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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versión impresa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.2 Bogotá ene./jun. 2006

 

EL "SIN ALIVIO" DE LA ANTROPOLOGÍA1

Fabián Sanabria-Sánchez2

Profesor Asociado, Departamento de Sociología Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá) fsanabria@unal.edu.co


RESUMEN

Considerando el balance teórico de la escuela post-estructuralista francesa respecto a las recomposiciones sociales del creer en el mundo contemporáneo, el texto busca problematizar aquello que ha sido, desde hace varias décadas, la illusio del antropólogo: viajar para tratar de dar cuenta de los modos de sentir, pensar y actuar de "otros seres humanos" que, desafortunadamente, parecieran estar bastante lejos de los esquemas descriptivos que desde la disciplina se han construido con el fin de describir las simbologías y representaciones territoriales que los demás hacen de sí mismos y de sus propios sistemas cosmológicos. En realidad, ante el imposible ocultamiento de las figuras del exceso (de tiempos, espacios y referencias individuales) que aceleran desesperadamente el movimiento en las sociedades actuales, una demanda ética surge como principio del nuevo trabajo etnológico para describir y prescribir mejor el hábitat y la apropiación simbólica del territorio: es necesario re-pensar, a partir de "una antropología de la antropología de los demás", las relaciones posibles entre decir y hacer; creer y poder hoy.

PALABRAS CLAVE

Sobremodernidad, antropología contemporánea, no-lugares del conocimiento, epistemología, etnografías de la soledad, quehacer etnográfico.


ABSTRACT

Considering the theoretical balance of the French Post-structuralist school as to the social recompositions of beliefs in the contemporary world, this text explores the anthropologist's illusio: to travel around the world in order to describe the ways of feeling, thinking and acting of "other human beings" who, unfortunately, seem distant from the descriptive schemes of the discipline that, from its beginnings, describes the symbology of territorial representations and cosmological systems. Actually, due to the impossibility of hiding excess figures (of times, spaces and individual references) that desperately accelerate the movement of present day societies, a new ethic enquiry appears in order to better describe and prescribe the habitat and the symbolic appropriation of territory: it is necessary to re-think today's possible relations between what is said and what is done, what is believed and what can be done from "an anthropology of the anthropology of the others" perspective.

 KEY WORDS

Supermodernity, contemporary anthropology, non-places of knowledge, epistemology, ethnographies of loneliness, ethnographic work.


Quand disparaît une croyance, il lui survit, et de plus en plus vivace, pour masquer le manque de la puissance que nous avons perdue de donner de la réalité à des choses nouvelles, un attachement fétichiste aux anciennes qu'elle avait animées, comme si c'était en elles et non en nous que le divin résidait et si notre incrédulité actuelle avait une cause contingente, la mort des Dieux 3.

Marcel Proust, "Du côté de chez Swann" A la recherche du temps perdu l.

I

HABLAR DEL "sin-alivio" de la antropología implica un presupuesto ético como consideración inicial. Porque más que el "sin-alivio" en el sentido higiénico o del goce que puede propiciar el oficio de antropólogo, quisiera referirme al "sin-alivio" en el sentido de su no justificación, o de la posible justificación a partir de su no justificación. Dicho de otra manera, quiero hablar ante todo del interés, es decir, de la illusio del antropólogo; interés no completamente economicista, sino en tanto motor de un cierto quehacer científico, aquello que hace que los antropólogos invirtamos y sigamos invirtiendo en este "juego".

En los padres fundadores de la disciplina, exploradores y viajeros patrocinados por los gobiernos que tenían colonias (en particular el imperio inglés, el francés y el alemán), en diversas regiones de Asia y África, existía ya el compromiso deliberado de "conocer al otro". Esos gobiernos se asesoraron por académicos prestigiosos provenientes de las ciencias naturales en general; académicos que se convertirían en los "grandes exploradores" de los siglos xviii y xix, quienes trataron de entender los modos de sentir, pensar y actuar de los grupos que ya habían conquistado y que sus gobiernos debían colonizar. Es así como la antropología surge bajo la empresa colonial y el principio de conocer al otro ha estado comprometido y aún sigue dependiendo de intereses coloniales.

En el siglo xvi, cuando vinieron los españoles a América, puede decirse que los primeros misioneros, encargados de inculturar el evangelio -aunque ese concepto es posterior- a los aborígenes, fueron los primeros etnólogos, porque se vieron en la obligación de formular hipótesis de trabajo acerca del origen de esos otros humanos. Como los europeos se creían los únicos pobladores del planeta y juzgaban tener la verdad, proveniente de la tradición judeo-cristiana, ¿cómo explicar que esos nativos también pertenecían a la misma condición, al mismo linaje humano? De suerte que los primeros evangelizado-res, igual que los colonos posteriores, ingleses, franceses y alemanes, trataron de dar explicaciones de la evolución de esas poblaciones, de esos individuos. De tal manera, los misioneros que llegaron a América en el siglo xvi sirvieron de mediadores, hasta cierto punto, entre la corona española y las comunidades indígenas americanas. Un papel similar cumplieron los exploradores ingleses, franceses y alemanes con respecto a sus respectivas coronas.

Hay debates célebres que, para el caso americano, vale la pena recordar. Uno de ellos es la discusión entre fray Bartolomé de las Casas y Motolinía acerca de la "naturaleza del indio americano", de la necesidad de esclavizarlo o no, si se debía evangelizar o no por la fuerza: esas fueron preguntas fundamentalmente etnológicas. Y la labor de conocimiento del otro favoreció, sin duda alguna, la empresa colonial. Luego, el origen de la antropología parte -si se me permite- de una cuna que tuvo complicidades con el poder. Es por ahí que empiezan los intereses -bastante ocultos para algunos etnólogos- de la antropología por los otros. Las preguntas epistemológicas primordiales deben seguir siendo entonces: ¿de dónde surge el interés etnológico por el otro? ¿Acaso ese interés no lleva implícita una relación de dominación cuando se está en una posición de superioridad, y de subversión cuando se está en una posición de inferioridad? O, ¿hay una "gratuidad" en el interés por el otro, en cuanto a que aquello que realiza la antropología busca calificarse de "puramente científico" -como otros suelen tener intereses "puramente humanitarios" al realizar "obras buenas"-? Y, ¿es que se puede ser tan purista en antropología? Todos esos interrogantes permiten diseñar el campo del interés etnológico propiamente dicho, o lo que, siguiendo a Bourdieu, llamaríamos la illusio del antropólogo. Si se profesa una cierta "fe positivista" en el campo científico de la antropología, en el cual se busca investigar al otro para dar cuenta de él, se puede pasar por alto que lo que se produce al dar cuenta del otro puede ser utilizado por cualquiera, y puede ser usado para dominarlo. Más aún, en el interés de conocer al otro se puede estar dominando. ¿Qué tanto se ha confesado esto la antropología?

Ahí se encuentran los primeros indicios del "sin-alivio" o, mejor, de la no justificación de la empresa etnológica. Recurriendo al presupuesto ético inicial, ¿vale la pena conocer al otro para subyugarlo si finalmente, en alguna medida, comprender al otro es poder y, por tanto, puede implicar dominación? Claro, se dirá que el interés por el otro está motivado por razones filantrópicas, que se conoce al otro para "ayudarlo a evolucionar", para que alcance el mismo grado de "civilización" que yo tengo; pero si yo "ayudo" al otro quiere decir, en alguna medida, que yo soy "superior" al otro, pues en realidad no estamos en "igualdad de condiciones". Seguramente muchos misioneros del siglo xvi eran hombres de buena voluntad que trataron de salvar a los indios y a los negros -hay algunos santos canonizados a causa de la evangelización americana-. Pero, ¿cómo renunciar a la "soberanía", a lo que hace que el antropólogo tenga el "poder de describir y prescribir" cuando se interesa por el otro?

Se trata de aceptar la fragilidad de una práctica científica, de abandonar las máscaras orgullosas e hipócritas de un poder que ya no se tiene; de renunciar a la satisfacción y a la tentación de "hacer el bien" por medio del conocimiento científico. El problema no consiste en saber si será posible restaurar la empresa etnológica según las reglas de restauración y de depuración de todas las empresas. La única cuestión que vale es ésta: ¿habrá etnólogos suficientemente humildes para querer buscar aperturas teóricas cotidianas, errantes, mestizas, comunes?

II

Es necesario hacer una segunda consideración cuando se enfrenta la "dialéctica entre lo lejano y lo cercano". ¿Es más fácil interesarse por el otro lejano que por el otro cercano? Curiosamente la antropología nació interesándose sobre todo por el otro lejano. Existía una especie de psicología antes de que apareciera la etnología comparada, y la teología precedió ambas apariciones. Se utilizaba un procedimiento narrativo muy similar al de los viajeros para estudiar al otro lejano: contar cómo vivían, cómo se relacionaban con el medio ambiente, cómo se aseaban, cómo se vestían, cómo comían, cómo trabajaban la tierra, cómo establecían jerarquías, cómo regulaban sus relaciones de parentesco, quién gobernaba, cómo se explicaban sus orígenes, qué tan desarrollada era la lengua que hablaban esos otros seres humanos lejanos, etc., en tanto procedimientos metodológicos llevados a cabo por los primeros exploradores fungiendo de antropólogos. Pero si bien el etnólogo partió de su poder para conocer al otro, ahora el otro hace volver al etnólogo sobre sí mismo -aunque no nos demos cuenta-, en la medida en que el otro lejano hoy nos es cercano. La antropología ha hecho un recorrido que comienza con visitas a los lugares más apartados de la Tierra, nació con los exploradores, esos seres que tal vez no encontraban tan interesantes a sus semejantes, y hoy se ve obligada a reconocer que problemas similares a los que se plantearon con esos otros lejanos se pueden plantear con los otros cercanos, los de aquí y ahora, con sus contemporáneos. De modo que la antropología actual marca como petición de principio para aproximarse al otro el hacerse contemporáneo con el otro, así nos encontremos muy lejos, así hablemos otra lengua o nos vistamos distinto, etc.; hay una suerte de exigencia de contemporaneidad fundamental para poder mirar al otro hoy. Quizá con ese principio -si los filósofos me permiten emplear el término kierkegaardia-no- de contemporaneidad, se busca eliminar las distancias políticas, económicas, sociales y culturales que pueden llegar a ser abismales. Pero es más que todo un ejercicio metodológico, dado que la contemporaneidad antropológica no presume que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...", sino que trata de situarnos simplemente en un mismo nivel: a escala planetaria. Aunque el otro viva distinto, se relacione con el entorno de formas des-semejantes, crea, se bañe, se vista, se case no de la misma forma, hable otra lengua, establezca jerarquías y gobierne o sea gobernado diferente, finalmente vive, se relaciona con el medio ambiente, se asea, come, se viste, se casa, etc.; y, es en ese mínimo, en que el otro lejano es cercano y donde se establece la contemporaneidad. Y cuando evidenciamos esas diferencias se refleja el desconocimiento que tiene el antropólogo de sí mismo: "¿cómo vivo, cómo creo, cómo me alimento, cómo me visto, cómo me gobierno yo?". A lo largo de los siglos, la mirada del otro ha interpelado al etnólogo y lo ha hecho volver -sin darse cuenta- sobre sí mismo, sobre sus modos de sentir, pensar y actuar en su propia sociedad. Ahora bien, ante la paradoja de que el objeto de estudio era el otro lejano, y resulta que ese otro hizo fijar al antropólogo en sí mismo, cabe la pregunta: ¿la antropología se ha sociologizado?

Un punto capital es la relación que hoy día se puede establecer entre las nociones de cuerpo-hábitat/habitus-campo con creer-decir/poder-hacer. Existe una distancia y una relación -a veces proporcionada, a veces desproporcionada- entre el cuerpo de los otros, y cómo y dónde lo habitan. En ese sentido, hay una cuestión que le interesa a este simposio y es a ese interrogante al que quiero apuntar con este texto: la pregunta por el territorio. Dicho de otra manera, sería la pregunta por el hábitat y por el habitus o, si se quiere, por el dónde se pone el cuerpo y qué se pone en él. Generalmente se olvida dónde se ubica el cuerpo, al tiempo que se es inconsciente de qué se pone en él. De la misma manera es posible decir sin saber las creencias o creer los decires sin que ello implique el poder para hacer. En efecto, se puede hacer una cosa distinta de lo que se cree o lo que se dice. Dicho de otra manera, si actualizamos las "reglas del método sociológico" que siguen siendo válidas para nuestra disciplina, no basta con tratar a los hechos sociales como cosas sino como relaciones que escapan a la conciencia y a la voluntad de quienes las realizan, porque los agentes sociales no saben completamente lo que hacen y es por ello que hacen más de lo que dicen que hacen... En esa dirección, ¿qué podremos decir del quehacer habitual vuelto trayecto epistemológico del etnólogo?

III

Aunque las confesiones son aburridas y, especialmente en el campo científico suelen ser "tabú" porque en alguna medida buscan "revelar los secretos de la tribu", por razones de mi formación pertenezco a una antropología que, siendo estructuralista, tiende a romper con el estructuralismo, basándose en él mismo -dado que sólo se puede salir de un campo si se entró en algún momento en ese campo-. En efecto, la "antropología de los mundos contemporáneos", que durante los últimos años ha liderado Marc Augé en l'École des Hautes Études en Sciences Sociales, es un intento de, una vez introducidos en el estructuralismo, querer salir de él. Querer salir de él porque nos hemos dado cuenta de que "el reflejo del otro nos ha obligado a volver sobre nos-otros". La trayectoria de Marc Augé ha sido la trayectoria de los etnólogos clásicos que se fueron a lugares apartados y a tribus remotas, hicieron lo que hacían los exploradores del siglo xix y después se sintieron interpelados por la mirada de esos otros lejanos, lo cual los condujo a la tarea de elaborar etnografías de sus propias sociedades, a deambular por el metro, a objetivar los centros comerciales, las elecciones presidenciales, los medios de comunicación, los sitios de peregrinaje como "El puente del Alma" (lugar de la trágica muerte de Lady Di). En mi caso, para graduarme de antropólogo, hice una monografía cercana a las exigencias "clásicas". Sin embargo, podría decir que ingresé en esta disciplina "de regreso", en la vuelta a lo cercano, al punto que mi interés no se encuentra tanto en el trabajo con campesinos, negros (ciertos colegas hablan de "afro-americanos") o grupos indígenas, que es donde la antropología social colombiana ha concentrado su trabajo etnográfico. Mi interés está en lo urbano y no exclusivamente por culpa de la guerra civil, sino tal vez gracias a un texto que está por escribirse: La guerra de las creencias.

Es un poco injusto e ingrato el hecho de que los hijos desprecien la casa de sus padres porque han encontrado "algo mejor". Algo similar ocurre con las adquisiciones intelectuales. Con desconcierto mis maestros de antropología comienzan a ver la vuelta y a darse cuenta de que probablemente el trabajo con campesinos, negros e indígenas, está quedando relegado a unos pocos. La reticencia a trabajar con dichos grupos demostrada por las nuevas generaciones proviene -repito: más acá de la guerra- acaso del desconocimiento o, mejor, del no-reconocimiento de la labor etnológica de nuestros maestros. El peligro de esa ingratitud, de esa falta de reconocimiento, puede conducir a que los nuevos antropólogos despreciemos las condiciones que hicieron posibles nuestros trabajos urbanos: esos trabajos etnológicos con grupos "tradicionales". Así, en antropología el peor error sería despreciar el método etnográfico porque hemos encontrado "nuevos objetos"; el hecho de que cambien los objetos no quiere decir que las técnicas propias no sean una gran adquisición de la disciplina (describir un rito, transcribir un mito, analizar quién se casa con quién, cómo se trabaja, cómo se siembra y cosecha, etc.); no implica, en absoluto, que todo eso esté superado para entender la vuelta sobre el mismo, es decir, para aproximarse a los nuevos objetos de estudio. Dicho de otra manera, renunciar a los métodos de la antropología sería renunciar a la disciplina misma. Las nuevas generaciones estamos en la obligación de reconocer la labor de nuestros maestros, así como la de los padres fundadores de la disciplina, absteniéndonos de decir, de manera olímpica, "Lévi-Strauss está superado" o "Malinowski, Brown y Pritchard ya no sirven". Es preciso sacudir semejante torpeza porque es a partir de los clásicos que podemos basarnos para concretar los objetos del presente. Aceptar la deuda con los clásicos implica una ruptura con el punto de vista escolástico de una cierta "antropología actual" que, pese a reconocer su vuelta hacia lo urbano, lo global, lo que ya es cercano, oculta que ese cambio de dirección se dio gracias a quienes fueron a comunidades remotas y lugares apartados e implementaron, al tiempo que lo iban construyendo, el método etnográfico.

Existe una bipolaridad entre el interés de nuestros maestros y el de las nuevas generaciones de antropólogos. Mientras que el maestro conserva vasijas y tejidos de sus viajes, el interés del antropólogo de la "nueva generación" -tal vez debería decirse de la "nueva era"- podría fluctuar entre una pasión desaforada por el internet, la fotografía digital o la última Macintosh. En el peor de los casos, los "tiestos y trapos" le pueden resultar superfluos al joven. Hay en tal situación un desconocimiento atroz de la labor de los predecesores. Parece como si se pasara por alto que gracias a esos tiestos y trapos -ruego no se me censure por ser tan crudo- es que ahora nos encontramos comodísimos con el mouse viendo las últimas fotografías de la National Geographic Society. Si los padres fundadores y nuestros maestros se percataran de esa actitud que es constante aunque inconsciente, sentirían lo que yo llamo el "sin-alivio" de la antropología: "Tanto sacrificio y tanto esfuerzo, ¿para qué?". Mientras nosotros nos entusiasmamos cada vez más con las disoluciones urbanas, el terreno parece ser desplazado y, por tanto, las disposiciones clásicas dan la impresión de "aburrir" al nuevo antropólogo. ¿Ocurre acaso que las disposiciones clásicas han sido desvirtuadas por las "nuevas generaciones"?

El problema del joven etnólogo consiste en que, tal vez sin darse cuenta, recicla las teorías de los clásicos, hace bricolages y braconages, a lo sumo agrupa elementos, pero no inventa nada nuevo. Somos más que todo "mostradores"; incluso la capacidad descriptiva la hemos perdido porque hemos perdido la capacidad de observación. Se transcribe, se corta y se pega, y de eso salen los textos que muy pronto serán publicados. Ahora bien, ¿será que la nueva generación de antropólogos, para muchos postmoderna -categoría que requiere un mínimo análisis-, se da cuenta de su "sin-alivio" antropológico en el ejercicio del oficio? O, ¿que ese "sin-alivio" es simplemente "aburrimiento"? Lo cierto es que el joven no experimenta todavía el mismo "sin-alivio" que embarga a los maestros.

La illusio del antropólogo por mucho tiempo, como ya se ha dicho, fue viajar muy lejos para aproximarse a otro al que eventualmente podía estudiar, conocer, describir... y ahora que, cuando se viaja tanto, paradójicamente el viaje se ha vuelto "imposible", ¿dónde quedó la illusio? Esta pregunta permite introducir un interrogante metodológico fundamental: ¿cómo viajar cuando ya está claro que no se puede viajar, puesto que se va a cualquier sitio y se encuentran cosas muy parecidas, y en esa homogenización el otro se escapa y caemos en cuenta de que los clásicos, aunque observaron y describieron, no alcanzaron a conocer suficientemente a ese otro del que elaboraron simples rasgos? La antropología, no obstante, insiste en el recorrido, en el trayecto. Los etnólogos debutantes decimos, "yo fui a tal parte, pero no fui a los lugares turísticos, fui a los lugares donde nadie va", y resulta que esos lugares eran más que turísticos; cuando uno observa con cuidado, se da cuenta de que esa es una clase de turismo disfrazado: de pronto allí no van los turistas convencionales, los de caravana, pero van ciertos "especialistas" que, igual, son turistas. Entonces el novicio antropólogo también experimenta, a su manera, un cierto "sin-alivio".

IV

Pese a haber hecho una digresión acerca del oficio de antropólogo, sigue presente la pregunta por las parejas cuerpo-hábitat/habitus-campo y creer-decir/poder-hacer. Lo que trato de señalar es que el antropólogo se siente interpelado por la manera como el otro habita su cuerpo y como está habitado por lo que lo habita en un espacio social dado. El antropólogo sabe imposible la labor de aprehender al otro, siente el "sin-alivio", y eso, a su vez, modifica el cuerpo y el habitus del antropólogo. Es decir, el hábitat del otro modifica el habitus del antropólogo cuando una cierta "mirada lejana" nos proyecta ese "sin-alivio".

La antropología ha perdido inocencia, ha entrado en una supuesta "mayoría de edad", o mejor, se está volviendo "grande por la cobardía". Parece que la antropología actual empieza a desencantarse, porque hay una tradición muy fuerte, pese a la "buena fe positivista" de los padres fundadores, en la que los antropólogos han creído, aunque tal vez no lo suficiente como para "darle la vuelta" a tantos mitos y ritos que han investigado. Algunos sociólogos señalarían que el antropólogo ha sido bastante ingenuo cuando le ha creído al otro lo que éste dice que hace, olvidando la distancia que existe entre lo que el otro dice que hace y lo que en realidad hace. Ahora bien, el sociólogo tiene la sospecha de esa distancia constantemente, más aún, trata generalmente de no creer en lo que el otro dice que hace, sino que mira fríamente lo que el otro hace. Con el "sin-alivio" se ha perdido esa ingenuidad o, si se me autoriza, esa "inocencia original"; nuevamente, entonces, la antropología tiende a sociologizarse. Entonces (dejando entre paréntesis una investigación que urge en Colombia para tratar de objetivar las relaciones sociales entre antropólogos y sociólogos, en tanto "comunidad académica"), cabe preguntar ¿cómo deben ser las nuevas relaciones para que la etnología entretenga con su hermana gemela, la sociología? La frontera entre antropología y sociología es difícil de precisar; ella misma se diluye como la frontera entre lo cultural y lo social, y puede ser artificial u operativa, dependiendo del objeto de estudio. Por ejemplo, habría casos en que lo cultural comprende lo social y casos en que lo social jerarquiza lo cultural. No obstante, el mundo, con sus jerarquías sociales que no se dejan relativizar tan fácilmente, no es relativista.

Pero volvamos al territorio. Resulta que, desde una perspectiva clásica, el hábitat, el cuerpo del otro, era el lugar donde se vivía, el terruño. Hoy, cuando hay televisión e internet, descubrimos que el otro no sólo habita en el terruño, en la maloca, sino que habita allí a pesar de él. Cuando al monasterio budista llega internet, por ejemplo, hay algo del hábitat total que se pierde y otra cosa que se gana: acceso al mundo, a las telecomunicaciones. Lo que habita al hábitat es ahora algo distinto, no son sólo las categorías del monasterio o de la maloca, sino que hay muchísimos otros elementos que forjan los habitus que no vienen del terruño. Hoy nos encontramos, por ejemplo, con jóvenes indígenas que pueden ser grandes conocedores de rock. ¿Qué es lo que queda entonces del "territorio original"? Existe un desarraigo bastante interesante. El desencantado mundo actual, habitado de encantamientos inmediatos, hace que los grupos humanos sean desarraigados. Claro, estos procesos no son lineales pues tienen muchas confrontaciones: de la misma manera que con la descomposición de las instituciones sociales se desarrolla al mismo tiempo una estrategia de recomposición muy fuerte, las estabilidades parecen desaparecer en la globalidad, pero luego resurgen así sea como "espacios ficticios de re-construcción del sentido" buscando lugar en la escena pública; casos concretos: el resurgimiento del creer observado por los socio-analistas del fenómeno religioso en los últimos años. Luego persisten las ocasiones ligadas al terruño a las que no se puede faltar, se mantienen los momentos rituales en los que se vuelve al territorio. Pero esos momentos se convierten en representaciones folklóricas o folklorizadas. En este punto es iluminador traer a colación el epígrafe de este ensayo, correspondiente a cierto pasaje de En busca del tiempo perdido, a propósito del creer:

    [...] cuando desaparece una creencia, le sobrevive, y cada vez con mayor intensidad, para enmascarar la falta de poder que hemos perdido de darle realidad a cosas nuevas, un apego fetichista a las cosas viejas que la creencia había animado, como si fuera en las cosas y no en nosotros que lo divino residiera, como si nuestra incredulidad actual tuviera una causa contingente: la muerte de los dioses (Proust, 1954: 425).

Surge entonces una serie de estrategias del cuerpo, de la tierra, de la familia, para apegarse fetichistamente a los objetos del "territorio original". Es ahí donde se labran los matices de la identidad. Haciendo una reflexión de corte sociológico, lo que ocultaban finalmente los ritos y mitos que antes daban sentido a la vida globalmente, eran muchas relaciones de poder, caparazones de seguridad que hacían que sus individuos no salieran del sistema (como en el monasterio, donde había reglas muy precisas para proteger al monje del mundo, pero al llegar internet el monje se va, y cuando vuelve al monasterio, vuelve de otra manera). Luego de la retirada, el regreso implica poder renunciar a adquisiciones: todo lo contrario de lo que antes prohibía la regla (la regla monástica le exigía al interno, por ejemplo, renunciar al cuerpo, pero ¿cómo renunciar a la carne si nunca antes el monje había tenido relaciones sexuales?); porque sólo se puede renunciar a lo que se tiene, no a aquello que ni siquiera se conoce.

La relación hábitat-habitus se expresa ahora en los cambios de paisajes, de arquitecturas. La relación del habitus con el hábitat es proporcional a la transformación de los espacios. Bastan algunos ejemplos para comprenderlo: mudarse de una casa a un apartamento puede ser bastante problemático para una persona que viene del campo, donde tenía una hectárea de tierra para trabajar; al llegar a la ciudad, esa persona se encuentra encarcelada en un apartamento diminuto, en una torre gigantesca con zonas para el entretenimiento de los niños, rodaderos, columpios, etc. Lo que habita ese nuevo espacio prescribe el comportamiento del campesino, y las contraposiciones son mucho mayores. En vez de conseguir las frutas frescas para preparar el jugo, compra los jugos artificiales o bebidas gaseosas, comienza a comer enlatados y embutidos; el cuerpo comienza a adquirir otro tipo de elementos que lo habitan, otro tipo de gustos, otros estilos de vida y, definitivamente, pierde contacto con los "alimentos terrestres", que no necesariamente eran mejores, pero le podían dar mejor calidad de vida. Aunque se ganan nuevos elementos (tecnología, información, cultura; para llegar al hospital ya no se requieren varias horas en mula, sino que se llega en diez minutos, gracias al metro...), los campos donde se ejercen las funciones sociales son más restringidos: si antes se jugaban los roles sociales en diversos ámbitos dentro de un mismo campo, ahora la minuciosa especificidad del campo estrangula la diversidad de los ámbitos de acción. El campo restringe el lugar en el mundo de los agentes a, por ejemplo, ser contratista de una pequeña industria que trabaja en determinado edificio, que ofrece determinadas prestaciones, de acuerdo con el imperante modelo de la "flexibilidad laboral". Las relaciones entre disposiciones y posiciones en cada uno de los campos aumentan o disminuyen las posibilidades de los agentes: la secretaria de una empresa sabe perfectamente qué puede comer, qué puede comprar, los sitios a los que puede acceder y a los que no.

El ejercicio antropológico clásico, aunque describió a profundidad el territorio de los otros lejanos que observó, redujo el habitus y el hábitat de esos otros a esquemas muy rígidos y no se preocupó por ver las transformaciones de los hábitats y de los habitus, ni por comprender las transformaciones de los creeres, los decires, los haceres y los poderes. Y ha habido transformaciones inmensas.

Como diría Michel de Certeau en su Debilidad de creer, profundamente ha entrado en juego una autonomía de prácticas que señala enormes "desplazamientos simbólicos" con respecto a las apropiaciones del territorio: antes el rito sellaba la relación entre un decir y un hacer, constituyendo el punto nodal de la experiencia social. Hoy sólo se constata una lenta erosión en esa relación ante la pérdida de eficacia simbólica en el terreno ritual. Sin embargo, las liturgias sociales no son más pensables como verdaderas u operatorias, sino como bellas fiestas y cantos que le generan suceso a grupos carismáticos alienados bajo las formas contemporáneas de la "sociedad del espectáculo" y, sin apartarse tanto de las sociabilidades más comunes -aquellas que se encuentran desprovistas de ambiciones sobre la historia porque suelen ser dóciles a realidades que ninguna ideología ha sido capaz de cambiar y que es necesario aceptar cuando no se ocupan las mejores plazas-, las nuevas sociabilidades certifican, a su manera, la desaparición de un lenguaje que ya no permite una total elaboración ética; esos nuevos movimientos suelen ser lugares poéticos de un bienestar juntos, donde el reconocimiento interior de un servicio mutuo da testimonio de una gracia ofrecida al Señor-todo-el-mundo.

V

La idea, pues, es que el antropólogo ya no se aparte del mundo yéndose para el desierto o la selva, sino encerrándose en su apartamento. Hoy día, la illusio del antropólogo consiste no en viajar hacia fuera, sino hacia dentro y, probablemente, el viaje es hacia el adentro de lo que él afuera ya registró. Esas exploraciones están de manera embrionaria en los padres fundadores de la disciplina y en nuestros maestros; pormenorizar esos registros, viajar dentro de ellos ha de ser el "nuevo sentido del juego". El ejercicio del viaje es hacia adentro porque el viaje hacia afuera es imposible. Y viajar adentro debería ser tan apasionante y tan posible como en algún momento se creyó que lo era hacia fuera.

Lo que aquí me he atrevido a llamar el "sin-alivio" de la antropología obliga a esta disciplina a reconocer su propia fragilidad. En otras palabras, la institución antropológica debe aceptar, en su "actitud ecuménica" con respecto al necesario diálogo que debe entablar con las otras disciplinas sociales, lo que ella misma declara: "ser militante de la tolerancia y abanderada de la diversidad". Y ese gesto nos haría contemporáneos, en la soledad de múltiples reflejos, en donde el lazo social es simplemente instantáneo, en donde se cree exclusivamente en lo que se ve, al ingresar cada vez más al reino del "como si"... en las ambivalencias y ambigüedades conquistadoras de la ficción. Tal vez una teoría o una práctica antropológica se vuelve contemporánea cuando, en la fuerza de una lucidez y de una competencia, permite que entre como una bailarina el riesgo de exponerse a la exterioridad o de aceptar la docilidad a lo extraño que viene, o la gracia de ceder la plaza, es decir de, tras objetivar el "campo del otro", restituirle a ese otro esa libertad inalienable: la debilidad de creer.

El "sin-alivio" de la antropología expresado en la proposición "tanto que se hizo yendo tan lejos para que sólo quedara esto", nos permite decir: "sí, pero eso que quedó ha sufrido transformaciones, no sólo aquí, cerca, sino también allá, lejos"; y reconociendo esa debilidad que, seguramente, será la gran fortaleza de nuestra disciplina, encontraremos un alivio "sin-alivio", una justificación sin justificación. Y a pesar de que persistan, como en la mirada del otro, relaciones de poder y de dominación, la antropología no se puede perder el placer y el privilegio de seguir aproximándose a ese otro. Sin embargo, la empresa mesiánica de "querer salvarlo", de "buscar civilizarlo" o de ser "un nuevo rostro de la caridad" ha perdido toda legitimidad y justificación en el mundo actual. Quizás sea necesario ser más realistas y reconocer que el conocimiento del otro es la mejor vía para el reconocimiento de nosotros, sin olvidar que, posiblemente, ese conocimiento nos puede ser útil a ambos: el otro tiene un conocimiento que yo no tengo de mí y, para alcanzar ese conocimiento, tengo que atreverme a re-conocerlo.

Bogotá, 11 de septiembre de 2003.


Comentarios

1. Texto integral de la conferencia presentada ante el Simposio Central del x Congreso de Antropología en Colombia, organizado por la Universidad de Caldas, en septiembre de 2003.

2. El autor es antropólogo y doctor en sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Actualmente se desempeña como profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia, y Director del Instituto Colombiano para el Estudio de las Religiones, ICER.

3. "Cuando desaparece una creencia, le sobrevive, y cada vez con mayor intensidad, para enmascarar la falta de poder que hemos perdido de darle realidad a cosas nuevas, un apego fetichista a las cosas viejas que la creencia había animado, como si fuera en ellas y no en nosotros donde lo divino residiera, como si nuestra incredulidad actual tuviera una causa contingente: la muerte de los dioses" (traducción del autor).


Referencias

Augé, Marc 1990 Non-lieux. Introduction à une anthropologie de la sur-modernité, París, Seuil (Traducción en español publicada por Gedisa, Madrid, 1995).         [ Links ]

1992 Le sens des autres, París, Seuil (Traducción en español publicada por Paidós, 1996).         [ Links ]

1994 Pour une anthropologie des mondes contemporaines, París, Aubier (Traducción en español publicada por Gedisa, Madrid, 1995).         [ Links ]

1997 La guerre des rêves, París, Seuil.         [ Links ]

2000 Fictions fin de siècle, París, Fayard.         [ Links ]

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