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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.7 Bogotá July/Dec. 2008

 

LA LIBERTAD DE LA CIUDAD

David Harvey / Traducción Constanza Castro

Es uno de los más influyentes teóricos marxistas contemporáneos. Actualmente se desempeña como profesor de antropología del City University of New York (Cuny). Ha sido profesor de geografía en la universidad Johns Hopkins y titular de la cátedra Halford Mackinder de geografía en la Universidad de Oxford. Dentro de sus obras traducidas al español se destacan: Urbanismo y desigualdad social (1985), Los límites del capitalismo y la teoría marxista (1990), Espacios de esperanza (2003), La condición de la postmodernidad (1990), París capital de la modernidad (2008) y Breve historia del neoliberalismo (2007). Correo electrónico: david.harvey@ncl.ac.uk

Estudiante de doctorado en el Departamento de Historia de la Universidad de Columbia en Nueva York.


RESUMEN

David Harvey explora aquí la relación existente entre el problema de la reubicación del excedente de capital y las transformaciones del espacio urbano a una escala cada vez mayor. En este artículo, escrito antes de que fuera declarada la crisis económica mundial, Harvey ofrece un análisis espacial que anticipa dicha crisis y analiza las consecuencias que la continuidad del modelo económico vigente tendrá para el futuro de la vida urbana.

PALABRAS CLAVE
Urbanización, excedentes de capital, mercado inmobiliario, crisis financiera.


ABSTRACT

In this paper David Harvey explores the existing relation between the problem of surplus capital allocation and the increasing transformations of urban space. The paper, written before the world economic crisis was declared, offers a spatial analysis which anticipates the crisis and examines the consequences that the current economic model will have for future urban life.

KEY WORDS
Urbanization, surplus capital, real estate markets, financial crisis.

FECHA DE RECEPCIÓN: OCTUBRE DE 2008 / FECHA DE ACEPTACIÓN: DICIEMBRE DE 2008


El eminente sociólogo urbano Robert Park escribió alguna vez que la ciudad:

    (...)representa para el hombre la tentativa más coherente y, en general, la más satisfactoria de recrear el mundo en que vive de acuerdo a su propio deseo. Pero si la ciudad es el mundo que el hombre ha creado, también constituye el mundo donde está condenado a vivir en lo sucesivo. Así pues, indirectamente y sin tener plena conciencia de la naturaleza de su obra, al crear la ciudad, el hombre se recrea a sí mismo (Park, 1999: 115)3.

Si Park está en lo correcto, entonces la pregunta sobre qué tipo de ciudad queremos no puede estar desligada de la pregunta sobre qué tipo de personas queremos ser, qué tipo de relaciones sociales buscamos, qué relaciones con la naturaleza valoramos, o cuál es el estilo de vida que deseamos. Esta idea es comparable con la concepción del derecho a la ciudad de Lefebvre, no concebido "como un simple derecho de visita o retorno hacia las ciudades tradicionales", sino como "derecho a la vida urbana, transformada, renovada" (Lefebvre, 1969:138). El derecho a la ciudad es, por lo tanto, mucho más que el derecho a tener acceso a aquello que ya existe: es el derecho a cambiar la ciudad siguiendo nuestros más profundos deseos. La libertad de hacernos y rehacernos a nosotros mismos y a nuestras ciudades es uno de nuestros más valiosos derechos, sin embargo, es también uno de los más ignorados. Teniendo en cuenta, como afirmó Park, que hasta ahora no hemos entendido claramente la naturaleza de nuestra misión, debemos primero reflexionar acerca de la manera en que hemos sido hechos y rehechos a lo largo de la historia por un proceso urbano provocado por poderosas fuerzas sociales. El sorprendente ritmo y también la escala de la urbanización en el último siglo ha significado, entre otras cosas, que hemos sido rehechos varias veces sin saber por qué, cómo o con qué propósito. ¿Ha contribuido esto al bienestar humano? ¿Nos ha hecho mejores personas o nos ha dejado, por el contrario, suspendidos en un mundo de anomia y alienación, resentimiento y frustración? ¿Nos hemos convertido en simples mónadas naufragando abandonadas en un mar urbano? ¿Y qué vamos a hacer ahora con la inmensa concentración de riqueza y privilegio en nuestras ciudades, en medio de lo que incluso las Naciones Unidas describe como un explosivo "planeta de tugurios"? (Davis, 2006).

La gran pregunta es, por supuesto, ¿hacia dónde ir? ¿Existe alguna manera de ejercer el preciado derecho a la ciudad al que alude Park y que Lefebvre promueve? Ocuparse con los resultados no vale la pena. Eso sería, como señaló Engels, trasladar el problema de un lugar a otro: un tugurio es destruido en un lugar para aparecer en otro. Si no estamos de acuerdo con nuestra situación actual, entonces la única manera de cambiarla de forma radical, es confrontando el proceso que la originó (Engels, 1999). Esto requiere de un profundo análisis.

Quisiera aquí concentrarme en un macro-proceso específico, generalmente ignorado precisamente por su carácter macro. Yo lo llamo "El problema de la reubicación de los excedentes de capital". Este proceso funciona de la siguiente manera. Los capitalistas inician el día con cierta cantidad de dinero y lo terminan con más. Al día siguiente, se levantan y deben decidir qué hacer con el dinero adicional que ganaron el día anterior. Se enfrentan entonces a un dilema fáustico: reinvierten para ganar aun más dinero o consumen su plusvalía. Las leyes coercitivas de la competencia los obligan a reinvertir, pues si no lo hacen otros seguramente lo harán. Para continuar siendo capitalistas, deben reinvertir parte del excedente para producir más. El capitalismo está motivado por la necesidad de encontrar espacios lucrativos para la absorción de excedentes de capital. Por lo tanto, si hay escasez de trabajo y si los salarios son elevados, el trabajo existente debe disciplinarse (con desempleo inducido tecnológicamente o minando el poder de la clase trabajadora), o se debe encontrar nuevas fuentes de trabajo (a través de la inmigración, la exportación de capital o la proletarización). Si no hay suficiente capacidad adquisitiva en el mercado, se debe entonces encontrar nuevos mercados expandiendo el comercio internacional, promoviendo nuevos productos y estilos de vida, y creando nuevos instrumentos de crédito y gastos estatales financiados con endeudamiento. Si la tasa de ganancia es muy baja pueden encontrarse alternativas en la regulación estatal de la competencia, en la monopolización (fusiones y adquisiciones), y en las exportaciones de capital. Si ninguna de las opciones anteriores es posible, los capitalistas se verán enfrentados a una crisis en la cual su capital inevitablemente se devaluará. El excedente de capital que no puede ser ubicado da forma a la crisis, y cuando el capital permanece inactivo el trabajo también se reduce (Harvey, 2006). La urbanización se constituye en una alternativa para resolver el problema del excedente de capital. El caso de París durante el Segundo Imperio es un ejemplo de esto. La crisis de 1848 fue una de las primeras crisis de excedente de capital que impactó a Europa en general. París fue, sin embargo, particularmente golpeada. La consecuencia: una revolución fracasada conformada por trabajadores desempleados y liderada por utopistas que vieron en una república social el antídoto contra la voracidad y la inequidad capitalista.

Pero la burguesía que venció de manera violenta a los revolucionarios no pudo resolver la crisis y el resultado fue el ascenso al poder de Napoleón Bonaparte, autoproclamado emperador en 1852. Para sobrevivir políticamente, el emperador sabía que debía resolver el problema del excedente de capital y lo hizo anunciando un vasto programa de inversión en infraestructura y obras públicas tanto en territorio galo como en el extranjero. Fuera del país, esto significaba la construcción de vías férreas a través de Europa y en el oriente, al igual que el apoyo a grandes obras como el canal del Suez. Localmente significaba la consolidación de redes ferroviarias y la construcción de puertos. Pero implicaba sobre todo la reconfiguración de la infraestructura urbana de París; para hacerse cargo de las obras públicas, Napoleón llevó a Haussmann a París en 1853.

Haussmann entendió claramente que su misión era contribuir a la resolución de los problemas de excedente de capital y desempleo a través de la urbanización. La reconstrucción de París permitió canalizar enormes cantidades de fuerza de trabajo y capital con respecto a los estándares de la época y esto, junto con la supresión autoritaria de las aspiraciones de los trabajadores de París, se constituyó en el principal vehículo de estabilización social. Haussmann tuvo como punto de partida los planes utópicos de Fourier y Saint-Simon para la reforma de París, que habían sido debatidos durante la década de los cuarenta. Sin embargo, su plan tenía una gran diferencia. Haussmann transformó la escala en la cual este proceso urbano había sido imaginado. Cuando el arquitecto Hittorf le presentó sus planos para el nuevo boulevard, Haussmann se los devolvió diciendo: "No es suficientemente ancho... el que usted propone tiene 40 metros de ancho y yo lo quiero de 120". Haussmann imaginaba la ciudad a una escala mayor, anexando los suburbios y rediseñando vecindarios por completo, como Les Halles, y no sólo pequeñas porciones del tejido urbano. Para lograr una transformación urbana total necesitaba de nuevas instituciones financieras y de instrumentos de endeudamiento. De hecho, Haussmann contribuyó con la resolución del problema del excedente de capital, desarrollando un sistema keynesiano de mejoras en la infraestructura urbana financiado con endeudamiento. El sistema funcionó muy bien por cerca de quince años, pero entró en crisis en 1868 y Haussmann fue obligado a renunciar. Desesperado, Napoleón III entró en una guerra que perdió contra la Alemania de Bismarck; en el vacío que siguió tuvo origen la Comuna de París, uno de los episodios revolucionarios más importantes de la historia urbana capitalista. Bajo el capitalismo, el problema del excedente de capital no tiene solución. Existen solamente soluciones temporales que tienen enormes e irreversibles consecuencias para la vida urbana (los bulevares de Haussmann dominan todavía París) (Harvey, 2003).

Ahora vayamos a los Estados Unidos en 19 42. El problema de la reubicación del excedente de capital, que parecía imposible de resolver en la década de los treinta (junto con el consecuente problema de desempleo), fue temporalmente resuelto gracias a la gran movilización de recursos para la guerra. Existía, sin embargo, un temor generalizado con respecto a lo que podía suceder después de que la guerra terminara. Políticamente, la situación era peligrosa. El gobierno federal estaba, de hecho, administrando una economía nacionalizada y estaba además aliado con el régimen comunista de la Unión Soviética. Ya todos conocemos la subsecuente historia de las políticas del Macartismo (cuyos abundantes signos eran ya visibles desde 1942). Pero ¿qué sucedió con el problema del excedente de capital? Ese año, en una revista de arquitectura, se hizo una extensa evaluación del proyecto de Haussmann en París. Allí se examinaba de manera detallada y rigurosa la importancia de su trabajo y se analizaban también sus errores. El artículo fue escrito nada menos que por Robert Moses, quien después de la Segunda Guerra Mundial desarrollaría en el área metropolitana de Nueva York lo que Haussmann había hecho en París décadas atrás. Es decir, Moses, al igual que Haussmann, modificó la escala en la que se pensaba la organización urbana. A través de la construcción de autopistas y obras de infraestructura financiadas con endeudamiento, de la suburbanización y de una total reingeniería de la región metropolitana, Moses utilizó el proceso urbano como alternativa para resolver el problema de absorción de excedentes de capital.

Al ser llevado al nivel nacional, tal y como ocurrió en los grandes centros metropolitanos de los Estados Unidos (una nueva transformación en la escala), el proceso urbano tuvo un rol crucial en la estabilización del capitalismo global después de la Segunda Guerra Mundial. Esta alternativa fue exitosa hasta finales de los años sesenta, cuando, de la misma manera que sucedió con Haussmann, un tipo diferente de crisis empezó a tomar forma. Moses cayó en desgracia y sus soluciones empezaron a ser vistas como inapropiadas e inaceptables. Pero los suburbios habían sido construidos y con ellos surgieron transformaciones radicales para el estilo de vida hasta entonces conocido. La primera ola de feministas, por ejemplo, proclamó el suburbio y el estilo de vida que de él se derivaba como la fuente de sus más fundamentales insatisfacciones (Moses, 1942 ; Caro, 1975).

Movámonos ahora a la coyuntura actual. El capitalismo internacional ha estado en una montaña rusa de crisis y quiebras regionales (este y sudeste asiáticos en 1997-98, Rusia en 1998, Argentina en 2001, etc.), pero ha evitado hasta ahora una crisis global, enfrentando incluso el problema crónico de la reubicación de excedentes de capital (Brenner, 2003). ¿Cuál ha sido el rol de la urbanización en la estabilización de esta situación? Es de conocimiento general en los Estados Unidos que el mercado inmobiliario ha sido un importante estabilizador de la economía desde el año 2000 (después del desplome bursátil —especialmente en los valores de las acciones tecnológicas a finales de los años noventa). Este mercado ha absorbido de forma directa grandes excedentes de capital, mientras la rápida alza de los precios de los activos inmobiliarios, respaldada por una ola desenfrenada de refinanciación hipotecaria de bajo interés, ha fomentado el mercado interno de servicios y bienes de consumo. La urbanización de China en los últimos veinte años ha sido aun más importante. Su ritmo se incrementó considerablemente después de una breve recesión en 1997, haciendo que China absorbiera desde el año 2000 cerca de la mitad de la oferta de cemento mundial. Las consecuencias para la economía global han sido significativas: Chile floreció debido a la demanda china de cobre, Australia prospera gracias a la demanda de carbón, de mineral de hierro y de algodón, e incluso Brasil y Argentina se recuperaron, en parte, gracias al crecimiento de la demanda china de materias primas. En China, más de cien ciudades han crecido vertiginosamente, superando el millón de habitantes, y otras tantas han llegando a los diez millones, al mismo tiempo que vastos proyectos de infraestructura —de nuevo, todos financiados con endeudamiento— están transformando definitivamente el paisaje urbano (Harvey, 2005, cap. 5). ¿Es entonces la urbanización de China el principal estabilizador del capitalismo global? La respuesta es un sí parcial. China es solamente el epicentro de un proceso de urbanización que tiene, hoy en día, un carácter global propiciado, en parte, por la asombrosa integración de los mercados financieros. Éstos han usado su flexibilidad para financiar con endeudamiento proyectos urbanos desde Dubái hasta Sao Paulo y desde Mumbai hasta Hong Kong y Londres. El Banco Central Chino, por ejemplo, está involucrado activamente en el mercado hipotecario secundario que surgió con el auge de la refinanciación en los Estados Unidos; Goldman Sachs participa del afluente mercado inmobiliario de Mumbai y el capital de Hong Kong ha sido invertido en Baltimore. De nuevo, estamos analizando aquí otra transformación en escala, que hace difícil entender que lo que puede estar pasando globalmente es, en principio, similar al proceso que Haussmann lideró tan eficientemente en París durante el Segundo Imperio. La urbanización —es mi conclusión— es el principal vehículo para la absorción de excedentes de capital a escalas geográficas cada vez mayores.

¿Pero, qué tipo de urbanización es ésta, y qué consecuencias tiene para la condición humana? ¿A través de qué medios se ha logrado esta transformación en escala y quién la ha liderado? En el caso de París podemos ver claramente a Napoleón III y sus muchos asesores a la vanguardia de este proceso, al igual que a Haussmann y a los nuevos genios del crédito (los hermanos Pereire). ¿Pero, hacia dónde debemos ver hoy en día?

Permítanme volver por un momento a la revolución urbana de Moses en Estados Unidos. Esta revolución contribuyó de manera exitosa a estabilizar el capitalismo global por dos décadas, pero pagando un altísimo costo. El flujo de inversiones en los suburbios y la integración de la economía nacional gracias al sistema de autopistas interestatales transformaron radicalmente la geografía del sistema urbano norteamericano. Las áreas centrales de las ciudades, consideradas núcleos tradicionales de las actividades productivas, fueron abandonadas. Los suburbios absorbieron buena parte de la fuerza de trabajo de Nueva York, al igual que lo hicieron el sur y el este de la nación (la industria de la confección se trasladó a Carolina del Norte y del Sur, antes de terminar en México y luego en China). Los centros urbanos se convirtieron en terrenos baldíos, en núcleos de pobreza, de desempleo y de grupos poblacionales minoritarios segregados racialmente. La economía se desenvolvía exitosamente, pero los centros urbanos no. El resultado fue el estallido de la que se conocería como la Crisis Urbana de los años sesenta, ocurrida en medio del boom económico de la llamada "era dorada" de la postguerra. Conflictos sociales, estallidos de violencia y movimientos urbanos revolucionarios, que terminaron en levantamientos urbanos a nivel nacional tras el asesinato de Martin Luther King en 19 6 8, fueron signos inequívocos de esta crisis4.

Para resolverla, el gobierno federal inició un programa de recuperación que intentaba devolver la vitalidad a los centros urbanos y aliviar además la pobreza y la injusticia racial. Este programa se sostuvo fundamentalmente en la expansión del sector público. Recursos federales fueron invertidos masivamente en las ciudades, permitiendo así a los gobiernos municipales ampliar la oferta laboral y de servicios; se incrementó el gasto público en educación y salud, se invirtió en transporte público y los sindicatos municipales se fortalecieron. La administración de la ciudad se sumó también a este programa después de descubrir, con la ayuda de banqueros de inversión, diversas estrategias para incrementar su endeudamiento. Los banqueros hicieron esto gustosamente, pues el gran presupuesto de Nueva York —uno de los presupuestos públicos más grandes del mundo— hacía de estos préstamos una inversión segura. En efecto, la administración de la ciudad de Nueva York hizo lo que Haussmann había hecho antes: usar préstamos contra réditos estimados a futuro para financiar su presupuesto. La ciudad tenía, sin embargo, una relación complicada con los constructores, los grandes inversionistas y los especuladores inmobiliarios: los apoyaba con todo tipo de subsidios (casi con certeza lubricados con sobornos a políticos y sindicatos de la construcción), pero tenía que responder también a las organizaciones de vecinos y a los poderosos sindicatos municipales que se encargaban de poner barreras a los diseños de la industria de la construcción. A finales de los años sesenta el excedente de capital se había canalizado hacia proyectos urbanos en varias ciudades norteamericanas, especialmente en Nueva York. El auge de la especulación inmobiliaria (que incluyó el desastre financiero conocido como el World Trade Center y una sobre oferta de oficinas) hizo aun más precario el mercado inmobiliario de la ciudad. El mercado inmobiliario colapsó y esto afectó las finanzas del Estado, que vio disminuida la recaudación.

La crisis estalló en 1973. La recesión global empezó en el sector inmobiliario produciendo serias dificultades a las instituciones financieras que tenían intereses en losREITS(sociedades de inversión inmobiliaria). Varias de estas instituciones colapsaron. El mercado inmobiliario no pudo, finalmente, continuar absorbiendo el excedente de capital. El gobierno federal, con dificultades financieras, debido a una década de "guns and butter", y sosteniendo una guerra contra la pobreza en casa y una militar en Vietnam, perdió el control de sus finanzas tanto a nivel doméstico como a nivel internacional. Colapsó el sistema Bretton Woods que había sostenido el orden financiero internacional y una crisis fiscal sobrevino en el país mientras aumentaban la inflación y el desempleo. La respuesta de Washington fue inmediata. En su discurso del estado de la Unión en 1973, el presidente Nixon aseguró al país que la crisis urbana había sido superada, lo que significaba básicamente que la ayuda otorgada a las ciudades sería retirada. En Nueva York, la recesión y la crisis del mercado inmobiliario redujeron los ingresos por impuestos. La administración de la ciudad, ya para entonces seriamente endeudada, tenía que recurrir de nuevo a los préstamos para cubrir sus deudas. Sin embargo, en marzo de 1975 los banqueros de inversión se negaron a refinanciar la deuda de Nueva York, llevando a la ciudad al borde de la bancarrota (Ferretti, 1976; Tabb, 1982).

La prensa capitalista responsabilizó de la crisis a la precaria gestión financiera y a la voracidad de los sindicatos municipales. Aunque había algo de cierto en estas afirmaciones, los banqueros de inversión habían logrado que la administración de la ciudad funcionara a través de préstamos que eran un excelente negocio para ellos. Además, las dificultades en el sector inmobiliario y la escasez de una oferta laboral decente en el sector privado no habían sido responsabilidad de la administración de la ciudad. La gran pregunta es, ¿por qué los banqueros de inversión se negaron a prestar y por lo tanto asumieron el riesgo de dejar en bancarrota al que era entonces uno de los mayores presupuestos del sector público en el mundo, asumiendo además las posibles y catastróficas consecuencias para el sistema financiero global? (El canciller alemán hizo un llamado a Washington para que evitara la bancarrota de la ciudad por temor a un colapso total de las finanzas globales).

La respuesta a esta pregunta es complicada. Para empezar, había más que un tinte de racismo en esta decisión teniendo en cuenta que el establecimiento financiero, conformado por hombres blancos (a diferencia de Leonard Bernstein, que fue el anfitrión de una elegante recepción para las Panteras Negras) claramente temía el surgimiento del "poder negro" en la ciudad. La recesión y la crisis fiscal ofrecieron la oportunidad para contrarrestar esta situación, demostrando quién tenía el poder. Segundo, los inversionistas temían la influencia de los sindicatos municipales y su habilidad para forzar pagos favorables y beneficios para sus miembros. Tercero, estos mismos inversionistas objetaban el gasto municipal en servicios como la educación gratuita (incluyendo aquí a la Universidad de Nueva York que tenía entonces unos 330.000 estudiantes) y la ampliación en la oferta de empleo en la atención en salud, transporte y saneamiento. Cuarto, el poder de las organizaciones comunitarias para impedir proyectos de desarrollo a gran escala (el lugar en el que más tarde se localizaría Battery Park City había sido objeto de conflicto desde mediados de los años sesenta) era considerado una seria barrera para sus ambiciones. Finalmente, el mismo sector financiero estaba también en dificultades con el colapso del mercado inmobiliario y de las REITS. El poder de clase de las élites financieras estaba amenazado y éstas debían encontrar una manera de restablecer su posición. Los grandes inversionistas y políticos, como los hermanos Rockefeller, sin duda amaban su ciudad. Simplemente querían rehacerla siguiendo sus propios deseos, asegurando su riqueza y poder en el proceso. La crisis fiscal de 1975 fue vista y manejada por ellos como la gran oportunidad para hacer exactamente eso. Estos factores convirtieron a Nueva York en el lugar ideal para poner a prueba la reconstrucción del entorno urbano, a una mayor escala y a imagen de la cultura empresarial. Todo esto significaba generar un "clima de buenos negocios" que desviaría fondos públicos para apoyar el sector privado.

Lo que se puso en marcha en 1975 fue un proceso de reconstrucción de Nueva York, que alcanzó su punto más álgido después del 2001, durante la administración de Bloomberg. Desde entonces, la isla de Manhattan se ha convertido en una comunidad virtualmente cercada para proteger a los ultra-ricos, a los líderes de los servicios financieros (como el presidente de Goldman Sachs, que ese año recibió un bono por $52 millones de dólares), a los administradores de hedge funds o fondos de cobertura (cuyos más importantes representantes recibieron compensaciones personales superiores a los $250 millones de dólares en el 2005), a los capitalistas transnacionales, los magnates de los medios y los deportes, las estrellas de cine, y las instituciones culturales (como el moma, apoyado reiteradamente por Nelson Rockefeller durante los años setenta, como parte de su cruzada personal para civilizar la ciudad a través de la cultura). La ciudad de Nueva York se convirtió en un destino turístico, vendido sistemáticamente al resto del mundo como un lugar de obligada visita (lo que incluye actualmente escenarios como aquel donde alguna vez se irguieron las Torres Gemelas: el fracaso financiero de David Rockefeller). Los distritos de Nueva York, una vez tristes y pobres apéndices de Manhattan, también están sintiendo actualmente la fuerza del desarrollo con los proyectos que se adelantan en Brooklyn, Queens e incluso en el Bronx.

Sin embargo, todo esto debió parecer un sueño en los oscuros días de 1975. La ciudad, entonces en una situación sin salida, apeló al gobierno federal para encontrarse con la contundente negativa del presidente Gerald Ford. Éste se negó entre otras razones porque intentaba reforzar sus credenciales conservadoras frente a un movimiento que se iba consolidando y que pronto sería conocido como el Reaganismo. Otra razón para su negativa fue la influencia de sus asesores financieros (entre ellos el ultraconservador William Simon, entonces Secretario del Tesoro, que, como inversionista líder en los años sesenta, había estimulado el endeudamiento de la ciudad de Nueva York) y de sus asesores políticos (como el gran urbanista, y su entonces Jefe de Personal, Donald Rumsfeld). La ciudad se enfrentó con la imposibilidad para pagar su fuerza de trabajo o su mantenimiento. La solución, a la que se llegó después de tensas negociaciones entre los banqueros de inversión y el gobernador del estado de Nueva York (con el alcalde como un participante cada vez más nominal), fue establecer nuevas instituciones como la Corporación de Asistencia Municipal (Big MAC) —más tarde convertida en la Junta de Control Financiero de Emergencia (EFCB)—, hacia las cuales debían fluir de manera prioritaria los impuestos para pagar a las instituciones financieras. Los recursos restantes serían entregados a la ciudad para cubrir sus gastos.

El gobierno de la ciudad perdió así el control de su presupuesto. Las nuevas instituciones usurparon el poder de los oficiales públicos y empezaron a administrar Nueva York como una corporación. Esto significó frenar las aspiraciones de los sindicatos municipales, despidos en el empleo público, congelación de salarios y recortes en las provisiones sociales (educación, salud pública y servicios de transporte). Los Rockefeller lograron también uno de sus principales objetivos: imponer por primera vez el pago de matrícula en el sistema de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). La democrática ciudad de Nueva York estaba siendo derrotada y el creciente "poder negro" limitado por un golpe financiero tan efectivo en términos económicos como el golpe militar en Chile en 1973 (Harvey, 2005, cap. 2).

Pero los banqueros de inversión necesitaban también rehacer la imagen de la ciudad y la gran pregunta era ¿cómo y con qué recursos? Para esto contaban con una ventaja externa definitiva. El incremento en los precios del petróleo después de la guerra árabe-israelí de 1973 había puesto una gran cantidad de petrodólares a disposición de los estados del Golfo. Ese mismo año, como sabemos hoy en día, los Estados Unidos se preparaban para invadir Arabia Saudita con el propósito de ocupar los campos petrolíferos y reducir los precios del petróleo. Aunque no tenemos certeza sobre la seriedad de estos planes, sí sabemos que el embajador de Estados Unidos en Arabia Saudita negoció un acuerdo para que los petrodólares fueran reciclados a través de los bancos de inversión de Nueva York: los sauditas invertirían en los bancos de Nueva York el dinero que ganaran con el alza de los precios del petróleo, logrando que los Estados Unidos se quedaran con todo el negocio del reciclaje de petrodólares. Nueva York se convirtió entonces en el centro financiero de éste sistema flexible (el imperialismo financiero forma parte de la característica y creciente flexibilidad del postfordismo), lo que llevó al resurgimiento de la economía neoyorquina. Esta industria (junto con los necesarios servicios de apoyo legal y de información) ha florecido desproporcionadamente desde entonces y ofrece una sólida base económica para la ciudad, al igual que un medio para que la élite política y económica restaure y confirme su poder de clase (Álvarez, 2004; Gowan, 1999).

Pero la élite económica y política necesitaba algo más. Reconociendo que la industria manufacturera estaba en problemas, los miembros de dicha élite se propusieron reconstruir Nueva York como destino turístico (ésta fue la famosa época del logo "I ♥ NY" y de intensas campañas de mercadeo), y con este objetivo cultivaron lo que más tarde se conocería como las "industrias culturales" del teatro, los museos y las artes gráficas. El propósito era impulsar el papel tradicional de Nueva York como epicentro de la comunicación y los medios. En este empeño, sin embargo, se enfrentaban con algunas contradicciones. Los recortes en los servicios municipales hicieron de Nueva York, en los años setenta y ochenta, una ciudad difícil y peligrosa. La ola de crímenes y la epidemia de crack, surgidas como reacción al ataque del que eran victimas las clases trabajadoras y a la supresión del "poder negro", pusieron en entredicho la posibilidad de lograr los objetivos de las élites financieras. Además, la clase trabajadora de Nueva York no sucumbió sin luchar. Las protestas dejaban basura pudriéndose en las calles, el mantenimiento del metro se deterioró y los sindicatos de la policía y de los bomberos lanzaron la campaña "NY, ciudad del miedo", que evidenciaba los peligros que corrían los turistas por falta de seguridad. La respuesta fue reinventar la administración urbana como "governance" —como una asociación entre empleados públicos y "accionistas" claves en el futuro de la ciudad como el downtown business partnership, la industria turística, las compañías inmobiliarias (cuando fuera apropiado), y organizaciones laborales, especialmente los sindicatos de la construcción—. La estrategia era asegurar a Manhattan a través de la gentrificación, la oferta de servicios de calidad, la represión policial (que alcanzó su más alto nivel con el revanchismo de la administración de Giuliani) y proyectos de desarrollo exclusivos mientras, por otro lado, se ignoraba el deterioro de los otros distritos de Nueva York (se permitió incluso la desaparición de gran parte del Bronx en una ola de incendios provocados por propietarios del área) (Smith, 1996).

Esta reformulación del proceso urbano en Nueva York fue el inicio de lo que se convertiría en una estrategia global sostenida en dos principios básicos. Primero, en caso de conflicto entre el bienestar de la población y las tasas de ganancia de la banca de inversión, esta última sería privilegiada. Esto se convirtió en el credo de los programas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional después de 1982, cuando la administración Reagan, interesada inicial-mente en abolir el FMI por considerarlo inconsistente con el principio neoliberal del libre mercado, lo reinventó para salvar a México —entonces hundido en la crisis, y que había sido el receptor en los años setenta de préstamos provenientes de los bancos de inversión de Nueva York alimentados con petrodólares—. La ventaja de hacer préstamos a otros países —consideraba en ese momento el líder bancario Walter Wriston— era que los países no podían desaparecer. El FMI se convirtió entonces en un instrumento fundamental para proteger a los bancos de inversión de Nueva York de un posible incumplimiento mexicano. Así como los ciudadanos de Nueva York estaban siendo presionados por el EFBC, la empobrecida población mexicana fue obligada a pagar para salvar a los banqueros neoyorkinos. El segundo principio es que los gobiernos (de cualquier tipo) deben dedicarse al desarrollo de un buen clima de negocios. Para hacerlo deben integrar los negocios privados y el gobierno en un nuevo sistema administrativo; esta idea se ha convertido en un mantra tanto del FMI como del Banco Mundial en sus negociaciones internacionales. Aquí de nuevo se cumple la regla de oro: en caso de conflicto entre el bienestar de la población y el desarrollo de un buen clima de negocios, lo segundo será privilegiado. La justificación es que "una marea alta levanta todos los barcos", aunque esto difícilmente se cumpla. De hecho, abrir las puertas para la liberación de los flujos financieros puede crear más fácilmente un Tsunami especulativo que, al estrellarse contra el paisaje económico, destruya todos los barcos (como en el este y el sudeste asiáticos en 19 9 7-98, o en Argentina en el 2001), y deje tras de sí un escenario de total devastación (Wade y Veneroso, 1998; Petras, J. y Veltmeyer, 2003).

Pero recordemos que inicialmente esta restructuración urbana se proponía lograr que la élite político-económica de Nueva York, representada principalmente por los banqueros de inversión, restaurara y asegurara su poder en un momento en el que el excedente de capital se veía amenazado por la devaluación. Ya que la llamada crisis fiscal de Nueva York fue el momento clave para el surgimiento del neoliberalismo, su impacto ha sido global. La revolución neoliberal, caracterizada por la "financiación de todo" y acompañada por la apertura de mercados globales, el desarrollo generalizado de un buen clima de negocios y políticas de ajuste estructural como la privatización, el disciplinamiento de la fuerza de trabajo y la reducción del Estado con respecto a la provisión de servicios sociales, ha arrasado con el mundo. El poder de clase ha sido restaurado en todas partes o conferido a nuevas élites, como sucede en Rusia y China (Harvey, 2005). Las ciudades están conformadas, cada vez más, por "fragmentos fortificados". La ciudad hoy en día está:

    (...) dividida en diferentes partes que se constituyen, aparentemente, en 'microestados'. Los vecindarios ricos ofrecen todo tipo de servicios: escuelas exclusivas, clases de golf, canchas de tenis y también vigilancia privada a través de policías que patrullan constantemente el área circundante. Estos vecindarios se mezclan con asentamientos ilegales donde se dispone de agua solamente en fuentes públicas, no existen sistemas sanitarios, solo unos pocos privilegiados acceden de manera ilegal al servicio de electricidad, las vías se convierten en barrizales cada vez que llueve, y el hacinamiento es la norma. Cada fragmento parece vivir y funcionar de manera autónoma, aferrándose a lo que ha podido en la lucha diaria por la supervivencia5.

Incluso las llamadas ciudades "globales" del capitalismo avanzado están divididas entre las élites financieras y los mal remunerados trabajadores, consumidos en la marginalización y el desempleo. Durante el boom de los años noventa, la media de los salarios de Manhattan ascendió a una tasa de cerca del 12 por ciento, mientras la de los distritos cayó entre el 2 y el 4 por ciento. Las ciudades han sido siempre lugares de desarrollos geográficos desiguales (a veces de un tipo benevolente y estimulante), pero ahora las diferencias proliferan y se intensifican en formas negativas e incluso patológicas que siembran inevitablemente las semillas del descontento social. La lucha contemporánea por absorber el excedente de capital en una fase frenética de la construcción de la ciudad (observen nada más el crecimiento de los rascacielos en Shanghái, Mumbai, Sao Paulo, o ciudad de México) contrasta dramáticamente con un planeta cada vez más atestado de tugurios. ¿Son éstas las ciudades que representan nuestros más profundos deseos? ¿Construyen ellas el tipo de personas que queremos ser? ¿Son éstas las relaciones a las que aspiramos con la naturaleza?

Éstas son las ciudades neoliberales que el capital ha construido, en su intento desesperado por absorber los excedentes que él mismo crea. En estas ciudades vemos cómo: "las clases acomodadas gozan de la libertad que les proporciona el ocio seguro y, en consecuencia, se interesan lógicamente menos por extender la libertad en la sociedad que aquellas otras clases, que, por carecer de medios, deben contentarse con un mínimo de libertad" (Polanyi, 1997: 397).

La libertad de la ciudad ha sido usurpada por una élite financiera en su propio beneficio. Aún falta que los movimientos populares la recuperen. ¿Es demasiado tarde para imaginar tal posibilidad? ¿Es posible el surgimiento de movimientos sociales urbanos que sean un producto de la ciudad y no se pierdan dentro de sus fragmentos? Si es así, entonces una condición fundamental para el éxito de tales movimientos es confrontar en su raíz el problema de la reubicación del excedente de capital. Y esto significa, simplemente, que la acumulación de capital no puede continuar su actual trayectoria, determinando de manera abstracta nuestros destinos y fortunas, dictando quiénes y qué somos y cómo deben ser nuestras ciudades. Vale la pena luchar por el derecho a la ciudad. Este derecho debe ser considerado inalienable. La libertad de la ciudad está aún por lograrse.


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3. Con excepción de los libros cuyos párrafos son citados en el texto, las otras referencias se presentan en las notas de pie de página en su versión en inglés, tal y como aparecen en la versión original (Nota de la traductora).

4. Kerner commission, Report of the National Advisory Commission on Civil Disorders, Washington, 1968.

5. Balbo, Marcello, citado en National Research Council, Cities Transformed: Demographic Change and Its Implications in the Developing World, Washington, D. c., The National Academies Press, 2003, p. 379.


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