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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.14 Bogotá Jan./June 2012

 

DEUDA, DESESPERACIÓN Y REPARACIONES INCONCLUSAS EN LA GUAJIRA, COLOMBIA *

Pablo Jaramillo **

** Ph.D. en Antropología Social, University of Manchester, Reino Unido. p.jaramíllo23@uniandes.edu.coUniversidad de los Andes, Bogotá, Colombia

RESUMEN

Mientras que la memoria ha sido un tema privilegiado de análisis para entender situaciones de (pos)conflicto, otras formas de regular la temporalidad de las víctimas han recibido menos atención. Las metáforas sobre la reparación como una "deuda con las víctimas" se encuentran fuertemente enraizadas en el lenguaje sobre justicia transicional. En este artículo, basado en un trabajo etnográfico con comunidades indígenas wayúu, se analiza el lenguaje de la deuda como parte de la labor de legitimación que tienen los procesos de verdad y reparación del Estado. El argumento central es que las nociones de reparación como deuda implican formas de inscribir soberanía estatal en las relaciones con sujetos antes marginados por la violencia, a través de la regulación de la temporalidad. Las reparaciones se convierten entonces en una espera permanente donde no se puede pensar el porvenir por fuera de la sumisión al Estado como soberano.

PALABRAS CLAVE:
Pueblos indígenas, derechos humanos, temporalidad, soberanía estatal, deuda.


DEBT, DISPAIR AND UNFINISHED REPARATIONS IN LA GUAJIRA, COLOMBIA

ABSTRACT

While memory has been a privileged topic of analysis to understand (post) conflict situations, other ways to regulate the temporality of the victims have received less attention. The metaphors on reparation as a "debt to the victims" are deeply rooted in the language of transitional justice. In this article, based on ethnographic work with indigenous Wayuu communities, the language of debt is analyzed as part of the legitimatizing function of truth and reparation processes undertaken by the State. The central argument is that notions of reparation and debt, when dealing with subjects previously marginalized by violence, involve ways of inscribing state sovereignty through the regulation of temporality. Reparations are then transformed into a permanent delay where the future cannot be seen apart from the submission to the State as sovereign.

KEY WORDS:
Indigenous Peoples, Human Rights, Temporality, State Sovereignty, Debt.


DÍVIDA, DESESPERAÇÃO E REPARAÇÕES INCONCLUSAS EM LA GUAJIRA, COLÔMBIA

RESUMO

Enquanto a memória tem sido um assunto privilegiado de análise para entender situações de (pós) conflito, outras formas de regular a temporalidade das vítimas têm recebido menor atenção. As metáforas sobre a reparação como uma "dívida com as vitimas" encontram-se fortemente enraizadas na linguagem sobre justiça transicional. Neste artigo baseado em um trabalho etnográfico com comunidades indígenas Wayúu, analisa-se a linguagem da dívida como parte do trabalho de legitimação que têm os processos de verdade e reparação do Estado. O argumento central é que as noções de reparação como dívida implicam formas de inscrever soberania estatal nas relações com sujeitos antes marginados pela violência através da regulação da temporalidade. As reparações tornamse então uma espera permanente, onde não se pode pensar o porvir por fora da submissão ao Estado como soberano.

PALAVRAS CHAVE:
Povos indígenas, direitos humanos, temporalidade, soberania estatal, dívida.


Introducción

En 2008, durante una visita a una aldea de indígenas wayúu en la frontera entre Colombia y Venezuela, cerca de una pequeña localidad llamada Carraipía, un grupo de mujeres me contó, mientras caminábamos entre casa y casa, por qué todas se negaron a ser reconocidas como víctimas en el más reciente proceso de justicia transicional, conocido como Justicia y Paz. Las razones no eran políticas en el sentido progresivo del término, pero tampoco eran prepolíticas. Para ellas, llegar a ser víctimas implicaba desenterrar a los muertos y "meter papeles". Lo primero era inadmisible, pues minaba la posesión sobre un territorio que incorporan los cementerios. Para lo segundo, me dijeron que "no tenían tiempo". Estas mujeres me hacían notar de manera implícita que el análisis sobre la naturaleza legitimadora que reconocidamente tienen los procesos similares al iniciado por la Ley de Justicia y Paz (cf. Hayner, 2001; Wilson, 2001) no se encuentra completo sin comprender la relación entre la sumisión de la soberanía y las estrategias para controlar el tiempo de las víctimas. Este artículo examina esta relación a través de las nociones de deuda y la espera por el desagravio, asociadas con la reparación por parte del Estado de las víctimas de violaciones a los derechos humanos en el conflicto.

Las tecnologías de regulación del tiempo son un aspecto omnipresente de la vida política y en la experiencia del Estado en América Latina. En Bolivia, por ejemplo, Ton Salman (2004) habla de una "ciudadanía apócrifa" cristalizada en torno a la falla crónica de la inclusión. En Colombia ha adquirido unas dimensiones colosales desde que el Congreso aprobó la Ley 975 de 2005, más conocida como Ley de Justicia y Paz. La mencionada ley declaró el avance de un proceso de justicia transicional bajo la dirección de la Fiscalía de Justicia y Paz, inició una desmovilización masiva de paramilitares y de otros actores del conflicto que desearan hacerlo y creó la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR). Lo paradójico de la iniciativa es que, aunque definió quién constituye una "víctima" (si bien de una forma vaga), nunca se precisó qué es la "reparación". Desde ese momento, hasta la entrada en vigencia de la Ley de Víctimas (1448 de 2011), cientos de miles de personas fueron puestas en una situación de espera permanente. Por otra parte, la Ley de Justicia y Paz estableció un Grupo de Memoria Histórica integrado por científicos sociales de alto peril, quienes serían los encargados de rastrear los orígenes y desarrollo de los grupos armados. En lo que se perila como una forma de gobierno del tiempo, tanto las víctimas que esperan por la justicia como los intelectuales a quienes se les asignan los análisis ex post facto están involucrados en producir sentidos sobre la agencia política. Esta búsqueda de sentido originó el presente artículo y espera contribuir al análisis de lo que significa recibir reparación para los pueblos indígenas que han padecido los efectos del conflicto armado (cf. Viaene, 2010).

Este artículo explora los regímenes de temporalidad implícitos en los esfuerzos de reparación a las víctimas del conflicto armado en Colombia, donde, por un lado, se impone la retórica de la memoria sobre el pasado violento como fórmula para la reconciliación política; mientras que, por otro, se habla permanentemente de la deuda con las víctimas, que, sin embargo, nunca se salda, volviendo la espera un arma política que reproduce la injusticia en el futuro. El lenguaje de la "deuda" se encuentra en un ciclo permanente de producción y apropiación en las relaciones entre el Estado, las víctimas y los intelectuales. Muchas personas rechazan las reparaciones por motivos morales, conceptos divergentes de justicia o desconfianza hacia el Estado. Me concentraré en este artículo, sin embargo, en una forma de desplegar el lenguaje de la victimización en el cual el reconocimiento de una persona como "víctima" se presenta de modo tal que la deuda oficialmente establecida se traslada a la víctima en forma de una demanda de lealtad hacia el Estado. La transferencia de la deuda lleva implícita la capacidad de regular temporal y afectivamente las relaciones sociales presentadas entre el Estado y los ciudadanos antes marginados de manera violenta. En términos generales, mi argumento apunta a prestar más atención a los conceptos de agencia y soberanía implícitos en la materialidad misma de la reparación y en los regímenes de temporalidad que los atraviesan.

Los eventos y las conversaciones que constituyen la base de este texto fueron recolectados en el transcurso de trece meses de trabajo de campo etnográfico, enmarcado en un ejercicio más amplio de antropología colaborativa (ver Hale, 2008), realizado en el departamento de La Guajira y en Bogotá, entre 2007 y 2008, con líderes, familias y comunidades indígenas wayúu que se encontraban en el proceso de denunciar los crímenes cometidos por paramilitares en el extremo norte de Colombia.

Para empezar, reviso el problema del gobierno de la temporalidad y la deuda como estrategia de control de la población y de creación de socialidad. Enseguida, me concentro en la violencia acaecida en un territorio marginal para el proyecto nacional colombiano y en cómo se gestaron las condiciones para que las personas empezaran a demandar la presencia del Estado. En un tercer momento, analizo de qué forma las reparaciones de las violaciones de derechos humanos a manos de ejércitos privados ilegales, aunque tolerados por el Estado, se concibieron como una relación de deuda por parte de los indígenas denunciantes. Luego, paso a describir cómo la deuda se trasladó a las personas a las que inicialmente se les prometió compensación. Finalmente, presento las posibilidades de abrir frentes de acción política e intelectual a través de la ampliación del horizonte temporal sobre el cual se construyen alianzas y conocimiento desde las ciencias sociales.

La deuda y la espera

El lenguaje de la deuda con las víctimas se encuentra profundamente enraizado en las referencias cotidianas y oficiales, ya sean mediáticas o no, sobre el proceso de reparación de víctimas en Colombia. También se encuentra presente en la forma como fueron articulados el multiculturalismo (Greene, 2007) y otras políticas sociales como una apología con respecto a afrentas pasadas. La "deuda histórica" de la que hablan los movimientos indígenas y afrocolom-bianos (Clavero, 2002; Mosquera Rosero-Labbe y Barcelos, 2007) no sólo es interesante por la proyección de conceptos contemporáneos a cuestiones del pasado (e.g., "genocidio', "violación a los derechos indígenas', entre otros), sino porque hurga en los lenguajes de la deuda como forma de reivindicación política. Por las connotaciones morales que conlleva, no es sorprendente que la deuda sea vista como algo naturalizado por sus protagonistas, como senadores, oficiales de campo y algunos intelectuales. Lo que en realidad me inquieta es la capacidad del proceso político de trasladar las nociones de la reparación como deuda a las personas reconocidas como víctimas. En otras palabras, a través de un proceso que exploro aquí, los acreedores iniciales se transforman en deudores del Estado. ¿Cómo pueden entenderse las relaciones de deuda para concebir las estrategias y formas de apropiación del lenguaje de la deuda por parte de personas involucradas en el proceso de reconocimiento de su victimización? Más aún, ¿cómo la espera por la justicia llega a convertirse en una forma de experiencia subjetiva de las nuevas configuraciones de soberanía (cf. Gill, 2009). Expresado de otra manera, ¿de qué forma la contracción de una deuda con el reparador produce afectos sobre y hacia el Estado? Este apartado aborda estas preguntas desde un punto de vista teórico.

La deuda es un tema antropológico tan viejo como la disciplina misma (cf. Malinowski, 1973; Mauss, 2009 [1924]). En la medida en que la deuda constituya una relación que involucre la creación y reconocimiento de obligaciones, responsabilidades y derechos (de propiedad, de uso, entre otros), también traerá consigo una noción específica de socialidad y la circulación de la riqueza y los cuerpos (Sykes, 2005). La deuda tiene implicaciones políticas fundamentales, ya que, como explica Graeber (2011), ésta involucra la relación entre dos entidades iguales (aunque sea sólo legalmente) que, una vez establecida, las hace diferentes (una se vuelve acreedora y la otra deudora). Así, inquirir sobre quién le debe a quién es una manera de formular la pregunta sobre quién tiene poder sobre qué o quién (Peebles, 2010). En términos morales, la cuestión parece evidente, aunque frustrante: deber dinero o favores tiende a ser asociado con inferioridad moral y dependencia de un tercero (Villareal, 2004). Además, la ausencia de relaciones de deuda ha sido clásicamente identiicada como indicador de la autodeterminación individual o colectiva (Peebles, 2010; Simmel, 2011 [1907]); esto es, como el símbolo último de la soberanía.

Una manera de dar respuesta a la pregunta sobre la relación entre deuda, poder y moralidad (que, en últimas, se conecta con la noción de soberanía) es formular la relación desde el punto de vista temporal: ¿quién hace esperar a quién? (Hage, 2009). La deuda aparece así como una forma de regulación del pasado, presente y futuro de la socialidad (Weiner, 1992). Por oposición a otras formas de intercambio, como el trueque, la deuda implica un sentido fuerte de tiempo. Vista desde el punto de la espera, y gracias a su dimensión intrínsecamente temporal, la deuda es en esencia una experiencia subjetiva que involucra lo que Bourdieu llamó illusio, "entendida como la creencia fundamental en el interés en el juego y el valor de lo que está en disputa" (2000: 11. Traducción mía). La reminiscencia de lo que la illusio describe con lo que simplemente llamamos ilusión no es fortuita, así como tampoco dos de sus acepciones. En un primer sentido, ilusión se asocia con delirios y espejismos; estas nociones denotan objetos cuya existencia depende del artificio y el engaño. En un segundo sentido, ilusión invoca la esperanza en el porvenir, una actitud de expectativa en el horizonte temporal cuya expresión desmesurada es la utopía. Así, en la deuda confluye la doble propiedad de las relaciones sociales de generar experiencias orientadas al futuro y del carácter construido de la realidad.

¿Qué pasa entonces cuando el Estado entra en el juego de la deuda (como deudor o acreedor)? Lo primero que hay que notar es que, excepto cuando contrae compromisos con otras entidades igualmente poderosas, el Estado entra a una relación de deuda en condiciones de una diferencia radical en el poder detentado con respecto a la contraparte. Esto último no sólo obedece a la cantidad de recursos en su haber para imponer las condiciones, influenciar decisiones o cohesionar. Más aún, esto se debe a que el poder del Estado es cualitativamente distinto: detenta un poder soberano. Giorgio Agamben (1998) célebremente expresó la peculiaridad del soberano al manifestar que se encuentra definido no tanto por su capacidad de definir lo legal, sino, y sobre todo, de salirse de este espacio a su antojo, de definir zonas de excepcionalidad donde puede gobernar con relativa -o, eventualmente, total- impunidad. La condición soberana no es exclusiva del Estado (Hoffman, 1998), pero ciertamente este último no ha perdido la importancia que algún día se vaticinó (Beverley, 1999).

Al entrar en una relación de deuda invocando la soberanía, el Estado transmuta los principios de la relación misma. En cuanto a la ilusión de la deuda como espejismo, ésta se convierte, en últimas, en una transacción sobre la soberanía misma. Para empezar, las narrativas de la filosofía política moderna sobre el origen del Estado enmarcan a todo ciudadano como deudor de protección (Hobbes, 1996 [1651]). Más aún, tal como Herzfeld (2009: 57) lo ha descrito, las élites que controlan los Estados tienden a representase a sí mismas como garantes de la expiación del pecado original de las masas, lo cual establece una deuda de las segundas con las primeras.

Las narrativas acerca de la deuda se expresan cotidianamente en el plano burocrático, cuya ineficiencia releja la eternidad a la que apelan las historiografías del Estado-nación (Herzfeld, 2005). De nuevo, la deuda sirve de esquema para modelar las relaciones con el Estado. Las tecnologías de administración de la población han contribuido poderosamente en esta dirección al brindar los medios materiales para instituir un régimen donde la inclusión pueda emerger como una transacción económica de servicios y mercancías. Documentos de identificación personal, formularios, recibos, sellos y toda la parafernalia material del Estado distribuyen la agencia del mismo, transformándolo de un conjunto de prácticas, instituciones e ideas (cf. Abrams, 1988) en una entidad que adquiere un carácter fantasmagórico y que se encuentra entretejido menos por la (auto)profesada racionalización que por los afectos (Navaro-Yashin, 2007).

Ahora bien, siguiendo el segundo sentido de la palabra ilusión, como expectativa del futuro, Hage (2003) ha analizado el Estado como una máquina de distribución de la esperanza. Esta visión puede sonar ingenua si no se considera que Hage habla de la esperanza no sólo en el sentido positivo del término (como confianza en el porvenir), sino también en el negativo, cercano a Nietzsche y a Spinoza, quienes la asocian con un aplazamiento de la vida, una imposibilidad de alcanzar las expectativas (Hage, 2002). Estas formas de esperanza no están uniformemente distribuidas en las poblaciones; de hecho, el Estado se considera el principal administrador de los lujos a través de un modelo de acumulación de capital y deuda: quien pueda costearse la esperanza, puede acceder a ella; quien no tenga los medios, puede seguir dos caminos: ya sea la marginación total o el endeudamiento con el Estado. Esto no se da sólo en términos específicamente monetarios, sino también de membrecía a la comunidad política, donde el Estado pueda administrar racial y étnicamente la distribución de la esperanza (cf. Hage, 1998).

La misma situación descrita hasta este punto frente al Estado involucrado en relaciones de deuda ha sido expresada por Cash (2009) como la "espera en el desorden". En la medida en que los que esperan perpetuamente no vean un momento en el cual el suspenso pueda en realidad terminar, se consolidará una imposibilidad crónica de producir un orden simbólico permanente y estable. Para Cash, esta situación lleva simultáneamente a la internalización de la condición de subordinado. Esta situación es, en esencia, la misma que sucede en las márgenes del Estado colombiano en una región llamada La Guajira.

De la marginación al endeudamiento

La Guajira es una península semidesértica ubicada en el extremo norte de Sur-américa. La historia de sus habitantes indígenas, conocidos como Wayúu -los más numerosos tanto de Colombia como de Venezuela, superando los 250.000 miembros (DANE, 2006; OCEI, 1993)-, es una de las pocas en Suramérica, junto con la de los Mapuche (Boccara, 1999), que registra una resistencia exitosa frente a poderes externos desde la Colonia hasta bien entrado el siglo XX (Guerra Curvelo, 2007). Como consecuencia, la Corona española, primero, y el Estado republicano, después, se mantuvieron alejados de la región (Paz Reverol, 2004; Paz Reverol, Leal Jerez y Alarcón Puentes, 2005; Polo Acuña, 2005). Esta situación tuvo dos causas centrales: la estructura social indígena y las ganancias reales que representaba colonizar La Guajira.

La primera de las causas se centra en la organización social predominante entre los indígenas wayúu, focalizada en el apushi (familia), cuya membrecía depende de la transmisión del eiruku (carne) de las mujeres a sus hijos (Gutiérrez de Pineda, 1950; Rivera Gutiérrez, 1990-1991; Watson, 1967; Wilbert, 1970). La "carne" es además una metáfora de alianza social, en la cual la circulación de chivos es una forma de establecer amistad y obligación en las ocasiones rituales más importantes: los velorios (Goulet, 1978; Saler, 1988). Además, la sepultura de los muertos se hace en cementerios familiares que sirven de testimonio de la posesión del territorio (womainkat). Esta doble valoración de los muertos y de su carne -representada en los chivos del difunto repartidos durante el velorio a los aliados y en la propiedad del espacio- es central para entender la resistencia de algunas familias a los trámites involucrados en el reconocimiento de las víctimas, tales como las exhumaciones, como se evidencia en la historia que abrió este artículo.

El apushi es el locus de la autoridad política, y es raro encontrar liderazgos más allá de éste. La autoridad del apushi es detentada por el araura'yu, quien es generalmente el hermano mayor de las madres de la familia y tío de sus hijos. En caso de haber varios hombres que pudieran ocupar esta plaza, el de mayor prestigio y riqueza material, representada sobre todo en animales de pastoreo, tiende a llevar la delantera. Aunque en casos excepcionales una mujer mayor y prestigiosa puede ser considerada araura'yu, ésta suele detentar una posición de intermediación de la familia con cosas y personas alijuna (no-indígena) o asuntos no-humanos, como el caso de las outsu, una igura chamánica (Perrin, 1987, 1992). Hoy en día la posición de la mujer se evidencia en el protagonismo que tiene en las organizaciones indígenas. La atomización política de la población fue uno de los obstáculos más importantes para los esfuerzos por parte de diversos poderes desde la Colonia de controlar la zona. Los españoles, siguiendo el modelo andino, intentaron imponer caciques que proyectaran su poder a toda la población, pero su inluencia fue débil y efímera (Barrera Monroy, 2000).

La segunda causa de la ausencia de poderes extranjeros en La Guajira es que la zona, además de las perlas, no representaba muchas ganancias potenciales. No existían yacimientos auríferos importantes en el área, y esto incidió en la decisión deinitiva de no emprender campañas colonizadoras. Esta situación lentamente empezó a cambiar a inales del siglo XIX, cuando el descubrimiento de petróleo en Venezuela y carbón en Colombia reavivó el interés por gobernar La Guajira (Betancourt, 1979; Isaacs, 1967 [1884]; Latorre Vargas, 1988; Tugwell, 1975). Al comienzo, la paciicación de los indios fue delegada a los misioneros capuchinos, quienes a la postre no tuvieron mucho éxito (Barranquilla, 1953; Daza Villa, 2005; Taroncher Mora, 1995). La sal y el dividivi (Caesalpinia coriaria, un árbol del cual se extraen tintes) serían los que marcarían una estrategia más efectiva de penetración. Estos productos ocupaban renglones importantes de la economía nacional a principio del siglo XX (ver Correa, 2005) y estaban en manos de familias indígenas, por lo cual las alianzas comerciales con estas últimas emergieron como única posibilidad de comerciar. Los vínculos tomaron la forma de matrimonios entre mujeres de las élites wayúu (en la época, llamadas princesas) y oficiales del Ejército colombiano. La asociación era beneiciosa para las familias locales pues reforzaba su posición de poder, pero a la vez dio inicio al mestizaje de las élites. A diferencia de otros casos en América Latina (cf. Wade, 2005), en La Guajira las nociones de descendencia matrilineal generaron una mezcla donde el vínculo étnico no se perdía del todo, al ser las mujeres las transmisoras de la membrecía a la familia indígena. El sector de la población que emergió de esta mezcla se conoce hasta hoy como "Guajiros", ligando su origen al departamento de La Guajira y no a sus vínculos étnicos 1.

El mestizaje, que el Gobierno y los militares vieron inicialmente como una forma de civilizar la región, pronto sería fuente de nuevos problemas. Las élites guajiras continuaron participando en una actividad practicada en la región por más de tres siglos: el contrabando (Grahn, 1997). Las autoridades fueron más bien negligentes hasta que, primero, la marihuana y, más tarde, la cocaína hicieron parte de la actividad portuaria de forma rutinaria (Daza Villa, 2003; González-Plazas, 2008). Como resultado del comercio de estupefacientes, las élites se empoderaron más allá del umbral que estaba dispuesto a tolerar el Gobierno nacional.

El poder de los guajiros estaba sustentado en tres pilares: el primero, las alianzas con familias consideradas "más tradicionales", a través de dones rituales; el segundo, el comercio ilegal de bienes diversos, que incluían la cocaína y la marihuana; el tercero, la autonomía territorial. La historia de la región desde los años ochenta se ha vivido como una reacción contra estos tres vectores del poder local. Las políticas multiculturales derivadas de la Constitución Política de 1991 originaron una mayor autonomía económica en familias indígenas pobres, cuya principal fuente de ingresos, hasta el momento, provenía de sus alianzas con las élites guajiras, que dominaban no sólo el contrabando sino también el clientelismo político. Además, el multiculturalismo en el área ha operado a través de organizaciones indígenas oficiales que han tenido mayor control estatal en el corazón del apushi y mayor auditoría sobre las alianzas sociales. Los líderes indígenas de la región consideran por unanimidad que las políticas multiculturales fueron decisivas en la atomización de las organizaciones indígenas, cuando éstas habían presentado ya un avance importante durante los ochenta.

Con respecto al segundo pilar, una serie de políticas comerciales neoliberales llevaron el negocio del contrabando a un punto crítico, donde muchas familias perdieron su capital (Orsini Aaron, 2007). Como consecuencia, las familias locales empezaron a competir entre sí por los espacios y rutas comerciales que quedaron, invitando en el proceso a grupos paramilitares para inclinar la balanza a su favor. Posteriormente, y con respecto a la autonomía territorial, el paramilitarismo buscó apropiarse de los mismos espacios disputados por las familias. En realidad, los paramilitares estaban liderados por la élite política de otras regiones de Colombia, pero sus relaciones cercanas con familias indígenas se sostuvieron, aunque estas últimas se volvieron cada vez más instrumentales. El Estado fue partícipe por acción y omisión, y su presencia cada más fuerte se vio asociada a la emergencia de un nuevo régimen de gobierno en la zona, que el presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2006/2006-2010) representaba oficialmente. Sin embargo, las típicas lecturas del paramilitarismo entrando a una región y victimizando a sus habitantes requieren matices importantes en La Guajira. Para empezar, existió una asociación inicial entre comerciantes locales y mercenarios, con intenciones de prevalecer sobre otras familias que, a su turno, también invitaron a actores armados externos. La competencia entre familias no se puede entender por fuera de los ya mencionados esfuerzos del Gobierno nacional durante los noventa por controlar el contrabando, extendido en la zona desde hace por lo menos tres siglos. Lo fundamental, no obstante, es que cuando el paramilitarismo se formalizó a través de la creación del Frente Contrainsurgencia Wayúu y llegó a ser parte del Bloque Norte (parte, a la vez, de la estructura nacional conocida como Autodefensas Unidas de Colombia, AUC) y atacó a sus previos aliados, estos últimos respondieron con violencia. Tanto la alianza inicial con los paramilitares como la respuesta vehemente hacen que la victimización de la población sea difícil de investir con la acostumbrada carga de indefensión, pasividad y vulnerabilidad implícita en la dupla víctima/victimario.

Con todo, las familias locales (indígenas o mestizas) no tenían opciones reales frente a las estructuras paramilitares. No sólo estaban estas últimas mejor armadas, sino que eran invisibles en el aspecto social: atacaban de forma esporádica, no se encontraban en un solo lugar y sus vínculos familiares, un aspecto clave en las respuestas armadas locales (Guerra Curvelo, 2002; Perrin, 1980), eran virtualmente inexistentes. En otras palabras, su tiempo, espacio y socialidad los hacían seres fantasmales. Los números sobre la victimización son inciertos, pero son altos, según cualquier estándar: algunos hablan de 250 muertos en la media Guajira, donde se concentró gran parte de la actividad paramilitar (Ramírez Boscán, 2007) y, en todo caso, es difícil saber cuántos de los 1.411 homicidios cometidos en los municipios habitados por indígenas wayúu entre 2003 y 2008 (Vicepresidencia de Colombia, 2008) se pueden atribuir directamente a los paramilitares. En total, hubo nueve masacres, donde resultaron 51 personas muertas, siendo la más visible la acaecida en Bahía

Portete en abril de 2004, donde en los eventos que la precedieron, durante la misma y después, murieron 16 personas (CNRR, 2010: 198).

En 2005, el Gobierno nacional promovió el proceso de desmovilización de los paramilitares a través de la Ley de Justicia y Paz. Aunque se supone que todos los actores del conflicto están cobijados por los beneficios reconocidos en la ley, ésta fue diseñada especíicamente para ajustarse a las condiciones de los paramilitares. El Bloque Norte se desmovilizó en el proceso, pero el Frente Contrainsurgencia Wayúu, al cual se le atribuyen la mayoría de violaciones de derechos humanos en La Guajira, continúa operando en la región hasta el presente (CNRR, 2010). Éste fue el punto de entrada a la reparación de las personas a las que me referiré a continuación.

Las reparaciones y la materialidad del Estado

Al analizar la economía moral de los farmacéuticos en las acciones de Médicos Sin Fronteras en Uganda, Peter Redield (2008) nota que los derechos humanos, al menos observados desde la antropología, implican una serie de intercambios dinámicos de discursos y objetos que puede servir como espacio de representación calculado en términos del sufrimiento. Esta perspectiva no implica despolitizar los derechos humanos ni trivializar la experiencia de la victimización, sino tomar en serio los procesos a través de los cuales se insertan y actualizan en relaciones sociales concretas. En esta sección se expanden los ámbitos en los cuales se presentan los cálculos que se coniguran en torno a los derechos humanos. En particular, quiero mostrar que los intercambios materiales involucrados en la reparación de las víctimas se encuentran enmarcados tanto en el sufrimiento como en el establecimiento de una deuda que cruza la relación entre reparados y reparadores, y que instituye regímenes de soberanía y temporalidad.

El proceso de Justicia y Paz contempló la necesidad de reparaciones colectivas, y dentro de la CNRR se estableció un equipo para tal propósito, que ha trabajado de cerca con el grupo de Memoria Histórica. Las víctimas de Maicao no fueron, sin embargo, incluidas dentro de los "casos piloto" que se implementaron para estudiar los factores involucrados en las reparaciones colectivas (Díaz Gómez, 2010). A pesar de las tensiones relativamente menores, las personas que sufrieron más directamente con la entrada de los paramilitares fueron recibidas oficialmente no sólo como "víctimas" sino como "víctimas indígenas", por parte de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía, la CNRR, agencias multilaterales y organizaciones no gubernamentales. La apertura fue también motivada por un fuerte liderazgo de las mujeres (y también algunos hombres) de las familias afectadas. Dos primos, hombre y mujer, ambos rondando sus 30 años, adelantaron gestiones importantes para -como lo dicen ellos ahora- "organizar a las víctimas". Estos movimientos, que implicaron un lobby intensivo, son ahora denominados "las denuncias". Me concentraré en ese momento crítico.

El proceso de las denuncias fue la puerta de entrada a la promesa de la reparación. Los líderes se ayudaron de la distribución extensiva de bases de datos en las que documentaban las dimensiones de la victimización, así como de testimonios escritos y orales. En corto tiempo, los líderes pasaron de una distribución de su victimización, en formas altamente objetivizadas, a una posterior solicitud de "cosas" a cambio. Me refiero a que las víctimas no pudieron haber entrado en un circuito de intercambios sin antes haber realizado un reproceso de su situación a través de listas, hojas de cálculo, testimonios impresos o grabados en video o audio. Convertir la situación en números fue un medio particularmente poderoso que le dio un toque de facticidad a la victimización, pero también generó sus propias formas de violencia: disputas sobre quién cuenta y quién no, o sobre las subcategorías en las que las víctimas entran a "contar" (e.g., desplazado, asesinado, muerto en masacre, desaparecido) (cf. Fermé, 1998). La numeralización de las víctimas es una práctica bienvenida por las agencias de cooperación y de ayuda humanitaria. Un caso célebre en Colombia es el de los indígenas Kankuamo, que recibieron una donación de US-AID para contar a sus víctimas (OIK, 2006). Lo propio hicieron los líderes indígenas de La Guajira que, apoyados por una asociación política italiana, publicaron Desde el desierto. Notas sobre paramilitares y violencia en territorio wayúu de la media Guajira (Ramírez Boscán, 2007).

Como en el caso de las propias formas de hospitalidad usadas por sus familias indígenas, la presumida reciprocidad involucrada en los circuitos de la victimización tenía implícita la capacidad de crear relaciones sociales altamente jerarquizadas a través de la manipulación de la espera, la esperanza y la lucha por dominar el tiempo. Algunas entidades que apoyaron la causa de las víctimas respondieron solicitando la inclusión de sus logotipos en la publicación que pronto salió a circular y en los adornos de una casa construida para la organización de víctimas, conocida como Fuerza de Mujeres Wayúu (Sütsüin Jieyuu Wayúu en lengua wayúunaiki). Estas circulaciones hicieron parte de una concepción inicial del proceso de denuncia y demanda por reparación sobre el terreno como una relación de crédito y deuda.

A otra escala, las relaciones de deuda se relejaban de manera aún más concreta. Para empezar, los líderes y las lideresas conceptualizaron las denuncias como un acto de deuda del Estado y las organizaciones involucradas con las víctimas. Dolores, una de las mujeres participantes de "La Fuerza", como era conocida la organización, recuerda que la líder convocante "llamó para que [nos] reuniéramos y nosotros [nos] reunimos otra vez. Dijo que sí iba a haber posibilidad que el Gobierno nos reúna un conocimiento de las cosas que se habían perdido, que se habían llevado, los animales, una reparación" 2.

En las palabras de Dolores se evidencia un sentido de naturalización de la deuda que el Estado tiene con las víctimas. Esto se acentuó por el lenguaje abiertamente monetario que se le imprimió a la relación de parte y parte. Una mujer fue al grano. Al preguntarle qué era lo que esperaban de la reparación, me respondió: "Plata... la gente espera plata; la gente perdió muchas cosas". En parte conectada con conceptos jurídicos locales sobre la justicia como compensación (en especie, en dinero o, en caso extremo, con la muerte del agresor o un miembro de su familia), la idea de la reparación fue bienvenida. Pero el Estado hizo este sentido aún más fuerte al promover la premisa de lo que se llamó la "reparación administrativa", es decir, que la compensación por los daños causados debía venir en la forma de una cantidad de dinero estandarizada. Para tal propósito, se expidió el Decreto 1290 de 2008, al cual se acogieron algunas personas. En resumen, las víctimas se apropiaron del lenguaje de la deuda, en estricto sentido. La organización indígena se resistió a esta propuesta promoviendo nociones de reparación mucho más amplias que comprendían el respeto y la compensación por la violación de derechos territoriales y el "daño a la cultura". Como es fácil de deducir, estas demandas no dejarían de usar el lenguaje de la deuda.

Los líderes hicieron las labores logísticas para que las denuncias fueran formalizadas. Se iniciaron así los procedimientos regulares para el caso: exhumaciones y declaraciones o, como las personas involucradas lo expresan, "meter papeles". Los documentos se volvieron objetos de transacción cotidiana, portadores de una agencia particular (Riles, 2006). Vale decir en este punto que el papel en todas sus versiones me interesa menos por su contenido propiamente dicho, que por el hecho de ser intermediario (cf. Latour, 2005) de la relación social de la deuda. Así recuerda una de las mujeres ese momento: "Dijo [la líder que encabezaba las denuncias] que ella estaba organizando la gente de víctimas de paramilitares, que ella nos dijo que nos organizáramos, que denunciáramos, que contáramos lo que pasó, para que la gente sepa. Para que esa gente no vuelva a matar ni a meterse en las rancherías. Bueno, metimos eso".

La expresión "meter eso" se refiere a formalizar los documentos legales por medio de los cuales las personas declararon ante la Fiscalía la situación por la que llegarían a ser clasificadas como víctimas. A partir de ese momento, un

papel se vuelve el testigo mismo de la condición de las personas. Estos papeles son atesorados en lugares escondidos de las casas, lejos de la luz y del alcance de los niños. Se vuelven, usando las palabras de Annette Weiner (1992), posesiones inalienables. Estas posesiones son guardadas por las mujeres, a quienes se les ve como la encarnación misma de la familia, y además, como los miembros más convenientes para negociar en los terrenos peligrosos donde la lealtad hacia el apushi puede ser puesta en entredicho. El porvenir es especíico en términos de género.

La situación hasta este punto puede ser expresada de la siguiente manera: la reparación emergió y fue naturalizada como una relación de deuda del Estado con las víctimas; la deuda, sin embargo, se concretó a través de la materialidad estatal, portadora de la agencia soberana que tendría en sí misma no sólo la posibilidad de deinir a las víctimas, sino de hacer esperar. En la próxima sección analizo cómo se gestó la desesperación en las víctimas, fundamental para entender los afectos de los "nuevos" sujetos de ciudadanía sobre y hacia el Estado.

L a desesperación y los tejidos afectivos de la soberanía

La acción de "meter papeles" fue un punto de inflexión fundamental en las denuncias, aun en otro sentido del ya mencionado. Las víctimas tuvieron una experiencia inmediata de la parafernalia gubernamental que opera (formularios, sellos, líneas de atención telefónica, cartas, entre otros), con el in de hacer esperar y estabilizar un dominio: "el Estado". A partir de ese momento, el vacío legal sobre la reparación en el proceso de Justicia y Paz adquirió un lugar en las relaciones entre víctimas y Estado, porque implica una espera incesante por "algo" cuyo valor y forma son cuestión de especulación cotidiana. Refiriéndose a las denuncias, una mujer involucrada me decía: "Después de eso seguimos reuniendo. Que sí va a haber reparación, que no va a haber. Hasta el día de hoy". Otra líder se quejaba: "Ya la gente se olvida de uno. Usted sabe que la gente está esperando qué van a regalar. Tanto que se hizo y no ayuda nada a uno". La reparación adquiere así proporciones fantasmagóricas: se encuentra en todas partes, pero nadie puede ubicar con precisión dónde y en qué forma.

La manera más dramática es la refiguración que implica en cuanto a las familias. Los líderes y las lideresas se volvieron los deudores de las personas en nombre de las que interpusieron denuncias, y empezaron a ser interpelados a diario por los resultados de su gestión. En respuesta a las demandas cotidianas sobre lo ocurrido, se dice que "Hay que aprender a esperar". La espera implica una forma de suspensión temporal que también incita a aprendizajes subsecuentes sobre las formas concretas de la inclusión ciudadana, asociada por lo general con la reparación. Luisa, una mujer a quien le habían matado el tío, me contó:

    Porque yo les he dicho que el proceso es muy largo y no es solamente que les van a entregar plata o así... No, el proceso es largo y esto no es ahora, no es mañana, no es el otro año que vamos a recibir. ¡No! Es importante que al menos queremos justicia, queremos verdad y queremos... ¿Cómo es que es?... Reparación también. También queremos eso, eso es lógico.

Pero la espera también implica un proceso donde los sujetos de la verdad y de la reparación entran en un estado de desesperación en un doble sentido. Por un lado, se ubican en la inevitabilidad de una perpetua espera. Las personas aprenden que el estado subjetivo de la demanda por derechos es algo asociado a la incertidumbre por el futuro y el ritmo azaroso:

    Entonces yo les digo a ellos... queremos llegar más allá, tanto como queremos reparación para nosotros, todos los daños que nos han hecho, queremos también justicia, queremos encontrar la verdad... yo le digo a ellos. Y ustedes no van a pensar que eso es ahorita... eso es muy largo, puede llevar años.

Esta noción de temporalidad ha sido, de hecho, señalada como constitutiva de todo Estado-nación. En su clásico estudio sobre el simbolismo implícito en la interacción burocrática, Herzfeld (1993) llamaba la atención sobre el monopolio estatal del tiempo. La ineiciencia e indiferencia administrativas, coadyuvadas por la nebulosidad legal -en el caso de la reparación a las víctimas-, reproducen cotidianamente la eternidad que clama toda historiografía del Estado-nación. Si el Estado es un constructo atemporal y obedece a principios trascendentes, los rituales cotidianos en su dominio replican su naturaleza y brindan el contexto para su asunción subjetiva.

Por otro lado, la desesperación implica el ingreso en un estado de ansiedad que se enuncia, haciendo eco a las relaciones de deuda y crédito, bien sea como la inminencia de una venta del yo ("Nos estamos vendiendo") o como una declaración de sumisión. En este último sentido, una mujer que se manifestó durante un testimonio frente a un grupo de organizaciones humanitarias lo decía, con su voz quebrada, de una manera sintética: "Nos han obligado a pedir ayuda, porque somos pobres, somos humildes, pobrecitos, y tenemos que mendigar". Estas palabras hablan de una denuncia de ciudadanías apócrifas y de reclamos frente al Estado. Pero también habla sobre una disposición personal decente, aceptable, que media la promesa de la reparación. En otro testimonio durante la misma visita de organizaciones, una mujer pedía que los ayudaran, y terminó diciendo: "Si se dan cuenta, no somos ningunos wayúu con flechas, con tizones, ni dispuestos a matar a nadie". Otra mujer, más abiertamente y con rabia, declaraba que los indígenas no eran violentos, que también eran colombianos y que merecían ayuda por eso.

Convertirse en una víctima ha llegado a asociarse, entonces, a aceptar la sumisión de la soberanía alguna vez ostentada por los habitantes de la región, y a declarar en público la subordinación, al menos, en cuanto a la necesidad de cuidado y de demandar "la presencia del Estado" (que, en primer lugar, creó la necesidad de sí mismo). En otras palabras, una deuda inicial de reparación había sido convertida, a través de la desesperación, en una promesa de lealtad de las víctimas indígenas hacia el Estado.

En una reciente revisión de la literatura en antropología sobre la deuda, Peebles (2010) apuntó acertadamente que la posición social en el crédito y la deuda implica la constante negociación de la moralidad, la inmoralidad y la amoralidad. En el caso analizado, el Estado asumió la posición de inferioridad moral al aceptar la deuda con las víctimas, pero el despliegue de poder burocrático establecido transmite la sumisión a las víctimas, a través de la espera incesante a que son sometidas al realizar los trámites; sólo pueden aguardar respuesta, son desprovistas de toda agencia en el proceso. Refiriéndose al análisis de Nietzsche sobre el sujeto legal, Das explica:

    Un deudor pierde el derecho sobre sus posesiones (incluido su cuerpo) por una herida que le ha causado a su acreedor. Pero desde aquí, Nietzsche hace un movimiento que es verdaderamente profundo, ya que argumenta que lo que se le pide a cambio no es el equivalente material de su deuda sino la sumisión del cuerpo a la indignidad y al dolor. (Das, 1995: 185. Traducción mía)

Además de trastocar la relación entre acreedor y deudor, el poder representado por el Estado garantiza que las nuevas posiciones en la relación se cristalicen y estabilicen. En otras palabras, la víctima entra a ser deudora permanente del Estado, que, a la vez, se asegura un constante despliegue de sumisión en la cotidianidad de la práctica burocrática, que se traduce en pedir subsidios, hacer ilas, esperar noticias. Todo esto es, sin duda, desalentador; no obstante, ¿se puede esperar algo distinto?

Utopía

No se puede llegar a este punto sin una caución contra el fatalismo. Es necesario volver al caso con el que se abrió la discusión: mujeres, familias y comunidades enteras se negaron a establecer una relación de deuda con el Estado. Esto se hizo apelando a sus propios lenguajes, prácticas y nociones de socialidad. Así, la materialidad del Estado no desplazó la materialidad de sus propias relaciones sociales, donde los muertos no son objeto de evidencia judicial, sino incorporaciones de la autonomía territorial y alegoría de alianzas. El nexo de la deuda nunca puede ser así establecido, o su transferencia puede ser sistemáticamente rechazada.

El rechazo a la deuda o a las jerarquías que crea depende, en últimas, de la capacidad para ubicar los hechos violentos en unas nociones de temporalidad orientadas a la reconstrucción de la socialidad y la alianza. En otras palabras, la capacidad de resistir el traspaso de la deuda reside, no necesariamente, en su negación, sino en reubicar las relaciones sociales que emanen de ésta en un horizonte temporal basado en la responsabilidad de los daños, y que, por tanto, se proyecten al futuro. La acción política derivada de la recuperación del sentido en el futuro puede bien semejar una forma de espera. Esto parecería regresarnos a la relación entre ilusión y deuda, mas no en el sentido del espejismo y el engaño, sino del optimismo sobre el futuro y la redistribución de la esperanza.

En un ambiente intelectual invadido por el pesimismo sobre la acción política (de Souza Santos y Rodríguez Garavito, 2005; Nelson, 2005) que oscila entre una teoría de la conspiración global (e.g., Klein, 2000) y un sentido de la culminación de la historia (e.g., Friedman, 2007; Fukuyama, 1992), dos historias desde lo local se han atrevido a recuperar la esperanza y la utopía como forma de construir conocimiento y subjetividad política. Por un lado, Joanne Rappaport (2008) le da a la formulación de utopías un lugar preeminente en la configuración, continuidad y actualidad del movimiento indígena en el suroccidente colombiano. Las utopías no son cuestiones imposibles e inalcanzables, sino objetivos de lucha. Rappaport manifiesta que el futuro como locus de acción política la llevó a repensar su trabajo con -no sobre- el movimiento indígena:

    La ubicuidad de las utopías y lo poco que se habla de la violencia en el movimiento indígena caucano me llevó a seguir un camino que puede parecer poco corriente a los norteamericanos, quienes están ansiosos por saber más del conflicto colombiano. Mis amigos del CRIC [Consejo Regional Indígena del Cauca] y del equipo intercultural de investigación estaban más interesados en mis apreciaciones sobre el aporte que podían hacer sus proyectos de educación a un futuro intercultural. (Rappaport, 2008: 27)

En un sentido similar, Miyazaki (2004) analizó cómo y por qué el pueblo suvavou, en Fiji, ha mantenido la esperanza en una lucha por el reconocimiento de sus derechos territoriales, que a todas luces parece imposible de alcanzar.

Miyazaki no circunscribe la esperanza a cierto tipo de expectativas sobre el futuro, sino que está implicada en la formación de todo conocimiento, cotidiano y académico. En estricto sentido, tanto el conocimiento de las personas sobre su propio mundo como el de los académicos coinciden en su demanda por un espacio de esperanza. El movimiento se inspira en el filósofo Ernst Bloch (en especial, su trabajo publicado en 1986), quien identifica "la incongruencia entre la orientación temporal del conocimiento y la de su objeto, el mundo" (Miyazaki, 2004: 14. Traducción mía).

En el caso de las reparaciones, resulta urgente visibilizar las múltiples temporalidades que atraviesan los procesos de justicia transicional. Desde un punto de vista normativo, es claro que estos procesos no se limitan al pasado (de Greiff, 2011), pero ¿cuáles son las relaciones sociales futuras qué se crean en el acto mismo de reparar (o hacer esperar por la reparación)? ¿Cuál es la temporalidad implícita en los conceptos que usamos los académicos para analizar la violencia? Hace ya cerca de treinta años Johannes Fabian (1983) apuntó que las Ciencias Sociales tenían su propia política del tiempo. Lo hizo para denunciar que a través de una diversidad de estrategias, la antropología había constituido su objeto de análisis "en otro tiempo": las personas aparecen como vestigios del pasado, como representantes de estadios de la humanidad, y en ningún caso comparten el presente con quien los analiza. Un argumento parecido puede ser esgrimido para la situación de las Ciencias Sociales en el presente, cuyos representantes rutinariamente sitúan sus análisis en otro tiempo distinto a las relaciones sociales de las que emana el conocimiento. Mi argumento final es que las Ciencias Sociales no pueden aplazar una reorientación temporal de su conocimiento hacia el porvenir.

Conclusión

En este artículo he analizado de qué manera el proceso de reconocimiento de personas como víctimas en el reciente proceso de reparación en Colombia ha implicado una disputa profunda por la temporalidad. El lenguaje de la deuda ha sido fundamental para instituir regímenes de sumisión de la soberanía de pueblos indígenas victimizados, inicialmente, por el Estado mismo. Parecería sorpresivo que el principal promotor de la "deuda con las víctimas" sea el Estado, pero la burocracia implícita y la nebulosidad legal de la reparación acarrean una espera incesante que culmina en una condición de desesperación, frente a la cual lo único por hacer es solicitar protección. Éstas son las condiciones para una transferencia del lenguaje de la deuda a las víctimas, para cuyo reconocimiento legal se demanda la sumisión de la soberanía, a cambio de la reparación, que, sin embargo, no llega.

El ciclo de la deuda en torno a la reparación evidencia, a la vez, un rasgo más general de este tipo de relación social. El Estado como deudor inicial se constituye en una entidad portadora de una moralidad inferior frente al acreedor de la reparación. Sin embargo, el Estado está en capacidad de desplegar todo su poder burocrático para vaciar a las víctimas de toda agencia. Hacer esperar por la reparación expresa contundentemente esta lógica y convierte a las víctimas en sujetos (o cuasi objetos) de caridad, invirtiendo así las escalas morales de la deuda inicial.


Comentarios

* La investigación tras este artículo se realizó con el apoyo del Programa AIRan, Programa de Becas de Alto Nivel de la Unión Europea para América Latina, beca N° E06D100843CO, y gracias al Centro de Estudios Sociocultu-rales e Internacionales (CESO) de la Universidad de los Andes, a través de su Fondo de Apoyo para Profesores Asistentes (FAPA). Agradezco los comentarios recibidos en distintos momentos de parte de Peter Wade, John Gledhill, Juan Ricardo Aparicio, Sandro Jiménez, Jefferson Jaramillo, Flor Angela Buitrago, Alex Flynn y los dos evaluadores anónimos de la revista Antípoda. Mis opiniones son de mi entera responsabilidad.

1 "Guajiro", en este contexto, no debe confundirse con la denominación que hasta mediados del siglo XX recibían los indígenas Wayúu, conocidos hasta entonces como "Goajiros", y usada hasta el presente en Venezuela, donde las variaciones son muy similares al término "Guajiro"

2 Todas las citas que se presentan a continuación son verbatim. Se han conservado en ellas el fraseo y los giros lingüísticos locales.


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