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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.14 Bogotá Jan./June 2012

 

EL SISTEMA DEL ORO: EXPLORACIONES SOBRE EL DESTINO (EMERGENTE) DE LOS OBJETOS DE ORO PRECOLOMBINOS EN COLOMBIA

Les Field * 1

* Post-Doctoral Fellow; Centro Internacional de Agricultura Tropical, Cali, Colombia, Ph.D., Cultural Anthropology; Duke University.lesfield@unm.edu University of New Mexico


RESUMEN

La guaquería, la práctica no-arqueológica de excavación de antigüedades en la zona andina, ha sido sometida a una considerable transformación histórica en Colombia. Este texto entiende esta práctica como parte de un sistema de relaciones dinámicas entre arqueólogos, museos, coleccionistas privados y guaqueros. En el contexto de la guaquería masiva de los años noventa, cuando se desenterró el tesoro Malagana, categorizo estas relaciones con referencia al trabajo académico de los antropólogos colombianos y el papel clave del Museo del Oro en Bogotá.

PALABRAS CLAVE: Guaquería, arqueología, Museo del Oro, transformación histórica, sistemas lícitos-ilícitos


THE GOLD SYSTEM: EXPLORATIONS OF THE (ONGOING) FATE OF COLOMBIA'S PRE-COLUMBIAN GOLD ARTIFACTS

ABSTRACT

Guaquería, the practice of non-archaeological excavation of antiquity in the Andean region, has undergone substantive historical transformation in Colombia over hundreds of years. This article understands this practice as part of a dynamic system of relationships between archaeologists, museums, private collectors and the guaqueros. Occasioned by the mass-guaquería of the early 1990s when the "Malagana Treasure" was unearthed, I periodize these relationships with reference to Colombian anthropologists' scholarship and the significance of the Museo del Oro in Bogotá.

KEY WORDS:
Guaquería, archaeology, Gold Museum, historical transformation, licit-illicit systems.


O SISTEMA DO OURO: EXPLORAÇÕES SOBRE O DESTINO (EMERGENTE) DOS OBJETOS DE OURO PRÉ-COLOMBIANOS NA COLÔMBIA

RESUMO

Guaquería, a prática não arqueológica de escavação de antiguidades na zona andina, tem sido submetida a uma considerável transformação histórica na Colômbia. Este texto entende esta prática como parte de um sistema de relações dinâmicas entre arqueólogos, museus, colecionadores privados e guaqueros. No contexto da guaqueria massiva dos anos 90, quando se desenterrou o tesouro Malagana, categorizo essas relações com referência ao trabalho acadêmico dos antropólogos colombianos e o papel chave do Museo Del Oro em Bogotá.

PALAVRAS CHAVE:
Guaquería, arqueologia, Museo del Oro, Transformação histórica, sistemas lícitos -ilícitos.


Introducción: 100 años de guaquería

En 1989, el conflicto armado y la producción de narcóticos en la zona donde realizaba mi trabajo de campo posdoctoral me obligaron a pasar un tiempo considerable en la sede del CIAT (Centro Internacional de Agricultura Tropical), la organización que patrocinaba mi investigación. La sede del CIAT se encuentra en Palmira, una ciudad de mediano tamaño en el norte del Valle del Cauca. Estando en Palmira, pensaba en cómo sería aquel lugar antes de la llegada de los españoles. No tuve un éxito abrumador en este sentido. Podía visualizar un lugar pantanoso lleno de pájaros con seguridad hermoso y lleno de vida, pero no veía gente en aquel cuadro imaginado.

Quince años más tarde, al regresar a Cali en 2005, me enteré de que en 1992, tan sólo un año después de que mi estancia posdoctoral había terminado, se produjo una serie de curiosos eventos. Un trabajador del campo que manejaba un tractor en las plantaciones de caña de azúcar en las afueras de Palmira, muy cerca de las tierras del CIAT, vio cómo de los trazos que dejaba su tractor emergían llamativas piezas de oro. En tan sólo 48 horas (me enteré después) más de 5.000 personas habían llegado a esa zona y frenéticamente escarbaron el suelo en busca de los preciosos objetos dorados. Se cree que algunas de estas piezas precolombinas fueron fundidas para así obtener su contenido de oro, para después ser vendidas por dinero puro y duro. Probablemente una gran parte de estas reliquias, que terminaron siendo conocidas como el Tesoro de Malagana, cayó en manos de saqueadores profesionales, relacionados con organizaciones criminales. Sin duda, gran parte del tesoro fue sacada furtivamente del país para enriquecer colecciones en lugares remotos como Ginebra, Tokio, Londres o Nueva York. Aunque es difícil de calcular con precisión cuál fue la dimensión del tesoro original, al menos algunas de las piezas orfebres terminaron en el Museo del Oro 2 o en las colecciones de selectos coleccionistas colombianos.

Superar el impacto inicial que me generó el saber que magnificas piezas de oro, de lo que fue un grupo cultural aparentemente desconocido hasta el momento 3, habían sido descubiertas en los cultivos de caña de Palmira, donde antes yo había sido incapaz de imaginar un pasado precolombino, tomó cierto tiempo. Entonces comencé a encontrar personas que me hablaron sobre el descubrimiento del Tesoro de Malagana y de los acontecimientos posteriores. Pensé en una relación histórica entre los colombianos y estas reliquias doradas, y recordé cómo hacía un siglo, en 1892, otro hallazgo similar -el Tesoro Quimbaya- tuvo también un particular desenlace. En la década de 1880, el saqueo de tumbas, conocido en Suramérica como guaquería, prosperó con fuerza en las fértiles tierras de la Zona Cafetera, gracias a que la nueva bonanza agrícola en esta región del altiplano despejó el denso bosque que antes impedía su exploración. En la región de lo que después sería el departamento del Quindío, se descubrieron lugares de donde emergían extraordinarias reliquias de oro, sin comparación alguna con las encontradas hasta el momento en otros sitios de Suramérica (Arciniegas, 1990; Plazas, 1990). Los arqueólogos han identificado estos objetos como parte de lo que hasta hoy se conoce como la Cultura Quimbaya (200 a. C.-900 d. C.) (ver Restrepo Ramírez et al, 2003). Muchas de las piezas fueron fundidas, en la mayoría de casos sin siquiera hacer un bosquejo de ellas para la posteridad, mientras que otras fueron sacadas del país y terminaron en colecciones en el extranjero. Como lo señala el investigador Pablo Gamboa en su libro El Tesoro de los Quimbayas: "El tesoro precolombino descubierto en Quindío se trajo a Bogotá a finales de 1890 -dos años antes del IV centenario del Descubrimiento de América- con el propósito de ofrecerlo en venta en el mercado internacional de antigüedades" (Gamboa, 2002: 127). El mismo investigador señala que el tesoro fue guardado "en el Banco de Bogotá desde finales de 1890 y alrededor de nueve meses hasta que el presidente Holguín, preocupado porque la participación colombiana en la Exposición Histórico Americana fuera la más destacada, ordenó comprarlo" (Gamboa, 2002: 134).

Las piezas más destacadas y espectaculares del Tesoro Quimbaya fueron enviadas a Madrid en 1892, para una exhibición que hacía parte de las celebraciones del cuarto centenario del Descubrimiento de América. En 1893, el Gobierno colombiano dio el Tesoro Quimbaya a la reina de España, como agradecimiento por su arbitraje en la disputa territorial con Venezuela, y también para conmemorar el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con España, rotas desde los días de la Independencia (Gamboa, 2002). Desde entonces, el Tesoro Quimbaya, considerado por muchos el mayor logro de orfebrería de las Américas, ha permanecido en Madrid. De las pocas piezas que quedaron en Colombia Botero señala: "Antes de terminar el siglo [XIX] llegan al Museo Nacional unos cuantos objetos de orfebrería, un pectoral de oro muisca y unos pocos objetos pequeños y de escaso mérito que habían formado parte de la colección denominada "El Tesoro Quimbaya" (Botero, 2006: 123).

Estos dos descubrimientos, estos dos tesoros y sus diferentes destinos separados por cien años, son los eventos dentro de los que se enmarca un proyecto sobre guaquería, arqueología, colecciones privadas y el Museo del Oro en la historia contemporánea de Colombia. En este artículo abordaré y analizaré el contexto histórico y las condiciones que han favorecido el continuo saqueo de la herencia material precolombina de Colombia, lo que implica una exploración acerca de cómo la guaquería y la arqueología, así como los museos y las colecciones privadas, han coexistido en el espacio nacional de Colombia durante el siglo XXI. Basándome en los trabajos realizados por estudiosos colombianos contemporáneos como Botero (2006), Langebaek (1992, 2003, 2005 y 2006), Archila (1996), Gnecco (2000 y 2006), Piazzini (2009), entre otros, propondré que estas prácticas heterogéneas, las disciplinas e instituciones, conforman un tipo de sistema. Esto significa que la relación entre ellas es íntima y compleja, pero como se hará evidente más adelante, esto no implica una complicidad o coherencia entre ellas. Trazaré los procesos que derivaron en la situación actual a partir de la identificación de tres períodos históricos, haciendo énfasis en las dinámicas que generan la transición de un período al siguiente, y las profundas contradicciones internas en el actual tercer período, que alcanza su cúspide en la década de 1990. Ésta es una lectura parcial y selectiva de un gran conjunto bibliográfico 4 orientado hacia la comprensión de la relación actual entre el pasado precolombino de Colombia y la identidad nacional contemporánea, con el fin de imaginar, basado en las fuentes secundarias que estoy usando, qué se puede hacer para terminar con el saqueo y crear un nuevo tipo de relación con la herencia precolombina de este país.

Fetichismo , cosificación y oro en el mundo precolombino

El oro puede representar la última palabra en el concepto marxista de cosificación. Se ha propuesto que un objeto o una relación es cosificada, según Oll-man (1976), cuando una naturaleza aparente oscurece, y de hecho obstruye, su naturaleza real. Los tres ejemplos principales de cosificación en los trabajos de Marx son, en primer lugar, el fetichismo de la mercancía, donde el valor de la mercancía se despoja de la fuerza de trabajo que la originó; la personificación del capital como fuerza motriz, en lugar de ver a los dueños del capital como agentes activos, y la conceptualización del dinero como inherentemente expansivo por medio del interés, lo que opaca el origen básico del capital gracias a la explotación del trabajo.

Las propuestas de Marx nos ayudan a comprender la cosificación y el fetichismo del oro dentro de las sociedades "occidentales", si por ellas entendemos (con algo de ironía) a las civilizaciones de los Balcanes, Anatolia y el Cercano Oriente, donde el oro surgió primero como adorno, para después servir como dinero, el símbolo convencional del valor. Como lo señala Graeber (2001), el uso de ciertos materiales que cumplen las funciones tanto de adorno como de dinero no es accidental. En las sociedades "occidentales", el oro, tras ser usado como adorno en las sociedades balcánicas hace unos seis mil quinientos años, pasó a convertirse en el símbolo del valor en relación con su peso, para después pasar a su fase de dinero en forma de monedas, primero en Lidia (Anatolia), cerca del año 2600 a. C. En un intento por abordar al dinero de forma más transcultural y transhistórica, y por lo tanto de forma más abstracta, Graeber lo llama "el potencial universal para la acción" (2001: 99), un potencial que se manifiesta en todo tipo de dinero, pero que encuentra su máximo nivel de fetichismo y cosificación en el oro, dentro de las sociedades occidentales 5. Como el resto de tipos de dinero, el oro en monedas, barras, polvo, y otras formas que permiten su valoración por peso, es siempre genérico y anónimo. Su fetichismo y cosificación emana de que en su valor no es posible establecer su origen, dónde ha estado, quién lo ha usado o poseído, qué ha comprado o vendido. Así como en la joyería, el valor del oro es fácilmente convertible al valor de su esencia natural por medio del comercio y, en últimas, por la posibilidad de fundirlo y usarlo con otros propósitos.

A pesar de que el oro ha tenido una semiótica de valor consistente en diversas culturas y épocas, su rol en las civilizaciones indígenas precolombinas fue radicalmente distinto al desarrollo como dinero que tuvo al otro lado del océano, al menos hasta antes de que los europeos llegaran a las costas americanas. Los análisis de la importancia y el significado del oro en Colombia parten de dos perspectivas muy diferentes. En primer lugar, una perspectiva materialista, en especial marxista, y otra estrictamente hermenéutica. La primera, sucintamente planteada por Langebaek (1992), sitúa el uso del oro dentro del contexto político, económico y social que los arqueólogos han interpretado a partir de los registros materiales y geofísicos. Esta aproximación presta mucha atención al desarrollo de técnicas usadas para la purificación, aleación, fundición y maleabilidad del oro, y la cantidad de comida producida por los sistemas de cultivo, que podrían sostener la diversificación económica, así como la especialización y complejidad social. Bajo tales sistemas económicos y políticos, artesanos de todo tipo, incluidos los orfebres, aceleraron los procesos de especialización y reinaron las técnicas de producción, lo que a su vez contribuyó a la expansión y diversificación de los mercados. En contraste, el análisis hermenéutico, en especial desde el innovador e influyente trabajo de Reichel Dolmatoff (1988), asocia el desarrollo de la orfebrería con el desarrollo de la religión chamánica de las sociedades precolombinas, y el uso del oro en específicos y complejos rituales esotéricos. En estos análisis, el oro se relaciona con las semióticas del Sol, la fertilidad, la masculinidad, el volar, jaguares, y otros temas centrales en las culturas precolombinas.

Estos dos tipos de análisis no son de ninguna manera excluyentes (cf. Gaitán Amman, 2006). Por ejemplo, tanto la perspectiva marxista como hermenéutica destacan la importancia de comprender el oro en la Colombia precolombina desde un punto de vista sensorial y multiforme. En otras palabras, ambas perspectivas señalan la importancia visual del color y el brillo del oro en su forma pura, y como materia prima en la creación de determinados objetos, así como las propiedades sonoras de los objetos hechos de oro cuando éstos chocan entre sí. Además, y sorpresivamente, desde una perspectiva occidental, ambas miradas destacan la importancia del olor del oro y sus aleaciones en los sistemas simbólicos precolombinos. En otras palabras, la aproximación hermenéutica ofrece perspectivas para entender la fetichización del oro como sustancia en los tiempos precolombinos, lo cual, a su vez, sienta las bases para discutir la cosificación del oro como símbolo de poder político y espiritual, para aquellos que poseen o que producen objetos de oro (ver Cooke et al, 2003) en sociedades donde la producción agrícola y la estratificación social se fueron desarrollando con el tiempo. Otra importante área en donde las dos aproximaciones encuentran puntos complementarios tiene que ver con los trascendentales cambios que experimentó la orfebrería en lo que hoy es Colombia, que comenzaron quinientos años antes de la llegada de los españoles. Señala Langebaek:

En épocas más tardías, entre el siglo X y XVI d. C. se habrían desarrollado prácticas orfebres diferentes. En primer lugar se observa también la desaparicíon del interés por elaborar piezas extraordinarias en beneficio de intensificar la producción masiva de objetos más pequeños. (Langebaek, 1992: 47-48)

En muchas otras zonas antes del año 1000 d. C., la producción de artefactos de oro se enfocó en la elaboración de algunas piezas monumentales y únicas, tecnológicamente sofisticadas y con una magnifica calidad estética, que son, hoy en día, el centro de atracción en el Museo del Oro. Estas piezas fueron elaboradas con oro puro o casi puro, y requirieron de un trabajo intensivo y dedicado. En el período final antes del contacto con los españoles, las sociedades orfebres que habitaban lo que hoy es Colombia desarrollaron tecnologías para la producción masiva de pequeños objetos, como aretes, narigueras, cuentas e implementos para la ingestión de narcóticos, moldeados en grandes cantidades y por lo regular hechos a partir de una aleación de cobre y oro, que después eran recubiertos con una fina capa de oro puro. Dentro del sistema de valores de estas sociedades, las aleaciones no eran consideradas menos valiosas que el oro puro, dado que el brillo del cobre era altamente estimado (Falchetti, 2003). Como lo sugiere el trabajo de Annette Weiner (1992), y que algunas investigaciones arqueológicas parecen confirmar (Ibarra, 2003), las últimas sociedades precolombinas pudieron haber continuado valorando los trabajos orfebres monumentales del pasado y preservaron reliquias durante cientos de años.

En lo que hoy es Colombia, el contraste entre las sociedades precolombinas y europeas frente a la valoración del oro no debe ser caracterizado a partir de la diferencia entre usos sagrados y económicos, o entre usos altamente fetichistas y cosificadores frente a otros que no lo eran tanto, sino, en su lugar, como el choque violento entre dos sistemas de valores y poder marcadamente fetichistas y cosificadores, donde el oro cumplía un rol esencial. Uno, el uso europeo, subyugó a los usos precolombinos, y determinó el destino de los objetos de oro precolombinos. Sin embargo, esta subyugación no constituyó un evento singular, ni siquiera una serie de eventos dentro de un largo período donde el valor del oro permaneció siendo el mismo. Tremendas transformaciones históricas han caracterizado el tratamiento de las reliquias doradas desde la Conquista hasta el presente.

Refracciones del oro : tesoros , guaquería y la creación del Museo del Oro

En Museo del Oro: patrimonio milenario de Colombia (2007), el más completo y bellamente ilustrado catálogo de la vasta colección del Museo, se muestra un mapa con no menos de doce "zonas arqueológicas" (Tairona, Zenú, Urabá, Quimbaya, Muisca, Cauca, Tolima, Calima, Tierradentro, San Agustín, Tumaco y Nariño), donde se presentan las sociedades más destacadas en la producción de piezas de oro. Una mirada a esta lista muestra que las denominaciones son bastante heterogéneas: una, la Muisca, corresponde a un grupo cultural que no tiene actualmente representatividad indígena, mientras que Tairona, un etnónimo que fue usado por algunos arqueólogos para referirse a un sitio muy específico de la Sierra Nevada de Santa Marta, se asigna a una zona mucho más extensa de esta región; algunas de estas denominaciones corresponden a departamentos del Estado colombiano (Cauca, Tolima, Nariño), otras son regiones geográficas (Tierradentro, Urabá), y una se refiere a la zona biológica donde se encuentra el sitio arqueológico más conocido del país (San Agustín). Estas evidentes imprecisiones entre categorías alertan a los arqueólogos, antropólogos culturales e historiadores, tanto de la perspectiva materialista como de la hermenéutica, acerca de las limitaciones de estos términos clasificatorios: con certeza, ningún académico aceptaría que estos términos representan de forma transparente cómo se identificaban y se veían a sí mismos los grupos socioculturales precolombinos. Muchos investigadores colombianos son sumamente conscientes de estas limitaciones. En el volumen editado por Gnecco y Langebaek, Contra la tiranía tipológica en arqueología (2006), ellos identifican cuatro problemas principales de tal clasificación:

    En primer lugar, aceptar que las tipologías ya construidas ordenan el mundo, que lo reducen a proporciones manejables, no quiere decir que también debamos aceptar que sólo cabe en ellas y no podamos inventar nuevas categorías, nuevas formas de interpretar, nuevas avenidas analíticas. En segundo lugar, las tipologías tienen una tendencia (innecesaria) a universalizar [...] En tercer lugar, la tiranía tipológica esencializa y deshistoriza porque exige que sus categorizaciones sean incontingentes a tiempo y espacio. En cuarto lugar, las tipologías, como cualquier otro producto social, no escapan a la lucha ideológica; no son construcciones inocentes y neutras sino dispositivos de poder. (p. ix)

En el discurso sobre las sociedades orfebres precolombinas de lo que hoy es Colombia, sería difícil separar la arbitrariedad de estas tipologías y, sostendría yo, el éxito de su extendida implementación, de las catástrofes demográficas, sociopolíticas y culturales que diezmaron civilizaciones indígenas a partir de la llegada de los españoles. Estas catástrofes, con pocas excepciones, eliminaron muchas posibilidades de trabajos etnográficos e históricos que pudieran haber sentado las bases para contranarrativas e interpretaciones alternativas. En la Colombia contemporánea, tan sólo un 3,4% (DANE, 2007) de la población total se autoidentifica como indígena. Sin embargo, el catastrófico declive de las sociedades indígenas y sus poblaciones no determina el cuadro completo. En el caso de la región Muisca, hay una importante cantidad de registros y documentación que muestran una creciente variedad de trabajos (ver Gómez Londoño, 2005, para un análisis reciente de estos documentos) en relación con una reconstrucción de perspectivas Muiscas en varios campos. Incluso, aún más pertinente, hay grupos indígenas contemporáneos en la región del Tairona que legítimamente pueden proclamar largas relaciones históricas y culturales con sociedades orfebres precolombinas, aunque algunas de estas relaciones son bastante complejas y han sido constantemente replanteadas y reinterpretadas bajo múltiples inluencias, incluida la intervención de los mismos antropólogos 6 (ver Serje, 2008; Boca-rejo Suescún, 2002; Orrantia, 2002; Oyuela-Caycedo, 2002). Siguiendo el trabajo de Reichel Dolmatoff (1988, por ejemplo), el análisis hermenéutico del oro ha reposado en gran medida sobre analogías etnográicas de las sociedades amazónicas contemporáneas, sociedades que no necesariamente están relacionadas con las sociedades orfebres precolombinas.

No obstante estas pocas excepciones, el trabajo de los investigadores colombianos, que cito en mi propuesta de los tres períodos transformativos después de la Conquista y el tratamiento del oro precolombino, hace un uso reflexivo y crítico de la tipología regional, como lo seguiré haciendo a continuación. El primer período transformativo se da durante la Conquista y se extiende hasta comienzos del siglo XIX; el segundo lapso incluye la totalidad del siglo XIX y termina a principios de la década de 1940; mientras que el tercer período abarca desde la década de 1940 hasta nuestros días. A pesar de que estos períodos no son equivalentes con respecto a los lapsos de tiempo que abarcan, cada uno de ellos se caracteriza por un tratamiento particular de los objetos de oro precolombinos que permiten establecer una clara identificación frente a los otros períodos. Esta propuesta se adhiere al trabajo de Clara Isabel Botero (2006 y 2009), donde mis observaciones e ideas se entretejen con su muy reconocido análisis.

El primer período, que duró más de tres siglos, se caracterizó por dos procesos diferentes, pero complementarios: por una parte, la búsqueda del mítico Dorado, y por otra, el celoso esfuerzo de la Iglesia católica por eliminar cualquier trazo de creencias y prácticas religiosas precolombinas (Botero, 2006). La historia de El Dorado encapsula la máxima versión española de lo que se puede llamar "el complejo del tesoro", una narración según la cual una descomunal riqueza le espera al astuto, ingenioso, brutal e inescrupuloso protagonista europeo, quien tiene un golpe de suerte o la argucia para engañar a los inocentes e ingenuos nativos, quizás ambas cosas 7. Mientras que El Dorado fue una imagen que se burló del insaciable apetito de oro de los españoles, haciéndolos llegar tan lejos como el norte de Nuevo México (hoy EE. UU.), hay una significación específica con respecto al territorio que se convirtió en Colombia. Se trata de una leyenda de un pueblo que tenía tanto oro que, durante su ceremonia más importante, cubrían al cacique con el precioso polvo dorado, para luego sumergirlo en una laguna sagrada; allí, las partículas de oro se desprendían y terminaban en el fondo de la laguna, acumulándose así por siglos como ofrenda a sus dioses paganos. Esa historia se asoció con la región del altiplano que rodea hoy a la ciudad de Bogotá y con la laguna de Guatavita, el posible lugar donde se dio este ritual, y con la misma zona habitada, antes de la llegada de los españoles, por una gran población indígena, que se conoció con el etnónimo de "Muiscas".

Al mismo tiempo que los españoles y sus descendientes, los criollos, fueron cautivados con esta leyenda y la promesa de riqueza para quienes descubrieran El Dorado, la Iglesia católica estaba empecinada en destruir cualquier imagen o ícono que representara el sistema de creencias precolombinas. La empresa de usurpación de tales objetos, fueran de oro, cerámica, textiles o de piedra, se convirtió en una preocupación constante de la administración colonial por cientos de años. Sin embargo, y de ninguna manera sorpresiva, el trato que dieron a las piezas de oro fue muy diferente al que dieron a los objetos hechos con otros materiales, dada la específica cosificación y fetichismo que tenían los españoles frente al oro cuando llegaron a este hemisferio. Así, las piezas precolombinas no sólo fueron sistemáticamente, y sin excepción, fundidas para hacer lingotes y monedas, sino también transformadas en relicarios para los rituales católicos.

En la ciudad de Popayán, una ciudad colonial fundada en 1537 en el sudoeste de Colombia, el Museo de Arte Religioso tiene una extensa colección de oro puro, custodias enchapadas con joyas y relicarios, en las que las hostias son guardadas y públicamente veneradas, objetos hechos con el oro que se extrajo de la fundición de las piezas precolombinas 8. Las reliquias permanecen en una bóveda, y sólo se exhiben al público durante la Semana Santa; este otro "Museo del Oro', aunque no se le conozca como tal, simboliza la victoriosa cosificación y fetichización alternativa del oro que resultó de la Conquista 9.

Botero (2006) identifica a finales del siglo XVIII una "valoración incipiente" del mundo prehispánico, con lo que se inicia el segundo período transformativo después de la Conquista, y el trato hacia el oro precolombino. Como muestra la autora, gran parte de este cambio intelectual fue desarrollado por los padres católicos, sin duda influidos por el racionalismo y empirismo de la Ilustración, que en esos tiempos iluminaba todos los círculos intelectuales de Europa. Algunos de estos padres fueron los primeros en describir las extensas y monumentales ruinas de San Agustín. En la sabana de Bogotá, el padre José Domingo Duquesne interpretó unos grabados en piedra como el "Calendario Muisca", y de una forma relativamente imparcial frente a sus propias creencias religiosas, consideró a estos artefactos y otros:

    [...] como 'antigüedades', desvirtuando el concepto de los 'idolos' o los 'fetiches'. Para Duquesne, los signos de un calendario eran la evidencia de los principios cosmológicos y religiosos de una sociedad. (Botero, 2006: 43)

El proceso de validar la cultura material precolombina como una aceptable área de investigación e interpretación, bajo un relativismo desconocido hasta ese momento, fue legitimado desde sus inicios por el interés de importantes científicos europeos. A principios del siglo XIX, tal legitimación fue famosamente reafirmada por las investigaciones del naturista alemán Alexander von Humboldt, quien ayudó a diseminar la visión del padre Duquesne, según la cual los Muiscas habían sido "civilizados". Humboldt estaba particularmente atraído por la laguna de Guatavita; la destacó como uno de los sitios sagrados y míticos para los muiscas y ordenó hacer un grabado sobre la laguna que fue divulgado en Europa en su obra Voyage de Humboldt et Bonpland: Personal Narrative of Travels to the Equinoctial Regions of the New Continent during the years 1799-1824... (Von Humboldt, 2010) 10.

La inluencia más poderosa y determinada en la transformación de las actitudes frente a las reliquias de oro precolombinas fue el proceso ideológico de nación criolla, nacido durante y después de las luchas independentistas de Suramérica. De estas luchas surgió el establecimiento de un grupo de Estados en los territorios de lo que hoy son Colombia, Venezuela y Ecuador, empezando con el primer Estado criollo, la República de Gran Colombia, en 1819, que luego se transformó en la República de Nueva Granada, después en la Confederación Granadina, y finalmente, en 1866, en la República de Colombia, los Estados Unidos de Colombia (1863-1886). La publicación en 1854 de Memoria sobre las antigüedadedes neogranadias, escrita por Ezequiel Uricoechea, quien como brillante naturalista, filólogo, químico, geólogo y astrónomo caracterizó el clásico tipo de genio del siglo XIX, más adelante desarrolló un nuevo concepto sobre las sociedades precolombinas. Al hacer una comparación entre las antigüedades y ruinas colombianas con aquellas de Roma, Egipto y Grecia, Uricoechea asumió que las sociedades precolombinas debían ser consideradas civilizaciones. Su análisis tajantemente diferenciaba a las civilizaciones indígenas de las altas zonas andinas, del "barbarismo" de los pueblos indígenas que habitaban las zonas bajas de Suramérica, lo que tuvo un profundo impacto en las posteriores investigaciones académicas sobre el continente (ver Botero, 2006).

Durante y después de la década de 1850, se dio una mezcla de intereses locales y foráneos, a medida que los objetos prehispánicos se hacían más atractivos para la investigación científica. El geógrafo italiano Agustín Codazzi llevó a cabo una mucho más sistemática investigación de San Agustín, y sostuvo que el lugar no había sido una ciudad, sino un enorme centro de adoración religiosa y peregrinación.

Las excavaciones hechas por Codazzi en Antioquia dieron como resultado la aparición de un gran número de espectaculares piezas de oro, incluida dentro de ellas el estupendo Poporo, un recipiente para álcali que se usaba al mascar hojas de coca, y cuya estética exquisita terminó cumpliendo un papel fundamental dentro de la narrativa del oro precolombino, como veremos a continuación. En las décadas siguientes, los altiplanos de la región de Antioquia comenzaron a experimentar una forma de desarrollo en el que densas zonas boscosas eran colonizadas, primero, con el fin de extraer los objetos de oro de tumbas, fosas y asentamientos precolombinos. Después, en las zonas que ya tenían poblaciones de gente que trabajaba en la extracción de objetos de oro de los suelos, empezó la siembra de café, el nuevo y lucrativo cultivo de exportación. En este tiempo, la guaquería se convirtió en una profesión reconocida y respetada en Colombia, con sus propias herramientas, su jerga, su aprendizaje y su conocimiento especializado (Arango, 1924).

La práctica común de los guaqueros profesionales del siglo XIX consistía en fundir las piezas encontradas, para después vender el oro crudo, que a su vez servía como materia prima para la elaboración de monedas europeas y de otras latitudes; literalmente, el oro pasaba de una forma de valor cosificado a otra. Esto, con certeza, representa una continuidad en el tratamiento del oro desde el período colonial. Sin embargo, el impacto del discurso científico y la investigación de la Colombia independiente facilitaron nuevas prácticas. En ciertos casos, los guaqueros vendían las piezas intactas de oro a pudientes compradores, tanto colombianos como extranjeros. Dentro de los coleccionistas colombianos, esta nueva práctica se ejemplifica claramente en el caso del mercader Leocadio María Arango, quien acumuló una inmensa colección de piezas de oro y cerámica precolombinas (Arango, 1924), creó un museo privado para sus colecciones y publicó catálogos de los objetos exhibidos. A medida que crecía la nueva compulsión entre los colombianos pudientes por coleccionar artefactos precolombinos, se desenterraron esculturas de oro monumentales y únicas, como el previamente mencionado Poporo, y la Balsa muisca, que pareció despejar, de una vez por todas, las dudas acerca de la leyenda de El Dorado. La primera balsa, encontrada en las cercanías del lago Siecha, fue quizás el ejemplar más grande y estéticamente reinado descubierto hasta el momento. Esta balsa fue comprada por el cónsul alemán en Colombia, lo que refleja la creciente tendencia de la demanda europea, al igual que el deseo de coleccionistas, museos y científicos de hacerse a reliquias precolombinas. En tránsito hacia el Ethnologisches Museum de Berlín, en el puerto de Bremen, la balsa desapareció, cuando un incendio consumió la bodega donde se encontraba. Aunque otra, quizás de una belleza y mag-nificencia similar, fue encontrada en 1969 en el departamento de Cundinamarca.

Desde finales del siglo XIX y principios del XX, el interés extranjero por la exploración, excavación e investigación de piezas de las culturas prehispánicas continuó intensificándose. El arqueólogo y etnólogo alemán Theodor Konrad Preuss y el etnólogo, lingüista y arqueólogo norteamericano John Alden Mason, quien fue financiado y publicado por la American Philosophical Society, excavaron sistemáticamente tanto San Agustín (1913-1914) como la Sierra Nevada de Santa Marta (1922). El British Museum, el Ethnologis-ches Museum de Berlín, el Musée de L'Homme en París y el Field Museum de Chicago fueron acumulando grandes colecciones de magníficas piezas de oro prehispánicas, muchas de las cuales fueron encontradas y sustraídas de Colombia. Plantearía que el momento culminante y cumbre de este período fue el descubrimiento de una enorme cantidad de piezas de oro en el departamento de Quindío 11, conocidas después como el Tesoro Quimbaya. A la compra que hizo de este tesoro el Gobierno colombiano, le siguió la decisión de dar su vasta mayoría a la reina de España. En el contexto actual de demandas internacionales por la repatriación de grandes tesoros, es difícil imaginar las motivaciones que tuvo el Gobierno colombiano para tomar esta decisión, y se requiere una considerable dosis de relativismo para abordar este tema. El trabajo de Botero y el volumen de Gamboa Hinestrosa (2002) proponen que esta decisión releja la sensibilidad común a la élite ilustrada colombiana de aquel tiempo, sobre cómo valorar las reliquias históricas destacadas. Según su percepción, la exhibición de las piezas en museos europeos sería el máximo honor que se les podía conferir. El que estos objetos reposaran en Madrid (como también en París, Londres o Berlín) demostraría que la cultura material de los pueblos prehispánicos estaba a la par de la cultura material del Viejo Mundo. Esto constituiría, frente a la historia y cultura precolombinas, una legitimación de mucho más alto nivel que dejar los objetos en el Museo Nacional de Colombia -establecido en 1823-, dedicado en su mayor parte a la historia natural y a la geología. El hecho de regalar el patrimonio de oro colombiano al antiguo poder imperial debe ser visto como un dispositivo para que las élites criollas, aristocráticas y mestizas pudieran reificar, fetichizar y nacionalizar los objetos precolombinos para beneficiar el imaginario nacional, aun despreciando las sociedades y la culturas prehispánicas y rompiendo la continuidad cultural de las sociedades indígenas en el presente.

Al mismo tiempo, opino que el destino que tuvo el Tesoro Quimbaya, sumado a la continua salida de antigüedades de Colombia en las primeras dos décadas del siglo XX, crearon un sutil aunque real sentimiento de pánico entre la pequeña y creciente comunidad de arqueólogos, antropólogos e historiadores 12. En 1938, el Gobierno colombiano estableció el Servicio de Arqueología Nacional, y en 1941 fundó el Instituto Nacional de Etnología (hoy en día, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH). Esta última institución estuvo a cargo del conocido etnólogo francés Paul Rivet, cuya presencia en Colombia apuntaló las posibilidades de una investigación avanzada dentro del país. Estos desarrollos coincidieron con las nuevas tendencias de indigenismo que se estaban articulando en México y Perú, que a su vez generaron abono para la preservación, la curaduría y el análisis de la herencia precolombina (ver Field, 1999 para un análisis sobre el indigenismo latinoamericano en el contexto nicaragüense). Impulsada por la gran energía y el intelecto del arqueólogo y etnólogo colombiano Gregorio Hernández de Alba, la institución, oficialmente llamada Museo del Oro, abrió sus puertas en 1944. El Banco de la República donó sus colecciones, la mayoría de las cuales habían sido compradas a Leocadio María Arango. El famoso Poporo encontrado por Codazzi se convirtió en el objeto fundacional y, hasta hoy en día, en el más reconocido ícono del Museo.

Así concluye el segundo período de la relación entre Colombia y el oro precolombino. La creación del Museo del Oro generó un espacio muy estimado para la exhibición de las piezas de oro prehispánicas, por lo que ya no fue conceptualmente necesario sacar las reliquias del país para demostrar una alta estima hacia ellas, como parece haber sido el caso en el pasado. Al mismo tiempo, la llegada del Museo del Oro no significó el fin de la gua-quería. La existencia del Museo, por el contrario, generó una situación que resultó mucho más lucrativa para los guaqueros: vender las piezas como fueron encontradas, en vez de fundirlas para sacar su contenido de oro. De forma paralela, el trabajo académico y la minuciosa descripción y el análisis de piezas de oro precolombinas realizados por el Museo añadieron un importante valor a los objetos que permanecían en colecciones privadas. Por lo tanto, se hizo posible, además de lógico, que los coleccionistas privados apoyaran el trabajo del Museo del Oro y, simultánea y sigilosamente, continuaran comprando reliquias extraídas por los guaqueros para sus propias colecciones.

Éste fue el nuevo "sistema" que caracterizó el tratamiento de las reliquias de oro precolombinas a mediados del siglo XX.

RESONANCIAS DE CAMBIO EN EL NUEVO SIGLO : EL D ES ASTRE DE M ALAGANA, EL DECRETO 832 Y EL FIN DEL TERCER PERÍODO

Como muestran las narrativas recogidas en el apartado anterior, el sistema del oro que emergió en el siglo XX no implica de forma automática que los museos deban ser considerados cómplices, ni éticamente ni de forma práctica, de la guaquería o de los coleccionistas privados. Este sistema se consolida como resultado de múltiples fuerzas que, en efecto, replantearon el fetichismo y cosificación del valor de las reliquias de oro precolombinas, después de cientos de años en los que su valor estuvo determinado por su conversión a las formas fetichistas y cosificadas del valor europeo del oro. En el siglo XX, esto significó que las colecciones del Museo del Oro crecieran de forma acelerada, y que, al mismo tiempo, los guaqueros ofrecieran sus mercancías, no sólo a pudientes coleccionistas, sino también a familias e individuos de muchos menos recursos, que desarrollaron interés en la colección de antigüedades 13. La reputación creciente y el auge de exposiciones del Museo del Oro estimularon un aura de brillo a las excavaciones, lícitas e ilícitas, que con frecuencia generaban el descubrimiento de piezas de oro. El Museo, al igual que arqueólogos, les compraban reliquias a los guaqueros, y los arqueólogos, a su vez, vendían algunas al Museo. Dado que el Museo también se hacía a reliquias mediante su propio trabajo arqueológico, una vez exhibidas las piezas, su origen, fuera lícito o ilícito, se hacía invisible.

Esto permitió que aquellas piezas que habían tenido una etapa de mercancía en manos de los guaqueros se "limpiaran" de esa condición y se convirtieran en parte del patrimonio nacional en los pasillos del Museo (ver Gaitán, 2006, para un resonante análisis).

En el siglo XX, la guaquería dejó de ser un fenómeno único. Ésta se fue desarrollando en diversas y múltiples prácticas, pasando de las formas de excavación hechas por generaciones en el Quindío y las demás regiones de la Zona Cafetera, y el abrupto crecimiento que tuvo en la Sierra Nevada de Santa Marta como consecuencia indirecta del boom en la producción de marihuana en la década de 1970 14, hasta el monopolio del crimen organizado que dominó el mercado de reliquias durante La década de 1990 en el Valle del Cauca, que continúa en el presente, al igual que otras prácticas 15. Aquellos ciudadanos que tenían lo suficiente para comprar reliquias de oro de los guaqueros -en su mayoría pequeños objetos, como aretes o narigueras-, con seguridad lo hicieron. Aquella orfebrería era vendida incluso en galerías de renombre, que en general ofrecían réplicas de piezas icónicas, como La balsa y el Poporo, pero que siempre parecían tener a mano un manojo de piezas "originales" 16. Una galería tenía (y aún conserva) su propio museo, con piezas de oro y cerámica originales, lo que da al negocio y a la experiencia de la compra el resplandor de participar en la herencia cultural de la nación.

Así, a través de los siglos, todos los elementos del sistema -el Museo del Oro, los guaqueros, los coleccionistas privados y los arqueólogos- parecen conjugarse, y las líneas que los separan y diferencian resultan dinámicas y sujetas a cambio.

Sostendría que las contradicciones dentro de este sistema alcanzaron un cruce insostenible y atroz durante los eventos que siguieron al descubrimiento de los tesoros de la hacienda de caña Malagana, en 1992, aunque lo que se ha escrito sobre el yacimiento de Malagana y sus reliquias no se ha basado en este marco teórico. Permítanme elaborar. El asalto que se dio sobre las tumbas y las reliquias de oro y cerámica, en lo que se conoció como la hacienda Malagana, en el norte del Valle del Cauca, no fue debatido por muchos meses. La abundante documentación sobre el pillaje hecha por periódicos, televisión y fotografías aéreas diferencia este descubrimiento de los hechos durante el siglo XIX y principios y mediados del XX. La naturaleza misma de la guaquería, que se dio en el desastre de Malagana, es muy diferente al "tradicional" saqueo de tumbas y búsqueda de objetos que tuvo lugar en el Quindío, Antioquia y otras regiones desde principios del siglo XIX. Por una parte, el papel de la documentación audiovisual fue muy importante. Este factor también diferencia el Desastre de Malagana de la guaquería de los años setenta en Santa Marta: aunque hasta el 30% de la colección en el Museo del Oro venía del marimbazo o boom del cultivo de marihuana (Wilhelm Londoño, comunicación personal), el desastre en la Sierra no fue el foco de un intenso registro de los medios audiovisuales que mostrara al público colombiano lo que estaba pasando todos los días. Tal vez el factor de los medios audiovisuales hizo mucho más fuertes las implicaciones específicas del Desastre de Malagana. En el caso de Malagana, los medios audiovisuales mostraron a cientos de personas de diferentes ocupaciones haciendo excavaciones, y aunque, con seguridad, sí había guaqueros profesionales, también había muchos otros, incluidos oficinistas de Cali, policías, monjas y adolescentes, que con certeza no habían participado con frecuencia en actos de guaquería 17. Por otra parte, el saqueo del yacimiento también fue conocido por la brutal violencia que se dio entre aquellos que estaban escarbando e intentaban vender los objetos (Óscar Dorado, comunicación personal). Pronto se hizo evidente que las organizaciones criminales, que controlaban el tráfico de narcóticos, secuestro, y otros delitos de alto perfil en el Valle del Cauca, se movieron para dominar la compra y venta de enormes cantidades de piezas de la hacienda Malagana.

Los tesoros de los Señores de Malagana (Archila, 1996) constituye la primera publicación de envergadura que describe las piezas de Malagana, tanto de cerámica como de oro, editada por el Museo del Oro, y que siguió a una gran exposición hecha de las reliquias en el mismo año. Todas las piezas de oro tienen un pie de página con su curaduría, que indica que han sido vendidas al Museo por guaqueros. Las cerámicas, por otra parte, son uniformemente iden-tificadas como préstamos de colecciones privadas.

En Los tesoros, los eventos alrededor del descubrimiento son tratados muy brevemente. En la introducción, Clemencia Plazas, directora del Museo, escribe:

    La dolorosa destrucción del sitio por centenares de guaqueros y curiosos, atraídos por las noticias de los hallazgos de oro, entre 1992 y 1994, impidió recuperar valiosa información arqueológica. Los investigadores que estudian el área desde 1994 lograron los datos en los que se basa nuestra exposición, pero el trabajo científico apenas comienza. (Archila, 1996: 3)

En el texto principal de la edición, Archila escribe:

    En 1992 fue descubierto en ese lugar, por casualidad, un cementerio indígena que fue destruido por completo debido a la acción desenfrenada de guaqueros de oficio y muchas otras personas de la localidad y de otras regiones. Infortunadamente, la comisión enviada en febrero de 1993 por el Instituto Colombiano de Antropología para realizar trabajos de rescate, se vio enfrentada al peligro y las dificultades generadas por la aparición de gran cantidad de objetos de oro, y apenas si pudo permanecer en el sitio durante diez días. (Archila, 1996: 53)

Es claro que los arqueólogos vieron en la expoliación del yacimiento una tragedia muy traumática, y que comprensiblemente desearon superar y dejar atrás, al transformar el desastre en una misión científica. En este contexto, un análisis sociocultural sustantivo de los eventos ocurridos, hasta que los arqueólogos lograron por fin asegurar el yacimiento, no forma parte de este artículo.

En las más recientes e importantes publicaciones que siguieron a los años de trabajo arqueológico de Malagana, no hay todavía mucha discusión analítica frente a la guaquería como fenómeno sociocultural que dominó el hallazgo de 1992 a 1994. Bray, Herrera y Schrimpff (1998), quienes han estado involucrados en el trabajo arqueológico de Malagana desde 1994, describen los eventos desde la posición del Museo del Oro, al cual le fueron ofrecidas las piezas de lo que, hasta 1992, era un yacimiento desconocido. Ellos citan reportes de periódicos y concluyen que "a pesar de los esfuerzos del Ejército y la Policía, esta invasión tuvo como resultados una destrucción a gran escala de evidencia arqueológica única y la casi completa desaparición de un importante capítulo en la historia" (1998: 122), para después proponer cómo habría sido ese lugar antes de la llegada de los españoles. El magistral volumen editado por Schrimpff en 2005 (Bray et al., en Schrimpff, 2005) ofrece, hasta el momento, el más completo análisis de las excavaciones en Malagana y sus alrededores. Magníficamente ilustrado, el capítulo que se centra en las características de Malagana, con fotografías aéreas de la expoliación, muestra sobre el terreno cientos de hoyos que lo hacen ver como un territorio bombardeado (ver Schrimpf, 2005: 145). Aun así, los autores dejan rápidamente la discusión sobre la catástrofe sufrida por este yacimiento, proponiendo que "el yacimiento se hizo famoso internacionalmente por la manera en que fue saqueado, en general por personas viviendo en una pobreza extrema, para quienes los hallazgos no representaban un capítulo fascinante de la historia, sino la oportunidad de satisfacer algunas de sus más básicas necesidades económicas" (Schrimpf, 2005: 143).

La perspectiva asumida por los arqueólogos en cuanto a los sucesos alrededor del descubrimiento de Malagana es comprensible, como lo he sostenido; sin embargo, para antropólogos culturales e historiadores, los últimos comentarios citados invitan a una exploración más profunda de la relación entre los colombianos y la cultura material precolombina. Desde mi perspectiva, éstos sugieren el punto culmen de las contradicciones del tercer período. Si las presunciones de Schrimpf y sus colegas son ciertas, sería razonable pensar que los excavadores no tenían un sentido de pertenencia frente a un pasado precolombino que se ligara a ellos ni, por lo tanto, un sentimiento de pertenencia hacia su país. Más aún, los excavadores no vieron estas piezas como objetos históricos y culturales, sino principalmente como oro, un recurso natural, y, en consecuencia, estaban convencidos de su derecho a explotarlo en beneficio propio y de sus familias. Es difícil no concluir que, a pesar del extraordinario esfuerzo hecho por el Museo del Oro en la preservación y exhibición de la cultura material precolombina, especialmente del oro (incluidos los tesoros de Malagana), gran cantidad de colombianos, en la década de 1990, no supieron apreciar este material cultural como su herencia, o si lo han hecho, tal sentimiento no se equipara a sus necesidades económicas.

En las postrimerías del saqueo de Malagana 18, el Banco de la República, una entidad semiautónoma del Estado colombiano, ha reaccionado de dos formas frente a un creciente mercado de piezas prehispánicas, muchas de las cuales han salido del país. El Banco ha apoyado la renovación y expansión de las sedes regionales del Museo del Oro ya abiertas en grandes ciudades, como Cartagena (Museo del Oro Zenú, desde 1985) y Cali (Museo del Oro Calima, desde 1991). Un nuevo edificio, grande y bien diseñado, además de otras infraestructuras del Museo del Oro, han sido construidos en Armenia, capital del departamento del Quindío, lugar de origen de muchos de los más preciados objetos de oro precolombinos (como el Tesoro Quimbaya), sede que abrió sus puertas en 1986. En Santa Marta, al parecer el único lugar de Colombia donde aún los indígenas utilizan piezas antiguas de oro en sus ceremonias y narrativas, el Museo del Oro Tairona (abierto desde 1980) ha iniciado una extensa y significativa remodelación. Estos museos regionales no cuentan con los recursos, ni se les ha delegado responsabilidad de patrocinar investigaciones o excavaciones, sino que han sido diseñados para llegar y educar a un público más allá del de Bogotá. Parte de la misión educativa busca mostrar a niños, sus padres, ancianos, y otro tipo de población, que la guaquearía es una amenaza destructiva para la nación (comunicación personal con funcionarios de los museos de Armenia, Santa Marta, Cali y Cartagena). Otra acción importante fue la de prohibir completamente el comercio de reliquias de patrimonio nacional, que incluye, por supuesto, las piezas precolombinas, bajo el Decreto 832, expedido en 2002 (Schrimpf, 2005). Aunque la legislación vigente durante los siglos XIX y XX frente a la guaquería, y en el XX respecto al manejo del patrimonio arqueológico colombiano, era importante (ver Botero, 2006), el Decreto 832 hizo restricciones mucho más draconianas. Los coleccionistas privados ya no pueden legalmente comprar objetos nuevos, y se supone que deben registrar los que ya poseen en el Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Estos coleccionistas pueden entregar estos objetos como herencia a sus descendientes, pero no pueden vender sus colecciones a ningún particular.

La prohibición, de acuerdo con algunos curadores de los Museos del Oro con los que me entrevisté, también hace ilegal para el Museo la adquisición de objetos de oro extraídos por guaqueros 19. Al mismo tiempo, la nueva ley ha llevado a que el precio de las piezas precolombinas, en especial las de oro, aumente, haciendo que éstas sean sacadas furtivamente del país para ser vendidas a coleccionistas extranjeros multimillonarios.

Las dos medidas mencionadas, pese a las dificultades que enfrentan, sugieren el inicio de una nueva relación, un cuarto período, según las consideraciones planteadas en este capítulo, entre Colombia y la cultura material del pasado precolombino. El objetivo de esta nueva relación debe ser el cultivo y promoción dentro de las generaciones actuales de colombianos de una sensación de conexión mucho más profunda con el pasado precolombino. Esta conexión generaría un fuerte descenso tanto de la excavación ilegal como de la compra y venta ilegal de reliquias. Tal relación, en el caso de Colombia, debe ser caracterizada por una sensibilidad completamente distinta a los sentimientos nacionalistas de otros países, basados en la sangre, etnicidad o raza. Pues sólo un 3,4% de la población actual se identifica a sí misma como indígena (DANE, 2007) y muchas personas que, en efecto, tienen ascendencia indígena desconocen este pasado o, según mi experiencia, denigran de él si lo conocen. Esta nueva relación de Colombia con su pasado no puede imitar lo que se dio en México como resultado del proceso revolucionario de principios del siglo XX, donde la concepción de nación reposa en las glorias de su pasado indígena y consagra a sus ancestros indígenas dentro de los mitos de la identidad nacional (Nalda, 2002). La arqueología y los museos tampoco pueden ser usados en Colombia para construir una narrativa de "etnicidad primordial" asociada al nacionalismo, como en el caso de Israel, según lo han mostrado Abu el-Haj y Baram 2001. Los investigadores, curadores, planificadores y otras personas que buscan el establecimiento de un nuevo tipo de relación entre Colombia y su pasado prehispánico deben mirar a otros países donde sus poblaciones tienen un débil lazo -genético, cultural o religioso- con los pueblos del pasado. En Turquía, por ejemplo, los académicos y activistas le han apostado a una continuidad de la memoria que destaca el valor de las antigüedades, no con base en la etnicidad, lengua, raza o religión, sino a través de la conexión con "la esencia del lugar" (Bilsel, 2000: 8-9).

Esta evocativa terminología reconocería no sólo el valor de las antigüedades en cualquiera de sus términos de fetichismo y cosificación, sino también en el continuo proceso creativo asociado a su exploración e interpretación por parte de los diferentes actores involucrados. Las piezas deben ser reposicionadas en la historia y en el presente, en vez de ser veneradas por la gloriosa presencia que tuvieron en un pasado distante. Las políticas y experiencias de muchos países pueden ser estudiadas en la reconceptualización de la relación de Colombia con sus reliquias. La forma en que el Gobierno británico asume los descubrimientos hechos por principiantes o excavadores, como en el caso del Tesoro de Staffordshire (ver Leahy y Bland, 2009), puede ser relevante. De la misma manera, el caso de los "excavadores por sustento" de los indígenas de la isla de St. Lawrence puede ofrecer nuevas perspectivas sobre las prácticas de excavación más allá del dominio de la arqueología (ver Hollowell, 2006). ¿Qué tal si los niños guaqueros son entrenados para ser arqueólogos, y se usa el conocimiento tradicional de sus familias en proyectos científicos? ¿Qué tal si las exhibiciones hechas en el Museo del Oro, como se les ha recomendado hacer a otros museos (Waxman, 2008), abordaran específicamente la procedencia de las piezas, la diferencia entre las exploraciones hechas por arqueólogos y guaqueros, y cómo el conocimiento puede ser destruido o construido? Como ha mostrado Hamilakis (2007), en el caso de Grecia, puede ser posible pensar en unas relaciones a largo plazo con las piezas antiguas, en el pasado y hacia el futuro, donde ambos coincidan con los intereses de la arqueología y de las naciones, y partan de dichos intereses. La expansión de los imaginarios del pasado puede ser justamente el paso más importante para las nuevas políticas sobre el trato de las antigüedades en el futuro.


Comentarios

1 Post-Doctoral Fellow; Centro Internacional de Agricultura Tropical, Cali, Colombia, Ph.D., Cultural Anthropology; Duke University.

2 Comunicación personal, Carl Langebaek, octubre de 2009.

3 Los materiales encontrados en la hacienda de Malagana, en realidad, no corresponden a una categoría arqueológica nueva o desconocida, pese a que en este lugar y sus alrededores nunca se había extraído tal tipo de materiales. Los arqueólogos consideran que las piezas son parte de la región Calima y que datan del principios del período Yotoco (200 a. C.-200 d. C) en relación con sus características metalúrgicas y cerámicas (Schrimpff et al., 2005).

4 Recientemente, Gaitán Amman (2006) ha propuesto un análisis de la historia e importancia actual del Museo del Oro que difiere del mío. Sus tesis se basan en lo que él llama Dosificación y decosificación del valor precolombino del oro a través de las formas de curaduría hechas por el Museo del Oro. Esto, sostiene él, ha establecido las bases para perspectivas esencialistas sobre los pueblos indígenas contemporáneos de Colombia. Él hace un llamado a un nuevo tipo de Museo del Oro "focusing upon the wild and unstable materiality of gold" (2006:231). Su argumento, de alguna manera, coincide con la mirada de Taussig en My Cocaine Museum (2004; ver más adelante), y con certeza comparto con él la posición frente a la esencialización y marginación de los pueblos indígenas colombianos.

5 El uso del oro como un fetiche de valor, la sustancia paradigmática en la producción de monedas, y un material de estatus ultraprestigioso en joyas y otros objetos, no es exclusivo de "Occidente", aunque así sea generalmente concebido. El oro ha experimentado una historia paralela en India, China, Indochina, y el archipiélago indonesio, como también en la mayor parte de África subsahariana. Actualmente, el consumo de oro, tanto en joyas como en su valor fetiche, es el mayor producto per capita en India, seguido de China.

6 Los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, particularmente los Kogi, son, sin duda, únicos de muchas maneras, tanto históricamente como en su presente momento histórico. Las representaciones generalizadas de los Kogi, como la hecha en el documental From the Heart of the World (1991) por el documentalista Alan Ereira, de la BBC, crearon la espectacular imagen de una civilización legendaria, casi pura frente a la influencia del cristianismo y el capitalismo, que preserva una antigua e impoluta sabiduría. Aquellos cautivados con esta imagen idílica y romántica encuentran una confirmación en la visión cosmogónica de los Kogi, donde se ven a sí mismos como los "hermanos mayores", y al resto del mundo, en especial aquellos de origen europeo, como los "hermanos menores"

7 Nunca he escrito sobre lo que llamo el "complejo del tesoro", pero es un concepto que utilizo en mi trabajo sobre todas las Américas. Lo aplico tanto a las interacciones europeas con las civilizaciones indígenas, durante y después de la Conquista, como a lo que considero las descendencias lineales del anterior fenómeno en el momento histórico actual. Me refiero así al dinero fácil, a los comportamientos e instituciones del "hacerse rico de repente", como las loterías y otros juegos de azar, las manifestaciones de deseo que muestra la gente en los casinos, y las esperanzas que, sorprendentemente, muchas personas tienen frente al hecho de encontrar una gran fortuna de un momento a otro.

8 El Museo Nacional exhibe otra fantástica custodia, hecha en Bogotá a finales del siglo XVII o principios del XVIII. De casi un metro de alto, la custodia de San Agustín está hecha en densa plata dorada, adornada con extraordinarias esmeraldas, grandes amatistas, perlas naturales de gran tamaño y cristales de diamante. El Museo imprimió un plegable en escala real sobre esta pieza, una narración que revela una aproximación desde la historia del arte sobre sus componentes e iconografía, lo que muestra cómo este tipo de piezas reciben un tratamiento analítico distinto al que se da a los objetos de oro precolombinos.

9 Taussig ofrece otra alternativa de Museo del Oro, con linaje y políticas distintos, en su reciente libro My Cocaine Museum (2004). Su libro propone una historia de la cocaína -su valoración, fetichismo y cosificación- como un contrapunto con la historia del oro en Colombia.

10 En los siglos XIX y XX ha habido repetidos intentos que buscan encontrar el tesoro de la laguna de Guatavita. Éstos van desde relativamente inocuos intentos -con técnicas no intrusivas, como expediciones de buzos al fondo del lago- hasta intervenciones masivas, como la de drenar toda la laguna, intentada por primera vez en el siglo XIX, lograda con éxito en 1898, y, de nuevo, parcialmente conseguida en el siglo XX.

11 El original y extenso departamento de Antioquia, que fue parte de la colonia española de Nueva Granada, fue subdividido en los departamentos de Caldas (1905), Risaralda (1966) y Quindío (1966).

12 Aunque Botero (2006) no haga alusión explícita, mi lectura de su trabajo da la impresión de una acumulación de pánico entre los académicos y gobernantes en la década de 1930, en la medida en que las colecciones precolombinas crecían en los museos de Europa y Estado Unidos. Creo que la fundación del Museo del Oro en Bogotá fue favorecida por esta sensibilidad. Botero (en comunicación personal) ha escuchado estas ideas y explícitamente no ha discrepado de ellas.

13 Mi suegra, una norteamericana casada con un colombiano, que vivió en las zonas semirrurales cerca de Cali en la década de I960, recuerda a vendedores ambulantes que de cuando en cuando visitaban su casa para ofrecerle piezas precolombinas. Como muchas personas de clase media en aquel tiempo, ella consiguió hacer una pequeña colección de esculturas de cerámica y alfarería, que utilizó como adornos en su casa, aunque nunca compró ninguna pieza de oro. Otras personas, con muchos más recursos, algunas de las cuales he conocido durante los últimos veinte años de trabajo etnográfico en Colombia, terminaron con enormes colecciones, dentro de las que se incluyen piezas de oro precolombinas.

14 La región de la Sierra Nevada de Santa Marta experimentó un tipo de guaquería en la década de 1970 que ahora, en retrospectiva, parece un precursor de lo que después fue una actividad mucho más propagada en la década de 1990. Las laderas de este increíble macizo, que se eleva desde el nivel del mar hasta cumbres glaciales sobre los 5.700 metros, se convirtieron en el lugar de cultivo de marihuana de alta calidad, destinada al mercado de Estados Unidos. Muchos de los campesinos de zonas aledañas y lejanas se establecieron en la zona para sembrar marihuana, cultivo que dejaba mucho más dinero que cualquier otro. A medida que despejaban el terreno, destruyendo en su mayoría bosques primarios, muchos yacimientos arqueológicos quedaban al descubierto. Una avalancha de oro precolombino y objetos de cerámica llegaron al mercado de antigüedades a finales de los años setenta. El boom en el cultivo de marihuana, el llamado marimbazo, pronto creó un conflicto armado entre la guerrilla y grupos que buscaban lucrarse de este mercado, y también aparecieron los grupos paramilitares, que buscaban combatir a la guerrilla y controlar esta fuente de ingresos. Todos los ingredientes principales de la agonía colombiana -drogas, guerrillas, paramilitares y destrucción ambiental, junto al saqueo de yacimientos precolombinos- se dieron cita por primera vez en esta montaña única.

15 En un caso muy conocido, el alcalde de un pueblo y la Policía local eran los principales guaqueros en el pueblo de Pupiales, en el departamento de Nariño. Jorge Morales, profesor, ahora retirado, de Antropología de la Universidad de los Andes, hizo parte de la excavación final del llamado Tesoro de Pupiales, cuyas piezas fueron entregadas al Museo del Oro en Bogotá. En un principio, el alcalde y la Policía arrestaron a los arqueólogos del Instituto Colombiano de Antropología e Historia que llegaron al sitio del continuo saqueo, y fueron acusados de robo del "patrimonio municipal" (comunicación personal con Jorge Morales, octubre de 2009). La idea de proteger el patrimonio local contradecía la protección de la herencia nacional, sin mencionar el hecho de que, en realidad, las autoridades locales estaban involucradas en el negocio de la venta de tales piezas para lucro personal, lo que resulta, cuando menos, intrigante.

16 Quizás el caso más conocido es el de la Galería Cano, que tiene sucursales en Bogotá, Cali y Cartagena. A finales de los años ochenta, cuando vivía en Cali, la tienda ofrecía unos pocos objetos precolombinos -usualmente narigueras- que eran configurados como pendientes o aretes, aunque a veces también como pequeñas esculturas. En ese entonces era perfectamente legal comprar estos objetos y sacarlos del país. Después supe que los dueños de la tienda habían comenzado como guaqueros. Es, por supuesto, la sucursal de la Galería Cano en Bogotá la que exhibe un pequeño pero impresionante museo de reliquias precolombinas.

17 Mucha de la información, tanto escrita como contada oralmente, acerca del Desastre de Malagana me llegó a través de los arqueólogos que trabajaban en INCIVA (Instituto para la Investigación y la Preservación del Patrimonio Cultural y Natural del Valle del Cauca), con quienes estoy profundamente agradecido.

18 El control de daños, en la medida de lo posible, sobre la fuerte y posterior criminal guaquería de Malagana y zonas cercanas, y las subsecuentes organización y financiación de la exploración arqueológica y análisis de estos yacimientos, no fue realizado por el Estado colombiano en sí, sino por INCIVA (ver pie de página 17), por la sede del Museo del Oro en Cali y por Colciencias.

19 Por supuesto, es teóricamente posible que el Museo del Oro pueda seguir recibiendo piezas de oro de excavaciones arqueológicas legítimas. En conversaciones que sostuve con arqueólogos en varias partes del país, se hizo evidente que en estos momentos hay muy pocos recursos para realizar trabajo arqueológico en Colombia. El yacimiento de El Infiernito (ver Langebaek, 2005), hasta donde sé, es una excepción a esta situación general.


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