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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versión impresa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.1 Bogotá ene./dic. 2005

 

DE LOS ALPES A LAS SELVAS Y MONTAÑAS DE COLOMBIA: EL LEGADO DE GERARDO REICHEL-DOLMATOFF

Carl Henrik Langebaek

Profesor Asociado, Departamento de Antropología Universidad de los Andes, Colombia clangeba@uniandes.edu.co


RESUMEN

El presente artículo analiza la producción académica de Gerardo Reichel-Dolmatoff en el campo de la arqueología colombiana. Hace un seguimiento de los principales temas, influencias, virtudes y limitaciones de las interpretaciones de este investigador sobre el pasado indígena. En particular se concentra en la forma como se fueron incorporando aportes del pensamiento de Rivet, Steward y, más tarde, del ecologismo, los cuales transformaron su idea sobre el pasado a través del tiempo.

PALABRAS CLAVE

Reichel-Dolmatoff, arqueología, Colombia.


ABSTRACT

This paper explores Reichel-Dolmatoff's archaeologic academic production in Colombia. It traces the main themes, influences, virtues and limitations of his interpretations regarding Colombia's Indian past. Particularly, it focuses on the ways in which the work of Rivet, Steward, and the ecologism school, were incorporated into Reichel's thinking, transforming his ideas about the past.

KEY WORDS

Reichel-Dolmatoff, archaeology, Colombia.


La obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff ha sido objeto de numerosas reflexiones por parte de arqueólogos y antropólogos más jóvenes que han visto en su obra uno de los más importantes legados de la disciplina en el siglo xx (Furst y Furst, 1981; Uribe, 1986, 1990; Cárdenas, 1990; Gnecco, 1995; Oyuela, 1996; Ardila, 1998, s.f.; López, 2001). Sin embargo, gran parte de estos trabajos se han concentrado o bien en recuento de sus rasgos biográficos y producción académica, en apologías a su labor, o en críticas sobre su personalidad o supuesta orientación política. Sólo en pocas ocasiones se ha tratado de analizar la producción de Reichel-Dolmatoff críticamente (Uribe, 1986; Cárdenas, 1990; Gnecco, 1995). Por supuesto, ni las acusaciones políticas ni las apologías han sido productivas. Reichel-Dolmatoff no favoreció ninguno de esos dos caminos con respecto al trabajo de sus colegas y probablemente tampoco son las que él hubiera aspirado en su propio caso. En este artículo se quiere hacer un análisis de la obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff como arqueólogo, con el fin de identificar las fuentes que nutrieron su pensamiento, los aportes y limitaciones de sus planteamientos, y las razones por las cuales fue ampliamente aceptado en algunos círculos y rechazado en otros. Su obra, en otras palabras, se utilizará como un pretexto para entender buena parte de lo que fue la disciplina en la segunda mitad del siglo xx.

Primero, unos breves e inevitables comentarios biográficos. Reichel-Dolmatoff nació en Salzburgo, Austria, en 1912. Su educación primaria estuvo a cargo de tutores privados. Luego, recibió una sólida formación clásica en la escuela benedictina de Kremsmünster y se graduó en artes en la Academia Bildenden Künste de Munich en 1936. Luego se trasladó a París, donde se vinculó con el Museo del Hombre. Llegó a Colombia, en 1939, a trabajar con Rivet y muy rápido se relacionó con intelectuales del país, algunos de ellos inclinados hacia el indigenismo. Gran parte de la primera parte de la obra de Reichel-Dolmatoff no se apartó de las propuestas del grupo de etnólogos y arqueólogos que trabajaban con Rivet. En sus primeros artículos (Reichel-Dolmatoff, 1953) consideró que la diversidad cultural de las sociedades prehispánicas en Colombia era el resultado de la llegada de grupos procedentes del Amazonas, Centroamérica y los Andes centrales. Incluso durante los primeros años de su carrera, no descartó la influencia polinésica, como lo demuestra su preocupación por encontrar los perdidos yurumanguíes de la Costa Pacífica, cuya lengua supuestamente era de ese origen (Langebaek, 2003: 176), así como sus esfuerzos por contribuir en el propósito de obtener muestras de sangre de grupos indígenas con el fin de contribuir a solucionar el problema del origen del hombre americano (Reichel-Dolmatoff, 1944) o en la reconstrucción de antiguas migraciones mediante el estudio de la toponimia (Reichel-Dolmatoff, 1946), todas tareas propuestas por Rivet.

En uno de sus primeros trabajos sobre toponimia, en el Tolima y Huila, Reichel-Dolmatoff encontró que existían lugares con nombres quechuas, chibchas y caribes, hallazgo que coincidía con la idea que Rivet (y otros antes que él) tenía sobre sucesivas invasiones prehispánicas a territorio colombiano. El tropiezo consistió en que no se podía resolver el problema de su ubicación cronológica. Reichel-Dolmatoff estableció entonces una analogía con las excavaciones estratigráficas: la toponimia era equivalente a la lingüística estratificada. No obstante, mientras la arqueología trabajaba en "tres dimensiones", estableciendo capas culturales superpuestas, la toponimia sólo permitía entender un plano de dos dimensiones (Reichel-Dolmatoff, 1946). Mientras la "extensión de una tribu" se podía estudiar mediante la toponimia, indagar por la "sucesión de capas lingüísticas" representaba un problema: todas las evidencias se encontraban en el mismo nivel, "la una al lado de la otra". En consecuencia, el asunto no podía ser resuelto sin ayuda de la arqueología.

A partir de entonces, emprendió numerosas excavaciones en diversos lugares del país. En un principio, el investigador renunció a concentrarse en lo que consideraba como "grandes centros" arqueológicos. Después de un breve y frustrado intento de hacer arqueología en Soacha (territorio muisca) (Reichel-Dolmatoff y Dussán, 1943) emprendió más bien investigaciones en el prácticamente desconocido Valle del Magdalena (Reichel-Dolmatoff y Dussán, 1944) y luego inició prolongadas temporadas de campo en la Costa Caribe, también vista como un área marginal, al menos desde el punto de vista de la arqueología andina concentrada casi toda en San Agustín (Reichel-Dolmatoff, 1954). El diseño de la investigación fue en un principio completamente clásico, dentro del ámbito de la tradición histórico-cultural. La justificación de su tarea era trabajar en un área prácticamente desconocida, "relacionar las antiguas civilizaciones aborígenes del Continente" (Reichel-Dolmatoff y Dussán, 1944: 210) y comprender "rutas de migración e intercambio". Los resultados fueron también convencionales: dado que a lo largo de la cuenca del río Magdalena se podían reconocer entierros en urnas, era evidente que había cierta homogeneidad cultural, y más aún, incluso "una concepción idéntica de un elemento tan importante ideológicamente como el entierro" (Reichel-Dolmatoff y Dussán, 1944: 259)

Para Reichel-Dolmatoff, el trabajo en la Costa Caribe ofrecía dos ventajas también enmarcadas en el contexto de la práctica histórico-cultural. La primera, estudiar las relaciones prehispánicas con Mesoamérica. La segunda, aprovechar que el área había sido poco trabajada, lo cual permitía hacer aportes novedosos. Reichel-Dolmatoff estudió la Costa Caribe con el fin de encontrar evidencias de "cronología" y "relaciones culturales" prehispánicas. El único antecedente sistemático de investigación en la región lo constituía el trabajo de Alden Mason en Santa Marta, pero como Reichel-Dolmatoff y su señora Alicia Dussán (1951: 13) anotaron, dicho autor "no tocó en su publicación el problema cronológico ni intentó una interpretación y correlación de la cultura". Este tipo de vacíos era el que había que llenar. Y, con esos dos objetivos en mente, dividió la región no en "áreas culturales", como había hecho Hernández de Alba en años anteriores (1938), sino en zonas geográficas. En todas ellas buscó evidencias de sitios estratificados profundos, aunque tuvo que contentarse con recolecciones superficiales en la mayoría de los casos. En cada región procuró tener una muestra, lo más amplia posible, de tiestos (a los cuales dio el peculiar nombre de "especímenes"): 80.000 en la cuenca del río Ranchería, 25.000 en la del río Cesar, 42.000 en el Bajo Magdalena y así, en otras regiones. La impresión de Reichel-Dolmatoff fue que en cada región había sitios más antiguos que otros, aunque no se encontraran profundos sitios estratificados, y que era probable que hubieran existido relaciones culturales con Panamá y Venezuela. Los sitios parecían representar ocupaciones cortas y tener la influencia de múltiples tradiciones culturales. El material era muy diverso y, además, no parecían reconocerse largas ocupaciones continuas, sino sobresaltos, hiatos y falta de correspondencias.

Esta situación, desde luego, no era nueva. Muchos de los arqueólogos de su época estaban obsesionados por hacer excavaciones estratigráficas, pero la enorme dificultad de hacerlo se achacó a la incompetencia de los académicos. Reichel-Dolmatoff ofreció una explicación completamente novedosa: la falta de profundos sitios estratificados no era gratuita, ni el resultado de la incompetencia de los investigadores. Tenía que ver con la historia misma de las sociedades prehispánicas en la región. Algo tenía que explicar que no aparecieran en Colombia, pero sí en México y Perú, donde se habían desarrollado civilizaciones prehispánicas. En este sentido retomó una idea que ya había sido planteada por Haury y Cubillos (1953) en su investigación sobre los muiscas: la ausencia de basureros profundos en el país se relacionaba con una historia particular de los grupos indígenas, no con la pobre aptitud de los arqueólogos.

Al igual que Haury y Cubillos, Reichel-Dolmatoff propuso que el medio ambiente tenía que ver con el asunto. Este punto de vista se desarrolló a partir de la investigación que él, al lado de Alicia Dussán, hizo en la cuenca del río Ranchería. Y como se verá más adelante, también de la creciente influencia de Julian Steward. El trabajo de Oppenheim en esa región era una atractiva invitación para los intereses de la pareja. Por un lado, en ese trabajo se anunciaba una "nueva" cultura que valía la pena estudiar detenidamente. Por otro lado, se describían basureros profundos donde el estado de conservación de los restos culturales era excelente. El proyecto de Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff tuvo, al menos en un comienzo, un diseño bastante convencional. Su objetivo original consistió -de nuevo- en establecer una cronología de los desarrollos de la región, e identificar las características "culturales" de los sitios. No obstante, la dirección que tomó el trabajo de campo llevó a preocupaciones diferentes. La ocupación humana más temprana se habría iniciado alrededor de la Era Cristiana con el Período Loma, al cual habrían seguido los períodos Horno, Los Cocos y Portacelli. No parecía haber existido mayor continuidad entre la ocupación más temprana y la más tardía; de hecho, se trataría de culturas, unas sobrepuestas a las otras, provenientes de fuera de la región. Además, Reichel-Dolmatoff encontró evidencias de que la ocupación Portacelli no había continuado hasta la conquista española.

Una cuestión importante para Reichel-Dolmatoff consistió en explicar cómo una población numerosa había desaparecido antes de la llegada de los españoles. El estudio arqueológico mostraba una enorme cantidad y densidad de sitios prehispánicos en un lugar donde hoy día la ocupación humana es muy escasa. Para explicar el problema, acudió al medio ambiente de una forma que raramente había sido planteada en el pasado. Propuso que el Período Loma correspondía a un clima más húmedo que el actual. En una época posterior, el deterioro ambiental ocasionado por la cantidad de gente que vivía en la región, habría generado un desastre que limitó el tamaño de la población. La originalidad de Reichel-Dolmatoff consistió en que no simplemente propuso un escenario probable para explicar la secuencia arqueológica, sino que propuso una lectura de la misma. Su primera observación consistió en que en los sitios más antiguos se encontraban restos de caracoles que requieren humedad para sobrevivir. La segunda, que en esos mismos sitios antiguos, en contraste con los más tardíos, no tenían evidencia de manos de moler y metates asociados al cultivo de maíz. Probablemente, dedujo Reichel-Dolmatoff, los habitantes más tardíos habían iniciado el cultivo del maíz, lo cual a su vez llevó al deterioro ambiental, y como consecuencia obvia, al abandono de la región.

Años más tarde, Reichel-Dolmatoff excavó un basurero en Momil, un lugar a orillas del río Sinú, donde el depósito alcanzaba los 3.30 metros de profundidad y en el que logró obtener cerca de 350.000 tiestos. Se trataba de la colección de cerámica más grande que arqueólogo alguno había tenido oportunidad de trabajar en Colombia. La cantidad de tiestos, la profundidad del basurero, además de la fertilidad de los suelos circundantes y la abundancia de pesca, le sugirieron que Momil representaba una "etapa bien desarrollada" y caracterizada por la presencia de una numerosa población sedentaria. Sin embargo, aún en este sitio tan especial, habían hiatos y discontinuidades. La cerámica del sitio parecía corresponder a dos fases porque su acumulación se encontraba interrumpida por una delgada capa de arena. Toda la cerámica, incluyendo la de los niveles por debajo de esa capa (Momil I) y la que se encontraba por encima (Momil II), tenía un extraordinario parecido con la alfarería del Formativo mexicano y del Preclásico peruano, es decir, de la etapa anterior a la del desarrollo de los grandes imperios en esos países. Sin embargo, en los niveles inferiores no se encontraron evidencias de manos de moler y metates asociados, mientras en los de más arriba sí los había. Esta información coincidía con la propuesta de un famoso arqueólogo norteamericano, Alfred Kidder, quien en México había planteado que los períodos más antiguos se habían caracterizado por el cultivo de yuca y los más tardíos por el de maíz.

A partir de las excavaciones en Momil, Reichel-Dolmatoff propuso una secuencia que abarcaba los siguientes períodos: Paleoindio, Arcaico, Formativo, Subandino, Floreciente Regional e Invasionista. La etapa Subandina se había caracterizado por el desarrollo de sociedades que pudieron colonizar las tierras alejadas de los ríos, gracias al cultivo del maíz. Su desarrollo había sido interrumpido por grupos "invasionistas" que habían llegado desplazados de la región de los Andes peruanos o de México, a medida que en esas regiones se consolidaban los imperios. Quizás también algunos grupos amazónicos habrían arribado al territorio. En todo caso esto cuadró bien con un patrón en el que Reichel-Dolmatoff ya había insistido anteriormente: existía cierta discontinuidad en los procesos prehispánicos que había impedido el desarrollo de grandes civilizaciones. Tan solo los muiscas y los taironas se diferenciaban por su mayor grado de complejidad política. A ellas, se refería el término de Floreciente Regional.

En la década de los sesenta, Reichel-Dolmatoff avanzó en firme hacia una nueva propuesta interpretativa del pasado prehispánico. En un corto artículo titulado "Las bases agrícolas de los cacicazgos subandinos", señaló que estas sociedades se caracterizaban por ser pequeñas, tener líderes permanentes y una subsistencia garantizada por una estable producción agrícola. Su tecnología era similar; por lo tanto, la permanencia de los asentamientos dependía de la fertilidad del suelo. Otra característica era que, a juzgar por las crónicas españolas, habían dedicado buena parte del tiempo a la guerra. En estas peculiaridades, Reichel encontró la clave para entender por qué se había dado un poblamiento inestable, caracterizado por movimientos de pueblos y guerras frecuentes, razones que además explicaban por qué no se habían conformado imperios. La guerra, en opinión del autor, era más frecuente entre grupos que ocupaban zonas con diferente productividad. Los pueblos agresores eran, por lo general, los que ocupaban regiones con una precipitación menor y sólo podían sembrar maíz una vez al año. Los pueblos con más frecuencia atacados eran los que ocupaban los mejores suelos. La guerra cumpliría así diversas funciones. Por un lado, consolidaba la autoridad de los caciques como líderes de guerra y reafirmaba la cohesión social. Por el otro, ayudaba a controlar el tamaño de la siempre creciente población. Pero, al mismo tiempo, obstaculizó la intensificación de la producción agrícola e impidió el desarrollo de grandes estados con un amplio control regional.

La influencia de arqueólogos norteamericanos como Julian Steward fue clave en los planteamientos de Reichel-Dolmatoff. Para Steward (1947, 1955), entrenado en la Universidad de Berkeley, era importante la investigación empírica de secuencias específicas de "evolución" con el fin de establecer comparaciones. En lugar de un evolucionismo interesado en una escala única de desarrollo, o en dudosas relaciones entre raza y cultura, abogó por un enfoque "multilineal" interesado por el origen de instituciones sociales muy similares, pero en contextos diferentes. En pocas palabras, Steward propuso que los arqueólogos debían concentrarse en el estudio de los paralelismos en "forma" y "función", sin preocuparse tanto por el establecimiento de relaciones culturales, como por el análisis de aquellos rasgos que estuviesen causalmente interrelacionados. Ésto lo llevó a criticar la noción de "área cultural" y a interesarse más bien por "tipos culturales". El principal reto consistía en estudiar los procesos mediante los cuales la población se adaptaba al medio, en especial, si tenía que ver con procesos de cambio. Se trataba, en efecto, de algo muy similar a lo que planteaba Reichel-Dolmatoff sobre la guerra y su papel en el desarrollo de las sociedades subandinas.

Para Steward (1955), las sociedades no se adaptaban al medio en circunstancias universales, sino de forma particular en cada caso. Por esta razón, aunque cada caso era "único", resultaba legítimo establecer generalizaciones que dieran cuenta de procesos de adaptación comparables. Aunque medios ambientes similares tendían a tener efectos culturales también similares, las mismas causas en contextos diferentes podían tener consecuencias distintas. El conjunto de todo lo que se relacionaba con la sobrevivencia conformaba un "núcleo cultural" que tendía a ser semejante en sociedades que debían adaptarse a un medio parecido. La propuesta, además de "ir más allá" de las clasificaciones de cerámica y la descripción de sitios, tenía como atractivo adicional poder incorporar nuevas formas de evolucionismo aceptables para nuevas generaciones formadas bajo la influencia de Boas o Rivet.

En 1965, en el libro Colombia, Reichel-Dolmatoff ofreció una síntesis diferente de arqueología nacional. Las descripciones de cultura material pasaron a un segundo plano, pero se favoreció la interpretación sobre los procesos de cambio social. La introducción del maíz en Momil II había sido revolucionaria. Planteó que los cacicazgos necesitaban producir excedentes para mantener a los especialistas religiosos y políticos, así como a todos aquéllos que no se vinculaban con la producción de alimentos. El maíz, por su gran productividad y por la capacidad de ser almacenado permitió su acumulación. Además, también facilitó, por sus ciclos de crecimiento, el desarrollo de otros aspectos importantes para la consolidación de élites: el uso y control de calendarios, por ejemplo. Conocedor de los hallazgos en México, y de las ideas que indicaban que el maíz había sido domesticado en esa región, dedujo que la planta había sido introducida desde ese país, con lo cual se generaron profundos cambios en las sociedades de la Costa y luego, mediante un proceso que denominó "colonización maicera", también en las de la región andina.

Del Arcaico al Formativo Temprano

En sus primeros trabajos Reichel-Dolmatoff había comparado la secuencia pre-hispánica de la Costa Caribe con la de Mesoamérica. Existían manifestaciones culturales parecidas: los primeros habitantes habían sido cazadores, luego habían enfatizado la recolección, más tarde la agricultura. No pocos detalles parecían similares: por ejemplo, el paso del cultivo de la yuca al maíz; incluso algunos aspectos de la cronología se asemejaban. Los desarrollos de Momil se interpretaron entonces como una caja de resonancia de lo ocurrido en México. Aunque sin dataciones absolutas que lo apoyaran, por las comparaciones con sitios mexicanos, no había duda para el investigador de que ese lugar debía estar ubicado entre el año 1000 a. C. y los inicios de la Era Cristiana, algo razonable para el formativo mexicano. Por otra parte, existía una vieja idea en la arqueología colombiana que reforzaba la propuesta de Reichel-Dolmatoff. Se trataba de la propuesta según la cual las guerras de conquista por parte de los imperios mesoamericanos habían forzado la migración de pueblos hacia el sur, en dirección a Suramérica. No obstante lo razonable de la propuesta, esta era incompleta: la información sobre sitios más antiguos era escasa. No existía una comparación posible entre secuencias por la sencilla razón de que no se conocía secuencia alguna en la Costa Caribe.

Desde la década de los cincuenta, Reichel-Dolmatoff había sospechado de la existencia de sitios mucho más antiguos. El hallazgo de depósitos de conchas y cerámica burda lo había llevado a proponer la existencia de un "complejo arqueológico" muy antiguo, anterior al desarrollo de la agricultura. En sus primeros trabajos encontró una cerámica procedente de Isla de los Indios, pequeño islote de la Ciénaga de Zapatosa que no se parecía a la alfarería de los grupos más tardíos. En uno de sus primeros trabajos sobre la Costa (Reichel-Dolmatoff, 1954) sugirió que la cerámica de ese lugar parecía indicar un "horizonte" formativo muy poco conocido, pero probablemente muy extendido y culturalmente homogéneo. Años más tarde eso fue justamente lo que encontró. En 1954 reportó el sitio de Barlovento, conformado por una serie de concheros con restos de alfarería, dispuestos en círculo, en el cual las fechas se ubicaron entre 1500 y 1000 a. C. Más tarde encontró Canapote, datado en 1940 antes de Cristo. Entre 1961 y 1963 excavó el sitio de Puerto Hormiga, donde el análisis de una muestra de carbón dio una fecha cercana al 4000 a. C. (Reichel-Dolmatoff, 1965b). Se trataba de la cerámica más antigua de América, más, incluso, que cualquier cerámica encontrada en Mesoamérica. De esta forma, una conclusión pareció obvia para Reichel-Dolmatoff: aunque en el siglo xvi, en lo que hoy es Colombia, sólo existían pequeños cacicazgos, milenios antes se había tratado de un área fundamental para entender el desarrollo de Perú y México. El norte de Colombia era, ni más ni menos, el sitio donde se había "descubierto" la cerámica.

En sus primeros artículos sobre el tema, Reichel-Dolmatoff se limitó a considerar a Barlovento y Puerto Hormiga propios de una etapa arcaica. En su primer artículo sobre el tema (Reichel-Dolmatoff, 1955), aseguró que Barlovento representaba una fase cultural relativamente antigua y que la acumulación de restos de conchas indicaba que se trataba de restos dejados por grupos de recolectores. La "sencillez de la cerámica y de los demás artefactos, las características de la decoración así como la completa ausencia de indicios de agricultura, parecen sugerir que se trata de una cultura de simples recolectores". En su reporte sobre las excavaciones en Puerto Hormiga, señaló que el sitio también contenía vestigios culturales característicos de la Etapa Arcaica, que precedía el desarrollo de la horticultura (Reichel-Dolmatoff, 1965b). Y es que, con excepción de la cerámica, los restos materiales de la cultura eran escasos y "poco desarrollados". En Colombia (Reichel Dolmatoff, 1965a), afirmó enfáticamente que en América la introducción de la cerámica precedía el desarrollo de la agricultura. Incluso en 1978, cuando realizó una nueva síntesis de arqueología colombiana, no dudó en afirmar que, aunque quizás los indígenas que ocuparon Barlovento y Puerto Hormiga tenían una economía diversificada, se trataba de recolectores que tenían cerámica, pero no agricultura, la cual sólo vendría a aparecer en el sitio de Malambo, investigado por Carlos Angulo Valdés, y que tenía una cronología más reciente, cercana al año 1000 a. C.

Pero la interpretación cambió. Mucho y sin aparente sustento. Ya en la década de los setenta la interpretación de Reichel-Dolmatoff se hizo progresivamente más entusiasta. Muy pronto (Reichel-Dolmatoff, 1971) anunció que el hallazgo de cerámica en un contexto arqueológico indicaba un modo de vida sedentario que a su vez podía ser relacionado con los inicios de la agricultura. Años más tarde, cuando en 1983 publicó Monsú, el último sitio del Formativo Temprano que excavó, el autor se inclinó definitivamente por aceptar que desde la ocupación más temprana del sitio los pobladores habían tenido una economía mixta que incluía lo que en ocasiones describió como horticultura y en otras como agricultura. En su última síntesis de arqueología colombiana concluyó que incluso los primeros habitantes de Monsú practicaron una "forma rudimentaria de agricultura" (Reichel-Dolmatoff, 1986: 54), pese a que en una nota de pie de página reconoció que no existía necesariamente una conexión entre agricultura y cerámica (Reichel-Dolmatoff, 1986: 227). De esta forma, el norte de Colombia habría conformado el verdadero clímax cultural en el Nuevo Mundo, fuente desde la cual se habían nutrido Perú y Mesoaméri-ca. Esta idea, por su puesto, no era nueva. Diversos autores habían especulado desde hacía muchos años sobre la base común de las grandes civilizaciones americanas, o lo que Spinden había llamado un "horizonte" arcaico que había sentado las bases de los desarrollos culturales más notables. Poco antes de los descubrimientos de Reichel-Dolmatoff, el tema había recibido una especial atención. Hallazgos de cerámica temprana en Guatemala se compararon con los que se venían realizando en Ecuador y finalmente se llegó a formar un comité internacional para resolver el asunto. Allí estaban Kirchhoff, Willey, Bernal, Evans, Ekholm, Bushnell y, por parte de Colombia, el propio Reichel-Dolmatoff (Ekholm y Evans, 1962: 254). Con la ayuda de la National Science Foundation ese grupo se dedicó a estudiar las amplias relaciones entre las sociedades de la Costa Pacífica entre México y Ecuador. Finalmente, dentro del que terminó por denominarse Proyecto H, se incluyeron dos proyectos de Colombia: uno de Carlos Angulo sobre el Caribe Colombiano y otro de Reichel-Dolmatoff sobre la Costa Pacífica (Ekholm y Evans, 1962: 273-76).

Pero no sólo se trataba de indagar por el origen de la cerámica, sino también por el de la agricultura. Sitios como Puerto Hormiga, que antes habían sido vistos como campamentos temporales de recolectores, resultaron importantes para entender "los orígenes de las primeras culturas agrícolas del Nuevo Mundo". Si bien unos años antes había considerado que la cerámica de Barlovento era tan sencilla que sólo podía corresponder a recolectores, en la década de los ochenta su interpretación fue completamente diferente: los sitios arqueológicos más antiguos tenían "una cerámica mejor hecha, mejor decorada, más artística y competente". La más tardía era mucho más simple. Era como si se pudiera hablar de una lenta decadencia, donde los desarrollos más antiguos tecnológicamente eran los más avanzados, y los más tardíos habrían estado caracterizados por un empobrecimiento artesanal, es decir, por un declive de la cultura material y artística. La región, en otras palabras, habría perdido su "ingenio dinámico y creador".

Desde luego, esa interpretación es cuestionable; el grado de elaboración de la cerámica no necesariamente tiene que representar ningún grado de complejidad social o cultural. Pero, para entender a Reichel-Dolmatoff en este punto, es necesario preguntarse: ¿Qué sucedió entre las primeras y las últimas interpretaciones sobre Barlovento y Puerto Hormiga? Reichel-Dolmatoff no realizó nuevos hallazgos que sugirieran que sus primeras interpretaciones fueran erróneas. Simplemente, el mismo material y los mismos sitios fueron mirados con ojos diferentes. Para dar una posible explicación al cambio de opinión del arqueólogo, es necesario tener en cuenta dos cosas. La primera es que mucho antes de que encontrara evidencias de lo que llamó "Arcaico" existían investigadores que habían trabajado el tema de la agricultura prehispánica de tal manera que sus ideas podían adecuarse a esas propuestas. H. J. Spinden (1917) había presentado una ponencia en el Congreso Internacional de Americanistas de Washington en la cual defendió la idea de que la agricultura era la base de la civilización, noción que venía repitiéndose desde la Ilustración y que los evolucionistas norteamericanos, europeos y latinoamericanos de fines del xix aceptaron gustosos. Pero más importante, Spinden había sugerido que las ventajas de la agricultura eran tan obvias que probablemente su dispersión habría sido tan rápida como la del caballo en tiempos modernos. Y, por otra parte, que quien practicara la agricultura debía ser ceramista al mismo tiempo. Esta idea implicaba que las investigaciones se debían concentrar en el centro o centros donde los indígenas habían "descubierto" la agricultura y desde los cuales se había propagado a otras regiones. Y que la cerámica podía ser una buena forma de encontrar sociedades agrícolas. Además, dada su biodiversidad, Colombia, sostenían algunos botánicos, podría ser uno de los centros más importantes en la domesticación de plantas. Y sin duda, domesticación y agricultura debían ser dos procesos relacionados, si no idénticos.

No obstante, es necesario acudir a un antecedente más inmediato y más prosaico también: el trabajo que arqueólogos ecuatorianos y norteamericanos venían realizando en la Península de Santa Elena, en el litoral ecuatoriano. Poco después de que Reichel-Dolmatoff excavara Barlovento, Emilio Estrada (1958), estudió el sitio de Valdivia y lo consideró como característico del Formativo. No sólo eso, también que el sitio correspondía a la "más antigua" cultura ecuatoriana. Con la colaboración de Betty Meggers y Clifford Evans, arqueólogos norteamericanos, quienes empezaron a excavar el sitio, llegó a la conclusión de que la cerámica encontrada allí era la más antigua de América (alrededor de 3100 a. C.) y que probablemente era originaria del Japón. En el informe de las excavaciones en Valdivia, Meggers, Evans y Estrada (1965) señalaron que la cerámica de Valdivia y Puerto Hormiga era similar pero que ésta última, y la de otros sitios del Formativo Suramericano, eran "derivaciones" de la cultura del Pacífico ecuatoriano. La idea fue además acogida por prestigiosos investigadores norteamericanos como Gordon Willey (1971, 2: 270). Esto dio origen a una larga disputa con Reichel-Dolmatoff porque éste consideraba absurda la idea de contactos entre Ecuador y Japón y porque sin duda sus hallazgos en la Costa Caribe colombiana eran más antiguos. Si la cerámica había sido llevada de un sitio a otro, habría sido al revés: de Colombia a Ecuador.

Emilio Estrada, en sus primeros escritos sobre el tema, señaló que Valdivia correspondía a recolectores y pescadores que no practicaban la cerámica. El informe técnico del sitio (1965) aseguró que la cerámica se había desarrollado en contextos costeños (Valdivia, Puerto Hormiga, Barlovento), precisamente porque los abundantes recursos de la pesca permitían cierta vida sedentaria. En las zonas del interior, argumentaron, la adopción de la cerámica sólo fue posible cuando se desarrolló la agricultura. En otras palabras, los primeros alfareros no fueron agricultores. A mediados de la década de los sesenta, Valdivia fue de nuevo presentada como una aldea de pescadores y recolectores que aprovechaban algunas plantas domesticadas, pero no se trataba de agricultores (Meggers, 1966). Es decir, la interpretación de Estrada y Meggers sobre el sitio apuntó en la misma dirección en la que Reichel-Dolmatoff se había basado para interpretar Barlovento un poco antes. Sin embargo, posteriores estudios del arqueólogo Carlos Zeballos encontraron tiestos Valdivia asociados con granos de maíz. Sin duda, se asumió, los antiguos habitantes de ese lugar habían sido agricultores. El hallazgo de Zeballos ocurrió en 1971, al mismo tiempo que los antiguos habitantes de Barlovento y Puerto Hormiga empezaron a ser considerados por Reichel-Dolmatoff como agricultores incipientes. Es posible que la interpretación sobre Valdivia hubiese afectado la forma como Reichel-Dolma-toff descifró el Formativo más antiguo de la Costa Caribe. Como fuese, pasar a hablar de Arcaico a Formativo y de recolectores a agricultores fue apenas una de las transformaciones en su mirada.

Hubo otras aún más importantes. Al comienzo de sus investigaciones, su interés por los sitios formativos del Caribe colombiano encajó perfectamente en el programa normativo clásico: su intención fue la de reconstruir cronologías, áreas culturales y relaciones entre ellas. Pero, años más tarde, el conjunto de investigaciones en la Costa Caribe se presentó como parte de un conjunto de trabajos que, bajo la influencia de Steward, daba enorme importancia al medio ambiente. Ya en la primera publicación sobre Barlovento, la explicación de la economía del sitio se concentró en aspectos ambientales: se hallaba a pocos metros de manglares, sobre una franja de costa donde abundaban los moluscos; por lo tanto, en términos ecológicos y tipológicos -concluyó- parecía tratarse de una fase preformativa a formativa sin agricultura. En su monografía sobre el sitio de Monsú, publicada en 1985, resumió dos razones por las cuales la Costa Caribe había llamado su atención en la década de los cincuenta. Ambas son de carácter muy diferente a las que se presentaron al comienzo de las investigaciones, aunque se conservaba el interés por lo ecológico. En primer lugar, la situación ambiental de la Costa distaba mucho de la de los Andes: como no había mayor diversidad ambiental esperaba que tampoco hubiera mayores contrastes culturales como los que había en el interior. Pero, además, la Costa resultaba apropiada para la recolección y el cultivo de raíces, lo cual significaba que podría tener evidencias sobre el Formativo, es decir, sobre sociedades que no vivían de la agricultura. La región ofrecía -como anotó Reichel-Dolmatoff- abundantes recursos lo cual resultaba ideal para una población poseedora de tecnología muy simple.

Sin abandonar el aspecto ecológico del Formativo, Reichel-Dolmatoff (1983) empezó a ocuparse de otro aspecto: la ideología en tiempos prehispáni-cos. Ya como etnólogo se había preocupado por el tema, especialmente por todo lo que tuviera que ver con el consumo de drogas narcóticas y la cosmovisión. Era cuestión de tiempo que esos temas se trasladaran al pasado prehispánico. Entonces, observó que los sitios de Puerto Hormiga y Barlovento tenían un plano anular y que el centro carecía de restos culturales. Ello implicaba que probablemente se trataba de un "círculo gnóstico", orientado a determinar fechas y estaciones; es decir, se trataba de la base de un futuro calendario agrícola. Los concheros pasaron a considerarse, entonces, como construcciones ceremoniales. La esfera de lo ideológico, paulatinamente, ocupaba un lugar importante en sus preocupaciones, en parte por su lectura de Lévi-Strauss, quien ya había elogiado su libro Desana como uno de los más importantes de la etnología americana. Pero para que el interés por la ideología se impusiera, la década de los setenta seguiría caracterizando a un Reichel-Dolmatoff preocupado por la discusión académica entre arqueólogos. Y eso implicaba un fuerte interés por el pensamiento dominante en esa época: la difusión.

El difusionismo de los sesenta y setenta

Cuando Reichel-Dolmatoff publicó los resultados de sus excavaciones en Barlovento, la arqueología americana se caracterizaba por la consolidación de la tradición descriptiva. Decenas de sitios arqueológicos habían sido detalladamente estudiados a lo largo y ancho del continente. Al mismo tiempo, la datación radiocarbónica y las excavaciones estratigráficas habían podido dar cuenta de la existencia de diferencias cronológicas en los materiales arqueológicos, especialmente en la cerámica. Colombia, después de las investigaciones de Preuss, Hernández de Alba, Pérez de Barradas, Luis Duque y el mismo Reichel-Dolma-toff, por no mencionar los arqueólogos extranjeros que habían trabajado en el país, no era una excepción.

Lo anterior hizo tentador especular sobre la posible influencia de los habitantes de unos sitios sobre los habitantes de otros sitios donde la cerámica era similar, y sobre todo, lo relativo a posibles rutas de migraciones. La arqueología asumía que los parecidos en la cultura material implicaban un mayor o menor grado de afinidad cultural. Ese era el centro del método histórico-cultural que había defendido Schottelius. Por lo tanto, era evidente el interés que tenía la semejanza de la cerámica en distintos lugares del continente.

A principios de los sesenta, Eliécer Silva (1963) reportó el hallazgo que había hecho un hermano lasallista, Remigio Abel, de una enorme piedra en el río Hacha, afluente del Orteguaza, cerca de Florencia, Caquetá, que resultaba similar al Lavapatas en San Agustín; la única conclusión posible era que en algún momento las culturas que habitaban la región fueran parientas de los agustinianos. De hecho, podía tratarse de la misma gente: el hallazgo probaba la migración de pueblos desde las tierras bajas de la Amazonia hacia los Andes. De las relaciones se podía pasar fácilmente a las migraciones y en alguna medida eso fue lo que sucedió con la información sobre el Formativo de la Costa Caribe. Gordon Willey (1971) resumió el asunto de la siguiente manera: la cerámica de Valdivia y la de Puerto Hormiga se parecían, aunque la de este último era menos elaborada. Las fechas de radiocarbón no ayudaban a establecer cuál era más antiguo, pues eran relativamente similares. Como la cerámica de Puerto Hormiga era más sencilla, probablemente se trataba de la más antigua. Pero, por otro lado, apelando también al sentido común, se podría pensar que la cerámica de Puerto Hormiga era una cruda imitación de la de Valdivia. El caso es que los hallazgos de Reichel-Dolmatoff fueron aprovechados para plantear el problema de las relaciones con Valdivia, con Centroamérica e incluso con la costa sur de Estados Unidos. Cada investigador tuvo cierta tendencia a considerar que su sitio de investigación debía ser el más antiguo, un lugar desde el cual se habían dado los primeros pasos en cierta dirección (la cerámica más antigua, la agricultura más temprana, etc.). Cada sitio empezó a ser tomado como, o bien el origen de cierto hito cultural, o al menos como una etapa en el mismo.

En la década de los cuarenta se desarrollaron conceptos con los cuales se pretendió dar un manejo sistemático al estudio de las semejanzas entre sitios arqueológicos. Ejemplo de ello es el concepto de Área Intermedia. Esta área, que abarcaba desde Centroamérica hasta los Andes Centrales se definió a partir de rasgos comunes: cultivo de yuca y maíz, asentamiento en aldeas, unidades políticas pequeñas, cerámica derivada del Formativo Temprano, y ciertas técnicas orfebres, entre otros. Otro ejemplo son las nociones de "tradición" y "horizonte". Para Gordon Willey (1945), las tradiciones se definían como categorías descriptivas de la decoración cerámica que expresaban relaciones históricas. Esto quería decir que las relaciones de la cerámica de un sitio con otros sitios se podían traducir en relaciones entre los habitantes de uno y otro. Meggers, Evans y Estrada habían afirmado algo similar en su trabajo sobre Valdivia y la comparación que hicieron con otros sitios. En la arqueología colombiana realizada entre la década de los cuarenta y los setenta el asunto fue de gran importancia. Casi siempre, además de las descripciones exhaustivas de cerámica, los investigadores incluyeron un capítulo en el cual se comparaban los hallazgos con los de otros lugares del continente con la esperanza de encontrar evidencias de relaciones culturales. El trabajo de Hernández de Alba (1979) sobre San Agustín terminaba con un estudio de las semejanzas de esa cultura con las civilizaciones arcaicas de la América Central. Un breve examen de los hallazgos en esa región sugería indudables parentescos con la cultura maya y también con Chavín y Tiahuanaco en los Andes Centrales. Sólo que los hallazgos de San Agustín eran más rudimentarios y más cercanos al origen de una cultura que a su florecimiento. Esto podía significar que San Agustín era clave para entender el surgimiento de esas alejadas sociedades. En fin, que San Agustín era ni más ni menos "el origen de otras civilizaciones llamadas arcaicas o megalíticas de América". Este tipo de observaciones, de las cuales Preuss había sido un protagonista, se repitió en la obra de numerosos investigadores colombianos. En Tumaco, Julio César Cubillos (1955) comparó sus hallazgos con los de otras partes de América. En Momil, Reichel-Dolmatoff también comparó extensamente sus hallazgos con los de sitios de México y Perú. En la Costa norte colombiana, Carlos Angulo (1962) comparó la cerámica de Malambo con la del Bajo Orinoco.

Resultó inevitable que el hallazgo de la cerámica de Puerto Hormiga y Barlovento despertara una viva polémica entre los arqueólogos de todo el Continente. Desde el siglo xix, uno de los debates importantes era el sentido de las relaciones entre Mesoamérica y Perú. Algunos arqueólogos, como Alfred Kroeber, sostenían que las relaciones entre esas dos regiones habían sido superficiales y esporádicas. Nordenskióld, Lothrop y Kidder mantenían que se trataba de desarrollos independientes, caracterizados por contactos tardíos. Pero otra tradición, que se remontaba a los tiempos de Uhle y de Jijón y Caamaño sostenía que la cultura peruana dependía de la mexicana. Gordon Willey, arqueólogo norteamericano, sostuvo que los "contactos" entre las dos regiones se remontaban hasta el Formativo y se habían mantenido inclusive a la llegada de los conquistadores. Investigadores como Michael Coe, que estudiaba el Formativo en la Costa Pacífica de Guatemala encontró enormes parecidos con los hallazgos de Ecuador (1963). Para el mismo autor era indudable que existían relaciones entre Olmeca y Chavín. Años más tarde, en 1969, Ford (1969) señaló la similitud entre los hallazgos correspondientes al Formativo en la costa septentrional de Suramérica y la costa sur y sudeste de Norteamérica. No obstante, también se discutieron intensamente las relaciones entre los Andes y la Costa, los Andes y la Amazonia, las tierras bajas del norte de Suramérica y las Antillas. El hallazgo de una cerámica muy antigua en la Costa Caribe colombiana no sólo ubicaba a Colombia en el centro de esta clase de debates, sino que permitía reafirmar la estrecha relación que supuestamente habían tenido las sociedades del Formativo a nivel americano.

La fuerza con la que el difusionismo acaparó la atención de los arqueólogos terminó, incluso, por diluir otros intereses, aún de quienes habían promovido la importancia del medio ambiente y de los estudios evolucionistas. Steward mismo es un buen ejemplo. El autor (Steward, 1947) sostuvo que los primeros habitantes de la Amazonia eran tribus marginales. En un período posterior, grupos procedentes de los Andes colombianos habrían invadido la costa norte de Suramérica. En las bocas del Orinoco se dividieron en dos: unos se dirigieron a las Antillas y otros a las bocas del Amazonas. En cada una de esas regiones, los indígenas encontraron condiciones diferentes para su desarrollo: en las bocas del Amazonas, las condiciones ambientales desfavorables hicieron que se transformaran en sociedades típicas de selva tropical. Tan solo en las Grandes Antillas, las sociedades pudieron mantener cierto grado de complejidad social. Otro caso es el de Betty Meggers y Clifford Evans, estudiantes de Steward que conservaron su interés por esquemas evolucionistas. Meggers (1966), por ejemplo, mantuvo un esquema evolucionista para presentar una síntesis de la arqueología de Ecuador. Comenzó por el Formativo Temprano, continuó con el Formativo Tardío y culminó con el Período de Desarrollos Regionales, el Período de Integración y la conquista Inca. Meggers y Evans (1957) publicaron los resultados de excavaciones en el Bajo Amazonas con el fin de evaluar las propuestas de su maestro. Encontraron, en contra de Steward, que los cacicazgos Circumcaribe habían sido precedidos por grupos más simples, típicos de selva tropical. Sin embargo, resultaba evidente que el grado de complejidad de una sociedad se podía medir por la capacidad del medio ambiente para producir alimentos. Por esta razón, las nuevas sociedades procedentes de la región andina que habrían llegado al Bajo Amazonas habrían abandonado su antiguo nivel de complejidad para regresar a un estado más primitivo.

En Venezuela, Irving Rouse y José María Cruxent (1963) hicieron uno de los primeros esfuerzos por sintetizar la arqueología venezolana. Esa síntesis seguía en apariencia una lógica evolucionista: comenzaba con la división en "épocas" como Paleoindio, Mesoindio, y Neoindio, lo cual claramente rememoraba la división en Paleolítico, Mesolítico y Neolítico de la arqueología europea. No obstante, adoptaron la idea de "Tradición" propuesta por Willey y acuñaron el término de "Serie", como una síntesis de los de "Horizonte" y "Tradición". Esto implicó que la atención de la obra se centrara en cómo las diferentes series que se habían identificado en el país habían surgido, y cómo se habían relacionado en el tiempo y en el espacio. Las conclusiones no se alejaron de la idea de que similitudes en cultura material significaban automáticamente algún tipo de "relaciones".

En Colombia, además de Reichel-Dolmatoff, el interés durante los años sesenta por esquemas evolucionistas fue compartido por pocos arqueólogos. Entre ellos se debe destacar a Carlos Angulo. Pero también en este caso el difusionismo terminó por jugar un papel preponderante. Angulo (1962) propuso una secuencia evolucionista comparable con la de Reichel-Dolmatoff. En un principio su terminología era similar a la de Steward y Reichel-Dolmatoff. Luego, en la década de los noventa (Angulo, 1995), la terminología que adoptó fue marxista: diferenció el modo de producción comunitario simple o apropiador, el modo de vida tribal o productor y el modo de vida aldeano cacical. Pero eso no impidió que los hallazgos de Malambo fueran comparados con los del Bajo Orinoco, en la década de los sesenta, y que en los noventa hablara de un proceso de "tránsito" de las poblaciones desde Colombia, hasta Venezuela y luego las Antillas, para explicar la similitud de la cerámica en sitios de los tres países. En sus primeras publicaciones sobre Malambo, afirmó que dado que las migraciones que habían poblado las islas del Caribe eran procedentes del Bajo Orinoco y que en esa región se hablaban lenguas arawak a la llegada de los españoles, indudablemente los pobladores de Malambo de hace cerca de 3.000 años también hablaban una lengua de esa familia. Luis Duque Gómez, en contraste, fue más reacio a cualquier esquema evolucionista y consecuentemente más inclinado hacia esquemas difusionistas. Pero, incluso, en él hay cambios sutiles a favor del evolucionismo en los setenta. Su síntesis de arqueología colombiana (Duque, 1967) organizó la información disponible por áreas geográficas, no por etapas o períodos, aunque en la primera parte del trabajo concedió importancia al esquema planteado por Reichel-Dolmatoff en Colombia. Pocos años más tarde (Duque, 1970), cualquier aproximación evolucionista fue descartada. Por el contrario, dividió la región quimbaya en zonas, cada una de ellas caracterizada por relaciones con otras regiones arqueológicas, las cuales incluían por igual a Centroamérica y a Perú.

Desde luego, no todos los arqueólogos de la época compartieron el entusiasmo por el difusionismo. El mismo Reichel-Dolmatoff, aunque acudió a él más de una vez, también fue crítico por lo menos de algunas de las ideas más radicales. En una reseña sobre el trabajo de Horst Nachtigall sobre San Agustín, lamentó las comparaciones con culturas de Norteamérica y Argentina (Reichel-Dolmatoff, 1959). John Rowe (1956), que había sido profesor visitante en la Universidad del Cauca, sostuvo que el difusionismo había llevado a una situación absurda: si los arqueólogos serios se dedicaban a criticar cada una de esas fantasiosas ideas, no tendrían tiempo para hacer nada más con sus vidas. Con el fin de criticar las bases conceptuales del difusionismo, elaboró una larga lista de aspectos culturales compartidos por las culturas del Mediterráneo y de la región andina. La impresionante lista de 60 elementos en común no era prueba de contacto directo. Y, por lo tanto, no había base seria para afirmar que los argumentos sobre similitudes entre sitios arqueológicos sirvieran para hablar de contactos directos tampoco. Desde luego, en el pasado, la difusión y las migraciones existieron, pero simplemente no se podían asumir como la mágica interpretación en todos los casos. Para solucionar el problema, los arqueólogos requerirían nuevas y más ingeniosas teorías. Algunos investigadores abandonaron paulatinamente el énfasis que le daban al tema. Por ejemplo, es justo reconocer que aunque las ideas difusionistas siempre fueron importantes para Carlos Angulo, este investigador se preocupó cada vez más por estudiar el paso del "modo de vida recolector-cazador" al "modo de vida aldeano" en la Costa Caribe colombiana, como lo planteó en 1986, o entre los modos de producción comunitario simple o apropiador, tribal o productor y aldeano cacical, como lo propuso en 1995. Pero para que el difusionismo dejara de tener un papel protagónico en la arqueología americana -y colombiana en particular- habría de pasar mucho tiempo.

El compromiso académico y la antropología aplicada

Los años sesenta y setenta fueron agitados por todo tipo de convulsiones políticas y sociales. Y la antropología no fue ajena a esa agitación. La arqueología había sido criticada desde fuera de la disciplina, y a principios de los sesenta los mismos antropólogos fueron críticos de la orientación de sus colegas arqueólogos. Tan pronto la arqueología se empezó a enseñar formalmente en la Universidad colombiana, el debate con respecto a la relevancia de estudiar el pasado prehispánico se hizo evidente. En 1963 se había fundado en la Universidad de los Andes el primer Departamento de Antropología del país. Esta universidad mantenía un modelo de educación liberal y perspectivas para la formación de antropólogos. Originalmente, se debatió la idea de fundar un Departamento de Sociología, pero finalmente se optó por la antropología y se contrató a Gerardo Reichel-Dolmatoff y a doña Alicia Dussán de Reichel. Apenas cuatro años más tarde, ambos renunciaron en medio de una polémica sobre la importancia -entre otras cosas- de estudiar el pasado indígena.

En el informe sobre las actividades del Departamento durante 1967 (Doc. 1), Reichel-Dolmatoff hizo un diagnóstico del descontento en la Universidad: los jóvenes estudiantes tenían una visión del mundo "etnocéntrica y dominada por prejuicios tradicionales". La peor experiencia se había presentado con el curso de antropología aplicada; allí, los estudiantes habían confundido la investigación científica con "la acción administrativo-política" y se perdían en "discursos emotivos sobre lo que se debía hacer, para salvar el mundo y la humanidad". Su actitud, en lugar de corresponder a la de académicos, era más semejante a la de las hermanas de la caridad o los asistentes sociales. El tema de la antropología aplicada era importante para Gerardo Reichel-Dolmatoff, para su señora Alicia Dussán y para los estudiantes, pero unos y otros la veían de diferente manera. Para los primeros la necesidad del rigor, la ciencia y el conocimiento venían primero. En el seminario interno del Departamento, de julio 16 de 1964 (Doc. 2), la antropología se definió como un puente entre las humanidades y las ciencias naturales. Los problemas que se planteaban -que incluían el papel de Colombia en la domesticación de plantas y los diversos modos de adaptación humana en las diferentes regiones de Colombia- de ninguna manera eran parroquiales o locales; hacían parte, por el contrario, de una "gran tarea internacional". Desde luego, ese conocimiento era importante para la acción, sobre todo para una élite que no conocía el país, y más cuando existían "verdaderos fenómenos de patología social" que tenían causas culturales y ambientales. Por otra parte, aunque el Departamento tenía interés en temas campesinos, la visión más común era que "el verdadero campo de la antropología ha sido siempre el mundo de los primitivos".

Existía un importante antecedente que sustentaba esa visión. En 1959 se había reunido el International Committee on Urgent Anthropological and Ethnological Research en Viena, bajo el liderazgo de Robert Heine-Geldern. Este, a su vez, era el resultado del cuarto Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas de 1952 en el cual había existido un simposio sobre tareas etnológicas urgentes, del interés de la Unesco y de los gobiernos de Francia y Holanda. En ese congreso, académicos de varios lugares del mundo insistieron en que existía una enorme cantidad de sociedades primitivas que estaban siendo llevadas a la extinción. Las epidemias, la baja natalidad y otros males estaban acabando con las sociedades de cazadores-recolectores que aún quedaban. La modernización estaba empujando a muchas otras sociedades a su aniquilamiento. En los números que produjo el Boletín se alertaba sobre la pérdida que todo ello implicaba para la humanidad y para la ciencia, y en uno de ellos Gerardo Reichel-Dolmatoff colaboró con un escrito. En la Universidad, Alicia Dussán de Reichel-Dolmatoff animó el debate en un texto llamado Problemas y necesidades de la investigación etnológica en Colombia (1965). En él, la autora señaló que la rápida expansión de las ideas y valores de Occidente se difundían cada vez con mayor velocidad, lo cual llevaba a la desaparición culturas milenarias que no habían sido aprovechadas por la ciencia. Era una pena. Como legado de Rivet, Alicia y Gerardo Reichel-Dolmatoff aceptaban que cada cultura contribuía con una herencia particular a la humanidad; también que en los pueblos primitivos, con frecuencia, la gente disfrutaba de una vida "más integrada y armónica". Esto no implicaba poner en duda la importancia de la antropología aplicada, pero sí "planificar el desarrollo del futuro" después de "disponer de un gran acopio de informaciones básicas" que sólo el antropólogo de campo podía aportar.

No obstante, el descontento con la arqueología -y la misma antropología- que se percibía como ilimitada recuperación de información, sin mayor utilidad práctica, se tradujo en la inconformidad entre muchos estudiantes. La formación científica se consideró entonces alejada de cualquier compromiso con la "realidad nacional". Entre las quejas de Reichel-Dolmatoff en su carta de renuncia a la Universidad, el 12 de noviembre de 1968 (Doc. 3), así como en la de José de Recasens que pronto le siguió (Doc. 4), se encuentra que los estudiantes habían pedido reducir la formación científica, y eliminar la arqueología, la antropología física y la lingüística, todas ellas fundamentales en el estudio del pasado prehispánico, pero que seguramente algunos consideraban como simples pasatiempos intelectuales. Desde luego, esto no era nuevo: muchos habían considerado especulativa a la disciplina encargada de estudiar el pasado, como es el caso de Laureano Gómez. La acusación de ser de "derecha" por hacer arqueología o, en general, por compartir la visión de Reichel-Dolmatoff sobre lo que debía hacer la antropología, fue, sin embargo, matizada por acusaciones en sentido contrario. Robert Jaulín (1973: 200-1), uno de los profesores franceses con que contó el programa acusó a los estudiantes de representar intereses burgueses y de no haber respetado las ideas de su maestro por "la falta de fórmulas largas y huecas, de sonrisas inútiles y de demagogia".

El indígena ecológico

El hallazgo de un período Formativo muy antiguo en la Costa Caribe resultó trascendental en la vida académica de Gerardo Reichel-Dolmatoff. Muchos arqueólogos de otros países aceptaron sus propuestas y se dedicaron a investigar cómo, desde Colombia, la agricultura y la alfarería habían llegado a sus respectivas regiones de estudio. Gracias a ello, el país pasó a ocupar un lugar importante en la arqueología americana y mundial. No obstante, su preocupación por la arqueología se diluyó a favor de otros intereses, de modo notable, la etnografía. Y, especialmente, lo que ella podía aportar para el estudio de la cosmología nativa. Desde luego, Reichel-Dolmatoff nunca había desechado la utilidad de la información etnográfica para explicar el registro arqueológico. Por ejemplo, en la década de los sesenta, comparó las figuras que los grupos cuna y chocó elaboraban con fines curativos, con aquellas encontradas en Momil (Reichel-Dolmatoff, 1961b). La similitud hallada le sirvió para plantear que habían sido utilizadas de la misma forma y, en consecuencia, el tratamiento de enfermedades en Momil tal vez había sido similar al que se podía observar en esas sociedades vivas. Estas ideas fueron aceptadas por muchos arqueólogos, incluso por Meggers y Evans que las utilizaron para interpretar las figuras de cerámica que se encontraban en Valdivia. Pero con el tiempo, Reichel-Dolma-toff llevó el razonamiento más lejos. En la Sierra Nevada de Santa Marta, los taironas terminaron por ser asimilados a los actuales kogi. En el Alto Magdalena, la cosmología de los artífices de la estatuaria agustiniana se asumió idéntica a la de las sociedades del Amazonas. El sitio de Monsú, además de ser representativo del inicio de la agricultura, representaba un pensamiento dual como el que Lévi-Strauss describió para las sociedades del norte del Amazonas brasilero. De forma gradual, el interés por secuencias de cambio social o la relación entre la disponibilidad de recursos y el desarrollo de sociedades suban-dinas dio paso a otras preocupaciones, ya no evolucionistas sino más centradas en los "universales" y las "constantes" del pensamiento indígena americano, sin duda, resultado de su lectura de Lévi-Strauss. En este sentido, retomó una ya vieja tradición de la cual, en el fondo, se había apartado momentáneamente: el pasado se podía comprender entre las sociedades indígenas del presente.

Reichel-Dolmatoff fue un convencido de que, pese al proceso de conquista, las sociedades nativas habían mantenido su manera autóctona del ver el mundo. Como resultado, empezó a preocuparse por interpretar los objetos arqueológicos a partir de lo que decían los indígenas más que a partir del contexto arqueológico. Esta metodología culminó en la obra Orfebrería y Chamanismo (1988), basada en el análisis de la colección del Museo del Oro que gracias a una coyuntura política le abrió las puertas por unos cuantos meses. En este libro, el interés por entender secuencias de cambio social fue reemplazado por el deseo de encontrar la cosmovisión de los antiguos orfebres, a partir de sus estudios etnográficos, y darle así sentido a los objetos arqueológicos. Llamó a este método "etnoarqueológico". Se basaba en la idea de que, dada la ausencia de contextos, el estudio de los objetos de orfebrería pertenecía al campo de lo especulativo, a menos que se acudiera a la etnografía y su poderoso conocimiento de sociedades que históricamente estuvieran vinculadas con quienes los habían elaborado antes de la llegada de los españoles. Reichel-Dolmatoff no cayó fácilmente en la analogía etnográfica, en el sentido de comparar sistemas de vida y organización de indígenas actuales con épocas o etapas del pasado. Pero en cambio, circunscrito al mundo de la cosmovisión aborigen, aceptó plenamente una continuidad en el mundo de las ideas que nada se relacionaban con eventuales cambios históricos en la organización social de los indígenas a través del tiempo.

La idea de explicar hallazgos arqueológicos a partir de sociedades vivas fue justificado por un renovado interés por la ecología, pero transformado en un verdadero "ecologismo nativo". Su mismo interés por el chamán prehispánico se basó en una consideración ecológica: el chamán -al fin y al cabo- era el intermediario entre las sociedades indígenas y su entorno ambiental. El chamanismo ofrecía, además, una buena manera de articular su preocupación por la cosmovisión aborigen y su viejo interés, derivado de Steward, por cuestiones ambientales. En sus trabajos de la década de los sesenta, siempre había dado importancia al medio ambiente y su impacto en los desarrollos culturales. Pero el Reichel-Dolmatoff de los setenta estaba impresionado por el conocimiento ambiental de los indígenas del Amazonas, en especial de los tucano. En su escrito "Cosmología como análisis ecológico" (1977) defendió la idea de que esos indígenas eran verdaderos "filósofos abstractos" en lo que se refería al manejo del medio. En el caso de las sociedades que vivían en el Amazonas, se necesitaba "una sociedad sana y enérgica para hacer frente a las rigurosas condiciones climáticas y al uso productivo de los recursos fácilmente agotables". Aunque en el fondo se trataba de una imagen etnocentrista sobre la selva, esa imagen era ahora "aliada" del indígena. Su conducta adaptativa ante un medio hostil había tenido éxito por una compleja cosmovisión, en la cual el equilibrio entre lo que se tomaba del medio y se daba en retribución era cuidadosamente guardado mediante complejas estrategias que iban desde un cuidadoso control de la natalidad hasta el desarrollo de la idea de un "dueño de los animales" ante el cual debían dar cuenta de cualquier abuso sobre el medio ambiente. Este del "dueño de los animales" era un tema viejo, tanto que ya había llamado la atención de Rafael Uribe Uribe en la primera década del siglo xx. Pero había sido abandonado y ahora, con Reichel-Dolmatoff, se incorporaría de lleno a la interpretación del pasado arqueológico.

En efecto, las conclusiones de su trabajo sobre los tucano se hicieron extensivas a toda su obra. Aunque, en principio, la experiencia con esa sociedad no debía cambiar su interpretación de las sociedades andinas, cuyo medio nunca fue descrito como hostil, sino más bien como diverso y rico, a partir de los setenta la interpretación sobre las sociedades prehispánicas -y contemporáneas- fue otra. En una monografía sobre San Agustín (Reichel-Dolmatoff, 1975: 16) definió la arqueología como "el estudio del hombre prehispánico en la naturaleza, el estudio de las culturas cambiantes en cierto medio físico que daba significado a su vida y que, lejos de constituirse en mero escenario, era parte esencial de los procesos históricos; aunque sostuvo que el medio no podía medirse en términos de potencial económico, sino en relación con el impacto en el "orden moral" y su "código social". Los antiguos habitantes de San Agustín habrían tenido la noción de un "dueño de los animales" como el que tenían los tucano. El chamán, que antes sólo aparecía de forma marginal en su interpretación de las sociedades prehispánicas, empezó, como lo demuestra Orfebrería y Chamanismo, a ocupar un lugar destacado. Reichel-Dolmatoff hizo un llamado a una arqueología que se alejara de simples relaciones entre causa y efecto y se preocupara más por modelos tomados de la teoría de sistemas, la misma que, aunque expresada en términos nativos, resultaba útil para explicar las complejas relaciones entre los indígenas de las tierras bajas y la selva.

En un trabajo posterior (Reichel-Dolmatoff, 1983) sostuvo que, por su complejidad, las tierras bajas habían resultado "más propicias y estimulantes" que las cordilleras para los desarrollos culturales. San Agustín había sido un "verdadero foco cultural" por la fertilidad de sus suelos. Nada extraño que en ese mismo trabajo brindara una justificación basada en consideraciones ambientales para el estudio del pasado prehispánico. En lugar de considerar a Colombia como una región "clave" para la investigación de las civilizaciones de México y Perú, como fue su idea a partir del estudio arqueológico de sitios tempranos en la Costa Caribe, en 1982 planteó un interés más local, pero también más relacionado con la sociedad contemporánea: la investigación de los antiguos indígenas resultaba fundamental porque se había dado en el mismo "medio ambiente físico" en que vivían los colombianos. Si bien no habían desarrollado civilizaciones, tenían "una gran enseñanza ecológica" debido a que habían logrado crear "sus culturas sin que sufrieran las selvas o las sabanas".

No es claro cómo el ecologismo llegó a Reichel-Dolmatoff. Desde luego, existían ciertas bases que se remontaban años atrás. Occidente siempre había mantenido una imagen ambigua sobre el indígena americano. Desde la misma llegada de Colón, al indígena se le había visto simultáneamente como bárbaro, pero también como habitante del paraíso, algo muy cercano a guardián de la naturaleza (Ellingson, 2001); para muchos cronistas del siglo xvi, los indígenas poseían notables conocimientos sobre plantas medicinales. Los jesuitas Juan de Velasco (en Ecuador) y Francisco Javier Clavijero (en México) incluyeron en su "defensa" de América un reconocimiento al conocimiento de la naturaleza que poseían los indígenas. Para Tadeo Lozano, los indígenas hacían parte de la naturaleza; y más tarde, para Ancízar, selva e indígena no reducido se presentaban elogiosamente como un todo imposible de separar. Desde luego, cuando alcanzar la civilización implicaba, como proponía Caldas, la destrucción de la selva, el indígena era poco más que un obstáculo. Era una parte de la naturaleza destinada, como ella, a ser domesticada. No obstante, incluso desde Mutis, y especialmente desde Florentino Vesga, se consideraba que los indígenas tenían poderosos conocimientos de la naturaleza que podían servir a la civilización (Langebaek, 2003). Cuando en la segunda mitad del siglo xx se afianzó la idea de un rápido deterioro de la naturaleza, la íntima relación entre ésta y los pueblos nativos hizo de éste un elemento más en la conservación del mundo natural. Obviamente un antecedente más inmediato era el determinismo ecológico de los años cuarenta y cincuenta el cual asumía no sólo que la estructura de las sociedades nativas dependía del medio, sino que además éste no podía ser modificado por ellas.

Pero, además, desde sus primeros trabajos, Reichel-Dolmatoff ya había sentado las bases para el desarrollo de ese pensamiento. Desde un principio compartió la idea de Rivet sobre que cada cultura había aportado algo a la civilización y en particular que los aportes indígenas habían sido menospreciados. En esto fue consecuente desde sus primeros trabajos hasta los últimos (Reichel-Dolmatoff, 1993). En el programa de 1964 de cursos del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes, en ese entonces bajo su dirección, se leía que el ingenio humano no era exclusivo de las grandes civilizaciones y que las sociedades por más primitivas que fueran habían acumulado experiencia y luchado por valores humanos para lograr una sociedad más armónica "y una relación más satisfactoria con las fuerzas que rigen el mundo" (Doc. 5). En "Cosmología como análisis ecológico" ya era claro lo que se tenía que aprender de los indígenas; en ese artículo argumentó que los indígenas se habían anticipado a la ciencia en conceptos fundamentales que en su momento estaban en boga en los estudios ecológicos. Reichel-Dolmatoff aprovechó el texto para sostener que las aproximaciones que entendían las relaciones entre sociedad y naturaleza en términos de sistemas tenían una buena posibilidad de ofrecer explicaciones satisfactorias. Pero también sostuvo que los indígenas habían llegado a esa misma conclusión hace mucho tiempo. Reichel-Dolmatoff pudo encontrar un pensamiento sistémico en la cosmología indígena, gracias al entorno intelectual de la época o, por el contrario, encontrar autónomamente que el pensamiento sistémico y la cosmología nativa se basaban en principios similares de forma independiente.

En la década de los setenta, las condiciones estaban dadas para que el planteamiento ecológico tuviera todas las posibilidades de ser bien recibido. Era la época de movimientos contra la guerra en Europa y Estados Unidos, por los derechos civiles, y contra los derrames de petróleo, los pesticidas y las basuras tóxicas. Era también la época en la cual en Estados Unidos las comunidades indígenas fueron caracterizadas como ecologistas y conservacionistas. Las décadas de los sesenta y setenta se han llamado con frecuencia de ecopesimismo. En 1968, Paul Elrich había publicado Population Bomb; en 1970 se instauró el Día de la Tierra; en 1971 se fundó Greenpeace; y, en 1972, el Club de Roma dio a conocer su informe sobre los límites del crecimiento que daba gran importancia a las identidades culturales. La conquista de América misma, pasó de ser vista tan solo como un genocidio a verse también como un desastre ecológico (Crosby, 1973).

Desde luego, las propuestas de Reichel-Dolmatoff también fueron recibidas en Colombia con los brazos abiertos. Por un lado, los propios movimientos indigenistas profundizaban por entonces su discurso ecológico. De hecho, una estrecha "relación con la naturaleza" -aunque no necesariamente de carácter conservacionista- había llegado a ser parte importante de la representación del nativo, desde mucho antes. Basta mencionar a Tadeo Lozano a principios del siglo xix (Langebaek, 2003: 60). A finales del siglo xix, el general Uribe Uribe (1907) ya había hablado del "dueño de los animales" en la Amazonia y había sugerido su rol para controlar la caza desmedida. Por otro lado, el debate generado en torno a la decadencia de la raza tuvo también una arista relacionada con la "sabiduría ambiental". En la década de los cuarenta, algunos investigadores se habían cuestionado por las razones que podían explicar el éxito de la raza indígena en las condiciones adversas en que vivía. A finales de los años treinta, el discurso en Colombia de líderes nativos como Manuel Quintín Lame había presentado la sociedad indígena como estrechamente vinculada con la naturaleza (Jaramillo, 1991). El líder indígena sostuvo que las leyes naturales primaban sobre las religiosas y que el conocimiento sobre la naturaleza que tenían los nativos debía traducirse en un dominio efectivo sobre tierras. La obra de Lame, muy anterior a la visión del indígena como ecólogo nativo por parte de los expertos, fue rica en metáforas relacionadas con la naturaleza; él mismo -que se presentaba como "hijo de la selva"- había sido educado en la naturaleza "como educó las aves el bosque solitario". La sabiduría provenía de la naturaleza, no de la escuela (Lame, 1987).

Durante la década de los sesenta y los setenta, justo cuando Reichel-Dol-matoff planteó la existencia del indígena ecológico, el debate sobre el medio ambiente adquiría una dimensión nunca antes vista. Para la Ilustración, con Mutis, Caldas y Lozano a la cabeza, el medio ambiente hostil debía domeñarse: la civilización pasaba por destruir la naturaleza o al menos transformarla al servicio del hombre. Medir la consecuencia de ello parecía exagerado: la población era escasa (más importante aún, se percibía como insuficiente) (Langebaek, 2003); Medardo Rivas (1972) había continuado exaltando las bondades de la conquista de la tierra caliente, aunque había advertido ya por primera vez a fines del siglo xix sobre la indiscriminada destrucción del medio que su explotación estaba implicando. Pero en la época en que Reichel-Dolmatoff hizo sus planteamientos, el tema del medio ambiente se convertía en el eje de una reflexión política. Algunos pensadores del mundo industrializado hablaban de los límites del crecimiento, del peligro representado por el aumento inusitado de la población en los países más pobres. En los países subdesarrollados se planteaba la necesidad de desarrollarse y se manifestaba la necesidad de hacerlo sin desbordar los límites que imponía el equilibrio con la naturaleza. Precisamente en 1975, Julio Carrizosa (Vidart, 1976: 55 y 58) presentó su informe Política Ecológica del Gobierno Nacional, en el cual comparaba la idílica situación ambiental descrita por los conquistadores españoles y la trágica situación de su momento. El mayor causante de la tragedia era el conflicto social: la explotación de las grandes empresas agrícolas, el minifundio, la colonización incontrolada. El propio trabajo del antropólogo y sociólogo Daniel Vidart (1976) desenmascaraba la agresión a un medio ambiente frágil, frecuentemente ocupado por sociedades indígenas, particularmente en la Sierra Nevada de Santa Marta y en la Amazonia. Se presentó entonces el caso de Industrias Puracé S. A., la cual explotaba azufre dentro de los linderos del resguardo páez.

Justo en la década en que se escribieron "Cosmología como análisis ecológico" y la monografía sobre San Agustín se descubría para los arqueólogos Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta. El debate en torno al sitio mostraría el impacto de la obra de Reichel-Dolmatoff. Los arqueólogos que hicieron las primeras investigaciones plantearon que los constructores de Ciudad Perdida habían manejado el medio ambiente sin tacha alguna (Herrera, 1985: 163). Pero, desde luego, esa era la conclusión definida de antemano en los medios. Para los periodistas, el hallazgo ratificaba la idea de la sabiduría ambiental nativa. Germán Castro Caycedo describió en un artículo de El Tiempo del 27 de marzo de 1975 impresionantes obras "realizadas con técnicas que podrían ofrecer soluciones más efectivas que buena parte de las que hoy hacen en el país ingenieros blancos". La enorme población que habría vivido a la llegada de los españoles en la región -cerca de 150 mil indígenas- "gracias a sus grandes culturas, sí lograron conservar todo el sistema ecológico, sin destrozarlo". En marzo de 1979, Daniel Samper Pizano le dedicó tres columnas al tema. En la primera, que llevó el nombre de "Aprender de los tairona", aseguró que "los indígenas consiguieron lo que no pudo la civilización: integrarse con la selva", y que sin duda sus antiguos habitantes habían conservado el bosque primario. Los taironas ni siquiera habrían hecho claros en la selva; todo, absolutamente todo, cuanto les había rodeado era "selva primaria". Durante estos años, el hallazgo tuvo resonancia internacional. Publicaciones como Le Figaró, The New York Times y Die Stern dieron cabida en sus páginas a la noticia del hallazgo de una civilización que había vivido en armonía con el medio. En Le Figaró, por ejemplo, un conocido reportero de guerra consideró que sin duda se trataba del hallazgo más notable de la arqueología suramericana después de Machu Pichu (El Espectador, febrero 12 de 1981). El 11 de abril de 1982, El Espectador publicó de Eduardo Galeano un extracto de su libro próximo Memorias de Fuego, que incluía una apología a los tairona.

Pese a la amplia aceptación del "indígena ecológico" hay que reconocer que no hay antecedentes de esa noción en su propia obra previa. Por el contrario, en su famoso artículo "Las bases agrícolas", Reichel-Dolmatoff (1961a) escribió que los indígenas prehispánicos tenían prácticas culturales con poco sentido ambiental. Habían tenido riego en zonas de alta pluviosidad, o cultivado yuca donde habrían debido sembrar maíz. Y es que la visión ecológica de los indígenas se apartaba de su propia propuesta sobre el desastre ecológico que los indígenas habían causado en la cuenca del río Ranchería. A principios de los cincuenta, Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussán (1951: 196) habían afirmado que "El desarrollo de una alta cultura como la de los taironas, que se extendió sobre toda la pirámide de la Sierra Nevada y que se basaba en la agricultura intensiva de maíz y yuca, debe haber tomado varios siglos y así la despoblación forestal y el problema de la erosión de las tierras deben ser fenómenos que se hicieron notar ya en épocas anteriores a la Conquista".

Desde luego, Reichel-Dolmatoff no fue el único en preocuparse por el asunto ecológico. El propio trabajo de Betty Meggers (1971) en el Amazonas había convertido a la arqueología en un potencial aliado de los movimientos ambientales. Con el fin de interpretar la historia indígena en el Amazonas, Meggers argumentó que las áreas alejadas de los ríos en el Amazonas no permitían la agricultura intensiva y que los indígenas que las habían ocupado antes de la llegada de los españoles las habían explotado sabiamente, sin deteriorarlas. En las zonas aledañas a los ríos, las comunidades pudieron desarrollar cierta forma de complejidad social. Lejos de ello, sólo se podían sustentar sociedades igualitarias. La "lección" del pasado remoto parecía pertinente en un momento en el cual se empezaba a tomar conciencia del peligro que amenazaba a la selva tropical y en el que los movimientos ecologistas en Europa y Estados Unidos estaban más que dispuestos a considerar a los indígenas como guardianes naturales del medio.

El enfoque de Reichel-Dolmatoff, a diferencia del de Meggers, no se basaba en consideraciones ecológicas, sino ideológicas. Independientemente del medio, el indígena había desarrollado cierta "sabiduría ambiental". El nuevo enfoque de Reichel-Dolmatoff lo hizo internacionalmente conocido (Furst y Furst, 1981), pero implicó en alguna medida un alejamiento de la arqueología. El caso es que como sus planteamientos tuvieron cada vez más relación con su visión del indígena ecológico y cada vez menos con los vestigios del pasado, su labor se hizo menos sugerente para los arqueólogos que trabajaban en campo excavando basureros y viviendas, sitios donde rara vez encontraban adornos de oro que se pudieran asociar a prácticas chamánicas y, menos, pruebas de una supuesta sabiduría ambiental. En cambio, se hizo muy popular en los museos que contenían objetos que se podían asociar, con facilidad, al chamanismo; en esos lugares, además, el discurso ecológico brindaba una bienvenida contextualización de objetos que aparecían "mudos" en sus colecciones y, a la vez, permitía establecer una relación entre un supuesto pasado prehispánico y las sociedades indígenas del presente.

Consideraciones finales

Reichel-Dolmatoff determinó en buena parte el curso de la arqueología a lo largo de la segunda mitad del siglo xx. Su obra se inició dentro de las orientaciones de la etnología liderada por Paul Rivet, pero luego la influencia de la obra norteamericana en arqueología, y del estructuralismo francés en etnología marcarían de forma definitiva el carácter de una obra compleja, rica y contradictoria. A lo largo de su carrera, sus planteamientos sirvieron de inspiración para muchos de los arqueólogos. Inicialmente sus propuestas evolucionistas influenciadas por Steward dieron pie a que muchos de ellos se esforzaran por complementar, ratificar o contradecir propuestas que por primera vez ofrecían un esquema en el cual los hallazgos arqueológicos tenían sentido en términos de una secuencia cultural. Más adelante su propuesta sobre el ecologismo nativo determinó la orientación de buena parte del trabajo de sus colegas. Y, por último, su apropiación de la etnología como fuente de interpretación de los hallazgos arqueológicos, también fue aceptada por un sinnúmero de antropólogos y arqueólogos que aún se inspiran en esa propuesta y la forma como la llevó a cabo. En ninguna de sus ideas Reichel-Dolmatoff fue el primero. Ni siquiera se puede alegar que en cualquiera de los casos tuvo una influencia siempre positiva. Pero lo que sí se puede afirmar es que en cada caso fue el más sofisticado punto de referencia.

Por otra parte, es justo reconocer que cada nueva teoría desarrollada por Reichel-Dolmatoff, incluyendo su noción de etapas de desarrollo cultural, la "sabiduría ecológica", o lo que vendría a llamar el método etnohistórico de Orfebrería y Chamanismo, no reemplazó las anteriores, sino que se acomodó de la mejor manera posible. El caso de las migraciones y la difusión como explicación de los cambios culturales es una muestra de ello. Pese a su interés por Steward y luego por la ecología nativa, nunca abandonó ideas sobre migraciones y difusión. Tan pronto encontró el sitio Formativo de Barlovento, una de las primeras cuestiones por resolver era la de sus relaciones con sitios de México, Ecuador y el sur de Estados Unidos. La polémica con respecto a Valdivia se concentró en la dirección que había tomado la influencia de un sitio sobre otro. En Colombia, el autor sostuvo que los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta habían recibido fuertes influencias de México y Centroamérica. Existían paralelismos entre los indígenas de la Sierra y los de esos lugares: el mito de múltiples creaciones del mundo, la concepción de un universo dividido en estratos y la observación cuidadosa de los solsticios y equinoccios, entre otros. En su monografía sobre San Agustín (Reichel-Dolmatoff, 1975), reconoció que San Agustín tenía influencias mesoamericanas. Más adelante (Reichel-Dolmatoff 1983) insistió en que los tairona eran de origen centroamericano. Al final, en su última síntesis de arqueología colombiana, habló de reconsiderar su hipótesis de que la cultura de la Sierra Nevada de Santa Marta se originara en Costa Rica y que tuviese un importante componente mesoamericano; pero la propuesta no fue desechada del todo (Reichel-Dolmatoff, 1986: 198).

La capacidad de asimilar cada nueva teoría fue el punto más polémico de su obra. A la vez que una muy productiva manera de interpretar de forma dinámica el pasado indígena, también generó contradicciones y problemas. Al estar permanentemente al tanto de los desarrollos académicos en el mundo anglosajón y europeo, Reichel-Dolmatoff fue agregando consideraciones novedosas a las más tradicionales, pero sin revaluarlas o abandonarlas. Unas se sobrepusieron sobre otras, ayudando a forjar, más que una interpretación sobre el pasado, una serie de aportes que nunca defendieron una manera de ver el pasado prehispánico o una forma de estudiarlo. Más bien, contribuyeron a generar adiciones superpuestas, todas de buena calidad, en las que los arqueólogos de hoy encuentran magníficas sugerencias, no obstante todas las cuales no pueden ser válidas al mismo tiempo.


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