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Entramado

versión impresa ISSN 1900-3803

Entramado vol.10 no.1 Cali ene./jun. 2014

 

Editorial

Libardo Orejuela-Díaz
Rector Seccional
Universidad Libre Cali

El belicismo ha copado buena parte de la historia nacional. Tras la avasalladora conquista y el coletazo de la Guerra Preventiva, vino la en nada babolicona fase de la Colonia y una intrépida guerra de Independencia no exenta de irracionalidad y barbarie, en razón de los aniquiladores mensajes de intimidación signados a modo de concluyente ejemplo por los ascensos militares en las filas patrióticas a partir del número de orejas cortadas a las víctimas adversarias, tanto como por el colectivo acuchillamiento de las poblaciones criollas que, como la de Ospino en Venezuela, fueron cruzadas a lanzazos por los hombres de Yáñez y Morales.

En el proceso de construcción de la República nada fue radicalmente distinto, solo matizado. Expertos toman nota de 16 guerras civiles de envergadura nacional y cientos de guerras intestinas del orden regional, siendo la de mayor membrecía de aquellas y la penúltima de entre dos siglos la Guerra de los Mil Días, precedente insoslayable de la mayor pérdida territorial nuestra.

Las dos Repúblicas hegemónicas que se disputaron el espectro político devinieron en un tipo de guerra civil no declarada y desfocalizada, que analistas de agresividad social han nominado como La Violencia y decursada entre 1946 y 1953, cuando tras el golpe de cuartel del General Rojas Pinilla, dado el 13 de junio, se llegó a la formalidad del fin del cruento conflicto. Una especie de Ley de punto final, con la marca consensuada de Frente Nacional, finiquitó el inadecuado conflicto, superando los factores subjetivos de dicha confrontación pero sin resolver de modo afirmativo los factores objetivos que la explicaban, por lo cual en menos de una década brotó un nuevo tipo de guerra, que es el actual conflicto cuyos contendientes superiores fueron inicialmente el Estado de una parte y las insurgencias de la otra, en tanto con la evolución de la situación nuevos actores se sumaron a la misma cardinalmente grupos paramilitares y narcotraficantes con expandidas estructuras de violencia y de guerra, y una variable desconocida hasta el momento en los conflictos clásicos, el tráfico ilegal de sustancias que al perforar todas las aristas de la realidad torno la nuestra como una guerra atípica.

A dicha contienda, nueva tipología de la guerra por sus actores, su modalidad y sus propósitos, parece llegarle el término esperado si nos atenemos a la Mesa de La Habana y a la eventual con el otro protagonista bélico, hecho que torna las consideraciones de la posguerra en una especie de imperativo categórico. Mayor compromiso para los orientadores y operadores del sistema educativo para las redes de recreación y expansión de la cultura y sus proyectos. Especial rol en este caso el que deberá jugar la universidad colombiana, dado su papel razón de su origen ‘postconflictual’, que la subraya como la única institución de educación terciaria surgida de una agenda de posguerra cuando los generales liberales de la Guerra de Los Mil Días, acuerdan el término de la misma y en el posterior proceso de aclimatación de la paz, ambos, Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera Cortés, dedican la médula de su vida ciudadana a la forjación de esta Casa de Estudios.

En esa aseveración las academias, lejos de una presencia vetosa, indiferente a los requerimientos y cambios de su entorno, deben contribuir a las racionalización de las experiencias al respecto atendidas en otras guerras, verbigracia El Salvador, Guatemala, Sudáfrica, Irlanda, a la reflexión sobre las posguerras nuestras a partir de comienzos del Siglo XX, inaugurado entre nosotros por la terminación de la Guerra de los Mil Días, examinando la etiología de sus fracasos que desencadenaron en otras sangrientas confrontaciones, tejiendo una especie de hilo conductor ininterrumpido que, para decirlo con la evocación de la gran Gabo, nos sometió a más de una centuria de violencia, soledad y barbarie.

Las aristas cardinales que aseguran afectan la etapa por venir, deben merecer un examen juicioso de parte nuestra. La confiabilidad entre las partes y la del conjunto de la sociedad hacia ellas, que implica una modificación en los lenguajes relacionales, una afirmativa receptación de quienes proceden de la dura contienda para garantizar que su tránsito hacia la paz valió la pena en virtud de mejorar su condición individual y colectiva de vida, y la superación del histórico mortuorio, registro de la absurda eliminación física de los jefes combatientes luego de suscribir el fin del conflicto armado, como lamentablemente sucedió en casos tan disímiles como los de Guadalupe Salcedo y Carlos Pizarro León Gómez, es presupuesto básico para transitar exitosamente hacia el logrado buscado.

Asimismo es insoslayable el tema de las víctimas, categorizadas en los muertos debido a la guerra, sus familias y vecinos, sin abandonar los agredidos por otras conductas crueles, inhumanas y degradantes, ni los secuestrados, los desaparecidos, los mutilados por minas antipersonas, los ejecutados extrajudicialmente, los desplazados forzosos, los despojados de tierras y bienes, los obligados por diversas razones a enrolarse en la duradera y desalmada batalla, y los colectivos afectados por su rasgo territorial, cultural o étnico.

No puede quedar por fuera de la apreciación necesaria el asunto de la tierra, menos en un país donde en gran parte de su historia los Señores de la Tierra han sido los Señores de la Guerra, como tampoco la irrefrenable aplicación de los llamados derechos de Segunda Generación, plasmados con mayor impacto en ejes relacionados con la salud, la educación, el empleo decente, la vivienda y los servicios públicos, realidad que obliga a la trasformación de un modelo de expoliación indicativa, cuyo principal argumento de presentación es el Producto Interno Bruto y la Inversión extranjera, que evita poner la economía al servicio del hombre para hacerlo en dirección inversa.

Ese mínimo civilizatorio de Bobbio pudiera traducirse en el Estado Social de Derecho, norte de quienes pretendieron hacer de la Carta Política de 1991, un acuerdo de reconciliación y paz y que desactivaría los factores objetivos del conflicto cruento, dado seguridad que el retorno al mismo no sería posible.

Igual examen deberá hacer la academia en la tensión entre justicia y paz, punición razonable o impunidad inadmisible, que bien puede servir de insumo en la necesaria y esperada reforma de la Administración de Justicia y en una reconfiguración de categorías conceptuales y tipicidades penales.

Las guerras las declaran los gobiernos; su fin lo pactan los Estados. La paz es asunto de estos últimos pero con apoyo entusiasta de las sociedades. La conciencia crítica de éstas son las universidades. El compromiso, por ende, es insustituible, y ordena pensar y actuar, contemplar y transformar.