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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.8 Bogotá Jan./june 2009

 

CONSTRUCCIÓN DE TERRITORIOS:
PERCEPCIONES DEL ESPACIO E INTERACCIÓN INDÍGENA Y COLONIAL EN EL CHACO AUSTRAL HASTA MEDIADOS DEL SIGLO XVIII


Carina Lucaioli

Profesora en Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA), carinalucaioli@gmail.com


RESUMEN

En este trabajo analizaremos el proceso de configuración de los espacios de frontera del chaco austral que, hacia mediados del siglo XVIII, habían delineado un territorio entendido como "otro", ajeno al dominio colonial. Para ello, identificaremos las distintas políticas de colonización implementadas, las dinámicas de interacción de los grupos abipones y del sector hispanocriollo –entre sí y con el escenario natural– y las implicancias de los distintos imaginarios construidos en torno al espacio y el nomadismo sobre el proyecto colonizador y las estrategias desplegadas por los grupos abipones para mantener su autonomía.

PALABRAS CLAVE
Chaco austral, abipones, espacio de frontera, territorialidad, siglo XVIII.


ABSTRACT

This article analyzes the dynamics between social interactions and nature. It focuses on imaginary constructions around space, as well as on the different strategies unfolded by the abipones nomadic groups and the colonial actors. In the formation of the borderlands of the austral Chaco in the middle of the 18th century, this space was defined and understood as an "other "that offered a strong resistance to the colonizing project.

KEY WORDS
Chaco, abipones, borderland, territoriality, 18th century.

FECHA DE RECEPCIÓN: OCTUBRE DE 2008 / FECHA DE ACEPTACIÓN: DICIEMBRE DE 2008


Políticas de colonización: el territorio chaqueño como espacio de frontera1

El territorio chaqueño constituyó un espacio de difícil y tardía colonización por parte de la Corona española que, hacia mediados del siglo XVIII, aún no había podido conocer sus geografías ni sujetar a los numerosos grupos indígenas que lo habitaban. En sentido amplio, este territorio se extendía de norte a sur, desde la meseta del Mato Grosso hasta la llanura pampeana –limitada por los ríos salado y Dulce–; y en dirección este-oeste, entre el sistema fluvial Paraná-Paraguay y las sierras subandinas y los Andes bolivianos, abarcando parte de los actuales países sudamericanos de Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay. En función de sus recursos y las características de la vegetación, este enorme espacio conocido como Gran Chaco puede dividirse en tres subregiones principalmente delineadas por los cursos de los grandes ríos que la surcan: el Chaco boreal se extiende al norte del río Pilcomayo; el Chaco central hace referencia al espacio delimitado por este último y el río Bermejo, y, hacia el sur, la porción austral se extiende entre los ríos Bermejo y salado.

La amalgama compuesta por la geografía, los recursos y los grupos indígenas nativos, así como las políticas de apropiación y ocupación territorial implementadas desde el siglo XVI por las distintas potencias colonizadoras en puja –España y Portugal–, dieron como resultado la con figuración de espacios fronterizos2 con características sociopolíticas específicas y particulares de cada coyuntura. En este trabajo analizaremos el proceso mediante el cual las dinámicas de la interacción social, los distintos imaginarios construidos en torno al espacio y las estrategias desplegadas por los grupos abipones y el sector hispanocriollo fueron configurando las fronteras del Chaco austral y definiendo un espacio entendido como "otro" –ajeno al sector colonial–, con una fuerte presencia indígena que oponía una enérgica resistencia a las políticas de dominación por parte de la Corona española. Durante el siglo XVIII, los grupos nómades abipones abarcaron con sus movimientos los extensos territorios del Chaco austral, principalmente los espacios aledaños al río Salado, la cuenca del río Paraná y las inmediaciones del río Bermejo, y si bien hacia la segunda mitad del siglo los encontramos también en las orillas del río Pilcomayo, entablando estrechas relaciones con la ciudad de Asunción, en este estudio centraremos nuestra atención en la zona sur de la frontera oriental. Las primeras referencias al espacio chaqueño se remontan a los inicios mismos de la colonización, cuando los formidables recursos mineros de Potosí no alcanzaron para saciar la sed de riqueza de los conquistadores, haciéndoles volver la mirada sobre geografías inexploradas. Es así que este espacio fue en sus comienzos, como tantos otros, un territorio míticamente construido sobre la existencia de ilusorios tesoros y riquezas legendarias. Poco después, una expedición exploratoria llevada a cabo por Diego Rojas –que partiendo de Perú habría rozado los límites de la gran región chaqueña– no sólo demostraría la inexistencia de tales recursos sino que pondría de manifestó que "aquella sería una frontera difícil, áspera e inhóspita" (Gullón Abao, 1993: 30). Así, el derrumbe del mito dio paso a los proyectos de colonización territorial, explotación de sus recursos y dominación de sus habitantes.

Este fue el inicio de la ocupación hispanocriolla en el espacio chaqueño. Hacia el último cuarto del siglo XVI ya se contaba con la fundación de varias ciudades en este territorio: Asunción (1541), Santiago del Estero (1554), Tucumán (1565), Esteco (1567), Córdoba (1573), Santa Fe (1573), Salta (1582), Concepción del Bermejo (1585), Corrientes (1588) y Jujuy3 (1593) (Maeder y Gutiérrez, 1995). Sin embargo, los documentos4 dejan entrever un endeble imaginario construido sobre este amplio territorio, apenas respaldado en vagas referencias a geografías desconocidas y a la incontrovertible presencia de las muchas naciones indígenas que lo habitaban. Aunque sin un adecuado conocimiento del territorio, las expediciones realizadas en la primera mitad del siglo XVI permitieron vislumbrar las dificultades y grandes peligros que encerraban esa región y sus indómitos habitantes; pero, también, las grandes ventajas que supondría incorporar ese espacio al dominio colonial y abrir así un camino directo que agilizara la comunicación entre las principales ciudades de las gobernaciones de Tucumán, Paraguay y Río de la Plata. Dentro de ese proyecto se fundó la ciudad de Concepción del Bermejo (1585) en las inmediaciones del río homónimo, en un sitio estratégico para impulsar el comercio entre las ciudades de Tucumán y Santiago del Estero, a la vez que acortar las distancias entre Asunción, Tucumán y el Perú (Zapata Gollán, 1966). Esta fue la primera y única localidad que los conquistadores lograron emplazar en el interior del Chaco, y su temprano despoblamiento (1631), debido a los constantes ataques de grupos indígenas confederados, marcó el fin del asentamiento español en medio de este territorio hasta entrado el siglo XIX. Es así que, durante el período colonial, el espacio chaqueño apenas se definía por los imprecisos límites demarcados por un anillo de distantes ciudades hispano-criollas emplazadas en sus márgenes.

La construcción colonial del "espacio chaqueño" entendido como unidad geopolítica recién comienza a delinearse en el siglo XVII. Como parte fundamental de este proceso, aparece sistemáticamente en los documentos el uso del término "Chaco" para nombrar este territorio que, aunque de límites difusos, aludía en líneas generales al Gran Chaco, tal como lo hemos definido al inicio de este trabajo. Asimismo, comenzaron a registrarse de manera pormenorizada los distintos grupos étnicos que lo conformaban, y las generalizaciones del tipo "naciones bárbaras", "indios rebeldes" o "enemigos", poco a poco cedieron su lugar a numerosas voces indígenas que sirven para designar nombres propios –como guaycurú, abipón, mocoví–, o a creaciones coloniales para tal fin –como frentones–, terminología que evidencia un conocimiento más preciso de la población indígena pero también, y fundamentalmente, una fuerte preocupación por someterla5.

Paralelamente a la construcción del Chaco como espacio ajeno al dominio colonial, tierra de indígenas no dominados, se inició el proceso de configuración y consolidación de sus distintos espacios fronterizos: la frontera occidental, en la jurisdicción del Tucumán; la frontera del Paraguay y la frontera santafesina, que luego se convertiría en el escenario protagónico de las relaciones interétnicas entre los grupos abipones y los funcionarios coloniales. Areces et al. (1993) analizan, para el siglo XVII, la conformación de este espacio considerando la estrecha vinculación entre la incorporación territorial y la conformación de los procesos de producción y estructuración institucional y social. Reconociendo a la ciudad de Santa Fe como frontera –"área de contacto de formaciones sociales diversas" (Areces et al., 1993: 75)–, proponen analizar las relaciones interétnicas como un proceso que, por un lado, habría generado un área de peligrosidad territorial latente mientras que, por otro, habría delineado nuevas modalidades de interacción. Siguiendo esta línea interpretativa, las autoras identifican diferentes espacios de regionalización interétnica con grados de peligrosidad ascendente: el núcleo urbano, de baja peligrosidad y en donde convivían prestando servicios algunos indígenas fuertemente aculturizados y mimetizados con la sociedad colonial; un área intermedia o "colchón" conformada por reducciones de indios calchaquíes y mocoretás, alternadas con chacras y estancias, y, finalmente, el espacio controlado exclusivamente por los grupos indígenas (Areces et al., 1993). Este particular imaginario del espacio fronterizo santafesino en el siglo XVII descansaba en gran medida en el grado de asiduidad y mestizaje cultural alcanzado en las relaciones con los distintos grupos indígenas del Chaco, entre los cuales los abipones representaban el mayor grado de peligrosidad y autonomía respecto a la colonia.

La definición de las fronteras no debe entenderse como la imposición de demarcaciones radicales que separaban ambos espacios sino que, por el contrario, supuso la creación de numerosas políticas de contacto, sumada a que se cuenta con la presencia de representantes de ambos sectores integrados a los espacios percibidos como ajenos: indígenas prestando servicios en las estancias coloniales (Dobrizhoffer, [1784] 1969); evangelizadores, mercaderes y forajidos en el interior del Chaco (Santamaría, 2007). Esta realidad conduce a enfocar los estudios de frontera como espacios transicionales y construidos, evitando la ficción de un único principio de bipartición entre "civilizados" y "salvajes" (Boccara, 2003). Asimismo, es importante señalar que la violencia no fue la única forma que adoptaron esos encuentros. si se desplaza el prejuicio que construye a los grupos indígenas como incapaces de escapar de su "ethos guerrero" (Susnik, 1981), se vuelven inteligibles muchas otras formas pacíficas de interacción: prestaciones de servicios, intercambio s comerciales y el establecimiento o de diálogos entre funcionarios coloniales y grupos indígenas (Nacuzzi, 2006; Nacuzzi et al., 2008).

Paralelamente al establecimiento de contactos más asiduos y estrechos, en el siglo XVII se avanzó en el conocimiento del territorio y sus habitantes. La fundación de reducciones indígenas en el espacio fronterizo santafesino como enclaves de mediación entre el núcleo urbano y el interior del Chaco, nos permite considerar la implementación de políticas de dominación ensayadas exitosamente en otros contextos –como las misiones guaraníticas6– y el establecimiento de nuevos vínculos económicos, políticos y simbólicos con algunos grupos indígenas. Sin embargo, faltaría más de un siglo para conocer por extenso su geografía, explotar sistemáticamente sus recursos, dominar a los grupos nómades y sentar una fuerte e irreductible presencia colonial.

Así, a principios del siglo XVIII, el espacio austral del Chaco todavía constituía un bolsón territorial habitado por numerosos grupos indígenas con notable autonomía y que oponían resistencia al avance colonial. Esta particular soberanía de los grupos indígenas sobre el territorio, lejos de asentarse en una separación radical entre ambos tipos de sociedades, se fue conformando a través de un complejo entramado de relaciones interétnicas –violentas y pacíficas–, mestizajes culturales y adaptaciones relativas al uso del espacio (Lucaioli, 2006; Nacuzzi et al., 2008). Sin embargo, gran parte de estos encuentros aún constituía enfrentamientos armados que retroalimentaban un círculo interminable de violencia: malones indígenas en las estancias y ciudades se seguían de agresiones defensivas por parte del sector colonial, abriendo la puerta a nuevos ataques indígenas. Esta situación era común a los tres espacios fronterizos del Chaco austral: Tucumán estaba asediada por los ataques de los grupos tobas y mocoví (Argandoña, 10-01-1689; Zamudio, 28-12-1705); la ciudad de Asunción recibía el fuerte impacto de los grupos mbayás-guaycurú y Payaguás (Copias de Actas Capitulares del Cabildo de Asunción, 12-11-1692 y 01-12-1704), mientras que la frontera sur sufría, en sus estancias y ciudades, la presión de los abipones y otros grupos confederados atraídos por la riqueza ganadera del espacio santafesino (Bando sobre muertes…, 1701; Cámara, 1710).

Los constantes asedios y el peligro inminente hacían cada vez más difícil sostener la ocupación territorial, realidad que se hacía sentir fuertemente en la frontera tucumana:

    Todo el tiempo que estuvieron retirados [los indios] se aprovecharon los españoles de muchas y excelentes tierras […] poblando en ellas haciendas de mucho precio, hasta que […] permitió Dios, saliesen a infestar las fronteras y hallando descuidados a los españoles ejecutaron en ellos y sus familiares cruelísimas muertes […] llevándose consigo [...] todos los ganados que tenían las haciendas y que cebados de la felicidad de los primeros sucesos y el robo de los ganados, continuaron sus salidas hasta despoblar mucha parte del terreno. (Urízar y Arespacochaga, 24-11-1708)

En este contexto tuvo lugar la entrada perpetrada en 1710 por el gobernador de Tucumán, Esteban de Urízar y Arespacochaga, con el objetivo de someter a los grupos mocoví. Dicha empresa pretendía una acción conjunta con las milicias de Santiago del Estero, Santa Fe, Corrientes y Asunción, aunque sólo fue realizada por Tucumán. Los resultados fueron relativos: por un lado, lograron pacificar a grupos Lule, a la vez que provocaron el desplazamiento hacia el sur de los grupos mocoví (Gullón Abao, 1993; Vitar, 1997); por otra parte, la generosa disponibilidad de ganados de la frontera santafesina atrajo a los mocoví desplazados, que, en rápida confederación con los grupos abipones, hostigaron con renovada fuerza los emplazamientos coloniales (Lucaioli, 2005).

Para ese momento, la defensa de la frontera sur descansaba en unos escasos y desprovistos puestos militares situados en los parajes del Rincón, Rosario, Pergamino, Carcarañá, Arroyos, Paraná y Coronda (Alemán, 1976; Cervera, 1981; Damianovich, 1992). La población de calchaquíes aliados que ayudaba a contener los ataques de los indígenas no reducidos fue diezmada por una epidemia de viruela en 1718, y sus pocos habitantes debieron ser relocalizados en territorios más seguros al sur del ejido urbano, dejando aún más debilitada la defensa de Santa Fe (Lozano, 1941 [1733]). La única salida era "obligar a los enemigos a que retrocedan y vuelvan con sus rancherías a su habitación antigua desde donde como más retirados es cierto que ni serán tan frecuentes sus invasiones ni lograrán como hasta aquí el sosiego que dichos enemigos han tenido" (Actas del Cabildo de Santa Fe, 08-08-1724). Con este objetivo, se llevó a cabo una entrada que sólo demostró la fragilidad de las tropas, desencadenando que, en 1726, se creara la Compañía de Blandengues –cuerpo de soldados pagos– para la defensa de las fronteras (Cervera, 1981; Damianovich, 1987-1991). Amparado en este nuevo recurso, el gobernador de Santa Fe –Melchor Echagüe y Andía– organizó en 1728 y 1729 otras dos expediciones en el interior del Chaco (Damianovich, 1992). No obstante esta ofensiva y los esfuerzos por defender las fronteras, en los años posteriores se recrudecieron los ataques indígenas. En 1730, un informe del Cabildo de Santa Fe expresa

    El evidente peligro en que se halla toda la vecindad […] como de las consecuencias que se seguirán de cualquier invasión del enemigo pues de terror, horror y espanto se despoblarán y demás que desertarán a las ciudades incumbísimas como ha acaecido con gran parte de la vecindad que residía en los pagos de las Saladas por una y otra banda del Culuculú, Rincón, Ascochinga y Coronda, quedaron estos parajes únicos desiertos y despoblados y […] se apoderará este enemigo de este territorio. (Palafox y Cardoma, 14-11-1730)

La necesidad de encauzar estos ataques y afianzar el dominio del espacio colonial adquirió un renovado impulso en el marco de las reformas borbónicas, especialmente en lo relativo a conquistar nuevos territorios y sentar precedente de la Corona española en espacios aún no incorporados –el Chaco, la Pampa y la Patagonia– frente al acechante avance de otras potencias. Hemos señalado que, hacia 1730, esa franja territorial estaba desprotegida y comenzaba a perderse el dominio de terrenos ya colonizados, cedidos por la relocalización de las diezmadas reducciones calchaquíes y el repliegue de las estancias que complementaban el frente defensivo (Calvo, 1993; Areces, 2004). El vacío colonial en esta área era evidente, y las embestidas sistemáticas de los grupos abipones, en confederación con los mocoví, habrían subrayado aún más esta ausencia. Las presiones ejercidas impulsaron un nuevo giro en la empresa de colonización que revitalizó la posibilidad –siempre latente– de implementar reducciones con los grupos nómades abipones y mocoví. Probablemente, la ejecución de esta empresa se vio favorecida, desde el sector colonial, por la experiencia previa con reducciones indígenas en el siglo XVII, y su impronta en la representación fronteriza como espacios de amortiguación de los conflictos bélicos entre el Chaco no reducido y la ciudad de Santa Fe habría contribuido a que se aprobasen los gastos para las fundaciones. Por otra parte, desde el sector indígena, también estarían dadas las condiciones para entablar este tipo de negociaciones, y la aceptación de conformar reducciones –muchas veces disfrazada de solicitud en los documentos– se acompañaba de una serie de oportunidades políticas y económicas que los grupos abipones supieron aprovechar (Lucaioli, 2006; Lucaioli y Nesis, 2007; Lucaioli, 2009).

Con el objetivo de entablar comunicación con los grupos indígenas y ofrecerles reducirse, Echagüe y Andía emprendió otra entrada en el interior del Chaco (1733), logrando negociar con uno de los principales caciques mocoví (Cervera, 1907). Luego de dilatadas tratativas que duraron casi una década, en 1743 se fundó san Javier, para indios mocoví (Cervera, 1907). Poco tiempo después, y como resultado de un complejo proceso signado por la entrega de regalos y donaciones –principalmente ganados– (Lucaioli, 2006), se logró atraer a los grupos abipones, fundando para ellos las reducciones de san Jerónimo (1748), en Santa Fe; Concepción (1749), en Santiago del Estero; san Fernando (1750), en Corrientes, y Timbó (1763), en Asunción del Paraguay (Maeder y Gutiérrez, 1995). Hacia mediados del siglo XVIII la política fronteriza del Chaco austral incorpora estos espacios de interacción con el indígena, iniciando una nueva etapa en la percepción del espacio fronterizo chaqueño. Las intensas interacciones devenidas en estos contextos entre hispanocriollos e indígenas podrían interpretarse como un antecedente temprano de la política de acuerdos y tratados de la década de 1770, que dieron inicio al proceso de ocupación y conquista efectiva del territorio chaqueño. Estas cuestiones convocan futuras investigaciones y su análisis sobrepasa los objetivos aquí propuestos.

El chaco austral: un espacio de imaginarios superpuestos

El proceso de construcción de la frontera chaqueña nos permite sostener que, para mediados del siglo XVIII, el espacio no sometido aún constituía un territorio hostil, fuertemente codiciado y muy poco conocido por parte de los sectores coloniales. Esta realidad se ve reflejada gráficamente en los mapas de la época, en donde el Chaco aparece como una zona en blanco vagamente delimitada por un anillo de ciudades y enclaves coloniales (Dávilo y Gotta, 2000). Sin embargo, este espacio aparentemente vacío, que denotaba la débil presencia colonial y el conocimiento incompleto de su geografía, sus recursos y sus habitantes, albergaba numerosos grupos indígenas que conocían íntimamente el territorio, sus ciclos biológicos, sus paisajes y sus límites naturales o culturales impuestos por otros grupos indígenas o por la presencia hispano-criolla. La noción de frontera como espacio socialmente construido adquiere verdadera dimensión al considerar las distintas percepciones y estrategias elaboradas en torno al territorio chaqueño. si bien los documentos representan fundamentalmente la cosmovisión de quien elabora el discurso –funcionarios gubernamentales y eclesiásticos–, los contactos asiduos y las relaciones interétnicas cada vez más estrechas nos permiten acceder, indirectamente, a esos otros imaginarios indígenas solapados bajo el discurso oficial7.

La frontera emerge como un espacio de imaginarios superpuestos que, en la interacción de los grupos humanos, entran en diálogo, se combinan y reconfiguran a lo largo del tiempo dando lugar a procesos de territorialización: mientras que simbólicamente se superponían distintas percepciones en torno al espacio chaqueño, en los hechos, el proyecto colonial buscó asentarse en terrenos ocupados o incorporados a los circuitos socioeconómicos de los grupos nativos. De esta manera, el inicio de la conquista marcó el comienzo de una puja territorial de larga duración entre las potencias europeas y los grupos nativos caracterizada por la implementación sistemática de diferentes políticas de colonización y el despliegue de estrategias indígenas en respuesta a esta nueva situación. Este proceso vendría a sumarse al ya convulsionado espacio chaqueño que albergaba numerosos grupos indígenas –sedentarios, semisedentarios y nómades– con sus propios enfrentamientos y conflictos territoriales8. En este sentido, la presencia hispana en el espacio chaqueño –las ciudades, los fuertes y guardias defensivas, la relocalización de grupos indígenas en pueblos de reducción, la navegación de los ríos y las expediciones por tierra– significó, esencialmente, la incorporación de nuevos actores sociales al entramado de las relaciones interétnicas y supuso readaptaciones en las estrategias económicas y políticas de los grupos involucrados, sin que ninguno lograra imponerse sobre otro con total hegemonía.

Así, el Chaco continuaba siendo en el siglo XVIII un espacio no controlado por el sector hispanocriollo, ya que "poseen los infieles un territorio muy extendido, en que nunca se pensó llegasen a ocupar" (Salcedo, 20-07-1734). Esta particular autonomía debe analizarse principalmente en función de la resistencia ofrecida en dos órdenes simultáneos y, en cierta medida, solidarios entre sí: por un lado, la rudeza de la geografía chaqueña, que hacía aún más difícil su conquista, y, por otro, la tenaz intransigencia y la alta movilidad de los grupos indígenas nómades –abipones, mocoví, tobas, charrúas y payaguás, entre otros–, que dificultaba su localización y posterior sometimiento. El espacio geográfico brindaba asilo y refugio a numerosos grupos indígenas conocedores del territorio, a la vez que ellos, en su lucha por su autonomía, ofrecían resistencia al avance colonizador. La conjunción de estos aspectos preocupaba al gobernador de Santa Fe, Francisco Antonio de Vera Mujica, quien en 1743 escribe:

    La distancia que tiene esta campaña es espaciosa y muy fragosa y sólo se puede penetrar con logro siendo el número de gente crecida para ollarla toda en busca de los indios infieles que ordinariamente andan fugitivos por los montes y bosques. (Vera Mujica, 08-03-1743)

La despareja relación entre el exhaustivo conocimiento y dominio del terreno por parte de unos frente a la casi total ignorancia de otros constituye una pieza clave para comprender el lento avance de las fronteras. Nicolás Patrón –gobernador de Corrientes– ilustra hasta qué punto en 1760 el Chaco constituía un territorio apenas explorado:

    Todavía quisiera tener más extensa relación de los acontecimientos de la referida entrada y espero que me comunicará VM los que llegaren a su noticia, […] las marchas que ha hecho desde Salta hasta el paraje donde retrocedió, la calidad del terreno, los ríos que se han encontrado y todo lo demás que pueda conducir a instruirme de aquél país lo mejor que sea posible. (Patrón, 28-02-1760)

Cualquier información sobre el territorio era bienvenida aún en 1767, cuando, en medio de una excursión en el interior del Chaco, un encuentro no violento entre las tropas y grupos indígenas abipones y mocoví brindó "la ocasión de informarse de todas las distancias, que median desde La Cangayé a las ciudades de Corrientes, Santa Fe, Córdoba y Santiago" (Cevallos, 24-02-1767). Estas cuestiones nos conducen a observar las características del espacio geográfico chaqueño atendiendo a las distintas relaciones que los grupos abipones y los sectores coloniales entablaron con el entorno natural, y a analizar cómo influyeron estas variables en la autonomía chaqueña y el proceso de avance colonial hacia mediados del siglo XVIII.

Geografía, recursos y personas

El Chaco austral está conformado por una amplia llanura que, como hemos señalado, se extiende entre los ríos salado y Bermejo. En la actualidad esta región abarca aproximadamente 270.000 km², ubicados dentro del territorio de la República Argentina, comprendiendo la totalidad de las provincias de Chaco y Santiago del Estero y parte de las provincias de Tucumán, Salta, Catamarca, Córdoba y Santa Fe. Para el siglo XVIII, su gran extensión hacía sumamente difícil la conquista, ya que

    Si de una sola, o de dos jurisdicciones se hiciera la entrada, los infieles se retirarían a las tierras fronterizas de la otra sin podérseles dar alcance, respecto de que cuando llega la gente de cualquiera de las provincias a la inmediación de sus tolderías, llegan fatigados sus caballos, teniendo los suyos descansados los infieles, y por consiguiente en estado de retirarse, burlándose como lo han hecho otras veces. (Cevallos, 15-02-1759)

El Chaco austral y central son considerados por la bibliografía académica como el territorio natural de los grupos abipones (Canals Frau, 1953; Susnik, 1971; Saeger, 2000), y, si bien debemos considerar que la distinción entre las distintas regiones del Chaco se debe a una clasificación contemporánea –sin influencia en la percepción del espacio por parte de los grupos indígenas–, casualmente existe cierta correlación entre los límites geográficos impuestos por los grandes ríos –principalmente, por los ríos salado y Pilcomayo– y los límites territoriales9 definidos por los circuitos de movilidad de los abipones. En este sentido, aunque los cauces de agua no significaron obstáculos infranqueables, pareciera ser que sí coinciden con demarcaciones espaciales de los territorios considerados como propios y aquellos de circulación restringida (Lucaioli, 2005).

El espacio asociado a la movilidad de los grupos abipones consiste en una amplia llanura salpicada de numerosas zonas deprimidas de origen tectónico que forman humedales. Las ondulaciones del terreno inciden en determinados segmentos de los ríos salado y Bermejo generando la divagación de sus cauces. Esta particularidad transforma el paisaje creando abanicos de pequeños ríos muertos (cañadas) que sólo se reactivan en la estación de las grandes lluvias (verano) y, cuando lo hacen, forman pequeñas lomadas (albar-dones) que, al alternarse con el terreno deprimido de estos cauces (madrejones), conforman superficies irregulares, en las cuales suelen formarse esteros y bañados (Morello y Adamoli, 1974). Esta combinación del relieve con la hidrografía, además de la marcada variabilidad pluviométrica que provocaba grandes sequías durante el invierno y fuertes lluvias en verano, constituyeron algunos de los principales obstáculos del avance colonizador10, haciendo dificultosa –si no imposible– la circulación:

    Todo a lo largo y a lo ancho hasta donde la vista abarcaba, no había un palmo de tierra donde posarse; de modo que podría considerarse un verdadero milagro poder sacar los pies o las patas de sus caballos del cieno y del agua. No había duda de que los caminos por los que debería llegarse hasta los escondites de los bárbaros, hasta a ellos mismos les resultaban temibles. (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 93)

Asimismo, "los caballos, sumergidos día y noche en las aguas, con las pezuñas infectadas morían más de los que vivían, no sosteniéndose ya sobre sus patas. Imposibilitados de proseguir la marcha debieron abandonar en el camino unos trescientos" (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 234), de manera que cada expedición necesitaba contar con una amplia reserva de animales que la hacía aún más costosa. Otros inconvenientes complicaban el tránsito por este territorio:

    El camino que debíamos recorrer está lleno en su mayor parte de lagunas cubiertas por juncos y cañas altísimas que crecen enmarañadas a causa de las continuas lluvias; los caballos casi no podían vadearlas y eran constante motivo de tropezones por sus profundos pozos y montículos de hormigas escondidos debajo del agua. El resto del campo, cubierto de agua como un lago no nos dejaba lugar, ni para dormir de noche ni para pacer los caballos. […] una horrible lluvia nos molestó día y noche. Las ropas, el mismo cuerpo, y hasta el breviario destilaban agua. Nuestra única comida era carne de vaca ya putrefacta que empezaba a llenarse de gusanos. […] Pero como en tan vasta soledad no había ni esperanza ni abundancia de otras provisiones, debimos llevarnos esa carne, aunque podrida, para no morir de hambre. (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 212)

Sin embargo, en la época invernal sobrevenían largos períodos de sequía, y "aquella vasta región de tierra se seca de tal modo que no se encuentra ni una gotita de agua dulce ni un ave" (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 19), y la sed podía saciarse "sólo con agua pútrida que encontraban en los charcos y que repelía al olfato" (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 100). Con una adaptación al medio completamente opuesta,

    Los abipones se proveían de todo lo que atañe al uso cotidiano de la vida. Si debido al clima los arroyos se secaban, o los campos estaban desiertos, buscaban bajo las hojas del caraguatá el agua que les quitaría la sed. Frutos llenos de jugo, semejantes a melones, nacían bajo tierra. En los ríos secos cavaban con la punta de la lanza un hoyo hasta ver brotar de él agua suficiente para ellos y su caballo. (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 114)

Pero para la empresa colonial, tanto las lluvias y las crecidas de los ríos como la época de sequías extremas suponían innumerables contratiempos que, sumados al escaso conocimiento del terreno, demoraban la conquista del Chaco. Así, mientras los españoles debían retroceder ante los extensos pantanos o las extenuantes llanuras desérticas, los abipones "han cruzado a caballo, sin ninguna dificultad, lagos y lagunas profundísimas que aquellos consideraron absolutamente intransitables. […] no los atemoriza ni la aspereza de los caminos ni la extensión de la travesía" (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 19).

Los ríos constituían otra fuerte limitación para las tropas. solían cruzarlos en embarcaciones que aletargaban la marcha, y corriendo el peligro de perder animales y pertrechos en las caudalosas aguas o humedecer la pólvora de sus armas de fuego. Contrariamente, esto no limitaba la movilidad de los grupos indígenas, que

    Mientras nadaban sólo sacaban las cabezas de las aguas; y sin embargo hablaban tranquilamente, como suelen hacerlo mientras descansan sobre el césped […]. Atraviesan cuantas veces quieren una gran extensión de agua […]. Lo hacen a caballo, ante el asombro de los españoles al ver a estos animales desplazarse por las aguas [...] regresando a sus hogares con los numerosos animales que habían robado a los españoles. (Dobrizhoffer, [1784] 1968: 124)

Los grupos indígenas preferían instalar sus campamentos sobre las márgenes de los ríos (Vitar, 1997), principalmente porque constituían una rica fuente de recursos vegetales y animales, y por la disponibilidad de agua dulce. La vegetación del Chaco austral estaba condicionada por el clima, que, aunque predominantemente cálido en toda su extensión, favoreció la presencia de cerradas selvas subtropicales en las zonas húmedas del sector oriental y las cuencas de los ríos Paraná y Paraguay. Este particular ecosistema de vegetación exuberante y enmarañada ofrecía un excelente refugio para los grupos indígenas, que "poniéndose en fuga en las fragosidades de los bosques y río que mediaba" (Vera Mujica, 06-04-1756) escapaban de la vista y la sujeción de los españoles: "En estos escondrijos defendieron su libertad los abipones. sus campamentos son como fortalezas y trincheras que tuvieron selvas densísimas como muros, ríos y lagunas como fosas, árboles altísimos como atalayas y algún abipón como vigía y espía" (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 357).

En el otro extremo del territorio, el sector occidental –predominantemente seco– estaba cubierto de extensas zonas de montes alternadas con bosques abiertos de especies vegetales especialmente adaptadas a resistir las prolongadas sequías: troncos de maderas muy duras, presencia de espinas y hojas de cutícula espesa para limitar la pérdida de agua o bien caducas. Entre los más importantes se encontraban el quebracho, el chañar, el mistol, el palo santo y el algarrobo (Morello y Adamoli, 1974). Este último constituía una importante fuente de recursos para los grupos indígenas abipones, ya que con sus frutos preparaban la bebida ritual que compartían en las ceremonias y encuentros multiétnicos celebrados para concretar alianzas matrimoniales o planificar las cuestiones bélicas (Lucaioli, 2005). En estos paisajes

    El clima y el aire […] son muy saludables, y el terreno es muy rico y fértil. Por acá se elevan colinas de suave ascenso, por allá se ven valles cubiertos de altas hierbas que dan el mejor pastoreo a caballos y ganado de todas clases; por el medio están situados bosques y árboles altísimos de toda clase. […] los campos y bosques, ríos y lagos y todo el aire ofrecen la más bella oportunidad para cazar. (Dobrizhoffer, [1784] 1967: 216)

En los sectores degradados por erosión natural o por la interacción del hombre y los animales –proceso que tomó un ritmo vertiginoso durante los siglos XIX y XX con la deforestación a gran escala y la práctica de cultivos intensivos– predominaba una vegetación arbustiva espinosa, como el chaguar, propia de las estepas semiáridas. Así como los grupos indígenas supieron aprovechar los escondrijos de las selvas como refugio, también recorrieron las extensas llanuras semidesérticas en busca de presas de caza y ocuparon los bosques abiertos y los montes que prometían recursos específicos como la miel o el algarrobo. En cuanto a los recursos animales, la fauna autóctona del Chaco austral –en la actualidad fuertemente diezmada– contaba con la presencia de coipos (aguarachay o nutria gigante), pecaríes, aguarás, guazús, ciervos de los pantanos, jaguares y yacarés, para nombrar sólo los más importantes, "pues por todas partes se encuentra una multitud tan increíble cuan variada de fieras extrañas, de peces, anfibios y aves" (Dobrizhoffer, [1784] 1967: 216).

A su vez, el ecosistema chaqueño había incorporado a la flora y fauna autóctonas numerosas especies exógenas traídas por los colonizadores. Algunas de estas nuevas especies, como los cereales o el cultivo de la vid, se mantuvieron por mucho tiempo casi exclusivamente dentro del circuito de explotación hispanocriolla11; pero muchas otras, como el ganado bovino y equino, se reprodujeron con notable rapidez ocupando las extensas llanuras de pastoreo y fueron incorporadas por los grupos indígenas como importantes recursos económicos12. Por otra parte, las características del espacio propiciaron la orientación ganadera del sector productivo colonial (Schindler, 1985), lo que favorecía aún más la presencia de una gran cantidad de animales en el territorio: "Es en toda esta provincia benigno el temple más cálido que frío, y por eso a propósito para todo género de frutos y cría de ganados mayores, a que se aplican con mayor cuidado sus habitadores" (Urízar y Arespacochaga, 24-11-1708).

Así, para el siglo XVIII, el paisaje incluía la presencia de vacas, caballos, mulas y ovejas, que en poco tiempo se habían convertido en una importante fuente de recursos –coloniales e indígenas–, en calidad de alimento, transporte, objetos para el intercambio y/o aprovechamiento de productos derivados como el cuero, los cuernos y la lana. Es interesante señalar la ajustada adaptación lograda por los grupos indígenas en el uso de estos animales respecto al medio natural. En poco tiempo, se volvieron diestros jinetes que circulaban a caballo por terrenos en donde no se atrevían o no podían cabalgar los españoles. Asimismo, desarrollaron estrategias originales para transportar miles de cabezas de ganado arriándolas a través de los caudalosos ríos (Dobrizhoffer, [1784] 1968).

Por otra parte, el paisaje también se vio modificado por la incorporación de estas especies y su veloz ritmo de crecimiento:

    Infinitos rebaños de vacas que estaban expuestos sin ningún dueño colmaban todos los campos, cuando los toros se enfurecen suelen clavar los cuernos en tierra; de allí que por todas partes haya esos pozos tanto más peligrosos cuanto que, cubiertos por el agua, no pueden ser descubiertos ni evitados por los jinetes. Miden más de un codo de ancho y de profundidad. Si uno de los cordobeses llega a caer con su caballo en uno de esos pozos oculto bajo el agua, lo seguirán todos sus compañeros. (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 95)

Esta degradación del terreno constituyó otro obstáculo para el tránsito de las tropas coloniales, reforzando la disparidad en la capacidad para circular por el territorio respecto a los grupos indígenas, quienes no sólo transitaban a diario por estos espacios sino que lo hacían llevando consigo sus familias, pertenencias y numerosas cabezas de ganado destinadas al consumo y, mayormente, al intercambio (Dobrizhoffer, [1784] 1968).

El nomadismo: una cuestión de perspectivas encontradas

Si para los colonizadores el paisaje chaqueño constituía "un laberinto, inmensa planicie árida, muchas veces con selvas, lagunas, lagos, pantanos y ríos que impiden el acceso a los españoles, o la salida; siempre arduo, muchas veces peligroso" (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 357), para los grupos abipones estos espacios eran conocidos y visitados en diferentes épocas del año, según la disponibilidad de los recursos:

    Supieron por la práctica y la experiencia en qué lugar y en qué tiempo podían buscar y encontrar jabalíes, ciervos, gamos, distintos tipos de conejos, avestruces, huevos de avestruz, osos hormigueros, carpinchos, nutrias, raíces comestibles, frutos de palmeras y otros árboles. Y cuando la tierra no les ofrecía todo esto en una época, emigraban aquí o allá, cambiando consigo sus casas. (Dobrizhoffer, [1784] 1969: 352)

El nomadismo le permitió a los grupos indígenas maximizar sus posibilidades sociopolíticas13 y económicas en sentido amplio, más allá de las actividades tradicionales de caza y recolección orientadas a la subsistencia (Lucaioli, 2005; Nacuzzi et al., 2008). En este sentido, constituía una herramienta clave que hacía posible, mediante dinámicos y programados movimientos territoriales, adaptar la conformación de las unidades sociales a las distintas estaciones del año14; conseguir recursos para el consumo o para el intercambio por otros productos codiciados de valor económico o simbólico; renovar o quebrar las alianzas interétnicas celebrando encuentros con otros grupos e, indirectamente, fortalecer el liderazgo de determinados individuos mediante el despliegue de acciones bélicas exitosas. El nomadismo, entonces, podría ser considerado un "hecho social total" –a la manera de Mauss (1979)–, en cuanto atravesaba y cohesionaba aspectos relativos a la organización territorial, social, política, económica y ceremonial de los grupos abipones.

Esta dinámica y su representación por parte del sector colonial ejercieron presiones contradictorias en el proyecto de ocupación territorial: por un lado, el nomadismo constituyó una estrategia clave en el mantenimiento de la autonomía indígena, en cuanto obstaculizó por largo tiempo la localización de los grupos y el establecimiento de relaciones duraderas; por otro, la particular interpretación del sector colonial –que asoció la movilidad con ausencia de territorialidad– sirvió como justificativo moral de la conquista como apropiación de "espacios vacíos".

En ambos casos, subyace la noción de que los grupos indígenas carecían de territorios, probablemente como resultado de una construcción fuertemente referenciada en el imaginario occidental tendiente a hacer coincidir los límites étnicos con los territoriales. Así, la incongruencia planteada entre estos parámetros interpretativos y el nomadismo de los grupos abipones, que "no tienen casa fija" (Lozano, 1941 [1733]: 62) y "vagueaban por el Chaco" (Arnau, s/f), llevó a negar otras formas posibles de territorialidad (Nacuzzi, 1991; Lucaioli, 2005). A su vez, esta construcción simbólica habría repercutido negativamente en los proyectos fronterizos, evidenciando la ineficacia de aplicar aquí políticas de dominación históricamente ensayadas en otros contextos. Desde la perspectiva occidental, la relación dicotómica entre grupo étnico y territorio suponía que la colonización podía comenzar por la conquista de cualquiera de estos aspectos y extenderse al otro transitivamente, posibilitando de forma conjunta dominar a los grupos humanos y ocupar sus espacios, como ocurrió con los grupos indígenas sedentarios, rápidamente incorporados a las colonias y repartidos en reducciones o encomiendas. Ciertamente, el nomadismo indígena dificultaba –aún a fines del siglo XVIII– el encuentro pacífico o violento con los grupos y, paralelamente, obstaculizaba la construcción de un mapa étnico y territorial. Al respecto, el explorador Félix de Azara advierte:

    Cuando yo designe los lugares habitados por estas naciones, no debe creerse que ellas sean estables, sino que el lugar indicado es como el centro del país que habitan: porque todas son errantes más o menos, en la extensión de cierto distrito. (Azara, [1789-1801] 1846: 139)

Esta práctica compleja –que suponía un alto poder de organización y previsión y un conocimiento preciso del territorio, la distribución de sus recursos15 y sus ciclos de disponibilidad– fue paradójicamente interpretada por el sector colonizador como sinónimo de barbarie, salvajismo e imprevisibilidad (Nacuzzi, 1991; Lucaioli, 2005; Nacuzzi et al., 2008). Nuevamente, la interpretación occidental del nomadismo hizo foco en la ausencia de pueblos fijos, principal obstáculo para la conquista, por el

    Sumo trabajo y desmedida fatiga que cuesta el haber de encontrar con este infame enemigo que habita en tan apartadas distancias y viviendo como fieras amparados de impenetrables montes anegados, pantanos y caudalosos ríos, proceden como relámpagos en sus acometimientos e inmediatamente se desaparecen y no tienen asistencia ni habitación fija en ninguna parte. (ángeles, 06-11-1737)

El nomadismo, entonces, estorbaba la conquista territorial pero a su vez servía como justificativo por partida doble: para apropiarse de estas tierras "sin dueño" y para someter a los indígenas a través de una política civilizatoria "que los conduzca a dejar, con la vida montaraz y silvestre, la viciosa y malvada de sus delitos" (Arriaga, 06-10-1759). Dentro de este contexto, el etnocentrismo español tuvo la certeza de que civilizar era sinónimo de sedentarizar a los grupos nómades. Así, a mediados del siglo XVIII, se convirtió en el objetivo principal de las políticas fronterizas orientadas a "conquistar infieles, descubrir sus tierras, fundarles pueblo, mantenerlos en él" (Patrón, 06-07-1751). Como consecuencia, hacia 1743, en las fronteras del Chaco austral comenzaron a fundarse reducciones indígenas destinadas especialmente a relocalizar a los grupos nómades abipones y mocoví. Dentro de este proyecto, las misiones crearían un entorno estable de interacción con los grupos indígenas que facilitaría el adoctrinamiento cristiano y civilizatorio (Castillos de Araújo Cypriano, 2000). A su vez, y creemos que estas fueron cuestiones de mayor peso en la coyuntura chaqueña, estos pueblos cumplirían funciones defensivas actuando como antemural entre las ciudades coloniales y los grupos no reducidos del Chaco, a la vez que permitirían un flujo de intercambios más fluido y beneficioso, en donde los grupos abipones se posicionarían principalmente como dadores de ganado, obteniendo del sector hispanocriollo objetos codiciados de origen europeo como telas, herramientas de hierro, yerba y tabaco (Lucaioli, 2006; Lucaioli y Nesis, 2007). En este sentido, dichos enclaves fueron espacios de estrecha interacción y mestizaje cultural entre los sectores hispanocriollos e indígenas (Saeger, 2000; Lucaioli, 2006; Nesis, 2005; Lucaioli y Nesis, 2007). si bien este estudio escapa de los objetivos de nuestro trabajo, nos arriesgamos a sostener que las reducciones habrían generado percepciones espaciales originales por parte de los distintos actores implicados –espacios defensivos, de refugio, de aprovisionamiento, de uso estacional, de relación con otros grupos–; asimismo, en este contexto los grupos abipones habrían generado originales estrategias socioeconómicas y políticas para mantener su autonomía e integrar, a su vez, estos nuevos dispositivos de colonización a sus propios paradigmas. Nos contentamos aquí con dejar planteadas estas hipótesis, en vista de futuras investigaciones.


Comentarios

1. Este estudio fue realizado en el m arco de los proyectos de investigación UBACYT F 016 (UBA) Y PIP 5567 (CONICET), dirigidos por la Dra. Lidia R. Nacuzzi, y PICT 34431 (ANPCYT), dirigido por la Dra. Ingrid de Jong. Agradezco especialmente a la Dra. Nacuzzi por su incondicional apoyo y asesoramiento en el desarrollo de mi investigación.

2. Por espacios fronterizos entendemos las zonas de contacto e interacción entre hispanocriollos e indígenas, porosas, permeables y flexibles (Gruzinski, 2000), con límites geográfico-culturales indefinidos y múltiples (Weber, 2003).

3. Hemos citado a las ciudades por sus nombres actuales. las fechas corresponden a las primeras fundaciones, ya que posteriormente las ciudades de Tucumán (en 1685), Esteco (en 1609) y Santa Fe (en 1662) fueron trasladadas y refundadas en otros espacios cercanos, en busca de terrenos más favorables. la ubicación de estas ciudades en el mapa que acompaña este artículo corresponde a sus emplazamientos actuales. Cabe señalar que Esteco y Concepción del bermejo fueron destruidas y abandonadas durante el período colonial, en 1692 y 1632, respectivamente.

4. Para abordar las cuestiones relativas a la construcción de espacios de frontera e imaginarios territoriales, hemos recurrido al análisis y ponderación conjunta de documentos inéditos localizados en el archivo General de indias (AGI) –España–, el archivo nacional de asunción (Ana) –Paraguay–, el archivo General de la nación (AGN) –argentina– y el archivo Provincial de Santa Fe (APSF) –Argentina–; así como a distintas fuentes impresas de jesuitas y viajeros.

5. En otra ocasión hemos presentado un análisis de los gentilicios utilizados en los documentos para referirse a los grupos abipones atendiendo a sus distintos orígenes y el grado de generalización de los mismos (Lucaioli, 2005).

6. Si bien estas misiones fueron el modelo por excelencia, no deben interpretarse las reducciones del Chaco desde este paradigma. la realidad sociocultural de los grupos –nómades y sin prácticas agrícolas– y las características geográficas no habrían permitido alcanzar el grado de organización económica ni el adoctrinamiento religioso logrado con los grupos guaraníes.

7. Acordamos con Bartolomé (2007) en que, en la interacción prolongada y el compromiso de involucrarse íntimamente con otras culturas, los paradigmas simbólicos de los "otros" inevitablemente se imponen al observador, comenzando a matizar las propias perspectivas. Así, el extenso y detallado relato del jesuita Martin Dobrizhoffer ([1784] 1967, 1968 y 1969) –prácticamente una etnografía de los grupos abipones basada en una larga convivencia en las reducciones del Chaco– nos ha permitido asomarnos, más que ningún otro documento, al esquivo imaginario indígena.

8. Para el estudio de la territorialidad de los grupos nómades –cuestión invisibilizada por las fuentes– se deben considerar, por un lado, los amplios espacios involucrados en los movimientos estacionales que no implicaban relación de pertenencia, aunque sí de libre usufructo, y, por otro, la presencia de espacios más acotados, que presentan indicios de haber sido considerados como propios (Lucaioli, 2005; Nesis, 2005). Complejizando aún más esta cuestión, el territorio chaqueño albergaba numerosos grupos indígenas sin nítidas separaciones territoriales, y los espacios reconocidos por cada uno de ellos no necesariamente se restringían a un continuum de tierras, lo que nos conduce a una representación fragmentada y superpuesta de la territorialidad de los grupos nómades del Chaco (Saeger, 2000; Lucaioli, 2005; Latini, 2008, y Braunstein, 2008).

9. Nacuzzi (1998) señaló esta posible correlación entre grandes límites geográficos y étnicos en su estudio sobre la territorialidad de los grupos nómades de la Pampa y norte de la Patagonia.

10. Además de estas características generales, el siglo XVIII fue particularmente variable. varios autores señalan períodos anómalos de grandes lluvias acompañadas de crecidas extraordinarias, cambios en los cursos de los ríos e inundaciones en la zona austral del Chaco desde la segunda mitad del siglo XVII hasta 1710, aproximadamente, y nuevamente a partir de 1750 hasta 1770. Por el contrario, para las últimas décadas del siglo XVIII se reconoce un nuevo período climático anómalo, esta vez acompañado de profundas sequías y fríos extremos (Prieto, 1997; Dussel y Herrera, 1999).

11. Si bien contamos con indicios de abipones que prestaban servicios personales en las estancias santafesinas para la cosecha de cereales o las distintas actividades vitivinícolas de la región mendocina (Dobrizhoffer, [1784] 1969), el cultivo de cereales o viñedos no fue una práctica adoptada y desarrollada por los grupos indígenas, al menos no por fuera de los ámbitos reduccionales, en donde constituyeron actividades impuestas por los jesuitas como parte del proyecto civilizador.

12. No desarrollaremos aquí las importantes adaptaciones asociadas a la movilidad o en lo relativo a las prácticas económicas y alimentarias de los grupos nómades como consecuencia de la incorporación de estos ganados. Un completo estudio sobre el "complejo ecuestre" aplicado a los grupos nómades de las llanuras de América del sur puede encontrarse en Palermo (1986). Asimismo, otros estudios han analizado esta cuestión desde un enfoque más pormenorizado para los grupos abipones (Schindler, 1985; Saeger, 2000; Lucaioli, 2005). La adopción del ganado vacuno y sus ventajas asociadas en relación con la subsistencia, el intercambio y el valor simbólico en cuanto objetos de prestigio han sido trabajadas por Lucaioli y Nesis (2007).

13. Nesis y Lucaioli (2005) han analizado la particular correlación entre la dinámica social y política de los grupos abipones y mocoví, para quienes la organización social era flexible y favorecía la segmentación de grandes grupos en unidades menores, o bien la fusión de varias familias en grupos más amplios (Susnik, 1971 y 1981; Vitar, 1997 y 2003; Saeger, 2000; Braunstein, 2008). Paralelamente, si bien cada unidad reconocía el liderazgo de alguno de sus integrantes, tenían libertad de sujetarse o no a su autoridad, de manera que podían abandonarlo o agregarse a otro grupo, retroalimentando el proceso de reconfiguración social.

14. Los grupos nómades abipones y mocoví habrían desarrollado un ciclo anual de movilidad y estados sociales paralelo a los ciclos estacionales (Paucke, [1749-67] 1943). en la primavera, época de la recolección de la algarroba, las distintas familias se agrupaban y mantenían una intensa actividad social –establecimiento de alianzas, matrimonios, enfrentamientos y celebraciones–; en la época invernal se dispersaban en pequeños grupos para dedicarse a actividades de caza y recolección (Nesis, 2005).

15. Siguiendo a Nacuzzi (1991), reconocemos indicios del íntimo conocimiento del espacio en la existencia de voces nativas utilizadas para denominar determinados paraje s frecuentados por los grupos indígenas en función de sus recursos: "Netagranac Lpatáge, nido de aves, porque a semejanza de las cigüeñas cada año anidan en un gran árbol de este lugar. […] Atopehénra Lauaté, albergue de los lobos marinos" (Dobrizhoffer, [1784] 1968: 17).


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Documentos Citados

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Ángeles, Matías de 06-11-1737. Carta de Matías de ángeles al gobernador de Buenos Aires. Córdoba, 6 de noviembre de 1737. AGI, Buenos Aires 301.         [ Links ]

Arriaga, Julián de 06-10-1759. Real Orden. Madrid, 6 de octubre de 1759. AGI, Buenos Aires 49.         [ Links ]

Argandoña, Tomás Félix 10-01-1689. Carta de Tomás Félix Argandoña al Rey. Tucumán, 10 de enero de 1689. AGI, Charcas 283.         [ Links ]

Arnau, Tomás s/f. Carta de Tomás Arnau al gobernador de Buenos Aires. AGN IX, Corrientes 3-3-6.         [ Links ]

Bando sobre muertes…  1701 Bando sobre muertes hechas por abipones en el paraje de Los Algarrobos. APSF, Legajos Numerados, Carpeta 80.         [ Links ]

Cámara, Juan de la 1710 Testimonio en Relación sobre las hostilidades hechas por los indios y providencias dadas en conformidad de Reales Órdenes. AGI, Charcas 284.        [ Links ]

Cevallos, Pedro de 24-02-1767. Carta de Pedro de Cevallos al Rey. s/d, 24 de febrero de 1767. AGI, Buenos Aires 18.         [ Links ]
15-02-1759. Carta de Pedro de Cevallos a Julián de Arriaga. San Borja, 15 de febrero de 1759. AGI, Buenos Aires 18.         [ Links ]

Copias de Actas Capitulares del Cabildo de Asunción 12-11-1692. Copia de Actas Capitulares del Cabildo de Asunción. Ana.         [ Links ]
01-12-1704. Copia de Actas Capitulares del Cabildo de Asunción. Ana.         [ Links ]

Palafox y Cardoma, Frutos de 14-11-1730. Informe firmado por Frutos de Palafox y Cardoma. Santa Fe, 14 de noviembre de 1730. AGN IX, Santa Fe 4-1-1.         [ Links ]

Patrón, Nicolás 06-07-1751. Carta de Nicolás Patrón al gobernador de Buenos Aires. Corrientes, 6 de julio de 1751. AGN IX, Corrientes 3-3-6.         [ Links ]
28-02-1760. Carta de Nicolás Patrón al gobernador de Buenos Aires. San Borja, 28 de febrero de 1760. AGN IX, Corrientes 3-3-6.         [ Links ]

Salcedo, Miguel 20-07-1734. Carta de Miguel Salcedo a Don Joseph Patiño. Buenos Aires, 20 de julio de 1734. AGI, Buenos Aires 523.         [ Links ]

Urízar y Arespacochaga, Esteban de 24-11-1708. Carta de Esteban de Urízar y Arespacochaga al Rey. Salta, 24 de noviembre de 1708. AGI, Charcas 210.         [ Links ]

Vera Mujica, Francisco Antonio de 08-03-1743. Carta de Francisco Antonio de Vera Mujica al gobernador de Buenos Aires. Santa Fe, 8 de marzo de 1743. AGN IX, Santa Fe 4-1-1.         [ Links ]
06-04-1756. Carta de Francisco Antonio de Vera Mujica al gobernador de Buenos Aires. Santa Fe, 6 de abril de 1756. AGN IX, Santa Fe 4-1-2.         [ Links ]

Zamudio, Juan de 28-12-1705. Carta de Juan de Zamudio al Rey. Buenos Aires, 28 de diciembre de 1705. AGI, Charcas 284.        [ Links ]

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