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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versión impresa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.2 Bogotá ene./jun. 2006

 

NATURALIZANDO PRIVILEGIOS: SOBRE LA ESCRITURA Y LA FORMACIÓN ANTROPOLÓGICA

Eduardo Restrepo1

Red de Antropologías del Mundo (RAM-WAN) eduardoa.restrepo@gmail.com


RESUMEN

Este ensayo se centra en cómo se articulan una serie de privilegios entre los antropólogos en Colombia en relación con las prácticas de la escritura y la formación profesional. De un lado, se examinan las actitudes de ciertos antropólogos como propietarios de escritos, sobre los cuales tienden una serie de trabas para su circulación y sus asociaciones con una posición política. De otro lado, se cuestiona la introducción de programas de postgrado de antropología en el país, que se basan en el socavamiento de la especificidad y relevancia de la formación de pregrado.

PALABRAS CLAVE 

Propiedad intelectual, escritura antropológica, formación profesional, programas de postgrado, Antropología en Colombia.


ABSTRACT

This essay highlights the articulation of a series of privileges around training and writing practices among anthropologists in Colombia. The essay examines, on one hand, the posture adopted by certain anthropologists as owners of their texts, which leads them to create obstacles in their circulation, and the political implications of such a posture. On the other, the article raises questions about the introduction of graduate anthropology programs in the country based on the undermining of the relevance and specificity of existing undergraduate education.

KEY WORDS

Intellectual property, anthropological writing, training, graduate programs, Colombian anthropology.


A la memoria de Darlo Prieto.

[...] privileged anthropologists, much like privileged people everywhere, avoid scrutinizing too closely a system from which they benefit.

Susan Di Giacomo.

EL EPÍGRAFE DE este ensayo llama la atención sobre la existencia de una desigualdad entre los antropólogos, una que es pensada en términos de privilegios. Además, en el epígrafe se plantea que estos privilegios se derivan de un sistema del cual unos antropólogos se benefician, quienes, como otra gente privilegiada, tienden a evitar un examen detenido del mismo, pues ello podría poner en cuestión sus privilegios. El epígrafe fue escrito pensando en el establecimiento antropológico estadounidense, lo cual puede parecer extraño para quienes observan desde una antropología periférica (Cardoso de Oliveira, 1999/2000 y 2004 [1993]) o del sur (Krotz, 1993 y 1996). No son pocos los que desde estas antropologías tienden a percibir tal establecimiento como rebosante de privilegios financieros y académicos. No obstante, el establecimiento antropológico estadounidense no sólo es un bien heterogéneo, sino que se encuentra atravesado por relaciones de poder donde esos privilegios no son igualmente apropiados. Como consecuencia de un denso entramado de mecanismos institucionalizados, unos antropólogos se encuentran en posiciones privilegiadas para reproducir o confrontar los cánones, como también en términos de su visibilidad y posibilidad de intervención. El resultado es el posicionamiento de unos antropólogos, agendas y tradiciones, mientras se consolida la marginalización o subalternización de otros.

Ahora bien, la existencia de antropólogos privilegiados como resultado de la desigual distribución de beneficios del sistema no se limita al establecimiento antropológico estadounidense. En una antropología periférica o del sur, como en Colombia, se pueden identificar diferencias entre los antropólogos que ameritan ser consideradas en términos de privilegios derivados de un sistema que beneficia a unos y excluye a otros. Por lo demás, los privilegios de unos en el establecimiento estadounidense y los de otros en Colombia no se encuentran desconectados, pero tampoco son un idéntico reflejo. Se encuentran conectados porque ambos hacen parte de un sistema-mundo de antropologías más amplio, donde se disputan constantemente, y en diferentes planos a la vez (en lo local, regional y mundial), lo que en un momento determinado constituye no sólo los cánones, las tradiciones o las genealogías aceptadas de la disciplina, sino también las mismas fronteras disciplinarias, esto es: el criterio mismo de pertinencia e identidad disciplinaria (cf. Ribeiro y Escobar, 2006; Yamashita, Bosco y Eades, 2004). No obstante, y ahí radican ciertas diferencias, en este sistema-mundo de la antropología, no todos los antropólogos ni todas las antropologías están en igualdad de condiciones para hablar y ser escuchados en esas disputas en los mismos planos: existen constreñimientos de orden lingüístico, estilístico, argumentativo, de acceso, de recursos y de visibilidad, entre otros, que hacen que unas sean "antropologías sin historia" (Krotz, 1993), mientras que otras aparecen no sólo con historia, sino como la historia a secas de la antropología.

Los mecanismos que median la distribución desigual de beneficios y, en consecuencia, la consolidación de privilegios en y entre las antropologías y antropólogos en el mundo en general y en cada uno de sus países, localidades o regiones ameritan ser objeto de detallado escrutinio y debate. En este artículo sugiero que ciertas prácticas de la escritura y la formación antropológica en Colombia pretenden consolidar los privilegios de unos cuantos al profundizar la marginalización y exclusión de la gran mayoría de antropólogos del país. Estas prácticas indican también determinadas articulaciones políticas de la antropología, a veces en contradicción con la retórica de los antropólogos en cuestión que hasta posan como adalides de sectores subalternos o que critican abiertamente las actitudes coloniales de sus colegas metropolitanos.

Ansiedades de la escritura antropológica

Hace cerca de dos años, en una reunión a la que fui invitado para hacer sugerencias de contenido o de diseño sobre la página electrónica de una institución gubernamental con un grupo de reconocidos colegas, se desató una fuerte discusión sobre la idea de colocar en el internet sus publicaciones y trabajos. Aunque había escuchado (o leído) a estos mismos colegas tomando posiciones "progresistas" a favor de los grupos subalternizados con los cuales trabajaban, insistiendo en la relevancia del "compromiso" al trabajar temas altamente sensibles y riesgosos, o confrontando a algunos investigadores extranjeros por lo que consideraban posiciones asimétricas y abiertamente coloniales, ante la sugerencia de que sus publicaciones y las de la institución gubernamental en cuestión pudieran ser asequibles para el público en general, la reacción negativa fue unánime. Entre los argumentos aducidos estaban que eso significaría que las publicaciones de la institución no se vendieran o que llevaría a que "sus" trabajos fuesen "copiados" sin el reconocimiento debido de su autoría. Este último argumento hacía eco de una disputa que uno de los colegas presentes había tenido hacía poco con uno de sus auxiliares de investigación, donde le acusaba, mediante cartas al director de esta institución y de la universidad donde cursaba el asistente sus estudios, de haber "plagiado" el marco teórico (y, más específicamente, el uso de un par de categorías de análisis) con el cual estaba adelantando la investigación para la cual había sido contratado. El asistente le había "robado", por decirlo sin tapujos, unas referencias bibliográficas y una serie de categorías analíticas.

Este episodio remite a una serie de cuestiones sobre cómo, a través de los escritos que producimos, los antropólogos entendemos el lugar del autor y su relación con los mecanismos y alcances de la circulación de nuestra modalidad de conocimiento. Es un hecho que, como antropólogos, se nos interpela en la academia o fuera de ella de múltiples maneras. No todos, ni de la misma forma, somos "autores" de textos (orales y escritos)2. Por las posiciones en los entramados institucionales o las trayectorias en las que nos encontramos inscritos, algunos escriben más que otros. Pero no sólo se escribe más o menos, sino que se escribe diferencialmente. Y, más todavía, lo que se escribe adquiere disímiles valoraciones o visibilidades.

Los ritmos y volumen de la escritura antropológica, sus contenidos y matrices de argumentación, así como la valoración con la cual es percibido un escrito no dependen exclusivamente de variables personales ni de las "habilidades" o voluntades individuales. Existe un conjunto de entramados institucionales (académicos y por fuera de la academia) que median no sólo el proceso de la escritura sino también sus condiciones de posibilidad y los umbrales de visibilidad y de circulación de los resultados. Algunos son escritos sin nombre, producidos en una "labor gris" y "tras bambalinas" en entidades gubernamentales o no gubernamentales, en movimientos sociales, en sectores empresariales: informes, documentos institucionales, comunicados... Otros, en cambio, son escritos con nombre, producidos para conservar la marca de "sus autores", para ser leídos, circulados y citados siempre en relación con ese nombre de autor. No todos los escritos son publicados, aunque la mayoría de ellos, son en mayor o menor medida, hechos públicos. Esto es, son objeto de lectura, comentario o fuente para personas más allá de su "autor". Algunos son circulados por el "autor" entre sus colegas más cercanos, mientras que no son pocos los borradores, los trabajos de grado o los informes que son hechos públicos en bibliotecas, centros de documentación o incluso en páginas electrónicas, aunque muchos de ellos nunca son publicados en el sentido más restringido del término: en forma de artículos o libros.

He estado usando el término de "autor" entre comillas porque tiende a considerarse que la relación entre un individuo (o un grupo de ellos) y "su" escrito es transparente. Desde esta perspectiva se asume que "autor" es el escritor y, como tal, son "sus" ideas, categorías y datos, los que constituyen el escrito. Aunque siempre se tome en mayor o menor medida de otros escritos/autores (lo que se supone debe indicarse con las referencias del caso), se argumenta que es la particular composición o interpretación, así como la "novedad" u "originalidad" de las ideas, las categorías o los datos, lo que marca la especificidad de su "autoría". Ahora bien, esta "autoría" es traducida, sancionada y regulada en términos de "propiedad intelectual" y de "derechos de autor". No necesitamos una genealogía del "autor" como principio de individuación en la sociedad con-temporánea3, para evidenciar cuán difícil es conservar al individuo como entidad constituyente de la "autoría". Las condiciones de posibilidad de las ideas, categorías y datos presentados como fundamentos de autoría trascienden a los individuos específicos; más aún hoy, ante la acelerada circulación de imágenes, ideas, objetos y gentes -que, como algunos indican (c.f. Inda y Rosaldo, 2002; Trouillot, 2003), constituyen los efectos más obvios de la "globalización"-. Por supuesto que son individuos concretos quienes las encarnan y quienes ejercen la práctica de la escritura, pero sólo si están mediados por una serie de circunstancias institucionales, sociales y conceptuales que no pueden simplemente dejarse de lado. El autor-individuo como héroe cultural hace parte del imaginario social con una historia muy particular que tiende a apocar (cuando no borrar) las múltiples mediaciones e interpelaciones (académicas y no académicas) que lo constituyen.

¿Por qué, entonces, algunos asumen su función de "autores" desde una regulación de la circulación de "sus" escritos que enfatiza y garantiza la marca de su "propiedad" en términos de "derechos" como individuo, haciendo todo lo posible para que otros no se apropien "indebidamente" de "su" trabajo? ¿Qué hay detrás del afán de los "derechos de autor" entendidos de esta manera? ¿Qué motiva a un colega a desplegar una serie de acciones de encubrimiento, de vigilancia y control para evitar que le "roben" "sus" ideas o datos? Y, finalmente, ¿tiene esto algo que ver con las articulaciones políticas de la producción del conocimiento antropológico y la posición política de los antropólogos, o es un aspecto sin ninguna relación y sin mayor importancia?

Como lo ha demostrado la discusión sobre la escritura etnográfica en el establecimiento estadounidense durante la década de 1980, los escritos antropológicos están atravesados por una serie de relaciones de poder entre las que se han resaltado las políticas de la representación etnográfica: quién representa a quién, en qué términos y bajo cuáles juegos y efectos de verdad son algunas de las puntas de iceberg donde se evidencian las relaciones de poder al interior del texto antropológico (cf. Clifford, 1988; Clifford y Marcus, 1986; Marcus y Fischer, 1986). Luis Guillermo Vasco (2002) cuestiona acertadamente estas interpretaciones "postmodernas" porque fijan lo político en el acto de la escritura, donde un ente individual (el antropólogo) se debate sobre su "autoridad textual" y apela a mecanismos retóricos para construir un texto "reflexivo", "polifónico" o "dialógico" (entre otras estrategias), para revertir las convencionales formas de representación etnográfica. Vasco llama la atención sobre el hecho de que las relaciones de poder no se circunscriben al texto ni pueden ser exorcizadas por un acto de voluntad individual limitado a los géneros de escritura. Al contrario, las relaciones de poder se articulan en el trabajo de campo, en la relación con esos "otros" hechos "objeto" del conocimiento antropológico, en tanto tienen su fuente en el lugar estructural de la antropología en la reproducción de los imaginarios y tecnologías políticas de conocimiento de la sociedad que la hace posible (Vasco, 2002).

Aunque la crítica de Vasco tiende a caricaturizar y a colapsar, en la noción de "antropología postmoderna", una amplia gama de posiciones y tendencias en el establecimiento estadounidense, y aun cuando su visión de la antropología es bastante discutible al limitarla a los pueblos indígenas, no cabe duda de que las políticas del conocimiento antropológico no se pueden circunscribir al acto de escritura. Sin embargo, de esto no se deriva que el acto de escritura y la actitud del antropólogo frente a sus escritos estén más allá o por fuera de las articulaciones políticas del conocimiento antropológico y de la posición política de los antropólogos. Sin pretender introducir por la puerta de atrás una noción voluntarista e ingenua del autor-individuo, me interesa examinar estas articulaciones y, sobre todo, cómo se manifiestan en ciertas posiciones sobre la "propiedad" de lo escrito.

Las preguntas sobre cómo, quién y qué se escribe, así como sobre para qué y para quién se escribe, no son novedosas entre los antropólogos en Colombia (c.f. Arocha y Friedemann, 1984). La diferencia hoy radica más en las condiciones y apuestas de los proyectos antropológicos que parecen estructurar el campo de la disciplina en la actualidad, en el país y en el mundo. El precepto de "publica o perece" es una arista de estas transformaciones en la academia, como también lo es la expansión del establecimiento antropológico. Dicho precepto se posiciona cada vez más como un principio rector de la antropología académica. En esta esfera, se ha ido consolidando paulatinamente como sentido común disciplinario el que no sólo importa publicar, sino cuándo, cuánto y dónde se publica. Generalmente se hace a título individual, siendo una abierta minoría las publicaciones de artículos o libros entre dos o más autores. Tanto en las percepciones de los colegas como en las evaluaciones institucionales, la frecuencia, el volumen, el sitio y el ritmo de publicaciones es sobre lo que gravita gran parte de las valoraciones de la relevancia del trabajo antropológico de alguien en particular. También, por supuesto, entran en juego juicios sobre este trabajo y su autor, el lugar de la "teoría", su "originalidad" o la particular posición en la economía política de las citas4.

La expansión del establecimiento antropológico no es simplemente demográfica, esto es, del creciente número de antropólogos involucrados, sino esencialmente de los alcances y entramados que ha ido consolidando con los diferentes planos de su exterioridad constitutiva (la cual no es, por lo demás, absolutamente clara ni al margen de disputas). En los últimos años ha crecido en Colombia el número de programas de antropología con respecto a los que habían existido por más de treinta años, se materializaron las primeras maestrías y apareció el primer doctorado en la Universidad del Cauca. Para hacer referencia tan sólo al volumen de los estudiantes de pregrado, en la actualidad, el número de estudiantes matriculados cada semestre es abismalmente mayor en comparación con el de dos décadas atrás. Los estudiantes de hoy son bien disciplinados al tomar las clases programadas y terminan sus estudios en los tiempos estipulados, con el objeto de conseguir cuanto antes un trabajo como antropólogos o pasar inmediatamente a sus estudios de postgrado. Esta imagen contrasta con la tendencia imperante hasta la década de 1980, cuando existía un escaso puñado de matriculados que se mezclaban con los estudiantes sempiternos y pronto se tornaban "desordenados", tomando clases de acuerdo con intereses que no se correspondían necesariamente con los del programa. Muchos abandonaban su carrera para regresar semestres después o no volver nunca más, y hacían sus trabajos de grado durante años (Pardo, Restrepo y Uribe, 1997). La eficacia (medida en ritmos y volumen de graduados) de la producción de nuevos antropólogos ha variado significativamente (sobre esto volveré en el siguiente aparte) al introducir paulatinamente cambios demográficos en la composición, edades y habilidades de los antropólogos en Colombia. En cuanto a los alcances, este creciente número de antropólogos han ampliado y multiplicado los escenarios del ejercicio antropológico no sólo en la academia (en los planos universitario y tecnológico), sino también en los que se consideran ámbitos no académicos, como el aparato de estado, entidades no gubernamentales y movimientos sociales, entre otros. Igualmente, la exterioridad de lo pertinente al análisis antropológico (en términos académicos y no académicos) se ha empujado más allá de los expertos de la indianidad.

Ante estas transformaciones de la antropología en Colombia, ¿cómo leer el hecho de que algunos antropólogos se planteen los derechos de autor en los términos arriba esbozados? ¿Qué está detrás de la necesidad de evitar a toda costa que se le "roben" a uno "sus" datos, interpretaciones, una pregunta o, incluso, una bibliografía para pensar un problema? ¿Por qué las nuevas tecnologías para la circulación de escritos digitales y publicaciones son vistas con recelo y como un problema antes que como una oportunidad para que se extienda, divulgue y democratice el acceso a los escritos, publicados o no, de los diferentes autores? ¿Simple egoísmo entramado con rasgos delirantes de unos pocos individuos? ¿Naturalización cómplice de las tendencias mercantilistas sobre los bienes culturales? A mi manera de ver, no debe considerarse esta actitud ante los escritos propios como un asunto meramente de "carácter" (esto es, de que el antropólogo en cuestión sea o no egoísta o, incluso, que posea o no rasgos delirantes o abiertamente paranoicos), ni como una falta de comprensión crítica de los mecanismos que están en juego en una formación social que tiende a mercantilizar y naturalizar la propiedad privada extendiéndola a todas las esferas de la vida humana. Aunque estos dos aspectos son variables que pueden entrar en la ecuación en casos individuales, dicha actitud ante la escritura antropológica amerita explicarse como una posición política que encaja en la reproducción de los términos en los cuales se está imponiendo la elitización5 del establecimiento antropológico y sus estrechas articulaciones con el "publica o perece".

Ponerle trabas a la libre circulación del eventual conocimiento derivado de un escrito en nombre de la "propiedad intelectual" del individuo-autor es asumir una posición política con respecto a un establecimiento antropológico que oblitera las condiciones sociales de producción de los autores y de sus escritos, para asignar lugares y privilegios a individuos específicos. No es de extrañar, entonces, que sean los individuos en posiciones privilegiadas quienes defiendan estas trabas. Algunos lo hacen reconociendo abiertamente su defensa del establecimiento del cual usufructúan monetaria y simbólicamente como si fuese su derecho natural, pero no faltan quienes apelan a racionalizaciones secundarias como su nostalgia por las publicaciones impresas, en tanto argumentos para impedir que circulen en formato electrónico estas publicaciones, o sus escritos en el internet6.

En este sentido, es una inconsistencia política, por decir lo menos, que sean esos mismos defensores a ultranza de un establecimiento disciplinario de privilegios quienes tomen posiciones críticas con respecto a la dominación, discriminación o explotación de los sujetos subalternizados a nombre de quienes hablan, o que se muestren indignados por las "relaciones verticales" que pretenden introducir sus colegas extranjeros. De esta manera establecen una escisión entre, de un lado, las políticas de circulación y el acceso del conocimiento antropológico asociadas a "sus" escritos, y del otro, las políticas que retóricamente asumen en sus textos o en la práctica en sus posiciones frente a relaciones de subalternización de otros en la formación social colombiana o de sí mismos frente a colegas que supuesta o efectivamente no los tratan como iguales.

Problematizar el lugar del individuo-autor como talanquera a la libre circulación del conocimiento antropológico en nombre de intereses que reflejan y reproducen un establecimiento de privilegios, no es lo mismo que abogar por la supresión de prácticas de reconocimiento a los aportes de un autor en el trabajo propio. Menos aún, es desconocer que los escritos son conversaciones colectivas en proceso, en las cuales las referencias son indispensables y deben ser evidentes, puesto que operan como hipertextos (enlaces) que permiten a los eventuales lectores tener una visión de conjunto y moverse en múltiples direcciones a partir de un escrito determinado. Las referencias y reconocimientos a los autores concretos deben operar desde el modelo del diálogo abierto y colectivo, no desde el modelo de la propiedad y el ocultamiento en función de reproducir los privilegios de unos cuantos en un establecimiento excluyente.

Para recurrir a una analogía proveniente del mundo de los programas operativos, en las políticas de la circulación del conocimiento antropológico asociadas a los escritos y publicaciones, existen dos grandes modelos: el de Windows y el de Linux. En el modelo de Windows la relación establecida es la de propietario proveedor de un servicio y unos clientes consumidores del mismo. El lugar de propietario opera desde una práctica de ocultamiento de los códigos y las condiciones de posibilidad de desarrollo del programa operativo, que no sólo perpetúa la dependencia absoluta del consumidor, sino que se ampara en un sistema de derechos de propiedad intelectual reforzado por aparatos policivos, de control y de vigilancia. En el modelo de Linux lo que opera es una comunidad de usuarios con códigos abiertos y de público acceso, con el propósito de que a medida que los individuos concretos se apropien de ellos estén en posición de resolver conjuntamente problemas y establecer nuevos desarrollos. Linux supone una relación entre los diferentes individuos con la escritura y el desarrollo de los códigos diametralmente opuesta a la de Windows. Por supuesto, ambos encarnan proyectos políticos y éticos con respecto al conocimiento y los derechos de propiedad intelectual radicalmente diferentes. Windows naturaliza y profundiza una noción del individuo-autor como propietario que reifica una formación social donde los privilegios de unos cuantos son ideológica, militar, política y jurídicamente defendidos por una gama de áulicos de la exclusión. Linux es un modelo que supone una intervención que cuestiona ese universo del sentido común del autor-propietario que encarnan proyectos como Windows.

En los afanes de ocultamiento y limitación de la circulación de "sus" escritos, algunos antropólogos en Colombia reproducen un modelo de conocimiento antropológico semejante al de Windows. Es el autor-propietario quien ofrece un escrito terminado y bajo condiciones de reproducción reguladas a un lector-consumidor. Este consumidor no tiene una opción diferente de la de "pagar" monetaria y simbólicamente por el resultado, lo cual reproduce el establecimiento de privilegios que empodera al autor-propietario. El aparato policivo, de vigilancia y control que se invoca es uno donde las ansiedades de ser "robado" o "plagiado" están en el primer plano. Desde luego, existen algunas diferencias con el modelo de Windows que he usado como analogía. Windows es un autor-corporación de carácter privado, mientras que no pocos de los antropólogos que abogan por el ocultamiento y limitación en la circulación de "sus" escritos han sido formados y/o trabajan en entidades gubernamentales o públicas. Desde la más estrecha lógica de la propiedad privada, ¿no es un contrasentido que unos productos (los autores como antropólogos y sus escritos), pagados total o parcialmente con los impuestos de los colombianos, sean supeditados a los intereses de unos autores-individuos para reproducir sus privilegios?

Seguramente estos antropólogos tienen en mente el sistema universitario y académico estadounidense (en el cual no pocos han realizado sus doctorados), donde esto hace parte del sentido común y donde las publicaciones electrónicas o físicas son objeto de estrictas regulaciones para garantizar que sólo quien debidamente las compre tenga acceso a las mismas. Pero, ¿no es este modelo precisamente una posición política con respecto al conocimiento y a los derechos intelectuales que refleja el proyecto de relación de individuo-sociedad que encarna Estados Unidos (el mismo que defiende ideológica y militarmente su way of living sin importar sus "efectos colaterales" ecológicos, sociales y políticos en el mundo en general)?

Formación antropológica en la era de los postgrados

Luego de terminada la sustentación del trabajo de Darío Prieto en el departamento de antropología de la Universidad de los Andes, realizada en 1996, escuché una argumentación a la que entonces no pude dar crédito de boca de uno de los profesores presentes. Este profesor argumentaba que los trabajos de grado realizados en el pregrado debían eliminarse ya que era pretencioso y errado exigir investigación antropológica a los estudiantes de pregrado. Pretencioso porque sólo en un nivel de postgrado los estudiantes contarían con la "madurez intelectual" y las herramientas para adelantar trabajos investigativos consistentes. Errado porque entre los egresados sólo unos pocos se enfrentaban a una práctica profesional donde debían desarrollar investigaciones, mientras que la gran mayoría continuaba sus estudios de postgrado o sus prácticas profesionales en diferentes entidades estatales y no gubernamentales y buscaba habilidades diferentes a las supuestas en la investigación. De ahí que el enfoque de un programa de formación antropológica que suponía una práctica profesional de investigadores era desfasada con respecto a la realidad del mercado laboral y a las trayectorias de los egresados.

En aquel entonces pensé que esta línea de argumentación no significaba que se fueran a llevar a cabo las transformaciones sugeridas. No obstante, desde entonces, y no sólo en el departamento en cuestión, han aparecido los programas de maestría y se han suprimido o modificado considerablemente los criterios exigidos para los trabajos de grado. Retrospectivamente, entiendo hoy aquella argumentación como una expresión de transformaciones de mayor envergadura en la formación antropológica y en el sistema universitario del país, que incluye tanto a las universidades públicas como privadas7.

No podía dar crédito a lo que escuchaba porque, a mi manera de ver, este diagnóstico se basaba en una equivocada interpretación de la función y contribuciones del trabajo de grado en el nivel de pregrado. En ese momento, un componente sustantivo en mi propio trabajo de pregrado consistía en la revisión de las tesis realizadas sobre la región del Pacífico, con lo cual era una verdad de a puño que gran parte de las contribuciones antropológicas en el área habían sido precisamente realizadas en el contexto de los trabajos de grado. Sólo unas horas antes de salir para la sustentación de Darío Prieto, había terminado de escribir mis fichas en el centro de documentación del Instituto Colombiano de Antropología8 sobre la valiosa tesis de Natalia Otero sobre el compadrazgo entre indígenas y negros en el Chocó. Por tanto, con la más rápida revisión de un catálogo de la biblioteca en las universidades donde se ofrecía el programa o en el entonces ICAN, era empíricamente insostenible que los estudiantes de pregrado no pudieran hacer investigación, ya que, de hecho, durante treinta años lo habían venido haciendo. En términos estrictamente cuantitativos, es significativo el volumen de la investigación antropológica que se corresponde precisamente con estos trabajos de grado. En algunas áreas, incluso sólo se cuenta con la información consignada en trabajos de grado. Por supuesto, cualitativamente hay grandes desigualdades entre los trabajos de grado que se comenzaron a producir desde el final de la década de 1960. Algunos consisten en contribuciones originales y valiosas que se respaldan en un sólido cuerpo de información proveniente del trabajo de campo o de la revisión documental. Otros, en cambio, son menos elaborados y no faltan los trabajos sobre los que uno se pregunta cómo fue que los aprobaron sus jurados y el director. Pero estas variaciones también se encuentran al leer las publicaciones, artículos y libros de antropólogos consagrados y con estudios de doctorado.

Con respecto al desfase entre formar investigadores y las trayectorias y el mercado laboral que enfrentaban los egresados como argumento para transformar el pregrado y eliminar los trabajos de grado o apocar las exigencias sobre los mismos, el problema radica en un error de apreciación. Por supuesto que es acertada la observación de que los egresados de diferentes programas de antropología tienden a ocuparse laboralmente en los distintos organismos del estado o en programas y entidades no gubernamentales, o salen del país a hacer sus doctorados, mientras son relativamente pocos los que directamente se desempeñan en labores asociadas a la investigación9. Sin embargo, el supuesto que subyace en este planteamiento es que el trabajo de grado y la investigación en antropología es un componente que puede estar o no presente sin que se afecte la formación de los antropólogos. En otras palabras, se asume que en tanto un egresado puede desempeñarse como antropólogo en ámbitos distintos al de la investigación, entonces es posible prescindir de la investigación como componente de la formación. Al fin y al cabo, se esgrime, la investigación sería una de las tantas áreas de desempeño de los antropólogos, por lo que exigirla para todos es un abierto desfase.

No obstante, este supuesto es discutible, ya que el punto no es formar investigadores o no, sino si en términos pedagógicos es posible construir una sensibilidad y perspectiva antropológicas sin enfrentarse a lo que significa plantearse una pregunta e intentar contrastarla con el campo, el archivo y la literatura relevantes. Por muchos Argonautas del Pacífico Occidental que se lean, la sensibilidad y perspectiva antropológica no es el resultado de un conocimiento literario no mediado por los avatares e imponderables de la experiencia investigativa. El punto no es que los egresados sean o no investigadores, sino que de hecho son interpelados por el entramado institucional y social como antropólogos. No son pocos a los que se les asignan funciones o tareas que suponen una sensibilidad y perspectiva antropológicas, que sientan y piensen como antropólogos... y ahí el conocimiento literario no ayuda mucho. ¿No existe una responsabilidad ética por parte de un programa que dice formar antropólogos ante este desfase que se presentará en sus egresados, más aún cuando algunos llegan a estar en posiciones de toma de decisiones, supuestamente basadas en su competencia antropológica, que afectan la vida de gente concreta?

Vale insistir en que este movimiento hacia la supresión o apocamiento del trabajo de grado en el proceso de formación de pregrado no es exclusivo del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes. Otros programas, como el de la Universidad Nacional, han seguido caminos semejantes. Igualmente, debe anotarse que las transformaciones de los pregrados y la necesidad de maestrías no responden únicamente a dinámicas intrínsecas de la disciplina, sino que se inscriben en los cambios que se vienen adelantando en el sistema de formación universitaria en Colombia desde mediados de los años noventa y que se corresponden con la prédica neoliberal10. No es este el lugar para examinar las razones estructurales por las cuales este sistema está en proceso de transformación. Me limitaré, en cambio, a considerar uno de los tantos resultados para la antropología: el de bajarle el perfil al pregrado de antropología para encajar los programas de postgrado.

Por bajarle el perfil al pregrado entiendo el apocamiento de las exigencias hacia los estudiantes no sólo en términos de sus trabajos de grado, sino en las expectativas de su formación como antropólogos en este nivel. Esto se materializa al fusionar a los estudiantes de antropología en cursos generales durante el primer y segundo año de formación, en los que confluyen estudiantes de las más diversas carreras, para que sólo en los dos últimos reciban rápidas pinceladas de los problemas, teorías y metodologías disciplinarias. A esto se le suma un mayor control y demanda para que los estudiantes completen el ciclo de clases en un período estipulado. Ante las transformaciones de estos programas, sus egresados de hoy cuentan con muchas menos herramientas, comprensión y experiencia del oficio del antropólogo que los egresados de antes. El corolario consiste en la opción del postgrado, en el cual se completaría y consolidaría esta formación. En este sentido, el postgrado sería la respuesta a un problema en gran parte creado para legitimar su existencia.

En varios aspectos, estas transformaciones se inspiran en modelos como el estadounidense, donde la formación disciplinaria se realiza en los postgrados, puesto que el pregrado es un momento general de exploración de las diferentes disciplinas en el cual se espera que los estudiantes encuentren su "vocación" profesional. Nadie con una concentración (major) en antropología se considera a sí mismo o es considerado, en términos laborales, un antropólogo. Para serlo se requiere estudiar un doctorado. En Colombia muchas cosas son distintas y, de ahí, el desfase de pretender inspirarse en ese tipo de modelos para adelantar las transformaciones de los pregrados y su concatenación con los postgrados. Como ya se anotó, institucional y socialmente los egresados de los pregrados son interpelados como antropólogos en el país y sus prácticas laborales suponen competencias antropológicas que ya no poseen como resultado de bajarle el perfil a los pregrados. Otra diferencia es el monto de recursos académicos y económicos destinados a la formación doctoral. En Estados Unidos, los postgrados funcionan con financiamiento directo o indirecto a través de becas o asistencias de investigación o enseñanza para sus estudiantes. Las bibliotecas son entidades con recursos bibliográficos significativos, numerosas son las bases de datos y amplio el acceso físico y electrónico a las revistas académicas. El cuerpo de profesores está enfocado a la investigación y sus esfuerzos de formación se dirigen al postgrado con máximo dos seminarios por semestre. En Colombia la introducción de los postgrados en la formación antropológica no se corresponde con un incremento sustantivo en recursos financieros y académicos, lo que da la impresión de que las maestrías son simples extensiones para unos pregrados apocados de antemano. El resultado es que la formación antropológica en el país se elitiza aún más respecto a diez o veinte años atrás, puesto que para acceder a una formación profesional más o menos del nivel que se tenía en aquella época, ahora los estudiantes deben asumir los costos de un postgrado. ¿Cuáles son las políticas y el impacto de este tipo de transformaciones? ¿No es posible pensar en un modelo propio de formación de postgrados sin que esto signifique sacrificar la calidad de los pregrados? Y, en últimas, ¿quién se beneficia y qué está en juego con estas transformaciones?

Debo ser enfático en que no estoy en contra de que se establezca una formación de postgrados en el país. Tampoco busco evocar la nostalgia por una "edad dorada" a la que habría que regresar y mantener a toda costa. Al contrario, considero que la formación de postgrado en antropología en Colombia es indispensable y que este es el momento para llevarla a cabo. Mi cuestiona-miento radica más en cómo se desconoce el potencial y la especificidad del sistema universitario desarrollado durante décadas, desde el cual se han hecho el grueso de los aportes al estudio antropológico en Colombia en aras de lo que aparece más como un afán de abrir programas de postgrados y emular otros sistemas, sin consideración de sus anclajes institucionales y sus implicaciones. A mi manera de ver, en Colombia los postgrados en antropología deberían pensarse desde la consolidación de la especificidad de los pregrados en el país, no desde lo que se podría denominar una mediocretización forzada. Quienes egresaron de los anteriores programas y luego fueron a estudiar sus postgrados en lugares como Estados Unidos, saben por experiencia propia la ventaja que tienen con respecto a sus compañeros en cuanto al conocimiento de la historia, las teorías clásicas, las metodologías y el trabajo de campo. Es precisamente la igualación por lo bajo, sin considerar las diferentes condiciones del sistema universitario y profesional, lo que me parece problemático, más aún cuando los reformadores no igualan por lo alto los programas de postgrado con recursos y oportunidades concretas que tiendan hacia su democratización.

Diseñar y consolidar programas de postgrado de antropología en Colombia que se inspiren más en la democratización que en la profundización de la elitización de la práctica antropológica, pasa por comprender las diferencias y especificidades de la antropología en el país en relación con las antropologías metropolitanas o centrales. No es suficiente con establecer copias diletantes desde un afán mimético derivado del deseo de ser-como-el-amo -para utilizar una interesante conceptualización de Carlos Alberto Uribe (1997)-, a partir de una equivocada lectura de lo que aparece como "internacionalización" o "globalización" que toma por sentada la prédica neoliberal.

En un reciente artículo, François Correa (2005) examina las condiciones de ejercicio, orientación y "capitalización" de los resultados de los antropólogos extranjeros que hacen trabajo de campo en Colombia, en contraste con las condiciones que han constituido la práctica de los antropólogos del país. Como lo ilustra Correa en su artículo, no es sólo que los antropólogos extranjeros cuenten con financiaciones que pocos antropólogos del país pueden darse el lujo de obtener,11 sino que además, los antropólogos extranjeros (o quienes siendo colombianos ocupan su lugar) responden a unas demandas disciplinarias y a unas comunidades académicas donde el ejercicio consiste principalmente en contrastar, sobre el terreno (en cualquier parte del mundo), las elaboraciones teóricas en proceso que interpelan esas comunidades para, en una agenda y ritmos previamente establecidos, producir como resultados disertaciones, libros o artículos que serán publicados siguiendo las líneas de argumentación, los estilos y los formatos de los establecimientos antropológicos de los que proceden. En este sentido, la antropología de los extranjeros hecha en Colombia se refiere predominantemente a unas condiciones de ejercicio y a un lugar definidos por sus contribuciones académicas al campo disciplinario12.

En contraste, además de los impases mencionados en la financiación que deben enfrentar los antropólogos nacionales en sus labores investigativas en el plano del trabajo de grado en el profesional, François Correa anota que:

    El ejercicio de la antropología en Colombia ha estado signado no sólo por las orientaciones de la disciplina, que últimamente ha promovido la ampliación hacia nuevos objetos de atención, como los de la antropología en las ciudades, los movimientos sociales, de género y raza, y, por supuesto, de la guerra y sus efectos, sino por el entendimiento del lugar que ocupan las comunidades locales en el contexto nacional, y éste, en su articulación internacional. La posición del antropólogo no depende meramente de la ubicuidad de la disciplina que compromete resultados para la ciencia, sino que sus afirmaciones involucran asuntos sociales, culturales y políticos. Su ejercicio involucra resultados académicos y sociales, de investigación y profesión, que comprometen su propia relación con la comunidad en la que trabaja. El antropólogo nacional no sólo está obligado a poner a prueba sus resultados en el exclusivo campo académico; depende de su comunicación con otras experiencias teórico-prácticas, y, sobre todo, de los efectos de su discurso y de las implicaciones de su conocimiento (2005: 117; énfasis agregado).

Estas diferencias en lo que podríamos denominar, tomando un término elaborado por Mignolo (2000), "locus de enunciación" de los antropólogos extranjeros y nacionales han sido igualmente subrayadas por diferentes autores13. Myriam Jimeno (2000 y 2005) ha indicado esta diferencia en términos de la situación de co-ciudadanía de los antropólogos en Colombia en particular y en América Latina en general con respecto a los grupos humanos con los cuales trabajan. En este sentido, "[...] la construcción de conocimiento antropológico se realiza en condiciones donde el Otro es parte constitutiva y problemática del sí mismo, y ello implica un esfuerzo peculiar de conceptualización y modifica la relación del antropólogo con su propio quehacer" (Jimeno, 2005: 46). Esto se traduce en una relación donde la producción de conocimiento antropológico se encuentra estrechamente ligada a una intervención política, ya que "[... ] los sectores estudiados no son entendidos como mundos exóticos, aislados, lejanos o fríos, sino como copartícipes en la construcción de nación y democracia en estos países" (Jimeno, 2005: 46)14.

En este locus de enunciación, donde el ejercicio de la antropología no puede dejar de ser político, uno debe preguntarse no sólo por el lugar de los programas de postgrado en el país como se vienen adelantando, sino también por el paulatino cerramiento de condiciones de ejercicio profesional de quien, por los más diversos motivos, no pueda o no quiera realizar un postgrado. Como ya lo he mencionado, socavar los pregrados existentes en el país en un afán por aparecer con programas de postgrado constituye un error de cálculo en el potencial y especificidad de la antropología en Colombia. Más aún cuando estos programas de postgrado tienden a plegarse sin mayor crítica a los mecanismos de normalización y gubernamentalización que rigen las antropologías dominantes15. Quitarles herramientas conceptuales y metodológicas, así como suprimir o apocar las experiencias investigativas asociadas a los trabajos de grado en nombre de que es en los postgrados donde se puede legítimamente acceder a éstas, es empobrecer artificialmente un ejercicio profesional que muchos (y en particular quienes no tienen cómo pagar esos programas de postgrado) han enfrentado productivamente haciendo en gran parte lo que hoy es la antropología en Colombia y adelantando los procesos de articulación social y política que han definido sus mejores logros.

El lugar de los postgrados en antropología en el país debería imaginarse por fuera de los modelos establecidos en sistemas universitarios que no poseen la riqueza y densidad de los pregrados que nosotros hemos desarrollado, ojalá por fuera de las constricciones temporales y económicas que impone la universidad-negocio, más en función de apuntalar un colegaje y de profundizar la diversidad de las experiencias y trayectorias adquiridas, con un interés por la democratización de la antropología y con una clara intención de revertir los privilegios de unos pocos en las condiciones de conversabilidad e intervención en la comunidad antropológica en el país.

Franz Flórez, en una de esas sátiras que lo caracterizan, decía que en la antropología en Colombia operaba cada vez más una "cultura del tugurio" porque se había llenado de cartones. Nos hemos llenado de antropólogos con cartones, algunos de prestigiosas universidades extranjeras que se ponen furibundos si la institución pública en la que trabajan y que ha pagado en parte sus estudios los incluye en un programa de formación doctoral asociado a una universidad pública, porque "están utilizando sin su consentimiento sus títulos" o porque no está claro "cuánto les van a pagar". Una pequeña aristocracia antropológica se supone con el natural derecho de regir los criterios de calidad y las condiciones de ejercicio de la antropología en el país. Pero más que la pobreza económica, la violencia y la exclusión estructural que empuja a construir los verdaderos tugurios, pareciera que en aquella aristocracia no faltasen quienes se empeñan en hacer miserables a los pregrados.


Comentarios

1. El autor se enfoca en la investigación sobre poblaciones afrodescendientes, teoría social contemporánea y hegemonización/subalternización de las antropologías del mundo. Sus más recientes libros son: Políticas de la teoría y dilemas en los estudios de las colombias negras (Editorial Universidad del Cauca, Colección Políticas de la Alteridad, 2005) y Teorías contemporáneas de la etnicidad: Stuart Hall y Michel Foucault (Editorial Universidad del Cauca, Colección Jigra de Letras, 2004). Agradezco las innumerables conversaciones que, sobre algunos puntos tratados en este artículo, he sostenido con Carlos Andrés Barragán, así como sus comentarios a un borrador del mismo. Igualmente, debo agradecer a Arturo Escobar y Mauricio Pardo por las críticas y sugerencias que sobre algunas de estas ideas han surgido en medio de innumerables discusiones. Finalmente, agradezco los comentarios de los evaluadores de la revista Antípoda por las precisiones que sobre mi argumentación sugirieron. Por supuesto, esto no significa que haya que endosarle a nadie diferente mi responsabilidad por el contenido y afirmaciones de este artículo, pues no son pocos los puntos e inflexiones que mis interlocutores no comparten.

2. Me centraré en lo escrito. Los textos orales como presentaciones, entrevistas, ponencias, conceptos, etc., ameritan un análisis en sus propios términos, aunque en algunos aspectos a ellos apliquen los planteamientos que se hacen para lo escrito.

3. Ejercicio adelantado por Foucault (1984).

4. Las citas y referencias son una de las más interesantes vetas de examen en las políticas de producción, distribución y consumo de la autoridad y autorización de un autor o una obra. De ahí que a este ámbito pueda denominársele "economía política de las citas", forzando quizás la analogía para pensar en diferentes "modos de producción", desde los abiertamente coloniales hasta unos que materializarían el imaginario de las más abruptas robinsonadas. Para una divertida y penetrante crítica de diversas prácticas sobre las citas en académicos y literatos, véase a Zaid (2003).

5. Con "elitización" no quiero simplemente afirmar que la antropología es un conocimiento elitista (lo cual ha sido cierto desde su constitución y a pesar de que en gran parte éste se ha hecho a nombre de la "alteridad subalterna" o de las articulaciones en los países periféricos que han intentado, con mayor o menor éxito, revertir su carácter elitista), sino que los mecanismos de reproducción del actual establecimiento antropológico en el mundo en general y en los países periféricos en particular va cada vez más de la mano de la consolidación de una meritocracia donde unos pocos individuos son privilegiados en términos laborales, y también en relación con el acceso a recursos intelectuales y las posibilidades de intervención y de visibilidad.

6. Además, es relevante anotar que esta actitud frente a los escritos se entronca con el lugar que ocupa el curriculum vitae en el posicionamiento académico y laboral de los individuos. El sociólogo español Jesús Ibáñez escribió al respecto: "Para acceder a un puesto académico se contabilizan extensiva o cuantitativamente los méritos del candidato o postulante. De ahí que su actividad se oriente, en la mayoría de los casos, a acumular méritos, a acumular valor de cambio dejando de lado el valor de uso. El único texto que cuenta es el "curriculum", que no registra la peripecia profesional, sino que la simula. Los imperativos del negocio imponen una inflación: para acumular méritos y/o tener mercancías para vender interesan productos en cantidad y no producciones en calidad. Lo que cuenta es decir y no el tener qué decir" (1985: 69).

7. Es relevante no perder de vista dos asuntos que matizan estos planteamientos. De un lado, que no todos los programas han renunciado al trabajo de grado, como por ejemplo la Universidad del Cauca. Algunos programas mas recientes, incluso, lo consideran central como en la Universidad Javeriana o la Universidad del Magdalena. De otro lado, en otros programas, como en la Universidad Nacional, estas transformaciones en el trabajo de grado responden en gran parte a demandas de reestructuración de la universidad en su conjunto, a veces en contra de lo que algunos profesores en concreto consideran sobre la relevancia del trabajo de grado en el proceso de formación.

8. En 1999, el antiguo Instituto Colombiano de Antropología (ICAN) se fusionó con el Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, dando origen al actual Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH).

9. Todavía está por hacerse un estudio etnográfico de los mecanismos concretos que hacen que los egresados de las diferentes universidades del país tiendan a inscribirse laboralmente de forma diferencial. En términos generales, las diferencias de clase social de estudiantes y profesores dan cuenta de algunos aspectos, pero tales mecanismos no se reducen a la posición de clase. Además, debe considerarse cómo ha variado históricamente la composición social de estudiantes y profesores en las distintas universidades de las ciudades donde se ofrece el programa.

10. Es sabido que las categorías desde las cuales pensamos constituyen principios de inteligibilidad pero también de intervención sobre el mundo. Las prédicas neoliberales de la globalización, que se derivan de la "vulgata planetaria" (Bourdieu y Wacquant, 1999) o del "globalototalitarismo" (Trouillot, 2003) y se enmascaran en enunciados como los de la "eficiencia" o la "internacionalización", vienen impactando cada vez más el sistema universitario en Colombia en general y la práctica antropológica en particular. Uno de los aspectos donde este impacto se impone con mayor fuerza es en el posicionamiento de un conjunto de criterios e indicadores de "calidad" que se imponen en la evaluación del desempeño de los individuos, de las entidades o de las publicaciones. Antes que unos criterios e indicadores neutrales que apuntan a garantizar el posicionamiento de la comunidad científica nacional en el concierto global (como es cándidamente sustentado desde la prédica neoliberal), lo que está en juego es la profundización de la hegemonía de los establecimientos académicos de ciertos centros metropolitanos en el mundo mediante mecanismos de normalización y gubernamentalización de los establecimientos periféricos.

11. Con la excepción de quienes, entre los antropólogos nacionales, ocupen el lugar del antropólogo extranjero; esto es que, como estudiantes de doctorado o como académicos inscritos en los establecimientos antropológicos metropolitanos, accedan a esos recursos y que, por tanto, responden a las lógicas y condiciones de esos establecimientos.

12. Estas diferentes condiciones se expresan igualmente en las trayectorias profesionales de quienes adelantan sus trabajos de grado: "Mientras que, en la mayoría de los casos, doctorantes extranjeros terminan vinculados a las escuelas o entidades que respaldan la realización de trabajo de campo, los pregraduados colombianos tienden al ejercicio profesional que, en su mayoría, depende del Estado, eventualmente de entidades privadas, organizaciones no gubernamentales y, en contadas ocasiones, de proyectos socioculturales autónomos" (Correa, 2005: 111).

13. Sobre la antropología militante en Colombia, véase Barragán (2005).

14. Esta relación entre el antropólogo y la construcción de la nación como una especificidad del ejercicio profesional, ha sido igualmente indicada por Stocking (1982) en su distinción entre antropologías orientadas a la construcción de imperio versus antropologías orientadas hacia la construcción de nación. En el contexto latinoamericano, Cardoso de Oliveira (2004 [1993], 1999/2000) ha realizado una observación semejante con sus categorías de "estilos de antropología" y antropologías periféricas versus antropologías metropolitanas.

15. Para una discusión de estos mecanismos, véase Restrepo y Escobar (2005).


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