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Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe

versión On-line ISSN 1794-8886

memorias  no.37 Barranquilla ene/abr. 2019

https://doi.org/10.14482/memor.37.986.104 

Artículos de Investigación

Celebrando y redefiniendo el mestizaje: raza y nación durante la República Liberal, Colombia, 1930-1946

Celebrating and redefining the Mestizaje: Race and Nation during the Liberal Republic, Colombia, 1930-1946

Celebrando e redefinindo a miscigenação: raça e nação durante a República Liberal, Colômbia, 1930-1946

Francisco Javier Flórez Bolívar1 

1Es historiador de la Universidad de Cartagena (Colombia), con un Graduate Certificate in Latin American Studies, MA y Ph. D. en Historia de la Universidad de Pittsburgh. Actualmente labora como profesor-investigador del Programa de Historia de la Universidad de Cartagena, y dirige la revista El Taller de la Historia. Entre sus publicaciones recientes se encuentran “Revisitando la Hegemonía Conservadora: raza y política en Cartagena (Colombia), 1885-1930”, Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, 23:1, enero-junio 2018, pp. 93-120, y “Un diálogo diásporico: el lugar del Harlem Renaissance en el pensamiento racial e intelectual afrocolombiano (1920-1948)”, Historia Crítica, 55, pp. 101-124. Orcid: https://orcid.org/0000-0002-9095-7433 Correo: fflorezb1@unicartagena.edu.co


Resumen

Entre 1930 y 1946, a partir de la celebración del carácter mestizo de la población, el Gobierno colombiano amplió el imaginario nacional oficial tras cincuenta años de exaltar la herencia hispánica como base de la identidad. Por consiguiente, en este artículo exploramos el uso e interpretaciones que sectores negros y mulatos hicieron de las ideas de mestizaje que entonces circularon en Colombia, y argumentamos que durante ese periodo un grupo de poetas, músicos, pintores, escultores y escritores negros y mulatos repensaron el discurso del mestizaje propuesto por los gobiernos liberales. De particular interés fueron las ideas dirigidas a rescatar las manifestaciones artísticas autóctonas y las visiones positivas que circularon sobre el carácter mestizo de la nación colombiana. Precisamente, fueron estas dos conceptualizaciones las que llevaron a concluir que, si Colombia era una nación mestiza, caracterizada por la mezcla de indígenas, europeos y negros, las manifestaciones culturales de cada uno de estos tres componentes debían ser incorporadas en igualdad de condiciones en la construcción del imaginario nacional colombiano.

Palabras clave: mestizaje; raza; nación; negros; Colombia

Abstract

Between 1930 and 1946, after fifty years of exalting the Hispanic heritage as the basis of the Colombia’s national identity, the Colombian government expanded the official national imaginary by celebrating the mestizo character of its population. In this article, I explore how people of African-descent conceptualized notions of mestizaje that circulated in Colombia during those years. I argue that a group of Afro-Colombian poets, musicians, painters, sculptors and writers redefined the notion of mestizaje proposed by some Liberal intelectualls and politicians. Paying particular attention to the positive characterization of Colombia as a mestizo country, that group of Afro-Colombians concluded that if Colombia was a country characterized by the mixture of indigenous, European and black people, the cultural manifestations of each of these three groups should be incorporated in the definition of Colombian national identity that was under debate between 1930 and 1946.

Keywords: mestizaje; race; nation; blacks; Colombia

Resumo

Entre 1930 e 1946, depois de cinquenta anos de exaltação da herança hispânica como base da identidade nacional da Colômbia, o governo colombiano ao celebrar o caráter mestiço de sua população expandiu o imaginário nacional oficial. Neste artigo, eu exploro como as pessoas de ascendência africana conceitualizam as noções de mestiçagem que circularam na Colômbia durante esses anos. Eu argumento que um grupo de poetas, músicos, pintores, escultores e escritores afro-colombianos redefiniu a noção de mestiçagem proposta por alguns intelectuais e políticos liberais. Dando especial atenção à caracterização positiva da Colômbia como país mestiço, esse grupo de afro-colombianos concluiu que se a Colômbia fosse um país caracterizado pela mistura de povos indígenas, europeus e negros, então, as manifestações culturais de cada um desses três grupos deve ser incorporada na definição de identidade nacional colombiana que estava sendo debatida entre 1930 e 1946.

Palavras chave: mestiçagem; raça; nação; pretos; Colombia

Presentación

En 1930, Manuel Mosquera Garcés, a través de un artículo titulado “El arte negro dentro de la concepción nacionalista”, se lamentaba por el escaso cultivo que tenían las manifestaciones artísticas negras en Colombia. Mosquera Garcés, oriundo del ahora departamento del Chocó y como estudiante de Derecho en la Universidad Externado en Bogotá, señalaba entonces que en su país eran imperceptibles las actuaciones con las cuales la artista afroamericana Joshepine Baker había conquistado la escena musical de Europa. Así mismo advertía la ausencia de revistas y periódicos similares a los que en Haití y Cuba editaban escritores negros en su lucha contra “la opresión yanqui”. Y tras el lamento, y a la vez fascinación por el protagonismo que estaban adquiriendo sectores de la diáspora africana en el mundo Atlántico, planteó la necesidad de exaltar la cultura negra al interior de la identidad nacional colombiana. Las fuentes de inspiración para tal reconocimiento no solo debían buscarse en las experiencias que sus pares negros venían adelantando desde Cuba, Puerto Rico o Estados Unidos, sino que también era imperativo seguir “el apostolado indio de José Vasconcelos, bregando por crear el espíritu de superación aborigen”1.

La alusión de Mosquera Garcés a este escritor mexicano se enmarca en la acogida que varios sectores negros y mulatos dieron a la idea de valorar el carácter mestizo de las naciones latinoamericanas. Teniendo en cuenta esta identificación, las aproximaciones iniciales realizadas entre los años setenta e inicios de los noventa del siglo xx, se caracterizaron por señalar que el mestizaje no era más que un mito, una herramienta ideológica creada por las élites para ocultar las marcadas lógicas de desigualdad racial que reinaban en sus países. Al mismo tiempo, estos estudios argumentaron que el discurso del mestizaje fue el principal impedimento para que los afrolatinoamericanos, a diferencia de sus pares de Estados Unidos o Sudáfrica, no organizaran poderosos movimientos raciales ni se movilizaran colectivamente en contra de las desigualdades sociales y tampoco alcanzaran la igualdad racial (Kronus y Solaún, 1973; Brading, 1984; Knight, 1990; Andrews, 1991; Hanchard 1994; Helg, 1995; Butler; 1998).

Esta línea interpretativa, aunque central para resaltar la persistente discriminación racial que miembros de las élites intentaban ocultar a través del discurso del mestizaje, dejaba sin resolver una pregunta central: ¿qué fue lo que permitió que durante cerca de doscientos años de vida republicana el mestizaje perdurara como narrativa fundacional de la identidad nacional de varios países latinoamericanos? Análisis recientes sobre naciones que desarrollaron discursos de armonía racial sugieren como parte de la explicación a este interrogante el hecho de que el discurso del mestizaje contó con una base social que involucró a otros sectores distintos de las élites intelectuales y políticas (Telles, 2004; Sue, 2013 ).

El trabajo de Alejandro de la Fuente sobre la lucha de los afrocubanos por la igualdad durante la primera república (1901-1930) fue uno de los primeros en plantear la posibilidad de visualizar esta retórica como una herramienta central para estos sectores en su intento de reclamar la incumplida promesa de igualdad racial. Según De la Fuente, los activistas y políticos afrocubanos no sólo invocaron, instrumentalizaron e hicieron uso del discurso de armonía racial, sino que participaron activamente en la elaboración y creación del mismo (De la Fuente, 1999).

Interpretaciones sobre el discurso de democracia racial en Brasil, como las de Bryan McCann (2004) y Paulina Alberto (2011) han reconstruido las posibilidades que la citada retórica abrió para los sectores afrobrasileros y el papel que jugaron en su creación. McCann, quien analizó el uso que el presidente Getulio Vargas en sus distintas administraciones hizo de la cultura popular para cimentar una cultura nacional que venciera las diferencias regionales y de clases, demostró que la exaltación oficial de los ritmos y prácticas culturales populares fue instrumentalizada por los artistas y grupos musicales. Lejos de ser cooptados o manipulados, dice el autor en mención, estos actores sociales aprovecharon la retórica oficial para posicionar estilos musicales regionales y marginales en la esfera nacional (McCann, 2004). Por su parte, al rastrear los discursos a través de los cuales un pequeño grupo de intelectuales afrobrasileros exigió su inclusión efectiva en Sao Paulo, Río de Janeiro y Salvador de Bahía, Alberto (2011) le otorgó un papel aún más activo a este grupo social. Haciendo eco de los citados hallazgos de Alejandro de la Fuente y Ada Ferrer, esta autora demuestra que los intelectuales afrobrasileros, ya fuera condenando públicamente la discriminación racial de que eran objeto, o respaldando las ideologías nacionales de armonía racial, jugaron un rol central en la construcción de la idea de democracia racial en Brasil (Alberto, 2011).

A su vez, siguiendo de cerca algunas de estas innovaciones historiográficas, la historiadora Marixa Lasso (2007) llamó la atención sobre la necesidad de repensar el mestizaje en Colombia a través del uso que sectores de origen afrodescendiente hicieron de ese discurso. De esta manera, explorando los orígenes de los discursos de armonía racial, esta investigadora demostró que negros y mulatos libres hicieron uso de ellos para darle materialidad a la promesa de la igualdad que surgió al calor de las luchas por la independencia de la Corona española en las primeras décadas del siglo XIX (Lasso, 2007). Así, su interpretación irrumpió en una historiografía en la que el mestizaje generalmente ha sido interpretado, por un lado, como una narrativa creada y desarrollada exclusivamente por las élites colombianas para eliminar la diversidad étnica2 . Y por otro lado, como un discurso al que los habitantes negros terminan adaptándose (acríticamente) para lograr procesos de movilidad social, facilitando con ello el funcionamiento de una retórica de mestizaje que es incluyente y excluyente a la vez3 . Esta doble perspectiva, ha llevado a que los pocos investigadores colombianos que han explorado la relación de sectores negros con el discurso del mestizaje en el siglo XX afirmen que tal identificación se reduce a una posición idílica, con la cual simplemente se reproduce el discurso racial oficial (Pisano, 2013).

Insistiendo en la idea de que el mestizaje en determinados momentos sirvió como lenguaje para navegar en el jerárquico orden racial latinoamericano, en este artículo exploramos la identificación que estudiantes y profesionales negros y mulatos colombianos tuvieron con la exaltación que se hizo del mestizaje desde algunas esferas estatales entre 1930 y 1946. A partir de las voces y propuestas artísticas de estudiantes y profesionales negros y mulatos de las costas Pacífica y Caribe colombiana, pretendemos responder tres preguntas centrales: ¿Cómo estos sectores interpretaron las ideas de mestizaje que circularon en Colombia entre 1930 y 1946? ¿Qué uso político les dieron a esas ideas para posicionar manifestaciones culturales de base africana en el marco del proyecto de identidad nacional que los gobiernos liberales intentaron construir? ¿Cuál fue el impacto de los debates raciales que respecto a las nociones de mestizaje y nación se desplegaron durante el periodo llamado por la historiografía colombiana como la República Liberal?

Argumentamos que entre 1930 y 1946, mientras el mestizaje ganaba espacios en las esferas instituciones estatales colombianas, un grupo de poetas, músicos, pintores, escultores y escritores de origen afrodescendiente -a través de artículos, ensayos, libros, composiciones musicales, pinturas o esculturas- disputaron un lugar para los sonidos, símbolos y estéticas de base africana. Sostenemos que ante las resistencias que experimentaron a la hora de posicionar estas manifestaciones en el contexto nacional, estudiantes y profesionales negros y mulatos hicieron una lectura en clave negra del discurso de armonía racial celebrado por los gobiernos liberales. De particular interés fueron las visiones positivas que hicieron del carácter mestizo de las naciones latinoamericanas y las ideas de rescatar las manifestaciones artísticas autóctonas. Así, a partir de estas dos conceptualizaciones, concluyeron que si Colombia era una nación mestiza, caracterizada por la mezcla de indígenas, europeos y negros, las manifestaciones culturales de cada uno de estos tres componentes debían ser incorporadas en igualdad de condiciones en la construcción de la identidad nacional colombiana que tuvo lugar durante la República Liberal (1930-1946).

La República Liberal y el retorno al mestizaje como discurso fundacional de la nación

En 1930, tras cincuenta años de gobiernos de orientación conservadora, el Partido Liberal asciende al poder e inicia un proceso de ampliación del imaginario nacional colombiano. Sin abandonar por completo el culto por las tradiciones de origen español que se retomó a finales del siglo xix y la fascinación con las ideas del racismo científico que impactaron en Colombia a partir de 1910, el Gobierno colombiano incorporó una narrativa que celebró la mezcla racial. “El país es el crisol donde va lentamente elaborándose uno de los más ricos y confusos mestizajes de que haya rastro en la historia”, afirmó el influyente cronista liberal Armando Solano (1983) en uno de sus artículos (p. 283). El periódico El Liberal de Bogotá, principal vocero del Gobierno nacional, caracterizó a Colombia en los siguientes términos: “Nación que es el más completo resumen de las razas del planeta, crisol en que se han fundido y se funden a diario el negro, el blanco, el indio y las diversas variedades de mestizos y mulatos entre sí”4 .

Esta aproximación al mestizaje distaba de la celebración que del mismo hicieran figuras como el libertador Simón Bolívar o el ilustrado liberal José María Samper a principios y mediados del siglo xix, respectivamente (Múnera, 2005). La inicial herramienta que estos líderes visualizaron como propicia para lograr el blanqueamiento se transformaba ahora en una narrativa que subrayaba que Colombia era una suerte de crisol donde se habían mezclado diferentes grupos raciales (negros, indígenas, europeos) para dar origen a una sociedad cuya grandeza radicaba en su carácter mestizo.

El escritor José Vasconcelos fue uno de los intelectuales que contribuyó a construir y popularizar esta mirada sobre el mestizaje en Colombia durante los años veinte y cuarenta del siglo XX. En su obra La raza cósmica, Vasconcelos, haciendo de la hibridez un atributo y no el signo que según los cánones europeos y estadounidenses condenaba al atraso a las naciones mestizas, sostuvo que en los territorios latinoamericanos se produciría una poderosa mezcla entre blancos, indígenas, negros y asiáticos que daría forma a una quinta raza: la raza cósmica. Esta nueva raza, que consideraba superior a las cuatro que le habían antecedido, sería la encargada de forjar una sociedad en la que, a diferencia de la entonces imperante segregación en el sur de los Estados Unidos, reinaría la armonía racial. “La raza nueva será la síntesis o raza íntegra, hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad y visión realmente universal”, profetizaba Vasconcelos (1925) en su obra (p. 18).

Es cierto, como lo siguen señalando algunos autores, que en esta celebración del mestizaje estaban presentes elementos que hacían eco de un discurso de mejoramiento étnico (Manrique, 2016; Pisano, 2012). Por ejemplo, en algunos pasajes, haciendo uso de un lenguaje enmarcado en la existencia de grupos superiores e inferiores, Vasconcelos ubica en el segundo grupo a los sectores negros. “Los tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte podría redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas”, resalta a la hora de hablar del proceso de “mejoramiento étnico” que se lograría con el advenimiento de la quinta raza en el trópico (Vasconcelos, 1925, p. 30). También, por momentos, es visible una marcada tendencia a asignarle cierto grado de superioridad a la raza blanca. “Si no queremos excluir ni a las razas que pudieran ser consideradas como inferiores, mucho menos cuerdo sería apartar de nuestra empresa a una raza llena de empuje y de firmes virtudes sociales”, menciona Vasconcelos al hablar del lugar del “yanqui” en la configuración de la raza cósmica (p. 24)

Pero, como ha sido resaltado también por la reciente historiografía sobre los mitos de armonía y democracia racial, leer esta aproximación al mestizaje únicamente como un intento racista de las élites intelectuales y políticas por eliminar todo signo de diversidad es perder de vista el potencial liberador que esta narrativa introdujo en un contexto en el que la heterogeneidad racial era el sino de la realidad latinoamericana (De La Fuente, 1999; Alberto, 2011). Ese potencial liberador se pone de presente cuando Vasconcelos (1925), contrariando los postulados del racismo científico, llama la atención sobre la necesidad de superar el complejo de inferioridad que había sido internalizado por los habitantes de los territorios mestizos: “De esta suerte nosotros mismos hemos llegado a creer en la inferioridad del mestizo” (p. 31), afirma. Y acto seguido exalta las bondades del mestizaje y sus efectos benéficos para las sociedades que lo han experimentado. “Y es en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo fundamental de la idiosincrasia iberoamericana”, se lee en uno de los apartes del prólogo de La raza cósmica. Está presente, además, en la valía que le otorga al “arte del trópico” que, contrario al rótulo de bárbaro que le otorgan “los primitivos de las tierras frías y templadas”, considera una “cosa total”, propia de las “civilizaciones que allí se desarrollan” (Vasconcelos, 1925, p. 204).

Esta visión positiva del mestizaje propuesta por José Vasconcelos y la exaltación del “arte del trópico” se hicieron populares en varios países latinoamericanos. El mismo Vasconcelos, a través de sus viajes al exterior, se encargó de dar a conocer sus críticas a las ideas provenientes del racismo científico y las bondades que tenía el mestizaje para el fortalecimiento de la “idiosincrasia iberoamericana”. Su recorrido por Suramérica, según se deduce de las notas de viaje que dieron forma a La raza cósmica, incluyó estadías y conferencias en Brasil, Chile, Argentina y Uruguay.

Colombia, que no aparece mencionada en esa obra, también fue uno de los destinos visitados por Vasconcelos. En 1930, en el marco del inicio de la República Liberal, llegó a territorio colombiano. Sin embargo, desde los años 20 sus ideas ya eran conocidas en el país. En 1923, por ejemplo, una organización estudiantil de Bogotá lo designó como maestro de la juventud colombiana y, en acto de agradecimiento, les hizo llegar un mensaje en el que pontificó sobre socialismo, dio a conocer las reformas educativas que había impulsado en México, y, por supuesto, insistió en la necesidad de celebrar el mestizaje en las naciones latinoamericanas5

La conexión que artistas, intelectuales y políticos colombianos desarrollaron con los muralistas mexicanos también fue definitiva en la familiaridad que tuvieron con el pensamiento racial vasconceliano. Vasconcelos, durante su desempeño como ministro de Educación de México, impulsó a un grupo de artistas para que a través de murales y pinturas en lugares públicos contribuyeran a romper con el elitismo del campo artístico y, al hacerlo, forjaran una cultura nacional propia.

En este contexto, pintores y escultores como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, fieles a los ideales de Vasconcelos, produjeron una serie de obras en las que exaltaron a líderes revolucionarios, indígenas y campesinos como actores centrales de la formación de la nueva identidad nacional (Baquero y Torres, 2013).

Varios artistas colombianos, entre ellos los pintores y escultores Rómulo Rozo, Luis Alberto Acuña, Pedro Nel Gómez, Gonzalo Ariza, Ignacio Gómez Jaramillo, se identificaron con las obras de los muralistas mexicanos. Estos artistas se declararon admiradores de los trabajos de Diego Rivera y Alfaro Siqueiros y Clemente Orozco. En una entrevista reproducida por el diario El Liberal de Bogotá, Luis Alberto Acuña expresó que “el arte nacional mexicano se ha colocado a la vanguardia en América”, gracias a su “tradición doblemente milenaria y por la idiosincrasia de sus habitantes, que recibieron con el mestizaje lo más bravo de la raza indígena…, y lo más árido de la raza española”. Antes del arte mexicano, anotó, “nuestra posición no era otra que la de meros plagiarios del arte que nos venía de fuera. Siqueiros y Rivera, no son otra cosa que los heraldos de la liberación de cánones europeos”6, concluye Acuña

Esta conexión con los muralistas mexicanos se vio reflejada en los motivos que artistas como Luis Alberto Acuña o Rómulo Rozo resaltaron en sus obras: campesinos, obreros y, sobre todo, dioses, diosas, figuras y formas indígenas aparecieron una y otra vez en sus creaciones artísticas. Precisamente, una escultura de Rozo, La Bachué, realizada en honor a la madre primigenia del pueblo muisca, inspiró a un grupo de pintores y escritores que a partir de 1930 contribuyeron a exaltar lo indígena en el arte colombiano. Conocida como los Bachué, esta generación de artistas y escritores, que también siguieron de cerca el pensamiento indigenista del peruano José Carlos Mariátegui, se propuso “colombianizar a Colombia”. Se trataba, como lo sugiere el historiador del arte Álvaro Medina, de un intento por nacionalizar la literatura y el arte a partir de un doble ejercicio: revivir el pasado y, a la vez, estar abierto a las corrientes de renovación (Medina, 2013).

Los esfuerzos por colombianizar a Colombia, a la luz de estos postulados, derivaron, entre otras cosas, en la construcción de un discurso inclusivo que le asignó un nuevo lugar a lo popular en la nación. Los gobiernos de Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945) y Eduardo Santos (1938-1942), por ejemplo, implementaron programas culturales y educativos cuyo propósito central era identificar elementos sobre los cuales se podía cimentar la nueva identidad nacional. En 1935, bajo la dirección del ministro de Educación Luis López de Mesa, se presentó el Proyecto de la Cultura Aldeana, una apuesta por “vulgarizar” y llevar “cultura” a todas las regiones del país. Seis años más tarde, con el liderazgo del etnólogo francés Paul Rivet, se fundó el Instituto Etnológico Nacional. En los años cuarenta también tuvo lugar la realización de la Encuesta Folclórica Nacional (1942), se formó la Comisión Nacional del Folclor (1943), y se creó la Revista Colombiana del Folclor (1946), (Silva, 2005).

En países como Brasil y Cuba, esta exaltación de lo popular -en el marco de la veneración de lo mestizo- se tradujo en una revaloración de los ritmos y manifestaciones culturales de origen africano. En Brasil, la samba y el capoeira, proscritos en el marco del discurso del blanqueamiento que primó entre 1880 y 1930, fueron popularizados en los mandatos de Getulio Vargas entre 1930 y 1945 (McCann, 2004). Igual dinámica ocurrió con ritmos y religiones de origen africano en Cuba bajo la presidencia de Gerardo Machado y luego en el régimen del dictador Fulgencio Batista (Moore, 1997).

En Colombia, al menos en las esferas estatales, el pasado de las culturas indígenas obtuvo un lugar de privilegio durante la exaltación de lo popular liderada por los gobiernos de la República Liberal (Rappaport, 1990). Desde espacios institucionales se escucharon voces y se organizaron actividades que exaltaban el pasado indígena colombiano. En 1941, en honor a la “memoria de los aborígenes que habitaban en el valle de los Alcázares al iniciarse el periodo de la Conquista”, el concejo municipal de Bogotá estableció el 11 de noviembre como fecha para celebrar la “Fiesta del Indio”7. La embajada de Colombia, para conmemorar los aniversarios de la Independencia de Colombia en el exterior, organizó exposiciones artísticas con las obras de pintores y escultores cuyos motivos centrales eran las culturas indígenas que habitaron en los Andes (Medina, 2013).

De manera que la centralidad que se le otorgó a un grupo racial frente al otro tuvo implicaciones significativas en las identidades nacionales que se construyeron en estas naciones entre 1930 y 1945. En Brasil, por ejemplo, las comunidades indígenas que inicialmente fueron utilizadas para darle forma a los discursos de armonía racial desaparecieron de las representaciones sociales y culturales. Ahora, las prácticas culturales de base africana se movieron hacia el centro de las formulaciones oficiales y populares de la identidad nacional (Alberto, 2011). En Colombia, el privilegio que se le otorgó a lo indígena, marginó las prácticas culturales de las comunidades negras de los referentes oficiales de la identidad nacional que se construyó durante la República Liberal.

La preponderancia que en el marco representacional de la nación obtuvo lo indígena sobre lo negro, no pasó desapercibido para algunos de los estudiantes y profesionales negros y mulatos. Mosquera Garcés, en el ya citado artículo sobre el arte negro dentro de la concepción nacionalista, fue quien expresó con mayor claridad los límites del discurso identitario liberal. En Colombia, según este escritor, la preocupación por la difusión cultural autóctona se había concentrado en lograr “el despertar de la conciencia aborigen”. Esa labor se había visto favorecida por el accionar de los Bachúes, a quienes consideraba un grupo de artistas que comprendieron que “en el fondo de nuestras razas desvalidas, se encuentra la piedra suficiente para edificar la fábrica de las prosperidades nacionales”. Dado que, según decía Mosquera, este proceso no estaba ocurriendo con la exaltación de los valores de la población negra, abrigaba la esperanza de que “parejas a la tarea nacionalista de los Bachúes en sus preocupaciones aborígenes, vendrá la generación que luche por el levantamiento intelectual de los negros y mulatos que moran en amplias zonas del país”. Esta labor, insistía, era necesaria “para cumplir en verdad los pronósticos que está haciendo Fernando González (sic) al avizorar el advenimiento del gran mulato y del gran mestizo como los futuros constructores de la nacionalidad”. Esa tarea, en su criterio, le correspondía a la “mocedad mulata (que) se está aprestando a ocupar los sitiales que antes fueron patrimonio, por razones económicas, de los vástagos de los conquistadores”8 . La “mocedad mulata” integrada, entre otros, por quienes cursaban sus estudios en centros universitarios en Bogotá, iniciaría la exaltación de las manifestaciones culturales de base africana ansiada por Mosquera Garcés.

Exaltando las estéticas negras

Escritores, poetas, músicos, escultores, pintores de origen afrodescendiente de las regiones Caribe y Pacífica fueron los encargados de exaltar las estéticas de base africana. Al igual que ocurrió en Estados Unidos, desde finales del siglo XIX, y en países del área circuncaribe, a partir de las primeras décadas del XX, en los años treinta emergieron líderes negros interesados en construir una nueva representación racial sobre sí mismos y sobre la forma como eran visualizados (Gates Jr. y Jarret, 2007; Putnam, 2013). Las oleadas migratorias que tuvieron lugar con los procesos de modernización e industrialización durante los años treinta y cuarenta jugaron un papel central en el surgimiento de esta conciencia racial. Durante estas décadas Bogotá, Medellín, Cali o Cartagena recibieron legiones de habitantes de las zonas rurales que llegaban en busca de oportunidades laborales y de estudio, entre ellos negros y mulatos.

Precisamente, el tránsito de algunos miembros de estos grupos de población de sociedades mayoritariamente negras y mestizas a contextos que se autodefinían como culturalmente blancos (Bogotá, Medellín), o a centros urbanos caracterizados por fuertes jerarquías raciales (Cartagena, Cali), incidió en sus procesos de autoidentificación racial. El escritor Manuel Zapata Olivella fue quien expresó con mayor claridad cómo esa experiencia migratoria marcó de una vez y para siempre la forma en que él y sus hermanos Juan y Delia entendieron su realidad racial y la de sus pares en otros contextos. Hijos de un profesor, periodista y líder socialista negro, los Zapata Olivella nacieron en la población de Lorica (para entonces departamento de Bolívar), y luego se trasladaron a Cartagena a realizar sus estudios de bachillerato en la Universidad de Cartagena. Allí Manuel y Juan se interesaron en la medicina, mientras Delia empezó a cultivar su interés por las artes escénicas y plásticas. Juan se hizo médico en esta institución de educación superior, mientras que Manuel y Delia escogieron la Universidad Nacional de Bogotá para adelantar su formación en Medicina y Escultura, respectivamente.

En 1990, cuando Manuel era ya un reconocido escritor, rememoró en su obra Levántate mulato las implicaciones identitarias que tuvo con su llegada a una ciudad mayoritariamente blanca. En Bogotá no solo conoció -por comentarios de estudiantes de la costa Pacífica- la realidad racial que vivían sus pares negros en Chocó, el Cauca y otros contextos urbanos y rurales de esta región. También, según su relato, él y su hermana Delia enfrentaron miradas despectivas que fueron definitivas para saberse y sentirse negros. “Adquirimos conciencia de sus prejuicios cuando se nos llamaba negros con “alma blanca” o al insinuar que “el color negro nos ofendía”, recuerda el escritor refiriéndose a cómo lo percibían los habitantes blancos de Bogotá (Zapata, 1990, p. 185).

La conexión que varios de estos estudiantes y escritores tuvieron con integrantes de movimientos como el Harlem Renaissance (Langston Hughes) y el afrocubanismo (Nicolás Guillén), también fue central en el surgimiento de esa nueva conciencia racial. Los vínculos entre sectores afrocolombianos y afroamericanos dieron forma a un diálogo diaspórico que no solo les permitió a estudiantes y profesionales negros y mulatos participar de manera activa en las discusiones y luchas que estaban adelantando otros sectores afrodescendientes en las Américas, sino que también fue central para forjar un sentido de pertenencia a una diáspora negra (Flórez, 2015).

Jorge Artel, poeta nacido en Cartagena, admirador del poeta Langston Hughes y quien en 1930 migró a Bogotá a realizar estudios de Derecho, fue uno de los primeros que a nivel nacional abiertamente reconoció su pertenencia a la raza negra. En 1932, en una carta publicada en el diario El Tiempo de esa ciudad, se declaró “el único intérprete fiel de la raza negra en Colombia”. Antes de él, afirmaba con contundencia, lo que existía en la costa Caribe era una “mulatería burguesa” que a todo momento vivía “ocultando su color de piel como una maldición”9. Juan Zapata Olivella, en un perfil que realizó sobre Natanael Díaz, un estudiante y líder negro de Puerto Tejada (Cauca), también expresó con orgullo esa identificación racial: “Natanael Díaz se siente íntegramente negro como yo; negro orgulloso de la gran riqueza melanica (sic) que tiene el forro epidérmico de su cuerpo”, escribió desde el Diario de la Costa10.

Este sentimiento de orgullo racial lo plasmaron en poemas, canciones, cuentos, ensayos y novelas. Tanto en Cartagena como en Quibdó, los poetas negros se preocuparon por establecer a través de sus creaciones los vínculos existentes entre su realidad racial y la de sus ancestros africanos. Esa intención se ve reflejada en los poemas de Jorge Artel titulados Negro soy y La voz de los ancestros. En ambos, el yo poético reconstruye ese vínculo dejando claro a qué mundo racial pertenece y rememorando las vivencias de los esclavos y asumiéndolas como propias. “Negro soy desde hace muchos siglos/ poeta de mi raza, heredé su dolor”, expresó en el primer poema (Artel, 2009, [1940] p. 41). En el segundo, el yo lírico entona: “¡Oigo galopar los vientos / temblores de cadena y rebelión/ mientras yo -Jorge Artel- galeote de un ansia suprema/ hundo remos de angustias en la noche!”11.

Un contenido similar se halla en las creaciones de los poetas Ramón Lozano Garcés y Jesús Becerra Moreno, los dos oriundos de Quibdó. En 1930, a través de la poesía Recuerdo parlante del Chocó, Lozano Garcés definía a este territorio como “un jeroglífico indio-africano”12. Becerra, por su parte, le restaba importancia al hecho de carecer de algún tipo de linaje y declaraba orgulloso su vínculo con África.

“No ostento pergaminos de cuna ni de raza/porque como hijo de África color de ébano soy”, declaró en uno de sus poemas13.

Rogerio Velásquez (1905-1965), poeta y escritor nacido en la población de Sipí, y que luego migró hacia Quibdó, también hizo parte de estas emergentes voces negras que incorporaron las realidades raciales de los habitantes del Chocó dentro de sus poemas. En Canción del éxodo primero, publicada en 1941, Velásquez rememoró el martirio vivido por sus ancestros africanos: “Encomendero de fusta para lacerar espaldas/ porque pasáis sin hablar martirizando mi raza”. En otras ocasiones, como en el poema Arrullos para el niño negro, retomaba las canciones de cunas de los esclavizados para enfatizar sus ansias de libertad: “Arrurú, mi nene/arrurú mi sol/ojalá que sueñes con tu libertad”14

La pintura y escultura también fueron espacios que sintieron los efectos de la exaltación y reivindicación de las tradiciones y realidades culturales de las comunidades negras. En Quibdó, por ejemplo, el escultor y pintor negro José Laó Moreno, nacido en la población de Cértegui y formado en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, dedicó varias de sus obras a los bogas y a los trabajadores de las minas del Chocó15. En Cartagena, obras pictóricas centradas en temas asociados a la cultura negra también hicieron parte del catálogo de los pintores Martín Banquez Pérez y José Wilfrido Cañarete (Ramírez, 2015).

La música fue otra manifestación cultural a través de la cual los habitantes de origen afrodescendiente de ambas costas expresaron la sensibilidad que estaban desarrollando frente a lo negro. Los sonidos típicos del Chocó fueron popularizados por orquestas y sextetos integrados por habitantes negros de la entonces intendencia16, mientras que en el departamento de Bolívar músicos provenientes de sus provincias se radicaron en Cartagena y popularizaron los ritmos y bailes que sus habitantes negros y mulatos ponían en escena en los festejos populares de la ciudad. Tres provincianos de origen no blanco que desempeñaron ese rol fueron Adolfo Mejía, José Pianeta Pitalúa y Luis E. Bermúdez. Mejía, quien nació en el distrito de Sincé, alternó sus estudios de bachillerato en la Universidad de Cartagena con los de música en el Instituto Musical de esta ciudad. Pianeta Pitalúa, oriundo de Ciénaga de Oro, dirigió la Orquesta A Número Uno, mientras Luis E. Bermúdez, natural de El Carmen de Bolívar, organizó la Orquesta Caribe. Estos tres músicos, aparte de sus orígenes provinciales, tuvieron en común su marcado interés por el porro, la cumbia y el mapalé, ritmos de base africana de la costa Caribe colombiana. Por ejemplo, para las fiestas novembrinas de 1938, la Orquesta Caribe grabó Prende la vela, un mapalé que recrea los bailes que realizaban los habitantes negros y mulatos de Cartagena en sus playas (Wade, 2000).

La presencia significativa que algunos escritores negros tuvieron en la prensa fue definitiva para darle difusión a cada una de estas manifestaciones artísticas. Algunas veces publicaban poemas que asociaban tales ritmos y bailes de origen negro e indígena con sus ciudades. “¡Cumbia! -¡Danza negra, danza de mi tierra!-”17, afirma Artel sin rodeos en el poema La cumbia (1931). En otras oportunidades, hicieron defensas del valor artístico de ritmos como el porro o la cumbia. En los años cuarenta, Manuel Zapata Olivella fue uno de los que más insistió en resaltar la valía de los géneros autóctonos. “Que no es música clásica, que es mala, vulgar, no importa, todos la sienten y eso vale más para nosotros que toda la literatura musical del mundo”, expresó en defensa del porro. Aseguraba, entonces, que varios de los cultores de los géneros populares, entre ellos Pianeta Pitalúa, Mejía y Bermúdez, merecían “la más profunda consideración porque ellos aman y nos dan nuestra música”18.

La exaltación y defensa de las manifestaciones artísticas de base africana también fueron publicados en los periódicos y revistas que crearon. En Cartagena, por ejemplo, el omnipresente Jorge Artel creó la revista Costa (1937), un espacio concebido, entre otras cosas, para contribuir al posicionamiento de Cartagena en el contexto nacional y destacar la existencia de “valiosos elementos étnicos” que podían aportar a la comprensión de esta ciudad y la costa Caribe (Prescott, 2004, p. 74). En efecto, desde Costa, el también escritor Antonio Brugés Carmona (1911-1956) publicó un texto sobre el desarrollo de la poesía negra y su influencia en Colombia; asimismo el poeta negro José Morillo se detuvo en las características culturales del puerto de Cartagena, y también el mismo Jorge Artel escribió ensayos que fueron unos verdaderos manifiestos en defensa de las tradiciones culturales negras19. En el texto Una fiesta típica, refiriéndose a la conmemoración del Once de Noviembre, Artel subrayó ante todo el carácter festivo y popular de esta efeméride. El Once de Noviembre, argumentaba, “es para los cartageneros, sobre todo, una fecha carnestoléndica, una condensación de todas las tuforadas democráticas”. En clara oposición al tono prohibitivo que miembros de la élite blanca querían imponer a los bailes y disfraces durante los carnavales, el poeta afirmaba que “quitar a Cartagena sus disfraces y su demencia,..., sería lo mismo que borrar para ella esa fecha… de su calendario”20

Este conjunto de propuestas estéticas se hicieron sentir en los espacios sociales de la élite. El periódico El Liberal, en el ya referenciado artículo sobre las fiestas del once de noviembre en Cartagena, aseguraba que la cumbia y el porro habían entrado hasta en los “salones de los clubes de la alta sociedad”21. Artistas de la élite blanca, entre ellos el pintor Enrique Grau Araújo, reconocieron la influencia de Jorge Artel en sus creaciones. Grau Araújo, quien presentó en una feria de arte varias obras con tinte racial, fue uno de los que expresó con claridad su sintonía con la propuesta estética de Artel. Al ser interrogado por su inspiración en lo racial, el novel pintor no dudó en señalar que “la poesía de Artel nos marca pauta sobre lo que debemos hacer. El turno, ahora, nos pertenece”. Su aspiración, afirmó refiriéndose a su entonces inicial obra, era “verter al lienzo el ritmo y las contorsiones de una cumbia de la misma manera como Artel lo hizo en versos ágiles”22. No quedaba duda que la poesía, la música y el arte negro, como de forma iconoclasta lo resumió Antonio Brugés Carmona, andaban “sueltos de reglamentos de tránsito”. El camino, luego de irrumpir en los espacios locales, era transgredir los “reglamentos” a nivel nacional y conquistar un espacio en la exaltación de lo popular que se venía realizando desde los gobiernos liberales.

La disputa por un espacio en la identidad nacional

Estos escritores, músicos, pintores y escultores, una vez lograron posicionar sus discursos en sus ciudades y regiones, reclamaron el lugar para las estéticas de base africana al interior de la identidad nacional que se construyó durante la República Liberal. Por tanto, así como lograron espacios en los periódicos locales y regionales, también ingresaron a las páginas literarias de la prensa capitalina. El poema Cumbia (1931), a través del cual Artel hace una alegoría a este ritmo de origen africano e indígena, fue publicado inicialmente en la revista “Lecturas Dominicales”, de El Tiempo, el periódico de mayor circulación en Colombia. Después, en este mismo diario publicó el ensayo sobre la literatura negra de la costa, en el que, por vez primera, reflexionó sobre la existencia de un género de este tipo en el litoral Atlántico23. Antonio Brugés Carmona, también desde El Tiempo, escribió relatos sobre distintos aires y ritmos musicales de base africana e indígena que se cultivaban en el departamento del Magdalena24. La revista Sábado abrió sus páginas al escritor negro Arnoldo Palacios, quien escribió perfiles sobre los políticos Adán Arriaga Andrade y Diego Luis Córdoba, miemtras que Manuel Zapata Olivella, tal como lo hiciera desde periódicos de Cartagena, insistió, a través de la revista Cromos, en la exaltación de los valores artísticos y culturales de ritmos como el porro, el vallenato y la cumbia25

Los comentarios, descripciones y defensa que hicieron estos escritores sobre los aires musicales y ritmos de las costas abrieron el camino para el posterior arribo a Bogotá de varios de los músicos de origen mestizo de estas regiones, provenían especialmente del Caribe. El músico Adolfo Mejía, quien se había dado a conocer en Cartagena a través de fandangos y cumbias, llegó a la capital colombiana en 1934. Años más tarde, lo hizo Lucho Bermúdez, junto a su Orquesta Caribe. Las composiciones y canciones de estos músicos, entre esos el hit Prenda la vela de Bermúdez, irrumpieron en la escena musical bogotana (Wade, 2000).

En este contexto de circulación de ideas, personas, textos, canciones y obras, algunos de los estudiantes procedentes de las costas Caribe y Pacífica coordinaron acciones conjuntas con miras a reclamar un lugar para las prácticas culturales de los habitantes negros en el imaginario nacional. El 20 de junio de 1943, estudiantes universitarios de ambas costas, liderados por Natanael Díaz, conmemoraron el Día del Negro. Ese singular día, a la voz de “viva la raza negra”, irrumpieron en la Biblioteca Nacional de Colombia, recorrieron varias calles y plazas de la fría capital colombiana, pronunciaron discursos, leyeron poemas de Candelario Obeso y Jorge Artel, y bailaron cumbia26

Los objetivos que persiguieron a nivel nacional estos estudiantes quedaron consignados en entrevistas y artículos que concedieron y publicaron algunos de los líderes de la manifestación. Natanael Díaz, en una entrevista realizada por El Liberal a pocos días de la manifestación, explicó que una de las pretensiones de la misma era combatir “el sentimiento de inferioridad que ha obrado sobre nuestra psicología como un peso tremendo”27.

Este conjunto de acciones, individuales y colectivas tuvieron un impacto significativo en la vida cultural y racial de Bogotá y Colombia en general. Al finalizar la década de los treinta e iniciar la de los cuarenta, era notable el reconocimiento que habían adquirido varios de los escritores negros. La revista Sábado de Bogotá publicaba en sus páginas de antologías los poemas de Jorge Artel. Esta misma publicación, en 1944, ya incorporaba dentro de la categoría folclore nacional varios de los mitos, coplas y leyendas de las poblaciones negras del Chocó que Rogerio Velásquez había difundido desde el ABC28.

El panorama musical colombiano también empezó a transformarse gracias a la presencia en Bogotá de los músicos provenientes de las costas. Adolfo Mejía, luego de ingresar como estudiante al Conservatorio de Música de la Universidad Nacional, a través de la pieza musical La pequeña suite, incorporó -por vez primera- aires de la costa Caribe en la música sinfónica de Colombia. Con esta composición, que incluía bambuco, torbellino, marcha y cumbia, Mejía fue declarado ganador del primer Premio de “Música Nacional” Ezequiel Berna,l en 1937. El seis de agosto del siguiente año, en el marco de la conmemoración del cuatricentenario de la fundación de Bogotá, Mejía con su Pequeña suite abrió el Festival Iberoamericano de Música en el Teatro Colón de Bogotá (Muñoz, 2011).

Si Adolfo Mejía logró incorporar aires y ritmos de base africana e indígena en la “música culta” colombiana, Lucho Bermúdez -a través de su Orquesta Caribe- los popularizó en Bogotá. El cronista cartagenero Aníbal Esquivia Vásquez, en un artículo especial para la revista Sábado, destacaba que la citada orquesta era el deleite de los concurrentes al Cabaret Metropolitan de Bogotá29. Poco a poco, la música nacional, reducida antes a aires de la zona andina (guabina, bambuco), terminó siendo asociada al porro y la cumbia provenientes de la costa Caribe.

La manifestación realizada por varios estudiantes negros el 20 de junio de 1943 dejó como resultado la fundación de un Club Negro en Bogotá (Pisano, 2012). Sus integrantes insistieron en la necesidad organizar bibliotecas y centros de esta naturaleza en varias regiones del país para la consecución de un doble propósito: por un lado, ahondar en el conocimiento de la historia de la gente negra; y, por otro, demandar del Gobierno nacional la “incorporación” de las personas de origen afrodescendiente a “la vida colectiva” a través de “la exaltación de los valores negros que han actuado en la vida del país”30.

El lugar que progresivamente conquistaron las propuestas estéticas y organizativas de estos estudiantes, profesionales, músicos y poetas negros en Bogotá despertó resistencias en miembros de las élites intelectuales y políticas. En efecto, en la Encuesta Folclórica que se realizó en 1942, los ritmos y aires de base africana fueron excluidos de la categoría de música nacional. “Parece que según el criterio del jurado, solo se admitirá como música nacional el bambuco, la guabina y otros aires del interior de la república y se excluirán en cambio todos aquellos del litoral Atlántico que se suponen de influencia antillana y negroide”, opinó sobre esta abierta exclusión Antonio Brugés Carmona31. Manuel Zapata Olivella, a través del artículo El porro conquista a Bogotá, también hizo alusión a este tipo de resistencias. “La capital no fue una novia coqueta para con el porro… los columnistas desde los diarios arremetían, cada vez que les era propicia la situación, contra «esa música en caldereta”, expresó desde la revista Cromos en 194732.

La conmemoración del Día del Negro fue catalogada como un intento de propagar guerra de razas en Colombia. El Liberal, en el reportaje que hizo sobre la manifestación del 20 de junio, se preguntaba si una iniciativa de esa naturaleza no era “indeseable” y disociadora en una nación que “por fortuna no afronta problemas raciales”. El texto advertía, a la luz de los enfrentamientos entre blancos y negros en el sur de los Estados Unidos, que era completamente desacertado que “la población negra de Colombia se vea invitada a disociarse”. Era, desde todo punto de vista, “innecesario”, pues en este país “negros, blancos, mulatos o mestizos son ciudadanos y nadie se fija en lo demás”33.

Interpretaciones previas, como las realizadas por el antropólogo Peter Wade, sugieren que los ritmos y aires de base africana procedentes de la costa Caribe superaron estas resistencias raciales, regionales y culturales y se convirtieron en símbolos de identidad nacional a partir de una suerte de “blanqueamiento cultural”. Similar al proceso de “estilización” que el etnomusicólogo Robin Moore identificó en la música popular afrocubana entre la década del veinte y el cuarenta, Wade sugiere que el porro, el vallenato y la cumbia fueron aceptados por las élites andinas a finales de los cuarenta y comienzos del cincuenta porque la negritud que encarnaban “se diluyó estilísticamente” (Wade, 2000, p. 13).

La celebración que varios de los escritores negros hicieron de los discursos de mestizaje corrobora, en parte, el argumento de la adaptación propuesto por Peter Wade. En el “Manifiesto a los intelectuales de los países de América”, documento con el que la junta directiva del Club Negro dio a conocer su existencia, sus integrantes no dudaron en caracterizar a América como un “continente cósmico”, en el que a lo largo de la vida republicana se había gozado de un estatus de igualdad: “Nosotros los negros desde la primera época de la república hemos convivido con las otras razas dentro de un ambiente de igualdad”, señalaron los directivos34.

Esta celebración del mestizaje que hicieron los estudiantes negros, sin embargo, era más que una simple reproducción de las visiones que emanaban de las élites. Por ello, al igual que hicieron varios de sus pares en Cuba o Brasil, ellos le otorgaron sus propios significados y sentidos, desarrollando un lenguaje de impugnación que les permitió reclamar y lograr la promesa de la igualdad (De la Fuente, 1999). El hecho de que históricamente el país se hubiese caracterizado por ser una república, donde los negros habían vivido en un “ambiente de igualdad”, los autorizaba para exigir su plena incorporación a la nación. “Como la democracia es la exaltación de todos los valores humanos, nosotros queremos exaltar los valores negros dentro del juego democrático”, respondió Natanael Díaz ante el cuestionamiento de si estaban instigando una lucha de razas35. Este mismo escritor, en 1948, desde la revista Sábado, habló del mestizaje como un lenguaje que posibilitaba la reclamación de la igualdad: “Quizá en esta circunstancia de ser América un pueblo producto de la combinación de muchas razas repose la razón para que siempre vivamos sus habitantes definitivamente dispuestos a entregarlo todo por la igualdad de los hombres”.36

Los sectores negros, a la hora de posicionar las estéticas de base africana, hicieron una lectura que repensaba la visión del mestizaje que se estaba institucionalizando en Colombia. Si se estaba exaltando lo indígena a través de los estudios del Instituto Etnológico Nacional, de las pinturas y esculturas de los Bachués y de libros publicados por el Ministerio de Educación, lo propio debía hacerse con el arte, la música y otras manifestaciones culturales negras. Desde la revista Cromos, Manuel Zapata Olivella, explicando uno de los propósitos del Día del Negro y la consecuente fundación del Club Negro, expresó con claridad el uso político que hicieron del discurso del mestizaje. Relató que su pretensión era “exaltar la participación del negro en nuestra nacionalidad”. Para ello, buscaron que historiadores, científicos y literatos, así como realizaban investigaciones sobre las comunidades indígenas, reconstruyeran las realidades culturales y el aporte de los habitantes negros en los diversos ámbitos de la sociedad colombiana. “Se hizo hincapié en la necesidad de adelantar estudios sobre el negro en la misma forma en que se venía haciendo con el indio”, relató el escritor nacido en Lorica37.

El esfuerzo realizado por los integrantes del Club Negro, al igual que la exaltación que músicos, poetas, escultores o pintores de este origen racial hicieron de las manifestaciones artísticas de base africana, derivaron en la creación en 1947 del Centro de Estudios Afrocolombianos al interior del Instituto Etnológico Nacional. El IEN, dedicado desde su fundación en 1941 al estudio exclusivo de las comunidades indígenas, abrió sus puertas a Manuel Zapata Olivella, Marino Viveros, Natanael Díaz y Alfredo Mina Balanta. A este grupo, protagonistas de primer orden en la manifestación del Día del Negro, se sumaron los estudiantes negros Arquímedes Viveros, Ernesto César Ariza y Carlos Calderón. Ahora una sección del IEN estaría dedicada, como lo venían reclamando desde los inicios de la República Liberal, a la comprensión y conocimiento de la presencia del negro en Colombia y el mundo. Luis Duque Gómez, director del IEN y perteneciente a la élite intelectual andina, justificó la creación del CEA en los siguientes términos: “El negro es tan interesante como el indígena”38.

Conclusión

El estudio del uso político que sectores negros y mulatos hicieron de la noción de mestizaje sirve para complejizar el exclusivo carácter invisibilizador que generalmente se le ha atribuido a este discurso en la historiografía colombiana. El discurso desplegado por los gobiernos liberales tuvo un potencial liberador desde una doble perspectiva: por un lado, articuló y popularizó una celebración del mestizaje que les permitió a diversos sectores superar la establecida idea de que lo heterogéneo condenaba al atraso a sus sociedades. Y, por otro, la preocupación por lo autóctono se tradujo en una revaloración de las manifestaciones artísticas populares y en la consecuente incorporación de las mismas en el imaginario nacional colombiano.

Esta doble mirada emancipadora, como se deduce de la experiencia de Colombia, fue fundamental para que escritores negros y mulatos -de manera individual o colectiva- llamaran la atención sobre la necesidad de que sus pares dieran a conocer a nivel nacional las apuestas culturales que venían cultivando desde sus ciudades y regiones. Y fue central también para que músicos, poetas, escultores, pintores y escritores de este origen racial, una vez lograron posicionar sus propuestas estéticas a nivel local, procedieran a reclamarles un lugar propio en el marco de la redefinición que la identidad nacional colombiana experimentó durante la República Liberal.

Esta lectura en clave negra de la idea del mestizaje les permitió a sectores negros y mulatos incidir en las visiones que sobre raza e identidad nacional se forjaron en Colombia entre 1930 y 1946. Estudiantes, profesionales y líderes de este origen racial propusieron que la revaloración de las estéticas populares y raciales, que desde las instituciones estatales fue asociada -sobre todo- a rescatar el pasado indígena andino, debía incorporar también los sonidos, textos, danzas y ritmos que se estaban produciendo desde las costas Caribe y Pacífica colombiana. Al hacerlo, no solo cuestionaron el lugar marginal que tenían las manifestaciones culturales de base africana en el imaginario nacional, sino que también contribuyeron a forjar una idea de mestizaje que realmente reflejara el crisol cultural que se había formado como producto de la mezcla entre blancos, indígenas y negros.

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1“El arte negro dentro de la concepción nacionalista”, ABC, Quibdó, 23 de diciembre de 1930.

2Los investigadores Jaime Arocha, Alfonso Múnera y Aline Helg han descrito el mestizaje únicamente como un proyecto racista de las élites andinas colombianas y sus pares regionales encaminado a eliminar la diversidad étnica (Arocha, 1998; Helg, 2004; Múnera, 2005).

3El antropólogo Peter Wade (1993) y la socióloga Elisabeth Cunin (2003) son quienes han hecho uso de esta perspectiva para explicar el lugar del mestizaje en el orden racial colombiano.

4“Cómo se origina un problema racial”, El Liberal, Bogotá, 21 de diciembre de 1942.

5“Don José Vasconcelos y la juventud colombiana”, “El mensaje del Sr. Vasconcelos” y “El mensaje de Vasconcelos”, El Porvenir, Cartagena, 14, 20 y 21 de junio de 1923.

6“Luis Alberto Acuña”, El Liberal, Bogotá, 3 de agosto de 1942

7“Instituida la Fiesta del Indio en Bogotá”, El Liberal, Bogotá, 30 de noviembre de 1940.

8“El arte negro…”, ABC, Quibdó, 23 de diciembre de 1930

9“La literatura negra en la Costa”, El Tiempo, Bogotá, 6 de julio de 1932.

10“Natanael Díaz”, Diario de la Costa, Cartagena, 5 de febrero de 1944.

11“La voz de los ancestros”, El Mercurio, Cartagena, 14 de enero de 1934.

12“Recuerdo parlante del Chocó”, ABC, Quibdó, 30 de noviembre de 1930.

13Página poética”, y “Armando Orozco, verdad esplendorosa de la poesía chocoana”, ABC, Quibdó, 20 de noviembre de 1940 y 11 de septiembre de 1942

14“2 canciones de Rogerio Velásquez”, ABC, Quibdó, 20 de noviembre de 1940.

15“Editorial”, ABC, Quibdó, 5 de diciembre de 1942.

16“Música chocoana”, ABC, Quibdó, 11 de agosto de 1942.

17“Poemas de Jorge Artel”, El Tiempo, Bogotá, 8 de noviembre de 1931

18“Música y arquitectura”, Diario de La Costa, Cartagena, 24 de marzo de 1944.

19“Algo sobre poesía negra” y “Croquis porteño”, Costa 1 y 3 (1937), 24-26

20“Una fiesta típica”, Costa, 7 (Noviembre 1937), 2.

21“Poemas de Jorge Artel” y “La literatura negra…”, El Tiempo, Bogotá, 8 de noviembre de 1931y 6 de julio de 1932

22“Charlando con Enrique Grau Araújo”, El Fígaro, 31 de marzo de 1941.

23Algo sobre poesía negra”, Costa 3 (1937), 24-26.

24“El merengue. Danza típica del Magdalena”, El Tiempo, Bogotá, 5 de septiembre de 1942.

255 “Adán Arriaga Andrade”, Sábado, Bogotá, 21 de octubre de 1944 y “El porro conquista Bogotá”, Cromos, Bogotá, 8 y 9 de mayo de 1947.

26“Una novedad”, El Liberal, Bogotá, 21 de junio de 1943.

27“La exaltación de la democracia buscan los negros colombianos”, El Liberal, Bogotá, 22 de junio de 1943

28“Antología de Sábado”, “El folklore nacional” y “El negro Obeso”, Sábado, Bogotá, enero 8 y septiembre 9 de 1944.

29“La música de hoy en la ciudad antigua”, Sábado, Bogotá, 11 de noviembre de 1941.

30“La exaltación de la democracia…”, El Liberal, Bogotá, 22 de junio de 1943.

311 “Defensa del porro”, El Tiempo, 23 de enero de 1946.

32“El porro conquista Bogotá”, Cromos, Bogotá, 8 y 9 de mayo de 1947

33“Una novedad”, El Liberal, Bogotá, 21 de junio de 1943. Sobre la reacción de otros diarios colombianos en torno al Día del Negro ver Pisano, Liderazgo político, pp. 68-70.

34“Los negros colombianos lanzan un manifiesto para la América”, El Tiempo, Bogotá, 27 de junio de 1943

35“Una novedad”, El Liberal, Bogotá, 21 de junio de 1943

36“Discurso de un negro colombiano sobre la discriminación racial”, Sábado, Bogotá, 10 de abril de 1948

37“Estudio del negro en Colombia”, Cromos, Bogotá, septiembre de 1947.

38“Estudio del negro…”, Cromos, Bogotá, septiembre de 1947.

Recibido: 12 de Junio de 2018; Aprobado: 22 de Octubre de 2018

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