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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.35 Bogotá Jan./Apr. 2019

https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.01 

Meridianos

Desde el conflicto: epistemología y política en las etnografías feministas*

Based within Conflict: Epistemology and Politics in Feminist Ethnography

A partir do conflito: epistemologia e política nas etnografias feministas

Andrea García González** 

** Estudiante del Doctorado en Humanidades en la University of Brighton, Reino Unido. Magíster en Antropología por la University of Queen’s, Belfast, Irlanda del Norte. Entre sus publicaciones están: “‘Women on the Peace Line’. Challenging Divisions through the Space of Friendship”. En Ethnographies of Movement, Sociality and Space. Place-making in the New Northern Ireland, editado por Milena Komarova y Maruška Svašek. Oxford: Berghahn Books, 2018; “Out of the Box: Punk and the Concept of 'Community' in Ireland”. Liverpool Postgraduate Journal of Irish Studies 1: 39-52, 2016. andreanorai@gmail.com


Resumen:

Objetivo/contexto:

Se toma como punto de partida la investigación etnográfica sobre el proceso sociopolítico en el País Vasco tras el alto al fuego de ETA. En este artículo planteo primero la importancia de la etnografía como práctica política desde los encuentros, las conversaciones y las relaciones. En segundo lugar, analizo los conflictos que son inherentes a la práctica etnográfica y cómo su reconocimiento y análisis es necesario para la reflexión investigativa y la generación de conocimiento. A partir de esto, exploro la vulnerabilidad inherente a las prácticas etnográficas, desde el trabajo de campo hasta el proceso de escritura.

Metodología:

La investigación se basa en la metodología etnográfica. El artículo plantea la importancia para esta metodología de trabajar los conflictos y la creación de conciencia sobre la vulnerabilidad como ejes/actores transformadores, y como parte de la política feminista que implementamos en los distintos ámbitos de nuestra vida, incluyendo el académico; marco que es preciso revisar y cuestionar.

Conclusiones:

Al hacer etnografía hacemos política. Una política que sostengo es feminista porque permite el surgimiento de dudas y contradicciones, tolera errar y tambalearse, busca placeres, cuestiona privilegios incorporados e incita al debate. Las etnografías feministas son posibles precisamente porque su propia existencia se cuestiona y porque abren conflictos desde los cuales el conocimiento circula y se amplía, en conexión con nuestros cuerpos y emociones.

Originalidad:

Este artículo pretende ahondar en la discusión, reflexión y cuestionamiento de una práctica etnográfica cargada de desafíos. El potencial de su escritura desde la reflexión experiencial es una provocación para abrir conversaciones de orden epistemológico, metodológico y político.

Palabras clave: cambio social; etnografía; feminismos; política; reflexividad; trabajo de campo

Abstract:

Objective/Context:

Drawing on ethnographic research on the socio-political process in the Basque Country following ETA’s cessation of violence, in this article, I first explore the importance of ethnography as a form of political practice embedded in encounters, conversations, and relationships. Secondly, I address the multiple conflicts that are inherent to ethnographic practice and how their recognition is inextricably linked to a reflexive generation of knowledge. From this foundational base, this article moves on to explore the vulnerability inherent to ethnographic practices, from fieldwork to the writing process.

Methodology:

My research is based on ethnographic methodology. This article explores the importance, in this methodology, of opening conflicts and awareness of vulnerability as transformative, and part of feminist politics being carried out in different areas of our lives, including the academic framework -which must be reviewed and questioned.

Conclusions:

In the act of ‘doing’ ethnography, we always practice politics. Politics that are feminist politics are based on doubts and contradictions, as they allow us to err and sway. Politics that seek pleasures. Politics that reflect on our incorporated privileges. Politics that promote debate. Feminist ethnographies exist precisely because they can be questioned. Feminist ethnographies open up conflicts from which knowledge circulates and expands, in connection with our bodies and emotions.

Originality:

This article aims to spark thoughts and questions for an ethnographic practice full of challenges. Drawing on experiential reflections, this writing entails a provocation in order to open conversations on epistemology, methodology, and politics.

Keywords: Ethnography; feminism; fieldwork; social change; reflexivity; politics

Resumo:

Objetivo/contexto:

Toma-se como ponto de partida a pesquisa etnográfica sobre o processo sociopolítico no País Basco depois da suspensão do fogo por parte do grupo ETA. Neste artigo, discuto primeiro a importância da etnografia como prática política a partir do encontro, da conversa e da relação. Em segundo lugar, analiso os conflitos que são inerentes à prática etnográfica e como seu reconhecimento e abertura são necessários para a reflexão na pesquisa e na produção de conhecimento. A partir disto, exploro a vulnerabilidade inerente às práticas etnográficas, quando se passa do trabalho de campo à escrita.

Metodologia:

A pesquisa se baseia na metodologia etnográfica. O artigo propõe a importância desta metodologia ao trabalhar os conflitos e ao criar consciência sobre a vulnerabilidade como transformadora, como parte da política feminista que realizamos nos diferentes âmbitos de nossa vida, incluído o acadêmico - marco que deve ser revisado e questionado.

Conclusões:

Ao fazer etnografia fazemos política. Uma política que sustento como feminista porque permite o surgimento de dúvidas e contradições, consente errar e titubear, procura prazeres, questiona mordomias incorporadas e incita ao debate. As etnografias feministas são possíveis precisamente porque sua própria existência se questiona e porque abrem conflitos desde os quais o conhecimento circula e se amplia, em conexão com nossos corpos e emoções.

Originalidade:

Este artigo pretende aprofundar a discussão, a reflexão e o questionamento de uma prática etnográfica carregada de desafios. A potencialidade de sua escrita desde a reflexão experiencial é uma provocação para abrir conversas de ordem epistemológica, metodológica e política.

Palavras-chave: etnografia; feminismos; mudança social; política; reflexividade; trabalho de campo

Política desde el encuentro

Yo tranquilicé a mis padres, les dije: “tranquilos que yo vengo enseguida, que no he hecho nada”. Supongo que tendría miedo de irme con no sé cuántos, si doce, dieciséis o diecisiete, hombres. Estaban de paisano. Hombres. O sea... Gritando. Bajando las escaleras con las manos esposadas, y yo decía: “pero si yo no he hecho nada”. (Entrevista a Arantza1, Guipúzcoa febrero de 2017)

Transcribo y lloro lo que no lloré cuando la entrevistada me contó ese momento en que la policía entró a detenerla en su casa familiar. Anticipo la imagen de esos hombres, lo que esa imagen significa para ella y lo que vendrá después: la tortura que sufrió en esa detención hecha por hombres que actúan sobre un cuerpo feminizado. De nuevo, se me genera un agradecimiento hacia la entrevistada, por esa apertura, por mostrarme y compartir sus sentimientos. Esto es parte de mi investigación, de la etnografía que realizo como tesis doctoral. Pero es también política. Ese día de la transcripción era el 8 de marzo de 2018, cuando el feminismo inundó las calles en todo el mundo. En Madrid, en el País Vasco, en esos lugares en los que me encantaría estar con mis compañeras, disfrutar el placer de estar juntas, sentir los cantos de las otras mientras retumban en una. No puedo estar allí y en la ciudad inglesa en la que vivo apenas hay convocatoria. Sin embargo, transcribir esta entrevista me conecta con el feminismo de mi día a día, que es parte de mi actual proceso de investigación, de la práctica antropológica que entiendo como práctica política, que se desarrolla en una relación a través del encuentro, de conversaciones múltiples, desde la palabra hablada, desde la palabra escrita, desde el cuerpo, desde el sentir.

Mi investigación doctoral analiza el proceso sociopolítico en el País Vasco desde 2011, momento del alto el fuego de ETA (acrónimo en euskera para “Euskadi Ta Askatasuna” [País Vasco y libertad]). Entender distintas conceptualizaciones sobre violencia, conflicto, paz o reconciliación es parte de mis preguntas de investigación en un territorio marcado por más de cuarenta años de violencia armada. Para ello, desarrollé mi trabajo de campo entre 2016 y 2017. Durante casi un año, estuve con grupos y personas de diversas posiciones ideológicas, que sostienen distintas posturas en relación a este proceso. Realicé observación participante con iniciativas que trabajan para promover lo que se ha conceptualizado como “reconstrucción de la convivencia”. También me acerqué a los grupos que consideran que el alto el fuego no ha conllevado al fin de la violencia, principalmente aquellos formados por víctimas de ETA y aquellos de familiares de presos y presas vascas.

Desde el diseño de la investigación decidí que las entrevistadas serían mujeres. Esta decisión se basaba en la falta de visibilidad que tienen las mujeres en situaciones de violencia armada y en procesos de paz (De la Rey y McKay 2006; Hinton et al. 2008; Nkuuhe 2013), y en la necesidad de incorporar la perspectiva de género en procesos de reconciliación y justicia transicional (Alison 2009; Bell y O’Rourke 2007; Melandri 2009; Mendia Azkue 2012; Porter 2007; Sørensen 1998; Strickland y Duvvury 2003). Entrevistar a mujeres es parte de la metodología y mi aporte a la cada vez más emergente literatura académica sobre violencia armada, construcción de paz y feminismo (Cheldelin y Eliatamby 2011; Cohn, Cooke y Woollacott 1993; Giles, Alwis y Klein 2003; Lorentzen y Turpin 1998; Mendia Azkue, Guzmán Orellana y Zirion 2012; Moser y Clark 2001; Wibben 2016)2. La decisión de entrevistar a mujeres es también parte del placer y la práctica política de la conversación y el encuentro.

La violencia epistemológica desvelada por autoras como Spivak (1988) o Segato (2016) se produce desde una mirada androcéntrica y colonial que margina determinadas voces, con exclusiones marcadas por los sistemas de género y raza y por hegemonías políticas, económicas, culturales y científicas3. Cuando regreso a la Universidad de Brighton tras mi trabajo de campo, reflexiono sobre la importancia de haber elegido a mujeres para las entrevistas. Rememoro uno de los días en San Sebastián, cuando tras salir de la jornada de trabajo para encontrarme con una amiga, atravieso una plaza tomada por niños que juegan fútbol. Sucede que en ese momento revivo las sensaciones del patio de mi colegio, cuando tenía que pasar rápido para que los niños y su balón no me golpearan. Me siento de nuevo débil, vulnerable. Los niños en el centro y las niñas sortean la situación y se adaptan a su dinámica. Y entonces conecto con mi deseo en relación a esta investigación. Allí no quiero adaptarme a la centralidad de la norma que se suele asociar con lo masculino y que desplaza y margina las distintas formas de vulnerabilidad. No quiero tener que mostrarme fuerte para cruzar la plaza, sino reivindicar la vulnerabilidad. Quiero conectar con aquellas que no están en el centro de ese patio o de esa plaza. Escuchar con atención y profundidad, abierta a la sorpresa, como plantea Cynthia Enloe al reivindicar la curiosidad feminista que nos lleva a tomar en serio las vidas de las mujeres (2004, 3). Voces que me interesan4 y que se incorporan como apuesta metodológica, porque sin esas voces el proceso sociopolitico, el patio de juego, seguiría marcado por las voces hegemónicas, las visibles, las que se pasan el balón hasta meter gol.

La entrevista abre un espacio de encuentro, que cuestiona y genera conocimiento desde un lugar que desplaza o reubica a quienes suelen ser el centro. El patio de juego se reconfigura, la vulnerabilidad no nos deja apartadas, los diversos lugares de enunciación no miran exclusivamente hacia un solo espacio ni hacia unos únicos protagonistas. Las historias narradas permiten ampliar el significado de lo que supone un conflicto violento, de cómo este se entrelaza con los cuerpos, con las emociones, las sexualidades, las relaciones, tal como muestran algunos de los ejemplos que expongo en las siguientes líneas. Historias que se dan fuera de los espacios considerados “importantes”: las reuniones de trabajo, las conferencias, el escenario mediático o incluso el generado por la luz verde de una grabadora activada.

En muchas situaciones, lo no registrado en la grabadora es revelador para entender experiencias que amplían los significados del conflicto armado y de la violencia. Izaskun, antes de llegar a la cafetería en la que hemos quedado para hablar sobre su percepción del conflicto armado, me cuenta sobre su salud, de cómo vive su enfermedad que considera conectada con su prolongada e intensa militancia política. Cuando salimos de la cafetería comenta su relación con su pareja, años huidos y años presos, de cómo su relación se ha construido al pensar en el bienestar de ambos y al romper estereotipos victimizadores y desempoderadores que sitúan a las mujeres como sometidas a un hombre al que se le asigna una imagen heroica5. Otra entrevistada, Amaia, se asegura al terminar la entrevista de que lo que me interesa sean las experiencias en concreto como mujeres y entonces me revela algo de lo que hasta hace poco ella ha sido consciente: cómo la tortura que sufrió supuso una violencia extrema hacia su cuerpo, su placer y su sexualidad, la parte más íntima de sí. Entonces hablamos de que la tortura, en un sistema marcado por la dominación de los hombres sobre las mujeres, debería entenderse siempre como violencia sexual independientemente de las formas de tortura utilizadas.

En el día de mi despedida, tras tomar algo con la gente de uno de los grupos en los que he participado activamente durante meses, Marisa me lleva a casa. Es entonces cuando me comenta de pasada que tuvo que irse por varios años del País Vasco: no fue a causa del conflicto armado, sino por la violencia que sufría por parte de su marido. Una violencia que no mencionó en la entrevista. Antes de encender la grabadora, otra entrevistada, Cristina, está insegura sobre aportar algo a mi investigación. La misma sensación me transmiten Miren y Patricia. Consideran que ellas no han tenido las mismas vivencias que los “otros”, principalmente los hombres con quienes comparten espacios, porque esos otros han sido visibles en la política por medio de los partidos políticos y sus comentarios en las reuniones se apoyan en datos históricos, en leyes y en su “participación directa” en el conflicto.

Los espacios de conversación que se crean durante el proceso etnográfico permiten recuperar experiencias, afirmarlas y reflexionarlas, sin necesidad de fechas históricas o de citar renombrados autores como condición para ser escuchada. Días después de la entrevista, Cristina me manda un correo electrónico donde se disculpa por si su aporte fue un monólogo de poca utilidad, mientras que comenta que “hay muchísimas cosas que podría haberte dicho, muchas que se quedaron en el tintero y que, al no ser ya habituales, se olvidan”. Espacios múltiples de encuentro. Conversaciones desarrolladas en la casa de la entrevistada, en paseos por la calle o en el refugio de intimidad en que se puede tornar un automóvil. Espacios que desdibujan los límites de lo público y lo privado, donde la intimidad y la expresión toman distintas formas. Espacios para la política de la relación, donde la singularidad aparece en la interacción y, como afirma Cavarero, es “el único espacio que merece el nombre de política” (2014, 57).

La conversación, que es política y epistemológica, también se da en el espacio de la palabra escrita. La escritura de distintas autoras me ayuda al análisis y a encontrar la voz propia. El diario de Yoyes6 (Garmendia Lasa et al. 2009) me acompaña durante varias noches del trabajo de campo. Ella escribe sobre sus años en el exilio tras la salida de ETA, su experiencia universitaria en México, y allí comenta la necesidad de “encontrar un estilo sin negarme”, cuando navega a través de los tonos “fríos” requeridos en el lenguaje de su disciplina sociológica. El libro está garabateado en los márgenes con mis exclamaciones por la cercanía que encuentro en sus reflexiones y su modo de expresarlas. Me hace pensarme, entender los puntos en común en el marco del sistema de género. Tras el trabajo de campo, al retomar mi escritura de la tesis, la búsqueda de mi voz y de entender el proceso de investigación encuentra diálogo con los trabajos sobre metodología feminista. En su lectura, algunas palabras se me antojan meros caracteres tipográficos, mientras otras resuenan en mí y en esos momentos apunto el placer de esta relación:

La inspiración es tan bella, incluso cuando puede no llevar a nada más que a la expresión momentánea de mí misma. Inspirada por una autora, por unas líneas que conectan una autora con otra, que conectan con reflexiones de conversaciones con gente a la que he dado o doy ahora autoridad, y pongo a todas ellas en mi vida, en mi pensar, en mi búsqueda. (Reflexiones personales tras la lectura de Haraway 1995)

La etnografía, tanto en el campo como en la escritura, es similar al “tanteo en la oscuridad” al que se refiere María Lugones (2003) en la búsqueda de significados. Una práctica que ilumina y que Audre Lorde (1984) llama poesía, que nace de entender nuestros deseos, de reconocer y abrigar lo que sentimos y de expresarlo con la potencia transformadora de palabras no dichas de la creación. Chispas que nacen del encuentro, de las relaciones que se dan con las personas que forman parte de nuestro día a día en el campo y con aquellas con las que compartimos conversaciones en la universidad, en casa o en un centro comunitario. Las conversaciones se generan también a partir de lecturas que me ayudan a trazar genealogías de mujeres y feministas (por ejemplo, el trabajo de tantas antropólogas que descubro en el libro Women Writing Culture de Behar y Gordon [1995]). Como plantea Sara Ahmed “como feministas, necesitamos encontrar modos para no reproducir la gramática patriarcal” (2017, 4). En esa búsqueda, todas estas conversaciones llevan a descubrir diversos recorridos, quizás llenos de tropezones, con avances y retrocesos, atajos y desvíos, al practicar la política feminista en el caminar.

Reconocer y abrir el conflicto

Las relaciones que encontramos en el campo generan conflictos. Así mismo, la escritura está repleta de conflictos. En el desarrollo de las entrevistas cuestiono mi capacidad como investigadora en relación con ese tan idealizado concepto de la empatía (problematizado por distintas autoras como Hamilton [2008] y Cavarero [2014]), a veces por no sentirla, otras por sentir demasiada. Tomo notas en mi diario personal sobre situaciones en las que mi cuerpo me dice que me siento cómoda cuando escucho y estoy con algunas personas, mientras que con otras me agoto. Anoto los miedos que siento de caer enferma de nuevo porque me excedo en eventos, por la tensión que surge de decepcionar a aquellas personas que me abren sus espacios o porque mis contradicciones ideológicas me inestabilizan. Reconocer lo que siento, desde mi cuerpo, me da la oportunidad de analizar mis múltiples puntos de partida y mi relación con el campo, de poder comprender la parcialidad de lo que manejaré como “datos” y de las consecuentes reflexiones que ofreceré en mi tesis.

Judith Stacey (1991) plantea que el aspecto de explotación, que yo llamaría de extracción7, es inevitable en la etnografía, tanto en las relaciones en el campo como en la producción. Abrir este conflicto es importante y también lo es el de reconocer las relaciones de poder que se generan y que no siempre son unidireccionales, reconocer los privilegios que tenemos incorporados y cómo se pueden manifestar en las distintas etapas etnográficas. La reflexividad se ha convertido en parte esencial de la etnografía y de la literatura antropológica (ver Crang y Cook 1995; Gubrium y Krista 2013; Kondo 1990; Narayan 1993) y conecta con las críticas planteadas desde la crítica feminista sobre la construcción de conocimiento que son especialmente prominentes en las décadas de 1980 y 1990, cuando las etnógrafas se planteaban la escritura “de otro modo”, desde otro lugar, “en contra o incluso fuera de la verdad paternalista, de la razón, del deseo fálico” (Tedlock 1995, 275). Para Abu-Lughod (1990), Fonow y Cook (1991), Haraway (1995) o Harding (1987) la objetividad de un método científico distante y neutral es cuestionada y se aboga por explicitar la parcialidad y la posicionalidad. Abrir el conflicto como forma de hacerse responsable sobre lo que investigamos y cómo lo transmitimos, mostrar la duda y la contradicción: “el yo dividido y contradictorio es el que puede interrogar los posicionamentos y ser tenido como responsable” (Haraway 1995, 331).

Mi posición, ese lugar de enunciación, se entrelaza con lugares de privilegio, con distintas posiciones sociales que, como plantea Naples, “no se limitan a género, raza, etnia, clase, cultura o lugar de residencia” e influyen en nuestras preguntas de investigación, en la selección de grupos y personas entrevistadas, en cómo damos sentido a nuestra experiencia etnográfica y en cómo analizamos y mostramos los hallazgos en el proceso (2003, 197). ¿Por qué entre todos los datos recogidos selecciono unos y no otros? ¿Qué me mueve en esa mirada que recorre mis notas y las transcripciones de las entrevistas? ¿Cómo “traduzco” esas prácticas y visiones de la realidad? ¿Me apropio de ellas en el proceso de entenderlas y mostrarlas? En esa dificultad de no apropiación y de entendimiento, es importante poder detectar los filtros en mi relación que me sitúan con esas voces. Nuestra mirada está cargada de esas posiciones de poder, imbuida en determinados marcos de conocimiento. Es el reconocimiento de la “violencia implícita en nuestras prácticas visualizadoras” desde donde Haraway se pregunta: “¿con la sangre de quién se crearon mis ojos?” (1995, 330). La reflexividad feminista plantea que no solo se trata de criticar los marcos universales, coherentes, que silencian voces o producen la invisibilidad de ciertas personas, sino que podamos también ser “cómplices en reproducir nuestros propios (violentos) y limitadores marcos de conocimiento” (Eriksson y Stern 2016, 134).

No es fácil repensar las dimensiones de las relaciones de poder, y la apertura en el trabajo de campo puede dar pistas para estar más alerta cuando los conflictos se presentan y se acogen. El poder se performa y las múltiples capas de las posiciones sociales son complejas y están en tránsito. Las relaciones de poder varían según el contexto y dependen de los sujetos en interacción, el espacio en el que se da el encuentro y el contexto histórico y sociológico. El lugar que ocupo en relación a mi estatus económico no es el mismo en Brighton que el de mi reciente visita a Ciudad Bolívar en Bogotá. El color de mi piel tampoco es igual en esos dos territorios: en el inglés, mi tono de piel ligeramente tostado indica que provengo de un "sur” del que llegan cada vez más migrantes en un lugar que batalla por cerrar fronteras, mientras que en el territorio colombiano, mi piel muestra una blancura europea fácilmente asociable a una historia de colonialismo. El lugar donde crecí, que se inserta en una determinada estructura de Estado-nación, no tiene la misma relevancia cuando estoy en el País Vasco o en Londres.

En conversaciones durante el trabajo de campo, pude entender que mis privilegios son más grandes de lo que pensaba por haber nacido en Madrid, por ejemplo, el hecho de que se me haya permitido y facilitado el desarrollarme en mi lengua nativa. Por otro lado, la escritura de la etnografía la tengo que desarrollar en otra lengua, debido a estructuras de poder marcadas por la economía capitalista globalizada. Todos estos contextos, privilegios y opresiones, también juegan un papel diferente cuando se es mujer de una determinada área del mundo. Ser crítica con nuestra posición en todas estas múltiples capas y ser conscientes de los conflictos intrínsecos en las relaciones en que podamos ejercer una violencia sin reconocerla es parte de “ejercer una reflexividad genuina” que “no debería ser fácil. Ni cómodo” (Enloe 2016, 258).

Las relaciones en el campo y la alerta sobre la violencia que podemos ejercer sobre ellas continúan en la escritura, incluso con mayor fuerza. Stacey comenta que la “desigualdad, explotación e incluso traición son parte endémica de la etnografía” y señala que, más que el proceso etnográfico de campo, la etnografía publicada es la que representa una intervención en las vidas de esas personas con las que trabajamos (Stacey 1991, 114). Los conflictos están por tanto muy presentes en la fase de escritura y de publicación. Por un lado, por el vértigo que supone el exponernos a lo que escribimos y la inquietud respecto a las posibles reacciones de aquellas con quienes hemos establecido relación en el campo. Por otra parte, por el cuestionamiento sobre cómo escribir de un modo que respete y cuide a esas personas. Incluso cuando bajo el anonimato no sean reconocibles, me pregunto de qué modo las afectará sentirse en esas palabras que se hacen material difundible.

Alertas sin soluciones claras durante el aprendizaje y la experimentación constante que supone el estar en relación y en la etnografía en sí. Alertas que parten del reconocimiento del conflicto. En contextos como el de mi investigación (mal denominados como “post-conflicto”), el conflicto tiene connotaciones negativas porque su resolución se asocia con violencia. Sin embargo, el o los conflicto(s) son parte de la vida y de las relaciones humanas. En el análisis de procesos de paz y reconciliación, hay posturas que reafirman el valor del conflicto “como parte de la condición ontológica de la vida politica” (Little 2012, 67). El conflicto visto como creativo y transformador que modifica a quienes lo abren desde la escucha. Abrir los conflictos implica reconocer la vulnerabilidad y la imposibilidad de los cierres. Asumir el conflicto implica no acallarlo, ni curarlo, ni circunscribirlo, al contrario, se intentará “que quede abierto, circulante, practicable, no destructivo […] dejando así fuera de combate los fantasmas de una presunta, mortal omnipotencia que, en realidad, nadie posee” (Milán 1996, 10).

Vulnerabilidad como continuo

En los distintos momentos etnográficos, la vulnerabilidad aparece también como un continuo y como una potencia desde la cual reflexionar. Esta potencia me costó verla durante el trabajo de campo y aún me cuesta encontrarla en muchas ocasiones en las que se me torna como debilidad, incapacidad, escasez de valor. El valor hegemónico se asocia con planteamientos firmes y categóricos. En mis primeros momentos en asambleas de colectivos sociales, al juntarme con otras mujeres, nos planteamos que no queríamos que nos dominara o nos acobardara esa forma de debatir y nos quisimos dar “permiso” para contradecirnos, para desarrollar propuestas desde la apertura a otros planteamientos y no desde el temor al juicio que llegaría en la siguiente toma de palabra. Sin embargo, de vez en cuando se instalan en mí esas voces categóricas que criticaba. El sentirme desestabilizada durante el trabajo de campo me hacía sentirme poco competente, poco válida en mi posición política y como investigadora. En mi diario de campo incluyo anotaciones en este sentido:

Igual me está revolviendo todo más de lo que pienso. Aparte de mis inseguridades, de hoy leer el informe que he enviado y verlo como sin sustancia, el situarme en esto, mis contradicciones, […] escuchar a la otra parte y ver la importancia de esa parte... el revoltijo, mi propio desafío de no querer perder como yo pienso, pero a la vez querer entender lo otro... […] me remueve, y me desubica como yo, como el dónde me sitúo. Y pienso que la ideología política a veces se me va y que me desanclo. (Diario personal de campo, 27 de abril de 2017)

El campo está en nuestros cuerpos, no es un lugar del que se pueda salir y entrar, contrario a la noción “masculinista” que interpreta el campo como un espacio-tiempo de un “otro” que puede ser “instrumentalmente penetrado y evacuado” (Berry et al. 2017, 540). La dificultad de ruptura de mis propias percepciones dicotómicas y todo lo que eso me remueve, me hace preguntarme por los desajustes emocionales y efectos en las relaciones en el contexto que analizo. Empiezo a ser consciente de la vulnerabilidad transformada en potencia cuando leo a Behar (1996) y a Esteban (2016). Esa vulnerabilidad me ayuda a reflexionar sobre mi objeto de estudio a partir de esas contradicciones, lo que conecta con lo que se ha definido como “métodos vulnerables”:

[L]o que está en el corazón de los métodos vulnerables y la escritura vulnerable son las preguntas constantes sobre lo que inquieta, sobre las relaciones con lo desconocido y extraño, y sobre el borrado de las complejidades de la subjetividad cuando los individuos y los cuerpos y sus acciones no encajan o se adhieren a temas coherentes del conocimiento. Esta incertidumbre inestable del proceso de investigación, en lugar de excluir una mayor comprensión, proporciona espacio para nuevas formas de desconocimiento y continuos intentos de comprender las historias de los demás. (Page 2017, 20)

Intento entender la contestación en torno al proceso que se vive en el País Vasco y, en ese intentar entender, mi cuerpo se transforma también en lugar de contestación, de cruce de emociones y de conflicto. Mi cuerpo se incomoda cuando la otredad que analizo la siento incorporada: cuando percibo como una “otra” a quien me abre sus experiencias cuando la escucha vulnerable de sus vivencias me desplaza hacia marcos dicotómicos de lo que concibo como bueno/malo o justo/injusto y me enfrenta a reconocer violencias que había dejado de nombrar como tal, o cuando me preocupa que me consideren como una “otra” por las repercusiones que pueda tener en la entrevistada y en mí. Las incomodidades y los desplazamientos me enferman en distintas ocasiones, pero me plantean elementos de reflexión. Me pregunto cómo se puede dar la apertura a la otredad que permita el conocimiento de distintas violencias, qué motivaciones y obstáculos están presentes en esos encuentros y las formas inesperadas que estos adoptan. Indago sobre la dificultad de lidiar con desplazamientos identitarios cuando esas identidades se han forjado sobre determinadas conceptualizaciones y vivencias de violencia, y cuando el cuestionarse no es una opción sino que se percibe como una imposición. Reflexiono sobre las exclusiones que conlleva la temporalidad fija de un proceso de paz, mientras miedos e incomodidades continúan en los cuerpos que se ven aún marcados por la otredad.

Dejar la inmersión en el campo no significa que la vulnerabilidad llegue a su fin. Permanece en el análisis y en el proceso de escritura. Tal como plantean las académicas feministas, no existe un mapa que seguir cuando llevamos a cabo la investigación (Behar 1996, 35), no hay una ruta preexistente (Gunaratnam y Hamilton 2016, 5). En el viaje no hay un método correcto ni una única “metodología feminista” (Tickner 2005, 3). La incertidumbre que conlleva es parte de la vulnerabilidad de la investigadora. La distancia analítica requerida puede correr el riesgo de adoptar una posición de superioridad sobre aquellas personas cuyas vidas manejamos en la producción de la etnografía, cuando se teoriza desde la oficina académica sobre lo que las personas experimentan y sienten. El proceso analítico puede consistir en buscar (o incluso crear) la coherencia en las narrativas de esas vidas para cerrar la inquietud y dar mejores argumentos académicos. Sin embargo, las vidas nunca son coherentes, son contradictorias y fluidas. Hacer frente a las incertidumbres y a la vulnerabilidad durante y después del trabajo de campo es una fortaleza y un esfuerzo necesario cuando queremos desarrollar la reflexividad, la crítica y la responsabilidad en la construcción del conocimiento.

La vulnerabilidad en la escritura requiere manejar esa apertura e incertidumbre y lidiar con las inseguridades que aparecen al encontrarnos con las constricciones del lenguaje o de nuestro propio fluir. En el inicio de la escritura de este artículo, me planteo todo lo que querría expresar, el placer de tener un espacio en el cual pensar sobre la política del trabajo etnográfico. Pero llega el momento de traducir los sentimientos y las ideas en lenguaje escrito, en un lenguaje formalizado. Me enredo. Aparece la auto-exigencia, la inseguridad, las presiones de los tiempos. El placer se diluye e intento volverlo a encontrar. Descubrir ese erotismo del que hablaba Audre Lorde (1984), refiriéndose al placer que está más allá de la alcoba, el que encontramos en nuestro hacer cotidiano. La frustración incluso se convierte en placer como forma de reflexión, porque el acto de reflexionar, sobre todo cuando fluyo, sí me conecta con lo erótico. Pero llega la tensión del tiempo, de acabar pronto porque aún me queda mucho que escribir de la tesis, queda mucho por analizar de las notas de campo y las entrevistas. Debo entregar los capítulos pronto porque se me acaba la beca y surge el miedo a no tener más tiempo completo dedicado a la escritura; la tensión de la precariedad académica que me hace estar a la carrera en momentos que podría disfrutar. Fustigarme por ello, por no saber controlar estas emociones, por no saber derivar todo al placer… Reprocharme porque un día no duermo y no puedo producir al día siguiente. Cuestionarme el hecho de escribir de forma tan personal que no quiero que se transforme todo en reflexión sobre mí. Y no estoy usando la estructura formal de los párrafos. Aparto entonces estas líneas que me resultan tan solo un informal desahogo del contenido del artículo. Pero en los borradores finales lo recupero. Al releerlo, considero que puede ser un ejemplo de las tensiones que encontramos, de nuestra vulnerabilidad, y siento que en la expresión de las emociones se puede conectar con otras y generar reflexiones conjuntas que nos abren caminos de aprendizajes.

Aperturas transformadoras

Abrir los conflictos implica tomar responsabilidad en ellos y aprender a manejarlos sin violencia, se vuelve una forma de generar conocimiento y de desplazar la violencia. Son conflictos desde los que se nombran las violencias que se imponen a partir de aproximaciones metodológicas que ignoran, clasifican o se apropian de voces denominadas como “otras” y nos alertan sobre ello en nuestra práctica. Así mismo, es transformador el reconocimiento de que nuestros cuerpos son vulnerables y de que nuestro trabajo científico toma como punto de partida la vulnerabilidad. Implica desafiar una concepción del mundo basada en la construcción del individuo auto-suficiente, que solo tiene que cuidarse a sí mismo y sus preocupaciones están en el competir con otros a través de la fuerza y la violencia. Una falacia que se sostiene sobre la explotación de múltiples “otros” y “otras”: del no reconocimiento de quienes ejercen cuidados cotidianos, de la distribución geopolítica de la mano de obra y de la explotación de la naturaleza. Ser consciente de la vulnerabilidad desde el cuerpo, descentra el pensamiento imperante basado en la abstracción. Pensar y mirar desde lo corporal lleva a encontrar lenguajes fuera de las lógicas de opresión y de las categorías occidentales y a producir encuentros, comunidad y resistencias (Icaza y Vázquez 2016).

Al reconocer que el conflicto es inherente a la vida, se nos alerta sobre intentos de silenciamiento que pueden partir de prácticas violentas. No mostrar los conflictos que aparecen con otras personas o conmigo misma, como parte del trabajo de campo, puede mostrar que mi práctica investigadora tiene todo bajo control y volvería a reproducir la violencia epistemológica que desde el feminismo académico se ha denunciado. La violencia de la racionalidad moderna que impone una forma de mirada masculina como universal, desde la omnipotencia, el ocultamiento y bajo una supuesta objetividad. Frente a ello, la ciencia se convierte “en el modelo paradigmático no de lo cerrado, sino de lo que es contestable y contestado” (Haraway 1995, 338). Ciencia contestada por otras personas de la academia, también por quienes han sido parte del trabajo de campo, por quienes nos puedan leer en medios que resulten accesibles o puedan asistir a charlas o eventos en espacios más allá de las conferencias académicas, donde los conflictos puedan conversarse, crecer y mantener el conocimiento en circulación. La etnografía se entiende entonces como un proceso no encerrado en conclusiones grandilocuentes, sino abierto al encuentro, al conflicto y a la vulnerabilidad. Un proceso que, como la vida, es continuo y tiene aproximaciones o tanteos, que habla de fluidez y de la imposibilidad de cierres.

El planteamiento del conflicto y la vulnerabilidad en nuestros cuerpos también lleva a cuestionar el marco en el que se produce conocimiento desde la disciplina, el marco académico y la estructura económico-política en la que se inserta. La antropología, como apunta Behar (1996), se basa en la vulnerabilidad, a la vez que no es reconocida. Los métodos etnográficos impulsan a la investigadora a estar abierta a lo inesperado en su llegada al campo y valorar la incertidumbre como forma de recoger datos. Sin embargo, en la distancia antropológica requerida en el análisis, lo que se plantea es llegar a conclusiones, cerrar ese desasosiego de la duda, del “tanteo en la oscuridad”. El valor se ubica en generar argumentos que provoquen aplausos o en la aceptación de publicar en revistas bien situadas en el ranking académico.

Reconocer la vulnerabilidad como parte del proceso etnográfico abre a continuidades y a la incoherencia que son las vidas, al plantearse no tanto metas, sino lugares en los cuales detenerse a pensar en conversación. Una importante dificultad es lidiar con esa apertura cuando la materialidad de la revista o de la tesis impone un fin y cuando la estructura académica presiona hacia una forma de productividad donde las continuidades no tienen apenas cabida. Hay que producir, publicar, mostrar argumentos innovadores en el menor tiempo posible. Las conversaciones requieren tiempo y espacio, pero apenas los hay. Paneles en conferencias con cuatro o cinco personas, diez minutos cada una, apenas dos o tres preguntas y pasamos a otro panel, esto sin contar que se nos ha escapado otro interesante panel de los cinco que había en paralelo, con presentaciones que marcan una casilla más en el curriculum vitae. Es estar y producir en un espacio académico que ignora los cuerpos y con ello la vulnerabilidad (Icaza 2017).

Reconocer la vulnerabilidad está inevitablemente unido a pensar desde el cuerpo y las emociones. Nos lleva a plantearnos cómo generar redes de apoyo para cuidarnos y demandar lo que necesitamos para nuestro bienestar. El vértigo que nos provoca la apertura al conflicto, exponernos a no gustar, el cuestionarnos constantemente los cuidados en las relaciones que iniciamos en el campo. Todo es parte de la vulnerabilidad que provoca cansancio. Abrir conflictos agota. En ese proceso igual nuestros cuerpos se resienten y necesitamos apoyos que podemos encontrar en otras académicas, en sus textos o alrededor de una mesa, en las reuniones con directores y directoras de tesis o en los pasillos de las conferencias. Apoyo que llega a través de relaciones de amistad, familiares o de compañeras de piso. El apoyo en infraestructuras, en tener espacios de trabajo dignos donde desarrollarnos, un sostén económico y social que nos permita estar saludables, un sistema educativo no basado en el mercado y la productividad, una vivienda accesible. Apoyos necesarios y que deben ser reivindicados.

Al reflexionar desde el cuerpo sobre los tiempos y formatos impuestos por la productividad académica, nos hace cuestionar si las etnografías feministas son posibles en la academia, e incluso dentro de los modos de producción del sistema capitalista en que se insertan. La lógica de acumulación de capital es incompatible con la sostenibilidad de la vida, tal como plantea la propuesta de una “economía feminista de la ruptura” de Amaia Pérez Orozco (2014). Para esta autora, la constatación de este conflicto irresoluble “vuelve quimérico el intento de lograr la igualdad sin una transformación radical del sistema” (2014, 49). En esta misma línea, cabe plantearse si no es una quimera hacer política que queremos transformadora (y con ello una etnografía feminista) en un sistema donde la educación está mercantilizada, donde la investigación atiende a ritmos de productividad dentro de una estructura en la que el beneficio económico está en el centro y a los cuales están impregnados nuestros modos de investigación y de relación. La discusión sobre de qué modo no cometer violencia en nuestro trabajo, desde el deseo de aportar a la transformación social y responsabilizarnos sobre nuestras acciones, pasa también por remarcar la violencia que es parte del sistema académico y del marco capitalista y heteropatriarcal en que se inserta. Frente a ello, se abre el debate sobre cómo establecer las condiciones de posibilidad a las etnografías que querríamos realizar, disfrutar o experimentar a través del compartir reflexiones, de conversaciones múltiples, colectivas, subversivas.

El no cierre de una conclusión

La larga tradición de feministas que han puesto en el centro el cuerpo y la emoción, al romper la dicotomía cartesiana de razón/mente versus emoción/cuerpo, posibilita una exploración como la llevada a cabo en este artículo (Federici 2004; Fonow y Cook 2005; Lorde 1984; entre muchas otras). Una parte fundamental de lo que para mí significa el feminismo es esta expresión desde el cuerpo y las emociones, y el potencial que desde ahí surge para abrir conversaciones donde la duda, la vulnerabilidad, las inseguridades y las contradicciones se muestran y nos hacen entender y entendernos.

Mis inicios en una política feminista activa se vinculan con estos elementos. En los años de universidad, en el grupo de mujeres Meigas, me encontré con compañeras con las que podía reflexionar en conjunto desde nuestros sentimientos, desde las vivencias que pasaban por nuestros cuerpos y que entendimos que eran personales, pero también culturales, vinculadas al sistema de género que entonces aprendimos a conceptualizar y cuya crítica nos llevó a hacer lo que previamente entendíamos como problemas individuales, propuestas políticas. De niña, no socialicé jugando al fútbol en el centro del patio de recreo, sino que en esos bancos de los márgenes que miraban hacia un campo de juego, mis amigas (algún amigo) y yo nos imbuíamos en nuestras conversaciones y no prestábamos atención. Hablábamos sobre afectos y emociones, exponíamos y lidiábamos con conflictos. Se puede decir que fue un buen entrenamiento en aquello que la mirada patriarcal ha devaluado como cotilleo. Esta actividad, que numerosas autoras han puesto en valor, abre modos de acercarse al conocimiento generado en el día a día y permite poner atención a prácticas que suelen ser apartadas de la creación de conocimiento.

Al hablar del término “cotilleo” (en inglés gossip), Silvia Federici (2004) apunta a su significado original “amiga” y cómo es precisamente con la totalización del espacio público en la transición del feudalismo al capitalismo, cuando adquiere connotaciones negativas como parte de los numerosos mecanismos para acabar con el poder social de las mujeres. En sus escritos sobre el amor, bell hooks8 también reseña la importancia de este concepto como una práctica de interacción social entre mujeres, que rompe con roles de género en cuanto permite un tipo de expresión que puede decir aquello que no tiene por qué agradar al otro, que no pasa por la obligación de complacer (hooks 2000, 59-60). En el aprendizaje constante sobre cómo transformar las estructuras que nos violentan, la existencia de espacios como el generado por las editoras de este monográfico, me permite lanzar reflexiones que -como sentía en el grupo de mujeres o en los bancos del patio del colegio- puedan encontrar puntos de conexión con las emociones y pensamientos de otras, de quienes lean y se encuentren con estas palabras desde lugares seguramente inesperados.

Tras las reflexiones mostradas en este artículo, esta conclusión se me aparece contradictoria. Los cierres coherentes que compilan formalmente todo lo dicho, esos cierres en los que me han educado al aprender el lenguaje académico, no siento que puedan tener cabida aquí. He querido mostrar aperturas, chispazos que potencialmente inspiren a otros nuevos y quizás inimaginados, no el convencer o epatar con bellas y organizadas sentencias. Reflexiones que parten de mis experiencias y desde las conversaciones mantenidas y que puedan ser rebatidas desde críticas que no nos hundan sino que nos hagan crecer, desde cuestionamientos que llevan a esa transformación del cotidiano que para mí significa la política feminista. Reflexiones que anhelan encontrar continuidades más allá de mi escritorio de estudio. Reflexiones sin respuestas claras, desde los garabatos tachados y después recuperados, desde mis escrituras nocturnas que aliviaban algunas de las cargas emocionales del trabajo de campo, desde placeres y dolores anotados. Esas expresiones con las que mi voz se desarrolla de distintas formas han encontrado en este artículo el lugar de visibilidad. Una voz que puede parecer más segura en ciertos momentos o más confusa e inestable en otros, esa vulnerabilidad con la que se buscan apoyos y que evidencia nuestra interdependencia. Reflexiones en relación que desean enfatizar lo inacabado.

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Cómo citar este artículo: García González, Andrea. 2019. “Desde el conflicto: epistemología y política en las etnografías feministas”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 35: 3-21. https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.01

* Agradezco los comentarios al borrador de este artículo a dos mujeres que son inspiración y apoyo en el desarrollo de mi conocimiento y expresión: mi madre, Nahia González García, y mi co-directora de tesis, Carrie Hamilton. También agradezco la ayuda económica otorgada por Funds for Women Graduates, la cual me permitió continuar con la escritura de la tesis y cuya concesión reconoció la necesidad de prolongar el tiempo dedicado al trabajo de campo y la investigación académica cuando se tiene en cuenta el cuidado de las personas participantes y de la investigadora en el proceso.

1Todos los nombres que aparecen en el artículo son seudónimos.

2El contexto de desarrollo de la escritura de mi tesis tanto de máster como de doctorado me ha llevado a conocer fundamentalmente autoras que publican en inglés, la lengua que domina lo académico y que limita, marginaliza y coloniza el conocimiento (Pérez-Bustos 2017). Dificultades de acceso, junto a la falta de tiempo para abarcar más lecturas, han supuesto obstáculos que me gustaría poder superar en el desarrollo de la tesis y de algún modo hacerme responsable de ser parte de esta geopolítica del conocimiento.

3La marginalización y minusvaloración de ciertas voces en la producción de conocimiento no solo se aplica al cuerpo de las mujeres sino a todo lo femenino y feminizado que se considera como un “otro” inferior subordinado al orden masculino dominante para su legitimación, tal como afirman diversas teóricas feministas de corrientes decoloniales y postcoloniales como las apuntadas en el texto principal, así como algunos de los planteamientos ecofeministas (ver Gaard 2011, 26-53).

4El 17 de febrero de 2017 tengo una nota en mi diario de campo: “de nuevo cómo me alegro de entrevistar a mujeres, a las que parece que no saben, porque preguntan, indagan… no parecen las importantes… Tengo ganas de saber lo que piensan, su trayectoria, sus motivaciones… Y no de tanto chico, que todo el tiempo buscan intervenir, protagonizar, estar…”.

5El estereotipo de la mujer en prisión con una pareja, sometida y sin agencia fue repetidamente cuestionado por distintas mujeres durante mi trabajo de campo, mujeres que destacaban su elección en el acompañamiento y la importancia del diálogo y entendimiento mutuo en la relación.

6María Dolores González Katarain, Yoyes, fue líder de ETA a finales de la década de 1970. Fue asesinada por sus ex compañeros en 1986, lo que generó una gran polémica y fracturas en ETA y en su apoyo social. Una interesante lectura sobre este tema se encuentra en “The Death of Yoyes: Cultural Discourses of Gender and Politics in the Basque Country” (Aretxaga 1988).

7Alejandro Castillejo afirma que las metodologías tienen dimensiones políticas, en particular en contextos de guerra, y nombra como “extracción” las metodologías que pasan a ser “otra forma de extirpación de recursos”. La “lógica de la extracción” se relaciona con el sistema colonial “en la medida que se conecta con sistemas económicos de producción y reproducción de oportunidades, de riquezas, de una serie de mercancías” (Castillejo 2000, 55).

8La autora escribe su nombre en minúscula como una decisión que desplaza el foco de la autoría y lleva la atención a la obra, a sus ideas, más que a la personalidad de la escritora.

Recibido: 15 de Junio de 2018; Aprobado: 25 de Febrero de 2019

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