Reflexionar sobre las relaciones entre memoria, espacio e imagen resulta de gran provecho para los debates sobre la memoria histórica en Colombia. No solo porque las características mismas del espacio topográfico han sido de especial importancia para el modo como se ha desenvuelto el pasado violento de Colombia, sino porque, de acuerdo con la opinión de muchos historiadores del conflicto colombiano, las luchas por la tierra y por el territorio han sido, por decirlo así, un bajo continuo que ha persistido alimentando los diferentes conflictos violentos que ha padecido la nación. Los relatos acerca del pasado de la violencia deberían buscar maneras de hacer visibles los problemas topográficos que esta plantea; el conflicto colombiano no puede ser entendido sin un mapa físico de su territorio, y los relatos que intenten comprenderlo deben hacer frente a esta circunstancia. Tanto las crónicas de la conquista, pasando por los relatos de los exploradores de la colonia y temprana república, como los desplazamientos de las violencias contemporáneas muestran una relación importante entre violencia y territorio, cuya encarnación plástica está testimoniada en una serie de imágenes que también hacen parte de la memoria sobre los hechos oprobiosos del pasado de los colombianos.
En este artículo se establece una relación entre las imágenes de los cargueros del siglo XIX y las de los desplazados del siglo XX, a partir de la cual se verá de qué manera estas se asientan sobre una poética del territorio, en la que el caminante es el personaje que transita los caminos, cuyos ascensos y descensos se asocian con las peripecias de las narraciones tradicionales. En efecto, hay una vieja metáfora que relaciona la narración con un camino, no solo porque las historias sigan secuencias en las que un paso suponga el siguiente, sino porque ellas mismas se encarnan en el espacio. En esos pedazos de tierra que no significan nada por sí mismos se suelen proyectar miedos, ansiedades, deseos y seguridades; las subidas y bajadas de los golpes de la fortuna se superponen con las subidas y bajadas de los caminos que atraviesan los valles y montañas de los territorios.
La relación entre imagen, memoria y espacio no es en absoluto novedosa. Una tradición a partir de la cual se podría explorar esta relación se denomina “el arte de la memoria”, que consiste básicamente en la construcción de elaboradas arquitecturas mentales, en cuyos espacios deben ubicarse imágenes performativas que ayuden a recordar “cosas” o “palabras”. En el Medioevo, en el Renacimiento y en el Barroco contrarreformista, el arte de la memoria se asoció a la ética. Aquello que debía ser recordado eran los vicios y las virtudes para provocar la salvación y evitar la condena, en el caso medieval y en el Barroco, o los conocimientos “herméticos” que propiciaran la iluminación mística, en el caso del Renacimiento. Algunas tradiciones del arte de la memoria se manifestaron en construcciones físicas de las arquitecturas “internas”1. Los procesos de secularización pronto dieron al traste con estas pretensiones, y poco a poco el arte de la memoria, así como la tradición retórica a la que estaba asociado, fueron quedando en un segundo plano en el panorama erudito de la modernidad científica.
Quintiliano, quien era el menos entusiasta de los representantes de las fuentes clásicas del arte de la memoria, proporciona, en palabras de Yates, “una razón absolutamente racional de por qué pueden los lugares auxiliar a la memoria, porque sabemos por experiencia que un lugar convoca asociaciones en la memoria” (Yates 2011, 42). Esta formulación de Quintiliano está, a mi juicio, en la base de los procedimientos que Aby Warburg utiliza en su inacabado proyecto Atlas Mnemosyne, en el que se establecen relaciones entre memoria, imágenes, espacio, y, sin duda, dichas asociaciones tienen implicaciones prácticas de carácter ético-político2. El procedimiento de Mnemosyne consiste en la disposición en el espacio de una tela negra de diversos materiales icónicos, a modo de montaje3. Dicha disposición tiene el objetivo de mostrar, con una lógica casi exclusivamente visual, el proceso de transmisión histórica y geográfica de las imágenes a través del establecimiento de relaciones iconográficas, morfológicas, gestuales o temáticas.
En el caso del Atlas Mnemosyne, las imágenes performativas que ayudan a fijar en la memoria los recuerdos a través de asociaciones visuales y espaciales son las fórmulas del pathos (Pathosformel). Este concepto es el elemento particular a partir del cual se establecen las relaciones de montaje en el Atlas y se refiere a una fórmula4 que hace visible un pathos y que tiene la capacidad de afectar y circular en la memoria colectiva de las comunidades, y actualizarse y transvalorar su significado dependiendo de los contextos tanto históricos como geográficos en los que son interpretadas. Warburg aludía con este concepto a una “cristalización” de intensos estados emocionales en poses, gestos y acciones que se fijan en diferentes tipos de imágenes con respecto a las cuales tanto los creadores como los espectadores entran en procesos de conflictos “inquietantes” (Warburg 2012, 33) en los que pueden, con ayuda de la imaginación, reelaborar la impresión que es producida por la imagen, o rendirse de modo irreflexivo a su efecto. Entre las poses, las acciones y los gestos puede encontrarse un amplio espectro afectivo en el que se incluyen “todos los estadios situados entre los dos polos-límite de lo orgiástico, como el combatir, caminar, correr, danzar y asir” (Warburg 2012, 33. Énfasis añadido)5. El concepto fórmula del pathos es una categoría que permite comparar entre las diferentes imágenes, el modo como se han cristalizado en imágenes los gestos y poses de los personajes que han transitado patéticamente por el territorio colombiano, como es el caso de los cargueros del siglo XIX y el de los desplazados del siglo XX.
Entre otras, el Atlas Mnemosyne somete a relaciones espaciales6 a las diferentes fórmulas del pathos de las que trata, entre las cuales la de la polaridad ascenso-descenso es importante para una interpretación de la Pathosformel de los caminantes en el contexto de sus diferentes trayectorias por el territorio colombiano: “Desde las primeras láminas de Mnemosyne el tema de la ascensión y caída, o lo que es lo mismo el de la salvación o condenación del hombre, aparece de manera recurrente, casi como un bajo continuo, de todo el proyecto, combinado en muchas ocasiones con la idea de triunfo o pathos del vencedor” (Checa 2010, 150)7. Esta polaridad tiene implicaciones epistemológicas (matemática/abstracción/lógica-magia/mito/mímesis), éticas (las normas de acción se producen por la autoridad de los astros y la superstición o de modo autónomo) y políticas (triunfo/progreso/salvación-derrota/atraso/condena)8. Es decir, la polaridad ascenso-caída puede ser entendida como una proyección en el espacio de categorías morales, epistemológicas y políticas que, dependiendo de los contextos, pueden identificarse con otras parejas polares como salvación y condena, felicidad y desdicha, ignorancia y conocimiento, triunfo y derrota, progreso y atraso social9.
La categoría fórmula del pathos y el modo como Mnemosyne permite establecer relaciones espaciales entre sus manifestaciones particulares pueden sin duda servir como criterio para establecer relaciones visuales y espaciales entre las diferentes variaciones de la figura del caminante y sus trayectos. Estas imágenes muestran el modo como los cuerpos se desplazan, de modo patético, por diversos lugares de la topografía colombiana en ascensos y descensos sobre los cuales se proyectan diferentes tipos de imaginarios que de alguna manera siguen hoy alimentando los modos como los colombianos se relacionan con su espacio. Si se habla de caminantes, y si estos caminantes están pasando trabajos mientras realizan su acción, se deben, del mismo modo, referir los territorios por los que transitan. Es casi un lugar común hablar de que la topografía de Colombia es una de las más accidentadas del mundo, y que a esta configuración se debieron las dificultades de la cristalización del proyecto ilustrado durante el siglo XIX, y que facilitaron la reproducción y dificultan la eliminación de la violencia de la segunda mitad del siglo XX. Taussig mostró que los cargueros pueden ser considerados los personajes de una topografía moral en la que se proyecta una poética del ascenso y el descenso, de acuerdo con la cual las tierras altas están relacionadas con la salvación o el progreso, y las tierras bajas, con la condena infernal o el atraso social (Taussig 2012, 2013)10. Algunos de los autores que se refieren a esta poética del territorio mencionan explícitamente que las proyecciones ideológicas, morales, éticas y económicas en el territorio, cuya fuente inmediata es el determinismo geográfico ilustrado11, están influidas por cosmologías heredadas de la Antigüedad, que han sido reactualizadas y reconfiguradas durante el Medioevo y el Renacimiento (Serje 2011; Taussig 2012)12. Si esto es cierto se puede hablar de una sobreviviencia13 de larga duración de concepciones sobre el territorio que se ha reconfigurado al reactualizarse en diversos momentos de esta cadena de acontecimientos.
A continuación se comentarán las imágenes que conforman el montaje de las dos variaciones en torno a las figuras del caminante, que ha sido elaborado teniendo en cuenta la categoría Pathosformel y las relaciones espaciales a que esta es sometida por el Atlas Mnemosyne. Primero se hablará de los cargueros y de los problemas topográficos y cartográficos que subyacen a sus imágenes; después se referirán las imágenes del desplazamiento forzado y se mostrará la continuidad que puede establecerse con el problema de los cargueros, que básicamente tiene que ver con la expresión de una poética del ascenso y el descenso relacionada con la idea ilustrada de progreso y su manera de manifestarse de modo espacial. Finalmente se establecerán unas conclusiones acerca de las relaciones entre las dos variaciones de imágenes de caminantes y las exigencias prácticas que, a instancias de Aby Warburg, debe buscar la investigación sobre las imágenes.
La figura del carguero
Los cargueros eran unos personajes que se dedicaban a transportar a las personas en silletas acondicionadas en sus espaldas a través de los montañosos caminos del territorio colombiano, tanto antes como después de su fundación como república. Estos personajes están representados en numerosas imágenes producidas sobre todo a lo largo del siglo XIX. Las imágenes de los cargueros interesan porque a través de ellas puede verse el modo como en el siglo XIX, momento de la formación y los primeros intentos de consolidación de la república, se proyectaba en el territorio una serie de interpretaciones científicas, políticas, económicas y morales que en cierta medida siguen aún arraigadas en el sentido común de los colombianos. Estas concepciones están relacionadas con la idea ilustrada de progreso, que se manifiesta, también, de modo espacial o topográfico.
La imagen de la Comisión Corográfica14 denominada Camino a Nóvita en la montaña de Tamaná (1853), en la que se representa un carguero de la costa Pacífica es significativa porque muestra que “el carguero” fue uno de los medios de transporte usados por los miembros de la Comisión para atravesar los puntos más difíciles de la travesía15. Es decir, que de un modo tanto literal como figurado muestra que la pretendida construcción del mapa de Colombia por parte de la mencionada Comisión fue realizada “a lomo de indio” (Taussig 2013, 207). La lámina plantea un evidente contraste entre el estatus civilizado, subrayado por el libro abierto, la postura y el atuendo del viajero, y “lo bárbaro del carguero y su entorno” (Appelbaum 2017, 95).
Como es sabido, las láminas de la Comisión Corográfica estaban destinadas a mostrar las costumbres, los tipos sociales y las vistas panorámicas que hacían parte del territorio. Estas no deben ser entendidas como una curiosidad producida meramente para el deleite estético, sino que deben ser interpretadas en relación directa con las estadísticas, los datos y las descripciones cartográficas (Sánchez 1999, 582)16. El carguero es el personaje que con su caminar, y con su carga, posibilitó los ascensos y descensos a partir de los cuales, durante el siglo XIX, se esperaba lograr el progreso de Colombia, y debe ser considerado como parte íntegra del mapa que los miembros de la Comisión estaban realizando.
El contexto en el que se hace necesario el mapa que la Comisión Corográfica debía elaborar es el de la necesidad de “condiciones” materiales para asegurar el “progreso” de la nación. Efraín Sánchez da cuenta de cuáles eran en el siglo XIX los cuatro aspectos en que el Gobierno debía profundizar para lograr este cometido: educación, vías de comunicación, inmigración y desarrollo de la industria (Sánchez 2007, 680). Sin embargo, lograr estos cuatro cometidos era imposible sin tener una “descripción física del territorio y el levantamiento de sus estadísticas básicas” (Sánchez 2007, 680). Sin un mapa, una descripción del territorio, un inventario, unas estadísticas de lo que hay en él, no es posible siquiera hablar de un Estado (Taussig 2013, 207) . También debe señalarse que la descripción del territorio es importante en relación con la división, clasificación y delimitación de la tierra para su explotación económica (Taussig 2013, 221).
La otra imagen de la Comisión Corográfica en la que se representa un carguero se denomina Manisales, provincia de Córdoba (1852) y fue elaborada por Henry Price. El carguero de esta pintura, al contrario del de la imagen Camino a Nóvita Barbacoas, tiene piel clara y barba, y lleva en sus espaldas a alguien que puede ser considerado su par. Para Appelbaum, la diferencia entre las dos láminas de los cargueros sintetiza la percepción tan distinta que la Comisión tenía de las “tierras bajas” de la costa pacífica con respecto a las “tierras altas” de las provincias andinas. Los habitantes de las tierras altas andinas, “algo toscos, pero en general laboriosos, estaban a la espera de mejores instituciones republicanas” (2017, 97). Por el contrario, los habitantes de la costa pacífica fueron rotulados de “negros” y eran considerados bárbaros que no merecían instituciones democráticas sino la aplicación de medidas coercitivas (Appelbaum 2017, 98).
El contraste entre las “tierras altas” y las “tierras bajas” tenía su fundamentación en una tradición que puede remontarse hasta las cosmologías de la Antigüedad y había sido confirmada científicamente por las concepciones sobre la influencia del medio geográfico de Alexander von Humboldt. Sus imágenes representan la mirada del explorador extranjero, quien es el precursor del género muy difundido en el siglo XIX de las vistas panorámicas (González 2000; 2013)18. En este caso, la idea de progreso está relacionada con la concepción según la cual el medio geográfico determina la capacidad de evolución de la sociedad (Serje 2011)19. Los americanos se encuentran en las etapas primitivas de un esquema que entiende el paso de la historia como el ascenso por una serie de estadios hacia la civilización. Según esta postura, tienen más posibilidades de lograrlo quienes se encuentran en las tierras altas, que quienes se localizan en las bajas. En esta distribución espacial también es importante la explotación económica de la tierra, pues las tierras bajas, al estar habitadas por salvajes, y al estar todavía en “estado de naturaleza”, son consideradas “bastos baldíos” que pueden ser aprovechados por los habitantes de las “tierras altas” (Serje 2011, 100-101).
Este modo de concebir el territorio tiene también una significación moral que se remonta a la cosmología cristiana del Medioevo y del Renacimiento, cuya influencia procede de las cosmologías de la Antigüedad20. Michael Taussig caracterizó esta jerarquización entre tierras bajas y tierras altas como una topografía moral, de la que hacen parte fundamental los cargueros, aquellos en cuyos hombros, en un sentido tanto literal como figurado, se ha impuesto la carga del ascenso hacia el progreso (Taussig 2012, 356). En este caso, el referente ineludible es la “gran epopeya de Dante” (Taussig 2012, 347): ejemplo paradigmático de un movimiento que va de la desesperación a la gracia, es decir, el ascenso del infierno al paraíso. De esta manera es posible hablar de un movimiento ascendente que se proyecta en el espacio y se identifica y se confunde con él21. El movimiento que va de la dicha a la desdicha o de la desdicha a la dicha es una de las más tradicionales categorías de identificación de los géneros narrativos prototípicos. Dependiendo del sentido en que se esté enfrentando el caminante al territorio, su recorrido podrá ser considerado de modo diferente: si va en ascenso, su trasegar será una comedia o un romance; si va en descenso será una tragedia o una sátira22. Si consideramos el modo como se confunden las categorías morales o religiosas con las categorías políticas o económicas que se proyectan a la topografía es evidente que el desplazamiento prescrito por la ciencia, la religión, la economía o la política es el ascenso, ya sea hacia la gracia y la salvación o la civilización y el progreso, por oposición al descenso hacia la perdición del infierno o el retraso social.
Es en este sentido que afirmo que las imágenes de los cargueros son la cristalización del pathos del trasegar, es decir, la manifestación de una Pathosformel del caminante, que da muestra de los padecimientos del cuerpo que se desplaza por el territorio, en el que se proyectan -de modo ideológico- concepciones científicas, económicas y políticas. El progreso, entendido como un destino desde el punto de vista temporal, se manifiesta en este caso como un destino en un sentido espacial, como lugar al que debe llegarse. Estas imágenes hacen visible de manera paradigmática cómo las personas anónimas, los de abajo, por decirlo así, son quienes cargan en sus lomos la posibilidad del ascenso hacia el progreso o hacia la salvación. Las imágenes de los cargueros dan cuenta de una gran diversidad de manifestaciones de este pathos; hay imágenes de principios, mediados y finales del siglo XIX, así como imágenes de diferentes lugares de Colombia: Nariño, Chocó, Antioquia, Tolima y Cundinamarca. Del mismo modo, podemos hallar imágenes de exploradores extranjeros (alemanes23, ingleses24, franceses25), así como de pintores criollos26.
En muchos lugares del país en donde estas prácticas ocurrieron se las sigue recordando a veces con vergüenza, pero también con orgullo. En Antioquia, por ejemplo, se rememora a los cargueros como unos verracos, a cuyas espaldas se deben la colonización y la pujanza del departamento. Hay una relación genealógica entre los cargueros de Antioquia, los arrieros y los silleteros que desfilan en la Feria de las Flores de Medellín. De hecho, en el municipio de Guatapé, que se caracteriza por los zócalos que decoran sus casas con diversas escenas de la vida cotidiana y religiosa de los pobladores, pueden encontrarse unos ejemplares que representan a los cargueros y que establecen relaciones visuales con los arrieros27.
Hay que decir, para terminar, que esta práctica no ha cesado aún. La videoinstalación El paso del Quindío de José Alejandro Restrepo muestra que en el departamento de Chocó, en la serranía del Baudó, subsiste una familia que aún ejerce este oficio28. Avelino Hinestroza es la persona encargada del transporte de carga y pasajeros por uno de los pocos pasos terrestres entre el interior y la costa Pacífica: “temible paso de selvas y adustas montañas de gran importancia geopolítica: el viejo sueño de unir los dos litorales y la actual lucha territorial entre paramilitares, militares y guerrilla” (Restrepo 2007, 46). También en Anzoátegui, en las montañas del Tolima, la familia Aguirre aún practica esta labor, y sin duda podemos conjeturar que en muchos otros territorios del país deben darse casos similares.
La figura de los desplazados
Quisiera explorar a continuación otra variación de imágenes en las que se manifiesta el pathos del trasegar. Las imágenes sobre el desplazamiento hacen parte de una de las fórmulas de representación más recurrentes a la que los artistas de Colombia acuden para dar cuenta de los problemas de la violencia.
Es necesario notar que después de haber fundado el Estado colombiano y establecido el inventario de su espacio geográfico, el problema de las luchas por la tierra y por el territorio no se ha estabilizado para nada; de hecho, según muestran los datos de la mayoría de los analistas, y los informes oficiales, como Una nación desplazada, esta es una de las cuestiones que se mantuvo como un bajo continuo a lo largo de los conflictos del siglo XX. El desplazamiento forzado es, en efecto, una de las consecuencias más deplorables del conflicto. Colombia ocupa el segundo lugar en la jerarquía internacional que ordena a los Estados según el número de víctimas de desplazamiento forzado. Desde el punto de vista del problema de la tierra y el territorio, las cifras también son escandalosas29. En un país que tiene un problema agrario persistente, con una historia signada por el difícil acceso a la tierra, se calcula que 8,3 millones de hectáreas han sido despojadas o abandonadas por la fuerza, y el 99% de los municipios colombianos han sido expulsores (CNMH 2015, 16). El problema político del territorio es concomitante al problema económico de la tierra (2015, 129). La Corte Constitucional de Colombia se ha referido a este fenómeno como “una tragedia nacional, que afecta los destinos de innumerables colombianos y que marcará el futuro del país durante las próximas décadas” (Sentencia T-025 de 2004, citada en CNMH 2015, 16. Énfasis añadido).
El punto en relación con el objetivo del presente texto, que se refiere a las imágenes del pathos del trasegar, es cómo estas imágenes dan cuenta de unas condiciones persistentes de violencia que se traducen en problemas de tierra y de territorio. La variación de este problema que se encuentra en las imágenes del desplazamiento permite retomar muchos de los temas que vimos en la primera variación. En especial, vale la pena insistir sobre la cuestión de cómo las víctimas del desplazamiento forzado transitan por el territorio y se encarnan en él. Es decir, las relaciones entre caminante y paisaje que veíamos cuando hablábamos de los cargueros se manifiestan de modo notable en las imágenes sobre el desplazamiento. De la abundante iconografía que hay al respecto, me referiré a tres obras.
En lo que atañe al mapa, la obra Signos cardinales de Libia Posada es paradigmática30, pues hace alusión a un caso en el que el mapa mismo se encarna en los cuerpos de los desplazados. Por medio de la obra, la artista busca construir una suerte de atlas de Colombia que verse sobre el padecimiento de los cuerpos de aquellos que han trasegado por el territorio debido a los desplazamientos forzados: ¿qué más patético que verse forzado, por fuerzas externas que no se controlan, a desplazarse sin perspectivas de regresar? La reconstrucción del relato por sus protagonistas permite “ir en busca del tiempo perdido”, pero el mapa permite también que ese tiempo se encarne y se haga espacio en la superficie corporal.
Es importante señalar la reiteración de la asociación entre poética y territorio, que ya se había delineado con la topografía moral de Taussig, en el caso de los cargueros. La doble acepción de la palabra destino, en el sentido tanto de lugar al que se va como de evento que debe ocurrir inexorablemente. El destino en su sentido temporal, que se identifica con el paso del tiempo histórico, tiene una imagen concomitante que se refiere al espacio. Los problemas ideológicos proyectados al espacio muestran que este destino debe estar prescrito por el ascenso, que puede ser tanto físico como alegórico. Estos lugares que se confunden con la utopía prometida por el progreso pueden ser las ciudades luz, los lugares en donde se supone que se ha cristalizado el proyecto democrático y capitalista de mejor manera.
La película La sombra del caminante de Ciro Guerra es representativa de esta cuestión31. En este film, los personajes principales son dos desplazados que están buscando en Bogotá mejores condiciones de vida. En este caso, la capital de la república puede interpretarse como la representación del destino, del ascenso al que se dirige todo caminante que ha sido desplazado de su tierra. Una vez llegan a su destino, los personajes de la película sienten la incomodidad de no poder realizar sus aspiraciones. Uno de ellos no encuentra trabajo y el otro no puede alejarse de los fantasmas de su pasado. El victimario y la víctima se encuentran, y con la metáfora del carguero se hacen uno en su trasegar por la ciudad. Un recorrido de ascenso que sin embargo termina convirtiéndose en un retorno al círculo vicioso de la violencia.
Este círculo vicioso está encarnado en otra obra del desplazamiento que ha sido construida por Rolf Abderhalden, uno de los directores de Mapa Teatro. La obra en cuestión es un performance registrado en video, llamado Camino32, que muestra una relación entre el territorio que se recorre, el caminante y la circularidad del eterno retorno; un caminante que lleva al hombro sus bienes, en una imagen que se repite y se responde a sí misma hasta el infinito. La acción se desenvuelve en un espacio vacío, rectangular, con piso blanco y paredes blancas, en cuyo techo hay suspendida una serie de elementos domésticos (cobija, almohada, colchón, cama, silla, etcétera). Hay silencio, y oscuridad atravesada por dos imágenes proyectadas que se responden la una a la otra a partir de la pura repetición; una se corresponde con la otra como con su negativo. La obra es ambientada con una cita de El mito de Sísifo de Albert Camus:
En el mito de Sísifo, lo único que se ve es el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida […]. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En este instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro contempla esa serie de actos desvinculados que se convierten en su destino. (Camus 1995, 157-162, citado en Biblioteca Luis Ángel Arango, 1998)
Es evidente la alusión al eterno retorno como una manifestación del caminante que lleva al hombro sus bienes, en una imagen que se repite incesantemente hasta el infinito. La referencia al mito de Sísifo de Albert Camus da cuenta del esfuerzo del cuerpo que debe cargar con este castigo de modo incesante. Puede establecerse una relación entre el repetitivo trasegar al que están sometidos los cuerpos de los caminantes y el esfuerzo que conlleva el hecho de cargar al hombro sus pertenencias. Sísifo es también la imagen de la tragedia a la que, en términos de Warburg, está sometido quien constantemente lucha por reconstituir un espacio para la reflexión (Denkraum) con el que los creadores y los espectadores se juegan una y otra vez la posibilidad de tomar distancia y reelaborar de modo crítico las intensas cargas mnémicas de las que son portadoras las fórmulas del pathos33. Es como si la condena trágica del caminante fuera ascender incesantemente este espacio, sin nunca lograr del todo “coronar” la cima. La trayectoria del progreso como un destino queda atrapada en el círculo vicioso de lo siempre igual del eterno retorno34.
Conclusión: es posible tirar la carga por los aires
La imagen de Sísifo no puede sin embargo ser el resultado del análisis, no puede simplemente señalarse el inexorable destino trágico de los caminantes que se ven sometidos a un vicioso círculo de caminos y que en sus hombros cargan el progreso del que no disfrutan en un territorio que no posibilita la realización de sus necesidades básicas y el florecimiento de sus potencialidades. “En el dar y tomar de la vida social tanto como en el espacio sudoroso y cálido entre el culo del que cabalga y la espalda del que lo carga” (Taussig 2012, 347) se manifiesta un problema político que es necesario desentrañar de modo suficiente. En los comentarios que en diversas publicaciones ha hecho José Alejandro Restrepo sobre su obra El paso del Quindío se hace la siguiente pregunta: “¿Quién domina a quién?” (Restrepo 2007, 47). La pregunta vale la pena, en la medida en que da cuenta de la posibilidad de una reversibilidad en las relaciones de poder.
Acudiendo a la metáfora del viaje, Aby Warburg afirma en su conferencia sobre Rembrandt que la “pausa siempre pasajera entre impulso y acción” es nuestro “único equipaje” en la empresa de volver a reconstruir el espacio para la reflexión (Denkraum), siempre en peligro de ser destruido: “de nosotros depende cuánto demos en alargar con ayuda de Mnemosyne esta pausa respiratoria” (Warburg 2010, 178). El presente es siempre una oportunidad para reelaborar las fuerzas mnémicas que las imágenes expresan. Esta pausa, siempre pasajera, puede ser identificada con el momento de conciencia al que se refiere Camus en El mito de Sísifo, el momento de respiro en el que la piedra vuelve a bajar para tener que ser subida de nuevo; es el momento en el que el carguero se percata de que puede tirar la carga por los aires; es cuando los actos de resistencia y los actos revolucionarios deben poder ser pensados y, en especial, actuados.
Giorgio Agamben recuerda el sentido en que puede decirse que Mnemosyne es el mapa que debe orientar al hombre en su lucha contra la fatalidad: el Atlas funciona como una suerte de estación en la que se despolarizan y repolarizan las imágenes del pasado que sobreviven como fantasmas, y se mantienen “en suspenso en la penumbra en que el sujeto histórico, entre el sueño y la vigilia, se confronta con ellas para volverles a dar vida; pero también para, en su caso, despertar de ellas” (Agamben 2010, 37). Abordar la recurrencia de las imágenes de los caminantes debe ser una suerte de ejercicio heurístico que confronte su continua proliferación, que permita pensar los motivos de la supervivencia de las prácticas a las que refieren; en otros términos, debe posibilitar la formulación de la pregunta de por qué las condiciones de modernización de la sociedad actual no han podido erradicar la violencia contra los caminantes, no tanto para afirmar perplejos que el tiempo es un círculo mítico, sino para buscar razones que lo expliquen, para preparar las condiciones de su salida o de su puesta en suspenso.