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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.11 Bogotá July/Dec. 2010

 

LA AUTONOMÍA ETNOGRÁFICA. EL TRABAJO DE CAMPO DE LOS ANTROPÓLOGOS SOCIALES ARGENTINOS ENTRE 1965 Y 19751

Rosana Guber


RESUMEN

Una antropología de la antropología requiere aplicar las nociones de la antropología a la propia disciplina. Esto nos ayudaría a entender las diversas lógicas que subyacen a una disciplina de pretendido carácter universal, y las formas en que los antropólogos creamos las realidades que analizamos y somos creados por ellas. En este artículo analizo la que, considero, fue una de las bases para que un conjunto de antropólogos argentinos autoadscritos como sociales pudiera labrar un espacio a la vez disciplinar y político autónomo, de cara a la academia oficial y a las vanguardias revolucionarias. mi tesis es que un aspecto crucial de esa autonomía radicó en argumentos que provenían de la lógica práctica del trabajo de campo concebido como un recurso metodológico para producir un conocimiento que debía ser, a la vez, académico, político y social.

PALABRAS CLAVE
Antropología argentina, trabajo de campo, etnografía.


THE ETHNOGRAPHIC AUTONOMY. ARGENTINE SOCIAL ANTHROPOLOGISTS' FIELDWORK 1965-1975

ABSTRACT

An anthropology of anthropology urges us to apply anthropological notions to our own discipline. this would help us understand those logics underlying a universal science, and the ways in which anthropologists create the very social world they analyze, while being created by it. here i analyze what argentine social anthropologists used as a basic resource to lay an autonomous disciplinary and political space vis-à-vis offcial academia and revolutionary vanguards. my claim is that a crucial aspect of this autonomy laid on arguments derived from the practical logic of feldwork, conceived of, in the early 70’s, as a methodological resource in the production of academic, political and social knowledge.

KEY WORDS
Argentine anthropology, Fieldwork, ethnography.


A AUTONOMIA ETNOGRÁFICA: O TRABALHO DE CAMPO DOS ANTROPÓLOGOS SOCIAIS ARGENTINOS ENTRE 1965 E 1975

RESUMO

Uma antropologia da antropologia requer aplicar as noções da antropologia à própria disciplina. isso nos ajudaria a entender as diversas lógicas subjacentes a uma disciplina de pretenso caráter universal, e as formas nas quais os antropólogos criam as realidades que analisam e são criados por elas. neste artigo, analiso o que considero ter sido uma das bases para que um conjunto de antropólogos argentinos autoadscritos como "sociais" pudesse lavrar um espaço ao mesmo tempo disciplinar e político-autônomo, frente a academia ofcial e às vanguardas revolucionárias. minha tese é que um aspecto crucial dessa autonomia está radicada em argumentos que provêm da lógica prática do trabalho de campo concebido como um recurso metodológico na produção de um conhecimento que devia ser, ao mesmo tempo, acadêmico, político e social.

PALAVRAS-CHAVE
Antropologia argentina, trabalho de campo, etnografía.

FECHA DE RECEPCIÓN: JUNIO DE 2010 | FECHA DE ACEPTACIÓN: SEPTIEMBRE DE 2010


Un volumen sobre antropología de la antropología amerita, creo, al menos dos refexiones. La primera es que los estudios antropológicos de la propia disciplina suelen ser historias que hacemos los antropólogos de nuestro propio campo. La perspectiva antropológica ha sido débilmente aplicada a una disciplina que somete todo lo existente humano a la crítica relativizadora. La segunda reflexión va en sentido inverso: si, como advirtieron tantos colegas (Stocking, 1968-1982, Cardoso de Oliveira, 1998; Krotz, 1997; Escobar y Res-trepo, 2005, entre otros), no hay una sino varias antropologías (del sur, periféricas, metropolitanas, de nation y de empire-building), ¿estamos corriendo el riesgo de que una disciplina de perfil académico se disgregue en el relativismo?

Quizás el aporte de concebir nuestra disciplina como una y múltiple a la vez sea idéntico al que contribuye la antropología a las ciencias sociales: describir y analizar las alteridades humanas como productos culturales e histórico-sociales. En esta tensión entre identidad y diversidad podemos aprender acerca de las distintas formas de hacer y concebir nuestras antropologías. ¿Qué hicieron las nuevas academias al importar especialidades, métodos y conceptos? ¿Imitaron sus usos en las academias de origen o generaron nuevos conocimientos y nuevas prácticas? Y a su vez, ¿cómo incidieron estos hallazgos de las antropologías periféricas en las metropolitanas?

Enseguida, analizaré un aspecto de la antropología que desarro0llaron algunos hombres y mujeres en la Argentina de comienzos de los años setenta. Siguiendo una noción clásica de reflexividad según la cual esa antropología estuvo permeada por (y fue una activa productora de) las realidades que estudió, podríamos entender cómo esos antropólogos se diferenciaron tanto de las academias antropológicas y sociológicas de entonces como de las vanguardias políticas con las que algunos de ellos se identificaban estrechamente. Mi tesis es que un aspecto crucial de esa diferencia radicó en argumentos que provenían de una construcción disciplinar, la lógica práctica del trabajo de campo. Mostraré aquí que los antropólogos argentinos adscritos o autoadscritos como sociales entre las décadas de 1960 y 1970 (Guber Visacovsky, 2000) concebían al trabajo de campo como un recurso metodológico en la producción de un conocimiento que debía ser, a la vez, académico, político y social.

LA "RADICALIZACIÓN" DE LOS AÑOS SESENTA

En Los intelectuales y los orígenes del peronismo (1994) el antropólogo Federico Neiburg atribuía el surgimiento de la sociología científica o sociología moderna en la Argentina de la segunda mitad de los años cincuenta, al intento de comprender el fenómeno peronista. Su fundador, Gino Germani, lo explicaba como el resultado de un proceso de modernización desigual entre una Argentina urbana, industrial y liberal, y un interior rural, atrasado y caudillesco. El populismo peronista era, según él, un liderazgo tradicional elevado al nivel nacional y respaldado por la migración de la población rural al litoral urbano.

En un contexto político e intelectual signado por la autodenominada Revolución Libertadora que depuso a Perón en septiembre de 1955, la Licenciatura de Sociología fue la perla de la administración reformista en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Comenzó a dictarse en 1957 con orientación interdisciplinaria y empírica, junto a las también famantes Ciencias de la Educación y Psicología. Las ciencias sociales debían ser útiles para resolver los problemas del desarrollo del país y la región.

Debido a esta nueva orientación y a la declaración de "fe democrática" según la cual los concursantes a cargos docentes debían asegurar no haber colaborado con el régimen depuesto, los profesores no sólo no eran peronistas sino que se proponían como adláteres de la nueva universidad. Sin embargo, y pese al acuerdo general en este punto, la situación estaba lejos de ser armónica. La proscripción del peronismo no desterraba a los peronistas de la política, sino que los obligaba a moverse clandestinamente, siempre en confrontación con los poderes de turno investidos en elecciones nacionales y provinciales con el peronismo proscrito. Así mismo, la presencia violatoria de EE. UU. En América Latina y en el sudeste asiático profundizaba la Guerra Fría y encendía a los militantes de inspiración izquierdista. Los estudiantes universitarios, muchos simpatizantes de esta tendencia, se expresaban en movilizaciones callejeras,asambleas y gobierno tripartito de profesores, graduados y estudiantes, según lo establecía desde 1918 la Reforma Universitaria.

El estudiantado estaba tan lejos de los partidos conservadores como del peronismo, al que solía identificar como fascista. Fiel a sus utopías transformadoras, intentaba dar cuenta de un "pueblo" que, sin embargo, le seguía siendo esquivo. Para abreviar esta distancia, los jóvenes licenciados de la Facultad de Filosofía y Letras abrevaban en distintas variantes del marxismo y del existencialismo, y devoraban Cuadernos de la Cárcel de Antonio Gramsci, recientemente traducido del italiano por intelectuales de Córdoba. Sartre se leía junto a Marx, Lenin y Chayanov, Mao y Trotzky, Fanon y el Che. La biblioteca se apartaba del paradigma de la modernización impartido por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y por Germani, y se acercaba a teóricos de la dependencia como Faletto, Cardozo, Nun y González Casanova.

Si bien estas teorías permitían caracterizar más adecuadamente el fenómeno latinoamericano y, en parte, el argentino, no permitían entender por qué el pueblo argentino seguía siendo peronista y cuáles eran los canales secretos para acceder a él. Y aunque los intelectuales progresistas y revolucionarios habían optado por las ciencias sociales para comprender los fenómenos populares y promover la transformación social, sus sujetos políticos les eran renuentes. En esta búsqueda, no bastaban los programas de extensión universitaria en barrios populares, la activa militancia barrial, la lectura de los teóricos de la vanguardia política, ni el contacto con gremios disidentes de la peronista Confederación General del Trabajo. Un comprometido sociólogo recordaba, con pesar, su intento por colaborar con un gremio de trayectoria socialista. Cuando la dirigencia le preguntó qué tenía para ofrecer, sólo imaginó organizarles la biblioteca, opción que le supo limitada ante la contundencia de los nacientes grupos guerrilleros que empezaban a operar en el país anunciando la revolución.

Pero no todo estaba perdido. Las sucesivas políticas oficiales se encargaron de reunir a pueblo peronista e intelectuales de izquierda, siquiera como objetos de una represión común. El golpe militar de la autodenominada Revolución Argentina en junio de 1966 significó la exacerbación del antiperonismo y el antiprogresismo. Julio marcó el fin de la autonomía universitaria, inició una violenta intervención policial, y la consiguiente renuncia de ayudantes y algunos profesores, particularmente en Filosofía y Letras y en Ciencias Exactas. Pueblo e izquierda empezaron a acercarse en los años setenta con la llamada "peronización de las capas medias" y de los sectores universitarios, aunque buena parte de la conducción intelectual progresista se abstuvo de efectuar ese giro.

LA RADICALIZACIÓN DE LOS ANTROPÓLOGOS


La antropología participó de este proceso pero en otra clave. Se convirtió en licenciatura dos años después que Sociología. Sus profesores, la mayoría con cargos del período peronista, no abogaban por el paradigma de la modernización (Visacovsky et al., 1997). Incluso los afanes aplicados que promovía Germani eran tan denostados por la conducción antropológica como el funcionalismo y el estructural-funcionalismo británicos. La antropología social era concebida como la cabeza de puente de una academia espuria en un departamento definido por el Volkerkunde/Volkskunde.

Pese a que Ciencias Antropológicas se impartía en el Museo Etnográfico, un claustro casi conventual con diversas reliquias de pueblos exóticos, sus estudiantes combinaban el gusto por un espacio exclusivo con el interés político que los acercaba a los jóvenes de las otras carreras de la Facultad. Igualmente alejados del peronismo, también abrevaban en el modelo del intelectual comprometido, convergían en las manifestaciones callejeras y participaban en el gobierno universitario. Este clima incidió en la perspectiva que los primeros graduados imaginaron para su disciplina y su propio futuro.

En Anthropológica, una publicación de alumnos avanzados, el editor anónimo afirmaba que "no ignoraremos evasivamente la realidad que nos rodea sinó [sic] que nuestro trabajo se proyectará teniendo como meta el análisis y el mejor conocimiento de nuestra cultura y la de los pueblos hermanos de Latinoamérica" (1962: 2). En el artículo "Antropología, desarrollo y compromiso", Blas Alberti señalaba que "Los antropólogos de hoy deben comprender que el manejo de estos conocimientos pueden servir de instrumentos valiosísimos para operar en el seno de las sociedades que encaran su transformación integral" (1962: 6). Así, "El antropólogo moderno se convierte, por imperio de las circunstancias, en un activo militante en la ‘Batalla de Bienestar’ a la que se enfrentan los países en formación" (Alberti, 1962: 6). A diferencia de la antropología tradicional, operaría con un "compromiso militante" para promover el cambio (Alberti, 1962: 6).

Estos primeros graduados concebían la disciplina como un canal simultáneamente académico y político. La clave residía en el acceso o conocimiento del pueblo, lo cual permitiría predicar sobre y para una sociedad en proceso de una transformación que consideraban inexorable. Ese interés contrastaba, empero, con las prácticas de campo corrientes en la época, en etnología y folklore. Los viajes que dirigían algunos profesores a sitios alejados con población indígena o campesina considerada "tradicional" coincidían con el receso universitario estival. Se extraía alguna información sobre hechos puntuales considerados relevantes para la disciplina –ceremonias, subsistencia, vivienda–. La etnología se abocaba a la mitología indígena, recabada desde una "etnografía de baranda".

La mayoría de los estudiantes de Ciencias Antropológicas aprovechaban estas breves campañas para cumplir con los requisitos de un curso de especialización en arqueología, etnología o folklore. En no pocos casos, estas misiones constituían la primera vez que los estudiantes abandonaban el área metropolitana y se ponían en contacto directo con modos de vida que se veían, olían y escuchaban diferentes2. Entre tanto, la tradición malinowskiana estaba lejos de aplicarse y, más aún, de volcarse a un texto Etnográfico de las características de Los argonautas. Por el momento, la producción etnográfica consistía en reconstrucciones de épocas pasadas o de eventos de cierto exotismo.

Para mediados de los años sesenta empezaron a llegar otros modelos de trabajo de campo. Su coincidencia con la violenta intervención policial del 29 de julio de 1966 los apartó de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y los convirtió en periféricos respecto a la antropología oficial. Varios jóvenes nacidos a fines de los años treinta y durante los años cuarenta convergieron en estos intereses, a los que moldearon en formas diversas según su instrucción antropológica y sus ideas políticas. La invocación al trabajo de campo se tradujo, para algunos, en el corazón de su práctica profesional, y para otros, en el de su retórica y posicionamiento político-académico, pero en todos ocupó un lugar medular.

ANTROPÓLOGOS "TEÓRICO-IDEOLÓGICOS"

Esther Hermitte fue quien primero núcleo estas inquietudes en actividades académicas fuera de la academia ofcial (Hermitte y Herrán, 1977; Hermitte y Bartolomé 1977). Profesora algo mayor que a esta generación (nacida en 1921), acababa de regresar de EE.UU. En 1965 con un doctorado del Department of Anthropology de la Universidad de Chicago, bajo la dirección de un discípulo de Evans-Pritchard, el británico Julian Pitt-Rivers. Tras dictar un seminario en la licenciatura de UBA, fue la única profesora del Departamento de Ciencias Antropológicas que renunció después de los sucesos de julio del 66; los demás renunciantes eran auxiliares docentes (jefes de trabajos prácticos y ayudantes). Desde entonces, y en torno suyo, congregó a un puñado en la Sección de Antropología Social que ella dirigía en el think tank porteño, el Instituto Torcuato Di Tella al que acababa de incorporarse. Su grupo, interesado en estudiar los servicios de salud en la capital argentina, estaba formado por cinco graduados y estudiantes avanzados de la UBA. Uno de ellos era Eduardo Menéndez, quien además fue su becario en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET); Carlos Herrán, otro estudiante avanzado de la licenciatura, era su asistente en una investigación sobre cooperativas de tejedoras de ponchos y productores de pimentón en Catamarca3; Alejandro Isla y Nicolás Iñigo Carrera, sus asistentes de campo en otra investigación sobre la "integración" de los aborígenes en la provincia del Chaco, venían de la vecina ciudad de La Plata y su respectiva carrera antropológica, de orientación más naturalista.

Santiago Bilbao, también graduado de UBA y renunciante en 1966 a su puesto de jefe de trabajos prácticos e investigador del Instituto Nacional de Antropología, obtuvo por intermedio de Hermitte un breve subsidio para culminar su trabajo de campo en el norte de Santiago del Estero. Seguidamente, Bilbao pasó a trabajar como técnico en una entidad oficial, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, haciendo trabajo de campo y redactando informes sobre el Chaco algodonero y obrajero que se convirtieron en artículos (Bilbao, 1964-65, 1968-71, 1975; Guber y Visacovsky, 2002). Se trasladó luego a Tucumán y participó en la organización de una novedosa cooperativa de trabajo agrícola en un ingenio clausurado (Cooperativa Trabajadores Unidos Ltda., Campo de Herrera). Bilbao escribía cada vez menos y trabajaba en actividades de coordinación rural. Sus experiencias previas, junto a la tucumana, demostraban que el trabajo de campo prolongado ganaba proyección y utilidad si se lo empleaba en la resolución de las cuestiones pendientes en el norte argentino, asolado por la pobreza y la emigración. Para ello, descubrió, eran vitales el acuerdo y la participación de los interesados. Los técnicos de Campo de Herrera eran los intelectuales de un proceso de conocimiento donde los trabajadores de un ingenio privado se convertían en "socios" dueños y trabajadores de una cooperativa (Vessuri, 1977; Vessuri y Bilbao, 1976).

Muchos años después Bilbao recordaba que él no hablaba de "antropología social", término que le parecía ligado a las mezquindades del ámbito académico.

    Algunos buscábamos una expresión propia o cercana a nuestra realidad y por eso no le paré [no le presté atención] y menos a las denominaciones, porque empezando por esa ridícula, pomposa y vacía ‘Licenciatura en ciencias antropológicas’ que nos endilgaron y con la cual no podés contestar cuando preguntan: ¿profesión?, no tenés otro remedio que contestar 'antropólogo', porque si salís con el chorizo 'licenciado en ciencias antropológicas', al menos en mente te putean. Y si fuera eso solamente vaya y pase: ciencias del hombre, culturología, etnología, antropología cultural, antropología social, etc. Etc. Bueno, los astutos creaban denominaciones, sin tener en claro qué era lo que denominaban, artificio para defender parcelitas, comúnmente cátedras. [...] yo nunca me consideré antropólogo social, [...] sino simplemente antropólogo a secas, y en el INTA como sociólogo, por lo de sociología rural, no porque yo lo quería así, sino porque eso de antropología al ambiente agronómico no le sabía a nada y hasta algunos lo consideraban una extravagancia. […] Nunca me calentó [importó] eso, ni que me consideraran ‘comprometido’ y miles de ocurrencias más. (Bilbao 2002, com. personal).

Que fuera Bilbao, cada vez más alejado de la academia, y, particularmente, de la de Buenos Aires, quien planteara la irrelevancia de las denominaciones y de la articulación entre antropología social y compromiso dice del lugar de estos dos términos como parte de las contiendas de nivel académico para lograr posiciones en el espectro político-universitario.

Bilbao cultivaba sus intereses en el trabajo de campo que colegas suyos, como Menéndez, adscribían a la antropología social. Pero este colega optaba por textos teórico-políticos. En una compilación junto al francés Alain Touraine (1970) y al colombiano Orlando Fals Borda (1970), sostenía que "el problema del quehacer científico, sea ‘puro’, sea ‘aplicado’, implica siempre quién y para qué se usan los productos" (Menéndez, 1970: 112), además de reconocer el origen de las elaboraciones teóricas y metodológicas en los países dependientes: "una situacionalidad de su quehacer; una búsqueda del sistema de prioridades relacionados con su contexto" (Menéndez, 1970: 120). Lejos de suponer "la negación radical de las técnicas, métodos o modelos teóricos construidos en otras áreas, aun aquellas de las que dependemos socio-económicamente", como las escuelas antropológicas metropolitanas, sugería evitar "el traslado mecánico de dichos modelos y técnicas" (Menéndez, 1970: 120). La observación participante, "descubrimiento de la antropología colonial, más precisamente de los funcionalistas británicos […] ha servido y sirve para revelar información calificada, y de un grado de verificación y calidad, que las otras formas de relevamiento no pueden alcanzar". Debido a la "alta potencialidad" sobre "el sector, grupo o problema social sobre el cual actúa", el antropólogo (Menéndez, 1970: 121) Menéndez instaba a apropiarse de esta técnica adecuándola a "los objetivos autónomos y definidos en función del sistema de prioridades y para una instrumentalización respecto de la que podemos ejercer poder" (Menéndez, 1970: 121, énfasis original).

Esta prédica, encuadrada en una normatividad revolucionaria, producía un contexto de contienda frontal donde la información –también la académica era un arma de guerra. No casualmente, Argentina se polarizaba peligrosamente en una creciente violencia. La antropología resultante de este planteo y también de este contexto era la clandestinización de la práctica investigativa que, según Menéndez, tenía lugar en Vietnam; allí los intelectuales se sumaban a las flas del Vietcong mientras observaban los modos de vida campesinos.

Hasta su partida hacia México en 1975, Menéndez produjo escritos teóricos más que investigaciones empíricas, de tono antiimperialista y antidiscriminatorio en clave de descolonización. La antropología social se consolidaba como opción disciplinaria orientada por premisas políticas, y el trabajo de campo demostraba el compromiso de sus practicantes con sus sujetos de estudio. Bastante afín a la concepción leninista de vanguardia revolucionaria, el posicionamiento del antropólogo ya estaba decidido por su opción político-ideológica, y no por ser el resultado de una investigación prolongada y específica. Para colmo, los posgrados –sólo el doctorado, por entonces– eran poco frecuentes entre los licenciados de Buenos Aires, de manera que muy pocos habían cumplido con todo el trayecto de una investigación de tesis basada en trabajo de campo intensivo. De la primera cohorte ninguno cursó el doctorado y sólo Menéndez defendió su tesis ocho años después en Argentina pero con material mexicano.

ANTROPÓLOGOS SOCIALES COMPROMETIDOS CON EL CAMPO

Quienes vinieron a plantear la articulación entre trabajo de campo, disciplina académica y compromiso político de cara al estudio sistemático e intensivo de relaciones histórico-sociales específicas, sí se definan como "sociales" y llegaron a Argentina entre 1969 y 1974 para hacer sus trabajos de campo doctorales para universidades metropolitanas. Hebe Vessuri había estudiado antropología en Canadá e Inglaterra y se doctoró en Oxford en 1971 para regresar Argentina; Eduardo Archetti, doctorado en París en 1975, procedía de la licenciatura en Sociología de Buenos Aires y cursaba un doctorado en sociología en l’École des Hautes Études con Touraine, aunque en el trayecto viró hacia la antropología social, autoadscripción que mantuvo desde poco antes de iniciar su trabajo de campo en 1973, hasta su muerte en Oslo en 2005. Leopoldo Bartolomé, doctorado en Madison, Wisconsin, en 1975, era licenciado en Ciencias Antropológicas en la UBA. Inmediatamente después de obtener su posgrado, creó la licenciatura en Antropología Social en Posadas, capital de la provincia de Misiones y su ciudad natal. ¿Cómo y por qué planteaban la especificidad disciplinaria de sus trabajos de campo?

Desde Santiago del Estero, su campo doctoral y provincia de origen, Vessuri pasó a San Miguel de Tucumán, donde se afilió a la Universidad Nacional de Tucumán e inició una investigación sobre estructura social y organización económica en trabajadores de explotaciones de caña de azúcar, incluida la de Campo de Herrera, donde trabajaba Bilbao, su compañero desde 1971. La confluencia en el lugar de cooperativistas, activistas sindicales de la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA) –gremio de los proletarios cañeros–, sacerdotes tercermundistas y guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), la inspiraron a redactar dos artículos donde reflexionaba específicamente sobre el trabajo de campo.

En "Técnicas de recolección de datos en la antropología social" (1973a) y "La observación participante en Tucumán 1972" (2002 [1973b]), Vessuri vinculaba críticamente la tradición británica malinowskiana con la realidad latinoamericana y la prospectiva de la transformación social. Sugería discutir "algunos aspectos de la observación participante" atendiendo a "la necesidad de una ciencia creadora, comprometida con el cambio necesario en las estructuras de nuestras sociedades latinoamericanas, independiente de la ciencia desarrollada en los países avanzados y que es la que hasta el presente ha detentado la exclusividad de lo científico…" (2002 [1973b]: 289). Igual que Menéndez, a quien no frecuentaba pero conocía a través de Bilbao, sostenía que los investigadores sociales debían generar conocimientos tendientes a erradicar las desigualdades socioeconómicas de las "masas populares", germen de la "inestabilidad política crónica, que a su vez impedirá el desarrollo" (Vessuri, 2002 [1973b]: 289.). Este compromiso no sólo nacía de un posicionamiento general al que calificaba de "ideológico" en cuanto políticamente implicado4, sino también de "la responsabilidad y lealtad hacia los pobladores a quienes el investigador visita diariamente durante largos meses, responsabilidad directa, acuciante, inmediata" (Vessuri, 2002 [1973b]: 296). Su "contacto directo, en algunos casos íntimo, con un número relativamente grande de personas" revelaba sus necesidades, a la vez que forzaba al investigador a problematizar su posición: "Si el trabajo se hace en un lugar donde hay miseria, enfermedades, desnutrición, falta de elementos esenciales para la vida, el problema de la responsabilidad se hace urgente y ad quiere rasgos particulares característicos de esa circunstancia" (Vessuri, 2002 [1973b]: 296). ¿Acaso se debían "solucionar algunos de los problemas inmediatos de esa gente", "actuar directamente sobre el grupo estudiado brindando elementos que tiendan a aumentar el grado de conciencia de su situación de marginación y los medios para superarla", o "reducirse a la de extractor de información de esa población"? (Vessuri, 2002 [1973b]: 296).

    Limitarse a la última alternativa era ignorar el núcleo del problema que enfrenta el sociólogo5: nuestro conocimiento debe ser usado para producir cambios humanos positivos, tal como nuestro marco teórico-ideológico los concibe. Es decir que tenemos la responsabilidad como intelectuales de ex presar nuestras opiniones informadas y de comunicar a los poderes públicos y/o a los grupos claves para el cambio los resultados de nuestro conocimiento de realidades tal vez ignoradas, pero que son factores significativos del todo social. (Vessuri, 2002 [1973b]: 297, énfasis mío)

Vessuri exponía así la acuciante y, por entonces, habitual tensión en Tucumán entre las demandas urgentes de la población, las medidas inmediatas del activista político y el mediano plazo del "investigador social–qua científico". De lo que se trataba era de "analizar, interpretar, entender una realidad y transmitirla a esos grupos de referencia que quieren reconstruir la sociedad, procurando hacerlo con la suficiente claridad como para que ya, inmediatamente, pueda ejercer alguna influencia transformadora". Así, calificaba la "participación" del observador participante como "una participación sui generis", pues el investigador "Parte de la base que debe conocer y ana lizar una cierta realidad empírica […] antes de producir soluciones más o menos transformadoras" (Vessuri, 2002 [1973b]: 304). No por eso el aporte científico era apolítico, "aunque su efecto tienda a ejercerse más indirectamente, comparado con la propaganda o la acción armada del militante" (Vessuri, 2002 [1973b]: 304). Sin embargo, reparaba en que "pese a que se argumente hasta el cansancio acerca de la necesidad del conocimiento de la realidad social como precondición sine qua non a la militancia política, el activista político se basa usual mente en un conocimiento somero de la realidad sobre la que aplicará su ideología transformadora procurando producir modificaciones inmediatas en ese medio" (Vessuri, 2002 [1973b]: 304-5). Ello daba como resultado "La emotividad, las consignas irreales, la indiferencia o el desdén total por el aporte científico cuando la interpretación del sociólogo contradice sus esquemas para la acción" (Vessuri, 2002 [1973b]: 305). La consecuencia era "la pérdida de efectividad política al insistir en es trategias y tácticas erróneas" (Vessuri, 2002 [1973b]: 305).

La ocupación de la provincia del Tucumán por las Fuerzas Armadas terminó con la vida de muchos tucumanos y con la experiencia de Campo de Herrera, la detención y tortura de Bilbao, el allanamiento de la oficina de Vessuri, y la liberación de Bilbao, por la opción de salida del país.

Vessuri coincidía con Menéndez en la importancia del posicionamiento político-ideológico del investigador, pero difería en un punto central: el cuestionamiento, si no al concepto de vanguardia, a las dirigencias de la izquierda que operaban en Tucumán –los grupos armados–, poco receptivas a las variantes locales. El antídoto residía en preservar la autonomía intelectual-práctica, más explícita en Vessuri que en Menéndez, del investigador. Y la experiencia tucumana denunciaba esa autonomía, aunque por la negativa, cuando era asediada por las Fuerzas Armadas que la tildaban de "subversiva", y por el ERP, que la desmerecía por funcional al establishment6.

Ni Archetti, ni Bartolomé tematizaron el trabajo de campo en sus escritos, aunque éste fue nodal en sus respectivos trabajos. Archetti y su compañera noruega, Kristi Anne Stolen (1975), analizaban a los productores medios y pequeños de algodón y girasol que comenzaban a intervenir en asociaciones de productores para el control de la comercialización, conocidas como Ligas Agrarias. La presencia de estos antropólogos encontró su final con el avance de grupos paramilitares en 1974 en la cacería de líderes liguistas y de activistas "subversivos", categorías a menudo indiferenciadas. Algo similar sucedía con Bartolomé, quien emprendió un estudio sobre productores de origen ucraniano y polaco dedicados a la yerba mate, el té y el tung, en la provincia de Misiones. Aunque sus productores no participaban plenamente en el movimiento linguista, la polarización política alcanzó a esta provincia cuando el Partido Peronista Auténtico, expresión del peronismo de izquierda y muy próximo a las Ligas, tuvo un resonante éxito en las elecciones legislativas.

Los asesinatos y la asociación entre organizaciones locales y guerrilla rural en el norte argentino involucraban peligrosamente a los antropólogos que, como Vessuri y Bilbao, habían quedado en el fuego cruzado de liguistas, guerrilleros, paramilitares peronistas y Fuerzas Armadas, pero sin ninguno de sus recursos defensivos y ofensivos (Guber, en prensa). El trabajo de campo, mucho más que la retórica en revistas especializadas, era un espacio de suma exposición para estas personas que provenían de otros sectores sociales, que se instalaban a convivir (Hermitte, Herrán, Archetti, Stolen) o decidían frecuentar (Vessuri, Bilbao, Bartolomé) comunidades rurales en las que no contaban con los resguardos del parentesco y de una trayectoria conocida. Esto tenía una sola lectura para los agentes en busca de agitadores de origen universitario, preferentemente de las ciencias sociales, con muy buena retórica, por lo persuasiva y contundente. El aire de familia entre guerrilleros y antropólogos residía en que ambos hacían campo en el medio rural. Ambos abogaban por contribuir al "desarrollo de la conciencia de clase" de la población "del interior" (como si aún se escuchara la voz modernizadora de Germani pero movida a la izquierda), con el espejismo de dos revoluciones rurales, la china y la cubana, y ahora también la vietnamita7. Ruralización y clandestinidad iban de la mano mientras la acción ganaba terreno sobre la reflexión. La revolución estaba "a la vuelta de la esquina".

En tan complejo escenario el trabajo de campo variaba en su significación según el lugar, el momento y el interlocutor. Alguna vez fue imaginado como "campo de instrucción militar y política", donde los jóvenes evadían los controles urbanos tanto estatales como familiares; otras veces era el lugar donde acceder a los sujetos de estudio, o de adoctrinamiento y concientización; podía tratarse también de la instancia donde, gracias a una estadía prolongada y labor sistemática, obtener información o "recolectar datos" cualitativos y/o cuantitativos. A juzgar por las investigaciones de estos antropólogos sociales en las décadas de 1960 y 1970, el trabajo de campo fue una combinación de todos estos elementos. Desde una posición de autonomía intelectual, labrada con gran esfuerzo y creatividad, los investigadores hablaban a la academia, a la política y a la necesidad social. Esa posición estaba lejos de las demandas abstractas a la responsabilidad y el compromiso que requerían la militancia y algunos intelectuales (apodados despectivamente "de café"), y se aproximaba, más de lo que estaban dispuestos a admitir, a las condiciones del trabajo de campo Etnográfico. No casualmente, tanto Hermitte, quien no participaba de esta orientación política, como Vessuri (1973a) citaban prácticamente el mismo párrafo de la famosa introducción de Malinowski. Ahora bien, si el germen de la autonomía antropológica no estaba en el bagaje ideo-lógico-político, ¿de dónde provenía?

¿COMPROMISO CON EL CAMPO O CON LA DOCTRINA?

En un artículo de Vessuri (1977) con material obtenido por ella y por Bilbao, la autora comparaba "el surgimiento y desarrollo de la conciencia de clase y la participación social" en dos establecimientos cañeros: una colonia de finca privada y una cooperativa agropecuaria de producción. "El eje de la comparación está dado por las formas de organización de la producción y la constelación de relaciones sociales concomitantes" (1977: 197), dado que, y siguiendo a Sidney Mintz, el grado de conciencia obrera corresponde a la organización del sistema productivo (1977: 197). En este intento por anclar el concepto de "conciencia de clase" en "agregados humanos reales" (Vessuri, 1977: 200), los conceptos de dueño y socio, trabajador, producción, beneficio , comunidad, sindicato y expectativas futuras variaban profundamente. Vessuri concluía que el sentimiento de pertenencia común de los socios a la cooperativa de producción Campo de Herrera trasuntaba una conciencia de clase más avanzada que la de sus hermanos de finca privada. Sin embargo, aparentemente los círculos intelectuales de izquierda objetaban que esta conciencia, resultado de un arduo proceso organizativo conducido por técnicos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) (Bilbao entre ellos) y dirigentes de los trabajadores, no se había traducido en una lucha inmediata en el nivel político, es decir, los cooperativizados no habían salido a luchar al monte tucumano junto al ERP. Esta presunta objeción era evidente en que, Vessuri afrmaba, la cooperativa no era una opción contrarrevolucionaria ni sacaba "a los obreros de la lucha de clases, como señalan algunos críticos", pues la lucha de clases se definía, según ella, "por un contexto social más amplio", el capitalista (1977: 233). Si, según creía, "los obreros de surco tucumanos nunca estuvieron en la lucha de clases, como lo testimonia ampliamente la historia del movimiento obrero [...] cooperativas como la analizada difícilmente podrían sacarlos de ella" (Vessuri, 1977: 233). Así, "la acción colectiva, acción de clase, a menudo queda como elemento teórico de discusiones intelectuales" (Vessuri, 1977: 233). En todo caso, ella trataba de mostrar que las diferencias "entre las situaciones comunes de los individuos, pertenecientes a esas comunidades (privada y cooperativizada) son muy marcadas", y que esas diferencias surgen "de la distinta articulación social interna y externa característica de cada una de esas comunidades" (Vessuri, 1977: 233). En vez de apelar a principios doctrinarios, Vessuri proponía un tipo de estudio "Desde la perspectiva de la ubicación personal del individuo en las dos comunidades, que es donde se refleja y se vive a nivel local el proceso general de cambio de la sociedad nacional" (1977: 233).

Por su parte, Hermitte y Herrán habían prestado una consultoría para el estatal Consejo Federal de Inversiones, que subsidiaba programas de desarrollo con aportes de los gobiernos provinciales. En 1970, concluían que las iniciativas nacionales para terminar con las desigualdades sociales que promovían la cooperativización de productores de pimentón y tejedoras artesanales en una localidad de la provincia de Catamarca tenían el efecto contrario al esperado. Las cooperativas eran apropiadas por una minoría de pimentoneros y teleras "capitalistas" que contaban con la tierra (pimentoneros), la materia prima (tejedoras de lana de llama y vicuña) y el control de "los canales de comunicación entre la comunidad y la Nación" para la comercialización de sus productos (1970: 296). Así, "El desconocimiento de la función que ciertos roles estratégicos tienen en la estructura social local hace que la implementación de esas iniciativas sea dificultosa y que perduren los vínculos solidarios vigentes" (Hermitte y Herrán, 1970: 296), tales como las relaciones de patrono-cliente. Siguiendo a Eric Wolf, sugerían que el Estado financiador debía otorgarle a la cooperativa "todas las funciones del patrono" para quebrar la relación monopólica y desigual (1970: 315). Hermitte y Herrán habían descubierto, siguiendo la noción de "poder delegado" de Richard Adams, que la cooperativa no modificaba la estructura económica de poder local, cuya cima era, como siempre, la principal beneficiaria.

Bartolomé (2001 [1974]) realizó un estudio sobre la relación entre etnicidad y producción rural en Apóstoles, una localidad del sur de Misiones donde convivían criollos con descendientes de ucranianos y polacos llegados a fines del siglo XIX. Basado en las teorías de Bennett y Fredrik Barth, Bartolomé mostró que el supuesto atraso de estos colonos obedecía a estrategias adaptativas resultantes de la confluencia entre las relaciones productivas y sociales en el país de origen (siervos rurales o minifundistas), la coyuntura de su ingreso a la sociedad argentina y la dinámica productiva y de comercialización de la yerba mate, el tung y el té desde principios del siglo XX, a lo largo de sucesivas y contradictorias políticas económicas nacionales. A diferencia de Hermitte y Herrán, la cooperativa parecía atraer a Bartolomé como la solución para superar los ciclos de superproducción, los abusos de los acopiadores y el constante despoblamiento de las chacras. Esta situación era denunciada por las organizaciones de pequeños y medianos productores de cultivos industriales –algodón en Chaco, Formosa y Santa Fe; yerba y té en Misiones; tabaco en Corrientes– conocidas como Ligas Agrarias, promotoras de una especie de socialismo agrario con principios cristianos progresistas. Sin embargo, estos colonos resentían tanto su uniformización con los colonos de origen criollo como su inclusión en toda iniciativa junto a la contraparte étnica local (ucranianos o polacos). Bartolomé advertía que sin profundos "cambios actitudinales" (2001 [1974]: 322), "El parroquialismo de base étnica [seguiría en su afán de] inhibir o socavar los esfuerzos para organizar a los colonos para la defensa de sus intereses y así alcanzar mayor fuerza para influir en las decisiones políticas y económicas que afectan directamente sus negocios y nivel de vida" frente a los grandes productores y las corporaciones agroindustriales que promovían la brecha interétnica en su propio beneficio (Bartolomé, 2001 [1974]: 317).

Archetti (Archetti y Stolen, 1975), el único que publicó parte de las conclusiones de su tesis en aquella época, estudió a los colonos de origen friulano del norte de Santa Fe. Tras discutir en vena marxista, aunque chayanoviana, por qué los colonos se reproducían en un punto intermedio entre ser campesinos y capitalistas agrarios, sin transformarse en netos empresarios, examinaba el fenómeno de las Ligas en Santa Cecilia. Aunque el volumen en castellano no contenía la sección que dedicaría a las Ligas Agrarias en su tesis, en un artículo publicado en 1988 retomó el análisis presentando sus refexiones acerca del fracaso de estas organizaciones cuyas luchas se encuadraban en el marco legal, mediante protestas públicas, negociación con autoridades provinciales y nacionales, y paros en la entrega de sus productos. Archetti señalaba que, tras la muerte de Perón en 1974, "Los conflictos políticos y armados se aceleran y con ellos la represión gubernamental" (1988: 459), concluyendo en la detención y desaparición de sus dirigentes en 1975 y 1976: "El refugio de muchos de los dirigentes locales será el movimiento cooperativo" (1988: 459). Ahora bien: la represión estatal no explicaba el fracaso liguista en su totalidad. También había que echar una mirada a "ciertas características sociales de los colonos" (1988: 460). En su dimensión religiosa, algunos colonos dejaron de participar en el movimiento ante una "excesiva politización de la Comisión Central de las Ligas" (1988: 460), mientras la Iglesia oficial presionaba en contra de esta organización. En su dimensión política, algunos colonos que eran viejos radicales se alejaron de las Ligas, cada vez más próximas al peronismo (a sus alas más progresistas); según las estrategias de comercialización, los colonos entregaban su producción a la cooperativa local, prefriendo negociar lo mejor de sus rindes con acopia-dores y desmotadores privados de los que eran clientes. Así, los más católicos, partidarios del radicalismo y próximos al sector capitalista privado de comercialización, quedaron enfrentados a las Ligas, integradas frecuentemente por sus propios hijos. Las Ligas fueron, en efecto, un "movimiento de juventud agraria en un contexto de radicalización y alta participación política de la juventud argentina urbana" (Archetti, 1988: 460). El clivaje generacional se acentuó con la represión y terminó aislando a la conducción de sus propias bases (Archetti, 1988: 460).

En suma, para comienzos de los años setenta la cooperativa estaba instalada en el imaginario político como un recurso oficial o autogestionado para revertir el subdesarrollo del norte argentino. Pero estos investigadores encontraban que la cooperativa podía ser rechazada, parcialmente apropiada, cooptada, extinguida o promovida con distintos fines: desarrollo impulsado por el Estado; desarrollo autogestivo; organización sectorial regional; resistencia contra sectores monopólicos; recurso para el enriquecimiento individual o fuente de una conciencia de clase más elevada. Los investigadores intentaban analizar cada realidad empírica abrevando en autores tan diversos como Adams o Wolf, Chayanov o Bennett. Para eso combinaban la comprensión antropológica de la perspectiva de estos productores y trabajadores rurales, en determinada coyuntura político-económica argentina, con cierta mirada crítica acerca de los factores que conspiraban contra la acumulación de capital entre pequeños y medianos productores de commodities, y la mejora de las condiciones de vida de trabajadores sumidos en la pobreza y obligados a emigrar en forma temporal o permanente. Análisis y diagnósticos podían enunciarse con vistas al "desarrollo de zonas atrasadas" o a la "transformación social", pero siempre fundando sus afirmaciones en el campo. A la información accedían a través de censos y encuestas, pero sobre todo mediante conversaciones, participando en eventos familiares y observando el flujo de la vida cotidiana. Los escritos de estos antropólogos están recorridos por diversas situaciones de campo en las que
notaban alguna incongruencia, eran corregidos por sus interlocutores o descubrían casualmente una evidencia hasta entonces no revelada (o secreta). Estas actividades, conocidas como "técnicas de investigación de campo", corresponden a las que los investigadores sociales desarrollan en sus campos concretos, pero concebidas en clave técnica no nos permiten advertir su extraordinaria complejidad: redactaban el boletín de la organización local, discutían con sus informantes demandas al Estado, elaboraban panoramas económicos que los dirigentes usaban en sus negociaciones, dirigían asambleas, coordinaban reuniones en la parroquia, etc. Estas actividades, lejos de constituir una visión sesgada por la simpatía política, aplicaban la premisa básica del trabajo de campo Etnográfico: aprender a conocer como conocen los sujetos de estudio, haciendo lo que ellos y hablando como ellos.

Tal asimilación, que estos antropólogos jamás confundieron con el going native, no se entendía como un vehículo meramente académico, pues participaba de las propias inquietudes de sus poblaciones (su politización, sus utopías, que eran parte de la Argentina de entonces). Para la jerga de la época, y que estos antropólogos reproducían, un profesional no podía prescindir de la perspectiva política, pues el investigador va al campo siempre equipado con teoría, y además, hace política aun cuando opte por la "mera descripción" de costumbres exóticas. Tal era el punto que sostenían Vessuri y Menéndez, aunque ambos diferían. Para Vessuri, el investigador podía sostener cierta autonomía con respecto a los poderes públicos (como mostraban Hermitte y Herrán), o a las dirigencias militantes del ERP o de las Ligas (según revelaban Vessuri, Bartolomé y Archetti/Stolen). La transformación social, la revolución, la liberación nacional, el cambio de estructuras o la batalla del bienestar no encontraban un sujeto homogéneo en Argentina. Ni siquiera definían un objeto de estudio que coincidiera con una sola clase social: la de los trabajadores. En todo caso, estas investigaciones daban cuenta de los múltiples recursos sociales (compadrazgo, relación patrono-cliente, cooperativismo, emigración, producción familiar) a que apelaban distintos sectores que habitaban el mundo agrario argentino, suministrando un panorama más complejo que el pretendido por las dirigencias políticas.

Así, estos antropólogos sociales exponían a sus interlocutores, fundamentalmente en la izquierda intelectual y activista, la necesidad de emprender estudios más minuciosos sobre y con las realidades locales, antes de "bajar" los dictados revolucionarios de los clásicos. Con su crítica labraban un espacio singular del conocimiento social donde la opción teórica no operaba por sí sola sino de cara a la realidad sobre la que pretendían discurrir. Esto no les restaba compromiso a estos académicos, pero ese compromiso miraba, como el
dios Jano, en dos direcciones: hacia una sociedad angostada por la polarización política y hacia el propio campo intelectual que aplicaba recetas provenientes de otros contextos intelectuales, ya fueran metropolitanas o revolucionarias, pero siempre lejos de la experiencia local. Henos aquí con la exclusiva magia del antropólogo social en la Argentina de entonces: el trabajo de campo.

UNA ANTROPOLOGÍA MILITANTE

Ser consecuentes con una perspectiva antropológica acerca de la antropología nos conduce irremediablemente a la reflexividad8, como una propiedad de las relaciones sociales que, en las situaciones de interacción, producen los contextos que las hacen inteligibles para quienes toman parte en ellas (Guber, 2001). En nuestro caso, hemos analizado los relatos Etnográficos de investigadores adscritos a la antropología social en la Argentina de fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, como comunicaciones intencionadas que no sólo informaban sobre las situaciones de campo que ellos estudiaban, sino que producían las realidades que describían. Los fundamentos epistemológicos que siguieron aquellos antropólogos en el campo no se construyeron de manera independiente ni contraria al sentido común que descubrían en las prácticas y las teorías de los lugareños. Al operar básicamente sobre sus mismas lógicas, los métodos de la investigación social que estos antropólogos aplicaban terminaron siendo adaptados a los métodos de conocimiento que elaboraban y aplicaban corrientemente las teleras, los colonos y los peones.

Esta dinámica de relevación y análisis obedece a ciertos principios de la constitución social que han señalado, entre otros, Harold Garfnkel y Aron Cicourel. Según ellos, las actividades con las cuales los miembros producen y manejan las situaciones de las actividades organizadas de la vida cotidiana son idénticas a los métodos que emplean para describirlas (Cicourel, 1973; Garfnkel, 1967; Heritage, 1991: 15). El trabajo de campo intensivo y prolongado incorpora de algún modo a los investigadores, quienes transforman los métodos formulados en la academia en actividades y competencias comunicativas acordes a las que emplean los nativos para conocer, describir y actuar en su propio mundo (Guber, 2001, 2004). Si, como señalan estos autores, la particularidad del conocimiento científico no reside en la pretendida pureza (objetividad, distancia, asepsia) de sus métodos, sino en el ejercicio controlado de su reflexividad y en su articulación con la teoría social, resulta necesario focalizar en el trabajo de campo como la conjunción temporal-espacial donde el investigador genera, a la vez, las condiciones, las herramientas y los frutos de su conocimiento.

Para acometer este proceso, aquellos antropólogos participaban en las situaciones discursivas y no discursivas de interacción cotidiana. Pero este precepto metodológico entrañaba, en esa época del país, peligros muy serios en un contexto que todos advertían –a la vez que coproducían– como cada vez más polarizado y violento. Sin embargo, y tal como he querido mostrar aquí, esos peligros no diluyeron la perspectiva académica de estos investigadores, cuyo principal desafío era participar de la polarización para hacerla social y políticamente más comprensible. En este sentido, el investigador era, literal y a veces fatalmente, el principal instrumento de investigación, involucrándose en distintos grados en las problemáticas locales. Podían analizar como antropólogos y a la vez ejercer la crítica política abrevando en los mismos principios que empleaban los nativos para autodefinirse y definir sus prácticas en el difícil concierto argentino.

Esta perspectiva superaba ampliamente el estrecho marco de la reflexividad que, desde los años ochenta, la literatura antropológica viene entendiendo como conciencia del condicionamiento de la persona social, genérica, étnica, racial, etc., del investigador en el proceso de conocimiento. Aquellos primeros antropólogos adscritos como sociales, entre muchos otros, sabían que su presencia no era ni podía ser neutra, como tampoco podía serlo el fruto de sus trabajos. Pero además, y al mismo tiempo, lograban poner en cuestión, con su misma práctica etnográfica, otras dos creencias que suelen permanecer ocultas a la "conciencia reflexiva" (Bourdieu y Wacquant, 1992): que el conocimiento académico se rige por los parámetros universales de la ciencia, y que la mirada teórica responde a una lógica estrictamente intelectual.

En cuanto a la primera, tanto los conceptos como los métodos de conocimiento están implicados sociohistóricamente, de manera que no puede sostenerse un conocimiento social independiente de sus condiciones sociales y culturales de producción. Ello contradice las pretensiones incluso del marxismo de la época, que afirmaban una concepción "científca" y universal del conocimiento. El artículo de Vessuri nos advierte, en cambio, que el conocimiento no es independiente de sus condiciones de producción, y que las vanguardias políticas pueden desconocer las perspectivas de sus bases; la investigación de Hermitte y Herrán advierte que las dinámicas de la organización local pueden neutralizar las mejores intenciones con que se elaboran los planes nacionales de asistencia. En ambos casos, la herramienta etnográfica por excelencia, la observación participante, se delinea conforme a la situación local: en el Tucumán de 1973 llegó a ser impracticable, y Vessuri debió abandonar el campo, pero casi lo mismo sucedió con la población estudiada, que debió abroquelarse defensivamente en un campo de batalla en el que participaba sólo parcialmente; los límites que debió aceptar la investigadora fueron tan férreos como los que tuvo que afrontar la población ante el avance de organizaciones armadas regulares e irregulares. Por el contrario, Hermitte y Herrán desarrollaron una observación participante guiada, en un principio, por las teleras capitalistas o patronas, hasta que pudieron acceder a la trastienda de las teleras pobres en posición clientelar.

Así, el recurso al trabajo de campo en aquella coyuntura nacional, pero definido localmente, obligaba a los etnógrafos a revisar los fundamentos de sus nociones teóricas y de sus métodos: no sólo para qué y para quiénes producían conocimiento. El mejor trabajo de campo no dependía de que el investigador eligiera las mejores técnicas ni de que optara por tal o cual bando –cientificista o guerrillero–, según lo estipulaba el campo académico de entonces; dependía de la capacidad de desarrollar las habilidades e instrumentos disciplinares adecuados para dar cuenta de las perspectivas de la población local.

La segunda creencia, el epistemocentrismo, se refiere a las "determinaciones inherentes a la postura intelectual misma" (Bourdieu y Wacquant, 1992: 67). La tendencia teoricista o intelectualista supone, según Bourdieu y Wacquant, que las teorías que los académicos elaboramos del mundo social resultan de "una mirada teórica, un ‘ojo contemplativo’" (1992: 69). Hubo dos razones para que aquellos investigadores no pudieran eludir la realidad práctica que estudiaban: sus perspectivas teóricas y la omnipresencia de la violencia política en las vidas de aquellos que estudiaban y en las de ellos mismos. Esta imposible elu-sión hizo que no cayeran en el epistemocentrismo y, probablemente, garantizó su propia supervivencia física. Difícilmente, aquella realidad agraria pudiera ser registrada y entendida como espectáculo teórico sobre el cual sólo teorizar. Las actividades que los etnógrafos desarrollaban en el campo y, por lo tanto, los datos que allí elaboraban no podían desconocer la lógica práctica de sus actores ni permanecer indiferentes a sus decisiones y preferencias organizativas, productivas y políticas, preferencias que no venían de la academia sino de una sociedad en ebullición permanente. Así, estos antropólogos, que podían tener sus preferencias ideológicas, debieron ser sensibles a un clima que algunos de sus informantes vivían como "de inminente transformación", y otros, de riesgosa convulsión. No se trataba sólo de revelar las agendas de las organizaciones de productores; también debían reconocer las del personal eclesiástico, los acopiadores, los productores de áreas vecinas, y hasta los sectores más renuentes a la radicalización. Estar allí, entonces, no era sólo la garantía de haber hecho lo metodológicamente necesario para llevar a cabo una investigación etnográfica; era también conocer a la población, acompañarla en sus preocupaciones y en los modos de expresarlas.

En suma, el trabajo de campo intensivo y malinowskiano conllevaba un compromiso con los sujetos de estudio que consistía en definir un camino de conocimiento, con sus pautas y estrategias, elaborado conjuntamente por investigadores y nativos. Fueron esos mismos antropólogos quienes debieron poner en cuestión las definiciones y los contenidos del trabajo de campo y, reflexivamente, quienes debieron crear la herramienta etnográfica junto a sus interlocutores. Es en este sentido que podemos afirmar, etnometodológicamente, que las investigaciones de nuestros antropólogos sociales incidían en la realidad que estudiaban, reforzando mediante la ratificación de esa proximidad en el campo un estado de turbulencia que ellos –los antropólogos y numerosos nativos– entendían como inminente transformación política y social, y otros, como conmoción y peligrosa transgresión.

Este posicionamiento del investigador como de "exterioridad interna" es precisamente el que encierran los dos términos de la que se conoce como principal técnica etnografía: la observación participante. La tensión irresuelta y omnipresente entre la exterioridad de la observación y la interioridad de la participación es la gran generadora de conocimientos en antropología. En la Argentina de entonces dicha tensión fue, además, un poderoso antídoto contra el dogmatismo.

Así, la vinculación entre trabajo de campo y subjetividad política que estos antropólogos, entre otros cientistas sociales, llamaban compromiso excedía los requisitos de obtener un grado académico o redactar un informe para la entidad financiadora, pero no significaba transformarse en nativo. Componía un sentido común que denotaba la devoción por una forma de conocimiento y por los sujetos implicados en él. La articulación entre compromiso y trabajo de campo estaba tan arraigada que aparecía, incluso, en las generaciones mayores (los nacidos en los años veinte), en trayectorias y posturas académicas y políticas que podían ser antagónicas. El arqueólogo Alberto Rex González, graduado en Columbia, alumno de Julian Steward y profesor de La Plata, se autocalificaba como arqueólogo de campo o, lo que para él era lo mismo, como arqueólogo militante, para diferenciarse de los prehistoriadores "de sillón" que basaban sus estudios en las fuentes secundarias. El arqueólogo Ciro René Lafón, el profesor de la UBA que llevaba a sus alumnos en viajes de estudio a comienzos de los años sesenta, escribió: "El país necesita de una antropología militante que lo conozca de extremo a extremo, con ojos argentinos y con sensibilidad argentina" (1969: 275). Acaso González y Lafón se estaban refriendo a una forma de experimentar la antropología de cara a una coyuntura que transformaba la disciplina misma. El trabajo de campo era su arma y su argumento, su herramienta clave para generar formas autónomas de mirar, escuchar y entender una realidad duramente compleja desde una óptica creadora y esperanzada, y, por eso, extraordinariamente potente.


Comentarios

1 Este artículo es parte del proyecto "Antropología e historia de la antropología argentina", PICT 2006:1728, Argentina. Versiones preliminares fueron presentadas y discutidas en el Instituto Iberoamericano de Berlín (2009) y en la Universidad Nacional de Córdoba (2010).

2 La importancia del trabajo de campo para los jóvenes que hacían la revista se revelaba en una sección final con un extenso listado de "Trabajos de campo" en distintas localidades de la provincia de Buenos Aires, Neuquén, Corrientes, Jujuy, Salta, y hasta Bolivia y Perú. Las estadías llegaban a un mes de duración, preferentemente entre enero y marzo, pero también en julio, agosto y setiembre. Cada viaje cubría varios destinos que perseguían en grupos encargados de excavar, recolectar objetos en yacimientos de superficie, observar y registrar celebraciones y costumbres.

3 También participaba la profesora cordobesa de Historia Beatriz Alassia de Heredia, pues no existía Antropología en esa provincia.

4 El término "ideológico" era profusamente empleado en la literatura de la época, al menos en dos sentidos: como aquí, sinónimo de políticamente orientado, o como lo utilizaba frecuentemente Eduardo L. Menéndez,como sinónimo de "falsa conciencia" (1970).

5 Vessuri hablaba de "sociólogos" y no de "antropólogos", probablemente porque el órgano que publicó este artículo era la Revista Paraguaya de Sociología.

6 En su licenciatura en Antropología Social en la Universidad Provincial de Mar del Plata, Menéndez sufrió prácticamente el mismo asedio, aunque en el ámbito universitario; los grupos paramilitares, por un lado, y los activistas, por el otro.

7 Rural fue también el primer grupo foquista argentino, el Ejército Guerrillero del Pueblo, de inspiración guevarista, y en el que intervinieron dos alumnos de la licenciatura antropológica porteña (Guber, 2007; CGCA 1988).

8 Con el giro posmoderno los antropólogos nos hemos acostumbrado a entender por "reflexividad" la conciencia, a menudo individual, de cómo inciden género y grupo étnico del investigador en su trabajo de campo. Aquí, en cambio, entiendo por "reflexividad" una propiedad del lenguaje y de la constitución de lo social, por la cual las descripciones y afirmaciones sobre la realidad no sólo informan sobre ella; también la constituyen. Esto significa que el código —aquello que decimos de la realidad empírica; aquello que informamos de nosotros mismos en cuanto investigadores— no es informativo ni externo a la situación informada, sino que es eminentemente práctico y constitutivo de ella. Esta propiedad no es exclusiva de una corriente de pensamiento académico; es una propiedad del mundo social y es totalmente constitutiva del conocimiento de sentido común. Por eso Garfinkel afirmaba que las características de la sociedad real son producidas por la conformidad motivada de las personas que la describen. Es cierto que los miembros no son conscientes del carácter reflexivo de sus acciones pero, en la medida que actúan y hablan, producen su mundo y la racionalidad de lo que hacen. Describir una situación es, pues, construirla y definirla (Wolf, 1982).



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