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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.4 Bogotá Jan./June 2007

 

 La autonomía del estado en sociedades afectadas por conflictos armados internos: una relectura de la configuración del estado entre la transnacionalización y la transicionalidad

Sandro Jiménez y Ledis Múnera

Magister en Desarrollo Social y en Ciencias Sociales y Doctorando en Estudios Politicos Director Grupo de Investigación en Desarrollo Social, CIDES, Universidad de San Buenaventura, Cartagena, Colombia. sanjulan@gmail.com

Abogada y filósofa. Investigadora Grupo de Investigación en Desarrollo Social, CIDES, Universidad de San Buenaventura, Cartagena, Colombia. lmunerav@ gmail.com


RESUMEN

Este ensayo se plantea como una crítica conceptual y política a los debates sobre el Estado contemporáneo y sus crisis, en particular en las sociedades atravesadas por conflictos armados como el caso colombiano. La discusión se centra en el proceso de implementación del paquete de tecnologías políticas derivadas de la justicia transicional en materia de reparación para la población en situación de desplazamiento forzado. Lo anterior es una forma de reflexión política sobre este nuevo ámbito de trasnacionalización de las funciones estatales.

PALABRAS CLAVE:

Justicia transicional, justicia reparativa, neoinstitucionalismo, autonomía del Estado, etnografía del Estado.


ABSTRACT:

The current dissertation covers a critical approach about concepts and political contemporary debates on Nation State issues, particularly in cases of societies deeply affected by internal conflicts, such us the Colombian case. The paper focuses in the implementation process of the transitional justice political technologies, in regard of the restoration of internal displaced people rights. The main thesis argues that this new field of policy development in Colombia is performing as another field of trasnationalitation of states responsibilities.

KEY WORDS:

Transitional Justice, Restorative Justice, neoinstitutionalism, State Autonomy, State Etnography.


Introducción

Este ensayo se presenta como una aproximación exploratoria al debate contemporáneo sobre el Estado, dejando de lado la discusión del institucionalismo clásico (Huntington, 1972; Lispset, 1959) y proponiendo un puente entre el neoinstitucionalismo (Almond, 1988; Huber, 1995; March y Olsen, 1984; Skcopol, 1985; Tilly, 1986) y las miradas postcoloniales en una perspectiva más etnográfica de la configuración del Estado (Abrams, 1988; Gupta, 1995; Ferguson, 1994). En este sentido, la discusión se plantea como un ejercicio que pretende ampliar las posibilidades de análisis del tema en consideración, a través del uso de parámetros recabados de casos y del empleo de categorías derivadas del cuerpo teórico en mención, para posibilitar la búsqueda de complementariedad de dichas formulaciones teóricas en la perspectiva del análisis complejo de una realidad específica. Este escenario en especial es el caso de la configuración del Estado colombiano frente al proceso de transición del conflicto al postconflicto.

Para abordar esta exploración se presentan en primer lugar los principales elementos que proponen los autores del neoinstitucionalismo con respecto a la posibilidad del análisis del Estado como actor autónomo. En segundo lugar, estos elementos se tensionarán desde las reflexiones que proponen los estudios postcoloniales en lo que concierne a los efectos de la transnacionalización de varias de las funciones típicamente atribuidas al Estado -en su concepción weberiana- y, con ello, presentar el obligado replanteamiento de varias de las unidades de análisis del neoinstitucionalismo. Finalmente, este debate se conectará con el caso de la transición del conflicto al postconflicto en Colombia, en el marco de la implementación del paquete de tecnologías políticas derivadas de la justicia transicional. Específicamente, se analizará el trasfondo ético-político de la reparación, articulado en términos de justicia social y de respeto a la pluralidad, como forma de introducir categorías en el debate de la reparación a la población desplazada por la violencia para enjuiciar y reflexionar políticamente sobre este tópico de la justicia transicional, teniendo en cuenta que éste es un nuevo ámbito de transnacionalización de las funciones del Estado, tratando de evitar la repetición de las expresiones jurídicas de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, cuyos catálogos normativos coreados sin cesar por el discurso transicional poco nos dicen de cómo asumirlos críticamente.

Justicia transicional y reparación de las víctimas del desplazamiento interno forzado: más allá del discurso jurídico transnacional acerca del paso del conflicto al postconflicto

Los marcos jurídicos de la justicia transicional en Colombia se comprenden y tratan de responder al derecho internacional, el cual ha logrado un alto nivel de consenso por parte de órganos internacionales y de diversos estados. Estas reglas se refieren a las garantías fundamentales y mínimas propias de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, lo que se constituye en un límite para los diseños estatales, en tanto los gobiernos pierden la discrecionalidad para decidir en materia de tecnologías políticas de justicia transicional. Somos testigos de la circulación del discurso de transicionalidad a nivel estatal sin mayores reflexiones que impliquen un replanteamiento estructural de las estrategias neoliberales y de las garantías de los derechos fundamentales que sobrepasan la creencia del liberalismo clásico en proteger únicamente los derechos civiles y políticos. De allí que frente a este contenido de la transicionalidad nos propongamos discurrir sobre la implementación de un paquete de tecnologías políticas derivadas de la justicia transicional.

La justicia transicional es una noción de justicia contemporánea, enmarcada genealógicamente en los procesos de rupturas políticas y reedificaciones estatales que produjeron las guerras, conflictos y dictaduras del siglo XX. De acuerdo con Teitel (2006) se pueden distinguir tres etapas de reconfiguración y desenvolvimiento de la justicia transicional:

  • La justicia transicional que se origina tras la Primera Guerra Mundial y se consolida con los Juicios de Nuremberg -luego de la Segunda Guerra Mundial-.
  • La justicia transicional característica de los procesos de democratización del este de Europa, Centroamérica, Suramérica y Sudáfrica.
  • La justicia transicional de la era de la globalización del Derecho Internacional Humanitario y del Derecho a la Guerra.

Para Teitel (2006), la justicia transicional ha representado una construcción de justicia destinada a aplicarse a períodos de profundos cambios políticos, definiendo respuestas jurídicas para hacerle frente a las violaciones de derechos humanos y a las atrocidades masivas cometidas durante la guerra. La primera etapa de la justicia transicional se caracteriza por la universalización e internacionalización de estándares de justicia penal que sentaron las bases del derecho penal internacional, hoy dominantes. Ésta es una justicia de vencedores de la guerra, por eso los actores principales son los gobiernos ganadores de la Segunda Guerra Mundial y sus tribunales internacionalizados.

La segunda fase de la justicia transicional está vinculada con los procesos de democratización de Europa del Este, Centroamérica, Suramérica y Sudáfrica. Los contenidos de la justicia adoptada en estos territorios obedecieron a modelos locales y particulares para asumir la transición, renunciando en los procesos de cambio político a la justicia transicional universalista y de responsabilidad penal individual de la primera fase. Por ende, hay una marcada ausencia de juicios internacionales y las transiciones se consideran arreglos locales y de soberanía exclusiva del gobierno. Aquí se manifiesta la tensión entre castigo y amnistía, la consolidación de la democracia por medio de perdones incondicionados a los violadores de los derechos humanos se negociaron los derechos de las víctimas a la justicia, a la verdad y a la reparación. De la justicia penal individualizada y el castigo retributivo de la etapa anterior, se dio paso a una concepción alternativa de política criminal: el modelo restaurativo, que le apuesta a una retórica de la reconciliación y del perdón entre víctimas y victimarios, a la reincorporación comunitaria de los criminales, éstas como estrategias de consolidación del Estado-Nación democrático.

El tercer período de la justicia transicional ha implicado la construcción de regulaciones legales permanentes para los estados de guerra, y significa aceptar que las confrontaciones armadas y las violaciones a los derechos humanos son una situación permanente y persistente del Estado contemporáneo. La justicia transicional se estabiliza, pasa a ser la regla y deja de asumirse como la excepción, se convierte en un paradigma del Estado de Derecho dominante para las democracias en construcción en medio del conflicto. El fin del siglo XX se caracterizó por una prolongación de los juicios criminales y reparaciones no resueltas que venían de conflictos de la segunda etapa de la justicia transicional, reclamaciones de las víctimas soportadas por la consolidación de instrumentos internacionales de defensa y aplicación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario.

En esta etapa se percibe una estabilidad y regularidad alrededor de los componentes legales sustantivos y procedimentales de la justicia transicional, que se han convertido en las regulaciones de las situaciones de violencia que parecen ser constantes y persistentes en los Estados actuales. La situación de violencia se origina por Estados débiles, sistemas judiciales dependientes de estructuras políticas, guerras internas y externas a pequeña y gran escala.

Existen distintas formas de justicia transicional, disímiles maneras de hacerle frente al conflicto y variadas experiencias históricas sobre el asunto. Tenemos los casos de América Latina, Europa del Este, Sudáfrica, Irlanda del Norte, ex Yugoslavia, Sierra Leona o Timor Oriental. Sin embargo, se han consolidado componentes comunes a estas experiencias que se ponen de manifiesto en los instrumentos del derecho internacional, específicamente los sistemas de protección de derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Uno de los temas centrales de análisis al interior de la discusión sobre justicia transicional es el de las víctimas; así surgen cuestionamientos de vital importancia: ¿qué tratamiento jurídico y político les da a esas víctimas? ¿Cuáles han sido sus pérdidas y daños? ¿Son susceptibles sus pérdidas de reparación? ¿Qué tipo de reparación?

Las violaciones masivas a los derechos humanos durante los conflictos armados, las dictaduras o el autoritarismo, son desestabilizadoras de los planes de vida y de los vínculos comunitarios de numerosos grupos de la población debido a que esos ilícitos significan pérdidas invaluables de vidas humanas, desapariciones forzadas, pérdidas de bienes y negocios, destierros masivos, exilios, violencia de género y étnica, es por ello que la respuesta reparativa en el caso de las víctimas debe ser integral teniendo en cuenta los daños particulares que ellas han padecido.

Intentaremos reconstruir las bases de un concepto político de justicia reparativa integral para las víctimas de desplazamiento interno forzado y sus particulares circunstancias. Dos motivaciones justifican este ejercicio, una ética-política y otra jurídica. La primera se hace necesaria en el debate de la justicia transicional y del desplazamiento interno forzado en Colombia. Además es crucial en el proceso de armar elaboraciones políticas sobre justicia reparativa para los desplazados que nos permitan enjuiciar los límites, aciertos y desaciertos de las normas jurídicas internacionales y nacionales sobre el tema. Se trata de dotar de contenido algunas expresiones jurídicas que se repiten sin cesar como derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas desde horizontes menos juridificantes de las relaciones humanas y más cercanos al individuo, a la diversidad y a las pérdidas de los desplazados como estrategia de construcción de la democracia real.

La segunda motivación la jurídica obedece al sitio borroso que ocupan los desplazados en el marco jurídico que está en la base de la transición y la justicia reparativa en Colombia. Nos referimos al preocupante hecho de que la voz, las pérdidas y las expectativas de reparación de más de tres millones de víctimas no se vean reflejados de forma explícita en la normatividad contenida en la Ley de Justicia y Paz -Ley 975 de 2005- y se mencionen escasamente en la sentencia C370/2006 -Corte Constitucional- que revisó la constitucionalidad de la norma ya mencionada.

Por lo anterior, consideramos pertinente iniciar este análisis de las políticas públicas sobre la atención a la población desplazada con una reflexión acerca de la justicia reparativa, que tenga como titulares a las víctimas de desplazamiento interno forzado y que supere las restricciones de la reparación ligada a procesos judiciales.

Los contenidos de la transición del conflicto al postconflicto en Colombia deben tener como uno de sus propósitos atribuir reparaciones a las víctimas de desplazamiento interno forzado. Dichas medidas reparativas deben privilegiar formas materiales de justicia social que tengan en cuenta la situación particular de vulnerabilidad de la población víctima del desplazamiento interno forzado, las formas de vida comunitaria e individual dañadas y el lugar de víctima del desplazado en el conflicto. En esa medida ampliamos los límites de los conceptos jurídicos de reparación a las víctimas como mera restauración del estado previo a la pérdida, pues éstos son insuficientes para que los desplazados se inserten en formas de vida digna.

El primer aspecto central de la concepción de justicia reparativa es la protección de los derechos civiles, políticos y sociales para la población desplazada por violencia. Es así como los derechos civiles constituyen libertades privadas que permiten construir los planes de vida, definir qué tipo de elecciones se hacen, refugiarse en la subjetividad, en ese sí mismo poético que posibilita construir la narrativa, la historia vital. La libertad privada cubre el dominio de la subjetividad, del cuerpo y del disfrute de las posesiones básicas para subsistir. Los derechos civiles protegen el ámbito de la realización ética, personal, familiar, social y comunitaria; son la garantía de que se puede no sólo elegir la clase de vida sino cuestionar los proyectos vitales que la comunidad y el Estado traten de imponer a los individuos. La única restricción a este tipo de libertades es el respeto de la libertad de los demás, no existe otro límite; cualquier limitación a la libertad individual que traspase esa restricción es una negación de la individualidad y la pluralidad.

Las manifestaciones de la violencia y del desarraigo producido por el desplazamiento destruyen el dominio del cuerpo al violentar la integridad física por medio de la muerte, la violencia sexual contra las mujeres y al exterminar comunidades indígenas y afrocolombianas. Además éstas acaban con el disfrute de las posesiones que, además de ser objetos materiales, crean espacios que definen la identidad, ese "quién" único e irrepetible que se siente seguro por los bienes que le brindan refugio de la naturaleza y que edifican el entorno constructor de la vida cultural de las comunidades. Anulándose de esa manera el encuentro consigo mismo y con los otros, siempre está el fantasma de la violencia, del miedo y del terror producido por el desplazamiento forzado que impiden espacios de privacidad y soledad; todos los escenarios de la vida de los desplazados se transforman en públicos; los actores armados, el Estado y distintas organizaciones les vigilan y, de una u otra manera, les terminan definiendo el destino. Sin individualidad no hay comunidad ni redes sociales; se necesitan escenarios que escapen a la luminosidad de lo público para pensar en lo privado, sentir lo que agrada y desagrada y decidir si se dialoga con los otros para construir colectivamente.

Por lo anterior, las políticas de derechos civiles que están destinadas a la reconstrucción del espacio de vida privada y familiar de la población desplazada por la violencia, se convierten en una vía para garantizar una esfera de no incursión estatal, ajena a la política y al Estado, protegiendo el ámbito íntimo y el privado necesarios para la formación de los cuerpos asociativos de la comunidad, en los cuales se gestan, articulan y reproducen los malestares que luego se debatirán en el plano político. Este tipo de políticas comporta toda una gama de derechos civiles y de derechos especiales. Estos últimos dependerían de la condición de víctima de la violencia, en especial, medidas de reparación de las pérdidas relacionadas con las limitaciones que la situación del desplazamiento impone al goce de la subjetividad, de las posesiones y del dominio de la corporalidad. Jugarán aquí un papel central las consideraciones de las situaciones particulares, de la experimentación del daño muy específica de hombres y mujeres, de indígenas y de afrodescendientes, evitando las generalizaciones homogenizantes e invisibilizantes de las profundas diferencias de los individuos y las comunidades. Esta última tesis entra en perfecta congruencia con el propósito de los derechos civiles: la protección de la pluralidad humana.

Otro de los pilares sobre los cuales estructurar la reparación de la población desplazada es la efectiva garantía de los derechos sociales, que se materializan mediante políticas de redistribución social, cuyo objetivo primordial es insertar a los individuos en dinámicas productivas y de autosostenimiento. Es así como las políticas de redistribución social en salud, educación, vivienda y trabajo son una respuesta política que garantiza un nivel de renta a los miembros de la sociedad.

Las políticas de redistribución social deben beneficiar a todos; tienen una vocación de cobertura universal y su objetivo final es lograr la igualdad material, esto es, la igualdad real y efectiva. Dicha igualdad es la base de cualquier planteamiento político que propenda por la equidad entre los miembros de un Estado. Este tipo de políticas sociales se complementa con las libertades privadas, las cuales siguen siendo importantes, pero aparece una preocupación por eliminar los obstáculos que hacen imposibles tales libertades, es decir, se elaboran políticas que logran la igualdad fáctica y material de los miembros de la comunidad política, para garantizar el real ejercicio de estos derechos.

Los modos de la redistribución social (Zintl, 1993: 36) le permiten al Estado implementar políticas sobre equidad en los ingresos -por ejemplo, leyes sobre salario mínimo-, medidas que respondan a los riesgos -por ejemplo, sistemas de seguridad social- y creación de oportunidades -por ejemplo, instituciones educativas-. Por ende, la satisfacción de las necesidades básicas es una tarea exigible al Estado; la solidaridad deja de ser un asunto de caridad privada o de atención humanitaria para ser canalizada por las instituciones políticas.

Este tipo de políticas está destinado a crear la base material e igualitaria que construya las condiciones de posibilidad para el goce real de los demás derechos que se le garanticen a los desplazados. Esta tarea se puede realizar por dos vías: creando circunstancias equitativas para disfrutar plenamente de los bienes restituidos a los desplazados, o dotando de medios materiales a aquella parte de la población desplazada que no sea beneficiaría de estas medidas de restitución. Estas políticas no implican asistencialismo o "bienestarismo" de Estado, sino garantía de los derechos sociales -en tanto que fundamentales- y derechos medios para la realización de los demás derechos, que no sólo beneficien a la población desplazada pero que sí tengan en cuenta sus particulares pérdidas emocionales y físicas. Los derechos sociales se enfocarían en políticas de empleo, recuperación del campo, salud, educación y vivienda.

Sin embargo, hay que evitar el paternalismo estatal o el asistencialismo de Estado o de cualquier organización, las cuales mediante asistencia social generan en sus poblaciones clientes, una imagen social de estos individuos como sujetos que reciben algo a cambio de nada, originándose una excesiva incursión, violación y reglamentación de la vida privada de los desplazados por tales entidades; es como si se garantizaran bienes a cambio de la libertad.

Para evitar el asistencialismo o "bienestarismo" estatal y el gobierno de un régimen técnico de maximización de recursos sociales como los cuerpos de expertos, se pueden articular políticas públicas que eviten el paternalismo estatal, privilegiando la participación de los desplazados y de los destinatarios de esos beneficios al momento de ejecutar las políticas sociales. Además se deben tener en cuenta ciertos estándares mínimos de calidad de vida no negociables ni transigibles por la administración pública. Lo que sí entra en la discusión política y está sujeto al acuerdo es cómo implementar tales políticas, en qué grado y cuáles serían los bienes básicos que los miembros de las comunidades requieren, ya que son ellos, mejor que cualquier experto en desarrollo, quienes pueden dar una respuesta autónoma a la manera como desean administrar su bienestar.

Estas medidas sociales deben estar respaldadas en última instancia por la participación ciudadana capaz de mantenerlas, reclamarlas y ampliarlas contando con ciudadanos capaces de influenciar las decisiones estatales en materia de derechos sociales para evitar el paternalismo de Estado. El control político ciudadano no sólo sometería al debate público al Estado sino a los partidos políticos, ONG, jueces, sindicatos y los más diversos actores sociales relacionados con la política en materia de derechos sociales, articulando un sistema integral de control. Es así como la creación y mantenimiento de derechos sociales requieren la existencia de la participación ciudadana.

La protección de los derechos civiles, la implementación de políticas sociales y la reconstrucción de la memoria colectiva debe cobrar un sentido especial cuando tengan por destinatarios minorías étnicas y culturales debido a que ya no sólo se trata de la restitución de sus propiedades colectivas despojadas por el desplazamiento sino del respeto de sus derechos de autogobierno, de derechos especiales de representación y participación, y de derechos de promoción de su cultura en cualquier toma de decisiones que les afecten. Es el reconocimiento político de la diversidad y del pluralismo cultural.

Este tipo de garantías no son derechos colectivos ni se oponen a las libertades protegidas por los derechos individuales. Para entender mejor lo anterior debemos distinguir entre restricciones internas y protecciones externas (Kymlicka, 1996). Las restricciones internas son reivindicaciones de la comunidad étnica contra sus propios miembros y las protecciones externas son exigencias de las minorías frente a la sociedad en general. El objetivo de las reivindicaciones es proteger a las comunidades del disentimiento interno, en el primer caso, y de las decisiones externas tomadas por la sociedad y el Estado, en el segundo. Por medio de las protecciones externas, la minoría étnica se protege de las políticas estatales que vayan en detrimento de sus intereses vitales como grupo, de su identidad y cultura, y a través de las restricciones internas las comunidades garantizan la lealtad de sus miembros a sus directrices y estilo de vida grupal. Estas últimas implican fuertes limitaciones a la libertad de sus integrantes y son una forma de defensa de la solidaridad y de los vínculos societales intracomunitarios frente a la crítica y disenso de sus miembros. En consecuencia, las restricciones internas son contrarias a los contenidos morales de las libertades públicas y privadas. Los sistemas políticos democráticos pueden aceptar protecciones externas pero deben rechazar las restricciones internas dado su carácter violatorio de las libertades. La consagración jurídica de protecciones externas es congruente con el respeto de los derechos fundamentales.

La base ética de los derechos especiales de las minorías étnicas es el respeto del principio de libertad individual o de autonomía debido a que se considera que la articulación de los planes de vida individual y comunitaria de estos grupos necesita de un par de condiciones. Primero, se hacen indispensables recursos y libertades para diseñar los proyectos vitales conforme a las creencias particulares, sin temor frente a la discriminación, a la criminalización y, en general, a cualquier forma de injusticia. La segunda condición es la libertad de criticar los propios ideales de vida, de enjuiciarlos, incluyendo los de la comunidad a la que se pertenece. Estas condiciones son garantizadas política y jurídicamente por las democracias, con el objetivo de que las personas y comunidades étnicas diseñen sus planes de vida y puedan entrar en contacto con otras formas culturales; ésta es la protección del pluralismo y la diferencia cultural.

Las elecciones vitales y valiosas de los individuos provienen de las prácticas comunitarias de la cultura; sólo en la vida en común adquieren sentido, finalidad y valor los distintos proyectos de vida. Comprender el valor de elección de un proyecto de vida depende de acercarse y entender la cultura societal de donde provienen esos planes. Es aquí donde reside la importancia de defender y proteger las culturas de las minorías étnicas. Sólo a partir de ellas los individuos tienen oportunidad de orientar sus vidas de manera significativa y valiosa.

A diferencia de las minorías étnicas, en el caso de la mujeres, la reparación puede asumir una perspectiva de género, bajo la forma de políticas de discriminación inversa. Éstas se basan en el principio de igualdad y es éticamente aceptable establecer por parte del Estado políticas diferenciales a favor de grupos marginados como las mujeres desplazadas. De ahí que la acción afirmativa o la discriminación inversa esté justificada porque logra establecer cuotas o grados de preferencia a favor de este sector de la equiparación social. Estas políticas son un ejercicio ulterior de igualación, justificable sólo cuando se han adelantado políticas de derechos civiles, políticos y sociales generales, y las condiciones inequitativas no se han superado. Cuando se ejecutan políticas de discriminación inversa sin este requisito previo, se trazan diferencias entre poblaciones profundamente iguales y se desvanece lentamente la posibilidad de construir redes sociales y movimientos ciudadanos a largo plazo, como en el caso de la creación de políticas que beneficien a las mujeres cabeza de familia desplazadas en sectores pobres, donde casi toda la población se encuentra en la misma situación de conculcación de derechos. Además de la fragmentación social que esta situación produce, se condenan grupos específicos que son estereotipados e identificados comunitariamente como vulnerables. Se los fosiliza en un estatus social que los dota de beneficios; por ello se necesita un sistema de políticas de redistribución social más amplio que permita la movilidad social tras el beneficio. Las diferenciaciones que implican la discriminación inversa siempre deben ser una salida excepcional.

Las políticas de discriminación inversa son un desarrollo político de la cláusula de igualdad, en su sentido sustancial; su objetivo es remediar las tradicionales situaciones discriminatorias en las que ha estado imbuido un grupo de la sociedad. De ahí que sean de naturaleza temporal, porque cuando se alcance la igualdad real y efectiva de estos sectores marginados, las políticas de cuotas y de discriminación inversa caerían en desuso. El propósito de una política de igualación es lograr que todos los individuos puedan ser miembros plenamente activos, partícipes y cooperantes de la comunidad política.

La reconstrucción de la historia nacional, memoria y verdad se constituye en otro elemento central en una perspectiva reparativa. Sin verdad no hay memoria y, a su vez, la memoria reedifica el horizonte ético compartido de los miembros de un Estado, es el componente central de la historia nacional que se comienza a relatar en sociedades en transición.

Si bien la verdad no se ha considerado una virtud política, ni aparece al lado de la libertad, la igualdad y la justicia en las reclamaciones éticas dominantes de la modernidad, ésta cobra un lugar central en la época contemporánea cuando el orden político dominante -estatal o paraestatal- reemplaza deliberada y sistemáticamente las verdades factuales1 -los hechos- o intenta negarlos. Las reclamaciones de las víctimas del desplazamiento interno forzado por conocer lo sucedido es una exigencia que la reparación debe satisfacer. Ésta es una pretensión de verdad factual cuyas implicaciones las describe Arendt: "... cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos" (1996: 241). El hecho del desplazamiento interno forzado es un acontecimiento innegable en medio del conflicto interno en Colombia; por ello es una verdad absoluta y su poder en las redefiniciones políticas estatales es central en momentos de reparación integral.

Los hechos -verdad factual-, las pérdidas y daños del desplazamiento son de conocimiento público, pero quienes conocen los hechos ". pueden situar en terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad, convirtiéndolos en lo que no son, en secretos" (Arendt, 1996).

La verdad factual es susceptible de perderse en cualquier momento debido a que está directamente implicada con las personas, depende de declaraciones y testigos, "... sólo existe cuando se habla de ella" (Arendt, 1996: 248); por ello la urgente necesidad de construir memoria colectiva como referente central de la historia nacional. Esta reedificación de los relatos compartidos interpreta y acomoda los hechos desde una perspectiva particular; no obstante, no se pueden modificar los hechos objetivos de esa narrativa, como las desapariciones forzadas, los desplazamientos, las violaciones sexuales y los homicidios, que están más allá y por fuera de ser una verdad consensuada o susceptible de opinión o discusión: sucedieron o no, alguien las cometió o no.

El derecho a la verdad de la población desplazada implicaría la reconstrucción de la memoria colectiva sobre las estructuras políticas y económicas que provocaron los desplazamientos, además de establecer quiénes se beneficiaron y quiénes fueron los cómplices de este crimen atroz. Debido a la magnitud de la tarea de la reconstrucción de la verdad se hace insuficiente la verdad judicial y la apuesta debe ser por un relato político integral que cuente con la participación de todos los involucrados en el conflicto o al menos de sus representantes. Debe ser además un asunto concerniente sólo a las víctimas o a sus organizaciones, ni al gobierno ni a los actores armados ilegales. Es una tarea compartida que debe hacer posible la refundación de la memoria colectiva de la nación, en la cual el crimen del desplazamiento interno forzado tenga un capítulo central que dignifique la imagen de las víctimas de la guerra, en especial, la de los desplazados.

La garantía plena de la justicia reparativa y de los derechos fundamentales en sentido amplio son condiciones constitutivas de lo político. Gracias a estos derechos se funda un ámbito que tramita los asuntos, conflictos e intereses por medio de intercambios comunicativos de ciudadanos que se reconocen como sujetos libres e iguales. Este debate público de los problemas de la comunidad puede llegar a influir en la formación de las decisiones de los órganos estatales.

En este escenario participativo cobran especial relevancia los puntos de vista de las organizaciones de las víctimas y la evocación de la memoria histórica como punto de encuentro de una comunidad que se intenta reconstruir democráticamente y que es una vía para consolidar canales pacíficos de deliberación y trámite de los conflictos. Sin embargo, ciertas exigencias integrales de reparación para los desplazados manifiestan los límites del discurso liberal de la justicia transicional en un marco de transnacionalidad al exigir una redefinición de las bases del juego económico y de los derechos fundamentales para introducir elementos de justicia social. De allí la necesidad de retomar, al menos desde el horizonte académico, el debate sobre el Estado que subyace en las discusiones sobre justicia transicional y, con ésta, lo que trae consigo el discurso del humanitarismo contemporáneo.

El lugar del Estado en el neoinstitucionalismo

Los debates de esta corriente de pensamiento en el análisis político ponen en primer plano discusiones amplias e importantes para los estudios de política comparada, como lo son la comprensión del lugar de los políticos y de las dinámicas sociales sobre las cuales se edifica la manera en que nos relacionamos con el Estado y viceversa.

Un primer aspecto destacable en ese sentido es la referencia de Leftwich según la cual los cambios sociales se explican más por la relación entre política y Estado, que por la relación entre gobierno y democracia (1993: 621). Lo que esto plantea es trascender la imagen que concebía al Estado como igual o idéntico al régimen o a un tipo de gobierno dejando de lado otras consideraciones como las que destaca Almond, cuando afirma que el resurgimiento del Estado como categoría de análisis no subsumida en la idea de gobierno o de sistema político implica también el reconocimiento de que el proceso político es una red interdependiente de otros subprocesos (Almond, 1988: 855, 859).

Para poder valorar esa interdependencia se enfatiza en la necesidad de considerar el Estado como una unidad autónoma y, desde la comprensión de la manera en que se configura esa autonomía, establecer los modos de afectación recíproca entre Estado y sociedad. Huber a este respecto realiza un aporte muy importante en la comprensión de la importancia de las capacidades del Estado, entendiendo éstas como la fijación y cumplimiento de metas, al lado de la necesidad de una estructura de sociedad civil. Al respecto Huber menciona cómo la fortaleza estatal no es únicamente relacional, de calidad contingente, sino también dependiente de las características estructurales del aparato estatal. De igual manera destaca que es necesario considerar un set de relaciones complejas para poder determinar la capacidad y efectividad del Estado para cumplir las cuatro funciones básicas:

    1.La defensa de la legalidad.

    2.La promoción del crecimiento económico -acumulación-.

    3.El control de las demandas -legitimación-.

    4.La distribución de los recursos de la sociedad (Huber, 1995: 49-51).

Al considerar el Estado como un ente autónomo, lo ponen en la condición de actor, que como tal no se puede entender monolítica y uniformemente ni de manera determinista. En esto, varios autores coinciden en mirar dentro del aparato estatal y desde allí comprender las distintas configuraciones que hacen posible su actuación en un sentido u otro. Por ejemplo, Leftwich destaca como elementos de ese aparato la existencia de una élite burocrática desarrollista, la autonomía para implementar políticas de desarrollo y la gestión política sobre las relaciones de conflicto, negociación y cooperación sobre el uso y la distribución de recursos (Leftwich, 1993: 619-621).

Finalmente, queremos resaltar dos contribuciones muy importantes en la estructuración de las discusiones sobre estas nuevas dimensiones de lo político y lo social, desde el neoinstitucionalismo y con el Estado como unidad de análisis. En primer lugar, el estudio del Estado y el seguimiento de las políticas, frente a lo cual caben discusiones sobre por qué, cómo y cuándo los estados forjan sus políticas, para después preguntarse por la racionalidad con que éstos resuelven los problemas a los que hacen frente. En numerosos estudios sobre las capacidades de los Estados para alcanzar objetivos concretos se emplea el concepto de instrumentos de actuación política para determinar la naturaleza y el alcance de los mecanismos institucionales de aplicación a un conjunto determinado de cuestiones por parte de los funcionarios del Estado. Otros estudios se orientan hacia el análisis macroscópico de amplios modelos institucionales de historias nacionales divergentes que explican por qué los países tienen o no ahora instrumentos de acción política para hacer frente a los problemas o las crisis (Sckopol, 1985: 111-115).

En segundo lugar está el debate sobre el Estado y el marco socioeconómico, respecto de lo cual se pueden estudiar los medios del Estado para captar y emplear recursos financieros, para crear o reforzar organizaciones del Estado, para controlar personal, para lograr el apoyo político, para subvencionar iniciativas económicas y para financiar los programas sociales. En este sentido tiene prioridad la observación del poder de los Estados sobre las estructuras y los actores no estables del ámbito nacional o transnacional, especialmente los dominantes en el plano económico. Adicionalmente se considera el estudio de las estrategias de las naciones para lograr la interdependencia dentro de la economía del mundo capitalista, a modo de redes de actuación política que incluyen una relación estructurada entre el Estado y la sociedad (Sckopol, 1985: 113-117).

Con todo lo anterior, es claro que los aportes de esta corriente de pensamiento amplían y dinamizan significativamente las reflexiones de los estudios políticos sobre el Estado. Pero la mayor limitación de su capacidad explicativa es su énfasis casi exclusivo en una concepción weberiana del Estado, en donde la configuración del mismo es entendida de manera fundamentalmente endógena. Cuando se incorpora la dimensión de lo internacional, ésta se entiende desde el juego de las relaciones interestatales sólo posibles al interior de la comunidad de naciones, donde las relaciones están definidas bajo el principio constitutivo de intercambio entre Estados pares.

Este principio imposibilita que estas visiones comprendan los nuevos procesos de configuración y reestructuración de los Estados en el marco de la globalización económica y política neoliberal, sobre todo cuando la escena internacional se divide entre los Estados con mayúscula -el centro hegemónico- y los estados con minúscula -la periferia tercermundista-. Las implicaciones de estas nuevas variables las revisaremos en el siguiente acápite.

El Estado y la transnacionalización de las funciones estatales

A diferencia de algunos análisis que consideran que el efecto más importante de la aplicación a escala planetaria de las políticas de la teología neoliberal es la reducción del protagonismo del Estado -dada su nueva presencia minimalista en el juego económico, donde se deja el paso libre a las fuerzas del mercado-, el discurso del desarrollo transnacional sigue teniendo al Estado como el agente primario de la aplicación de políticas en el ámbito nacional. ¿Qué es lo que cambia entonces respecto al espacio, el rol y la capacidad de acción del Estado de la concepción weberiana y neoinstitucionalista en los nuevos análisis de los estudios postcoloniales y postsocialistas?

En primer lugar, antes de la discusión teórica, una referencia empírica de la práctica cotidiana ejemplifica esa diferencia: un funcionario de un Estado con minúscula, elegido o nombrado -por las llamadas democracias liberales emergentes o en consolidación- define su actuación pública por la mezcla entre la aplicación de reformas institucionales -recomendadas por alguna entidad multilateral- y la articulación con la sociedad civil nacional e internacional, o la negociación con las agencias internacionales de cooperación al desarrollo para financiar sus programas sociales y la aplicación eficiente de la reducción de la presencia de Estado en asuntos que pueden ser asumidos por el mercado empresarial o pseudoempresarial -las ONG-.

Todo esto es lo que Aradhna Sharma y Akhil Gupta (2006: 21) sintetizan como la acción estatal en el contexto global de la circulación del discurso neoliberal definido por las ideas de buen gobierno, fortalecimiento de la sociedad civil, privatización y disminución de la intervención del Estado en las tareas redistributivas (ver Barry et ál., 1996; Ferguson y Gupta, 2002; Paley, 2002; Rose, 1996, citado por Sharma y Gupta, 2006: 21). La forma en que estos aspectos se manifiestan o afectan cada estructura estatal depende de múltiples variaciones a lo largo de los contextos postcoloniales y postsocialistas, así como de acuerdo a los contextos sociales y culturales en los que estas medidas se implementan. Lo que sí es claro es que el neoliberalismo o, en palabras de Rose (1996, citado por Sharma y Gupta, 2006: 21), el liberalismo de ultima generación -advanced liberalism- está replanteando críticamente las representaciones, los contornos y los ámbitos de acción del Estado, y con él, las formas de gobierno y normatización de la vida social.

Un argumento central de cómo esta tendencia no debilita el Estado, sino que crea nuevas entidades autónomas que comparten espacio de acción autónoma al lado de los gobiernos, es la que plantea Rose (1996) cuando afirma que este proceso produce la proliferación de puntos o lugares de regulación y dominación que derivan en entidades autónomas que no hacen parte del aparato estatal y que son guiadas por la lógica empresarial (Barry et ál, 1996; Burchell, 1996, Sharma y Gupta, 2006: 21). Rose define esto como el "gobierno en la distancia", el cual involucra instituciones sociales como las ONG, escuelas, comunidades, e incluso individuos que son desplazados del centro del aparato estatal y les son asignadas responsabilidades, que de otra manera y en épocas anteriores, sólo eran del fuero estatal.

Lo que finalmente se pone en conflicto son las propias fronteras de la acción autónoma del Estado, en donde éste entra a competir, ser subsidiado y en no menos de los casos, ser sustituido. En este sentido, Sharma y Gupta (2006: 22) se refieren a esta nueva condición como la aparición de instituciones "cuasi autónomas" y "cuasi estatales", tanto en el nivel supranacional como en el nivel subnacional. Este panorama es representado de diferentes y poderosamente explicativas formas como la "de-gubernamentalización" del Estado (Barry et ál, 1996: 11); la "des-estatalización" del gobierno (Rose, 1996: 56); y la gubernamentalización de la sociedad (Foucault, 1991: 22).

Esta discusión cobra plena claridad en un dominio específico relevante en la acción política internacional, la defensa de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. La discusión a este respecto desarrollada por Sharma y Gupta (2006: 23) destaca cómo el uso del lenguaje de los derechos humanos, como un instrumento tanto por parte del Estado como por parte de entidades no estatales, se plantea en una doble direccionalidad: por un lado se usa para regular el comportamiento de determinados Estados-Nación, bajo las ideas liberales de justicia; y, al mismo tiempo, se usa como estrategia de resistencia antiestatal, cuando se privilegia la estructura de valores del cosmopolitismo contemporáneo que se supone no deben subordinarse a los principios de soberanía cuando al discurso humanitario se refieren. En este mismo sentido, Sharma y Gupta (2006: 24) destacan cómo las acciones relacionadas con los derechos humanos se configuran como un instrumento disciplinario que ayuda a expandir el poder gubernamental transnacionalmente, donde el poder hegemónico -del centro o del norte- es el que tiende a fortalecerse (Grewal, 1998, citado por Sharma y Gupta, 2006: 24); pero al mismo tiempo, el mismo discurso es usado por muchas naciones marginales, al presentar muchas de sus demandas por ayuda a la superación de sus necesidades como un asunto de derechos humanos.

En este punto es claro que para poder entender la acción estatal es importante preguntarse por elementos de análisis adicionales a los propuestos por Skcopol (1983) y por Leftwich (1995), como los introducidos por Sharma y Gupta (2006: 24), a saber: cuáles son los espacios de la acción estatal nacional que son transnacionalmente definidos y cuáles funciones del ámbito estatal son desarrolladas por organizaciones no gubernamentales que en muchas ocasiones no operan dentro de la estructura del Estado.

Estas preguntas, y en general las reflexiones hasta ahora presentadas, ganan en complejidad cuando las mismas se aplican a casos de democracias aparentemente en ejercicio, pero dentro del marco de conflictos armados internos en desarrollo. En otras palabras, la acción autónoma de estados es una en tiempos de paz y otra en tiempos de guerra. Y específicamente otra cuando la guerra es aparentemente interna, no abierta, irregular, pero cruzada por múltiples fuerzas transnacionales. En estos escenarios -particularmente en el caso colombiano- el discurso del humanitarismo toma cuerpo a través de dos dominios específicos: la intervención humanitaria frente al fenómeno del desplazamiento interno forzado y la apertura de los procesos de justicia transicional.

Conclusiones

Como se puede inferir de las discusiones presentadas a lo largo de este ensayo, es claro que el reconocimiento de la autonomía del Estado y de su capacidad de actuación, está determinado no sólo por los elementos weberianos de la idea de soberanía, sino por las nuevas articulaciones en la agenda global de expansión neoliberal, tanto en términos políticos como económicos. De ahí que cuando Huber resalta las capacidades del Estado como aquellas referidas a la fijación y cumplimiento de metas, al lado de la necesidad de una estructura de sociedad civil -para el caso colombiano-, no se puede entender sin considerar qué actores de la política transnacional imponen dichas metas y cuáles de la sociedad civil global las asumen como herramientas de presión o como responsabilidades directas en la ejecución.

Por otro lado, cuando Leftwich destaca como elementos del aparato estatal la existencia de una élite burocrática desarrollista, la autonomía para implementar políticas de desarrollo y la gestión política sobre las relaciones de conflicto, negociación y cooperación sobre el uso y la distribución de recursos (Leftwich, 1993: 619621), es imposible responder por la composición de tales elementos sin entender a qué redes internacionales está articulada dicha élite, dónde se definen los alcances de dichas políticas sociales y finalmente qué grados de libertad de negociación política en conflictos internos -como el colombiano- se pueden ejercer cuando existe legislación supranacional que define con antelación qué tipo de paz y qué tipo de justicia es aceptable por la comunidad global y por los actores transnacionales.

Como síntesis final, podemos afirmar que los nuevos estudios sobre las capacidades y la autonomía del Estado-Nación como actor pasan por lo que Gupta define como la interacción entre la cultura y las ideologías regionales, nacionales e internacionales, frente a los flujos transnacionales. Por esta razón, el autor recomienda que para entender la construcción discursiva y la configuración de los Estados contemporáneos, es necesario prestar especial atención a la transnacionalización de los procesos del sistema interestatal, entendiendo éste como un proceso en permanente transformación, producto de las distintas acciones del Estado-Nación y de los cambios de orientación en la economía política internacional en este período que es mejor descrito como la última fase del capitalismo (Mandel, 1975) o la era de la acumulación flexible (Gupta, 1995; Harvey, 1989).

La conclusión es apenas evidente: la autonomía de la acción estatal está hoy determinada por el juego de las transacciones políticas y económicas transnacionales que están fuertemente marcadas por una economía política de las visibilidades y de la moralidad humanitarista, donde muchas de las posibles decisiones de los entes gubernamentales nacionales están limitadas por el lugar que ocupe el Estado en el sistema interestatal y por el campo de poder que define cada ámbito de la acción estatal. La gestión de conflictos armados internos es uno de los campos en donde muchas funciones estatales se han transnacionalizado y donde el caso colombiano es uno de los más determinados por ese juego de visibilidades y de autonomías negociadas derivadas de las tecnologías políticas de la justicia transicional que, como sucede en el caso de la reparación de las víctimas del desplazamiento interno forzado, pretende restringirse a los parámetros de los discursos de derechos humanos internacionales, a pesar de que la transición del formalismo discursivo a la progresiva e integral aplicación está llena de vacíos y de tareas por hacer o ya desestimadas bajo el juego amnésico y esquizoide de la sociedad colombiana en el que cada nueva urgencia política genera una compulsión por la normatización, donde se suspende el espacio público y la visibilización de lo que la norma previa no logró concretar.


Comentarios

1 Seguiremos, en estas consideraciones sobre la verdad y la política, las ideas de Arendt (1996) dado que son reflexiones que discuten la pérdida de la verdad en medio de la guerra, la violencia y la mentira deliberada de los regímenes políticos. Arendt en estas reflexiones utiliza argumentativamente tres definiciones que son operativas para la comprensión de los hechos de violencia y la guerra: verdad de razón, verdad factual y opinión. No discute la validez filosófica o epistemológica de la clasificación, sin embargo, nos permite movernos con claridad en la difícil tarea de entender la realidad. La verdad de razón son las construcciones filosóficas, matemáticas o analíticas; la verdad factual son los hechos acontecidos imposibles de negar, son trozos de realidad, y la opinión que es una construcción intersubjetiva, interpretativa y discursiva de la realidad, se presenta cuando se ha deliberado en torno a las verdades factuales, de razón y las mentiras en los escenarios de debate político.


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