Introducción
Los monumentos conmemorativos son una parte integral de los discursos de afirmación y los sistemas de autorrepresentación de todo Estado-nación. Adquieren relevancia como dispositivos orientados a la glorificación del pasado en la que se articulan, se reproducen, se reelaboran, se transmiten y/o se afianzan las identidades de las "comunidades imaginadas" nacionales (Anderson, 1993).1 Al explorar su naturaleza y funciones, debemos reconocerlos como portadores de significados políticos y culturales en los que se entrelazan narración, ideología, y memoria.2 Estos significados no permanecen inmutables, son cambiantes y versátiles como las identidades mismas (Achugar, 1999; Koselleck, 2011). Así, un monumento es siempre visto bajo la luz de su presente; su silueta se incrusta en operaciones de conmemoración aparentemente fijas, pero su esencia simbólica está sujeta a alteraciones, diversificaciones o desvanecimientos.3
Apoyándose en los presupuestos precedentes, este artículo centra su atención en el Monumento al soldado chino en La Habana, explorando aspectos como su proyecto y ejecución, su inauguración formal, sus usos posteriores y los significados que le han sido adjudicados. Dichos elementos son examinados contextualmente, se utilizan para reflexionar en torno a la historia de la inmigración china en Cuba y sobre la intervención de la memoria en la continua articulación de los discursos históricos. Al hacerlo, se abarca, en lo fundamental, los años que van de 1926 hasta el presente.
El tema planteado no ha sido abordado monográficamente. Las referencias al Monumento al soldado chino abundan en investigaciones y/o artículos de divulgación, pero sin ocupar más de unas páginas donde la exaltación del obelisco y su homenaje a los culíes4 combatientes alternan con datos básicos como su fecha de construcción, ubicación o diseño (Herrera y Castillo, 2003, pp. 115-116; Herrera, 2010, pp. 50-51; Lopez, 2013, p. 190; Espinosa y Luis, 2016, pp. 38-39; Hun, 2017, pp. 48-53, entre otros). De ahí que este trabajo apueste por una revisión de su historia, yendo más allá de su materialidad para observar la evolución de los atributos simbólicos y las funciones de la obra.
Adoptando un enfoque histórico, en las páginas que siguen se recurre al análisis cualitativo de publicaciones periódicas y documentos, así como a fuentes secundarias combinadas con la utilización de categorías analíticas relativas a la memoria y a los monumentos. En primer lugar, se atenderá el contexto de producción del Monumento al soldado chino, se explorarán los orígenes del proyecto, sus promotores y su ejecución en 1931. A continuación, se examinarán los usos y significados posteriores asignados a la obra, exponiendo sus vínculos con la evolución de la inmigración china en Cuba y de las relaciones sino-cubanas. Por último, se incorpora una breve reflexión derivada de los aspectos expuestos en el trabajo.
El Monumento al soldado chino en La Habana: contexto, proyecto y ejecución
La proclamación de la República de Cuba el 20 de mayo de 1902 no solo determinó su inclusión en la comunidad internacional de Estados modernos. Con ella arrancó un proceso formal de construcción de la nación que implicaba, entre otras cosas, el reto de forjar una historia y una identidad que actuaran como referentes unificadores.5 Las postrimerías del siglo XIX y las primeras décadas republicanas coincidieron con un esfuerzo consciente por borrar aquello que se identificaba con el período de dominación colonial española (1492-1898); una iniciativa acompañada por la instalación de símbolos autóctonos, que activaran el fervor patriótico y ofrecieran una relatoría explícita del pasado en la que la exaltación de la gesta independista cubana y la glorificación de sus héroes ocupaban un lugar primordial.
Parejo a los cambios en los nombres de calles y plazas, a las mudanzas y remociones de estatuas, prosperó la producción de obras monumentales con marcada vocación nacionalista en los principales núcleos urbanos del país.6 Acorde con su estatus de capital y ciudad más densamente poblaba, las principales avenidas y parques de La Habana acogieron suntuosos conjuntos esculturales y estatuas conmemorativas. Conforme se expandió la urbe se amplificaron también los proyectos de ornamentación y embellecimiento de sus espacios públicos bajo influjo del movimiento City Beautiful o del modelo de la ciudad jardín. La aplicación de esos ideales urbanísticos, espejo de las aspiraciones de modernidad, convergieron con el interés de honrar a los próceres patrios y la epopeya de la liberación nacional, redundando en el culto a lo monumental (Gutiérrez Viñuales, 2004, pp. 289-294; Crosas, 2009, pp. 217-218; Pereira, 2009).
Y es que la instalación de piezas individuales o la construcción de sistemas monumentales implicaba una dimensión estética (contenida en su atractivo visual) y, a la vez, estaba cargada de intencionalidad política. Fueran el resultado de un proyecto del gobierno de turno o la materialización de una iniciativa privada, su disposición en determinada área hacía de esta un «lugar de la memoria», que registraba y promovía los discursos dominantes en términos de identidad cultural, ideología y narración de la historia oficial del emergente Estado cubano.7 Este es el caso, por ejemplo, del Monumento a José Martí (1905),8 colocado en el mismo sitio que antes ocupara la estatua de la monarca española Isabell II. Esta efigie de Martí sería la primera de muchas más que poblarían la isla, evidenciando el potencial simbólico de su figura, asumida como la encarnación del paradigma de la unidad social de la nación; un ideal en capacidad de ser invocado por distintos sectores políticos y sociales en función de sus intereses específicos (Guerra, 2000; Morales, 2018).
Como en la generalidad de las naciones latinoamericanas, en Cuba la exaltación de los héroes de la independencia fue el tema central de la monumentalización. Claro que, al ser bastante estrecha la brecha de tiempo entre la consumación de la emancipación y la erección de los monumentos, muchos de sus promotores conocieron en vida a los homenajeados (Gutiérrez Viñuales, 2004, p. 289). Ello no solo implica la prevalencia de relatorías afines a los intereses de los grupos políticamente dominantes, explica que, parejo a los próceres, también los primeros presidentes republicanos fuesen objeto de glorificación. Algunas expresiones sobresalientes de la aludida efervescencia conmemorativa en La Habana son el Monumento a Antonio Maceo (1916),9 el Monumento a Tomás Estrada Palma (1921),10 el Monumento a las víctimas de El Maine (1926),11 el Monumento a Máximo Gómez (1935)12 y el Monumento a José Miguel Gómez (1936).13 Obras caracterizadas por su simbolismo, sus notables dimensiones y/o su emplazamiento en las principales avenidas capitalinas del momento: el eje vial del malecón, que bordeando el litoral corría a encontrarse con la Calle G, arteria central de El Vedado, devenido territorio insignia de los grupos de poder cubanos del período, centro cívico funcional y simbólico de la ciudad (Pavez, 2003, pp. 109-119). Allí, justo en el cruce de las calles 15 y L, se erigió en 1931 el Monumento al soldado chino, dedicado a honrar a todos los hijos de China que integraron las fuerzas independentistas cubanas entre 1868 y 1898.
La llegada masiva de chinos a Cuba había arrancado en 1847, en el contexto de la crisis de la mano de obra esclava generado por la supresión de la trata negrera. Entre ese año y 1874 arribaron unos 150 mil, en teoría contratados para laborar, principalmente, en plantaciones azucareras. Muchos de los culíes fueron enganchados por la fuerza o recurriendo a métodos fraudulentos y, en la práctica, no recibieron un trato que difiriese mucho del dado a los esclavos. Reaccionando contra la opresión, no pocos recurrieron al suicidio o practicaron el cimarronaje.14 Tras el inicio de la guerra de los Diez Años (1868-1878), sumarse a la insurrección antiespañola brindó una alternativa para conquistar su libertad, de ahí que entre dos mil y cinco mil chinos apoyasen la lucha de los cubanos contra España. Aunque su contribución a la guerra Chiquita (1879-1880) y a la guerra del 95 (1895-1898) sería mucho más discreta, en ellas también intervinieron combatientes asiáticos (Ferrer, 1999; Alonso, 2000).
El nombre y la biografía de muchos culíes mambises15 se perdió en el tiempo, pero quedaron anécdotas y referencias a los asiáticos que integraban las fuerzas de Julio Sanguily, Máximo Gómez, Antonio Maceo y Serafín Sánchez, entre otros líderes insurgentes. Por sobresaliente participación en batalla varios chinos alcanzaron grados militares, por ejemplo: los capitanes Juan Sánchez, Pablo Jiménez y Andrés Li Ma; los tenientes Pío Cabrera y Mamerto Carrión León; y los alféreces Bartolomé Fernández, Liborio Wong Seng, Luis Wong, Sebastián Siam y Antonio Moreno (Jiménez Pastrana, 1983, pp. 84-127). Casos notables serían el teniente coronel José Bu Tack y el capitán José Tolón, quienes, al acumular más de diez años de servicio en el Ejército Libertador cubano, estuvieron entre los pocos extranjeros que podían aspirar a ser elegidos como presidentes de la república según lo estipulado por la Constitución de 1901.16
Considerando lo anterior, erigir un monumento que honrase a los culíes combatientes podría ser visto como un acto natural en el contexto de una república abocada al reconocimiento de sus héroes patrios. No obstante, al observar detenidamente el entorno social cubano del momento, y al ubicar los principales promotores de esta obra conmemorativa y sus motivaciones, afloran subtramas paralelas que impulsan a descartar esa primera interpretación y permiten, de hecho, catalogarla como un razonamiento epidérmico, reduccionista.
Refiriéndose a cómo eran percibidos los inmigrantes chinos en la Cuba de principios del siglo XX, Kathleen Lopez (2014) plantea:
(...) poco después de la independencia prevaleció la tensión entre dos discursos aparentemente opuestos: uno imaginaba a los chinos como parte esencial del tejido de la nación cubana y otro los retrataba como algo exótico y ajeno, (y en su forma más agresiva, como algo peligroso para la nación cubana). (p. 188)
El primero de esos discursos apelaba a la figura del culí mambí, que luchó junto a los cubanos y en no pocos casos sacrificó su vida. Esta imagen competía con otra noción, permeada por los imaginarios orientalistas presentes en América y con perfiles tan diversos que abarcaban desde la idea de Asia como fuente de misterio y seducción hasta la visión del chino como el otro por antonomasia, un intruso insondable que reniega de la mezcla y se aferra a una identidad foránea (Said, 2008; Tinajero, 2004; López Calvo, 2007).
La participación de los culíes en las gestas independentistas fue elogiada por varios patriotas cubanos aún antes de 1902. La mejor expresión de este reconocimiento es el ensayo "Los chinos y la independencia de Cuba", escrito por Gonzalo de Quesada a fines del siglo XIX.17 Quesada (1892) alabó "los hechos de los hijos del Celeste Imperio en la épica guerra de Cuba" (p. 117), resumiendo en la frase "¡No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor!" (p. 136) su elevado compromiso con la causa cubana. Ahora bien, ¿la relevancia de las contribuciones chinas era aceptada y celebrada por todos? La respuesta es no. Analizando el peso de las luchas emancipadoras y de su memoria en la construcción de la identidad cubana, Marial Iglesias (2011) afirma que "este legado nunca fue una isla de consenso, ni la memoria patriótica de los cubanos fue una fuente de autoridad irreprochable" (p. 98). De hecho, en una carta de 1892 dirigida a Domingo Figarola, el revolucionario Martín Morúa reconoció que no lo sorprendía "la negación de que existiera algún chino que se haya distinguido en las filas cubanas", puesto que reiteradamente había escuchado esta opinión en labios de "distinguidas" personalidades de la revolución independentista (Iglesias, 2011, p. 169). No es descabellado suponer que este tipo de opiniones perdurase.
Según Alejandro de la Fuente (2000), la "ambigüedad es el término que mejor define la evolución de las relaciones raciales" y "ni la integración racial absoluta ni la exclusión lineal caracterizan la historia de Cuba como una nación independiente" (p. 32). Con frecuencia las elites republicanas cubanas se refirieron a las diferencias raciales como algo superado o próximo a eliminarse, amparándose en su abrazo discursivo de los ideales igualitarios de José Martí.18 Promovieron, en los términos de Aline Helg (1996), el "mito de la igualdad racial", útil para encubrir la persistencia de conductas y de estructuras racistas en el interior de la sociedad, y para censurar cualquier iniciativa o protesta contra la discriminación. A sus expensas, la cubanidad también fue oportunamente blanqueada y se minimizó el aporte de muchos negros, mulatos y chinos de origen humilde a la conquista de la independencia.19
A la inclinación al blanqueamiento, palpable en las representaciones simbólicas y culturales de comienzos del siglo XX, y a la polarización de blancos y negros, sumemos que el lugar de los chinos se desdibujó con frecuencia, siendo percibidos "como físicamente presentes en la isla, pero no como parte del pueblo cubano" (Morris, 2019, p. 5). No obstante, los propios inmigrantes asiáticos, en particular los más acaudalados, recurrieron a estrategias para obtener reconocimiento social y fomentar alianzas con las élites del país a escala municipal, provincial o nacional. No es casual su apoyo recurrente a causas benéficas y a la construcción de monumentos conmemorativos, o su respaldo a determinados políticos y partidos.20 Pese a esto, ateniéndonos a las regulaciones migratorias oficiales, a la literatura y a la prensa de la época, las muestras de segregación constituyeron, como mínimo, una barrera parcial para alcanzar sus aspiraciones.
Para comenzar, al diseño y aplicación de las disposiciones migratorias cubanas se incorporó la idea del inmigrante indeseado, "calificativo que valoraba ciertas presencias como amenazas a la unidad cultural y biológica de las sociedades de acogida" (Yankelevich, 2015, p. 11). En paralelo, la influencia política de los Estados Unidos y las posturas contenidas en el Acta de Exclusión de 188221 determinaron la adopción de principios equivalentes en la legislación migratoria cubana. Estos fueron asentados en la Orden Militar n°. 155 (1902), según la cual "no será legal que ningún trabajador chino venga á Cuba procedente de ningún puerto ó lugar extranjero" (Cuba, 1902, p. 690). De conformidad con ella, solo escapaban a la prohibición de entrar al país los funcionarios diplomáticos chinos, los comerciantes, los turistas y los estudiantes, así como aquellos residentes en la isla antes de abril de 1899 (Cuba, 1902, pp. 690-691).
Aunque se mantuvo vigente la primera mitad del siglo XX, la Orden Militar n.° 155 y los decretos posteriores que regularon su ejercicio no se aplicaron con rigor o sistematicidad. Baste mencionar que entre 1907 y 1921 el consulado de China en Cuba fue facultado para determinar quiénes de entre sus nacionales podían ingresar a territorio cubano; o que de 1917 a 1921 se suspendió la aplicación de la orden cuando el alza de precios de la azúcar creada por la Primera Guerra Mundial elevó la demanda de mano de obra barata en el sector (Herrera y Castillo, 2003, pp. 2023). A lo que habría que agregar el frecuente arribo de chinos por vías no formales, apelando al contrabando, a la corrupción y a redes diaspóricas transnacionales,22 que burlaron la exclusión legal (Young, 2014, pp. 261-269). En consecuencia, si bien la población asiática radicada en la isla mostró una tendencia a la baja en los censos de 1899, de 1907 y de 1919, su número oficial se disparó de 10 300 individuos procedentes de China registrados ese último año a 24 647 contabilizados en 1931 (Herrera y Castillo, 2003, p. 37).23
Esta alza de la inmigración coincidió con el afianzamiento de la comunidad china como una colectividad organizada y desdoblada en numerosas asociaciones de distinto perfil (clánicas, recreativas, económicas, políticas, etc.).24 De entre ellas destacaban el Casino Chung Wah y la Cámara de Comercio China de Cuba, instituciones controladas por opulentos importadores-almacenistas, que se adjudicaron la condición de voceros de sus paisanos, asumiendo su representación y defensa pública. Desde finales del siglo XIX fue patente el asentamiento de los chinos en espacios urbanos y la proliferación de colonias étnicas25 repartidas por todo el país, siendo el Barrio Chino de La Habana el enclave más importante (Herrera y Castillo, 2003, pp. 36-37). Este entorno favoreció el aumento significativo de la intervención de los asiáticos en la economía cubana, sobre todo en la gestión de establecimientos orientados al comercio y los servicios. En cifras porcentuales, pasaron de manejar el 12,27 % de las fondas, el 23 % de los puestos de frutas y el 13 % de las lavanderías en 1910 a encargarse, respectivamente, del 29,50 %, el 55 % y el 57 % en 1927 (Herrera y Castillo, 2003, pp. 39-42).
De resultas, a los recelos de quienes alertaban que "Cuba dentro de poco será otra China" ("Chirigotas", 1919) se sumaron los de aquellos que veían en el éxito asiático una amenaza a sus propios intereses (Herrera y Castillo, 2003, pp. 52-59). A la par, el progresivo deterioro de la economía cubana en la antesala de la crisis de 1929 a 1933 y la presión ejercida por Estados Unidos para evitar que la isla fuese un refugio temporal para aquellos que pretendían alcanzar su territorio, impulsaron al Gobierno isleño a tomar medidas más severas para limitar su arribo.26 Por último, entraría en escena la creciente rivalidad entre el Guomindang (Partido Nacionalista Chino) y Chee Kung Tong (Partido Republicano Chino), las asociaciones políticas de mayor popularidad entre los inmigrantes chinos (Ramos et al., 2000). Cuando entre 1925 y 1926 escalaron sus enfrentamientos por liderar la comunidad, por controlar el chinatown habanero y el Casino Chung Wah, y por monopolizar los cuantiosos beneficios derivados de negocios ilícitos, las autoridades cubanas respondieron con dureza. Incrementaron la vigilancia y realizaron campañas de sanidad en el Barrio Chino, efectuaron operativos policiales contra el juego prohibido, los fumaderos de opio y el tráfico de inmigrantes, y clausuraron temporalmente la sede central y las representaciones provinciales de Chee Kung Tong ("La prensa china", 1926; "Gobernación ha de resolver", 1926; "Del gobierno provincial", 1926).
Se exacerbó así una campaña con llamados a la disolución del Barrio Chino de La Habana, o a la deportación de inmigrantes (Ramos et al., 2000, pp. 39-40). Que estas acciones no se concretaran dependió, en buena medida, de la capacidad de negociación e intervención pública de los líderes comunitarios chinos, respaldados por sus representantes diplomáticos en la isla. La elite asiática defendió sus intereses apostando por la colaboración con las autoridades cubanas, preconizando la convivencia pacífica, la confiabilidad y laboriosidad china, así como su respeto de las leyes y su aporte al progreso económico del país (Ramos et al., 2000, pp. 34-40; Herrera y Castillo, 2003, pp. 83-106). No menos importante fue la apelación a la participación de los culíes en las luchas por la independencia como muestra clara del compromiso y contribución de los chinos al bienestar de la nación cubana. Este argumento fue asentado en obras como Legítimas aspiraciones de la colonia china de Cuba (Asociación de la Colonia China de Cuba y Cámara de Comercio China, 1926) o Apuntes históricos de los chinos en Cuba (Chuffat, 1927), textos vindicadores que promovieron una imagen positiva de los inmigrantes en estos términos:
Tan hondamente arraigado está este amor nuestro por esta hospitalaria tierra, que ya hemos acordado levantar en la capital de la República un monumento que perpetúe el esfuerzo y el heroísmo de los chinos que murieron por la Independencia de Cuba, sin que ninguno de ellos traicionara el ideal revolucionario y sin que ninguno volviera la espalda en la hora del peligro. (Asociación de la Colonia China de Cuba y Cámara de Comercio China, 1926, p. 8)
En un escenario donde el chino era visto como una amenaza y se cuestionaba su otredad, su aislamiento cultural y tendencia a no mezclarse, el sacrificio de los culíes por un suelo ajeno (el cubano), defendido como propio, devenía un alegato eficaz. Enarbolada por los líderes de una nueva generación de inmigrantes, divergente en su composición social y posibilidades económicas del culí semiesclaviza-do, esta invocación abogaba por su aceptación y reconocimiento. Gustavo Chang Suy, presidente de la Asociación de la Colonia China de Cuba y uno de los autores de Legítimas aspiraciones de la colonia china de Cuba, resumió de esta forma la finalidad de la obra conmemorativa:
Quiero que ese monumento que perpetúa una página en la Historia, escrita por mis compatriotas, sirva de estímulo a todos los que se sacrifican por la emancipación de los pueblos esclavos y diga al mismo tiempo a la República, que si en la guerra los chinos se esforzaron con las armas por la independencia, en la paz deben esforzarse por su engrandecimiento. (Diario de La Marina, 1926, p. 14)
Aunque la idea parece haber prosperado y en 1926 el escultor valenciano Ramón Mateu concibió un obelisco similar en estilo a los monumentos levantados por los primeros gobiernos republicanos, ese proyecto no llegó a materializarse (véase la figura 1). Nuevas acciones fueron emprendidas en 1930, cuando Ling Ping, ministro de China en Cuba, el cónsul general Yu Qianlu, el cónsul Mei Qiang, Lin Yuan Heng, presidente del Casino Chung Wah y de la Chee Kung Tong, y Chen Boqing, presidente de la Cámara de Comercio China, entre otros, se reunieron para discutir sobre la ejecución de la obra. Se constituyó un comité de recaudación de fondos y en septiembre de ese año Ling Ping solicitó a la Secretaría de Estado que aprobase su edificación y asignase un terreno para erigirlo (Espinosa y Luis, 2016, p. 38). Las autoridades cubanas respondieron afirmativamente y a comienzos de 1931 se anunció que, "de acuerdo con la sugerencia hecha por el Ministro de la República de China, se recomienda el emplazamiento del Monumento en el centro del parquesito comprendido en el triángulo que forman los terrenos situados en la Avenida Wilson y las calles 15 y L, a la entrada del Vedado, cuyo lugar ofrece una buena perspectiva para la obra" ("El monumento al soldado", 1931, p. 3).
Fuente: "Informaciones gráficas (28 de febrero de 1926). Diario de La Marina, suplemento roto grabado, p. 1.
¿Por qué emplazar el monumento en El Vedado y no en el Barrio Chino de La Habana? En los veinte, El Industrial, órgano difusor de la Asociación de Lavanderos de Cuba, consciente de las motivaciones que impulsaban el proyecto, sugería con sarcasmo sobre su posible ubicación: "Con que désele el sitio para tal monumento, por ejemplo en la calle Zanja y adelante con los faroles que la vida es corta y los negocios son negocios" (Herrera y Castillo, 2003, pp. 50-51). Sin embargo, sus promotores descartaron ubicarlo allí (en el corazón del chinatown habanero), recurriendo a sus conexiones políticas locales para sumarlo al paisaje simbólico del moderno reparto residencial y consumar una "instrumentalización del pasado en el presente" al instalar la epopeya de los culíes mambises como parte sustancial de las memorias fundacionales del Estado-nación cubano (Nora, citado en Michonneau, 2008, p. 45).
Volviendo a la obra, su ejecución quedó a cargo de Fritz Weigel, que siguió las pautas del Art Decó, una corriente precursora de las vanguardias artísticas que gozaba de mucho éxito en Cuba y encajaba con los ideales de progreso presumidos por las élites cubanas (Alonso et al., 2007, pp. 165-171). Weigel optó por un diseño austero: una columna de granito pulido de poco más de 8 metros de altura, decorada con anillos de bronce en la base y en la cima, y dispuesta sobre un pedestal de 1.28 metros de altura. En las caras anterior y posterior de la base fueron dispuestas sendas tarjas: la primera con un texto en español y en chino indicando su propósito y fecha de construcción; la segunda una reproducción de las palabras de alabanza de Gonzalo de Quesada citadas en las páginas precedentes (Roig, 1964, pp. 25-26). No se ubicaron datos relativos a su costo, pero fue sufragado en su mayor parte gracias a una asignación financiera de la sección de relaciones exteriores china y a los aportes de la colonia asiática en Cuba.27 Ello revela la importancia del obelisco para el Estado chino y los grupos de poder comunitarios chinos, algo que refuerza el hecho de que fue construido en medio de la crisis de 1929-1933, cuando toda la sociedad cubana padecía las consecuencias de la recesión.28 Tanto es así, que en esa época la sede diplomática china en La Habana creó una comisión para socorrer a los chinos desempleados y gestionó, además, los pasajes de aquellos que deseaban ser repatriados ("Una comisión", 1931, p. 6; "2,000 Chinese", 1931, p. 18).
A pesar de la antedicha situación, el proyecto se ejecutó entre fines de marzo y septiembre de 1931. La develación del monumento fue programada para el 10 de octubre de ese año, aprovechando la coincidencia de dos efemérides relevantes para cubanos y chinos: el inicio de las guerras de independencia y la Revolución de 1911, respectivamente. Sin embargo, a pocos días de esa fecha se anunció la suspensión indefinida del acto aludiendo el luto que se vivía en China a raíz de las múltiples pérdidas de vidas humanas causadas por las fuertes inundaciones que asolaron el país en los meses precedentes ("Se ha diferido", 1931, pp. 1-2). Lo cierto es que para entonces las tensiones sino-japonesas habían subido de tono debido al despliegue militar japonés en la Manchuria, evento que marcó el inicio de la guerra de los Quince Años (1931-1945),29 y que terminaría dilatando la inauguración del obelisco casi por década y media.
El Monumento al soldado chino: usos y significados (1946-presente)
En un monumento se traslapan la memoria específica que evoca, el presente en que fue concebido y también el porvenir, destinatario último de su mensaje (Koselleck, 2011; Fusaro, 2015, p. 99). La institucionalización de ese recuerdo implica, también, ciertos olvidos. Olvidos que no expresan tanto una falla amnésica como sí omisiones resultantes de la primacía del relato que personifica la obra conmemorativa. Para Hugo Achugar (1999), un monumento
es en sí mismo y a la vez lo representado y la representación. Pero, al mismo tiempo, la representación es un borramiento, una tachadura, una cancelación pues el monumento borra, tacha, cancela toda otra posible representación que no sea la representada por el monumento. La visibilidad del monumento vuelve invisible todo aquello y todos aquellos que el monumento niega o contradice. (p. 155)
Por lo mismo, al ubicar en primer plano el recuerdo de los chinos mambises, al conservar y exaltar su sacrificio, en el Monumento al soldado chino se dejaron de lado otros propósitos conmemorativos30. Se prescindió, se invisibilizó temporalmente, la memoria de todos aquellos culíes para quienes la auto inmolación fue la única salida al tiempo que se combatía la versión del inmigrante chino como un "pulpo amarillo" que "amenaza con abarcarlo todo" (Herrera y Castillo, 2003, p. 108).31 Estamos aquí frente a una manifestación de lo que Paul Ricoeur (2004) definió como "memoria manipulada", donde los vínculos entre esta y la identidad sitúan la ideología y la legitimación como protagonistas y asignadores de sentido de cualquier acto u objeto de conmemoración histórica (pp. 109-117).
A la vez, con el transcurrir del tiempo la memoria evocada y que se procura preservar a través de la obra conmemorativa misma está sujeta a intervenciones, es mediada por los discursos y prácticas asociadas a él, determinando que sus significados y usos sean volubles, susceptibles a la resemantización. Dicho de otro modo, monumento, rito y mito están íntimamente conectados, constituyen un "espacio vital" (Jureit, 2007, p. 56). Son las apropiaciones sucesivas las que definen su carácter en tanto "las muertes de los hombres del pasado se vuelven un instrumento ideológico y político en las manos de los actores del presente, les sirven para legitimarse a sí mismos y a sus propias acciones" (Fusaro, 2015, p. 112).
Siguiendo a Reinhart Koselleck (2011),
el sentido del morir por ... tal y como es fijado en los monumentos es sustentado por los supervivientes y no por los muertos. Pues la dotación de sentido que puedan obtener los muertos por su muerte no es aprehensible por nuestra experiencia. Puede ser que el sentido anteriormente mencionado coincida con la fundación de sentido de los supervivientes: entonces sería invocada una identidad común de los muertos y los vivos.
(...) hay un doble proceso de identificación que se decide entre la muerte pretérita que es recordada y la propuesta de interpretación que propone un monumento a los caídos. Los muertos deben garantizar lo mismo que los que erigen los monumentos y los que aún viven tienen que garantizar. Que se trate de lo mismo o no es algo que elude el alcance del poder de los muertos.
Sin embargo, con el paso del tiempo, y esto nos lo enseña la historia, la identidad pretendida elude el alcance de los que erigen monumentos. Los monumentos documentan más que cualquier otra cosa un pasado distinto del que fue. (pp. 68-69)
Al pensar en desplazamientos de sentidos asociados al Monumento al soldado chino, su acto oficial de inauguración en 1946 ofrece un buen marco de reflexión. Para comenzar, ¿por qué inaugurar el obelisco a casi quince años de haberlo edificado? Más allá de su visibilidad misma, durante el lapso temporal que medió entre el fin de su construcción y esta ceremonia no puede decirse que permaneciese ignorado dado que fotografías y referencias al monumento aparecieron en publicaciones chinas y cubanas (Cámara de Comercio China de Cuba, 1938, p. 23).
El contexto previo al acto proporciona una explicación. A resultas del conflicto sino-japonés, sobre todo después de 1937, se generó un ambiente de furor patriótico entre los chinos radicados en Cuba. A la vez, China recibió el respaldo progresivo de distintos sectores sociales cubanos, dispuestos a censurar las acciones japonesas y a solidarizarse con su causa. Durante esos años tuvieron lugar colectas, ventas de bonos, mítines políticos, funciones benéficas y otras manifestaciones de respaldo público a la república asiática. A todo ello habría que sumar el acercamiento de los gobiernos chino y cubano derivado el redimensionamiento de Asia como escenario de la Segunda Guerra Mundial y la declaración cubana de guerra a Japón después de Pearl Harbor, eventos que impulsarían la firma de un tratado de amistad en noviembre de 1942 (Jiménez Rojas, 2020, pp. 88-279).
Hacia 1944, el académico estadounidense Duvon Corbitt (1944), quien había vivido y trabajado en la isla muchos años, reconoció un giro positivo en cuanto a la percepción que se tenía de los asiáticos en la sociedad cubana. Según él:
uno de los factores que ha tendido a mejorar el estatus de los chinos en Cuba es la valerosa posición del pueblo chino contra la agresión japonesa. El mayor conocimiento de China y los chinos, y la admiración por su valentía, han ido lejos para borrar el sentimiento de superioridad que era una reliquia de los días del comercio culí. (p. 132)
Lo cierto es que el cambio de percepción no estaba sustentando solo en la simpatía o el respeto.32 Para entonces, la reformulación del sistema político y económico cubano, en combinación con la intervención activa de nuevos sectores y grupos sociales y el reconocimiento de afinidades clasistas, inclinó la balanza hacia una armonización de los intereses entre los sectores más solventes de la comunidad china y sus homólogos cubanos (Herrera y Castillo, 2003, pp. 115-118). Todo apunta a que no pocos mayoristas y minoristas chinos se posicionaron en las cadenas de distribución de las industrias menores del mercado isleño, desempeñándose como colaboradores, promotores y/o distribuidores de compañías manufactureras no azucareras, relacionadas con la producción de cerveza, jabones, cigarros, entre otros (Jiménez Rojas, 2020, pp. 194-205).
A la par, entrando en los cuarenta la postura general de la sociedad cubana hacia los extranjeros distaba de la mantenida con anterioridad, en el sentido de verlos a todos como amenaza y competencia para los nacionales. El país había dejado de ser un destino masivo de inmigración y se percibía a los inmigrantes solventes como aliados que podían invertir e impulsar el desarrollo interno (Herrera y Castillo, 2003, pp. 140-142). También había ganado popularidad la interpretación de Cuba como una nación mestiza, emergiendo narrativas más inclusivas, que no reducían la cubanidad a la simple síntesis de múltiples culturas heterogéneas.33 Aun si esta corriente apuntó más por borrar la disparidad entre blancos y negros que por abogar a favor de la asimilación de los chinos, su amplia proyección antidiscriminación respaldó también la inclusión de los asiáticos y contribuyó a avalar su reconocimiento como un componente integral de la identidad nacional.
En este contexto, cuando en abril de 1946 arribó a Cuba una flotilla de la armada china se aprovechó dicha visita amistosa para realizar la ceremonia inaugural del Monumento al soldado chino. El evento, celebrado el 12 de ese mes, fue auspiciado por la Asociación de Veteranos de la Independencia de Cuba y presidido por el presidente cubano, Ramón Grau San Martín, y por el ministro de China, Li Dijun (Jiménez Rojas, 2011) (véase la figura 2). Con motivo del acto fue impresa una edición especial del ensayo escrito por Gonzalo de Quesada (1946). En su prólogo, el ministro Li acotaba:
Desde hace muchos años, se alza en el Vedado una columna gris, de exótica traza, modesta pero expresiva que señala al pueblo cubano, de una manera visible, lo que está en lo invisible de lo más íntimo, en el recuerdo de los actos valerosos de los chinos que pelearon por la independencia de Cuba, memoria firme, por lo ostensible de aquellos hechos (...)
China tiene también para con los cubanos una deuda de gratitud, por las unánimes simpatías con que nuestra nación contó en su pueblo, durante las horas difíciles de nuestra guerra por la subsistencia nacional contra el totalitarismo. Desde los primeros instantes, Cuba fue nuestra aliada espiritual en esta guerra, antes de serlo por las circunstancias internacionales. Y a expresar también nuestro agradecimiento, viene al puerto de La Habana esa escuadrilla de confraternidad chino cubana, en gesto de tan honda significación, como es el existir una tradición de amistad, que vincula a los pueblos de Cuba y China, desde antes de alcanzar la primera su independencia y la segunda la destrucción de la dinastía manchú. (pp. 3-4)
Fuente: Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, Fototeca, Colección Presidentes, José Ramón Grau San Martín, La Habana.
Entonces, puede decirse que la tardía ceremonia de inauguración del obelisco ofreció una oportunidad para celebrar públicamente el florecimiento de los nexos China-Cuba. No se trataba de crear una nueva memoria asociada al monumento, sino de retomar la preservada por él, actualizando y expandiendo su contenido simbólico para subrayar la premisa de una amistad y cooperación histórica entre ambos pueblos, elemento central que alimentaba y sostenía discursivamente la consolidación de las alianzas construidas en la etapa precedente.
El triunfo de la Revolución cubana en 1959 implicó otra inflexión de los sentidos asociados al monumento. Hasta entonces, la isla había mantenido vínculos oficiales con el régimen nacionalista chino, radicado en Taiwán desde 1949. Eso cambió el 2 de septiembre de 1960 durante la "Primera Declaración de La Habana", cuando Fidel Castro manifestó que la nación cubana "en uso de su soberanía y libre voluntad, expresa al Gobierno de la República Popular China, que acuerda establecer relaciones diplomáticas entre ambos países" (Castro y Dorticós, 1967, p. 12). Días más tarde, con la formalización de estos nexos, Cuba se convirtió en el primer país latinoamericano en mantener relaciones diplomáticas con la China maoísta (Díaz Vázquez, 2008). Lo anterior, en unión de la radicalización política del emergente gobierno cubano y su giro al socialismo, tuvo implicaciones importantes para la colonia china: en los años siguientes gran parte de los chinos residentes abandonaron el país y, en adelante, la comunidad se limitó a un pequeño círculo de inmigrantes (más sus descendientes) identificados con el nuevo sistema y su proyecto económico-social.34
A partir de aquí la esencia del obelisco como homenaje a los culíes mambises y como encarnación material, simbólica y funcional de la hermandad China-Cuba fue subsumida en la invocación recurrente de la afinidad ideológica entre ambos Estados y su alianza político-estratégica. Perduró el mito del inmigrante chino comprometido con los destinos de Cuba y se mantuvo el principio de amistad sino-cubana, pero apelando ahora a una historia de lucha compartida donde la oposición a la dominación y a la explotación imperialista, así como la búsqueda del bienestar social colectivo tenían un peso fundamental.
De conformidad con ello, el monumento ha ocupado una posición importante dentro del protocolo oficial y el ceremonial diplomático ligado a visitas de delegaciones chinas a la isla o a la celebración de efemérides relacionadas con los dos países. Esta función ha sido más ostensible en las últimas décadas, parejo al fortalecimiento de los lazos bilaterales y la ampliación de los espacios de cooperación sino-cubanos.35 Así, por ejemplo, en 2002 fue visitado por Sun Zhongtong, director general adjunto del Departamento Político General del Ejército Popular de Liberación de China, y en 2014 por Mi Bohua, editor en jefe del Diario del Pueblo, quienes depositaron sendas ofrendas florales en su base, escoltados por funcionarios cubanos (Madruga, 2002; "Granma y el Diario", 2014). Asimismo, en octubre de 2011 se organizó allí un acto conmemorativo, auspiciado por la Embajada de China en Cuba, la Oficina del Historiador de La Habana y la Asociación Amistad Cuba-China, en ocasión de cumplirse cien años de la Revolución de 1911 y ochenta de la construcción del obelisco (Jiménez Rojas, 2011, p. 11) (véase la figura 3).
De cómo el Monumento al soldado chino ha sido utilizado como símbolo de la alianza de la Cuba revolucionaria con la República Popular China también da cuenta su representación en sellos postales oficiales alusivos a los vínculos sino-cubanos (véase la figura 4). La efigie del obelisco formó parte de la serie "Amistad Cubano-China" emitida por el correo postal cubano en 1964 y, más recientemente, fue el motivo central de la estampilla conmemorativa cancelada en ocasión del aniversario 60 del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y China (Díaz, 2020; Pichardo, 2020). Aquí es esencial considerar la capacidad de este tipo de soporte gráfico, cuya producción está controlada por el Estado, para promover determinadas memorias y transmitir mensajes ideológicos, con la pretensión de influir en sus ciudadanos o más allá de sus fronteras. De tal forma, el contenido y diseño de los sellos revela una postura pública y constituye, a la vez, un ejercicio de auto representación estatal y una plataforma de divulgación de su visión de la historia, la cultura, y/o la política nacional (Scott, 2002; Child, 2008).
Fuentes: Cuba 1964 amistad cubano-china (s.f.). Milanuncios.https://www.milanuncios.com/sellos-de-coleccion/cuba-1964-amistad-cubana-china-342289536.htm; Sello China-Cuba (s.f.). Todocolección.https://en.todocoleccion.net/s/stamps-cuba.
Por demás, en los eventos mencionados y en otros, como el homenaje a los culíes mambises en el marco de la celebración del 165 aniversario de la llegada de inmigración china a Cuba en junio de 2012 (Smith, 2012), ha sido fundamental la intervención del Casino Chung Wah.36 La implicación del Casino, órgano representativo de la comunidad sino-cubana a nivel nacional, envuelve también la coordinación y gestión de una "tradición inventada" (Hobsbawm, 2002) que ubica la visita al obelisco como parte de la celebración anual del Quingming en la capital cubana.37 En el marco de esta tradición orientada a honrar a los difuntos, se ha regularizado la práctica de reverenciar a los mártires de origen chino mediante un acto, previo a la peregrinación colectiva al Cementerio Chino de La Habana, que involucra pronunciar discursos alegóricos y colocar coronas de flores en presencia de los chinos residentes y sus descendientes en la capital (Baltar, 1997, pp. 59-60).
Para cerrar, es pertinente introducir transformaciones del monumento relativas a su propia figura y entorno. Si, tal y como se ha comentado, una obra conmemorativa recupera ciertos retazos del pasado, asignándole significados específicos, vandalizarla "es un acto que forma parte de una historia mayor de iconoclasia... no solo remueve dicho cuerpo del paisaje, como extirpándolo de la historia, sino que además nos indica que el poder demolerlo prueba que ningún dios lo protege" (Verdery, 1999, p. 5). De tal suerte, al trastornar la fisonomía original de un conjunto monumental se gesta "un cambio en el universo de sentido que hasta ahora prevalecía" (Verdery, 1999, p. 5).
En la segunda mitad de los sesenta, los ecos de la Revolución cultural china (1966-1976) llegaron a Cuba, permeando las actitudes de los dirigentes del Casino Chung Wah y, en general, de la comunidad asiática radicada en la isla. La influencia de este movimiento sociopolítico, abocado a extirpar aquellos elementos que identificaba como rezagos del capitalismo, impulsó una cruzada extremista contra todo lo que evocaba el pasado político de la comunidad previo a la Revolución cubana y a la proclamación misma de la República Popular China. Los retratos del prócer nacionalista Sun Yat-sen fueron retirados de las paredes, y los emblemas del Guomindang fueron removidos de los inmuebles y del mobiliario de muchas asociaciones chinas. En el caso del obelisco, una de sus tarjas fue vandalizada y se borró el texto en chino que aludía al diplomático Ling Bing y al momento de su construcción (García, 2003, pp. 114-115). Menos visibles a partir de una restauración acometida en 2010, las evidencias de esa tachadura son perceptibles en fotografías tomadas previamente (véase la figura 5).
No es un detalle menor el blanco de la tachadura. Sanciona el carácter político de esa iniciativa y cómo el presente condiciona el cuestionamiento y la reelaboración del paisaje conmemorativo público, y de los discursos heredados de épocas precedentes. Dicha acción no perseguía alterar el reconocimiento de la epopeya de los culíes combatientes encarnado en el monumento, pero sí suprimir simbólica y materialmente a sus gestores.
Más recientemente, en 2020, concluyó una remodelación del parque que acoge el obelisco, orientada a "acercar su estructura a la cultura asiática" (Menchaca, 2019). Esta intervención arquitectónica fue parte de un plan general de restauración de los espacios vinculados a la cultura china en La Habana. A resultas, se colocaron bancos rojos y ondulados, que evocan la sinuosidad de los dragones chinos, más un piso escamado que alude a la piel de dicha criatura mitológica (Menchaca, 2019). Este esfuerzo de "chinización" consciente contrasta con el espíritu original de un proyecto que promovió la aceptación de los asiáticos desde cánones occidentales, con la intención de demostrar su afinidad con la sociedad cubana y el proyecto de modernización republicano. Denota, a su vez, la buena salud de las relaciones sino-cubanas actuales, y cómo los imaginarios asociados a los chinos han adquirido connotaciones positivas, que se apartan de los prejuicios orientalistas presentes en los comienzos del siglo XX (véase la figura 6).
Fuentes: fotografía de Joaquín Hernández. En Menchaca (22 de diciembre de 2019). http://spanish.xinhuanet.com/2019-12/22/c_138650567.htm; fotografía de Yeimi Mora facilitada a la autora de este trabajo.
Consideraciones finales
Al develar el ámbito socio histórico que rodeó la construcción del Monumento al soldado chino en La Habana es patente que su materialización respondió al interés de los líderes comunitarios chinos por afianzar entre los cubanos una memoria particular. El obelisco fue un recurso material, funcional y simbólico a través del cual buscaron contrarrestar las manifestaciones de discriminación y sinofobia, y negociar su aceptación e intervención socioeconómica. En ese sentido, la recuperación y afirmación de la impronta de los chinos que pelearon por la independencia de Cuba contribuyó a fijar una narrativa de continuidad y compromiso, que presentaba a los inmigrantes asiáticos del siglo XX como herederos y portadores de los valores patrióticos de los culíes mambises, y como garantes del progreso de la nación cubana.
Aunque el paso del tiempo no ha alterado la esencia del monumento en lo tocante a su homenaje a los culíes combatientes, se han transformado sus sentidos y usos prácticos en el lapso temporal que media entre 1931 y el presente. La defensa del chino integrado y de la hermandad sino-cubana que encarna la obra ha adquirido diferentes significados culturales y políticos; allí donde ha cambiado el contexto y las relaciones entre chinos y cubanos, han cambiado también los discursos y ceremoniales, las alegorías y los motivos de conmemoración asociados al obelisco. Cada una de las reinterpretaciones y alteraciones (discursivas y/o tangibles) constituye una expresión concreta del lugar cambiante de los chinos en el imaginario, en la memoria, la historia y la identidad cubana.