SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.17 issue32Self-deliberation and the Strategy of the Pseudo-dialogueWhat Optimistic Responses to Deep Disagreement get Right (and Wrong) author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.17 no.32 Medellín Jan./June 2020

https://doi.org/10.17230/co-herencia.17.32.7 

Dossier

Juicio reflexionante, sentido común y ejemplaridad Un estudio del paradigma del Juicio y su recepción en Alessandro Ferrara y Hannah Arendt*

Reflective Judgment, Common Sense, and Exemplariness A Study on the Paradigm of Judgment and its Reception by Alessandro Ferrara and Hannah Arendt

Juan Carlos Castro-Hernández** 

** Magíster y candidato a doctor en Filosofía de la Universidad de Antioquia. Profesor de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. orcid: 0000-0002-9536-8304. jccastroh@unal.edu.co


Resumen

El paradigma del Juicio constituye un modelo de racionalidad que pretende elevarse como alternativa positiva ante los retos coyunturales introducidos por el giro lingüístico de la filosofía en el pensamiento contemporáneo. Frente a la difícil tarea de defender principios universalistas en la cultura actual, este modelo aspira a pronunciarse positivamente sobre cuestiones tales como la de la validez nor- mativa que pueda afectar las relaciones entre acción humana y deliberación. Para alcanzar su objetivo, el paradigma del Juicio patrocina una forma de la normatividad sin principios (validez ejemplar), enraizada en el juicio reflexionante kantiano y en el sensus communis (sentido común) de la tradición retórico-humanista. El objetivo de este artículo es la presentación de dicho modelo de racionalidad dentro de la filosofía kantiana y, por medio de la exploración de sus antecedentes histórico-filosóficos (Gadamer), y gracias a un rodeo por la tradición retórico-humanista (Aristóteles y Vico), se busca soslayar el énfasis estético que la fundamentación de Kant acentuó. Finalmente, se pondera el alcance y pertinencia que posee dicho paradigma en la reapropiación de dos de sus intérpretes en la filosofía contemporánea: Alessandro Ferrara y Hannah Arendt.

Palabras clave: Juicio reflexionante; sentido común; validez ejemplar; retórica; hermenéutica

Abstract

The paradigm of judgment is a rationality model that intends to stand as a positive alternative in view of the current challenges posed by the linguistic change of philosophy in contemporary thinking. In the face of the difficult task of defending universalist principles in the current culture, this model aims to take a positive stance on issues such as the normative validity that may affect the relationships between human action and deliberation. To fulfill its goal, the paradigm of judgment endorses a form of normativity with no principles (exemplary validity), which is rooted in Kant’s reflective judgment and the sensus communis (common sense) of the humanistic rhetoric tradition. The objective of this paper is to present this model of rationality under the Kantian philosophy, and through an exploration of the historico-philosophical background (Gadamer) and a detour along the humanistic rhetoric tradition (Aristotle and Vico), it seeks to put aside the esthetic emphasis in Kant’s groundwork. Finally, the scope and relevance of this paradigm in the reappropriation by two of its interpreters in contemporary philosophy, Alessandro Ferrara and Hannah Arendt, are assessed.

Palabras clave: Reflective judgment; common sense; exemplary validity; rhetoric; hermeneutics

Dentro de las múltiples consecuencias que el denominado giro lingüístico ha generado para la reflexión filosófica contemporánea, debe destacarse la puesta en cuestión de las pretensiones de validez normativa que pueden subyacer a cualquier teoría que aspire a una explicación universalista de la acción humana.1 Precisamente porque, según las consideraciones del mencionado giro, el lenguaje ha dejado de ser “un espejo de la realidad”, y por el contrario, la realidad (incluidas las realidades sociales) es más bien un efecto del discurso; las explicaciones y descripciones del mundo no serían más que interpretaciones de este, de carácter plural y hasta transitorio.

Las explicaciones teórico-prácticas dependerían del contexto y, ya sean culturales o sociales, cada interpretación contextual sería inconmensurable en relación con las demás. Esto significa, entre otras cosas, la postulación de un arriesgado relativismo o subjetivismo radical, que podría resumirse en la conocida postura del todo vale, defendida por Feyerabend.

Pero si bien la crítica al fundacionalismo y al objetivismo cientificista que el giro promueve, vale decir, la inviabilidad de un conocimiento absoluto y concluyente que trascienda cualquier marco interpretativo (transcontextual), la pluralidad de inéditos y diversos contextos, a la par que la legítima validez de estos controvierte igualmente cualquier posibilidad normativa de naturaleza universal. Un panorama como este resulta bastante problemático si se piensa en ciertas esferas de la acción humana (individual, social o colectiva), que demandan respuestas generales, amplias, urgentes y significativas. Cuestiones como la justicia transnacional, la universalización de los derechos humanos, el respeto patrimonial de las obras de arte, el impacto medioambiental, el reconocimiento político-jurídico de las minorías, entre muchos otros asuntos, exigen puntos de vista generales que no perjudiquen, empero, la pluralidad de los escenarios y de los actores que se encuentran involucrados.

En este contexto, las siguientes cuestiones resultan ineludibles: ¿es posible reconciliar el universalismo y el pluralismo, de tal manera que aún puedan plantearse legítimamente intereses comunes, al igual que espacios de negociación cooperativa, desde plataformas intercontextuales? ¿Qué criterios de validez normativa podrían orientar la deliberación racional encaminada a la resolución de problemas prácticos (éticos o políticos), sin que se atropellen los distintos contextos de procedencia de los actores? ¿Qué fundamentos medianamente sólidos y estables puede encontrar la acción social y colectiva que le permitan conquistar cierta coherencia, continuidad y vinculatividad en el espacio y en el tiempo, de tal manera que le posibiliten elevarse más allá de un aquí y ahora determinados?

Una de las respuestas más prestigiosas a tales dilemas, vale decir, una formulación de unos criterios de validez intersubjetiva que permitan la deliberación racional para alcanzar acuerdos no forzados encaminados a la acción, la constituye la Teoría de la acción comunicativa desarrollada por el filósofo alemán Jürgen Habermas (2010). De manera bastante consecuente con los postulados del giro, Habermas propone una reconceptualización de la acción social en términos de la interacción comunicativa entre los agentes sociales. Dicha interacción perseguiría la consecución de un entendimiento entre los interlocutores que participan en el discurso racional, y tendría como meta la consecución de unos fines más o menos compartidos. Gracias a la denominada pragmática universal, Habermas destaca las pretensiones de validez (verdad, corrección o rectitud y veracidad) que subyacen en los actos de habla, con fines comunicativos. Resulta así crucial, para la propuesta de Habermas, formular unos criterios de validez de los enunciados normativos que permitan mediar entre el pluralismo de formas de vida que el giro promueve y la aspiración universalista de una teoría de la acción social, sin perjudicar la una en favor de la otra. Anclada en las configuraciones comunicativas de la deliberación, en el consentimiento de los actores involucrados en la discusión, y en la imparcialidad que estos puedan asumir, tales pretensiones de validez normativa permitirían hacer efectiva la posibilidad de acuerdos intersubjetivos con fines prácticos, gracias al consentimiento vinculante de la voluntad de los actores sociales, implicados activamente en la discusión.

Este paradigma comunicativo de la racionalidad, tanto de la deliberación como de la acción colectiva, ha sido puesto en cuestión desde diferentes ángulos y perspectivas. Al margen de la peculiaridad de las distintas críticas del proyecto habermasiano, han venido también formulándose otros paradigmas que aspiran igualmente a garantizar la universalidad de un proyecto racional de intersubjetividad orientada a la acción, sin que se menoscabe la pluralidad de los marcos de referencia de los actores de la esfera social que el giro promueve. Tal es el caso del modelo del Juicio que el pensador italiano Alessandro Ferrara viene proponiendo, y que tiene como antecedentes inmediatos la reflexión filosófico-política de Hannah Arendt, al igual que la filosofía hermenéutica de H. G. Gadamer. Así mismo, dicho modelo hunde sus raíces en la filosofía kantiana, y mucho más aún, en la tradición filosófica retórico-humanista representada por G. Vico, e incluso, en la misma reflexión de Aristóteles sobre la deliberación retórica. El objetivo de este artículo es la presentación de este modelo de racionalidad y, a su vez, mediante la exploración de sus antecedentes histórico-filosóficos, ponderar el alcance y pertinencia que posee en el pensamiento de Ferrara y de Arendt.

La tesis central que lo anima puede resumirse del siguiente modo: uno de los principales problemas de la reapropiación de este paradigma por Arendt y Ferrara concierne al origen eminentemente estético que posee en Kant (a quien ambos pensadores ponen como referente), lo que impediría una asimilación ética, política y social de este. Sin embargo, si se estudian los antecedentes retórico-humanistas (Vico y Aristóteles), gracias al sugerente estudio de Gadamer, puede descubrirse la plenitud del contenido cívico-social que dicho modelo articulaba. En tal sentido, la reinterpretación de Arendt y Ferrara podría esquivar dicho problema, y elevarse mucho más significativamente ante los retos contemporáneos que la acción política ha de encarar, como consecuencia de los efectos del giro lingüístico en la filosofía.

Desde esta perspectiva, se desarrollan las siguientes estrategias: primero, se describen las características del paradigma del Juicio en su respectivo presente histórico; segundo, se expone su fundamentación y legitimación en la filosofía kantiana; tercero, se cotejan sus antecedentes en la tradición retórico-filosófica; y cuarto, una vez dicho modelo adquiera el suficiente volumen y peso exegético, se expone y pondera su apropiación por Ferrara y Arendt. Por último, se presentan las conclusiones acerca de la superación de la referencia estrictamente estética del paradigma del Juicio en la filosofía kantiana a partir de la reapropiación que llevan a cabo estos dos autores.

El paradigma del Juicio

El denominado modelo o paradigma del Juicio2 ha sido principalmente desarrollado, tematizado y fundamentado por A. Ferrara, al igual que por H. Arendt y H. G. Gadamer. En consonancia con la crítica postmetafísica de la modernidad, pretenden reedificar una noción de normatividad con aspiraciones universalistas, arraigada ya no en principios rectores de carácter general, sino en la denominada capacidad de juzgar, y su orientación hacia lo particular. Este tipo de validez es concebida por estos autores a partir del valor vinculante que, en ciertas circunstancias, puede poseer el caso concreto y singular. Ya sea porque los principios generales que determinan una situación particular no son suficientes, ya sea porque no existe su disponibilidad para su determinación, el caso particular se alza como un horizonte de comprensión e integración de la acción humana en horizontes generales. Siguiendo la terminología kantiana, este tipo de fuerza normativa es entendida por estos pensadores como ejemplar.

Otras propiedades que caracterizan a este tipo de validez son las siguientes: primero, su fuerza normativa es autorreferencial, y aunque aparentemente represente una solución que se circunscribe a un asunto concreto (ad hoc), es capaz de proponer nuevos horizontes de lo existente (lo real), o distintas extensiones de lo ideal (la norma). En tal sentido, podría entenderse como una racionalidad que postula una normatividad o universalidad sin principios. Segundo, posee tal potencia y atracción que, más que lógico-demostrativa, puede ser entendida como retórico-persuasiva. Tercero, ofrece la posibilidad de orientar la comprensión humana, bien cuando los principios o leyes malogran la explicación de los hechos, o bien cuando no es posible certificar la existencia de tales leyes o principios.

Tanto Gadamer, Arendt y Ferrara coinciden en señalar que este tipo de validez normativa fue restringida a la esfera de la experiencia estética, debido a la fundamentación realizada por Kant. Resulta pues bastante problemático extrapolar un modelo de normatividad que posee una esfera legítima en el territorio de la apreciación de lo estético a un territorio como el de la acción colectiva y el de la deliberación, donde unos intereses más o menos comunes, y los mecanismos de persuasión para cosecharlos, van mucho más allá del universo de las preferencias y los gustos. No obstante, el que la fundamentación kantiana limite este modelo de validez al espacio de lo estético no constituye un impedimento para que estos tres pensadores encuentren en este horizontes y posibilidades mucho más significativos y amplios. Por tal razón, conviene realizar aquí una exposición y tematización del mencionado paradigma, tal como Kant lo desarrolla en la última de sus Críticas.

La fundamentación kantiana del juicio estético: sentido común, validez ejemplar y reflexión

En el “Prefacio” de la Crítica de la facultad de juzgar,3 Kant confiesa que en la experiencia estética se manifiesta un modo bastante peculiar de enjuiciamiento, que lo ha dejado en una profunda perplejidad (Kant, 1999 [1790]). Y es que, en primer lugar, el sentimiento estético (que no puede ser más que sensible y subjetivo), apunta hacia cierta universalidad que no se deriva de generalización empírica alguna. En segundo lugar, se presenta cierta necesidad que no puede alegar como fundamento concepto determinado alguno.4 Y, por último, tal experiencia no ofrece ningún indicio de que esta pueda ser atribuida ni a una ocupación teórico-cognoscitiva ni a un comportamiento ético-moral (Kant, 1999 [1799]). Tal constatación hace que valga la pena someterla a un análisis crítico-trascendental, pues permitiría descubrir una disposición especial de nuestra subjetividad que de otro modo quedaría desconocida. No obstante, los dispositivos teórico-filosóficos que tantos rendimientos ofrecieron en sus dos anteriores obras críticas no pueden, según Kant, ser aplicados allí con el mismo rigor y pertinencia. Pues mientras para justificar la efectiva universalidad y necesidad, tanto del conocimiento teórico-científico como del actuar ético-moral, se puede alegar la presencia de criterios intelectuales y objetivos de validez normativa, en la experiencia estética no resulta posible, ni mucho menos conveniente.5

Una universalidad y necesidad semejantes, enmarcadas en una perspectiva trascendental, reclamarían en la filosofía crítica fundamentos totalmente a priori, y por tanto, sería merecedora de una crítica de la experiencia estética. Esto significaría que en el sentimiento estético se encontraría involucrada alguna forma de actividad intelectual, e igualmente, algún principio trascendental que explique tales pretensiones. Para Kant resulta imperativo esclarecer cuál sería la facultad mental que marcaría allí la pauta, al igual que el principio trascendental que le permitiría elevarlo a la altura de las demás capacidades superiores del ánimo. Para sorpresa de Kant, será la facultad de juzgar (Juicio), que hasta entonces aparecía subordinada a las demás facultades, el lugar que habría que explorar para despejar las inquietantes características de la experiencia estética. Pero también, será la postulación de un sentido común (sensus communis) estético, estrechamente ligado a esa misma capacidad, la plataforma desde la cual pueden fundarse criterios de validez normativa (ejemplar), y donde Kant encontrará la clave para despejar tal perplejidad.

No obstante, además de tematizar y fundamentar las características de la experiencia estética, la última de sus Críticas propone desplegar más ampliamente su teoría sobre el Juicio, que ya en la Crítica de la razón pura ocupaba un lugar destacado.6 Kant anota en esta primera Crítica (1998 [1787]) que el entendimiento, como facultad del conocimiento, no está en condiciones de aplicar por sí mismo sus principios al material que le ofrece la sensibilidad. Evaluar qué cae o no bajo los principios del entendimiento requiere de un instrumento (ajeno al entendimiento mismo), y de unos procedimientos que deben garantizar la determinación de la naturaleza sensible. Tal instrumento sería el Juicio, que en términos operativos es definido como la “facultad de subsumir bajo reglas” (Kant, 1998, p. 179). Resulta importante señalar que la peculiaridad de esta capacidad consiste en que, si bien pertenece al conjunto de capacidades intelectuales, se diferencia de estas en que no puede ser guiada ni equipada por regla alguna. Es decir, si la función de esta consiste en aplicar unas reglas generales, se requeriría a su vez de otra regla que pueda indicar si la aplicación de la primera es correcta. Y este último procedimiento necesitaría, a su vez, de una nueva constatación sobre su corrección, y así sucesivamente hasta el infinito. El Juicio se encontraría también en una situación de total perplejidad, ya que resulta imposible encontrar un principio último que pudiera presidir su aplicación.7

La Crítica del Juicio, en cambio, concibe esta capacidad como una “facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal” (Kant, 1999, p. 90). Dos serían así las posibilidades de este discurrir desde la perspectiva de dicha distinción. Por un lado, el juicio determinante, en el cual lo universal como lo dado (principio, ley o norma) subsume en él lo particular, y por otro, el juicio reflexionante, donde a falta del universal se hace necesaria su búsqueda para lo particular dado. Lo singular de esta tercera Crítica radica en que, tratándose de una crítica de la facultad de juzgar en cuanto tal, no hace hincapié más que en el juicio en su calidad de reflexionante. La determinación judicativa por medio de conceptos puros o empíricos no tiene aquí espacio alguno, lo que significa que esta modalidad del juicio no goza de la autonomía suficiente como para merecer una fundamentación crítica aparte.

Así las cosas, son los juicios estéticos los que mejor representan la modalidad reflexionante de la capacidad de juzgar, ya que, sin principios o conceptos que los determinen, y abandonados a la pura complacencia subjetiva que un fenómeno sensible produce, apuntan hacia horizontes de generalidad y universalidad vinculantes. Ambas características obligan a Kant a reconsiderar la terminología de su filosofía crítica al momento de exponer y justificar la peculiar naturaleza de estos juicios. En el § 8 califica a esta extraña universalidad bajo el rótulo de validez común, pues no apela ni a condiciones lógicas (validez lógica), ni a demostración alguna que imponga u obligue su reconocimiento. No obstante, tal validez se experimenta con la mayor certeza, al puntualizar que, en tales juicios, “créese tener para sí una voz universal” (Kant, 1999, p. 132). Esta certidumbre no significa en modo alguno que el placer estético sea reflejo de un cierto consenso en la percepción de configuraciones bellas que el contexto cultural haya exaltado, ya que esto no sería más que la aceptación de una generalidad empírica, en principio contingente. Tal voto general habría que entenderlo, por el contrario, como una suerte de voz que se alza con el suficiente derecho como para reclamar su aprobación por todo otro sujeto: ningún sufragio universal, ni ninguna presunta unanimidad, pueden desestimar este modo de validez que poseería el juicio estético reflexionante.

En este momento de la exposición resulta necesario preguntarse por el contenido sustantivo que se encontraría detrás de ese voto general o voz común que justificaría la posibilidad de postular el asentimiento por parte de todos, en relación con un juicio estético particular y concreto. Como se ha señalado, Kant no considera que el fundamento de este tipo de validez repose en generalidad empírica alguna ni en un conocimiento intelectual del objeto, ni mucho menos en un principio ético-moral (ni siquiera político o ideológico). Lo que la fundamentación kantiana señala para con la experiencia estética, es que allí se manifiesta una concordancia recíproca entre las facultades del conocimiento y la configuración formal del objeto (Kant, 1999, p. 198). En otras palabras, si la configuración de ciertos objetos genera un tipo de relación entre las facultades mentales del conocer (imaginación y entendimiento), que puede ser calificada como juego libre e indeterminado entre estas (Kant, 1999, p. 134), dicha relación no puede ser experimentada más que sensiblemente, vale decir, como complacencia o sentimiento estético.8 Por lo demás, esta concordancia puede ser presupuesta en todo otro sujeto, pues esta sería una condición universal y necesaria para todo conocimiento de objetos en general.

Esta conformidad entre las facultades que se ponen así de manifiesto, a partir de una experiencia estética particular, sería la garantía última de las pretensiones universalistas del juicio de gusto. Se trata, en definitiva, de la posibilidad de suponer una complacencia compartida que Kant define como “la proclividad natural del hombre a la sociabilidad”, que expresaría a su vez una “universal aptitud de comunicación del estado de ánimo”, ya que, según el propio Kant, “nada puede ser comunicado universalmente, sino el conocimiento” (1999, p. 134).9 Por tanto, si el sentimiento estético que se encuentra en la base de los juicios de gusto favorece potencialmente tanto la sociabilidad como la comunicabilidad, debe presuponerse que, más que personal y privado, está referido hacia “un fundamento que es común a todos” (1999, p. 133). Kant concluye que bajo la pretensión universalista de la experiencia estética subyace un sentimiento o sentido común, o lo que es lo mismo, un sensus communis.10 En definitiva, un tipo de validez universal, pero subjetiva, que en la terminología filosófica contemporánea se suele denominar intersubjetividad.

Por otra parte, allí precisa que tal asentimiento común consiste en “la necesidad de un asentimiento de todos a un juicio que es considerado como un ejemplo de una regla universal que no puede ser aducida” (Kant, 1999, p. 152). Que esta regla no pueda ser aducida o tematizada no implica su inexistencia; se trata más bien de la imposibilidad de ser especificada conceptualmente. Así que es la misma experiencia estética (singular y concreta) la que se eleva como principio de esta actividad judicativa. Sin embargo, más que un principio de enjuiciamiento, sería preferible considerar dicha regla a la manera de un modelo o paradigma que al no poder desligarse de su carácter singular le ajusta mucho mejor el calificativo de ejemplo, o mejor aún, de ejemplar. En otras palabras, el sentimiento estético posee tal fuerza normativa y vinculante que Kant no duda en elevarlo a la jerarquía de una validez ejemplar. La naturaleza ejemplar de este tipo de juicios representaría así una completa universalidad comprensiva que se impone, no por medio de la demostración conceptual, sino como “regla de asentimiento” (Kant, 1999, p. 152), que tiene presente el subjetivo modo de juzgar de los demás. En definitiva, el juicio de gusto no es simplemente un caso más de una regla, u otro ejemplo más entre otros: este es más bien algo ejemplar, vale decir, representa algo que podría denominarse una generalidad concreta.11

Qué cuál pueda ser el contenido sustancial que articula este sentido común, gracias a la validez ejemplar que legitima sus pretensiones, es un asunto que en este momento de la exposición no resulta posible referir. Por ese sentido común el placer deja de lado su carácter puntual y discontinuo, pudiendo así reclamar una vinculación con plataformas más altas de la existencia humana (universales y comunes), merced a esa “unanimidad del modo de sentir” que este promueve (Kant, 1999, p. 154). Sin embargo, y aunque esto signifique una superación del impulso sensorial que se encuentra en la base de toda complacencia estética, la elevación que promueve el sentido común no refiere, de momento, horizontes de actuación colectiva, ya sean éticos, sociales o políticos.12 Dicho sentido representa más bien un juego reflexivo entre las facultades que, sin ulterior intención, y en palabras de Kant, señala una suerte de “vivificación” o “animación recíproca” entre estas mismas facultades (1999, p. 135). Pero a pesar de que estas expresiones apenas refieran una relación formal, algo bien importante resulta de todo ello: el sentido común se alza, no solo como la posibilidad, sino también como la necesidad de una permanente comprensión mutua entre los sujetos a través del sentimiento.

Gadamer: los antecedentes retórico-humanísticos del paradigma del Juicio

Pues bien, la exploración ofrecida hasta aquí ha destacado no solo el origen estético del paradigma del Juicio que tanto Ferrara, como Arendt y Gadamer pretenden recuperar, sino también ampliar y tematizar los elementos estructurales que lo configuran, al igual que el alcance que posee en la filosofía de Kant. Resulta notorio que en la exposición de este modelo no se encuentre pronunciamiento alguno sobre la relación entre acción colectiva y deliberación. Nada más lejos de estos fenómenos que una concepción de la racionalidad de lo estético anclada en horizontes de validez normativa, cimentados en la simple complacencia subjetiva, y en una pura relación formal entre las facultades mentales. No obstante, si resultara posible demostrar que este paradigma posee antecedentes históricos en la reflexión retórico-filosófica, quizás los contenidos éticos, políticos y sociales de los cuales adolece la fundamentación kantiana puedan ser reconocidos en la reactualización que de dicho paradigma realizan estos pensadores, y ser ponderados en su relación con el actuar social.13 A continuación, y gracias al diagnóstico que Gadamer realiza en Verdad y método i sobre los antecedentes retórico-humanistas del modelo en cuestión, podrá evaluarse el alcance de esta relación.

El modelo de racionalidad hermenéutica, que Gadamer propone como contrapartida a la hegemonía de la racionalidad instrumental dominante, posee una deuda incontestable con lo que el pensador alemán denominó la experiencia de verdad de la obra de arte. Dicha experiencia, puntualiza, debe ir más allá de una consideración esteticista de este, lo que significa, para el objetivo del presente artículo, que la relación de Gadamer con la fundamentación kantiana resulta bastante crítica. Pues, por un lado, reconoce la actualidad del paradigma del juicio reflexionante, mientras que, por el otro, acusa a Kant de introducir una peligrosa subjetivación y formalización de este. Esta crítica también pone al descubierto que la fundamentación kantiana posee un carácter coyuntural, en cuanto que, de un lado, inaugura una concepción subjetivista y formalista del juicio reflexionante (en su modalidad estética), y, del otro, pone fin a una larga tradición en la que este tipo de racionalidad judicativa se encontraba plena de contenido ético-político gracias a su articulación en el ars rethorica.

El contexto dentro del cual Gadamer realiza esta ponderación tiene que ver con una crítica al modo en el que las ciencias del espíritu han concebido su autorreflexión metódica (Gadamer, 2005 [1955]). Debido al éxito y al prestigio alcanzados por la metodología de las ciencias naturales, para Gadamer resulta equivocado asimilarla como modelo universal de verdad en relación con las demás formas del saber. Precisamente porque las ciencias del espíritu poseen una historicidad que les es esencial, estas no pueden mantener una distancia absoluta frente al objeto a investigar. Para Gadamer, aunque en el conocimiento histórico-espiritual “esté implicada la aplicación de la experiencia general al objeto de investigación”, tal conocimiento “no busca ni pretende tomar el fenómeno como caso de una regla general”. Por tal razón, continúa: “Lo individual no se limita a servir de confirmación a una legalidad”; por el contrario, su objetivo sería “comprender el fenómeno mismo en su concreción histórica y única” (Gadamer, 2005 [1955], p. 33).

Esta constatación define el interés de Gadamer por la estética de Kant: su autonomía frente al juzgar determinante, y la resistencia que este tipo de experiencia mantiene con cualquier unificación metódica. Por excepcional que parezca involucrar el enjuiciamiento estético en la autocomprensión metódica de las ciencias del espíritu, Gadamer considera que existe un pasado humanístico común entre estas disciplinas. Siguiendo la valiosa información historiográfica que Verdad y método i ofrece, dentro de las nociones de gusto, sentido común y capacidad de juzgar coexistían concepciones sobre el ser ético y ciudadano que, sin embargo, no entraban en contradicción con la orientación estética a la que también apuntaban. En esa medida, Gadamer encuentra en la apelación al sentido común de la tradición retórico-humanista una defensa de la phrónesis aristotélica como un saber sobre lo concreto que no se deja limitar ni desprestigiar por ningún saber teórico-conceptual.14 Acoger y dominar desde la phrónesis una situación práctico-concreta requiere “subsumir lo dado bajo lo general, esto es, bajo el objetivo que se persigue: que se produzca lo correcto” (Gadamer, 2005, p. 51). En el gusto encuentra Gadamer una permanente posibilidad de superar las inclinaciones privadas, que permitirían instalarse en plataformas de evaluación más amplias. Y así, en el buen gusto que una comunidad establece, desde el trato social hasta la moda, se presenta una fuerza normativa que no se deja reconducir a conceptos universales, que el individuo logra representar también en sus elecciones particulares: “el buen gusto está siempre seguro de su juicio, esto es, es esencialmente gusto seguro; un aceptar y rechazar que no conoce vacilaciones, que no está pendiente de los demás y que no sabe nada de razones” (2005, p. 68). En ambas nociones se presentaría así una forma de discernimiento que, a pesar de no fundarse en la aplicación de principios generales, permiten integrar y orientar lo particular en contextos más amplios. Por otro lado, estos mismos conceptos distan del juicio sobre la belleza, en que poseen unos contenidos político-morales destinados a la orientación práctica en el mundo civil. En la capacidad del sentido común para producir lo correcto, Gadamer encuentra algo más que una capacidad o habilidad mental o astucia mundana. Al respecto subraya: “Su distinción entre lo conveniente y lo inconveniente implica siempre una distinción entre lo que está bien y lo que está mal, y presupone con ello una actitud ética que a su vez mantiene y continúa” (2005, p. 52). La asimilación del sentido común en esta tradición retórico-humanista posee así un marcado acento ético- político, que la subordina a la noción de prudentia, heredera a su vez de la síntesis operada en el mundo latino entre el ideal griego de sabiduría práctica, representado en la figura de Sócrates, y la praxis de la jurisprudencia romana. Por tal razón, Gadamer considera que ese saber de lo concreto patrocinado por la phrónesis implica una orientación ética de la voluntad. El sentido común es, pues, un sentido que funda la comunidad.

Para ilustrar el alcance productivo de ambas nociones, Gadamer (2005, p. 71) recurre a dos fenómenos que son cercanos a estas: la costumbre y la jurisprudencia. En el ámbito de la primera, encuentra que ella nunca puede reconducirse a un todo conceptual que esté unívocamente determinado, vale decir, no se encuentra definida de una vez por todas. Y, sin embargo, las costumbres tienen la capacidad de disponer la vida humana con arreglo a lo conveniente. Se requiere así del juicio reflexionante para ponderar los actos y las decisiones en el mundo de las convenciones sociales. En lo que concierne a la jurisprudencia, la concreción del derecho no se reduce a la aplicación de la universalidad de la norma legal en general, ya que, en la sentencia de una situación particular, el saber jurídico es desarrollado y corregido continuamente por los casos particulares. Para Gadamer, costumbre y jurisprudencia evidencian el valor que posee el enjuiciamiento desde el punto de vista de la reflexión, ya que “nuestro conocimiento del derecho y de la costumbre se ve siempre complementado e incluso determinado productivamente desde los casos individuales” (Gadamer, 2005, p. 71).

De aceptarse que en la tradición retórico-humanista las nociones de gusto, sentido común y juicio reflexionante se encontraban orientadas hacia contenidos ético-civiles, entonces debería concluirse, según Gadamer, que la fundamentación del juicio estético en Kant habría dejado valer solo la similitud en la manera como, en aquella tradición, tales nociones concebían y resolvían sus asuntos. Vale decir, la forma reflexiva del Juicio sería apenas aquello que permite esclarecer la continuidad entre Kant y dicha tradición. Por este motivo, Gadamer reitera que el gusto estético se convierte en el verdadero y auténtico sentido común (2005, p. 77), en cuanto permite explicar la característica más enigmática de la experiencia de la belleza: la universalidad y necesidad no conceptuales a las que aspira una complacencia no fundada en la afección sensible (concreta y particular). Como corolario final a esta comparación, Gadamer afirma que

no puede por tanto decirse que la capacidad de juicio sólo sea productiva en el ámbito de la naturaleza y el arte como enjuiciamiento de lo bello y elevado […], al contrario, lo bello en la naturaleza y en el arte debe completarse con el ancho océano de lo bello tal como se despliega en la realidad moral de los hombres (2005, p. 71).

Al margen de la asimilación kantiana del paradigma del Juicio, debe reconocerse que en la tradición retórico-humanista aquellos contenidos cívico-ciudadanos constituían una reflexión sobre la praxis social, tal como lo sugiere Gadamer. No obstante, la exposición del filósofo alemán resulta bastante pobre al momento de referir los mecanismos argumentativos que puedan describir la toma de decisiones encaminadas a la acción pública. O, en otras palabras, ninguna lógica de la deliberación aparece allí suscrita, y si esta tradición merece el calificativo de retórica, entonces habría que indagar el lugar que ocupa esta disciplina en el territorio de la discusión y del debate ético, político y social. Para ello será necesario ir más allá de Gadamer y recurrir a dos fuentes de inestimable valor: Aristóteles, como compilador y fundador de la disciplina, y Giambattista Vico, como último defensor de esta en los albores mismos de la modernidad. A continuación se mostrará cómo el poder normativo que reclama el recurso a la validez ejemplar encuentra en los dispositivos retóricos la potencia de lo convincente y lo persuasivo.

Sensus communis, validez ejemplar e ingenio: la fundamentación retórico-filosófica del paradigma del Juicio

La obra de Giambattista Vico (1668-1744) representa el momento de mayor madurez intelectual del movimiento humanista al encarar polémicamente las pretensiones de saber del racionalismo filosófico, fundadas en una mathesis universalis de naturaleza matemático-geométrica.15 Más que poner en cuestión sus conquistas, Vico quiere impugnar unos límites a esas ambiciones, pues si bien reconoce sus logros en la esfera de la ciencia natural, en la vida práctica-civil tal método resulta totalmente inconveniente. Y es justo aquí donde Vico hace su defensa de la tradición retórica, a partir de la idea de un sensus communis que permitiría una comprensión y una praxis mucho más consecuente con el arbitrio humano. Según Vico, orientarse en este tipo de asuntos requiere de una facultad que permita adecuar las expectativas prácticas del individuo o de la comunidad con el ritmo de las circunstancias siempre cambiantes del mundo civil; tal es la función otorgada por Vico a la prudencia civil. Vico subraya que “sobresalen en la ciencia aquellos que buscan una causa sola de la que poder extraer múltiples fenómenos de la naturaleza, mientras en la prudencia civil prevalecen aquellos que buscan entre más causas mejor, de un solo hecho, para conjeturar cuál es la verdadera” (1989 [1708], p. 49).16

Este antagonismo es ilustrado gracias a la siguiente caracterización: una cosa es el docto sin sentido práctico o advenedizo, y otra el sabio en sentido estricto. Frente a los primeros, afirma que “de los universales bajan directamente a los particulares [juzgando así] las cosas más bajas con base en las más altas”, y por tal razón, quedan “enredados en las contingencias de la vida” (Vico, 1989, p. 50). Los segundos, en cambio, ponderan “las [cosas] más altas por las más bajas [...] y a pesar de las tortuosidades de la vida práctica, aspiran siempre a la eterna verdad, y cuando les es imposible coger el recto camino, salvan el obstáculo y toman decisiones útiles a largo plazo” (1989, p. 50). Conviene aquí reseñar una última objeción frente a aquellos doctos imprudentes: según Vico, si estos quedan enredados en las contingencias de la vida, esto se debe a que “no han cultivado el sentido común, ni han perseguido nunca la verosimilitud”, ya que “no aprecian cómo en concreto piensan los hombres” (p. 50). Así concebido, el sentido común consistiría en una capacidad destinada a la orientación práctica en el mar siempre cambiante de los caprichos e intereses humanos.

Vico confirma el carácter regulador de esta capacidad cuando precisa que “El albedrío humano, por su naturaleza muy incierto, se hace certero y se determina con el sentido común de los hombres respecto a las necesidades o utilidades humanas, que son las dos fuentes del derecho natural de las gentes” (1995, p. 119). Disciplinar la libertad humana, ponerla en consonancia con los imperativos de su naturaleza y posibilitar la construcción de la cultura serían entonces sus más significativas funciones. Pues bien, el mecanismo gracias al cual el sentido común fija y determina las pasiones humanas, que en última instancia constituyen el motor de acción, revelan de inmediato su raigambre retórica. Vico indica que son dos los caminos que se pueden seguir para su gobierno: “[...] la filosofía que, moderándolas en los sabios, las convierte en virtudes y [...] la elocuencia que, inflamándolas en el vulgo, les impone la virtud” (1989, p. 51). El llamado a la prudencia debe estar dirigido no hacia un sistema de valores racionalmente determinado, sino hacia un sentido común que se conquista por medio del estado de ánimo de los individuos. De allí el uso persuasivo de la elocuencia, pues mientras “la mente se deja doblegar por los sutiles razonamientos [...] el ánimo no se deja vencer ni debelar sino por estas corpulentísimas máquinas oratorias” (1989, p. 51).

Elocuencia y oratoria serían así los mecanismos argumentativos, o mejor aún, persuasivos, que permitirían orientar la praxis humana. No obstante, Vico señala que la naturaleza fluctuante y contingente de los asuntos ético-políticos, en los que las posibilidades del sentido común para pensar lo concreto constituyen una condición para su comprensión, requiere una disciplina adicional que él denomina tópica. La deuda con Aristóteles salta a la vista, pues es en sus trabajos lógico-dialécticos donde tal disciplina encuentra su origen y principal compilación (Tratados de Lógica, 1982). Para el estagirita, la tópica tiene como propósito ofrecer un método para que los razonamientos dialécticos no caigan en contradicción con lo enunciado. Tales razonamientos se construyen a partir de cosas plausibles o verosímiles, y no desde lo verdadero y necesario, que requeriría más bien de una demostración lógica, independiente de los sujetos o actores. De otro lado, la tópica debe determinar el modo como podemos “[...] hacernos cargo de a cuántas y cuáles cosas se refieren los argumentos, así como el modo de disponer sin restricción de ellas”, de tal manera que, continúa Aristóteles, podamos cumplir “adecuadamente el programa establecido” (Tóp., i, 101b, 12-13). Esta disciplina no partiría pues de premisas ya establecidas de antemano; más bien, y en consonancia con la exigencia de Vico, se dirige hacia lo concreto y particular, tal como lo ratifica Aristóteles en la cita anterior.

Para efectos del presente artículo, la importancia de la tópica en relación con la elocuencia y oratoria en cuanto instrumentos de argumentación persuasiva, al igual que como mecanismos para que el sentido común desempeñe su función de orientación en la praxis social, tiene que ver con la pregunta de Vico por una actividad que permita ascender a horizontes generales, a partir de las circunstancias concretas de la existencia colectiva. En términos kantianos, una suerte de juicio reflexionante que haga posible una elevación hacia perspectivas universalistas, cuya fuerza normativa permita generar un convencimiento más o menos común. Al respecto, y tras constatar que ya la dialéctica griega había distinguido entre “el arte de descubrir y el arte de juzgar” (1989, p. 89), Vico ofrece una clasificación entre las actividades mentales, que bien puede ofrecer respuesta a dicha demanda:

La providencia estableció bien a las cosas humanas al promover en las mentes humanas antes la tópica que la crítica, del mismo modo que primero es conocer y después juzgar las cosas. Porque la tópica es la facultad de hacer las mentes ingeniosas, así como la crítica es la de hacerlas rigurosas; y en aquellos primeros tiempos era necesario descubrir todas las cosas necesarias a la vida humana, y el descubrir es propiedad del ingenio (1995, p. 245).

Dos conjuntos de actividades distintas y diferenciadas destacan aquí: por un lado, la crítica y el juicio, y por el otro, la tópica y el ingenio. A las primeras les corresponde el rigor en la aplicación de principios generales; a las segundas, el encontrar y el descubrir tales principios.17 Salta a la vista que esta delimitación correspondería a la discriminación kantiana entre juicio determinante y juicio reflexionante, de tal manera que este último equivaldría a la actividad ingeniosa o ingenio.18 Vico observa, además, que este puede ser caracterizado como agudo cuando “advierte en cosas muy dispersas y diversas alguna relación de semejanza” (1989, p. 185), lo que permite reconocer similitudes entre cosas distantes y dispares; y, entre las múltiples agudezas de que es capaz el ingenio, “el primer puesto le corresponde a la metáfora” (p. 48). Así concebido, el ingenio correspondería a una suerte de pensamiento metafórico, capaz no solo de descubrir nuevas relaciones entre los objetos, sino también de transferir significados a partir de analogías lingüísticas, convenciones culturales o licencias poéticas.19 Valiéndose de construcciones metafóricas, el ingenio albergaría pues el suficiente poder persuasivo para que, gracias a la elocuencia del orador, se influya en el ánimo de los oyentes el obrar por el deber y la virtud.

En consecuencia, si gracias a la mediación de Gadamer ha de aceptarse como antecedente del sentido común kantiano a las consideraciones que la tradición humanista realiza sobre esta noción, entonces ha de reconocerse que, a la par de poseer unos contenidos ético-políticos, tal sentido se impondría intersubjetivamente gracias a la fuerza persuasiva que le subyace. No obstante, ninguna potencia normativa ha sido aún indagada, tal cual la función atribuida por Kant a la validez ejemplar en los juicios de gusto. Que una situación particular pueda hacer legítimamente un llamado a horizontes generales, por medio de los efectos que en el ánimo y el sentimiento puedan provocar los recursos retórico-oratorios, sigue siendo hasta este momento algo temerario y hasta arbitrario. Y, sin embargo, una potencia normativa como la que Kant descubre (validez ejemplar) puede también ser rastreada en esta misma tradición, pero recurriendo ahora al tratado aristotélico.

Solo que antes resulta conveniente examinar si aún en Vico resulta posible indagar algo al respecto. En su obra más conocida e influyente, Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las naciones, Vico se propone investigar en el origen mismo de los relatos fundacionales de los pueblos aquello que se impone de manera común y que puede utilizarse como principio de comprensión y explicación de la civilización y de la historia humana. Encuentra Vico que, al igual que en el presente, en ese pasado subyace un sentido común, “comúnmente sentido por todo un orden, por todo un pueblo, por toda una nación o por todo el género humano” (1995, p. 142).20 Solo que en el pasado tal sentido se encarnaba en los mitos y fábulas que constituyeron el elemento normativo y cohesionador de aquellos pueblos. En momentos históricos donde el pensamiento racional no les puede ser atribuido, Vico descubre una lógica explicativa que, por medio de metáforas e imágenes simbólicas, denomina lógica poética. Fábulas y mitos tendrían un poder sugestivo y cohesionador, que Vico contrasta con la inducción dialéctica del pensamiento racional diferenciándolos del siguiente modo: mientras en esta última la inducción requiere “muchas cosas similares” para convencer, a aquellas les basta “un [solo] ejemplo de lo semejante para ser persuadidas” (Vico, 1995, p. 206). En el contexto de esta discusión, las metáforas míticas (pero también retórico-oratorias) serían algo ejemplar, pues señalarían un camino para afrontar situaciones prácticas concretas, según las pautas del sentido común. Y aunque Vico no tematice más ampliamente este procedimiento ejemplar, este constituye un motivo central de la vieja retórica: el valor que poseen el entimema y el ejemplo (parádeigma) en cuanto instrumentos persuasivos. Para Aristóteles, ambos pertenecen a la dimensión lógica o argumentativa de la retórica y, por tanto, dependen de la estructura del discurso, y no de las cualidades psicológicas de quien habla o de quien escucha.21 En concordancia con su dialéctica, en el tratado de la Retórica afirma: “Llamo, pues, entimema al silogismo [syllogismós] retórico y ejemplo [parádeigma] a la inducción [epagogé] retórica” (Ret., i, 1356b, 5). Y aunque el entimema sea para Aristóteles “la más firme de las pruebas por persuasión” (Ret., i, 1355a, 9), los discursos basados en ejemplos (parádeigma) no dejan de ser “menos convincentes” (Ret., i, 1356b, 24). Su diferencia, en cambio, se encuentra en su efecto persuasivo ya que “logran mayor aplauso los [discursos] que se basan en entimemas” (1356b, 25).

Aristóteles anota que, en el parádeigma o ejemplo retórico, “no hay aquí una relación de la parte con el todo, ni del todo con la parte, ni del todo con el todo, sino de la parte con la parte y de lo semejante con lo semejante” (Ret., i, 1357b, 28-29). Para ilustrar su proceder, al igual que su fuerza persuasiva y normativa, Aristóteles propone que, si se afirma o se sospecha que Dionisio pretende la tiranía, pues ha solicitado una guardia personal, la fuerza persuasiva de este enunciado se obtiene porque tanto Pisístrato como Teágenes constituyen ejemplos de gobernantes que así lo hicieron. Por consiguiente, concluye Aristóteles, “todos estos casos quedan bajo la misma proposición universal de que quien pretende la tiranía, pide una guardia” (Ret., i, 1357b, 35). La universalidad de tal proposición no proviene de una inducción completa: por el contrario, dicha universalidad es algo hacia lo que el ejemplo apunta o que este representaría, y cuya validez normativa no puede separarse de los casos que sirven como ejemplo.22

Se podría concluir que la capacidad persuasiva del ingenio en Vico -que gracias a la elocuencia se agencia unos instrumentos oratorios (metáforas y analogías) que hacen a su vez posible un entendimiento intersubjetivo entre los agentes en torno a los horizontes ético-políticos del sentido común- adquiere, merced a la ejemplaridad aristotélica, una fuerza normativa que va más allá de la motivación que puede generar en el ánimo de los oyentes la simple recepción de discursos placenteros, bellos y convincentes. El paradigma del Juicio queda pues favorecido, ya que la mediación por dicha tradición le permite recaudar unos contenidos sustanciales que extienden la estrecha consideración anímico-estética en Kant, aunque también le entregan convenientemente el crédito de lo persuasivo. Pero, por otro lado, la notable legitimación en lo crítico- trascendental aportada por Kant, al igual que su arraigo en lo retórico-dialéctico en Aristóteles, aportan a lo ejemplar la robustez de una fundamentación racional. Si esta ampliación del paradigma del Juicio es correcta y consecuente, vale la pena en este momento exponer las consideraciones apenas esbozadas más arriba, y que tanto Ferrara como Arendt realizan en relación con el modelo, de tal manera que estas puedan ser presentadas de manera más amplia y consecuente, como plataformas para pensar la acción colectiva y su relación con la deliberación.

Recepción y reactualización del paradigma del Juicio: Alessandro Ferrara

La defensa del paradigma del Juicio en Ferrara tiene como meta superar la tensión entre pluralismo y universalismo arriba reseñada, de tal manera que ni los relativismos ni los absolutismos puedan imponer plataformas hegemónicas. Las posibilidades del juicio reflexionante, ya sea desde la vertiente kantiana, ya desde la herencia de la tradición retórica del humanismo, o desde las posibilidades de su síntesis histórico-filosófica, resultan bastante significativas para comprender y resolver tales tensiones. Sin embargo, antes de explorar las posibilidades del modelo reflexionante, Ferrara debe caracterizar las peculiaridades de su antagonista (determinante), pues estas siguen siendo bastante atractivas y sugerentes, a pesar de las restricciones consignadas por el giro lingüístico.

El juicio determinante representa el poder vinculante de una validez en términos de principios y leyes, típica del discurso fundacionalista, cuya fuerza sugestiva descansa en fundamentos universales. Sus características pueden resumirse del siguiente modo (Ferrara, 2008, p. 40): primero, una objetividad que postula una universalidad independiente de cualquier perspectiva, ángulo, visión, situación, etcétera; segundo, su confiabilidad, en el sentido de que cualquier otro sujeto que siga su cauce podrá llegar a las mismas conclusiones de cualquier otro; tercero, su transmisibilidad, en cuanto puede ser encerrado en un corpus de conocimientos (reglas, normas, leyes), sistematizado en un conjunto de fórmulas, y consecuentemente, ser enseñado. Ante esta capacidad declarativa debe enfrentarse el modelo reflexionante si pretende elevarse como alternativa convincente, más allá de la objeción a toda posible crítica posmetafísica al modelo opuesto.

Pues bien, a pesar de reconocer que en la modernidad la fuerza del ejemplo fue reducida al terreno de la experiencia estética, al igual que al fenómeno de la belleza que la representa, el modelo de la validez en términos de principios y leyes se impone y sobresale por sí solo, en contraste con tal limitación. Pero si se define la validez ejemplar como aquello que ejerce una atracción irrenunciable (Ferrara, 2008, p. 21), su ámbito de aplicación puede ampliarse a terrenos bien distintos: ciertas experiencias morales y religiosas, el horizonte de lo político y social, la actividad económica, y hasta a la práctica médica; es decir, en aquellas ocupaciones donde se presenta una excepcional congruencia entre el orden de su peculiar realidad y la normatividad que le pertenece.23 Según Ferrara, la fuerza del ejemplo se manifiesta allí donde la conexión entre los hechos y las ideas presentan “no simplemente un entrelazamiento pasajero, ocasional e imperfecto, sino una infrecuente, duradera y casi total fusión” (2008, p. 21). De allí que se la pueda relacionar con cualidades de nuestra experiencia a las cuales atribuimos autenticidad, belleza, perfección, integridad, carisma, aura, etcétera. Por otra parte, la promesa del modelo del juicio reflexionante radica, según Ferrara, en la posibilidad

de liberarnos del doble peligro de, o bien trivializar la diferencia, al postular la conmensurabilidad y traducibilidad perfecta a un lenguaje neutro, o bien hacer peligrar el universalismo, al no lograr reunificar la pluralidad de contextos locales, y en última instancia, quedar como rehén de dicha pluralidad (2008, p. 43).

Esta perspectiva de la normatividad plantea de manera inmediata una serie de preguntas, pues ¿cómo puede una teoría (concepción o propuesta interpretativa), originada en un aquí y ahora específicos, lanzar un poder persuasivo, a la par que comprensivo, más allá de sí misma? ¿Cómo podrían mantenerse las expectativas de objetividad, confiabilidad y transmisibilidad del modelo precedente en otro modelo que no puede alegar principios generales, como tampoco resolverse en una metodología, ni mucho menos validarse objetivamente? Ferrara responde que, a pesar de su aparente debilidad, en el modelo de validez normativo de la ejemplaridad se cifra la posibilidad de transitar horizontalmente en contextos distintos, a diferencia de la aplicación vertical del modelo del juicio determinante. Por ello afirma que

Lo que surge del interior de un contexto histórico-cultural -trátese de una teoría, una constelación de valores culturales o una institución política- puede ejercer un poder persuasivo fuera de su contexto original debido a que establece una relación de congruencia excepcional con la subjetividad, individual o colectiva, que le dio origen, una congruencia excepcional para la cual en el pasado hallé que la designación de “autenticidad” era especialmente pertinente (2008, p. 42).24

No obstante, en un mundo plural, donde se ha hecho habitual hablar de subjetividades, de heterogéneas escalas de valores, de identidades propias, etcétera, configuradas, conquistadas y defendidas desde múltiples agrupaciones (llámense etnias, géneros, clases sociales, minorías culturales, entre tantas otras), resulta problemático concebir un sentido común que permita ese tránsito reflexivo que propone el nuevo modelo de validez. Esta misma inquietud es declarada por Ferrara en los siguientes términos: “¿Qué debemos suponer que comparten todos los seres humanos, si deseamos concebir la validez transcontextual de un juicio sobre la ejemplaridad como no basada en un consenso fáctico ni en la aplicación de un principio?” (2008, p. 40). Semejante asunto, que reclama un pronunciamiento sobre las pretensiones de validez ejemplar del sentido común, debe ser contrastado, según Ferrara, en primer lugar, con la fundamentación kantiana del sentido común y, en segundo lugar, poniendo en cuestión las interpretaciones y reconstrucciones realizadas por la sociología fenomenológica de Alfred Schütz y Thomas Luckmann.

Para resumir brevemente estas críticas, la imputación naturalista al sentido común kantiano tiene que ver con la reducción de este a una pura coincidencia libre e incondicionada entre las facultades, que al poder ser presupuesta en los demás garantizaría la universalidad de los juicios de gusto. En última instancia, la universalidad del sentido común se sostiene gracias al argumento antiescéptico, que postula la coincidencia entre los mecanismos cognitivo-perceptivos y la estructura de la realidad, y no desde algún contenido sustantivo, sea este histórico, ético o cultural (Ferrara, 2008, p. 49). Frente a la fenomenología, Ferrara sostiene que su vertiente sociológica entendió el sensus communis a la manera de una Lebenswelt (mundo de la vida), entendido como un caudal de conocimientos sobreentendidos, relativamente natural, algo así como “lo que todos saben que todos saben”. De “poco clara” e “incoherente” califica Ferrara esta apreciación, al puntualizar mordazmente que un sentido común así concebido no puede ser más que “un conocimiento trasmitido de boca en boca, apenas algo más que rumores consolidados” (Ferrara, 2008, p. 48).

Al margen de la corrección o legitimidad de las críticas planteadas por Ferrara, su propuesta de un sentido común diferente encuentra sus posibilidades en una vía intermedia entre el “naturalismo kantiano” y el “engrosamiento hermenéutico” (2008, p. 55) fenomenológico.

Sin embargo, es la propia fundamentación kantiana la que le ofrece un filón importante para su construcción. Ferrara encuentra en algunos otros lugares de la estética de Kant una concepción del placer estético que permitiría salirle al paso a la simple concordancia antiescéptica entre las facultades. Que el libre e indeterminado juego entre imaginación y entendimiento sea experimentado a modo de una complacencia (universalizable y compartida) no significa que la experiencia estética deba reducirse a una presunta armonía entre ciertos objetos de la naturaleza (los objetos bellos) y la fisiología del aparato cognitivo y perceptivo (el gusto). Superar esta perspectiva sería ir más allá del naturalismo que se le imputa. No obstante, algunas consideraciones realizadas por Kant en el § 23 de su tercera Crítica permitirían ir más allá de esta perspectiva, pues proponen una concepción menos esquemática, y mucho más sustantiva. Pues bien, cuando Kant señala que la complacencia por lo bello procura “la promoción o ensanchamiento de las fuerzas vitales (Beförderung des Lebens)”, pone el acento en la idea de un sentimiento vital que Ferrara aprovecha para su propia formulación (2008, p. 54).25

En esta remisión al sentimiento vital, o mejor, a la promoción de la vida, encuentra Ferrara una suerte de sabiduría prerreflexiva al modo de unas intuiciones preculturales (antes o debajo de toda diferenciación cultural), y que poseería al mismo tiempo ciertas concepciones de lo que es bueno para la vida humana y para la evolución y el desarrollo de esa misma vida humana. Su propuesta y construcción de una noción de sentido común es el resultado de su obra Autenticidad reflexiva (2002), donde, gracias a sus meditaciones en torno a nociones clave procedentes del psicoanálisis, la sociología, la estética filosófica y la filosofía del arte, entre otras disciplinas, Ferrara encuentra una suerte de sabiduría humana capaz de orientar individual y colectivamente la acción humana. Tales intuiciones, que conciernen a lo que él denomina la autenticidad, el bienestar, y el logro de una identidad individual, conforman una sabiduría preconceptual que configuraría su visión alternativa del sensus communis, que se articula en las cuatro dimensiones siguientes:

Coherencia, entendida como la convergencia entre una vida particular y un proyecto de vida humana, que exigiría una continuidad a largo o mediano plazo, así como una demarcación frente a otras convergencias. Vitalidad, percibida como una serie de intuiciones sobre el propio yo, un yo digno de amor y estima, capacitado para disfrutar la vida e interesado emocionalmente consigo mismo y que se experimente al margen de cualquier sentimiento de vacuidad y falsedad. Profundidad, referida a unos mínimos de autoconocimiento, autorreflexión y autonomía, que les permitan a los sujetos la construcción de una identidad. Madurez, entendida como la capacidad de comprender y distinguir la “facticidad del mundo” de la propia facticidad. Esto significa no abandonarse a una alienación inmóvil (perder la propia identidad) ni caer en el solipsismo omnipotente: en definitiva, una intuición de los límites entre el yo y el mundo (Ferrara, 2008, pp. 56-58).

Estas cuatro dimensiones constituyen las tramas de una urdimbre que puede presuponerse como condición de un sentido intuitivo, “de lo que significa enriquecer y desarrollar, o estrechar y comprimir, nuestra vida” (Ferrara, 2008, p. 91). Ferrara reconoce que, aunque esa percepción básica de bienestar pueda ser glosada de diferentes modos, dependiendo del léxico cultural, o puedan presentarse modificaciones en la forma en que se jerarquizan dichas dimensiones, existe allí un trasfondo común potencialmente capaz de realizar mediaciones inmanentes entre distintas formas de vida. Pues bien, si en una costumbre social, una disposición moral, un valor ético, un hábito cultural, o una actuación política concreta, se descubre cierta unidad sui generis entre su propia procedencia contextual y un horizonte general de vida enriquecida, entonces se estaría ante un ejemplo de congruencia excepcional, donde lo que es se muestra como lo que debería ser. Esta congruencia, si bien no puede calificarse como verdadera en términos lógico-discursivos, o elevarse como modelo imitativo de actuación, poseería una fuerza de atracción tal que no podría ser más que adjetivada como persuasiva. La compulsión a la acción social que la persuasión invoca podría poseer así la coherencia y continuidad necesarias, pues, según Ferrara, “la fuerza de los ejemplos trasciende las fronteras locales más fácilmente que la fuerza de las leyes o los principios, porque aquéllos suscitan intuiciones que penetran más profundamente en la constitución de nuestra subjetividad que el nivel que requiere traducciones” (Ferrara, 2008, p. 92).

Recepción y reactualización del paradigma del Juicio: Hannah Arendt

El interés de Arendt por el paradigma del Juicio, más que apuntalado en una reflexión sobre las consecuencias teórico-sociales del giro, procede de otras inquietudes menos coyunturales. El ascenso de los totalitarismos en el siglo xx, al igual que el Holocausto del pueblo judío, la llevan a preguntarse por el abandono obediente de las libertades democráticas, y por la renuncia a pensar en sentido amplio que el nazismo inculcó en sus funcionarios. Esta situación tiene su origen, entre otros factores, en el subjetivismo radical de la filosofía moderna y en los procesos de alienación político-cultural del mundo contemporáneo. De otra parte, sus consideraciones sobre los nexos entre vita activa y vita contemplativa que desarrolló en La condición humana (2005), en estrecha relación con la distinción que realizó entre el pensar, la voluntad y el juicio en La vida del espíritu (2010), la llevan a reflexionar sobre las problemáticas relaciones entre mente y acción, y sobre el papel que desarrolla allí el discurso.

Estas distinciones hacen pensar de inmediato en las diferenciaciones que Kant introdujo en su filosofía crítica: por un lado, la racionalidad teórica y la racionalidad práctica, y por el otro, el entendimiento, la voluntad y la capacidad de juzgar en cuanto facultades del ánimo. Si estas clasificaciones resultan productivas en la obra de Arendt, su rentabilidad no puede más que evaluarse en el terreno de lo político, en cuanto permitirían recuperar un sentido más amplio de este tipo de praxis que vaya más allá de la justificación del poder o de una filosofía del derecho. Que “la Crítica del Juicio [sea] el único de los grandes escritos de Kant donde el punto de partida es el mundo, así como los sentidos y las capacidades que hacen a los hombres (en plural) adecuados para habitarlo”, implicará para ella una reconsideración del modelo del juicio estético kantiano; y aunque no pueda ser considerada una filosofía política, tal crítica del juicio “sí es ciertamente su condición sine qua non” (Arendt, 2003, p. 244). Por ello, a pesar de que Kant no articule allí ningún contenido sustantivo respecto al bien, la justicia o la libertad política, o se pase por alto la mediación retórico-humanista, Arendt no duda en reconocer tal alcance.

Varias son las posibilidades que Arendt encuentra en la capacidad de juzgar, que le serán de sumo valor para entender la acción humana y el tipo de deliberación que esta conlleva. Aunque estas fueron expuestas en lecciones y conferencias, solo fue en el truncado proyecto de La vida del espíritu (2010) donde pudo realizar un esfuerzo exegético directo con respecto a la estética kantiana.26 Tales posibilidades pueden resumirse del siguiente modo: primero, la constatación de que los juicios de gusto, a pesar de no requerir determinación conceptual por principios, constituyen toda una experiencia; segundo, que su enfoque hacia el particular-concreto no neutraliza su propia singularidad, potencializando, por el contrario, su significatividad; tercero, su comunicabilidad y universalidad no se funda en mecanismos teórico-instrumentales, sino en un sentido común inmanente; cuarto, ofrece la posibilidad de un ponerse en el lugar de los otros, y quinto, la validez ejemplar a la que apela representa una valiosa normatividad sin principios. A continuación se desplegarán estas características, para perfilar adecuadamente su filosofía política.

Que en el juicio estético el sujeto se entregue de pleno al hecho singular tiene como consecuencia, para la vida política de los individuos, el que sus experiencias al interior de la comunidad humana no quedan sometidas a plataformas conceptuales previas. La experiencia social no debe aparecer esquematizada de antemano por los convencionalismos universalistas que el puro y simple pensar abstracto pueda introducir, de tal manera que las cuestiones sobre cultura política sean patrimonio exclusivo de especialistas y científicos sociales. Para Arendt, este abandono positivo en la singularidad de los fenómenos implica una valoración positiva de la doxa u opinión, pues es en este mundo de las apariencias donde se desarrolla stricto sensu la vida humana (2008, p. 53). Por tanto, el modelo del enjuiciamiento estético respecto a la experiencia política implica el reconocimiento de la singularidad del propio punto de vista, por medio de la opinión y de la propia conducta. Esto no significa necesariamente concebir la comunidad desde el punto de vista de un atomismo social; más bien, el reconocimiento de la propia singularidad en otras singularidades sería una condición para concebir un espacio público plural, potencialmente abierto a la comunicación y a la libre confrontación.

La comunicabilidad del juicio de gusto, que en Kant obliga a postular un sentido común, entendido como un acuerdo subjetivo entre las facultades, y que puede ser presupuesto en todos los sujetos, se presenta en Arendt como un sensus communis eminentemente político. El que esta comunicabilidad pueda ser entendida como un uso público de la razón en Kant, implica para Arendt dar un paso más allá entre la concordancia de las facultades, al poner el énfasis en la relación del sentido común con el lenguaje: “El sensus communis es el sentido propiamente humano porque la comunicación, es decir, el discurso, depende de él” (Arendt, 2003, p. 130). La apertura al mundo que el lenguaje procura, y que se integra en el conjunto de la vida humana gracias a su aptitud comunicativa, tiene su correspondencia en la potencialidad del sentido común para anclar en un horizonte real y compartido las experiencias particulares y subjetivas (Arendt, 1996, pp. 233-234). De esta manera, la singularidad arriba reseñada, que permite un ámbito plural y público, gana gracias al sentido común perspectivas amplias y comunicativas, encaminadas a posibles consensos y acuerdos subyacentes.

Respecto al ponerse en el lugar de los otros, Arendt introduce una novedad bastante audaz frente a la fundamentación kantiana y a sus antecedentes en la tradición humanista. Este ponerse en el lugar de los otros, que para Arendt haría posible la imparcialidad al impedir que los propios juicios se impongan o soslayen los juicios de otros singulares, no se encuentra ligado en la fundamentación kantiana a una característica esencial de la experiencia estética. En el § 40 de la Crítica de la facultad de juzgar, Kant presenta tres máximas del entendimiento común humano, y advierte que, a pesar de no formar parte de la crítica del gusto, “pueden servir a la elucidación de sus principios [del gusto]” (1999, p. 205). La segunda de estas máximas, denominada modo de pensar amplio, permite superar la condición privada del sujeto y juzgar desde un punto de vista universal (pp. 205-206). Para Arendt, entonces, la ecuanimidad y equidad que posibilita el modo de pensar amplio inscrito en el juicio hace del sentido común un sentido propiamente político, en cuanto capaz de representatividad.27 Esto significa que, más que cotejar juicios reales, sea el horizonte de los juicios posibles el que queda despejado, por lo que el sujeto se hace ciudadano del mundo, a la par que asume una posición crítica (Arendt, 2003, p. 84).

Por último, la validez normativa del juicio político tendría que buscarse en la singularidad misma de una experiencia que se sustrae a cualquier determinación teórico-conceptual, y es por esto por lo que el pensamiento de Arendt asume de buen grado la fuerza de lo ejemplar propuesta por Kant. Que los ejemplos sean las andaderas del Juicio no supone una insuficiencia de esta facultad; estos serían, más bien, “los postes indicadores de todo pensamiento moral […] juzgamos y distinguimos lo correcto de lo incorrecto teniendo presente en nuestra mente algún incidente y alguna persona, ausentes en el tiempo o el espacio, que se han convertido en ejemplos” (Arendt, 2007, p. 149). Pero si bien esta afirmación no resulta consecuente con la filosofía moral kantiana, donde el imperativo categórico no puede ser ilustrado íntegramente por una acción particular, el recurso a lo ejemplar en Arendt estaría introduciendo, más bien, un horizonte histórico y narrativo en el espacio político. O al menos así puede inferirse de la reflexión de Arendt cuando, al preguntarse cómo puede enjuiciarse un acto como valeroso o bueno, encuentra que el juicio puede forjarse con figuras como la de Aquiles o la de Jesús de Nazaret, a modo de ilustración de los conceptos de valor y de verdad. En otras palabras, las tradiciones históricas vinculantes en una comunidad determinarían las posibilidades normativas de lo ejemplar. Esto la obliga a concluir que “Casi todos los conceptos de las ciencias históricas y políticas son de esta naturaleza restrictiva: tienen su origen en un acontecimiento histórico particular, al que se confiere carácter ejemplar” (Arendt, 2003, p. 152).

En esta noción de lo ejemplar, Arendt coincide con el valor y significado que la tradición filosófico-retórica también le asignó. Su fuerza normativa solo puede ser sugestiva, pues si el espacio político es un mundo de opinión, “no se puede obligar a nadie a estar de acuerdo con los propios juicios [...] sólo se puede solicitar o cortejar el acuerdo de los otros” (2003, pp. 133-134). El momento retórico se pone así de manifiesto, pues en este cortejar se encerraría cierta compulsión a la acción, que no puede ser más que persuasiva. La propia Arendt lo reconoce al referir dicho poder persuasivo como un galanteo que se correspondería “con lo que los griegos llamaron peitsein, convencer y persuadir por la palabra, algo que veían como la forma típicamente política de que las personas hablaran entre sí” (1996, p. 340). El juicio en Arendt estaría así mediando entre acción (colectiva) y discurso (deliberación), para la construcción de espacio público, del mismo modo que entre política y cultura no existen hiatos, pues

no es el conocimiento y la verdad lo que en ellas está en juego, sino más bien el juicio y la decisión, el cuerdo intercambio de opiniones sobre la esfera de la vida pública y el mundo común y la decisión sobre la clase de acciones que se emprenderán en él, además de cuál deberá ser su aspecto en adelante, qué clases de cosas deben aparecer en él (Arendt, 1996, p. 236).

Conclusiones

Mediante el presente estudio del paradigma del Juicio y sus elementos estructurales se ha pretendido destacar que su referencia puramente estética en la filosofía de Kant puede ser superada gracias a la exploración realizada dentro de la tradición filosófica retórico- humanista, al constatar allí su función ético-política. Así las cosas, la reapropiación del modelo por parte de Arendt y Ferrara podría soslayar el aparente esteticismo que desde la fundamentación kantiana gravita sobre este. Por otra parte, la amplia exposición de su fundamentación en la Crítica del juicio ha tenido como objetivo especificar una forma de la racionalidad diferente al tipo de racionalidad teórico-científica que el mismo Kant también fundamentó, y que se deslinda de la racionalidad instrumental dominante en el pensamiento contemporáneo.

Así, que el juicio reflexionante afronte lo particular-concreto para integrarlo en horizontes de universalidad, sin sacrificar su singularidad en nombre de principios, leyes o normas abstractas, resulta bastante consecuente con la crítica fundacionalista que el giro promueve. Por otra parte, que el paradigma del Juicio se sustente en Kant en un sensus communis significa que los sentimientos (individuales o colectivos) también pueden ser orientadores de la vida en común, sin que deban ser calificados peyorativamente como meras opiniones o creencias, o de simple doxa, tan desacreditada en la tradición filosófica. Por último, la tematización realizada en torno a la ejemplaridad pretende señalar que el poder normativo de la racionalidad no puede reducirse al poder vinculante de unas reglas cuya legalidad se sostenga bajo preceptos principalmente conceptuales. Que una situación concreta pueda elevarse al nivel de una perspectiva general significa que en el caso ejemplar debe reconocerse una guía de orientación y de comprensión dentro de las realidades humanas. Si resulta lícito atribuirle a un comportamiento, a una conducta o a un estilo de vida -individual o colectivo- apelativos como los de autenticidad, perfección, integridad, carisma y aura,28 lo es porque poseen tal poder de atracción persuasiva que bien pueden motivar y justificar acciones sociales de diversa índole.

El recorrido por la tradición retórica ha tenido como objetivo no solo destacar las limitaciones esteticistas de la fundamentación kantiana, sino también resaltar el esfuerzo de fundamentación filosófica que, al menos en Vico y en Aristóteles, legitimó su uso y alcance en el territorio de lo cívico-político. En el contexto de las sociedades donde ambos pensadores desarrollaron su tarea intelectual (tal como Gadamer lo expone), las nociones de juicio reflexionante (ingenium), sensus communis y ejemplaridad poseían tal presencia y evidencia que bastaba únicamente con su explicitación filosófica, mas no con su problematización, como sucede en nuestro presente. De allí las dificultades de asimilación coyuntural de este paradigma; de ahí también el afán por su reactualización a cargo de Ferrara y Arendt. Es por esto por lo que su recepción por parte de estos dos pensadores ha querido exponer, de manera sucinta, la reconducción de la fundamentación kantiana hacia sus propias pretensiones. Dos asuntos se han destacado aquí: su coincidencia con los elementos estructurales de la facultad de juzgar reflexionante y su concurrencia con la finalidad político-social del humanismo retórico.

Debe señalarse que un modelo de racionalidad como el presentado hasta aquí no puede proponer elementos procedimentalistas encaminados hacia el logro de consensos o unas teorías de la argumentación que permitan promover la negociación y la cooperación intersubjetiva, ni un análisis estratégico de las posibilidades normativas del discurso encaminadas a la acción, entre otros; sencillamente porque asume radical y positivamente las consecuencias del giro. Esto significa que este paradigma se niega a defender plataformas que graviten más allá de contextos particulares (metarrelatos) y que se afiancen en teorías que puedan ser aplicables a cualquier esfera singular, cualesquiera que esta sea. Tal como Arendt y Ferrara lo señalan, la singularidad y peculiaridad de la vida humana también se encuentran ancladas en el conglomerado de sentimientos colectivos (sentido común). Y es precisamente gracias al juicio reflexionante como se logran acuerdos que patrocinan posibles acciones sociales que encuentran en la ejemplaridad posibilidades de validez normativa y cierta fuerza persuasiva para ganar el asentimiento común.

Y, sin embargo, las posibilidades efectivas para orientar el actuar social no se presentan apenas potencialmente en la reapropiación del modelo. Ferrara, por ejemplo, considera que el paradigma resulta apto para mediar en conflictos de diversa índole, como la universalización de los derechos humanos, tanto históricos como emergentes, la colisión entre fundamentalismos religiosos, o la contextualidad y transcontextualidad de los valores culturales.29 Por su parte, el pensamiento de Arendt ha encontrado posibilidades para discutir problemas como los siguientes: la emergencia de nuevas ciudadanías, la politización del espacio público, la masificación mediática como una nueva forma de totalitarismo, la polarización y la consecuente intolerancia político-ideológica, y el pluralismo, entre otros.30 No obstante, la presentación de estas posibilidades excedería la extensión del presente artículo, y las pretensiones de este.

Referencias

Allison, H. E. (2010). Kant’s Theory of Taste: A Reading of the Critique of Aesthetic Judgment. Cambridge University Press. [ Links ]

Arendt, H. (1996). Entre el pasado y el futuro. Península. [ Links ]

Arendt, H. (2003). Conferencias sobre la filosofía política de Kant. Paidós. [ Links ]

Arendt, H. (2005). La condición humana. Paidós. [ Links ]

Arendt, H. (2007). Responsabilidad y juicio. Península. [ Links ]

Arendt, H. (2008). La promesa de la política. Paidós. [ Links ]

Arendt, H. (2010). La vida del espíritu. Paidós. [ Links ]

Aristóteles. (1982). Tratados de Lógica (Órganon) (M. Candel Sanmartín, Trad.). Gredos. [ Links ]

Aristóteles. (1998). Retórica (Q. Racionero, Trad.). Gredos. [ Links ]

Beiner, R. (2003). Introducción. En H. Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant. Paidós. [ Links ]

Beiner, R. & Nedelsky, J. (2008). Judment, Imagination, and Politics. Themes from Kant and Arendt. Rowman & Littlefield Publishers. [ Links ]

Benhabib, S. (1998). Models of Public Space: Hannah Arendt, the liberal Tradition, and Jürgen Habermas. En J. Landes (Ed.), Feminism, the Public and the Private (pp. 65-99). Oxford University Press. [ Links ]

Benhabib, S. (2000). The Reluctant Modernism of Hannah Arendt. Rowman & Littlefield Publishers. [ Links ]

Benhabib, S. (2005). Los derechos de los otros: Extranjeros, residentes y ciudadanos. Gedisa. [ Links ]

Birulés, F. (1996). La especificidad de lo político: Hannah Arendt. Episteme. [ Links ]

Birulés, F. (2007). Una herencia sin testamento: Hannah Arendt. Herder. [ Links ]

Ferrara, A. (1999). Justice and Judgement: The Rise and the Prospect of the Judgement Model in Contemporary Political Philosophy. SAGE. [ Links ]

Ferrara, A. (2002). Autenticidad reflexiva. La Balsa de la Medusa. [ Links ]

Ferrara, A. (2008). La fuerza del ejemplo. Exploraciones del paradigma del juicio. Gedisa. [ Links ]

Ferrara, A. (2014). The Democratic Horizon: Hyperpluralism and the Renewal of Political Liberalism. Cambridge University Press. [ Links ]

Gadamer, H. G. (2005 (1955)). Verdad y método i (A. Agud Aparicio y R. de Agapito, Trads.). Sígueme. [ Links ]

Grassi, E. (1977). Humanismo y marxismo: Crítica de la independización de la ciencia. Gredos. [ Links ]

Grassi, E. (1999). Vico y el humanismo: Ensayos sobre Vico, Heidegger y la retórica. Anthropos. [ Links ]

Grassi, E. (2003). El poder de la fantasía: Observaciones sobre la historia del pensamiento universal. Anthropos. [ Links ]

Guyer, P. (1990). Reason and Reflective Judgment: Kant on the Significance of Systematicity. Noûs, 24(1), 17-42. https://doi.org/10.2307/2215611Links ]

Habermas, J. (2010). Teoría de la acción comunicativa. Trotta. [ Links ]

Harvey, I. E. (2002). Labyrinths of the Exemplarity: At the Limits of the Deconstruction. State University Union Press. [ Links ]

Kant, E. (1998 (1787)). Crítica de la razón pura, 16.ª ed. (P. Rivas, Trad.). Alfaguara. [ Links ]

Kant, E. (1999 ((179))). Crítica de la facultad de juzgar (P. Oyarzún, Trad.). Monte Ávila. [ Links ]

Kant, E. (2014 (1798)). Antropología en sentido pragmático (D. M. Granja, G. Leyva y P. Storandt, Trads.). Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Kant, E. (2015 (1772-1789)). Lecciones de antropología: fragmentos de estética y antropología (M. Sánchez Rodríguez, Trad.). Comares. [ Links ]

Lara, M. P. (2009). Narrar el mal. Gedisa. [ Links ]

Rorty, R. (1989). La filosofía y el espejo de la naturaleza. Cátedra. [ Links ]

Rorty, R. (1990). El giro lingüístico. Paidós. [ Links ]

Siegel, J. E. (2016). Rethoric and Philosophy in Renaissance Humanism. Princeton Legacy Library. [ Links ]

Verene, D. P. (1981). Vico’s Science of Imagination. Cornell University Press. [ Links ]

Vico, G. (1989 (1708)). Sobre el método de estudios de nuestro tiempo. En R. Busom (Ed.), Antología (pp. 41-53). Península. [ Links ]

Vico, G. (1995 (1744)). Ciencia nueva (R. de la Villa, Trad.). Tecnos. [ Links ]

Vico, G. (2002). Obras i. Oraciones inaugurales y La antiquísima sabiduría de los italianos (F. J. Navarro Gómez, Trad.). Anthropos. [ Links ]

Vico, G. (2004). Obras ii. Retórica (Instituciones de Oratoria) (F. J. Navarro Gómez, Trad.). Anthropos. [ Links ]

1 Se asume aquí la noción de giro lingüístico, a partir de las tesis desarrolladas por Rorty en su libro El giro lingüístico (1990) y en La filosofía y el espejo de la naturaleza (1989). En adelante se referirá simplemente con la palabra giro.

2En sentido estricto, el modelo o paradigma del Juicio ha sido un término acuñado por Alessandro Ferrara (2002, 2008).

3En el presente artículo se usará la expresión Juicio con mayúscula, como sinónimo de capacidad o facultad de juzgar. En cambio, juicio, con minúscula, se referirá al enjuiciamiento concreto y particular, como, por ejemplo, el juicio estético. Siguiendo la tradición de la estética del siglo xviii, se usará en ocasiones la expresión juicio de gusto como equivalente a juicio estético, y crítica del gusto como crítica del juicio estético.

4En términos kantianos, que una proposición o enjuiciamiento tenga carácter necesario, significa que su fuerza normativa es incontrovertible, o que no puede ser de otro modo.

5Para Kant, los juicios estéticos no serían más que subjetivos, pues descansan en un modo de ser afectado por el objeto, vale decir, por un sentimiento, y en concreto, por un sentimiento de placer. Kant (1999) advierte que “Lo extraño y anómalo reside sólo en que no es un concepto empírico, sino un sentimiento de placer […], lo que por medio del juicio de gusto […] le es atribuido a cada cual” (p. 101).

6Los estudios realizados por Guyer (1990) y Allison (2010) sobre los orígenes del interés kantiano por esta capacidad, destacan igualmente los intereses no estéticos que motivan la elaboración de esta tercera Crítica.

7Por tal razón, en la Crítica de la razón pura lo concibe a la manera de un don o disposición, o como señala allí: “Queda así claro que, si bien el entendimiento puede ser enseñado y equipado con reglas, el Juicio es un talento peculiar que sólo puede ser ejercitado, no enseñado. Por ello constituye el factor específico del llamado ingenio natural, cuya carencia no puede ser suplida por educación alguna” (Kant, 1998, p. 179).

8Desde la Crítica de la razón pura Kant ha señalado el papel esencial que la imaginación posee para hacer posible el conocimiento de objetos. Para el caso de los juicios cognoscitivos, la imaginación debe estar bajo tutela del entendimiento. Para el caso de los juicios estéticos reflexionantes, que la imaginación y el entendimiento jueguen y concuerden de una manera libre e indeterminada, significa que esta concuerda con aquel, sin precepto alguno.

9Sobre esta relación entre sentimiento y comunicabilidad, Kant detalla que “Si el fundamento de determinación del juicio acerca de esta universal comunicabilidad de la representación ha de ser pensado como meramente subjetivo, a saber, sin un concepto del objeto, no puede ser él, entonces, otro que el estado de ánimo que se encuentra en la relación de las fuerzas representacionales entre sí” (Kant, 1999, p. 133).

10El argumento kantiano podría ampliarse así: si el conocimiento es en un hecho incontestable (no escéptico), entonces debe existir una proporción de las facultades más ventajosa para el conocimiento en general, que, al mismo tiempo, debe ser común a todo sujeto. Además, si esta relación no puede ser determinada más que por el sentimiento, este estado de espíritu también puede ser atribuido legítimamente a la humanidad entera. Finalmente, al coincidir en el Juicio dicha disposición cognoscitiva entre las facultades, con el libre e indeterminado juego de la complacencia estética, entonces es uno y el mismo sentido o sentimiento común el que se encontraría a la base del juicio de gusto.

11Kant precisa que “El sentido común, de cuyo juicio doy yo aquí mi juicio de gusto como ejemplo, y por lo cual le concedo validez ejemplar, es, por tanto, una mera norma ideal, bajo cuya suposición se podrían con derecho convertir en regla para todos [tanto] un juicio que concordara con ella [como] la complacencia en un objeto que ese juicio expresa; y, a saber, porque el principio, aunque es sólo subjetivo y se lo asume, empero, como subjetivo-universal (una idea necesaria para todos), podría en lo que toca a la unanimidad de diversos [sujetos que juzgan] exigir asentimiento universal” (1999 [1790], p. 154). El énfasis de esta cita debe recaer en el modo como, gracias al posesivo de la primera persona (mi juicio), Kant da fe de su experiencia particular, y de la validez general de esta.

12En otros lugares de su estética Kant indica que el sentimiento estético puede estar referido a sentimientos morales, como cuando afirma que lo bello es símbolo de la eticidad (Kant, 1999, p. 257). No obstante, esta relación no puede ser más que subjetiva y analógica, y esto quiere decir que la moral kantiana no puede encontrar en este tipo de experiencia un modo legítimo de realización. En sus escritos sobre antropología (2014 [1798], 2015 [1772-1789]), Kant anota en distintos apartados que el cultivo del sentimiento estético, o la educación en la belleza y el arte, puede favorecer sentimientos morales.

13Aquí se considera la retórica no solo como el arte de la elocuencia y de la oratoria, sino principalmente referida a unos contenidos sustantivos que desde la antigüedad estaban vinculados con asuntos teórico-prácticos de interés común, que configuran el mundo civil y ciudadano. E igualmente, vinculada a las posibilidades que la argumentación persuasiva ofrece para la discusión pública de tales asuntos.

14La importancia de la tradición retórico-humanista radica en que esta se mantuvo al margen de la ruptura frente a la Antigüedad, que el racionalismo postuló críticamente. Frente al entusiasmo de la nueva metodología natural-científica, el pensamiento humanista siguió cultivando y encomiando la importancia espiritual de las denominadas humaniora: desde las artes y las letras, pasando por la oratoria y la gramática, hasta la historia y la retórica. Los estudios de Ernesto Grassi, Humanismo y marxismo (1977) y El poder de la fantasía (2003), al igual que el libro Rethoric and Philosophy in Renaissance Humanism, de Jerrod E. Siegel (2016), resultan de suma importancia para ilustrar esta relación.

15Dos trabajos se recomiendan aquí para ampliar la relación de Vico con la filosofía de los siglos xvii y xviii: E. Grassi (1999), Vico y el humanismo, y D. P. Verene (1981) Vico’s Science of Imagination.

16La edición citada corresponde a la Antología de textos de Vico editada por Rais Busom. Más recientemente, la editorial española Anthropos publicó una traducción de las obras completas de Vico, entre ellas las Oraciones inaugurales y La antiquísima sabiduría de los italianos, en 2002, y la Retórica (Instituciones de Oratoria), en 2004.

17En la tradición de la retórica antigua, E. Grassi encuentra que este descubrir se relaciona estrechamente con la noción de inventio (invención), y señala también que su diferenciación frente a otras actividades constituía allí un lugar común. Grassi asegura que “Todo tratamiento de la argumentación tiene dos partes, una relativa a la invención de los argumentos y otra al juicio de su validez [...] Los estoicos trabajaron sólo en uno de estos dos campos. Es decir, han seguido diligentemente los caminos del juicio mediante la ciencia que llaman dialectiké, pero han olvidado completamente el arte de la invención, al que se llama topiké” (1999, pp. 11-12). Grassi reitera esta especificación al apuntar que “La tópica encuentra y reúne, la crítica divide y aleja de lo reunido” (1999, p. 14).

18En Kant también se encuentra referido el juicio reflexionante a la actividad ingeniosa, pero bajo la modalidad de la genialidad del artista (1999, pp. 216-217).

19Grassi recurre al verbo griego metapherein, para explicar que en Vico tal procedimiento tiene que ver con una transferencia de significado de una palabra a otro término: “El discurso transfiere (metapherein) un significado a la figura, a lo que se muestra; de esta manera, el discurso que lleva a cabo este mostrar, conduce ante los ojos (phainestai) un significado” (Grassi, 1999, p. 48). Y aunque aquí la transferencia sugiere la imagen presente -su función retórica-, en Aristóteles es indistinta a la de la metáfora: “La imagen es también una metáfora, pues se distingue poco de ella” (Ret. iii, 1406b, 20).

20Vico añade allí mismo que “El derecho natural de las gentes surge con las costumbres de las naciones, conforme entre sí gracias a un sentido común humano, sin reflexión alguna y sin tomar ejemplo unas de otras” (1995, p. 152).

21En cuanto a las pruebas por persuasión, Aristóteles (1998) diferencia las que son ajenas al arte y las propias del arte. Las propias del arte son precisamente las que pueden ser metódicamente diseñadas gracias al discurso mismo. El entimema y el ejemplo pertenecen a esta última clase, mientras que las ajenas tienen un carácter más bien psicológico (Ret., i, 1355b, 35).

22En el acápite 4 del libro Labyrinths of the Exemplarity: At the Limits of the Deconstruction, Irene E. Harvey (2002) ofrece un detallado estudio sobre el alcance retórico-pedagógico del concepto de ejemplaridad aristotélico, y en especial, sobre su validez político-cultural.

23También el juicio reflexionante en Kant (1999, pp. 88-90) plantea una mediación semejante. Otra motivación de la tercera Crítica consiste en intentar cerrar la brecha entre el ámbito de la naturaleza (los hechos, lo real) y el ámbito de la libertad (las normas, lo ideal).

24Esta noción de autenticidad será el núcleo de su propuesta de sentido común.

25Aquí es necesario ampliar su concepción de la vida: “La propia vida es, para cada ser humano, un lapso temporal dentro del cual éste puede hacer uso, al menos en la modalidad ‘encarnada’, de la capacidad de crear significación con la cual ingresar en el mundo. Al configurar, en mayor o menor grado, las circunstancias de su vida e infundir significación a sus acciones, cada ser humano no puede experimentar sino directamente -al margen de las coordenadas históricas y culturales dentro de las cuales viva- lo que significa que su propia vida como un todo, con el conjunto de proyectos y significaciones que la constituyen, sea promovida, afirmada o enriquecida o, por el contrario, que sea mortificada o frustrada: en una palabra, lo que significa que su vida evolucione o se estanque” (Ferrara, 2008, p. 54).

26Debe señalarse que el proyecto de La vida del espíritu estaba diseñado para desarrollar tres momentos: el pensar, la voluntad y el juicio, pero la muerte sorprendió a Arendt antes de entregar la última parte. Con la publicación de las Conferencias de filosofía política de Kant (con prefacio de R. Beiner en la edición española) se ha querido ofrecer el material que posiblemente ella pensaba utilizar en ese tercer capítulo dedicado al juicio.

27Precisa Arendt sobre esta representatividad: “El pensamiento político es representativo; me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes, es decir, los represento […] Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando estoy valorando un determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otros, tanto más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mis conclusiones, mi opinión” (Arendt, 1996, p. 294).

28Estos apelativos, como se señaló más arriba, corresponden al intento de extrapolar a otros contextos el valor ejemplar que posee la belleza para el paradigma del Juicio kantiano (Ferrara, 2008, p. 21). Indican, por lo demás, el valor extra-ordinario o fuera de lo común que poseen, de tal manera que no cualquier caso particular puede arrogarse tal poder.

29En La fuerza del ejemplo, Ferrara (2008) atiende muchos de los anteriores tópicos, como también en Justice and Judgement: The Rise and the Prospect of the Judgement Model in Contemporary Political Philosophy (1999), y en The Democratic Horizon: Hyperpluralism and the Renewal of Political Liberalism (2014).

30Dentro de la amplia bibliografía que tiene como referente la filosofía política de Arendt, para atender problemas emergentes de la sociedad actual, me limito a referir los trabajos de algunas pensadoras contemporáneas: Benhabib (1998, 2000, 2005); Birulés (1996, 2007) y Pía Lara (2009).

* Este artículo se inscribe dentro de las líneas de investigación del grupo: Producción, Apropiación y Circulación de los Saberes y de las Ciencias (procircas) del Departamento de Estudios Filosóficos y Culturales (Facultad de Ciencias Humanas y Económicas) de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.

Recibido: 29 de Agosto de 2019; Revisado: 17 de Diciembre de 2019; Aprobado: 13 de Enero de 2020

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons