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Diversitas: Perspectivas en Psicología

Print version ISSN 1794-9998

Diversitas vol.3 no.1 Bogotá Jan./June 2007

 


Duelo por muerte súbita desde el enfoque
apreciativo: una opción de vida desde la pérdida

Sorrow by sudden death from the appreciative
approach: a life option from the loss

Lina María Parada Muñoz*

Universidad Francisco José de Caldas, Bogotá, Colombia

Recibido: noviembre 20 de 2006 Revisado: diciembre 10 de 2006 Aceptado: enero 19 de 2007



RESUMEN

El artículo presenta las aproximaciones más representativas de la psicología al duelo por muerte súbita y las posturas para el manejo del mismo desde la intervención clínica, para discernir el marco de referencia epistemológico sobre el que se sustenta el ejercicio sistémico apreciativo. En consecuencia, el texto perfila una comprensión ecológica, integradora, de los momentos no cronológicos por los que atraviesan los dolientes, que favorece una resignificación de la situación de crisis. Para esto, se hace énfasis en la relevancia del lenguaje que, entendido en el orden de la narración, permite la actividad dialogal que lo hace constructor de realidades.

Palabras clave: Duelo, Intervención sistémica, Narrativa.



ABSTRACT

The article presents the most representative approaches of psychology to the sorrow by sudden death and the positions for the handling of that from the clinical intervention, in order to discern the epistemological frame of reference on which the appreciative systematic exercise is sustained. In consequence, the text outlines an ecological understanding, integrating, of the no chronological moments by which the bereaved go across, that favors a crisis situations re-signification. Because of that, there is an emphasis in the relevance of the language that, understood in the order of the narration, allows the dialogal activity that made it constructor of realities.

Keywords: Sorrow, Systemic intervention, Narrative.



Fuerte como la muerte es el amor.
San Agustín

De las posturas tradicionales para abordar el duelo, y otros caminos de esperanza

En la actualidad se habla y escribe diariamente de la violencia y en especial de su principal consecuencia: la muerte. La recurrencia en el tema de la muerte proviene de un espectro de posturas con consideraciones diversas y divergentes sobre lo que ésta entraña (Fonnegra, 1999; Blair, 2005). Para el caso concreto de la psicología, la preocupación por la muerte ha redundado en una preocupación por comprender las múltiples dimensiones que se hacen manifiestas en esta situación, buscando reconocer, favorecer o movilizar las potencialidades humanas que la hacen comprensible y su papel en el duelo que afrontan las personas sobrevivientes.

En este sentido, la disciplina psicológica, como otras, ha promovido unas comprensiones de la situación de muerte propicias para unos tiempos en los cuales no son suficientes los recursos que las sociedades y las culturas han utilizado desde siempre para hacerla admisible a los dolientes, y que básicamente provenían de las estructuras del discurso religioso. Así, diferentes disciplinas se han encaminado a integrar las dimensiones que median no sólo en las concepciones del morir, sino en las formas del duelo.

En relación con el duelo, concretamente, esta integración ha buscado reconocer las conexiones que existen entre las reacciones orgánicas asociadas a la pena, las implicaciones individuales que estas reacciones acarrean, los mecanismos culturales que las hacen comprensibles para un colectivo y las mediaciones sociales que las hacen tratables.

Al respecto, se ha comprobado que la pena, entendida como un dolor psíquico que experimentan los seres humanos cuando pierden a alguien cercano, interfiere fisiológicamente con el flujo de secreciones corporales, presentándose, entre otras reacciones, alteraciones orgánicas, como problemas respiratorios, palpitaciones, sudoraciones y trastornos del sueño y del apetito. Estas alteraciones no son causadas por la pena, pero sí están relacionadas con ella (Maturana, 1993). Estas reacciones no están inconexas de algunos patrones sociales y culturales que les confieren unos órdenes de significación, asumidos éstos como pautas de mediación del duelo. Hasta cierto punto, se asumen como tránsitos inevitables. No obstante, queda abierta la cuestión de cómo las significaciones generadas por estas pautas de mediación definidas por la sociedad y la cultura pueden terminar favoreciendo situaciones de dilemas y crisis entre las personas en sus diferentes contextos.

En el caso específico de la muerte súbita o violenta de un ser querido, diferentes teóricos han sustentado que en el proceso de vivenciar una pena, (es decir, en el duelo), así como en la elaboración del mismo, se presentan con frecuencia síntomas específicos indicadores de crisis (O'Connor, 1990). Tales síntomas pueden ser la depresión severa o crónica (Bowlby, 2002), sentimientos de culpa (Fonnegra, 1996), el desarrollo de hábitos de alcoholismo, ataques de pánico, conductas agresivas e incluso suicidio (Grollman, 1989).

Sin pretender señalar una relación de causalidad lineal y reduccionista entre el duelo y la crisis, es evidente que la muerte de un ser querido, en especial aquella inesperada y violenta, activa una serie de afecciones, emociones y vivencias que se pueden constituir en determinados contextos en factores perturbadores de la calidad de vida de una persona, en especial cuando ésta se rinde a la opción de resignificar esta situación de muerte. Valga señalar que vivenciar un duelo no implica características patológicas ni tampoco que la persona que lo padece esté sometida a una enfermedad. Se trata, por el contrario, de un proceso que compromete las formas de significar la existencia. Este artículo se afianza en esta consideración que hace posible asumir que compartir el dolor permite trascenderlo.

En tal sentido, los teóricos del campo de las ciencias sociales, en especial aquellos que se ubican dentro enfoques sistémicos, cibernéticos y comunicacionales para dar cuenta del funcionamiento de los sistemas humanos, se interesan con mayor frecuencia en observar y estudiar la capacidad de los sistemas para persistir a pesar del cambio; es decir, la posibilidad que tienen éstos de absorber el cambio cualitativo y mantener la integridad del sistema a lo largo de un proceso de desarrollo (Foerster, 1996). Así, el foco para la resolución del problema cambia de observar las debilidades a observar las fortalezas, los recursos y las potencialidades desde la narrativa de los sistemas, lo cual implica una visión diferente en el abordaje de los fenómenos humanos. Este enfoque resulta especialmente pertinente para el caso del duelo por muerte súbita.

Aquí se encuadra el enfoque apreciativo, centrado en investigar, con el sistema que consulta, con las historias de futuro que construyen un mejor presente, con las historias de lo que funciona, con las redes que se han silenciado, utilizando para ello el poder del lenguaje como potencializador de acciones asociadas a estas fortalezas (Lang, 1999). Este abordaje de la experiencia de duelo no pretende negar la dureza y crudeza de la muerte, sino que se dirige a reconocerla a través de nuevos mapas, como maestra para quienes son testigos de su acontecer. De este modo, se busca que a través del diálogo se pueda ampliar la capacidad de reflexión, acción y emoción del doliente para darle un nuevo significado a la experiencia de duelo, utilizando para ello herramientas apreciativas.

Esta concepción permite entender la actividad dialogal como un medio para re-relatar la experiencia, construir nuevos significados sobre los cuales se repotencian recursos, capacidades y fortalezas propias de las personas y de los contextos en donde se desenvuelven, de manera que esta resignificación o construcción de significados alternativos reconfiguran la experiencia de la existencia trascendiendo el carácter fijo o imposibilitante de los significados que configuran la experiencia anterior (White, citado por Medina, 1999). Así, en medio del duelo por una muerte súbita se pueden configurar resignificaciones a la experiencia de vivir.


Reflexión epistemológica

Del paradigma comprensivo al paradigma interventivo

La Teoría General de los Sistemas, propuesta en un primer momento por Ludwig Von Bertalanffy (1967), asume que la organización de cualquier entidad procede de la interacción entre sus partes mediada por el ambiente. Esta propuesta, desplazada al campo de las ciencias humanas, hizo manifiesto el carácter reductor de las aproximaciones que atomizaban a los individuos o los supeditaban a la coacción de estructuras. Los desarrollos de la Teoría General de los Sistemas se conectaron con los alcances de la Cibernética, propuesta inicialmente por autores como Norbert Wiener, que permitieron dilucidar el funcionamiento sistémico. Así, reconociendo los aportes de diferentes ciencias, estos autores pudieron señalar que un sistema tenía dentro de sus principios la auto-organización y la retroalimentación que permitieron dar cuenta de las formas de equilibrio, estabilidad, transformación y cambio de los sistemas.

Las propuestas de la Teoría General de los Sistemas y de la Cibernética redundaron en una transformación de las teorías de la comunicación. En este sentido, los modelos clásicos que supeditaban la comunicación a un evento cerrado configurado por emisores, receptores y mensajes en condiciones ideales fueron redefinidos por nuevos modelos que reconocían la comunicación como una interacción inscrita en un sistema abierto donde emisores, receptores y mensajes estaban organizados en virtud de códigos alimentados y retroalimentados contextualmente (Parada, 2006).

Con estas tres fuentes se afianzó un paradigma que entiende la acción humana como un proceso organizado en el lenguaje y sus múltiples niveles de codificación, proceso que no está predeterminado por estructuras o por individualidades, sino que se manifiesta precisamente en contextos sistémicos, interaccionales y comunicacionales. En consecuencia, esta definición del contexto lo hace ámbito de significaciones en las cuales se mantienen, transforman y expanden los potenciales de las acciones humanas (Gergen, 1996). Por esto, esta concepción contextual permitió que estas tres fuentes se articularan con los desarrollos del construccionismo.

Este paradigma sistémico, cibernético, comunicacional y construccionista fue reconocido tempranamente en el campo de la psicología como una forma de reemprender nuevas aproximaciones que no estuvieran reducidas al fijismo de los individuos o al determinismo psicosocial. Por una parte, esta concepción permitió redefinir la comprensión de los entramados humanos como sistemas, lo que reclamaba el carácter interaccional de los fenómenos psicológicos. Esto supuso nuevas consideraciones para entender nociones como las de equilibrio, estabilidad, crisis y, obviamente, transformación y cambio. Por otra parte, esta concepción, al plantear la comprensión sobre la interacción, la construcción de contextos y sobre el lenguaje, igualmente transformó la práctica de la terapia. En este sentido, esta concepción centra la terapia en el contexto que permite la emergencia de significados sistémica e interaccionalmente concebidos, los cuales pueden ser resignificados dentro de las posibilidades del lenguaje como constructores de realidades (Watzlawick, 1983).

Estos desarrollos permitieron involucrar a la narrativa como recurso para la terapia (González y Serna 2005). En efecto, en tanto la interacción terapéutica supone la presencia de relatos, éstos pueden ser reconocidos no como simples alusiones de una experiencia individual o como textos que ocultan una verdad sólo reconocible por el terapeuta; por el contrario, este paradigma emergente permite que el relato que irrumpe en la interacción terapéutica se asuma como una convocatoria de significados inscritos en unos sistemas de origen que, a través de la intervención, pueden ser resignificados para movilizar a esos sistemas de base.

De esta manera, se forma el material más importante de trabajo del terapeuta: las historias que viven los consultantes, así como las historias que crean y narran acerca de esas historias. En tal sentido, la terapia es una conversación con sentido, un intercambio de historias que, apelando al significado como constructor del contexto, puede modificar el contexto para proponer nuevas formas de significación. Considerar la terapia como una conversación, y no como una cura, exige no sólo evitar incurrir en el error de clasificarla como una intervención médica, sino replantear el tema de la retórica y evaluar su significación para la salud mental.

Este planteamiento abre una ventana que acerca al terapeuta a las personas desde el propio discurso del consultante, ya que la narrativa encarna la vivencia y la experiencia humana. En este sentido, se tiene en cuenta que la narrativa no sólo es un asunto de contenido, sino que toma la forma de un tejido muy fino de sentimientos que reviven el pasado para construir el futuro, brindando la posibilidad de transformar el propio presente. Por tal razón, en el contexto del diálogo se encuentra una verdad de conexiones recursivas que enriquecen los procesos y contribuyen a la evolución del ser humano en su integralidad, pese al dolor que implica perder a otro ser significativo.

Como se muestra, esta conexión paradigmática resulta en especial pertinente para las aproximaciones al duelo por muerte súbita. Hace de la experiencia de pérdida una situación generadora de significaciones que no están relacionadas sólo con el hecho de morir, que no son sólo percepciones individuales y que tienen en medio el funcionamiento de unos sistemas y unos contextos. De este modo, la muerte se hace un marco generador de significaciones sobre el sentido de la vida.


Reflexión disciplinar

El territorio del dolor psíquico

Ahora bien, en relación específica con la muerte, se puede decir que todos los sentimientos, reacciones y cambios que ocurren en el período que sigue a la muerte de alguien afectivamente importante se conocen como proceso de duelo. El término duelo tiene su origen en dos raíces latinas, dolus (dolor) y duellum (desafío). En este sentido, se puede afirmar que el duelo se entiende como un dolor psíquico y también como un desafío a la estructura establecida, un desafío a producir una recomposición significante que le permita al deudo disponer de la falta instituyente, recreando una nueva realidad.

El duelo es una reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces; es un agujero en lo real que moviliza todo el orden simbólico. Dicho de otro modo, es un proceso activo de adaptación ante la pérdida de un ser querido que genera cambios en el emocionar del doliente. Sin embargo, la naturaleza del duelo está directamente asociada a la forma de la muerte. En este caso, el duelo es diferente cuando tiene tras de sí una muerte preavisada o una muerte sin aviso.

En la muerte que no da preaviso y que se lleva a los seres amados de forma trágica, el dolor es más agudo y traumático, porque llega de una manera repentina, inesperada y prematura, que no da tiempo a decir adiós. Este tipo de pérdida puede llegar a sumergir a una persona en un sufrimiento devastador, a la vez que puede acarrear problemáticas de distinta índole tanto a nivel físico como psicológico. En este sentido, es diferente la resonancia emocional de una muerte súbita a la de una muerte esperada. La muerte que se avisa permite un espacio de preparación para ir cerrando historias, limando rencores y saldando cuentas. Mientras que la muerte repentina aparece en escena como incomprensible, con la carga de fatalidad propia de un hecho irreparable.

La muerte inesperada, violenta o súbita deja a los dolientes en un sinsentido, en una doble significación: por una parte, con la conciencia aturdida, desmayado el psiquismo, vulnerada la seguridad y, por otra, sin entender ni comprender el significado de lo acontecido, como vacío de respuestas (Grecco, 1998). Las personas que sufren el arrebato de una pérdida como ésta parecen sufrir de una herida abierta que les causa inmenso dolor. A su vez, esto los sitúa en el escenario de las emociones donde afloran sentimientos de venganza, odio e impotencia entre los sobrevivientes, así como la necesidad apremiante de encontrar un culpable. El mismo autor señala que la muerte sorpresiva es un acontecimiento que no se metaboliza, incorpora y transforma en acción efectiva, que puede llevar al doliente a la rememoración dolorosa del hecho a través de los sueños y, en ocasiones, en plena vigilia.

La psiquiatra y sanatóloga Elizabeth Kübler-Ross (1995) es una de las pioneras en la investigación con personas que enfrentan el duelo ante la muerte. Ella abrió una ventana para la comprensión desde la psicología de la vivencia del morir, mediante el uso de la entrevista como herramienta de intervención y estudio. Según Kübler-Ross, en el duelo pueden presentarse ciertas respuestas emocionales en forma de etapas. Al conjunto de estas etapas se ha llamado proceso de duelo. En un primer momento, según la autora, hay una reacción inicial de choque, donde algunas personas sienten una sacudida física ante la conmoción de descubrir que alguien cercano ha muerto. La noticia de la muerte invade en forma de sorpresa violenta, una experiencia que se intenta negar, amortiguar o adormecer. Los sobrevivientes quedan en un estado de entumecimiento e incredulidad que les permite aislarse temporalmente de la angustia que genera el deceso de alguien cercano. Las personas se perciben como si no sintieran nada, es probable que no expresen o no manifiesten nada en los rituales sanáticos y que atiendan otros asuntos de forma ágil y práctica.

Puede que aparezca, entonces, la negación asociada al impacto de la muerte, para luego, al estar lista la psiquis, empezar a conectarse con el dolor de la pérdida. La negación como mecanismo de defensa es útil, ya que permite a la psiquis acomodarse y asimilar lentamente, y no de un solo golpe, la nueva realidad. De hecho, para algunos autores, como O'Connor (1990), en este proceso puede aparecer una etapa por lo regular corta, en la cual el sobreviviente recurre a fantasías acerca de devolverle la vida a la persona muerta, asumiendo que todo ha sido un mal entendido y para ello proyecta recurrentemente fantasías que se desvanecen rápidamente.

En otros momentos del duelo puede aparecer el enojo como un sentimiento que se puede exteriorizar en forma de rabia o agresividad o internalizarse y experimentarse como depresión. El enojo se puede proyectar hacia las otras personas en forma de reproches, poca tolerancia y resentimiento. En algunos casos, esto propicia conductas violentas encaminadas a liberar sentimientos de odio y frustración. Cuando se reviste como depresión, el enojo es una autoflagelación, que conduce a sentimientos de desamparo, desesperanza e impotencia. Se manifiesta a través del llanto, del desánimo y del desapego.

En ocasiones, se presenta la victimización del doliente asociada a discursos de fragilidad. Este tipo de rebusque emocional demanda un trato especial y consideraciones. La persona llega a sentir que es la única en vivenciar el dolor, queriendo en ocasiones obtener ganancias del sentimiento de conmiseración que despierta en quienes la rodean, ya sea obteniendo trato especial o cualquier tipo de concesiones. Aquí aparecen esos sentimientos de orfandad que están relacionados con una fuerte pérdida de autoestima, de no valer ni merecer nada, lo que puede llegar a fortalecer la depresión, traducida también en sensaciones de inutilidad en la vida y de hastío, así como en la incapacidad de tolerarse a sí mismo.

La culpa nace en la idea de que algo se pudo haber hecho y no se hizo, o la retractación de algo que se hizo, se pensó o se dijo. El sentimiento de culpa es un factor que puede retrasar significativamente el proceso de duelo. Sin embargo, la aceptación pacífica de la muerte de una persona cercana es una meta alcanzable donde se da el recuerdo sin dolor (Worden, 1997).

Ahora bien, Grollman (1991) postula cuatro grandes tareas que pueden facilitar la elaboración del duelo y superar los momentos expuestos anteriormente, cada una es prerrequisito para la siguiente y son de gran utilidad práctica, pues permiten al profesional de la salud mental evaluar cada caso particular y detectar dónde se ubican los bloqueos y las fallas. Estas tareas son:

  • Aceptar: hace referencia a admitir la muerte como un final inmodificable. Lo opuesto sería negar la muerte o desconocer los detalles de la misma.

  • Reaccionar: poder sentir y manifestar el dolor, la rabia, la impotencia, la angustia y la apatía que se pueden llegar a experimentar en estos momentos difíciles. Lo opuesto es reforzar el rol de fuertes e inquebrantables, rehusando aceptar la fragilidad humana, rol que exalta la cultura y por el cual se paga un alto costo emocional.

  • Readaptarse: ubicarse en un ambiente que acepta el vacío que deja el que murió. Lo contrario sería renunciar a asumir nuevas funciones y responsabilidades o no cambiar nada del ambiente físico, dejando las cosas tal como estaban antes de la muerte después de pasados tres meses de pérdida.

  • Liberar la energía psicológica de la relación con quien murió, en el sentido de reinventar proyectos para la vida y volver a amar. Lo contrario sería la muerte afectiva, sobreviviendo y renunciando a vivir.

Es importante tener en cuenta, al trabajar terapéuticamente con los sobrevivientes de una muerte súbita o inesperada, el nivel de idealización que se hace de la persona muerta, ya que esto puede llegar a intensificar el dolor del duelo. El doliente selecciona los recuerdos positivos sobregeneralizándolos a todas las áreas de la vida de esa persona, bloqueando aquellas vivencias menos agradables que facilitan los sentimientos de culpa.

Otros dos componentes importantes en este fenómeno de la muerte súbita son el proceso de inhibición del psiquismo y la presencia de dolor moral. Por inhibición se entiende una lentificación de las funciones psíquicas que trae como consecuencia una reducción del campo de conciencia de la persona y del dolor moral, y que se manifiesta como pérdida de valor e imagen, desesperanza y angustia por el mundo que rodea al doliente.

Así, la muerte inesperada aparece como un acontecimiento sorpresivo, que conmociona y desborda, pero sobre todo como una experiencia que transforma y violenta la cotidianidad.

Sin duda, cualquier muerte cercana, aun la esperada, posee estas características, pero en la muerte que se prevé se ha ido dando una preparación, de tal modo que el impacto se amortigua en la elaboración de la espera. Los dolientes se van acondicionando a una nueva realidad. Ambos tipos de muerte son dolorosos, pero uno es bajo la forma del sobresalto; el otro, del sobrecogimiento.

En este sentido, con la muerte súbita de una persona, un sistema familiar se ve en la necesidad de adaptarse en varios niveles de su funcionamiento, entre los que se incluyen la reorganización de los sistemas comunicacionales, las reglas, las nuevas jerarquías y la redistribución de roles. Cada cambio que sigue a la muerte de un miembro de la familia simboliza la muerte de la familia misma, siendo el objetivo primordial establecer una nueva familia nacida de la vieja. Por lo tanto, las personas necesitan tiempo para negociar estos cambios, ya que, como lo señala Ortega Allué (1995), en los momentos de pérdida el sistema corre el riesgo de estar amenazado con su propia desaparición. En este período de crisis, en una actitud defensiva del sistema, es posible que se dé un reagrupamiento de la familia, una intensificación relacional con la familia extensa, a la vez que disminuye la interacción con el entorno.

Precisamente, el sentido del duelo dentro del funcionamiento de un sistema hace parte sustantiva del enfoque sistémico del duelo (Hart y Goznes, 1987). Para el abordaje terapéutico sistémico, se plantean posibilidades para la elaboración de rituales y tareas terapéuticas, que comprenden tres fases (preparación, reorganización y finalización) con el fin de facilitar la adaptación de una familia a la realidad de muerte.

En la fase de preparación, se observa si es un solo miembro o son varios los que tienen problemas en la elaboración del duelo, conociendo a la vez si es una muerte esperada o inesperada. En este punto del proceso se reconoce si ciertos objetos, los llamados objetos vinculares, son reverenciados por el consultante o la familia y la función que están cumpliendo. Por lo general, estos objetos sirven para crear la ilusión de que quien murió sigue viviendo. En la fase preparatoria, el psicólogo explica cómo se llevará a cabo el proceso psicológico. Es importante determinar si el consultante está muy motivado para una tarea que será emocionalmente ardua, siendo posible más de un encuentro por semana y llamadas telefónicas siempre que exista necesidad.

En la fase de reorganización se trabaja la parte más dolorosa dentro del proceso terapéutico para el consultante, ya que se colocan al descubierto los sentimientos de desesperación, desesperanza o depresión. Durante esta fase los rituales ayudan al tránsito del período de duelo a la vida normal, toda vez que el deudo elabora a través del lenguaje la ausencia física y emocional que deja la persona que fallece. En este tipo de rituales terapéuticos, el psicólogo puede pedir al consultante ciertos objetos simbólicos que le unan a la persona muerta pidiéndosele que confiera a los objetos una importancia mayor y más visibilidad dentro de su contexto físico y cotidiano. El consultante puede crear poemas, cartas, esculturas, dibujos, que sirvan como símbolo del vínculo.

Este abordaje, además, trabaja la carta continuada como tarea terapéutica. ésta es una despedida ritual que se elabora a lo largo de dos semanas y es especialmente adecuada para consultantes con un duelo complicado y sostenido por un largo período. Esta tarea funciona como posibilidad de expresar sentimientos ambivalentes hacia la persona que fallece. El consultante debe escribir todos los días o al menos tres días por semana, durante una hora prefijada, emociones, ideas o recuerdos que se asocien a su pena. Si en algún momento el consultante no sabe qué escribir, debe continuar sentado frente al papel hasta agotar el tiempo acordado. Esta tarea busca especialmente delimitar en términos de tiempo la energía psicológica asociada a la pena, con el fin de que el dolor no se desborde en la cotidianidad y la persona pueda continuar con su vida.

En la fase de finalización se observan, además, tres partes: ceremonia de despedida, rito de pureza y rito de reunificación.

Este enfoque valora el conocimiento de la configuración global de la familia que reconoce la posición funcional que ocupaba la persona que falleció, el nivel general de readaptación vital, la etapa del ciclo de vida familiar, el rol que jugaba el difunto, la integración y expresión emocional y los factores socioculturales dentro de los cuales la familia se desenvuelve. Estos aspectos se consideran de gran ayuda en el momento de evaluación de este tipo de casos y su posterior intervención (Bowlby, 1996).


Historias sobre las historias y otras estrategias para la intervención

De acuerdo con diferentes autores (Watzlawick, 1983; Gergen, 1996), si se quiere hacer algún cambio significativo hacia una evolución armónica, es el lenguaje por donde se debe empezar. Los autores proponen una reflexión cuya actividad dialogal y recursiva conceda una resignificación a través de la narrativa y del lenguaje, y facilite un espacio donde la vida continúe a pesar del dolor por la pérdida. Se utilizan para ello los sueños, habilidades y recursos de los sobrevivientes. La búsqueda de un nuevo sentido permite decir adiós sin olvidar, permitiéndose percibir la muerte como una fuerza poderosa y creativa.

La construcción de espacios transformadores se percibe mucho más en el centro de las crisis. En estos momentos de dolor y fragilidad resulta útil un mensaje que invite a dejar morir lo que ha muerto y a escuchar en la pérdida mucho más que dolor, sufrimiento o temor. Así, una historia de crisis se asume como una historia entre otras historias. Historias de duelo, de muertes súbitas, historias de sufrimiento y sinsentido, historias de reencuentro con el otro, historias a las que un proceso interventivo puede facilitar el cambio, historias que se mantienen en conversaciones que se traducen en narrativas, que construyen realidades (Navarro, 1992).

En términos sociolingüísticos, las narrativas son unidades de discurso organizadas que tienen como función el relato de una historia. Narrar es una forma de volver sobre la experiencia pasada o de construir una experiencia presente o futura que implica a menudo una secuencia temporal (Landau, 1984). Estas narrativas tienen una visión en primera persona, una organización, temporalidad y coherencia temática. Su uso en la investigación psicológica tiene muchas de sus raíces en la investigación personológica de Murray (2001), con el entendimiento evolutivo de los asuntos vitales narrados.

Varios autores han examinado la tematización de historia vital personal como una autoimagen estructurada. En este sentido, las conversaciones encontradas en un marco de grupo pueden representar narrativas completas en el sentido de una historia personal, y son utilizadas para entender el sí mismo y los asuntos vitales de los participantes del grupo.

Estas narrativas personales que aparecen en conversaciones de grupo necesitan interpretarse en contexto y ser vistas como generadoras de contextos a los que los miembros de un grupo pueden responder. Así, la construcción de un individuo debe entenderse en comunión con los significados compartidos entre él mismo, el grupo y la cultura, a través del intercambio narrativo.

Partiendo del supuesto que plantean White y Epston (1993) —según el cual la actividad dialogal permite, al re-relatar una experiencia, construir nuevos significados en la medida que cada conversación facilita la repotenciación de recursos, fortalezas y capacidades propias de la diversidad del ser humano—, se puede señalar que el duelo por muerte súbita es una proceso propicio para que, convertido en forma de significación del sistema ante la pérdida, explore nuevas significaciones ante la vida. Es precisamente a través del lenguaje y del hecho de conversar que, de alguna manera, los sujetos sociales participamos de la construcción de conocimiento en torno a la vida y a las características del ambiente. Al apelar a la exploración y a la continua práctica de nuevas formas de hablar, pueden darse nuevos estilos de funcionamiento y cambios en sus patrones de relación con los demás. Las personas pueden modificar lo que sienten por ellas y verse a sí mismas construyendo, restableciendo y asumiendo valores, visiones y actitudes integradoras que movilizan estructuras profundas en el marco de vida de la persona. En este punto, es participe activo en el direccionamiento de su vida.

Dentro de esta postura, la intervención se lleva a cabo a través de la entrevista, utilizando para ello el uso de preguntas reflexivas, circulares y apreciativas, hechas con la intención de facilitar la auto-recuperación del individuo. Este proceso se lleva a cabo mediante la activación de la flexibilidad entre los significados de los sistemas preexistentes de creencias, con el fin de permitir a los miembros de una familia generar por sí mismos patrones constructivos de cognición y conducta.

Una postura flexible que se conecta con las ideas anteriores es precisamente la argumentada por el enfoque apreciativo. P. Lang (1999) plantea que con esta visión ecológica del sistema, se puede orientar el trabajo interventivo para centrarse en los recursos de las personas y lo positivo de sus historias del pasado, para crear un presente esperanzador, a pesar de la crisis.

El planteamiento se basa en los sueños silenciados y en un lenguaje constructor de realidades, que posibilita a las personas retomar sus habilidades y valores. La mirada apreciativa facilita el trabajo con contextos más amplios que atraviesan por muertes violentas de miembros de su comunidad, pretendiendo cambiar el foco de la visión en torno al problema, en el sentido de proyectar las persona del pasado hacia el futuro, de forma que se permita desarrollar una planeación de cómo construir el futuro a partir del encuentro con las potencialidades y fortalezas de las personas. En este sentido, el trabajo apuntaría a la prevención de narraciones y acciones violentas; en suma, historias de venganza.

Lo anterior se basa en el prejuicio sistémico según el cual cuando una persona ve lo mejor de sí y del otro, compartiendo sus sueños, construye formas de materializarlo a través de caminos de acción y de la conexión de las fortalezas, habilidades y potencialidades silenciadas. Es probable que no se obtenga una solución ideal, pero sí se introduce a la persona en un lenguaje que se asocia a cambios contundentes en la capacidad de acción, emoción y reflexión que repercute en el estilo de vida, en las conversaciones y, en general, en el libreto de vida que se asume. Este planteamiento se apoya en los postulados de Rosenwald y Ochberg (2001), según los cuales el modo en que los individuos recuentan sus historias, aquello que recalcan u omiten, su posición como protagonistas o víctimas, así como la relación que el relato establece entre el que cuenta y el público, moldea lo que los individuos pueden declarar de sus propias vidas. Las historias personales son meramente un modo de contar a alguien o a sí mismo la propia vida, son medios a través de los cuales las identidades pueden ser moldeadas.

El propósito del enfoque apreciativo es fundamentar prácticas que movilicen procesos a través de miradas integradoras para la transformación activa de las personas. Estos procesos implican grupos de gente reunida con el fin de construir estrategias creativas que lleven al futuro y construyan presente.

Por último, es pertinente anotar que autores como Lang (1999), que trabaja con este enfoque, sostienen que este método afecta el estilo de pensamiento de las personas, su modo de comunicarse y relacionarse con el mundo. Así mismo, posibilita la transformación del sistema y favorece, a su vez, un significativo incremento de diálogos internos positivos. La validez narrativa, por consiguiente, depende fuertemente de la afirmación de los demás. Cada uno está soldado en las construcciones de las historias de las otras personas con las que socializa, creando así una red de identidades en relación de reciprocidad que puede propiciar un vivir más armonioso para las personas que experimentan la pérdida de un ser querido.


Comentarios finales

Cuando una persona fallece, especialmente de manera súbita y violenta, las personas cercanas a ella que le sobreviven se enfrentan en la mayoría de los casos a enormes presiones, a decisiones difíciles de tomar y a cambios en su emocionar interno. Cambios que marcan su particular forma de interactuar en y con el mundo.

Para estas personas que se enfrentan a momentos difíciles, como la muerte prematura de un ser querido, resulta útil abrir un espacio encaminado hacia la reflexión, donde el emocionar se manifieste de forma espontánea y permita en el dolor descubrir la voluntad necesaria para asumir la pérdida como parte de una realidad inmodificable.

Este espacio bien podría constituirse en un contexto terapéutico que facilite elaborar los sentimientos asociados a la pérdida, utilizando para ello la conversación con sentido que plantea el enfoque apreciativo, que centra sus ejes de trabajo en rescatar las historias de lo que ha funcionado en la vida de las personas. Así mismo, invita a rerelatar una experiencia, en este caso, de enorme costo emocional, a construir nuevos significados, de forma que la vida pueda seguir su curso a pesar del dolor, a ampliar la conciencia y la aceptación de la muerte del otro, facilitando la repotenciación de los recursos del ser humano.

Finalmente, se pretende invitar a aprender con ese lado de la vida que es el sufrimiento, ya que experiencias dolorosas pueden ser aleccionadoras y potencializadoras en la experiencia humana, utilizando el lenguaje como herramienta para discernir la lección que una muerte súbita propone.



Referencias

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* Correspondencia: Lina Maria Parada. Docente Universidad Francisco José de Caldas, Bogotá, D.C. Correo electrónico: linamparadam@hotmail.com

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