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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.15 Bogotá July/Dec. 2012

 

CONTRAPUNTOS ENTRE FICCIONES Y VERDADES

Carmen Bernand*

* Doctora en Ciencias Sociales, Universidad de la Sorbona,Institut Universitaire de France París.Universidad de París-Ouest Nanterre-La Défense.Laboratorio CERMA-MASCIPO (EHESS-París). carmen.bernand@orange.fr


RESUMEN

Las fronteras ambiguas entre la ficción y la verdad son tratadas a través de referencias literarias cotejadas con los datos etnográficos recogidos por la autora en Pindilig (Ecuador). En ambos casos, lo que está en juego es la identificación (y no el mimetismo). La cuestión poscolonial de las "otras voces" es examinada a la luz de los textos españoles del siglo XVI, y en particular, en la obra La Florida del Inca del Inca Garcilaso de la Vega.

PALABRAS CLAVE:
Inca Garcilaso de la Vega, identificación, "otras voces", globalización, etnografía.


FICTIONS AND TRUTHS IN COUNTERPOINT

ABSTRACT

This paper deals with the ambiguous boundaries between fictions and truths. Some literary texts are compared with ethnographical data from the author's field work in Pindilig (Ecuador). In both cases the identification (which is not mimetism) is at stake. Then, the post-colonialist question about the "other voices" is seen through the spanish texts of the 16th century, when modern novel and anthropology were born, especially in the Garcilaso de la Vega's work, La Florida del Inca.

KEY WORDS:
Inca Garcilaso de la Vega, Identification, "Other Voices", Globalisation, Ethnography.


CONTRAPONTOS ENTRE FICÇÕES E VERDADES

RESUMO

As fronteiras ambíguas entre a ficção e a verdade são tratadas através de referências literárias cotejadas com os dados etnográficos levantados pela autora em Pindilig (Equador). Em ambos os casos, o que está em jogo é a identificação (e não o mimetismo). A questão pós-colonial das "outras vozes" é examinada à luz dos textos espanhóis do século XVI e, em particular, na obra La Florida del Inca, do Inca Garcilaso de la Vega.

PALABRAS CHAVE:
Inca Garcilaso de la Vega, identificação, "outras vozes", globalização, etnografia.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda15.2012.03


Hace ya muchos años (en 1977, para ser exacta), en el pueblo indomestizo de Pindilig (Ecuador), una mujer muy humilde y ya muy mayor, con la mirada perdida en la cordillera Oriental, me dijo:

Yo, por ahí, siendo ave, he de alzar el vuelo y me he de ir.

No era ésta la única frase poética que escuchaba en una región que se me antojaba comparable a Macondo. Me encontraba en ese pueblo desde hacía ya tiempo, para proseguir una investigación antropológica sobre el tema de la conceptualización del mal y de la enfermedad. El comentario de Mama Hortensia no respondía a ninguna de mis preguntas; era la afirmación espontánea de un deseo, surgido en el curso de una conversación sin rumbo, llevada por el mero placer de la charla. Esta mujer se sentía muy sola en ese pueblo "dejado de la mano de Dios', ya que sus hijos habían emigrado a Guayaquil, en busca de un porvenir. Podría haber dicho: "quisiera irme yo también', pero recurrió a una metáfora literaria. La simplicidad de la frase, el tono, la imagen que esas breves palabras despertaban en mí, me impidieron traducir esa información en términos "objetivos', para integrarla en el capítulo sobre las migraciones campesinas.

No me propongo retomar aquí el debate abierto por personalidades tan eminentes como James Clifford (1988, 1997) y Clifford Geertz (1988), en el cual se denuncia el artificio de la descripción antropológica. Artificio que, por cierto, se presta a una interpretación ambigua, puesto que, para James Clifford, implica que el texto etnográfico es en cierto modo una falsificación, cuando para Geertz, la construcción del texto es una manera de interpretar datos culturales que contienen ya una interpretación hecha por el que los enuncia. Pero como lo afirma el paradigma durkheimiano, el conocimiento científico de las actividades humanas pasa necesariamente por la construcción del "objeto', o por una modelización, como los "tipos ideales" de Max Weber, y, ulteriormente, las estructuras de Lévi-Strauss, o el sistema de redes sociales. Estas discusiones han tenido gran repercusión en el ámbito académico y hacen parte de la formación universitaria de los jóvenes antropólogos. Recientemente Vincent Debaene ha hecho un excelente balance de los aportes y límites de las teorías posestructuralistas relativas a la "escritura de la cultura', al cual remitimos (Debaene, 2005: 220-227).

Creencia, representación, ficción, objetividad

Las relaciones estrechas entre la antropología, la literatura, la poesía, la música y la psicología ocupan un lugar importante en Francia desde los trabajos de Marcel Mauss. Esto se debe a la especificidad de la etnología francesa y a sus vínculos con la filosofía, pero también a la importancia que tiene (o tenía) en ese país la literatura como disciplina formativa de la nación, como forja de la "cultura general". Tres académicos de diferentes horizontes crearon en 1960 L'Homme, la revista de antropología más importante de Francia: el antropólogo Claude Lévi-Strauss, el lingüista Émile Benveniste y el geógrafo Pierre Gourou. Desde el inicio, la revista se dedicó a la difusión de textos plu-ridisciplinarios, exigiendo que los autores se ciñeran, en lo posible, a verter sus análisis en una prosa "literaria", o en todo caso esmerada. En su libro más conocido, Tristes Tropiques, cuya primera edición es de 1955, Lévi-Strauss inauguraba su descripción de los Caduveos con una larga frase, de estilo proustiano, en la cual explicaba que las costumbres de los pueblos no eran arbitrarias y estaban organizadas en sistemas. Esos sistemas no existían en modo ilimitado, y si se pudiera hacer el inventario de todas las costumbres efectivamente observadas, o imaginadas en los mitos, o evocadas en los juegos infantiles, en los sueños de personas sanas o enfermas, o presentes en los comportamientos psicopatológicos, se podría establecer un cuadro análogo "al de los elementos químicos", en el cual todas las costumbres reales, imaginadas o virtuales estarían agrupadas en familias (Lévi-Strauss, 1955, cap. XX: 205). De ahí que la literatura, la psicología infantil, la estética, el psicoanálisis, las ciencias y la antropología puedan tener puntos de contacto. Las correspondencias entre todos estos registros aparecen a lo largo de su obra. En su última publicación, este autor rinde un bello homenaje a las relaciones entre la pintura, la música y la literatura (Lévi-Strauss, 1993).

Para Lévi-Strauss, la unidad entre manifestaciones oníricas, lúdicas, narrativas o míticas está constituida por una manera de pensar la diversidad del mundo mediante categorías sensibles (color, olor, sonoridad, sabor, textura, con sus matices y contrastes), operación que conlleva comparaciones metafóricas o metonímicas entre elementos que nuestra racionalidad separa. Para Michel

Leiris, escritor surrealista y antropólogo, vinculado con el Musée de l'Homme de París -institución que fue un centro de resistencia durante la ocupación alemana-, los ritos de posesión africanos deben ser entendidos como representaciones dramáticas y "teatrales" de una relación entre los espíritus y los hombres. En estos ritos y mascaradas, que no son exclusivos de África, encontramos reunidos el artificio y la naturalidad, la verdad y la mentira o la simulación. Con razón, Jean Jamin (Jamin, 2005: 172) insiste en la necesidad de distinguir tres términos que aparecen muchas veces confundidos: la creencia, que está más allá de la verdad y de la mentira; la representación, que supone un público y un juego sutil entre ilusión y verdad, y la ficción, que es característica del relato y de la literatura, pero que no implica la obligación social de creer.

Si traslado estas categorías a mi experiencia etnográfica de campo en el mundo andino (Bernand, 1992 y 1995), los campesinos -por lo menos en los años 1970-1980- creían en la existencia de Dueños de los cerros, aunque nadie los hubiera visto, pero tampoco nadie había visto a Dios ni a la Virgen, y no por eso se los cuestionaba. La representación era la actividad de los curanderos que "hablaban con las huacas", remedando ante el público reducido al paciente y, eventualmente, a algún familiar, la voz de estas entidades. La ficción correspondía a los "cuentos": relatos diversos que incluían fragmentos de lo que nosotros llamamos mitos. Estos "cuentos" no eran falsos en sí, pero la veracidad de las historias estaba debilitada por una transmisión antigua y confusa, el "dizque dicen" de los campesinos, que no se pronunciaban personalmente sobre el valor de las narraciones.

Si me apoyo en este material -que obviamente es la interpretación que me brindaron los campesinos de Pindilig de su "cultura" y que yo reduzco a conceptos positivistas-, debo aclarar que la creencia (en los Dueños de los cerros, por ejemplo) no podía ser enunciada directamente por unos campesinos que se definían como "católicos, apostólicos y romanos". Hacía falta una mediación, el "dizque dicen", expresión deliberadamente vaga, que era eco de otra : "desde tiempos inmemoriales" (los del origen del pueblo, de las familias, de las costumbres). Otra posibilidad para el enunciante, la más frecuente, a fin de referirse a esas entidades telúricas, consistía en desviarse del tema religioso y hablar del cuerpo y de la enfermedad. Discutir sobre los "postemas del arco', mal inexistente en la patología científica, implicaba la existencia de una entidad telúrica y maléfica, el arcoiris. La patología era la afirmación de la creencia: "al que no cree, no le coge el arco', frase destinada para mí, lo cual confirma el aspecto social de la creencia.

En lo que respecta a la representación, la relación con la "verdad'' es más ambigua, puesto que la superchería es visible en muchos casos, y las voces que se oyen son las que profiere el curandero. Representar es alimentar una duda y una ilusión, avivadas por el remedo de las "voces'' que hace el curandero. En el cuento, la vocalización y las onomatopeyas son recursos retóricos indispensables. La palabra es performativa y sugerir algo -los campesinos de Pindilig decían "ir avanzando''- equivale a producirlo. Insinuar es sacar a la luz algo no revelado por la palabra, y activarlo.

Fronteras tenues entre ficción y realidad

La ambigüedad de la ficción aparece en otros contextos y, en muchos casos, lo que comenzó siendo el fruto de la imaginación de un escritor o de un artista se impone como realidad: tal es el caso de Macondo, prototipo de un pueblo perdido, envuelto en sus leyendas y en su magia; del condado Yoknapatawpha, en el Big South de Faulkner, o del Buenos Aires orillero de Borges. Y, ni qué decir tiene, los fabulosos Eldorados, Manoas, Cíbolas, Césares y Paititis, que atraen aún hoy a los aventureros y buscadores de tesoros. También forman parte del imaginario ambiguo las escalinatas de Odessa, por las cuales rueda el cochecito de un niño, filmadas por Eisenstein en El acorazado Potemkin, y que se superponen a la imagen actual. En ciertos casos, la construcción misma de una novela evoca una temática antropológica, como en La vorágine de José Eustasio Rivera, cuya trama evoca un descenso iniciático hasta el infierno verde de la selva. En lo que a mí respecta, la lectura de ese libro me condujo a estudiar antropología.

Otro ejemplo de plasticidad entre los dos géneros, la literatura y la descripción "objetiva' de la realidad, lo constituyen aquellos personajes históricos que pasan al mundo de la ficción, por la truculencia de sus aventuras o por su personalidad. Uno de ellos, quizás el más célebre de las Américas, es el conquistador Lope de Aguirre, estudiado exhaustivamente por Ingrid Galster (2011), cuyas hazañas son recordadas y transformadas por la tradición oral, la literatura y el cine, hasta tal punto que la trama de la película que le dedica Werner Herzog, a pesar de no corresponder exactamente a la realidad histórica, se impone a ésta por la magia del entorno crepuscular del Marañón y la presencia de Klaus Kinski.

La literatura realista muchas veces se inspira en una sólida documentación etnográfica. En 1986, la célebre colección etnográfica "Terre Humaine', dirigida por Jean Malaurie, publicó las notas de campo de Émile Zola, quien exploró pueblos mineros, tiendas, granjas, organización ferroviaria y otros ámbitos para recoger elementos objetivos destinados a la construcción de la serie Les Rougon-Macquart, concebida como un panorama general de la sociedad francesa de finales del siglo XIX. Las observaciones del escritor son dignas del mejor etnógrafo, y muchas de ellas, sobre todo las que tratan de la vida cotidiana, superan, por su concisión y su poder de evocación, las descripciones antropológicas. Por ejemplo, en el capítulo relativo a la mina y a los mineros, el novelista consigna una información escueta y evocadora: "La mariée est en robe noire'' (Zola, 1986: 484), es decir, la novia vestida de negro en Anzin (región minera donde transcurre Germinal), es una observación concreta pero vista por la imaginación del escritor, para el cual esa imagen es el símbolo de la condición minera. O bien, y por contraste con el polvo de carbón que se filtra en las casas, la obsesión por el agua corriente y la limpieza: "Ils lavent trop, à grande eau. Humidité'' (Zola, 1986: 476)1. Sus observaciones en la modalidad de la narración ulterior apuntan a crear en el lector una identificación sensible, emocional, con gentes diferentes, que no pertenecen a su círculo social. Este tratamiento singular de la alteridad no necesita de un análisis riguroso de la diferencia cultural.

Encontramos otro ejemplo significativo de la interpenetración de la ficción con la realidad en el film documental A Film Unfinished de Yaël Hersonski, rodado en 2009 y presentado en el canal público "Arte'' de la televisión francesa el 8 y el 14 de diciembre de 2010, bajo el título Quand les nazis filmaient le ghetto. Durante varias décadas se consideró que Das Ghetto (mayo de 1942) era la reproducción fiel de la vida cotidiana de los judíos de Varsovia (calles, mercados, ritos, restaurantes), realizada por los nazis, hasta que, a fines de 1990, fue hallada una bobina con los rushes suprimidos en el montaje. De hecho, estos documentos revelaban que los propios judíos del gueto estaban obligados a actuar en escenas de ficción, con fines propagandísticos. La filmación, que muestra escenas casi normales (tiendas de abastecimiento, comidas, ritos), precedió a la deportación masiva y al exterminio. En este ejemplo, las fronteras entre ficción y realidad son más tenues: todo lo que se ve es auténtico, y sin embargo se trata de una superchería.

Ficciones e historias de la primera mundialización moderna

Toda discusión sobre las relaciones entre antropología y literatura conlleva un concepto de verdad, en oposición con el de ficción, palabra que, como bien sugiere Debaene (2005: 225) refiriéndose a James Clifford, introduce una sospecha sobre la veracidad de lo que se escribe, a pesar de que la mayoría de los autores insisten en el significado de fingere como construcción. Las teorías poscolonialistas que denuncian la ficción literaria de la descripción antropológica aparecen en la escena académica en los últimos decenios del siglo XX, época que coincide con el fin del comunismo, el rechazo de las grandes teorías totalizantes como el marxismo y el estructuralismo, y la importancia de las minorías étnicas y sexuales en Estados Unidos. En ese contexto, las construcciones occidentales son tachadas de "colonialistas' porque enuncian un discurso general que oculta las otras voces. Quizás estas "voces distintas'' no sean demasiado diferentes de las de los intérpretes o relatores procedentes de otros lugares de enunciación, en cuanto al contenido. Lo que sí difiere es la perspectiva y, sobre todo, la legitimidad que las "other voices'' (y su "verdad'') reivindican. Esta "verdad' se basa fundamentalmente en emociones, vivencias y sentimientos que no tienen cabida en los relatos de vocación científica. La subjetividad de aquellos que han sido hasta ahora "objetos de discurso' se funda principalmente en elementos o rasgos que la literatura (y no la etnografía) ha tenido siempre en cuenta.

Si bien la subjetividad de los "Otros' se impone a partir de los años 1970, y anticipa la mundialización contemporánea, eso no significa que aparezca por primera vez en las postrimerías del siglo XX. Las "otras voces' de hoy (o quizás las de un ayer cercano, suplantado por las nuevas tecnologías y la comunicación universal) tuvieron el mérito de hacerse oír por encima de un tipo de discurso dominante y positivista. Algo comparable sucedió en el siglo XVI, en el curso de la primera mundialización moderna llevada a cabo por España y Portugal. En el mundo ibérico, el siglo XVI, que podemos prolongar hasta el primer tercio del XVII, está también caracterizado por el desarrollo de las letras y por el interés que despiertan los usos y costumbres de los pueblos recién descubiertos. Los límites peninsulares se expanden, como lo muestra la imagen simbólica de las columnas de Hércules, trasladadas al estrecho de Magallanes y posteriormente a las Filipinas y a las islas Salomón. La historia etnográfica de los cronistas de América, la ilusión de los sentidos y la novela como reflexión social y metafísica son temas fundamentales en ese "largo siglo XVI'. Al tiempo que los Reyes Católicos expulsaban a los moros de Granada, Colón descubría a América y las tropas del Gran Capitán (Gonzalo Fernández de Córdoba) conquistaban el reino de Nápoles, "a descubrirse empezó/ el uso de la comedia, porque todos se animasen/ a emprender cosas tan buenas'. Éstas son las palabras con que Agustín de Rojas, en su "Loa de la Comedia', ensalza la obra teatral de Juan del Encina (Cotarelo y Mori, 1901: 15). El papel que este poeta atribuye a la representación teatral (que para Encina es también música, canto, danza y espectáculo, donde se mezclan los temas religiosos y los sainetes "humanos') muestra la importancia de un género que en ningún modo puede considerarse "menor'.

Contemporáneo de Encina es el Amadís de Gaula, quizás el libro de caballería más leído de la época, atribuido a Garci Rodríguez de Montalvo, y publicado en 1508. Amadís se prolonga en las Sergas de Esplandián, a la manera de los folletines televisivos de hoy, y las descripciones de monstruos, de amazonas y de encantos alimentan la imaginación de los conquistadores: Bernal Díaz del Castillo compara México-Tenochtitlán con las ciudades encantadas del Amadís. También en la misma época, en 1498, el fraile jerónimo Ramón Pané, por orden de Cristóbal Colón, recopila una serie de datos sobre los indios Taínos de La Española, bajo el título de Relación de Fray Ramón Pané acerca de las antigüedades de los Indios: éste se puede considerar el primer relato etnográfico de un pueblo americano y la primera información sobre el tabaco y los extraños objetos de culto llamados "cemes'. Aparentemente, la representación teatral y sus invenciones, la ficción literaria y la relación objetiva de un pueblo desconocido hecha por un testigo ocular son tres géneros bien delimitados. Sin embargo, las fronteras entre unos y otros son menos claras. Las "historias mentirosas'' de los libros de caballería (Leonard, 2006 [1949]: 79-80) pretenden basarse en un pseudomanuscrito, y esa fuente las acredita como ciertas. Este recurso fue empleado también en El Quijote, puesto que Cervantes afirma que las aventuras del ingenioso hidalgo estaban puestas en un manuscrito escrito por el moro Cide Hamete Benengeli, calificado de verdadero historiador, a pesar de que "de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas' (Cervantes, 1998, parte II, cap. III: 646-647). Por otra parte, la narración, con sus personajes y situaciones, se impone a la realidad y la modifica: "Pensativo además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro'. Don Quijote y Sancho se comportan como lo requieren sus personajes, y se mezclan los caminos del mundo y de los libros (Foucault, 1966: 223).

"Historia' o "Crónica' son nombres que se aplican tanto a los textos realistas como a las ficciones. Pero desde el comienzo, los cronistas de Indias afirman con vehemencia que sus relaciones nada tienen que ver con la ficción: "Vínome gran deseo de escribir [...] de lo que yo por mis propios ojos había visto y también de lo que había oído a personas de más crédito'. "Y si no va esta historia escrita con la suavidad que da a las letras la ciencia, ni con el ornato que requería, va a lo menos llena de verdades'' (Cieza de León, 1984, I, Proemio: 3-6).

El Inca Garcilaso de la Vega es también enemigo de ficciones, de historias imaginadas (Garcilaso, 1606, L. cap. 27: 191-192). La verdad de sus relatos (La Florida del Inca, los Comentarios reales de los Incas) es correlativa de su condición de mestizo. Como él lo repite en varias ocasiones, esas verdades "las mamó en la leche', y eso es lo que lo distingue de otros cronistas apreciables, como Cieza de León. Garcilaso encarna las voces de los otros, como lo escribe explícitamente en los distintos proemios de sus obras.

La Florida del Inca

Publicada en Lisboa en 1606, La Florida del Inca, contrariamente a lo que dicen varios artículos académicos, no es una novela de caballería cuya acción transcurre en América, aun cuando la épica ocupe un lugar destacado, sino el relato fascinante de un fracaso. El texto se basa en la historia de la conquista de Florida por Hernando de Soto, entre 1539 y 1543, a partir de la narración oral que le hiciera Gonzalo Silvestre, un conquistador viejo y enfermo que participó en la campaña, después de haber pasado varios años en Perú. Podemos fácilmente imaginar las tertulias cordobesas de estos dos hombres de distinta generación, carcomidos por la nostalgia, el uno hablando y el otro apuntando y puliendo las anécdotas de su achacoso interlocutor. La edad avanzada del amigo le hace tomar la decisión de escribir esa historia,

cresciéndome con el tiempo el desseo, y por otra parte el temor, que si alguno de los dos faltava perescía nuestro intento, porque, muerto yo, no avía él de tener quién le incitasse y sirviesse de escriviente, y, faltándome él, no sabía yo de quién podría aver la relación que él podía darme. (Garcilaso, 1986, Proemio: 63)

El guerrero y el escritor, mancomunados en esa tarea, encarnan la ambigüedad de las armas y de las letras, puesto que no existe el uno sin el otro. En ese sentido, el Inca Garcilaso antecede la posición de Cervantes-Benengeli, quien al final del Quijote dice: "Para mí sola [la pluma] nació don Quijote, y yo para él: él supo obrar, y yo escribir' (Cervantes, 1998, II, cap. 74: 1223).

Garcilaso no sólo redacta -en un castellano digno de los escritores más importantes del Siglo de Oro español- las historias de su amigo Gonzalo Silvestre, sino que, a pesar de no haber estado jamás en América del Norte, se siente legitimado en esa tarea por el hecho de ser "americano' y haber mamado en la leche la singularidad del Nuevo Mundo. Nadie puede mejor que él, como "indio' y "criollo', verter en palabras la verdad de aquella expedición. Su voz tiene una doble legitimidad, porque su condición mestiza le permite comprender dos realidades contrastadas, en sus relaciones recíprocas. Más aún, la fama personal que puede alcanzar en su empresa de escritor redunda en favor de los suyos -indios, criollos y mestizos-, considerados por la Compañía de Jesús indignos de transmitir la verdad evangélica. Escribir, como lo repite en todos sus proemios, es demostrar la vanidad de las críticas españolas hacia los hombres del Nuevo Mundo. Garcilaso se presenta como el portavoz de los que no pueden hablar.

La Florida es un libro controvertido, considerado como una obra de ficción, más que una crónica histórica rigurosa, a pesar de que el autor insiste en la veracidad del texto. Incluso, pese a alabar la memoria de Gonzalo Silvestre, confronta los datos con el manuscrito apolillado de Juan Coles, siguiendo la tradición hispánica de sus predecesores y contemporáneos. La Florida no es una fábula sino una historia verdadera que se apoya en las versiones de los testigos (Rodríguez Vecchini, 1982: 614-618). Mientras que los cronistas portugueses que participaron en la expedición floridana, como Luis Hernández de Biedma o Rodrigo Ranjel, se limitan a contar sobriamente la avanzada de los conquistadores, las emboscadas que les tienden las tribus indígenas, las múltiples refriegas y la muerte del adelantado a orillas del Misisipi, Garcilaso conduce al lector a lo largo de un itinerario trágico, desde el desembarco en Tampa hasta el desenlace final, manteniendo a lo largo de toda la relación una expectativa y un interés que el tiempo no ha limado. Las tropas de Soto penetran tierra adentro por los Apalaches hasta Arkansas, pero lo que Soto y sus capitanes consideran una "progresión' se transforma rápidamente en un descenso aterrador, porque en aquel espacio inestable, en aquellos "montes cerrados' salpicados de ciénagas y atravesados por ríos inmensos, es muy fácil desorientarse, y al perder el rumbo los hombres pierden también los últimos sentimientos morales que les quedan. Los miembros descuartizados de los españoles muertos cuelgan de los árboles. Acechantes, los indios, invisibles por lo general, se esmeran en extraviarlos, sabiendo que el invierno que se acerca acabará con las ínfulas de los soldados. A la altura de lo que será mucho más tarde Little Rock, el frío diezma la tropa y Soto muere de fiebres. Sus hombres lo entierran a medianoche, furtivamente, temiendo que los indios se enteren y profanen su sepultura. Pero el secreto se difunde y entonces los conquistadores desentierran al adelantado, cortan un árbol, lo ahuecan, colocan en esa barca el cadáver y la arrojan al río. Es el comienzo del fin.

Garcilaso es probablemente el único cronista de la época que describe de manera tan sugerente el naufragio de un proyecto, causado por el acoso de los indios, "que no quieren ser esclavos de los cristianos', y por la naturaleza indómita que los rodea. La wilderness de América del Norte, aparentemente anodina, se revela inquietante, unheimlich, hasta convertirse en "sepulcro de los españoles'. Es un laberinto sin realismo mágico.

La Florida es también uno de los raros textos, quizás el único, producido por el descentramiento del narrador. La expedición de Soto está contada por un nativo del Nuevo Mundo que utiliza conceptos y expresiones propios de su tierra de origen, el Perú, para elaborar la versión "acertada' de los hechos. De ahí que insista en su perspectiva personal de indio peruano, para dar cuenta de la realidad compleja de esa comarca. Las diversas tribus -Creek, Cherokees, Chickasaw y Natchez- son descritas en términos "incaicos'. El cautivo Juan Ortiz huye por el "camino real' como si los pantanales de Florida estuvieran surcados por calzadas empedradas al modo de las de

Perú (Garcilaso, 1986, II-1, cap. 6: 128). Los caciques son "curacas', ya que Garcilaso se resiste a utilizar el término genérico de Santo Domingo, "pues yo soy indio del Perú [...] se me permita que yo introduzca algunos vocablos de mi lenguaje en esta mi obra, porque se vea que soy natural de aquella tierra y no de otra'' (Garcilaso, 1986, cap. 10: 142). El cazador de scalps llamado Patofa es un apu, es decir, un personaje eminente en la sociedad incaica (Garcilaso, 1986, III, cap. 5: 290). El Inca emplea expresiones típicamente quechuas, como "diez y diez veces'' para significar "varias veces', o bien un estilo interrogativo propio de la lengua general del Perú: "podría ser que estuviese cerca y podría ser que estuviese lejos' (Garcilaso, 1986, III, cap. 12: 314, cap. 13: 319-320). Las canoas que surcan el Misisipi le brindan la ocasión de abrir un inciso sobre los puentes, las balsas y los propulsores de los Incas (Garcilaso, 1986, VI, cap. 2: 528-530).

Como en Perú, los indígenas del norte de América veneran a sus antepasados, y también al Sol y la Luna. A falta de oro, buenas son perlas, encontradas a granel en el templo de la Señora de Cofachiqui. Se podrían multiplicar los ejemplos de "peruanización' de Florida y de transformación de esas sociedades de guerreros en pueblos de "policía', ajenos al "pecado nefando' y la antropofagia. La transposición cultural que opera Garcilaso tiende a indicar, sin necesidad de insistir pesadamente, que esos pueblos del Norte no deberían ser sometidos porque no cometen actos contrarios al derecho natural. El filtro incaico le permite destacar las características comunes a todos los indios del Nuevo Mundo, que escapan a los peninsulares. Allí donde los españoles sólo ven salvajes, él descubre un ethos colectivo. Esta percepción del nativo del Nuevo Mundo como entidad general no es banal, y es varios siglos anterior a la segunda declaración de Tiahuanaco (de 1983), que lanza el movimiento panindígena iniciado varios años antes en Bolivia. A comienzos del siglo XVII, la posición de Garcilaso es singular, y su posición es una manera de subvertir la expresión hispánica corriente desde el Descubrimiento, según la cual todos los indios eran iguales: "visto un indio, visto todos'. El Inca construye una América indígena opuesta a la visión de los cronistas españoles, porque su perspectiva es el resultado de la tensión, las mezclas y los puntos de contacto entre su lengua materna (el quechua) y la lengua de Castilla, la de las letras.

Personajes: caudillos, rústicos, señores de la guerra

En principio, el personaje principal, el "héroe' de esta narración, es el adelantado Hernando de Soto, "gobernador y capitán general del reino de la Florida', título enfático e irrisorio, como se desprende de la lectura del libro. Soto es un caudillo, pero distante con sus soldados, y sólo adquiere humanidad al final de su entrada y en la adversidad. Temiendo que sus hombres exigieran regresar a Cuba -Soto se ha deslizado entre las sombras de la noche para sorprender rumores de defección- y viendo que su "ejército se deshacía', el adelantado decide con soberbia obstinación internarse hacia el norte para alejarse de la costa y de la única vía de escape que le quedaba. Curiosamente, aquel conquistador que logró tanta fama en Perú, y que no tembló en presencia del Inca Atahualpa, se sume en una profunda depresión: "desde aquel día [...] nunca más acertó a hazer cosa que bien le estuviese, ni se cree que la pretendiese, antes, instigado por el desdén, anduvo de allí en adelante gastando el tiempo y la vida [...] caminando [...] sin orden ni concierto, como hombre aburrido de la vida, deseando se le acabase'. Claro está que ese estado de ánimo tiene consecuencias muy graves, ya que "causó que se perdiesen todos los que con él habían ido a ganar aquella tierra' (Garcilaso, 1986, III, cap. 33: 379-380). En definitiva, y a pesar de su valentía, Soto es demasiado humano y vulnerable para ser un buen caudillo.

El subtítulo de La Florida del Inca alude también a otros heroicos caballeros españoles e indios; éstos son los verdaderos protagonistas. Entre los españoles, además de Gonzalo Silvestre y otros caudillos que no pueden ser considerados hidalgos, los "rústicos' desempeñan un papel importante por el ingenio y la gracia de sus actos y dichos, que contribuyen a la desmitificación de la Conquista. Esto puede sorprender en un autor que siempre se jactó de sus orígenes linajudos. Uno de esos rústicos es Juan Ortiz, superviviente de la expedición anterior a Florida (al mando de Pánfilo de Narváez), que había sido esclavizado durante largos años por un cacique cruel. Las vicisitudes de ese hombre podrían servir de trama al relato, probablemente porque los lectores se identifican más fácilmente con él, que con el distante y depresivo Soto. Juan Ortiz ha convivido tanto tiempo con los indios que ya se ha vuelto como ellos, "sin nada que lo distinga': ser indio, para Garcilaso, es vivir como tal, y no el tener tez oscura o rasgos aindiados. Cuando Ortiz se topa por casualidad con un soldado de la expedición de Soto, no sabe qué decir, pues ya no puede expresarse en castellano. In extremis balbucea la palabra "Sevilla'' y el otro lo reconoce como español.

Juan López Cacho, otro de estos personajes secundarios, agotado por la pelea, cae muerto de sueño en el momento de huir y Silvestre lo carga en su caballo, guiándolo por las riendas. Días más tarde, apenas recuperado de sus trabajos, una helada lo deja al borde de la muerte; sus compañeros lo calientan pasándolo por una hoguera y lo atan a su montura "como se había hecho con el Cid Ruy Díaz, que salió de Valencia muerto y a caballo' (Garcilaso, 1986, III, cap. 39: 398-399). Juan Vego, otro rústico, teje esteras de cáñamo, como solía hacerlo en su pueblo, para que los soldados aguanten el frío (Garcilaso, 1986, III, cap. 39: 398-399). Los caudillos visten capas de marta, tomadas a los indios, pieles magníficas que la lluvia y el lodo convierten en estopa. Uno de los capitanes se llama Gómez Suárez de Figueroa, homónimo de Garcilaso y mestizo como él -su madre era una india de Cuba-, "cuyo ánimo era tan extraño y esquivo que nunca jamás quiso recibir nada de nadie' (Garcilaso, 1986 II-1, cap. 11: 145). El contraste entre la mezquindad del conquistador Calderón y la generosidad del cacique amigo, Mucozo, es fuerte. Mientras que al primero sólo le importa saber si los hombres, deshechos por las batallas y las marchas, han hallado oro, el segundo se preocupa por el estado físico de los hombres. La superioridad, ya sea militar o moral, no está en el campo de los españoles. Los caballos desempeñan un papel de primer plano, al igual, o más, que los que los montan, y el lector comparte el pánico de las bestias, espantadas por la corriente del Savannah y del Tennessee. Al final, cuando los supervivientes logran construir una balsa para bogar, río abajo, hasta el mar, al embarcar deben abandonar a los caballos heridos, y los lloran como si fueran sus propios hijos (Garcilaso, 1986, VI, cap. 5: 536).

Entre los indios, ya sean amigos u hostiles, los héroes no faltan. Mucozo, el cacique magnánimo que salvó de la muerte a Juan Ortiz, puede servir de ejemplo a los soberanos cristianos: "Que los príncipes fieles se esfuercen a le imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la mayor alteza de estado que tienen y están más obligados'' (Garcilaso, 1986, cap. 4: 124-125). Alusión apenas velada a sus contemporáneos, Felipe II o Juan de Austria. Mucozo, hombre corpulento y hermoso, se expresa con "discernimiento y amor', mientras que el guerrero Vitachuco es la encarnación del furor. Este cacique es quizás el personaje más imponente del libro, por su intransigencia y su amor a la libertad. Es también un hombre capaz de dominar los elementos naturales y utilizarlos para sus designios, un chamán cuyas maldiciones provocan el desastre final:

Unas veces enviaba a decir que cuando fuesen a su provincia, habría de hacer que la tierra se abriese y los tragase a todos. Otras veces, que había de mandar que por do caminasen los españoles se juntasen los cerros y los cogiesen en medio y los enterrasen vivos. Otras que pasando los españoles por un monte de pinos y otros árboles muy altos y gruesos que había en el camino, mandaría que corriesen tan recios y furiosos vientos que derribasen los árboles y los echasen sobre ellos y los ahogasen todos. Otras veces decía que había de mandar pasase por la cima de ellos gran multitud de aves con ponzoña en los picos y la dejasen caer sobre los españoles para que con ella se pudriesen y corrompiesen, sin remedio alguno. Otras, que les había de atosigar las aguas, hierbas, árboles y campos y aun el aire, de tal manera que ni hombre ni caballo de los cristianos pudiese escapar con la vida porque en ellos escarmentasen los que adelante tuviesen atrevimiento de ir a su tierra contra su voluntad. (Garcilaso, 1986, cap. 21: 172-173)

Las mujeres, aun siendo personajes subalternos, están presentes bajo distintas formas en el relato, ya sean las hijas de caciques o la bella "Señora' de Cofachiqui "de gran discernimiento y de corazón varonil', que entrega (con amor) a Hernando de Soto un collar de perlas, u otras, anónimas, dóciles o ariscas, como cierta dama de Córdoba, a quien Garcilaso pregunta por qué razón las leyes son siempre rigurosas con las mujeres. Ésta le contesta que las leyes las hacían los hombres, "como temerosos de la ofensa, y no ellas, que si las mujeres las hubiesen de hacer de otra manera fueran ordenadas' (Garcilaso, 1986, III, cap. 34: 384).

Para Garcilaso, mantener un equilibrio entre los españoles y los indios es una obligación contraída por su condición de mestizo. La retórica de los caciques de La Florida puede sorprender como "inauténtica', pero es un recurso necesario "porque comúnmente son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento' (Garcilaso, 1986, cap. 2: 192). La Florida es también un canto a la libertad, porque los indios prefieren morir a ser sometidos. Los españoles, diezmados, se ven forzados a restañarse las heridas con la grasa -el unto- de los cadáveres: "Mi mala ventura me trajo a estos desesperaderos', exclama un veterano de las campañas de Italia, Francisco Sebastián (Garcilaso, 1986, IV, cap. 8: 423).

Cuando al cabo de muchas zozobras los supervivientes logran llegar a México, las aventuras se transforman en narración, como sucede con don Quijote y Sancho una vez publicada la primera parte de las aventuras (Garcilaso, 1986, VI, cap. 19: 573-575). El virrey y su corte, así como los habitantes de "esa ciudad ilustre', escuchan con fervor los distintos episodios contados por los desarrapados, suspendidos de las tribulaciones de Juan Ortiz, maravillados de la belleza y discreción de la Señora de Cofachiqui, aterrados por los gritos y los estruendos de la batalla de Mauvila, admirados de la furia sin límites de Vita-chuco, palpitantes ante los innumerables escollos que tienen que sortear los sobrevivientes río abajo, y emocionados hasta las lágrimas por los dos entierros del adelantado Hernando de Soto.

La identificación de los oyentes con los personajes y las situaciones que estos viven es posible porque todos ellos son singulares y escapan al estereotipo de la época. Los caciques de Garcilaso suelen ser justicieros, y los conquistadores, usurpadores; los hidalgos tienen menos nobleza e ingenio que los rústicos, los caballos humanizan a los soldados, los elementos desencadenados por Vitachuco son quizás el castigo de Dios. "Vivir para contarla', dice Gabriel García Márquez, y así es, no sólo en México sino en la campiña cordobesa, desde donde Gonzalo Silvestre transmite su experiencia existencial a un hombre de otra generación, intentando preservarla del olvido. Al Inca le habría gustado tener la "facundia historial' de César para poder narrar con más talento la gesta de esos hombres y deplora la desventura de esos caballeros cuyas hazañas fueron relatadas por la pluma torpe de un indio. Suma ironía de esta crónica, disimulada bajo una falsa modestia, que sirve al Inca de absolución.

Identificaciones

Por tradición académica, la etnografía se centra en las identidades, reduciéndolas a formas estereotipadas: los jefes, los chamanes, los guerreros, las clases de edad. Esta operación no es únicamente propia del antropólogo, sino también de aquellos que tratan de transmitirle su interpretación personal de la diversidad social que los rodea. En Pindilig, que nos sirve aquí de referencia etnográfica, los campesinos distinguen varios grupos, y si bien se dicen "indígenas', prefieren el término de "naturales' que oponen al de "indios' (los pueblos más aislados, más pobres, más incultos). Se trata de un esquema rígido, utilizado sobre todo para valorarse ante un extranjero.

La literatura y la ficción en general producen identificaciones. Éstas son el resultado de un proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro, y se transforma total o parcialmente en función de su modelo. Para los psicoanalistas, la personalidad se constituye mediante una serie de identificaciones. Para Freud, la identificación no se confunde con la imitación o la reproducción mimética que Homi Bhabha y otros pensadores poscoloniales atribuyen al colonizado. Es una apropriación que se funda en la pretensión de una etiología común. Como hemos visto en este texto, la identificación requiere participación emocional, y éste es el objetivo que cumple la literatura a través de sus descripciones subjetivas y de sus personajes, cuyo destino nos importa porque reconocemos en él algo que también es nuestro.

Sin embargo, la etnografía también nos da la ocasión de toparnos con "personajes' que focalizan los afectos de unos y otros. De nuevo recurriremos a los campesinos de Pindilig. Junto con algunos hacendados que pueden ser considerados como "personajes', por sus actos y por su conducta, se destaca la figura de un indígena del siglo XIX, Tayta León Sayco, cuya vida (real, comprobada por la documentación de los registros parroquiales) se confunde con la ficción. Generalmente se le mencionaba cuando yo preguntaba sobre las costumbres del pasado. Tayta León era el prototipo de los "antiguos', de los campesinos que vivían antes de que se perdieran las tradiciones, es decir, el respeto, el quechua, los mitos, los trajes, las fiestas, la reciprocidad. La evocación de ese ilustre personaje producía invariablemente una digresión muy animada en torno a dos o tres episodios de su vida: su llegada al pueblo como muchacho muy pobre, su casamiento con la vieja Mama Machico, "Dueña de los 'oros'', y el carácter insólito de la sexualidad entre dos seres de edad tan dispar; su enriquecimiento y encumbramiento y, por último, su nuevo matrimonio con una indígena un poco simple.

En todos los casos, la persona que relataba una versión de la historia de Tayta León indicaba indefectiblemente que éste era un "abuelo'. Desde luego, no todos los campesinos de Pindilig eran bisnietos de ese hombre, como pude descubrirlo consultando las genealogías de los registros. ¿Por qué entonces tal identificación? Sin entrar en los detalles de una historia compleja (Bernand, 1995), el personaje de León Sayco encarnaba la improbable ascensión social de un indígena y sus consecuencias: el miserable joven llegado de tierras extrañas se vuelve rico al casarse con una anciana, la cual, como las divinidades telúricas femeninas de la región (Mama Huaca, Mama Guardona), es la dueña de los "oros', es decir, de huacas de oro en forma de animales. Gracias a los dones de su mujer, León se vuelve rico y puede ocupar cargos administrativos importantes. Cuando su mujer muere, León se viste "como un blanco', pule su castellano y aprende los códigos de la sociedad dominante; por lo tanto, decide trasladarse a la ciudad. Pero su nueva esposa, una campesina bonita aunque rústica, no se quita las prendas tradicionales, ni logra aprender el castellano; cuando la pareja llega a la ciudad, la cultura indígena de la mujer de León es una barrera que repercute sobre la reputación de su esposo. La moraleja es simple: uno puede volverse rico por arte de magia pero en algún momento el desequilibrio tiene que ser compensado por un mecanismo "inmanente'' de regulación. Identificarse con León era una manera para cada uno de expresar el anhelo de "salir' del pueblo (es decir, de volverse "blanco'), sueño posible puesto que el ancestro León lo había realizado. Para mí, que escuchaba todas esas historias destinadas a probar que uno de ellos había conseguido volverse como yo, León me permitía introducirme, por empatía, en la vida trágica de un campesinado condenado por la modernidad a la desaparición. .


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1 "Lavan demasiado, con mucha agua. Humedad"


Referencias

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