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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.16 Bogotá Jan./June 2013

 

"Sí, me he sentido triste, pero no se lo puedo decir": la reflexividad etnográfica en la investigación sobre emociones de La muerte con niños y niñas de sumapaz en contexto de (pos)conflicto*

Sebastián Gómez Rjjíz

Magíster en Antropología Social, Universidad de los Andes. Bogotá, Colombia. Universidad Manuela Beltrán, Bogotá, Colombia. gomezruiz1203@gmail.com


RESUMEN:

Las experiencias afectivas con la muerte de los niños y niñas de Sumapaz (localidad rural del distrito capital de Bogotá, Colombia) hunden sus raíces sociales en la violencia, el silencio y la desconfianza que han caracterizado el territorio. Este artículo analiza las implicaciones metodológicas que tiene la aproximación etnográfica al investigar sobre las emociones de la muerte con niños y niñas de Sumapaz, con edades entre 9 y 12 años, en contexto de (pos)conflicto. El carácter reflexivo etnográfico me permitió un posicionamiento personal y emocional sobre lo que significa hacer etnografía con niños y niñas. Las reflexiones planteadas giran en torno a los problemas éticos y metodológicos sobre el silencio de los niños y lo intrusivo de preguntarles sobre experiencias personales con la muerte.

PALABRAS CLAVE:

Etnografía, emociones, infancia, reflexividad, muerte, (pos)conflicto, silencio, desconfianza, Localidad 20, Bogotá, Sumapaz.


"Yes, i've felt sad, but i can't tell you about it": ethnographic reflexivity in the research of emotions about death among boys and girls of sumapaz.

ABSTRACT:

Death's affective experiences between boys and girls in Sumapaz (a rural area of the Capital District of Bogotá, Colombia) is rooted in violence, silence and mistrust, all characteristic of their territory. This article discusses the methodological implications of an ethnographic approach to the emotions regarding the death of children, aged 9 and 12, in Sumapaz in a post-conflict scenario. The reflexive ethnographic perspective allowed me to establish a personal and emotional position into what it means to do fieldwork among children. Ethical and methodological considerations are presented in relation to the silence of children and the intrusiveness of inquiring about personal issues such as death.

KEY WORDS:

Ethnography, emotions, children, reflexivity, death, (post)conflict, silence, mistrust, 20th locality of Bogota (Sumapaz).


"É, eu venho me sentindo triste, mas não posso dizer isso a ninguém": a reflexividade etnográfica na pesquisa sobre emoções da morte com crianças de sumapaz e contexto de (pós-)conflito

RESUMO

As experiências afetivas com a morte das crianças de Sumapaz (área rural do distrito capital de Bogotá, Colômbia) afundam suas raízes sociais na violência, o silêncio e a desconfiança que têm caracterizado o território. Este artigo analisa as implicações metodológicas que tem a aproximação etnográfica ao pesquisar sobre as emoções da morte com crianças de Sumapaz, com idades entre 9 e 12 anos, em contexto de (pós-)conflito. O carácter reflexivo etnográfico me permitiu um posicionamento pessoal e emocional sobre o que significa fazer etnografia com crianças. As reflexões apresentadas giram em volta dos problemas éticos e metodológicos sobre o silêncio das crianças e o intrusivo de perguntar-lhes sobre experiências pessoais com a morte.

PALAVRAS-CHAVE:

Etnografia, emoções, infância, reflexividade, morte, (pós-)conflito, silêncio, desconfiança, Localidade 20, Bogotá, Sumapaz.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/antipoda16.2013.07


Introducción

Como resultado de las históricas luchas por la autonomía territorial y la resistencia campesina, en la actualidad Sumapaz sostiene una relación de centro-periferia con la Bogotá urbana. Desde la administración distrital hay un control militar, ambiental e institucional en la región, que supone un contexto de posconflicto. Sin embargo, desde una aproximación etnográfica a la producción emocional de los niños y niñas de Sumapaz en el ámbito escolar, es posible ver que el conflicto persiste culturalmente.

En este artículo indago sobre las experiencias afectivas con la muerte de los niños y niñas en el Colegio Campestre Jaime Garzón IED. Localidad Rural Sumapaz. A través de un análisis reflexivo, argumento que dichas experiencias afectivas hunden sus raíces sociales en el silencio y la desconfianza, dos características de la producción emocional en la región que ponen de manifiesto la persistencia del conflicto y, por tanto, reafirman una tensión en la relación con Bogotá. La pregunta transversal del artículo es: ¿qué implicaciones metodológicas y éticas tiene la aproximación etnográfica para investigar sobre las emociones de la muerte con niños y niñas de 9 a 12 años en el contexto intermitente de guerra y paz que se vive en Sumapaz?

Desde su nacimiento, a principios del siglo XXI, los niños y niñas sujetos de esta investigación han vivido en medio de la confrontación y la violencia que han caracterizado tradicionalmente la región de Sumapaz. Esta situación ha sido acallada durante los últimos diez años, con el fin de mostrar un territorio "pacificado" por las políticas de Seguridad Democrática en el que, según el discurso oficial, ya no hay conflicto armado y se vive una época de (pos)conflicto. Sin embargo, desde principios del siglo XX, con las reivindicaciones del movimiento agrario, pasando por las luchas campesinas y la confrontación entre el Ejército y la guerrilla de las FARC, la población de Sumapaz ha vivido períodos intermitentes de guerra y paz.

Por sus características geopolíticas, Sumapaz ha sido epicentro del recrudecimiento de enfrentamientos armados recientes. Entre 1995 y 2005 los actores armados se disputaron el dominio del territorio a través de la cordillera de los Andes, un sitio estratégico donde se puede pasar de los Llanos Orientales a la Bogotá urbana, y de ahí a los departamentos del Huila y el Tolima (Pécaut, 2008: 110). Hoy, las luchas de los campesinos de Sumapaz y las reivindicaciones de sus antecesores se producen desde una zona históricamente marginada, reclamando una deuda histórica de un Estado excluyente que, en aras de justificar su abandono e incomprensión, ha estigmatizado la región por sus orígenes comunistas y su pasado beligerante.

En este artículo sostengo que las preguntas por la muerte permiten acercarse a respuestas afectivas que ilustran sobre las formas como se producen y se expresan las emociones en la infancia en contextos de violencia. Los niños y niñas aprenden a narrarse a sí mismos, a contar sus experiencias de vida, a recordar las vivencias del pasado y a confiar en los otros; pero al mismo tiempo incorporan formas de autorrestricción en la expresión afectiva: se permiten olvidar, callar, no decir nada y desconfiar.

Como señala Abramowski, vivimos en un mundo donde se hace imprescindible hacer visibles las emociones: "[...] una suerte de tiranía de la expresividad y visibilidad emocional" (Abramowski, 2010: 12). Sin embargo, hay una menor preocupación por lo que los niños y niñas callan y cómo lo hacen. Lejos de responder esos interrogantes, resulta relevante acercarse a las manifestaciones emocionales sobre el silencio y cómo, antropológicamente hablando, en ciertos contextos se callan o se expresan emociones más allá de lo verbal y lo escrito. En el caso de mi investigación, el silencio manifestado por los niños y niñas resonaba en la historia de conflicto en la región y hacía que la pregunta por la muerte se convirtiera en un problema ético que cuestionaba el sentido del trabajo de campo y las relaciones intersubjetivas establecidas en el contexto etnográfico, entre los niños, los diferentes actores sociales que los rodeaban y yo, en mi calidad de etnógrafo.

Desde la publicación de Writing Culture en 1986, la etnografía entró en lo que se denominó "crisis de la representación". Por un lado, apareció una etnografía experimental y autorreferencial de corte "posmoderno" y, por otro lado, se mantuvo una corriente más "empirista" que propendía hacia estrictos controles metodológicos para crear espacios libres de la intervención subjetiva. Las dos corrientes fueron llevadas a los excesos cuestionando el sentido mismo de la etnografía (Davies y Spencer, 2010). En la actualidad, la etnografía sigue más vital que nunca e incluso existe una "etnografización" de las metodologías cualitativas y participativas de investigación. Estas han mantenido el sentido empírico del trabajo de campo, integrando la crítica posmoderna sobre la mirada del etnógrafo. La reflexividad etnográfica se consolidó en esa discusión como el proceso que asume el acercamiento a una comunidad de manera intencionada, y, en este sentido, los relatos que se producen no son solo descriptivos sino que provienen de situaciones creadas en las que interviene la subjetividad del investigador (Atkinson y Hammersley, 1994).

Hacer etnografía de las emociones significó "iniciarme" en las relaciones afectivas desarrolladas en los diferentes momentos de la vida de los niños y niñas: en la región de Sumapaz, en el colegio, en el salón de clases y en conversaciones personales. Al principio, las condiciones institucionales bajo las que fui construyendo lazos con la escuela y los niños se basaron en un acuerdo: el colegio me permitió la estadía y el desarrollo mi trabajo de investigación; en retribución, yo les daba clases de inglés a los niños con quienes trabajaba, de 4°, 5° y 6° (cincuenta niños), durante cinco meses, entre enero y mayo de 2010. Mi relación con ellos, que desde el comienzo se basó en el silencio y la desconfianza, me obligó a "situarme en el contexto" y desarrollar un método etnográfico que traspasara la entrevista y la observación participante. Surgió la necesidad de recurrir a otras técnicas de acercamiento, conocimiento y comunicación que permitieran mayor interacción con los sujetos durante mi trabajo de campo.

Desarrollamos tres tipos de talleres: Autobiografía, Diccionario y Películas. Estos sirvieron como dispositivos narrativos para hablar sobre distintos temas relacionados con la muerte. Las películas y talleres realizados cumplían la doble función de introducir el tema de la muerte e interpelarlos de manera lúdica y colectiva, para luego hablar individualmente con algunos de ellos por medio de entrevistas semiestructuradas. Estas actividades significaban un ambiente de aprendizaje ambiguo para los niños y niñas, en la medida que los talleres no representaban una asignatura específica ni les valían como una nota de clase.

En los talleres se creó un ambiente propicio para las manifestaciones emocionales de los niños y niñas, pues permitían aproximarse a otros modos de ver, sentir y experimentar. En mi acercamiento etnográfico, partí de la idea de que durante el proceso de investigación se construye un conocimiento sobre la muerte -entre los niños y en su relación conmigo-, haciendo énfasis en los lenguajes afectivos involucrados y en la negociación de significados emocionales (cf. Lutz y White, 1986).

El artículo se presenta de la siguiente manera: para empezar, reviso el problema de la antropología de la emociones con relación al problema de la infancia desde los antecedentes teóricos; enseguida hago un breve repaso de la historia del Colegio Jaime Garzón de Sumapaz y del trabajo realizado con los niños; en la tercera parte describo la situación actual de (pos)conflicto armado en Sumapaz, para luego entrar a analizar las experiencias de los niños y niñas con la muerte; y, finalmente, reflexiono sobre los alcances y limitaciones de la etnografía de la emociones de la muerte en la infancia, los desafíos éticos y metodológicos que se presentaron.

Hacia una antropología de las emociones en la investigación con niños y niñas

Antes de empezar el trabajo de campo en el Colegio Jaime Garzón partí de la hipótesis de que el surgimiento de la subjetividad en edades tempranas está relacionado con la conciencia de la muerte y que, en esa medida, dicha conciencia permite entender procesos de producción de sentido a través de los cuales los individuos y colectivos sociales configuran trayectorias de vida. Sin embargo, este acercamiento a las narrativas de los niños y niñas privilegia lo cognitivo y lo mental, desconociendo el carácter emocional de la muerte y las dificultades que implica hablar sobre ésta. Esto me lo hizo saber Diana, de 11 años, cuando empezaba mi trabajo de campo: "Sí, me he sentido triste, pero no se lo puedo decir".

Desde una mirada antropológica, entiendo la infancia como una construcción histórica, cultural y social (Ariès, 1987). Esta visión cuestiona los modelos clásicos de la psicología del desarrollo -fijos, universales y delimitados- (Rabello de Castro, 2001) y algunos que enfatizan las deficiencias y la naturaleza incompleta de la infancia, canónicamente representada a través del juego, la escuela y la familia (Pedraza, 2007), y en general, como un momento del ciclo vital que debe ser feliz y lo menos traumático posible1. Estos modelos han entendido la experiencia infantil como libre de vivencias emocionales cercanas al dolor, la pérdida y la muerte.

Desde diversas aproximaciones disciplinares se ha publicado una cantidad considerable de literatura sobre las emociones. Elias (1998) sostiene que estas cumplen un papel fundamental en las relaciones con los otros, en cuanto tienen un componente somático, sentimental y de comportamiento. Según Elias, el aprendizaje del lenguaje y la capacidad para comunicarse desde la infancia implican una relación de "afecto-aprendizaje" que marca el proceso evolutivo del ser humano. Para Bateson (1972) la emoción, que no es opuesta a la razón y el pensamiento, hace parte de una relación contextualmente codificada donde el lenguaje emocional se inscribe en un intercambio socialmente compartido. En estas dos propuestas teóricas, las emociones son entendidas como un sistema de comunicación que se configura y se aprende a lo largo del ciclo vital, en un contexto social.

Reddy (1999) sostiene que no se han hecho avances en la discusión sobre las emociones desde una perspectiva etnográfica, histórica y política. Aun cuando corrientes como el construccionismo2, dice, han avanzado en el entendimiento del carácter cultural de las emociones -y no solo como un proceso natural o psicológico del individuo-, hace falta entender que estas son un lugar privilegiado de expresión del poder, la acción y la historia, ya que los sentimientos aprendidos por los individuos responden a un orden social, a sus normas, ideales y estructuras de autoridad, de los cuales los sujetos también son agentes. Reddy utiliza el concepto de estructuras del sentir de Raymond Williams, que entiende la experiencia social tal como es vivida y sentida activamente, en un marco donde operan unas relaciones de producción y una cultura hegemónica que organiza esas relaciones, pero donde también emergen experiencias y sentidos del mundo que resisten a esos valores hegemónicos (Jimeno, 2004; Reddy, 1999; Williams, 1997 [1977]).

Por su parte, Beatty (2010) plantea que la etnografía sobre las emociones implica una interrelación de los sentimientos en campo -entre el etnógrafo y la comunidad- y los modos de representación de esas emociones por medio de una escritura que supere el posicionamiento emocional del etnógrafo. Beatty critica a Rosaldo (1993), quien, a partir de la descripción de la experiencia personal de la muerte de su esposa, se posiciona emocionalmente para entender la aflicción que la muerte les produce a los Ilongote (de Filipinas). Beatty sostiene que la experiencia de Rosaldo permite entender las emociones de él pero no las de los Ilongote, retornando a una concepción sobre la naturaleza humana de las emociones.

Rosaldo plantea que acercarse a las experiencias emocionales de los otros implica aproximarse desde las vivencias personales. En este sentido, el trabajo etnográfico no solo es sobre las emociones, sino emocional en sí mismo. Frente a esto, Beatty propone retornar a una descripción narrativa de las emociones en acción, que ilustre que las relaciones afectivas se tejen en campo, y cuya representación no se centra en las emociones en abstracto sino en las interrelaciones sociales concretas.

En medio de esta discusión, mi investigación se acerca a lo que Scheper-Hughes (1997) denomina economía política de las emociones. Este concepto denota una sensibilidad social engranada en vectores económicos, políticos y sociales específicos, que se manifiesta en los ámbitos personal y privado como público e ideológico. Las emociones habitan todas las esferas de la vida social (Le Breton, 1999) de los niños y niñas de Sumapaz, y no se pueden desligar de los sentidos y significados que ellos dan a la muerte. Las experiencias emocionales de duelo, tristeza y aflicción que provoca la muerte no se limitan solo a los rituales sino que incluyen también prácticas y lenguajes menos definidos que atraviesan la experiencia subjetiva del observador, desde una aproximación etnográfica reflexiva (Rosaldo, 1993).

Trabajo de campo en el colegio Jaime Garzón: los orígenes de la desconfianza

El Colegio Jaime Garzón está ubicado en la localidad 20 de Bogotá (zona rural), en la vereda Las Auras, corregimiento de Nazareth, a más o menos cuatro horas en bus desde la Bogotá urbana, y a 37 kilómetros del casco urbano desde Usme, en el sur de la ciudad, sobre la cordillera Oriental.

En Sumapaz, los procesos educativos han sido liderados, desde sus inicios, por los pobladores de la región. En las décadas de 1930 y 1940, se incentivaba la construcción de las primeras escuelas en el territorio, sin la ayuda del Estado:

    Los labriegos se interesaban cada vez más por la educación de sus hijos. Solicitaban al gobierno la construcción de escuelas en cada una de las veredas y el nombramiento de maestros. Como la mayoría de las veces no obtenían respuesta, entonces ellos lo hacían con sus propios recursos y conseguían a alguien para que enseñara, en ocasiones pagándoles solo con productos de las parcelas. (varela y Romero, 2007: 147)

En la actualidad, algunos pobladores de Sumapaz sostienen que "la escuela se ha urbanizado" porque los procesos de participación de la comunidad en torno a sus dinámicas han cambiado, y por esto, cada vez se han sentido más desplazados. Antes se hacían bazares y ferias en el colegio para recolectar fondos, como una actividad impulsada por los padres de familia. Ahora estas actividades se encuentran prohibidas por la Secretaría de Educación del Distrito Capital (SED), lo cual ha generado un detrimento en la participación de la comunidad nativa en los procesos de la escuela, desplazando las iniciativas comunales.

A pesar de este tipo de prohibiciones, las escuelas de Sumapaz han tenido mayores recursos -suministrados por la SED- para la educación, en el marco de las políticas centralistas de Bogotá3. Así, el proceso de "institucionalización educativa" se ha dado dentro de una serie de tensiones: entre los recursos centralizados y la administración autónoma; entre la participación de los pobladores y la regulación institucional; entre el protagonismo de la comunidad en el pasado y la hegemonía distrital en la actualidad. Esto ha generado desconfianzas entre los padres de familia y la administración del colegio, razón por la que en ocasiones se generan conflictos en el colegio.

Las leyes de "Educación para la ruralidad" siguen las políticas urbanas que establece la SED: para ser docente se necesita aprobar un examen de conocimiento, sin importar si se ha estudiado pedagogía o si se tiene relación con la escuela y el territorio donde se va a enseñar. En Sumapaz los pobladores demandan que los docentes sean de la región, ya que para ellos ser profesor no solo implica tener habilidades pedagógicas y conocimiento sobre el tema que se va a enseñar, sino saber vivir en ese territorio, acostumbrarse a un cierto nivel de aislamiento, conocer las problemáticas de la región y familiarizarse con los pobladores y su idiosincrasia. Sin embargo, en la localidad no se cuenta con suficientes personas formadas para ser docentes, lo cual dificulta las demandas de los pobladores y ocasiona una tensión entre estos -la mayoría de la Bogotá urbana- y algunos líderes de Sumapaz.

La administración centralizada desconoce en muchos casos las dinámicas propias de lo rural y la historicidad de los procesos comunales y autónomos de administración en Sumapaz. La SED supone una lógica de la legalidad, de lo institucional y lo procedimental, y su administración se ha desarrollado dentro de unos procesos que desplazan la participación tradicional de los pobladores.

En la cotidianidad de la escuela, las tensiones mencionadas se expresan en las dificultades para convocar a los padres de familia, y en general, en la desconfianza, y el silencio que los pobladores guardan frente a los procesos que viven sus hijos, lo cual es señalado por los profesores de la institución y se muestra en las reuniones de padres. De nuevo, este desinterés contrasta con la tradición de participación activa que se remonta a las décadas de 1940 y 1950. El reclamo de los pobladores frente a "la urbanización de la escuela" resume cómo en los últimos años se ha impuesto una lógica de administración urbano-centralista, que en muchos casos no integra los procesos históricos de participación de Sumapaz.

El trabajo con los niños

    Lo que no me gusta de Sumapaz que es muy encerrado y hace mucho frío. (Sara, 10 años)

    Guerra es cuando el ejersito [Ejército] seda [se da] plomo con la guerilla [guerrilla]. (Nicolás, 10 años)

    Lo que no me gusta de Sumpaz es que quemen los buses. (Julieth , 9 años) A mí no me gusta de Sumapaz la violencia. (Angi, 11 años)

En los niños y niñas del Jaime Garzón es posible percibir la desconfianza como parte de un sedimento cultural e histórico. Para acercarme y compartir tiempo, observar y escuchar sus experiencias vitales, fue necesario desarrollar una serie de talleres con el fin de lograr rapport. Buscaba aproximarme a las nociones y experiencias de muerte, guerra, territorio, cuerpo, enfermedad y creencias mágico/religiosas. Realizamos tres tipos de talleres: Autobiografía, Diccionario y Películas. En el primero, los niños debían escribir su historia de vida y luego dibujar qué querían ser cuando grandes. Este ejercicio me permitió acercarme a la cronología de sus vidas y encontrar semejanzas y diferencias en los relatos. En sus textos y dibujos había alusiones a los lugares que habitaban -veredas y pueblos-; cambios de domicilio, debidos, principalmente, a la temporada de cosecha de la papa; desplazamiento por el conflicto armado y búsqueda de mejores oportunidades de trabajo de los padres.

El taller de Diccionario consistía en adivinar la definición de una serie de palabras propuestas -muerte, guerra, territorio, cuerpo y enfermedad-. Un niño salía del salón; adentro, yo escribía una palabra en el tablero y los demás niños debían escribir, cada uno en una hoja para entregar al final de la actividad, las definiciones de dicha palabra. Además, algún niño o niña escribía la definición del diccionario. Cuando el niño volvía a entrar, a partir de las definiciones de sus compañeros -las cuales eran leídas en voz alta-, debía adivinar la definición del diccionario de la palabra en cuestión.

Con las películas4 realicé una serie de cine-foros donde discutimos sobre sus temáticas. Los niños hicieron interpretaciones a través de dibujos y estableciendo relaciones con sus propias experiencias personales. Las películas constituían dispositivos para manifestaciones emocionales individuales y colectivas. Estas son algunas de las reflexiones sobre la película El laberinto del fauno, que se desarrolla entre el contexto de la Guerra Civil española y la magia que vive Ofelia con el fauno:

    A [mí] me gusto [gustó] esa esena [escena] porque vonito [bonito] que uno con una tiza pueda romper la paret [pared]. (Nelsy, 10 años) amimegusto [A mí me gustó] cuando sedaban [se daban] plomo en el monte y cogieron aun [a un] glerillero (guerrillero) y lo trajieron [trajeron] pera [para] la casa de los polisas [policías] y le pegaroncon [pegaron con] un martillo y eso me gusto a mí. (Miller, 13 años)

Los talleres y actividades me permitieron acercarme a las vivencias de los niños en torno a las memorias del conflicto armado en Sumapaz que siguen vigentes, como un evento que se encuentra presente en sus recuerdos y a la vez hace parte de su pasado emocional.

    Todos los problemas que hay, las guerras que hay entre el ejército y la guerrilla. Nosotros estábamos en Nazareth cuando comenzaron a llegar los helicópteros, yo tenía como 6 años. Se escuchaban las balas, las granadas. Al otro día ya no estaban. Acá una vez hubo una guerra así dura, pero algunas personas se salvaron y otras no. Eso hace años, yo estaba pequeño cuando hubo esa guerra. (Deiber, 12 años, vereda Santa Rosa)

Sin embargo, los niños no siempre hablaron del conflicto armado, a pesar de que éste hace parte de sus experiencias emocionales colectivas. Para acercarme a ellos y generar confianza, mi aproximación etnográfica tuvo que ir más allá de las entrevistas y la observación participante, por medio de los talleres, los cuales me permitieron contextualizar sus relatos. Sobre esto, vale decir que los niños y niñas no son sujetos inacabados, sin historia. Al hablar de temas relacionados con la muerte, dan temporalidad a sus recuerdos y experiencias emocionales presentes -personales y colectivas-, como producto del pasado y de los lugares que han habitado; son protagonistas y agentes de los procesos históricos y culturales pasados, actuales y futuros que se dan en Sumapaz.

La desconfianza y el silencio en el contexto de (pos)conflicto en sumapaz

Esta investigación implicó acercarme no solo a las experiencias personales con la muerte de los niños y niñas, sino a sus formas colectivas de comunicación emocional, en un contexto de (pos)conflicto. En sus narrativas aparecían diversos discursos relacionados con el ambiente, la violencia y la identidad campesina, los cuales evidenciaban una sensibilidad social propia de Sumapaz, formas particulares de relacionarse con el territorio, la comunidad y las personas de afuera. Sin embargo, más allá del significado de habitar el páramo de Sumapaz, estas narrativas ilustraban sobre la desconfianza y el silencio, marcas características de su expresión emocional, y que constituyen un desafío para la aproximación etnográfica. A continuación muestro cómo las narrativas de los niños responden a la producción social de las emociones en el contexto intermitente de paz y guerra que ha caracterizado la primera década del siglo XXI en Sumapaz.

Durante la alcaldía de Antanas Mockus, en 2001, se construyó el primer Batallón de Alta Montaña en Sumapaz para enfrentar la arremetida de la guerrilla de las FARC. También se propuso la construcción de una estación de Policía en el corregimiento de San Juan5. En la actualidad existen dos batallones de alta montaña, con alrededor de 3000 hombres, entre soldados bachilleres y profesionales. La comunidad se queja de los soldados por la retención de documentos, las requisas obligatorias en los buses de línea y, especialmente, la contaminación que ocasionan en el páramo6. Se llega a decir que por la textura de sus hojas, los soldados hacen colchones y almohadas con los frailejones, hecho que amenazaría la supervivencia de esta planta representativa. La incomodidad con el Ejército no se debe solamente a la contaminación, sino a que su presencia es percibida como la continuación del conflicto armado en la región, en cuanto presencia estatal beligerante.

A lo largo de la primera década del siglo XXI, Sumapaz ha vivido un proceso de violencia intermitente entre el conflicto y la calma. Para nombrar algunos hechos: el 27 de febrero de 2009 fueron capturados ocho guerrilleros de las FARC, entre los que se encontraba alias "Negro Antonio', un importante cabecilla de la guerrilla; un mes después fue dada de baja alias "Mariana Páez" en el corregimiento de San Juan; el 18 de octubre de 2009 fueron asesinados dos ediles después de una reunión con Asojuntas, cuando personas armadas irrumpieron en una escuela en el corregimiento de Nazareth y secuestraron a cinco personas7. Este doble asesinato, sumado a otro ocurrido un mes después (del edil Guillermo Alberto Leal), generarían un profundo rechazo y consternación en la población.

Esta época está marcada por las nefastas consecuencias de la Política de Seguridad Democrática, la cual ha sido relacionada con el denominado fenómeno de los falsospositivos. El 23 de marzo de 2005 dos jóvenes de 18 y 21 años que trabajaban en el comité de maquinarias de arreglo de vías fueron encontrados en la morgue de Fusagasugá. El Ejército ratificó "la baja" de tres guerrilleros. Los padres encontraron los cuerpos de sus hijos con signos de tortura, y uno de ellos tenía mutilados los genitales, lo cual mostraba que no habían muerto durante el combate8. El 26 de febrero de 2005, Moisés Delgado, de 54 años, nacido en San Juan, fue llevado a la cárcel por el Ejército, después de pedirle la cédula. Junto con él, seis campesinos más fueron encarcelados y acusados de rebelión. Moisés explica sobre su retención su "único delito: ser campesina y campesino. Los campesinos siempre llevamos del bulto, en el campo los armados mandan y uno debe someterse"9.

Experiencias de la muerte en la infancia

Óscar tiene nueve años y vive en la vereda de Santa Rosa Baja, en el corregimiento de Nazareth, con su papá, su mamá y su hermana menor, con quien cursa quinto grado en el Jaime Garzón. Óscar y su familia fueron desplazados de San Juan de Sumapaz por los enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército. Su casa en San Juan se encontraba en las inmediaciones de una base militar, por lo que vivían los enfrentamientos armados muy de cerca. Cuenta Óscar que en una ocasión su papá fue interrogado tanto por el Ejército como por la guerrilla, y que sus primos fueron torturados10 durante esa época. Para Óscar, estos hechos generaron una gran desconfianza; no era capaz de fiarse de nadie, incluidos sus amigos más cercanos.

    Pues lo del mismo enfrentamiento -¡ah! la guerrilla- lo cogían a uno y lo investigaban todo, no ve que un día que unos señores llegaron a una casa donde un amigo de mi papi y habían dos niños y llegaron las armas encendidas y una bomba debajo de cada arma y un niño llegó y se subió encima de un bulto de papa y el bulto se cayó encima de esa bomba y explotó y le quitó de aquí para abajo [señala el rostro] y al otro niño le quitó una mano. Y tres perros que había desaparecieron. [Los guerrilleros] [F]ueron hasta donde mi papi y le preguntaron que los acompañara a la base y se lo llevaron y llegaron los soldados porque habían escuchado ese estruendo y llegaron allá y se pusieron investigar a mi papito, lo tuvieron 6 horas. En San Juan sí desconfían, no podían dejar los ganados en los páramos porque cuando les tocaba salir a buscarlo no podían porque les daba mucho miedo, no estaban con tranquilidad, es que les da mucho miedo los enfrentamientos. (Óscar, 9 años)

¿Cómo interpretar la narrativa de Óscar, marcada por la confrontación, los interrogatorios y la sospecha? La desconfianza y los silencios que muchos niños y niñas de Sumapaz manifiestan en sus narrativas y expresiones emocionales son más explícitos cuando se trata de hablar sobre la cercanía que han tenido con la muerte. Como hecho social (Thomas, 1983), la muerte pone en escena la configuración de las emociones socialmente producidas, en la medida que tiene una dimensión cultural que expresa los significados emocionales de los colectivos. Como señala Di Nola: "El acontecimiento de la muerte provoca, en la historia de todas las culturas, unas reacciones emocionales tan profundas y unas imágenes tan perturbadoras que está rodeado de una red de sinónimos, metáforas, eufemismos y circunloquios retóricos de todo tipo" (Di Nola, 2006: 69). Las características más notorias en la expresión emocional de los niños y niñas de Sumapaz son el silencio y la desconfianza.

    Mi abuelito, él murió de 49 años, joven, joven, pero una enfermedad que le habían hecho por medio de un -como una enfermedad- un maleficio. Las personas que son malas, el mejor amigo de uno es el que le hace los maleficios a uno. Porque vive uno mejor acomodado que ellos, les da envidia, rabia y por eso le hacen esos maleficios. Usted no tiene que creer en nadien, ni en Dios, ni en las personas. (Óscar, 9 años)

El paso de la vida a la muerte, sea hacia otro estadio o hacia un fin último, resulta de la forma como los niños y niñas definen la muerte. Sin embargo, la angustia y el sufrimiento que representa la pérdida de un familiar o allegado se expresan afectivamente de acuerdo con el grado de reconocimiento que se tenga de la persona fallecida. Cuanto más íntima, familiar, amada o respetada ha sido, mayor es el dolor que causa la muerte de dicha persona.

El hecho de la muerte es evocado -no vivido- cuando se lo recuerda. Es desde el recuerdo de esos sentimientos que emergen los lenguajes emocionales que finalmente los niños y niñas expresan de forma verbal, escrita o pictórica; otros recuerdos son guardados para sí mismos, en el silencio. La dificultad no solo radica en interpretar lo que los niños y niñas dicen de manera explícita, sino en lo que insinúan, lo que prefieren callar, lo que enuncian con un lenguaje gestual o por medio del llanto.

Jonathan tiene 11 años, vive en la vereda Las Sopas con su abuela y su mamá. En los talleres realizados nunca quiso participar y prefería dibujar. Lo único que escribió en todos los talleres fue "Nunca me he sentido triste". Sin embargo, esto contrastaba con algunas de sus experiencias. Surgía entonces la dificultad de designar su experiencia como dolorosa, cuando su narrativa oral y escrita la negaban. En una entrevista me contó cómo un día su padre había desaparecido. Al tratar de seguir preguntando por las causas de su desaparición, Jonathan no quiso profundizar. Se notaba su incomodidad con la pregunta, por lo que decidí no continuar:

    Jonathan: No tengo papá pero sí mamá.

    S. G: ¿Qué pasó con tu papá?

    Jonathan: Ehhhhh desapareció.

    S. G: ¿Desapareció? ¿Hace cuánto? ¿Tú lo conociste?

    Jonathan: Yo sí.

    S. G: ¿Cuántos años tenías? Jonathan: 7.

    S. G: ¿Y se desapareció?

    Jonathan: [Se demora] Mmmmm [como afirmando]. S. G: ¿Un día se fue?

    Jonathan: [Se demora] Mmmmm [como afirmando]. [Silencio, hablamos de otras cosas]

La desconfianza de Jonathan no se dio al principio de la entrevista, sino cuando le pregunté por su papá. Él sabía que mi intención era conseguir algún tipo de información, que tal vez no era del todo clara para él. También sabía que mis preguntas eran el medio para conseguir esa información, y por eso prefería no hablar. No le gustaba profundizar en las cosas que decía, y cuando yo insistía en algo, se mantenía en silencio. Al seguir la conversación Jonathan me narró cuando en una ocasión:

    Estábamos en aquella loma, en el medio, en esa de Las Sopas. Yo tenía 7 años. Nosotros estábamos viendo el ganado y comenzaron [...] A mí no me dio miedo [...] No más un momentico cuando cayó un muerto de la grada de abajo a la casa. (Jonathan, 11 años)

Otro día Jonathan se me acercó en un descanso, mientras tomaba notas. Me contó que le gustaba pescar en un riachuelo que había cerca de su casa, donde había truchas que tomaba con las manos y las mataba de manera eficaz cogiéndolas por la boca. Luego se las llevaba a su casa, donde se las comía con su mamá. Me contó también que tenía muchos hermanos en diferentes partes de Sumapaz y en Bogotá. Al decir esto parecía otra persona, era desprevenido y alegre. Sin embargo, su expresividad cambió de nuevo en el taller de la autobiografía. Jonathan, como de costumbre, no quiso escribir. Cuando le dije que escribiera sobre las truchas, me dijo sin mirarme: "Yo de eso no escribo".

Como sugiere Le Breton (1999), el silencio hace parte de los signos del cuerpo que se revisten de ambigüedad, tanto por la polisemia de los gestos como por su ausencia. El lenguaje puede ser duplicado, engañado y encubierto en los gestos, dándole una tonalidad emocional al intercambio que genera hostilidad, benevolencia o confusión. Los silencios emocionales se esconden en los diferentes registros verbales, pictóricos o escritos sobre la muerte de los niños y niñas. Sus recuerdos omiten, sus palabras insinúan pero no concretan, sus escritos son fragmentarios y sus dibujos guardan una semiótica compleja de significados no explícitos. En Sumapaz, el silencio se reproduce tanto en la historicidad de las narraciones de los niños y niñas al evocar las vivencias del conflicto armado en la región como en los gestos que incorporan.

Situarse en el contexto: etnografía reflexiva

Durante el trabajo de campo yo representaba un personaje ambiguo: no era ni profesor ni directivo, ni podía asumir alguna autoridad sobre los estudiantes. En la aproximación a los otros, el etnógrafo necesita compartir una experiencia básica de vida que le permita participar y evocar las emociones propias y de los sujetos (Rosaldo, 1993). La reflexividad etnográfica en el trabajo de campo desarrollado en el Jaime Garzón -alejada de perspectivas puramente descriptivas de la etnografía en la escuela que no visibilizan las relaciones entre el etnógrafo y los sujetos (Woods, 1987)- me permitió problematizar de manera compleja mi ubicación como etnógrafo, las relaciones de poder y de verticalidad que se daban no solo en la escuela sino fuera de ella, que dentro de un contexto de investigación median la mirada del etnógrafo y las relaciones sociales que se establecen entre los diferentes actores involucrados.

El trabajo etnográfico me permitió un acercamiento a la vida emocional de los niños y niñas que no se limitó a una descripción verbal de lo que sentían, sino que fue necesario sentir junto a ellos, escuchar lo que tenían para decir, compartir sus juegos, acompañarlos en sus lágrimas y callar cuando las palabras estorbaban. Así, mi etnografía sobre las emociones se convirtió, en el fondo, en una etnografía emocional, preocupada por la interacción con el otro -los niños-, las preguntas planteadas -y replanteadas- y el contexto donde trabajaba.

Preguntar por la muerte me significó "escarbar" en la intimidad de los niños y niñas e indagar sobre sus vivencias personales con el dolor, la enfermedad y la guerra. Este no fue un cuestionamiento cándido: significaba aproximarse a una realidad social marcada por la violencia y el conflicto armado, como manifesté en mi diario de campo:

    Son claras las dificultades del trabajo etnográfico en cualquier contexto, sobre todo al comienzo, cuando se trata de generar empatía con las personas. Sin embargo, una de las mayores dificultades que he vivido en este proceso es la representación individual del etnógrafo con la comunidad. Para muchas personas no es claro qué significa cuando alguien se presenta como un antropólogo, ni menos en qué consiste mi presencia en este lugar. Incluso para algunos profesores del colegio mi presencia resulta ambigua y desconcertante. Los profesores me dicen "profe" como ellos se tratan entre

    colegas. Pero yo no soy profesor, más bien parezco un personaje perturbador que toma nota de todo lo que le dicen como si al refugiarme en mi cuaderno de notas marcara mi alteridad con respecto a ellos, en un acto de "autoridad"11, donde el cuaderno se convierte en un arma con gatillo y escudo. La interacción que establezco con la comunidad del colegio cuestiona la responsabilidad social del etnógrafo en cuanto a la reciprocidad con las personas que se trabaja. Como etnógrafo vengo guiado por unos intereses personales y académicos que buscan indagar sobre las ideas de la muerte que tienen los niños a través de unos interrogatorios que pueden resultar violentos y desconcertantes.

    Una profesora me dijo que yo lo único que hacía era "sacarles información". En ese momento me cuestioné cómo las relaciones que se crean durante el trabajo de campo esconden un interés egoísta del investigador. ¿Cuáles son los límites del conocimiento sobre el otro? ¿Cuándo se tocan intimidades que no le corresponde tocar a nadie? Aproximarse al tema de la muerte pone el dedo en una llaga que tal vez se encuentra oculta, cicatrizando, o que posiblemente nunca fue abierta. La muerte como un hecho violento ha estado presente en Sumapaz desde los movimientos por la tierra de los años treinta, en una relación conflictiva de intervención y control por parte de Bogotá como centro de poder. Desde mi posición como bogotano de la urbe termino por reproducir esa relación interventora e incluso colonial al preguntar por un tema que hace parte de la experiencia social y a la vez íntima de cada niño.

    En términos pragmáticos yo les ofrezco clases de inglés a los niños con los que me encuentro trabajando. No obstante, el cuestionamiento por la reciprocidad en el trabajo de campo se acerca más a la naturaleza de la investigación. ¿Qué hace el etnógrafo además de recolectar información sobre las emociones de la muerte y al final mostrar un informe? El trabajo del etnógrafo es en el fondo una empresa solitaria, en la que se trata de entender una realidad a través de la representación subjetiva del investigador en una etnografía. Pero más allá de esto, ¿qué deja el etnógrafo a su paso? En este itinerario deja un rastro que, al igual que su presencia, es ambiguo; y el hecho de cuestionarse a sí mismo y tener un mayor grado de reflexividad frente a su quehacer no significa un compromiso mayor ni con los niños ni con la comunidad. El etnógrafo, en este sentido, debe preguntarse por lo que hace durante el trabajo de campo, en qué aporta, y no solo cómo representa esos otros que se encargan de vivir su vida. Al final, las preguntas que se hacen se olvidan. Quedan los momentos vividos en el campo, las películas vistas, las risas y el llanto entre las escenas, la gritería de los juegos, las confesiones de los niños y el silencio de sus gestos12.

Los cuestionamientos éticos frente al silencio en la investigación social, y lo que implica hacer inteligibles esos "puntos ciegos" que emergen entre los sujetos y el investigador, son tratados por Castillejo (2009), en el caso de las investigaciones sobre los procesos de memoria y reconciliación que se realizaron en Sudáfrica después del apartheid. Según el autor, la "extracción" del testimonio por parte del investigador termina en algunos casos reproduciendo las condiciones coloniales de expropiación en las cuales se sitúa históricamente la narrativa de los sujetos, lo cual hace que el habla y el silencio tengan una dimensión problemática en el ejercicio investigativo:

    [...] pero, al mismo tiempo, esta necesidad de "reconocimiento" está cercada por la necesidad existencial del silencio. No sólo el silencio constituido por la idea del lenguaje como fracaso, como lo menciona George Steiner, sino también otro de los registros del silencio, uno que es inducido, por así decirlo, por la intervención de los expertos a través de una serie de prácticas investigativas. (Castillejo, 2009: 53)

En mi caso, preguntar por la muerte significaba situar las narrativas de los niños y niñas en la historia de Sumapaz, donde la muerte no aparecía solo como un hecho "natural", sino inscrita en unas condiciones de violencia. Esto cuestionaba éticamente mi quehacer etnográfico al preguntar por la muerte.

La etnografía en zonas de conflicto armado implica responsabilidades éticas en las que el etnógrafo debe ser responsable, digno y sensible en el trabajo de campo (Nostromo y Robben, 1995). Las experiencias de violencia que viven las personas resultan difíciles de contar, y así, la etnografía se puede convertir en un hecho violento en sí mismo. En contextos de guerra se acentúa la diferencia entre vivir un hecho violento y narrarlo. La encrucijada del investigador consiste en "ver" la realidad desde afuera, sin poder nunca acercarse a la experiencia vital de los otros, y más aún, representar esas vivencias. Se puede decir que las narrativas de los sujetos son experimentadas, pero no todas las experiencias pueden ser narradas, sino solo expresadas por medio de lo no dicho, de lo no verbal. "El dolor no tiene voz" (Nostromo y Robben, 1995: 22).

Durante el trabajo de campo las características personales del investigador desempeñan un papel fundamental, y surge la necesidad de desarrollar estrategias de supervivencia conjuntas y presupuestos éticos compartidos con los sujetos de investigación. En mi trabajo de campo, el silencio surgió cuando preguntaba sobre cosas específicas de las vidas de los niños y niñas, durante las entrevistas, pero también después de estas. Al contar sus vidas y narrarse a sí mismos, se "vaciaban" en las palabras produciendo una especie de catarsis que luego se expresaba en actitudes de indiferencia que contrastaban con la empatía que habían mostrado antes de la entrevista. "Hablar" y "callar" hacían parte de un aprendizaje emocional construido en la experiencia social, en un proceso de producción social del silencio donde se aprende de generación en generación a hablar -o a no hacerlo- sobre ciertos temas.

Según Rosaldo (1993), el etnógrafo debe ser consciente de su ubicación y posicionamiento (género, clase social origen, etc.) dentro de la estructura social, a partir de lo que representa como persona, lo cual le permite acercarse a determinados fenómenos sociales. En mi caso, yo representaba un investigador con unas determinadas "intenciones investigativas", proveniente de la Bogotá urbana. La etnografía como método interaccionista que va más allá de los registros lingüísticos permite generar una reflexión ética y teórica sobre el quehacer del investigador y las limitaciones y desafíos que emergen al preguntarse sobre las emociones relacionadas con la muerte en la infancia, en contextos de (pos)conflicto.

Conclusiones

A pesar de la "pacificación" del territorio a principios del siglo XXI, Suma-paz sigue viviendo períodos intermitentes de guerra y paz que no se pueden catalogar simplemente como (pos)conflicto, como se sostuvo desde el discurso oficial de la Seguridad Democrática. El conflicto está vigente en las expresiones afectivas de los niños y niñas. En este artículo he argumentado que las emociones sobre la muerte, expresadas en las narrativas y gestos de los niños y niñas, tienen un significado no solo personal sino histórico y cultural, producido y transmitido socialmente a través manifestaciones emocionales como el silencio y la desconfianza.

El carácter reflexivo etnográfico me permitió un posicionamiento personal y emocional frente a lo que significa hacer etnografía con niños y niñas en Sumapaz como investigador que representa la relación colonial, históricamente construida, de la Bogotá urbana. Surgieron cuestionamientos éticos y metodológicos sobre lo intrusivo -e incluso violento- que puede llegar a ser preguntar y hablar sobre experiencias personales con la muerte. Para esto, propuse un acercamiento a sus expresiones emocionales por medio de talleres (autobiografía, diccionario, películas) que trascendieron la aproximación tradicional de entrevistas y observación participante, al compartir colectivamente momentos afectivos mientras se realizaban las actividades. En este sentido, la aproximación etnográfica a las emociones implica una etnografía emocional en sí misma, que involucra la subjetividad del etnógrafo.

Para una antropología de la infancia es necesario problematizar en la investigación las implicaciones de la relación intersubjetiva del adulto-investigador y el niño, no como alguien inacabado sino inserto en una temporalidad de memorias, experiencias y proyectos. Esta interacción se encuentra mediada por las condiciones emocionales, sociales, históricas y políticas que habitan los niños y el investigador. Una etnografía de la infancia sitúa al etnógrafo, no como un agente objetivo que toma distancia del niño, sino como alguien que visibiliza su posicionamiento como sujeto en el campo y en el contexto de investigación.

Con miras a pensarse escenarios de (pos)conflicto, resulta importante preguntarse por las implicaciones culturales que tiene crecer en un contexto histórico de conflicto armado. Es decir, los niños de Sumapaz que hoy tienen nueve años están familiarizados con las dinámicas de conflicto y violencia, y eso es algo que ha sido negado. En el marco de las discusiones en torno al proceso de paz, es necesario enfatizar sobre los problemas pedagógicos y culturales en relación con la infancia que está creciendo en el conflicto. Los niños no son sujetos civiles reconocidos políticamente por el Estado. Por esto, resulta importante -como un aporte desde la antropología- reconocerlos como sujetos históricos y culturales, y sobre todo, como sujetos con agencia -que ejercen acciones en su entorno social-. Vale la pena preguntarse por procesos de cooperación en donde participen los niños y niñas, en la construcción de la historia de Sumapaz, no negándola sino integrando el conocimiento del pasado -memoria, tradición- sobre los modos de participación de la población de Sumapaz antes.


Comentarios

* Este artículo hace parte de la tesis de Maestría en Antropología de la Universidad de los Andes, "Las páticas del cucarrón. Un estudio antropológico sobre las emociones de la muerte con niños y niñas de Sumapaz", dirigida por Zandra Pedraza Gómez. Este trabajo no hubiera sido posible sin la colaboración de los niños y niñas, docentes, administrativos y comunidad del Colegio Campestre Jaime Garzón IED. Localidad Rural Sumapaz. Agradezco especialmente la colaboración de Gerson Hernández, Daniel Rojas y Fanny Torres. También los comentarios y aportes académicos de Pablo Jaramillo y Juliana Guerra. 

1 Vale aclarar que en varios modelos evolutivos, tanto de corte psicoanalítico como dialéctico, el desarrollo se entiende en términos tensionales, conflictivos; en otros más recientes, se entiende como sistemas dinámicos que incluyen fuerzas en permanente antagonismo, tanto intrasubjetivas como intersubjetivas.

2 Las investigaciones en el contexto colombiano en torno a cómo los niños han sido afectados por la guerra han tenido un enfoque construccionista, centrado en problemas de género y aspectos sociomorales (Estrada et al., 2006). Mi enfoque teórico de las emociones es desde su producción cultural, social e histórica (Reddy, 1999; Scheper-Hughes, 1997), y los desafíos que esto plantea desde la etnografía reflexiva.

3 "En 2003, las escuelas de las diferentes veredas fueron integradas a una sola institución central, en el Colegio Jaime Garzón. Esto hizo que las sedes (antes escuelas) empezaran a funcionar también de acuerdo con las directrices de la SED".

4 El señor de las moscas (1990) de Harry Hook; El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro; Todos los perros van al cielo (1989) de Don Bluth, Gary Goldman y Dan Kuenster; La tumba de las luciérnagas (1988) de Isao Takahata.

5 Hugo Acero Velásquez, jueves 22 de abril 2010, El Tiempo.

6 El Rural, 2006, "Denuncian [...]", 11 de julio, p. 8..

7 Redacción Bogotá-El Espectador, "Terror en el Sumapaz", 19 de octubre de 2009.

8 El Rural, 2006, "Sigue reinando el silencio, el dolor y la impunidad", 10 de mayo, pp. 1, 4.

9 Melo, Sullivan. 2006. "El día de mi libertad fue el más feliz de mi vida", El Rural, 10 de mayo, p. 8.

10 Sobre las referencias a las torturas, vale la pena tener en cuenta lo que narran Varela y Romero (2007), que desde 1928 la situación de los trabajadores rurales era paupérrima. Diferentes documentos señalan cómo existía un sistema de deuda y tortura en donde se encerraba y azotaba a los campesinos que desobedecían las órdenes de los terratenientes. En los años cincuenta, en el municipio de Cunday (Tolima), se creó un campo de concentración que fue lugar de reclusión de sospechosos, para obtener información por medio de torturas y desapariciones. Esta cárcel se volvió un lugar de referencia siniestro para los habitantes de Sumapaz.

11 Referencia al artículo de James Clifford, "Sobre la autoridad etnográfica". Juego de palabras "autor- autoridad-autoría".

12 Tomado de las notas de campo de Febrero del 2010, durante una reunión de padres de familia donde los niños no asistieron a clase.


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