proponen algunos elementos para continuar en esta línea de reflexión. En primer lugar, en la etimología anglosajona del término agente hay un aspecto accional, vinculado a cuestiones de causación, que facilitan luego proyectar el problema de la responsabilidad en la acción. En la perspectiva de la teoría de la acción, Enfield (2017) ha analizado con profundidad el concepto, y utilizo parte de sus ideas para alumbrar mi énfasis teórico. El agente, nos señala este autor, posee flexibilidad sobre el comportamiento (social y político) con sentido: esto quiere decir que posee y ejercita cierto control sobre el comportamiento en un determinado momento. Esta flexibilidad del agente se acompaña de un diseño del comportamiento, esto es, el agente compone su actuar en relación con cierta meta eligiendo medios (materiales, simbólicos, valorativos), lo cual significa que el agente planea y ejecuta. Las dos características generales anteriores se complementan con una tercera que enfatiza que el agente tiene, hasta cierto punto, una capacidad de anticipar cómo los demás pueden reaccionar frente a nuestros actos y discursos.
¿Cuál es la diferencia o novedad de este concepto de agente y sus características básicas en relación con el concepto de persona? Una diferencia conceptual radicaría en que el inicial elemento de flexibilidad incorpora la noción de responsabilidad (accountability) desde el momento en que al controlar nuestra acción estamos considerando potencialmente una evaluación (de otra forma no nos interesaría controlar un acto, pues no habría mayor preocupación por sus consecuencias). Esta responsabilidad es importante para el agente ya que puede prever una evaluación pública que determine sus próximos movimientos; al mismo tiempo, desde el momento en que otros perciben nuestra flexibilidad (el comportamiento ejercido con cierto control), los otros pueden ver que estamos habilitados para generar ese comportamiento (es, de hecho, la noción de entitlement que también utiliza Brandom y que ya se ha discutido); y es esta misma habilitación percibida la que puede tornarse una obligación atribuida y esperada por los otros de que se cumpla por parte del agente (al estar en cierta posición, sería nuestro deber ejercer determinado comportamiento controlado). De modo que responsabilidad, habilitación y obligación se desprenden de la flexibilidad, el diseño y la anticipación que dejamos ver cuando nos comportamos públicamente.
¿De qué manera esta noción de agente se vincula con la criticidad necesaria para estar en el mundo público? Este interrogante tiene una respuesta específica cuando, por ejemplo, consideramos y combinamos las categorías de evaluación y obligación del agente: en la esfera pública, cuando deliberamos, se revisan nuestras comunicaciones expresas y tácitas, y estamos obligados a dar razones de ellas, pues de otra forma se hará más fácil que se desautorice nuestro comportamiento material (físico) y simbólico (discursivo) futuro.
Pero hay, además, una segunda razón de fondo que puede tomarse como respuesta a la última pregunta y que me permite retomar también la idea de una criticidad hacia dentro (hacia uno) y una criticidad a terceros, lo que se discutió en la primera parte de este trabajo. Y aunque se perciba como obvio, nunca está de más volver sobre lo que a continuación se reflexiona: nuestras acciones están siempre contextualizadas y dependen vitalmente de una habilitación conjunta o colectiva. Esto quiere decir que la noción de agente no hace referencia, vis a vis, a la noción de individuo o persona (Enfield, 2017, p. 9). La responsabilidad que debo asumir por determinado comportamiento en determinado momento (público, deliberativo) se puede deber (y de hecho casi siempre es el caso) a la flexibilidad (el comportamiento controlado) de otro agente. Sin ambos jugadores de la acción pública, no existiría un efecto material o simbólico al cual referirse. De modo que la coautoría constante de nuestras acciones hace necesario pensar reflexivamente el aporte de cada uno, vale decir, manifestando una criticidad hacia dentro, y otra hacia terceros, y esto debido a que las unidades sociales de toda índole (desde las instituciones hasta los diálogos) son estructuras compuestas, emergen como fusiones que nos comprometen. Por eso, más vale tener a la mano siempre una buena razón que respalde (explique, justifique, argumente) por qué hacemos lo que hacemos.