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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.11 Bogotá July/Dec. 2010

 

CHIMILA: LOS INDIOS DE LA SELVA VIRGEN1

Gustaf Bolinder


Durante un buen rato anduvimos por las pantanosas orillas del río Ariguaní, batallando contra toda clase de insectos entre la maleza y los juncos que nos tapaban, buscando en vano los vestigios de algún sendero que mostrara las huellas de pisadas de un ser humano. Finalmente encontramos uno, pero estaba en tan mal estado que tuvimos que dejar atrás la mula de carga, una bestia patitiesa y miserable. Pero no tuvimos que caminar un largo trecho. Muy pronto vislumbramos un techo de paja en un claro. Habíamos llegado donde los chimila.

Apareció una choza muy grande en forma de carpa, totalmente cubierta de hojas de palma y rodeada de árboles de papayo (ver la foto 1). Un indio ya mayor salió a gatas de ella. Tenía un aspecto tan salvaje como se puede llegar a desear. Casi desnudo, con tan sólo un faldón tejido y hermosamente pintado, tenía el pelo largo y llevaba arco y fechas en una mano, y en la otra una muy flosa macana.

Sin embargo, nos recibió con amabilidad. Después de haberle regalado un pañuelo, nos invitó a entrar en la choza. Sabía algunas palabras en español. Entonces ingresamos. Una vez mis ojos se acostumbraron a la penumbra pude ver que se trataba de una choza bien grande y buena.

Era una construcción sencilla, con un techo en forma de silla de montar puesto directamente sobre la tierra. Dos fuegos la iluminaban. Algunas mujeres y niños se habían escabullido en un rincón. Una vieja fea y faca estaba sentada en un banquito junto a la puerta. Le regalamos un espejo que, a pesar de reflejar su poco atractivo aspecto, parecía gustarle inmensamente.

Alrededor de las paredes colgaban canastas y mochilas con utensilios domésticos, maíz y yuca. También se hallaba colgado un gran número de tortugas, las cuales meneaban lentamente sus patas informes, bufando y escupiendo si por casualidad uno se topaba con ellas. Es de esta manera que los chimila conservan carne fresca, porque estos hermosos animales pueden llegar a vivir durante semanas sin comida ni agua. Una gran repisa de listones en una de las paredes laterales estaba llena de canastas con diferentes contenidos. Aunque en el techo había un agujero que ciertamente disipaba en algo la oscuridad del interior, también dejaba entrar el agua de la lluvia. A pesar de todo, los chimila viven mejor que sus vecinos colombianos de la región. En los rincones cuelgan hamacas de algodón teñidas de color café, las cuales, como es común entre los indios, son demasiado cortas para nosotros los nórdicos de gran tamaño.

Y henos aquí, Francisco y yo, sentados en la mitad del suelo, comiendo papaya y husmeando entre las cosas de estos viejos desnudos. La primera cosa que Francisco encontró fue una pasta roja, con la que los chimilas se untaban todo el cuerpo. Nos aseguraron que era muy buena contra las picaduras de insectos. Francisco se alegró, puesto que esta pasta roja era, sin duda, hecha de achiote, aquella que usan los indios ijca para la danza tánican. Es bastante curioso que sea a los chimila, cuyo territorio se encuentra tan distante, a quienes les compren el color.

Encontramos muchas otras cosillas. Hallamos un manojo de plumas introducidas en una bola de cera, usado para adornar el cucharón de la cerveza de maíz en las festas, o bien, para colocarlo en el arco utilizado en el bautizo de los niños. Estos pequeños también tienen un juguetico con plumas metidas en una mazorca. Lo lanzan como una especie de juego de volante. Si bien los chimila por lo general guardan sus cosas en canastas, también fabrican mochilas. Las hacen de tiras gruesas de rafa, muy ralas y completamente diferentes a las que conocimos entre los indios de la Sierra y los motilones. El único instrumento musical que pesqué fue una sonajera hecha de totuma. No quiero insinuar, sin embargo, que en esta materia los chimila fueran menos inventivos que las demás tribus. En sus escondrijos muy bien habrían podido tener otros instrumentos, aunque no tenían ganas de mostrárnoslos. De seguro se dieron cuenta de que todas las cosas que sacaban me gustaban y llegaban a ser mías. No pudieron resistirse a mis lindos objetos de trueque: cuchillos, collares y pañuelos rojos.

Los chimila tenían husos de hilar con ruedas de carey o barro. También tenían ruedas huecas hechas de barro, cosa rara, porque sus tiestos cerámicos eran ridículamente primitivos. Eran de forma irregular y burda. En algunas ocasiones los rollos de barro habían sido dejados como ornamento. Aquí, como entre la mayoría de los indios, las vasijas son fabricadas elaborando rollos de barro y colocándolos uno sobre otro para luego alisar todo con las manos o con un palito de madera.

Los portabebés también eran objetos muy simples: un pedazo de algodón, al parecer tejido, atado a una tira de rafa. Los niños muy pequeñitos, de seguro no son capaces de mantenerse agarrados a esta prenda. De hecho, una de las mujeres no usaba ninguna para sostener su bebecita.

En la medida en que nos lo permitió, revisamos a fondo todas las pertenencias de nuestro anfitrión, y me pareció que era hora de pasar al ataque de sus armas y sus ropas. ¡Y esto resultó bastante difícil! Por nada del mundo quería renunciar a su faldón, y esto teniendo en cuenta que le ofrecí a cambio varios metros de tela de algodón.

Las mujeres chimila llevan más ropa que los hombres. Se visten con una especie de camisón fojo, como el de los kaggabas, pero más largo y tan fno como el que usan los hombres. Aprovisionarme de uno también fue imposible.

Nuestro anfitrión, no obstante, nos condujo hasta la casa de su vecino, en donde creía que el trueque sería más sencillo. Su choza era igual de grande pero, además, tenía un par de cobertizos abiertos en los que guardaba provisiones. También era viejo. Por lo visto, los jóvenes y las muchachas no estaban.

A cambio de un montón de chucherías resplandecientes, de toda la tela de algodón que tenía y de un cuchillo, logré conseguir de este anciano una vestimenta masculina. Cuando por fn se quitó el faldón, descubrí que debajo llevaba una faja y, debajo de ella, a su vez, un cubrepene hecho de totuma. De él también obtuve un arco muy bien hecho, una muñequera de madera y fechas con puntas de hierro, con puntas de madera provistas de puyas y con puntas de bola en madera.

Sorpresivamente, mientras me encontraba husmeando en uno de los cobertizos, encontré a un mulato dormitando en el suelo. Cuando me vio se levantó asustado de un salto. Me contó que llevaba algún tiempo viviendo con los indios. Todo su equipaje era una mochila. Comprendí enseguida que no debía estar en buenos términos con las autoridades del país y que allí había buscado refugio huyendo de la justicia. Nadie busca a los indios colombianos por voluntad propia. Se tranquilizó bastante cuando vio que yo era un extranjero en compañía de un indio.

Dejamos al viejo indio y su huésped y volvimos con la familia vecina. Sólo me faltaba hacerme a una clinaya, una macana del viejo. Le di mi único y último cuchillo, una bayoneta sueca que impresionó enormemente al patriarca chimila. La clinaya es un arma espléndida, hecha de la madera negra, recia y fuerte del árbol de dividivi, y provista de diferentes figuras grabadas. Actualmente tiene, en cierto modo, a los machetes colombianos como modelos.

Los chimila no tienen de modo alguno aspecto de guerreros. Contrario a otros indios que he visto, son facos, raquíticos y encogidos. Sufren en alto grado de jobero (carate). No conozco a otros, distintos a los chimila, que sufran de esta enfermedad. La raza parece haberse degenerado a causa de ella. Según puedo deducir por la información que ellos y otros me han brindado, en la actualidad los chimila son escasos. No está lejos el día de la extinción de esta tribu de antiguos guerreros.

Dije "antiguos guerreros", pues sabemos que los chimila antaño fueron un pueblo grande y poderoso. Durante la Conquista eran, según las crónicas de la época, "casi totalmente salvajes". Andaban desnudos y usaban fechas envenenadas, algo que continuaron haciendo durante varios siglos después. Se dice que otras tribus eran más cultas cuando llegaron los conquistadores. Aparentemente, aún en la mitad del siglo pasado, seguían haciendo peligroso el tráfico de canoas por el río Magdalena.

Recuerdo que los ijca solían contar que, antes de la llegada de los blancos, los chimila vivían más arriba en la Sierra y se enfrentaban constantemente con los ijca. Habrían habitado lo que hoy es Pueblo Viejo. Si eso realmente fue así, es comprensible que sucumbieran después de que los indios de la Sierra y los españoles los obligaran a replegarse hasta las insalubres selvas húmedas. Y es que el lenguaje y la cultura de los chimila son completamente distintos a los de los indios del macizo.

No pude quedarme más tiempo con los chimila. Cambié mis últimos objetos de trueque por objetos etnográficos, y emprendimos nuestro viaje de vuelta hacia el ferrocarril.

Para nuestra sorpresa, llegamos al cabo de unas pocas horas a las obras que la compañía frutera estaba construyendo para llevar el ferrocarril hasta el lugar. Pronto las selvas serán convertidas en plantaciones de banano. ¡El objetivo era convertir la tierra de los chimila en un cultivo! ¡Dentro de poco estos indios se habrán extinguido, sacrificados para que podamos comer más bananos!

Casi un mes después de haber salido de Valledupar llegamos al ferrocarril de Santa Marta. Ningún tren salía ese día para Fundación. No obstante, podíamos alcanzar uno en la tarde en otra estación, en Aracataca. Debíamos pasar dos ríos anchos con los mismos nombres que las estaciones.

¡El río Fundación! Fresco, centelleante y cristalino, corría sobre la arena blanca y las piedras rosadas en el valle de Paurú, acariciando los sinuosos cuerpos cobrizos de las indias. Aquí fluye muerto y gris. Algunas viejas negras cara-tosas, que estaban lavando ropa, se nos tiraban entre esa mazamorra por aquí y por allá, gritando y cubriéndose con la ropa sucia.

Con gran trabajo y mucho esfuerzo, conseguimos ayuda para pasar los ríos. Llegamos bastante tarde a Aracataca. ¡Y había que ver el aspecto que teníamos! Francisco, en especial, estaba de un sucio espectacular. No creo que hubiera podido haber en el pueblo otros seres tan mugrosos como nosotros dos. ¡Y no exagero!

Sólo conocía a dos personas en este lugar, dos revolucionarios venezolanos exilados, muy buenas personas. Uno era médico y el otro general, porque en estas latitudes todo hombre que se precie es lo uno o lo otro, a no ser que se tengan ambos títulos. Donde estos caballeros me aseé. Llegué al tren más o menos limpio y relativamente entero. Juzguen mi sorpresa cuando un señor con salacot, traje de montar y funda de revólver, aparentemente un "gentleman" americano, se me acercó y me habló en sueco. ¡Y no solamente en sueco, sino en puro gotemburgués! Resultó ser un ingeniero de apellido Gibson, nacido en Gotemburgo, que había conocido a mi esposa en Barranquilla, y que había decidido emprender una expedición de rescate, en vista de que nos estábamos demorando demasiado. Había llegado hasta aquí para organizar tal búsqueda, cuando supo justamente que yo ya había llegado. Me despedí con emoción de Francisco, tan mugroso como antes. ¡Ahora sí, a casa! .


Comentarios

1 El texto que se presenta a continuación fue tomado de Gustaf Bolinder, "Chimila – Urskogens indianer", Det tropiska snöfjällets indianer. Från en tvåårig forskningresa till sierra Tairona Och Sierra Motilon, Sydamerika, Estocolmo, Albert Bonniers Förlag, 1916, pp. 227-235. la traducción del sueco fue hecha por Margarita de Zea, quien conservó del original la ortografía de las palabras en castellano y en lenguas indígenas. las imágenes que lo acompañan pertenecen al original. Para más información, véase el artículo precedente en esta misma publicación: juan Camilo Nino vargas, "en las inmediaciones del fin del mundo. los encuentros de Gustaf Bolinder y los chimilas en 1915 y 1920".

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