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Co-herencia

Print version ISSN 1794-5887

Co-herencia vol.17 no.33 Medellín July/Dec. 2020

https://doi.org/10.17230/co-herencia.17.33.1 

Dossier

Hacia un nuevo Laocoonte*

Towards a Newer Laocoön

Clement Greenberg1 

Traducción:

Daniel Jerónimo Tobón** 

** Texto introductorio de Daniel Jerónimo Tobón. Doctor en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional; profesor del Instituto de Filosofía y la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia, Colombia. orcid: 0000-0002-5784-3549. danieljeronimo@gmail.com


Presentación: el modernismo y el medio puro

El modernismo es una teoría de la relación del arte con su medio, y en ningún lugar se ve esto más claro que en el pensamiento de Clement Greenberg (1909-1994). Greenberg fue probablemente el crítico de arte más influyente del siglo xx, uno de los responsables del reconocimiento del impresionismo abstracto y de la pintura de campos de color, así como del desplazamiento del centro del mundo del arte desde París a Nueva York. Su práctica como crítico de arte estaba, además, fundada en una ambiciosa teoría del modernismo artístico y, en particular, pictórico. “Towards a Newer Laocoön”, aparecido originalmente en 1940 y que se publica aquí por primera vez en español, forma parte del puñado de ensayos imprescindibles para comprender su pensamiento estético (la lista incluye “Vanguardia y kitsch” [1939], “Pintura modernista” [1962] y, quizá, el “Seminario 1” [1973] y el “Seminario 6” [1976]).

En su ensayo más conocido, “Vanguardia y kitsch”, Greenberg propuso una explicación histórico-social del desarrollo del arte moderno como reacción frente a la aparición del arte de masas en el siglo xix. El modernismo, a sus ojos, es un intento de mantener viva a la cultura en una situación en la que el arte de masas le ha arrebatado al “arte elevado” su privilegio cultural y su sustento económico en las clases ricas. Su exilio en la bohemia y la pérdida de su función social llevarían, como correlato artístico, al progresivo abandono de cualquier contenido representacional, es decir, a la abstracción. Su único tema válido sería su propia naturaleza, su tradición y su proceso creativo. Un arte sin lugar social se convierte, así, en “arte del arte”.

“Hacia un nuevo Laocoonte” ofrece un argumento complementario al de “Vanguardia y kitsch” y despliega el vocabulario conceptual del que se servirá Greenberg de ahí en adelante. En este ensayo, Greenberg trata el arte moderno como una serie de intentos unidos por un propósito común y una lógica de desarrollo inexorable: explorar las posibilidades y los límites de cada una de las artes. Esta tarea de autoexamen sirve de hilo para narrar los devenires del arte moderno como una historia progresiva, y le permite trazar un amplio boceto histórico en el que la pintura tiene el papel protagónico. La narración, como lo verá el lector, no carece de pathos heroico: es una historia de ascetismo y abstinencia. En su búsqueda de la pureza, cada una de las artes modernas se entrega a la resistencia y opacidad de su medio, deja de lado los efectos prestados de otras artes y los placeres de la combinación de medios, y abandona, de buen o mal grado, cualquier interés expresivo, representacional, político o social.

Para Greenberg, la investigación de cada arte sobre sí mismo toma la forma de una exploración de su medio, de lo que ese medio puede hacer bien y lo que solo se puede hacer bien en ese medio y no en otro. Por ejemplo, la música pura pone en acción solo el poder del sonido, sin apelar a los efectos de la literatura o la pintura. Cada arte se define en relación con un medio sobre el cual domina soberanamente -pues ningún otro arte tiene entrada en él- y cuya naturaleza debe descubrir mediante una exploración que tensiona al máximo sus posibilidades. Cada pintor que contribuye a la historia del arte lo hace en la medida en que busca crear un buen cuadro que deja de lado algunas de las convenciones aparentemente ineludibles de la pintura -imitación, anécdota, apariencia de profundidad, contenido externo, atmósfera-. Al hacerlo, saca a la luz algunos de los rasgos fundamentales del medio pictórico.

Greenberg no ofrece una definición abstracta de qué es un medio artístico en general ni del medio pictórico en particular. Se aproxima al problema descriptivamente, interpretando las transformaciones de la pintura desde mediados del siglo xix, lo que le sugiere tres posibles componentes del medio pictórico. Uno es la planitud (flatness) de la superficie, como una cualidad a la vez física y fenomenológica. La pintura moderna rompe con la ilusión de un espacio tridimensional; aplana el espacio dentro del cuadro, empujando su centro de interés hacia la superficie. La ilusión de profundidad es, en última instancia, inevitable, pero la pintura moderna logra una atención consciente a la dualidad de la percepción de las imágenes, que oscila siempre entre lo que se ve en una superficie y la visión de la superficie misma. Al hilo de esta preocupación, en la sección v del ensayo Greenberg analiza con lucidez la fenomenología de la percepción pictórica como experiencia óptica. Un segundo posible componente del medio pictórico es el entorno que delimita la planitud, es decir, el marco, el límite que define la obra. Cézanne o Stella, por ejemplo, destacan a sus ojos por la manera en que, en sus obras, la forma del marco determina la composición pictórica del cuadro.

Un tercer componente del medio pictórico aparece en este ensayo (aunque está ausente en algunos ensayos posteriores, como “Pintura modernista”): las propiedades físicas de la pintura, es decir, el color de los pigmentos, la textura de la tela, los rastros del pincel. Estas propiedades se remiten a la vista, y esta facultad determina, por tanto, los límites del arte pictórico. Ocasionalmente sugiere que de que lo mismo ocurre, mutatis mutandis, en otros medios artísticos. Dicho sea de paso, Greenberg abre así el camino para su teoría del juicio estético como un juicio de la percepción pura, que desarrollará en textos posteriores: la calidad de un cuadro estaría determinada solo por las cualidades perceptibles tal como se dan a un espectador formado (incluso si no está informado).

Durante un par de decenios, la historia pareció darle la razón a Greenberg. Obras de todos los tiempos han tematizado hasta cierto punto sus propios medios -la poesía sobre la poesía o el teatro barroco que escenifica su propia ficcionalidad son solo los ejemplos más evidentes-. ¿Acaso puede haber arte sin algún grado de atención al medio, al cómo se trasmite lo que sea que se trasmite? El modernismo, sin embargo, dedicó a estos problemas una atención tan exclusiva que la tesis de Greenberg parecía inevitable: correspondía a una tendencia profunda de los tiempos y se ajustaba a la perfección a las fuerzas dominantes en el panorama artístico de los años 40 y 50 en Occidente. Greenberg sabía que el supuesto que fundaba su teoría era la superioridad artística de la pintura modernista. También tenía claro que, por la misma razón, su argumentación estaba expuesta a las transformaciones históricas en el arte mismo. A mediados de los años 60, las neovanguardias hicieron evidentes las fragilidades de su pensamiento, desafiando todos sus supuestos sobre la relación entre arte y vida, el problema del contenido, las tareas históricas del arte, la naturaleza de los medios artísticos y la relación entre obra y medio. El conceptualismo rechazó directamente la necesidad de un medio físico -cuando la idea es arte, la materialidad del medio se evapora en un muy lejano segundo plano-. Movimientos como Fluxus estaban mucho más interesados en las conexiones entre arte y vida; la autocontención a un único medio era antitética a su espíritu anarquista. El pop se orientó hacia la vida cotidiana en sus formas más banales. El videoarte, la performance y otras artes que emergieron en los años sesenta y setenta eran claramente intermediales, de modo que no podían ser pensadas en relación de soberanía con ningún medio específico.

Esta situación reveló, al mismo tiempo, cuán reduccionista era la reconstrucción que propuso Greenberg de la historia y el sentido de la modernidad artística. La rigidez con la que se enfocó en la pureza del medio lo obligó a dejar por fuera algunas artes que no se podían entender con esos términos -como la danza o el teatro modernos-. También le permitió ignorar las preocupaciones políticas y metafísicas del arte abstracto. Le hizo excomulgar a vanguardias como el surrealismo y el dadaísmo, declarándolas desviaciones de la única iglesia verdadera que era la abstracción. De ahí que la reacción contra el modernismo en autores como Hal Foster, Rosalind Krauss y Arthur Danto tomara frecuentemente la forma de una confrontación con Greenberg.

El valor de los textos de Greenberg no es solo documental. Hay en ellos mucho que no se agota, como la profundidad fenomenológica de sus interpretaciones y la potencia de sus teorías. Además, nuestra época se define en parte por su problemática relación con la herencia moderna (conceptos como posmodernidad o poshistoria son sintomáticos a este respecto). Las ideas de Greenberg son parte de esos presupuestos de nuestra identidad histórica con los cuales tenemos que medirnos una y otra vez.

*

Hacia un nuevo Laocoonte

El dogmatismo y la intransigencia de los puristas “no-objetivos” y “abstractos” en la pintura contemporánea no pueden ser desestimados como meros síntomas de una religión del arte. Los puristas hacen exigencias extravagantes al arte porque usualmente lo valoran mucho más que cualquier otra persona. Por la misma razón se inquietan mucho más por él. En buena medida el purismo es la traducción de una inquietud extrema, de una angustia acerca del destino del arte, de una preocupación por su identidad. Debemos respetar esto. Cuando el purista insiste, ahora y en el futuro, en excluir de las artes plásticas a la “literatura” y al material temático, de lo más que podemos acusarlo, a la ligera, es de una actitud ahistórica. Es fácil mostrar que el arte abstracto, como cualquier otro fenómeno cultural, refleja las circunstancias sociales y de otra índole de la época en la que viven sus creadores, y que no hay nada al interior del arte, desconectado de la historia, que lo fuerce a ir en una dirección u otra. Pero no es tan fácil rechazar la aserción purista de que lo mejor de las artes plásticas contemporáneas es abstracto. Aquí el purista no tiene que apoyar su posición en pretensiones metafísicas. Y cuando insiste en hacerlo, aquellos que admitimos los méritos del arte abstracto sin aceptar todas sus reivindicaciones debemos ofrecer nuestra propia explicación de su supremacía actual.

La discusión acerca de la pureza en el arte y, ligados a ella, los intentos de establecer las diferencias entre las diversas artes, no son frivolidades. Ha habido, hay y habrá una confusión de las artes. Desde el punto de vista del artista enfrascado en los problemas de su medio e indiferente a los esfuerzos de los teóricos para explicar completamente el arte abstracto, el purismo es la cumbre de una saludable reacción contra los errores de la pintura y la escultura en los últimos siglos debidos a tal confusión.

I

Puede haber, creo, algo así como una forma de arte dominante; en esto se había convertido la literatura en Europa en el siglo xvii. (Lo que no quiere decir que la supremacía de un arte particular coincida siempre con sus más grandes producciones. En términos de logros, la música fue el arte más sobresaliente de este período). Para mediados del siglo xvii, en casi todos los países las artes pictóricas habían sido relegadas a las cortes, donde con el tiempo degeneraron en una decoración interior relativamente trivial. La clase más creativa de la sociedad, la emergente burguesía mercantil, impelida quizá por la iconoclastia de la Reforma (el desprecio jansenista de Pascal por la pintura es un síntoma) y por el costo relativamente bajo y la movilidad del medio físico después de la invención de la imprenta, había dirigido la mayor parte de su energía creativa y adquisitiva hacia la literatura.

Ahora bien, cuando ocurre que a un solo arte se le da el papel dominante, se convierte en el prototipo de todo arte: las otras artes intentan despojarse de sus caracteres propios e imitar sus efectos. El arte dominante intenta a su vez absorber las funciones de las otras artes. El resultado es una confusión de las artes, por la cual las artes sometidas se pervierten y distorsionan; se las fuerza a negar su propia naturaleza en un intento por alcanzar los efectos del arte dominante. Sin embargo, solo se puede abusar así de las artes sometidas cuando han alcanzado tal grado de habilidad técnica como para hacerlas capaces de ocultar sus propios medios. En otras palabras, el artista debe haber ganado tal poder sobre su material como para aparentemente aniquilarlo en favor de la ilusión. La música se salvó del destino de las artes pictóricas en los siglos xvii y xviii por su técnica comparativamente rudimentaria y la relativa brevedad de su desarrollo como arte formal. Aparte del hecho de que por su naturaleza es el arte más alejado de la imitación, las posibilidades de la música no habían sido exploradas lo suficiente como para hacerla capaz de rebuscar efectos ilusionistas.

Pero la pintura y la escultura, las artes de la ilusión por excelencia, habían alcanzado para entonces una facilidad tal que las hacía infinitamente susceptibles a la tentación de emular los efectos, no solo de la ilusión, sino de otras artes. La pintura no solo pudo imitar a la escultura, y la escultura imitar a la pintura, sino que ambas pudieron intentar reproducir los efectos de la literatura. Y la pintura de los siglos xvii y xviii se esforzó sobre todo por alcanzar los efectos de la literatura. La literatura, por múltiples razones, había ganado la primacía, y las artes plásticas -especialmente en la forma de pintura de caballete y estatuaria- intentaron ganarse la admisión a sus dominios. Aunque esto no explica completamente la decadencia de esas artes durante este período, sí parece haber sido la forma que tomó su decadencia. Y fue decadencia, comparada con lo que había ocurrido en Italia, Flandes, España y Alemania un siglo antes. Siguen apareciendo buenos artistas, es cierto -no tengo que exagerar el declive para presentar mi argumento-, pero no buenas escuelas de arte ni buenos discípulos. Las circunstancias que rodean la aparición de los grandes artistas individuales parecen convertirlos a casi todos en excepciones; pensamos en ellos como grandes artistas “a pesar de”. Hay una escasez de pequeños talentos distinguidos. Y el nivel mismo de la grandeza se hunde en comparación con las obras del pasado.

En general, la pintura y la escultura en manos de los talentos menores -y es esto lo que nos cuenta la historia- se convierten en meros fantasmas y “comparsas” de la literatura. Se le quita todo el énfasis al medio y se traslada al material temático. Ya ni siquiera es cuestión de una imitación realista, que se da por supuesta, sino de la capacidad del artista para interpretar el material temático y lograr efectos poéticos, etcétera.

Nosotros mismos, incluso hoy en día, estamos demasiado cerca de la literatura para apreciar su estatus como arte dominante. Quizá un ejemplo de lo contrario aclare lo que quiero decir. En China, según creo, la pintura y la escultura se convirtieron en las artes dominantes en el curso del desarrollo de la cultura. Allí vemos que a la poesía se le da un papel subordinado a aquellas, y consecuentemente asume sus limitaciones: el poema se confina al momento único de la pintura y su énfasis en los detalles visuales. Los chinos exigen incluso un deleite visual de la caligrafía en la que se escribe el poema. ¿Y acaso la poesía china tardía no parece más bien insustancial y monótona, en comparación con sus artes pictóricas y decorativas?

Lessing, en su Laocoonte, escrito en la década de 1760, reconoció la presencia de una confusión práctica y teórica de las artes. Pero vio sus efectos perniciosos exclusivamente en términos de literatura, y sus opiniones sobre las artes plásticas se limitan a ejemplificar los errores comunes de su época. Atacó el verso descriptivo de poetas como James Thompson en cuanto invasión del dominio de la pintura de paisajes, pero todo lo que pudo decir de la invasión de la pintura por parte de la poesía fue objetar las pinturas alegóricas que requerían una explicación y pinturas como el Hijo pródigo de Tiziano, que incorporan “en una sola imagen dos puntos necesariamente separados en el tiempo”.

II

La renovación o revolución romántica pareció en un principio ofrecer alguna esperanza para la pintura, pero cuando salió de escena la confusión de las artes había empeorado. La teoría romántica del arte consistía en que el artista siente algo y trasmite este sentimiento -no la situación o cosa que lo estimuló- a su audiencia. Para preservar la inmediatez del sentimiento era aun más necesario que antes, cuando el arte era imitación en lugar de comunicación, suprimir el papel del medio. El medio era un desafortunado pero necesario obstáculo físico entre los artistas y su audiencia, el cual en algún estado ideal desaparecería enteramente para permitir que la experiencia del espectador o lector fuera idéntica a la del artista. A pesar del hecho de que la música considerada como un arte de puro sentimiento estaba comenzando a ganar una estima casi equivalente, dicha actitud representa el triunfo final de la poesía. Se perdió todo sentimiento para las artes en cuanto oficio, artesanía, disciplina -del que algo había sobrevivido hasta el siglo xviii. Las artes llegaron a ser consideradas como nada más ni nada menos que otros tantos poderes de la personalidad. Shelley lo expresó de la mejor manera cuando en su Defensa de la poesía exaltó a la poesía por encima de las otras artes porque su medio se acercaba más, como afirmaba Bosanquet, a no ser en absoluto un medio. En la práctica, esta estética fomentó esa forma particularmente extendida de deshonestidad artística que consiste en intentar escapar de los problemas de un medio artístico refugiándose en los efectos de otro. La pintura es el arte más susceptible a evasiones de este tipo, y la pintura fue la que más sufrió a manos de los románticos.

Esto no fue evidente desde un principio. Como resultado del triunfo de la burguesía y de su apropiación de todas las artes, se liberó una corriente fresca de energía creativa en todos los campos. Si la revolución romántica en la pintura fue al comienzo más una revolución en el material temático que otra cosa, abandonando la literatura frívola y oratoria de la pintura del siglo xviii en busca de un contenido literario más original, más poderoso y más sincero, también trajo consigo una mayor audacia en los medios pictóricos. Delacroix, Géricault, incluso Ingres, fueron lo suficientemente emprendedores como para encontrar una nueva forma para el contenido que introdujeron. Pero el resultado final de sus esfuerzos fue hacer al íncubo de la literatura en la pintura todavía más mortífero para los talentos menores que los siguieron. Las peores manifestaciones de la pintura literaria y sentimental habían comenzado a aparecer ya en la pintura del siglo xviii tardío, especialmente en Inglaterra, donde el resurgimiento que produjo algunas de las mejores pinturas inglesas fue igualmente eficaz en acelerar el proceso de degeneración. A la sazón, las escuelas de Ingres y Delacroix se unieron con las de Morland, Greuze y Vigée-Lebrun para convertirse en la pintura oficial del siglo xix. Antes habían existido academias, pero por primera vez tenemos el academicismo. La pintura disfrutó una revitalización de su actividad en la Francia del siglo xix como no se había visto desde el siglo xvi, y el academicismo pudo producir pintores tan buenos como Corot y Theodore Rousseau, e incluso Daumier -pero a pesar de esto los academicistas hundieron la pintura a un nivel que era, en algunos aspectos, un mínimo histórico-. El nombre de este mínimo es Vernet, Gérome, Leighton, Watts, Moureau, Böcklin, los prerrafaelitas, etcétera. Que algunos de estos pintores tuvieran verdadero talento solo hizo su influencia tanto más perniciosa. Requería talento -entre otras cosas- llevar al arte por un camino tan errado. La sociedad burguesa dio a estos talentos una receta y ellos la ejecutaron -con talento-.

No fue la imitación realista por sí misma la que hizo el daño, sino más bien la ilusión realista al servicio de la literatura sentimental y declamatoria. Quizá las dos van de la mano. A juzgar por el arte occidental y grecorromano, así parece. Y, sin embargo, es cierto que la pintura occidental, que hasta ahora ha sido la creación de una cultura citadina racionalista y de mentalidad científica, siempre ha tenido una inclinación hacia un realismo que intenta alcanzar la ilusión subyugando el medio, y está más interesada en explotar los significados prácticos de los objetos que en deleitarse en su apariencia.

III

El Romanticismo fue la última gran tendencia directamente proveniente de la sociedad burguesa que fue capaz de inspirar y estimular al artista profundamente responsable -el artista consciente de ciertas obligaciones inflexibles con los estándares de su oficio. Para 1848 el Romanticismo se había agotado. Después de eso el impulso, aunque de hecho tenía que originarse en la sociedad burguesa, solo podía venir bajo la forma de una negación de esa sociedad, de un alejamiento de ella. No iba a ser un giro de 180 grados hacia una nueva sociedad, sino la emigración hacia una Bohemia que habría de convertirse en el santuario del arte frente al capitalismo. Habría de ser tarea de la vanguardia, en oposición a la sociedad burguesa, cumplir la función de encontrar nuevas formas culturales adecuadas para la expresión de esa misma sociedad, sin rendirse a sus divisiones ideológicas y a su negativa a permitirle a las artes ser su propia justificación. La vanguardia, a la vez hija y negación del romanticismo, se convierte en la encarnación del instinto de autoconservación del arte. Solo se interesa y se siente responsable por los valores del arte; y, en vista de la sociedad tal como es, cuenta con un sentido orgánico de lo que es bueno y lo que es malo para el arte.

Como el primer y más importante artículo de su agenda, la vanguardia vio la necesidad de escapar de las ideas, que contaminaban a las artes con las luchas ideológicas de la sociedad. Las ideas pasaron a significar cualquier material temático en general (material temático en cuanto se distingue del contenido: en el sentido de que toda obra de arte debe tener un contenido, pero el material temático es algo que el artista tiene o no tiene en mente cuando está trabajando). Esto trajo consigo un nuevo y mayor énfasis en la forma, e implicó también la afirmación de las artes como vocaciones, disciplinas y oficios independientes, absolutamente autónomos y con derecho a ser respetados por sí mismos, no únicamente como vehículos de comunicación. Fue la señal de una revuelta contra el dominio de la literatura, que era material temático en su forma más opresiva.

La vanguardia ha seguido y sigue todavía diversas variantes, cuyo orden cronológico no es en absoluto claro, aunque puede ser rastreado con más facilidad en la pintura que, como principal víctima de la literatura, enfocó el problema con más nitidez. (Las fuerzas exógenas al arte juegan un papel mucho más importante de lo que el espacio me permite reconocer aquí. Y debo forzosamente ser más bien esquemático y abstracto, pues estoy más interesado en trazar los grandes contornos que en explicar y recoger todas las manifestaciones particulares).

Para el segundo tercio del siglo xix, la pintura académica había degenerado de lo pictórico a lo pintoresco. Todo depende de la anécdota o el mensaje. La imagen pintada ocurre en un espacio vacío, indeterminado; solo por casualidad es un cuadrado de lienzo y dentro de un marco. Bien podría estar formada de aire o plasma. Intenta ser algo que, más que verse, se imagina... o bien un bajorrelieve o una estatua. Todo contribuye a la negación del medio, como si el artista se avergonzara de admitir que pintó ese cuadro en lugar de soñarlo.

Este estado de cosas no podía ser superado de un golpe. La campaña por la redención de la pintura supuso, al principio, una contrición relativamente lenta. La pintura decimonónica rompió por primera vez con la literatura cuando, en la figura del comunero Courbet, huyó del espíritu a la materia. Courbet, el primer verdadero pintor de vanguardia, intentó reducir su arte a los datos sensoriales inmediatos, pintando únicamente lo que el ojo podía ver, como una máquina sin el auxilio de la mente. Tomó como material temático la prosaica vida moderna. Como hacen con frecuencia los vanguardistas, intentó demoler el arte burgués oficial invirtiéndolo. Al llevar algo hasta sus límites, con frecuencia se regresa al punto de partida. En la pintura de Courbet comienzan a aparecer una nueva planitud (flatness) y una atención igualmente nueva hacia cada pulgada del lienzo, sin importar su relación con los “centros de interés”. (Zola, los Goncourts y poetas como Verhaeren fueron los correlatos de Courbet en la literatura. También ellos fueron “experimentales”; también ellos intentaron deshacerse de las ideas y de la “literatura”, es decir, de establecer su arte sobre bases más firmes que la derruida ecúmene burguesa). Si la vanguardia parece reacia a reclamar el naturalismo para sí es porque, con demasiada frecuencia, la tendencia no logró la objetividad que profesaba; es decir, sucumbió a las “ideas”.

El impresionismo, razonando más allá de Courbet en su búsqueda de una objetividad materialista, abandonó la experiencia del sentido común y buscó emular el desapego de la ciencia, imaginando que así alcanzaría la esencia misma de la pintura al igual que la de la experiencia visual. Se hacía importante determinar los elementos esenciales de cada una de las artes. La pintura impresionista se torna más en un ejercicio de vibraciones de color que en una representación de la naturaleza. Mientras tanto Manet, más cercano a Courbet, atacaba el material temático en su propio terreno al incluirlo en sus cuadros y exterminarlo allí mismo. Su insolente indiferencia ante su tema, que a menudo era impactante por sí mismo, y su modelación plana del color fueron tan revolucionarios como la técnica propiamente impresionista. Como los impresionistas, él vio los problemas de la pintura en primer lugar y ante todo como problemas del medio y a ellos dirigió la atención de los espectadores.

IV

La segunda variante del desarrollo de la vanguardia es contemporánea de la primera. Es fácil reconocer esta variante, pero bastante difícil exponer su motivación. Las tendencias van en direcciones opuestas y los propósitos contrarios se encuentran. Pero el hecho de que al final esos propósitos se encuentren es lo que lo une todo. Hay un esfuerzo común en cada una de las artes por expandir los recursos expresivos del medio, no con el fin de expresar ideas y nociones, sino para expresar con una mayor inmediatez las sensaciones, los elementos irreductibles de la experiencia. A lo largo de este camino parecía que la vanguardia, en su intento de escapar de la “literatura”, se había dispuesto a triplicar la confusión de las artes al hacerlas imitar a cualquier otra, excepto a la literatura1 (En esa época se extendió el sentido oprobioso del término “literatura” hasta incluir todo lo que la vanguardia objetaba en la cultura burguesa oficial). Cada arte demostraría sus poderes capturando los efectos de otras artes hermanas o tomando a una de ellas como tema. Puesto que el arte era lo único que todavía tenía validez, ¿qué mejor tema para cada arte que los procedimientos o efectos de otro? La pintura impresionista, con sus progresiones e infusiones rítmicas de color, con sus estados de ánimo y atmósferas, estaba alcanzando efectos a los que los propios impresionistas denominaron música romántica. La pintura, sin embargo, fue la menos afectada por esta nueva confusión. La poesía y la música fueron sus víctimas principales. La poesía -porque ella también tenía que escapar de la literatura-estaba imitando los efectos de la pintura y la escultura (Gautier, los parnasianos y, más tarde, los imaginistas), y, desde luego, los de la música (Poe había circunscrito la “verdadera” poesía a la lírica). La música, huyendo del sentimentalismo indisciplinado e insondable de los románticos, buscaba describir y narrar (música programática). Que la música en este punto imite a la literatura parecería echar a perder mi tesis. Pero la música imita a la pintura tanto como a la poesía cuando se convierte en representativa; y, además, me parece que Debussy usó el programa más como un pretexto para la experimentación que como un fin en sí mismo. De la misma manera que los pintores impresionistas estaban intentando alcanzar la estructura detrás del color, Debussy estaba intentando alcanzar el “sonido bajo la nota”.

Aparte de lo que estaba ocurriendo dentro de la música, la música como arte en sí mismo comenzó en este momento a ocupar una posición muy importante en relación con las demás. Por su naturaleza “absoluta”, su distancia de la imitación, su casi completa absorción en la cualidad física de su medio, así como por sus recursos de sugestión, la música había llegado a reemplazar a la poesía como el arte por antonomasia. Era el arte más envidiado por las demás artes de vanguardia, y cuyos efectos más se esforzaron en imitar. De este modo, fue el principal agente de la nueva confusión de las artes. Lo que hacía a la música tan atractiva para la vanguardia, tanto como su poder de sugestión fue, como he dicho, su naturaleza como arte de la sensación inmediata. Cuando Verlaine dijo “De la musique avant toute chose”, no solo le pedía a la poesía ser más sugestiva -lo cual era, después de todo, un ideal poético transferido a la música-, sino también que afectara al lector o al oyente con sensaciones más inmediatas y más poderosas.

Pero la vanguardia solo encontró lo que buscaba cuando su interés en la música la llevó a considerarla como un método del arte más que como un tipo de efecto. Fue entonces cuando se descubrió que la ventaja de la música se encontraba principalmente en el hecho de que era un arte “abstracto”, un arte de la “pura forma”. Lo era por su incapacidad objetiva de comunicar algo distinto de una sensación, y porque esta sensación no podía ser concebida en términos diferentes de los sentidos a través de los cuales llegaba a la consciencia. Una pintura imitativa puede ser descrita en términos de identidades no visuales, pero no una pieza musical, ya sea que intente imitar o no. Los efectos de la música son los efectos, esencialmente, de la forma pura; los de la pintura y de la poesía son, muchas veces, accidentales respecto a la naturaleza formal de estas artes. Solo aceptando el ejemplo de la música y definiendo cada una de las demás artes exclusivamente en términos del sentido o facultad que percibía su efecto y excluyendo de cada arte cualquier cosa inteligible en términos de otro sentido o facultad, alcanzarían las artes no musicales la “pureza” y autosuficiencia que deseaban; esto es, en la medida en que eran artes de vanguardia. El énfasis, por lo tanto, había de estar en lo físico, lo sensorial. La influencia corruptora de la “literatura” solo se hace sentir cuando se desatienden los sentidos. La confusión más reciente de las artes fue el resultado de una concepción errónea de la música como el único arte inmediatamente sensorial. Pero las demás artes también pueden ser sensoriales, basta que no busquen calcar los efectos de la música sino más bien tomar prestados sus principios como arte “puro”, como arte que es abstracto porque no es prácticamente nada más que sensorial.2

V

Guiándose, consciente o inconscientemente, por una noción de pureza derivada del caso de la música, las artes de vanguardia han alcanzado en los últimos cincuenta años una pureza y una delimitación radical de su campo de actividades de las que no hay ejemplo previo en la historia de la cultura. Ahora las artes están seguras, cada una dentro de sus límites “legítimos”, y el libre comercio ha sido reemplazado por la autarquía. La pureza en las artes consiste en la aceptación voluntaria de las limitaciones del medio de cada forma artística específica. Para probar que su concepto de pureza es algo más que una simple preferencia del gusto, los pintores apuntan al arte oriental, al arte primitivo y al arte infantil como ejemplos de la universalidad, naturalidad y objetividad de su ideal de pureza. Los compositores y poetas, aunque en mucho menor medida, pueden justificar sus esfuerzos por alcanzar la pureza refiriéndose a los mismos precedentes. La disonancia está presente en la música antigua y no occidental, la “incomprensibilidad” en la poesía folclórica. La cuestión, de hecho, está enfocada más agudamente en las artes plásticas, pues ellas, en su función no decorativa, han estado asociadas más de cerca con la imitación, y es en su caso donde el ideal de lo puro y lo abstracto han encontrado la mayor resistencia.

Las artes, entonces, han sido devueltas a sus medios y aisladas, concentradas y definidas en ellos. Es en virtud de su medio que cada forma de arte es única y estrictamente ella misma. Para restituir la identidad de un arte, la opacidad de su medio debe ser enfatizada. En las artes visuales se descubre que el medio es físico; de ahí que la pintura pura y la escultura pura busquen sobre todo afectar físicamente al espectador. En la poesía, que como he dicho también tuvo que escapar de la “literatura” o material temático para salvarse de la sociedad, se decide que su medio es esencialmente psicológico y sub o supralógico. El poema ha de apuntar a la consciencia general del lector, no simplemente a su inteligencia.

Sería bueno considerar la poesía “pura” por un momento, antes de pasar a la pintura. La teoría de la poesía como encantamiento, hipnosis o narcótico -es decir, como agente psicológico- puede rastrearse hasta Poe, y eventualmente hasta Coleridge y Edmund Burke con sus esfuerzos por localizar la poesía en la “fantasía” o la “imaginación”. Mallarmé, sin embargo, fue el primero que la convirtió en fundamento de una práctica poética consistente. El sonido, preceptuó, es solo un auxiliar de la poesía, no el medio mismo; y, además, en la actualidad la mayoría de la poesía se lee, no se recita: el sonido de las palabras es parte de su significado, no su vehículo. Para liberar a la poesía del material temático y darle pleno juego a su verdadero poder afectivo, es necesario que las palabras se liberen de la lógica. El medio de la poesía está circunscrito al poder de las palabras para evocar asociaciones y connotar. La poesía no subsiste ya en las relaciones entre las palabras como significados, sino en las relaciones entre las palabras como personalidades compuestas de sonido, historia y posibilidades de significado. La lógica gramatical solo se retiene en la medida en que es necesaria para poner en movimiento estas personalidades, ya que las palabras no relacionadas son estáticas cuando se leen y no se recitan en voz alta. Se hacen esfuerzos tentativos por descartar la forma métrica y la rima, porque son consideradas excesivamente específicas y determinadas, demasiado atadas a momentos, lugares y convenciones sociales particulares como para concernir a la esencia de la poesía. Hay experimentos en prosa poética. Pero, como en el caso de la música, se constató que la estructura formal era indispensable, que alguna estructura de este tipo era parte integral del medio de la poesía como un aspecto de su resistencia... El poema todavía ofrece posibilidades de sentido; pero solo posibilidades. Si cualquiera de ellas se presentara de manera demasiado precisa, el poema perdería la mayor parte de su eficacia, que consiste en agitar la consciencia con infinitas posibilidades que se aproximan al borde del sentido, aunque sin caer nunca en él. El poeta escribe no tanto para expresar, sino para crear una cosa que operará en la consciencia del lector para producir la emoción de la poesía. El contenido del poema es lo que provoca en el lector, no lo que comunica. La emoción del lector se deriva del poema como un objeto supuestamente único y no de referentes externos al poema. Esta es la poesía pura, tal como algunos ambiciosos poetas contemporáneos tratan de definirla con el ejemplo de su obra. Obviamente, es un ideal imposible, y sin embargo, la mayor parte de la mejor poesía de los últimos cincuenta años ha intentado alcanzarlo, ya sea la poesía acerca de nada o la poesía acerca de las penurias de la sociedad contemporánea.

Es más fácil aislar el medio en el caso de las artes plásticas, y en consecuencia se puede decir que la pintura y la escultura de vanguardia han alcanzado una “pureza” mucho más radical que la poesía de vanguardia. La pintura y la escultura pueden convertirse más completamente en lo que son; como la arquitectura funcional y la máquina, ellas aparecen como lo que hacen. Una pintura o una estatua se agotan en la sensación visual que producen. No hay nada qué identificar, conectar o pensar, pero todo para sentir. La poesía “pura” se esfuerza por la sugestión infinita, las artes plásticas “puras” se esfuerzan por lo mínimo. Si el poema, como afirma Valéry, es una máquina que produce la emoción de la poesía, la pintura y la estatua son máquinas que producen la emoción de la “visión plástica”. Las cualidades puramente plásticas o abstractas de la obra de arte son las únicas que cuentan. Si se enfatiza el medio y sus dificultades, inmediatamente los valores puramente visuales, propios de las artes visuales, pasan a primer plano. Si se subyuga el medio hasta el punto de que todo sentimiento de resistencia desaparece, los usos adventicios del arte se hacen más importantes.

La historia de la pintura de vanguardia es la de una rendición progresiva a la resistencia de su medio; esta resistencia consiste principalmente en la negativa del plano pictórico a los esfuerzos por “atravesarlo” para crear un espacio perspectivístico realista. Al capitular de esta manera, la pintura no solo se liberó de la imitación -y con ello de la “literatura”-, sino también de la confusión entre pintura y escultura, que surgía como corolario de la imitación realista. (La escultura, por su parte, enfatiza la resistencia de su material a los esfuerzos del artista por moldearlo en formas ajenas a la piedra, el metal, la madera, etcétera). La pintura abandona el claroscuro y el modelado con sombras. Los trazos de pincel a menudo se definen por mor de sí mismos. El lema del artista renacentista, Ars est celare artem, se convierte en Ars est demostrare artem. Los colores primarios, los colores “instintivos”, fáciles, reemplazan los tonos y la tonalidad. La línea, que es uno de los elementos más abstractos de la pintura, ya que no se encuentra nunca en la naturaleza como definición del contorno, retorna a la pintura al óleo como el tercer color entre otras dos áreas de color. Bajo la influencia de la forma cuadrada del lienzo, las formas tienden a hacerse más geométricas y simples porque la simplificación también es parte de la acomodación instintiva al medio. Pero lo más importante es que el plano mismo de la pintura se hace cada vez más superficial, aplanando y plegando los planos ficticios de la profundidad hasta reunirlos como uno solo en el plano real y material que es la superficie del lienzo; allí se encuentran uno al lado del otro, o entrelazados o impuestos transparentemente uno sobre el otro. Allí donde el pintor todavía intenta indicar objetos reales, sus formas se aplanan y se extienden en la densa atmósfera bidimensional. Se establece una tensión vibrante a medida que los objetos luchan por mantener su volumen contra la tendencia del plano pictórico real a reafirmar su planitud material y a aplastarlos en siluetas. En una etapa posterior, el espacio realista se agrieta y astilla en planos que se adelantan, paralelos a la superficie del plano. Algunas veces este avance hacia la superficie se acelera al pintar un segmento de madera con la textura de un trompe l’oeil, o al dibujar letras exactamente impresas y colocarlas de tal manera que destruyan la ilusión parcial de profundidad al reunir de golpe los distintos planos. De este modo el artista enfatiza deliberadamente lo ilusorio de las ilusiones que pretende crear. Otras veces estos elementos son utilizados en un esfuerzo por preservar una ilusión de profundidad al situarlos en el plano más cercano para hacer retroceder a los demás. Pero el resultado es una ilusión óptica, no una realista, y solo enfatiza todavía más la impenetrabilidad de la superficie del plano.

La destrucción del espacio pictórico realista, y con ella la del objeto, fue llevada a cabo por medio de la parodia que fue el cubismo. El pintor cubista eliminó el color porque, consciente o inconscientemente, estaba parodiando, con el fin de destruirlos, los métodos académicos para lograr volumen y profundidad, que son el sombreado y la perspectiva, y que como tales tienen poco que ver con el color en el sentido usual del término. El cubista utilizó estos mismos métodos para romper el lienzo en una multiplicidad de sutiles planos recesivos, que parecen desplazarse y desvanecerse en profundidades infinitas que, sin embargo, insisten en regresar a la superficie del lienzo. Al contemplar una pintura cubista de la última fase, somos testigos del nacimiento y la muerte del espacio pictórico tridimensional.

Y así como en la pintura la planitud prístina del lienzo templado lucha constantemente por imponerse sobre cualquier otro elemento, así en la escultura la figura de piedra parece estar a punto de volver al monolito original, y el vaciado parece estrecharse y alisarse, acercándose al flujo de metal fundido del que fue vertido, o intenta recordar la textura y plasticidad de la arcilla en que fue por primera vez elaborado.

La escultura ronda finalmente el límite de la arquitectura “pura”, y a la pintura se la hace ascender desde las profundidades ficticias hasta la superficie del lienzo y emerger al otro lado en forma de papel, tela, cemento y objetos reales de madera y otros materiales encolados, pegados o clavados a lo que originalmente era el plano transparente de la pintura, que el pintor ya no se atreve a perforar o que, si lo hace, es solo en un gesto de audacia. Artistas como Hans Arp, que comienzan como pintores, escapan eventualmente de la prisión del plano único pintando sobre madera o yeso y utilizando moldes o carpintería para elevar y bajar los planos. En otras palabras, pasan de la pintura al bajo relieve coloreado y finalmente -tanto deben alejarse para volver a la tridimensionalidad sin caer en el riesgo de la ilusión- se convierten en escultores y crean objetos redondos a través de los cuales pueden liberar sus sentimientos hacia el movimiento y la dirección de la geometría crecientemente ascética de la pintura pura. (Excepto en el caso de Arp y uno o dos más, la escultura de estos pintores metamorfoseados es más bien no escultórica, ya que proviene de la disciplina de la pintura. Usan color, formas intrincadas y frágiles y una variedad de materiales. Es construcción, fabricación).

Los franceses y españoles en París llevaron la pintura al borde de la abstracción pura, pero, con pocas excepciones, fue tarea de holandeses, alemanes y estadounidenses consumarla. Es en sus manos que el purismo abstracto se ha consolidado en escuela, dogma y credo. Hacia 1939 el centro de la pintura abstracta se trasladó a Londres, mientras que en París la generación más joven de pintores españoles y franceses reaccionaba contra la pureza abstracta y volvía a una confusión de la literatura con la pintura tan extrema como cualquiera del pasado. Estos jóvenes surrealistas ortodoxos no deben ser identificados, sin embargo, con los seudosurrealistas de la generación anterior, como Miró, Klee y Arp, cuyo trabajo, a pesar de sus intenciones aparentes, solo ha contribuido a un mayor despliegue de la pintura simple y llanamente abstracta. De hecho, muchos de los artistas -si no la mayoría- que contribuyeron de manera importante al desarrollo de la pintura moderna lo hicieron con el deseo de explorar la ruptura con el realismo imitativo para lograr una expresividad más poderosa, pero tan inexorable era la lógica del desarrollo que al final su obra no constituyó más que otro paso hacia el arte abstracto y hacia una mayor esterilización de los factores expresivos. Esto ha sido así, tanto si el artista era Van Gogh, Picasso o Klee. Todos los caminos conducen al mismo lugar.

VI

No he ofrecido otra explicación para la superioridad actual del arte abstracto que su justificación histórica. Así que lo que he escrito hasta aquí ha resultado ser una apología histórica del arte abstracto. Argumentar desde cualquier otro fundamento requeriría más espacio del que dispongo, e implicaría adentrarse en la política del gusto -para emplear la frase de Venturi- de la cual no hay salida -en un texto escrito-. Mi propia experiencia del arte me ha forzado a aceptar la mayoría de los estándares del gusto de los que ha derivado el arte abstracto, pero no sostengo que sean los únicos estándares válidos para toda la eternidad. Simplemente los considero los más válidos en este momento. No tengo duda de que serán reemplazados en el futuro por otros estándares, que serán quizá más inclusivos que cualquier otro posible ahora. E incluso ahora no excluyen todos los otros criterios posibles. Todavía soy capaz de disfrutar un Rembrandt, más por sus cualidades expresivas que por sus valores abstractos, tan ricos como puedan ser.

Basta decir que no hay nada en la naturaleza del arte abstracto que lo obligue a ser así. El imperativo viene de la historia, de la época en conjunción con un momento particular alcanzado en una tradición artística particular. Esta conjunción mantiene al artista en una obligación de la que solo puede escapar doblegando su ambición y regresando a un pasado rancio. Esta es la dificultad para aquellos que no están satisfechos con el arte abstracto, sintiéndolo demasiado decorativo o demasiado árido e “inhumano” y que desean regresar a la representación y la literatura en las artes plásticas. No se puede uno deshacer del arte abstracto con una evasión simplista. O con la negación. Solo podemos deshacernos del arte abstracto asimilándolo o luchando para ir más allá de él. ¿Hacia dónde? No lo sé. Sin embargo, me parece que el anhelo de regresar a la imitación de la naturaleza en el arte no tiene más justificación que el deseo de ciertos partisanos del arte abstracto de legislarlo como algo permanente.

Referencias

Babbit, I. (1910). The New Laokoon: An Essay on the Confusion of the Arts. Houghton Mifflin. [ Links ]

Greenberg, C. (1986 (1940)). Towards a Newer Laocoön. En J. O’Brian (Ed.), The Collected Essays and Criticism I: Perceptions and Judgments, 1939-1944 (pp. 23-38). University of Chicago Press. [ Links ]

Pater, W. (2011 (1900)). The School of Giorgione. En The Works of Walter Pater (pp. 130-154). Cambridge University Press. [ Links ]

1Esa es la confusión de las artes de la que, según Babbit (1910), hay que hacer responsable al Romanticismo. (N. del A.)

2Las ideas acerca de la música que expresa Pater en The School of Giorgione reflejan esta transición de lo musical a lo abstracto mejor que cualquier obra de arte en particular. (N. del A.)

* Tomado de: Clement Greenberg (1986 [1940]), “Towards a Newer Laocoön”, en J. O’Brian (Ed.), The Collected Essays and Criticism I: Perceptions and Judgments, 1939-1944 (pp. 23-38), University of Chicago Press.

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