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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.35 Bogotá Jan./Apr. 2019

https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.04 

Paralelos

Evocando deseos y revolviendo malestares: la im-pertinencia de las emociones en mi trabajo etnográfico*

Evoking Desires and Stirring up Distress: The Im-Pertinence of Emotions in my Ethnographic Work

Evocando desejos e revirando mal-estares: a im-pertinência das emoções no meu trabalho etnográfico

Andrea García-Santesmases Fernández** 

** Doctora en Sociología y Máster en Investigación en Sociología por la Universitat de Barcelona, España. Licenciada en Antropología por la Universidad Complutense de Madrid y Licenciada en Sociología por la Universidad Carlos III de Madrid. Profesora del Departamento de Antropología Social y Cultural de la Universitat Autònoma de Barcelona, España e investigadora postdoctoral vinculada a un proyecto internacional adscrito a la Universitat Oberta de Catalunya, España. Entre sus últimas publicaciones están: (en coautoría con Nuria Vergés Bosch y Elisabet Almeda Samaranch) “From Alliance to Trust: Constructing Crip-Queer Intimacies”. Journal of Gender Studies 26 (3): 269-281, 2017; (en coautoría con Andrea y Miriam Arenas Conejo) “Playing Crip: the Politics of Disabled Artists' Performances in Spain”. Research in Drama Education: The Journal of Applied Theatre and Performance 22 (3): 345-351, 2017. agarcia_santesmases@uoc.edu


Resumen:

Objetivo/contexto:

Mi trabajo etnográfico ha girado alrededor del cuerpo y el deseo, su articulación y su reapropiación por parte de personas expulsadas de sus representaciones habituales. En este sentido, mi reflexión académica se ha centrado en abordar y analizar el cuerpo y el deseo de los otros, velando el mío propio. Sin embargo, la epistemología feminista hace ya décadas que critica la ciencia que pretende presentarse como objetiva y neutra, y nos interpela a producir un conocimiento situado, a afrontar la reflexividad y, en palabras de Haraway (1988), explicitar las objetividades encarnadas.

Metodología:

En este artículo aplico la propuesta metodológica de la antropología encarnada (Esteban 2004b) que me permite, a partir de dos pasajes etnográficos en los que mis emociones jugaron un papel fundamental, plantear tres áreas de reflexión en torno a la etnografía: la “construcción del campo de investigación”; las relaciones (de poder) establecidas; y la gestión de la ética, la intimidad y el conflicto.

Conclusiones:

El presentar trabajos académicos rigurosamente descorporeizados puede generar infiltraciones somáticas, inconscientes e incontrolables, en nuestras etnografías. Por el contrario, afrontar la influencia de las emociones en el campo, de los afectos, compromisos y conflictos que generamos, constituye una vía de humanización del saber experto, de desvelamientos de las formas de producción epistemológica y, por ello, de potenciación de las relaciones de horizontalidad y reciprocidad con nuestros interlocutores.

Originalidad:

El análisis del papel de las emociones en el campo de investigación permite, no solo constatar la subjetividad inherente a toda producción epistemológica, sino problematizar qué tipo de vinculaciones generamos en las etnografías contemporáneas en las que los “nativos” son nuestros vecinos con smartphone y 4G: lectores instantáneos de nuestros análisis, cómplices de nuestros deseos, testigos de nuestras faltas.

Palabras clave: antropología feminista; cuerpo; emociones; etnografía; reflexividad

Abstract:

Objective/Context:

My ethnographic work has revolved around the body and desire, its articulation, and its reappropriation by people expelled from their habitual representations. In this sense, my academic reflection has focused on addressing and analyzing the body and the desire of the others, watching over my own. However, feminist epistemology has, for decades, been criticizing the science that aims to present itself as objective and neutral, and challenges us to produce situated knowledge, to face reflexivity and, in the words of Haraway (1988), to explain embodied objectivities.

Methodology:

In this article, I apply the methodological proposal of embodied anthropology (Esteban 2004b) that allows me, from two ethnographic passages in which my emotions played a fundamental role, to pose three areas of reflection around ethnography: the "construction of the research field"; the established (power) relationships; and the management of ethics, privacy, and conflict.

Conclusions:

The presentation of rigorously disembodied academic works can generate somatic infiltrations, which are unconscious and uncontrollable, in our ethnographies. On the contrary, confronting the influence of emotions in the field, of the affects, commitments and conflicts that we generate, constitutes a way to humanize expert knowledge, disclosing forms of epistemological production and, therefore, empowering the relations of horizontality and reciprocity with our interlocutors.

Originality:

The analysis of the role of emotions in the field of research allows us not only to verify the inherent subjectivity of all epistemological production, but to problematize what kind of linkages we generate in contemporary ethnographies in which the "natives" are our neighbors with smartphone and 4G technology: instant readers of our analyses, accomplices of our desires, witnesses of our faults.

Keywords: Body; emotions; ethnography; feminist anthropology; reflexivity

Resumo:

Objetivo/contexto:

Meu trabalho etnográfico tem girado ao redor do corpo e do desejo, suas articulações e suas reapropriações em pessoas expulsadas de suas representações habituais. Neste sentido, minha reflexão acadêmica centrou-se em abordar e analisar o corpo e o desejo de os outros, velando o meu próprio. No entanto, há décadas a epistemologia feminista critica a ciência que pretende se apresentar como objetiva e neutra, e nos interpela a produzir um conhecimento situado, a enfrentar a reflexividade e, em palavras de Haraway (1988), explicitar as objetividades encarnadas.

Metodologia:

Neste artigo, aplico a proposta metodológica da antropologia encarnada (Esteban 2004b) que me permite propor três áreas de reflexão ao redor da etnografia, a partir de duas passagens etnográficos nas que minhas emoções tiveram um papel fundamental: a construção do campo de pesquisa, as relações (de poder) estabelecidas e o gerenciamento da ética, a intimidade e o conflito.

Conclusões:

O impacto emocional do que foi vivido e dos vínculos estabelecidos não podem ser obviados. Precisamente o querer velá-lo, o apresentar trabalhos acadêmicos rigorosamente descorporeizados, pode gerar infiltrações inconscientes e incontroláveis. Pelo contrário, apresentar trabalhos honestos e valentes, nos que abordemos a influência das emoções no campo, pode constituir uma via de humanização da figura do experiente e de construção de horizontalidade e reciprocidade na relação com nossos interlocutores, esses nativos tecnologizados.

Originalidade:

A análise do papel das emoções no campo da pesquisa permite não só constatar a subjetividade inerente a toda produção epistemológica, mas também problematizar que tipo de vinculações geramos nas etnografias contemporâneas nas que os “nativos” são nossos vizinhos com smartphone e 4G: leitores instantâneos de nossas análises, cúmplices de nossos desejos, testemunhas de nossas faltas.

Palavras-chave: antropologia feminista; corpo; emoções; etnografia; reflexividade

De la antropología del cuerpo al cuerpo de la antropóloga

Desde los trabajos clásicos de autores como Elias (1939 [1988]) o Mauss (1973), hasta las aproximaciones más contemporáneas de Esteban (2004a) o Le Breton (2011), la Antropología nos muestra el cuerpo como un terreno propio de la teoría social, configurado y mediado por significaciones culturales. Este abordaje nos permite entender cómo diferentes grupos sociales se rebelan contra categorizaciones que aluden a una diferencia biológica para justificar la desigualdad social. Son movimientos que no pretenden ocultar, superar o asimilar sus diferencias, por el contrario, buscan resignificarlas y convertirlas en elementos de reivindicación identitaria. Así ha ocurrido con las “alianzas tullido-transfeministas” españolas, proceso con el que se ha denominado a la confluencia entre el activismo de los mal llamados “discapacitados” (de aquí en adelante “personas con diversidad funcional”)1 y de lxs disidentes de género y sexualidad2.

Uno de los puntos paradigmáticos de articulación de estas alianzas ha sido el proceso de realización del proyecto documental Yes, We Fuck! (YWF) que buscaba visibilizar la sexualidad de/desde la diversidad funcional. Se componía de seis historias que mostraban imágenes explícitas de cuerpos no normativos, de personas, parejas e interacciones que escapaban a las concepciones habituales de belleza, deseo y práctica sexual y que se presentaban como sujetos deseantes y deseables. La mitad de las historias fueron coprotagonizadas por activistas y colectivos transfeministas de las ciudades de Barcelona y Madrid. Acompañé este proceso a través de una investigación etnográfica, a caballo entre la academia y el activismo, que constituyó el corpus de mi tesis doctoral.

El trabajo de campo, que duró un total de tres años, se basó en la observación participante y las entrevistas en profundidad de carácter semi-estructurado, así como el seguimiento y análisis del objeto de estudio en medios de comunicación y redes sociales. Mi punto de anclaje en el campo fue mi implicación en YWF, al participar en su diseño, elaboración y divulgación en redes sociales y encuentros presenciales. Dicho documental, y de forma más amplia y compleja el proceso de las “alianzas”, ha constituido un marco privilegiado para reflexionar en torno a mi pregunta de investigación: la producción de las categorías de género y (dis)capacidad en personas con diversidad funcional y sus posibilidades de subversión. A partir de los feminismos, la teoría queer y la teoría crip3, buscaba analizar cómo se articulan los parámetros capacitistas y heterosexistas de normativización corporal y las estrategias, discursos y prácticas que ponen en marcha para contestarlos las personas con diversidad funcional.

Sin embargo, la epistemología feminista hace ya décadas que critica la ciencia que pretende presentarse como objetiva y neutra, y nos interpela a producir un conocimiento situado, a afrontar la reflexividad y, en palabras de Haraway (1988), explicitar las objetividades encarnadas. En este artículo intentaré afrontar el desafío y someter la etnografía a este escrutinio. Hasta el momento, mi reflexión académica se ha centrado en abordar y analizar el cuerpo y el deseo de los otros, velando el mío propio. En mis textos hay una eliminación sistemática de mis experiencias corporales, de mis percepciones sensoriales, de mis vínculos personales y de mi implicación emocional en el campo. Mi cuerpo, recipiente cognoscente durante todo este proceso, ha sido intencionalmente soslayado en pro del rigor intelectual y la validación académica.

No obstante, si encarno el proceso de reflexividad con precisión y cierta valentía, puedo entrever cómo mis emociones han marcado mi acercamiento al campo, mi permanencia en él y mi relación con mis “informantes”, así como el abordaje teórico y metodológico del trabajo. Guío esta reflexión con la propuesta de “antropología encarnada” planteada por Mari Luz Esteban que aboga, justamente, por “explicitar la interconexión entre experiencia corporal propia y proceso de investigación en torno al cuerpo” (2004b, 1). Para ello, Esteban propone un ejercicio antropológico basado en dos dimensiones: la del análisis auto-etnográfico y la que propicia el concepto de embodiment, definido por la autora como “encarnación conflictual, interactiva y resistente de los ideales sociales y culturales” (2004b, 4).

En el presente artículo aplico esta propuesta metodológica de la antropología encarnada al análisis de dos pasajes etnográficos en los que mis emociones jugaron un papel fundamental, lo que me permite plantear tres áreas de reflexión en torno a la etnografía: la construcción del campo de investigación de acuerdo con las relaciones (de poder) establecidas y la gestión de la ética, la intimidad y el conflicto. Por último, comparto algunas conclusiones e intuiciones que me deja este proceso y que pueden contribuir al debate en torno a la (im)posibilidad de una etnografía feminista.

En las cocinas de la investigación

Me gustaría comenzar este artículo con la invitación a adentrarnos en las cocinas de la investigación, sirva esta metáfora para visualizar las directrices teóricas y metodológicas como recetario con el que cuenta la investigadora, cuya aplicación nunca es exacta (ni debe serlo). En primer lugar, utilizaré el primer pasaje etnográfico seleccionado para explicar mi “entrada” en el campo con el objetivo de problematizar esta noción, que se discutirá en el siguiente apartado. Posteriormente, abordaré cuestiones vinculadas con las relaciones de poder que se generan durante la investigación etnográfica y la (im)posibilidad de alterar estas posiciones. Por último, a partir del segundo pasaje etnográfico seleccionado, me ocuparé de las cuestiones éticas de la intimidad, la confidencialidad, el respeto y los afectos que se generan en el campo.

“Allá donde fueres, haz lo que vieres”: etnografiando el deseo

Instead of blocking out this wealth of sensory (and sensual) input, or relegate it to the private field journals, we might consider making room for our sensual responses in our work. (Altork 1995, 116)

En relación con el método etnográfico, Cunliffe y Alcadipani (2016) resaltan la importancia de visibilizar y problematizar el acceso al campo, el tránsito que este experimenta y lo que conllevan las negociaciones con los participantes. Por tanto, resulta fundamental afrontar un ejercicio de reflexividad que contextualice la investigación o, en palabras de Haraway (1988), que la sitúe. Al respecto, Carmen Gregorio Gil indica:

Ante el reconocimiento de la inexistencia de la neutralidad del “antropólogo como autor” se plantea la necesidad de contextualizar los datos que se producen durante la observación participante ofreciendo información sobre quién los produce -posición dentro de la estructura social- y con qué propósitos, así como la intersubjetividad y el diálogo en la construcción del “otro” como forma de compromiso político y ético. (2006, 31)

En consecuencia, en este apartado sitúo los factores contextuales y relacionales que marcaron mi vinculación con el campo de investigación a partir de un ejercicio de reflexividad que resulte sugerente y pertinente, que lidie con las tensiones que provocan la posibilidad de caer en el relato narcisista o la crónica auto-complaciente.

Los antecedentes a mi entrada en el “campo” fueron mis primeros años de activismo feminista en los que viví una efervescencia de lecturas, debates, talleres y otras experiencias que ponían (mi) género y (mi) cuerpo en el centro de la reflexión. La orientación sexual, los cánones corporales o la identidad de género eran temas recurrentes en las discusiones con mis compañeras y los abordábamos tanto en el plano teórico como en el experiencial a través de, por ejemplo, talleres de draq king, grupos de auto-conciencia no mixtos o acciones performativas en el espacio público. Fue en estos años cuando, gracias a una investigación para la que fui contratada, entré en contacto con el “mundo de la diversidad funcional”, es decir, con los discursos críticos promovidos por el Foro de Vida Independiente y Divertad (FVID) en España y a nivel teórico por los Critical Disability Studies y la teoría crip. También comencé a ser cada vez más seducida por la idea de que la “discapacidad”, de la misma forma que el sexo o la raza, no es una condición biológica incuestionable sino una construcción social que varía histórica y culturalmente y, por tanto, es susceptible de ser deconstruida.

Al mismo tiempo que me adentraba en ese universo teórico, lo hacía en el de la teoría queer y los feminismos contemporáneos y se me hacían cada vez más evidentes las analogías y más necesarias las alianzas. Las críticas a los cánones corporales me llevaban a reflexionar cuánto no eran más fuertes y estrictos con los cuerpos diversos funcionales y las discusiones sobre la violencia de género y sexual me conducían a pensar en su intersección con el capacitismo. Cuando varias de mis compañeras comenzaron a vincularse al transfeminismo y a hablar de teoría queer, yo comencé a plantearme ¿y cómo se articula este binarismo de género en relación a la diversidad funcional? ¿Qué significa ser un “hombre” o una “mujer” cuando no cumples con algunos de los roles de género constitutivos de dichas identidades? Si el género es, como diría Butler (1990 [2007]), eminentemente performativo y en su propia reiteración se producen indefectiblemente errores, ¿qué relación tiene la diversidad funcional con la constatación efectiva de dichas disrupciones de género? Estas fueron preguntas que me acecharon durante tiempo y que recogí en diferentes trabajos académicos, para los cuales utilicé técnicas de investigación como los cuestionarios, las entrevistas semi-estructuradas, el análisis documental y las narrativas personales.

No obstante, mi tesis doctoral me condujo por otros derroteros en los que se desdibujan la distancia investigadora-informantes, puesto que tuve que enfrentarme a las aristas de la etnografía y a las vicisitudes de la observación participante. Todo comenzó con mi implicación en el documental YWF a petición de uno de sus directores, activista de referencia del FVID. Nos habíamos conocido años atrás cuando realizaba mi primera incursión profesional en el mundo de la diversidad funcional y desde entonces habíamos compartido charlas, proyectos y reflexiones. Su colaboración en mi tesis de máster (“El cuerpo en disputa: cuestionamientos a la identidad de género desde la diversidad funcional”, 2013) fue fundamental para poder llevar a cabo la investigación: él es el “informante clave” al que aludo, quien me ayudó no solo a lograr que algunas personas compartieran sus historias conmigo, sino también a validar el guion, revisarlo y discutir los resultados. Yo a cambio lo bombardeaba con teoría feminista, enfatizaba en los paralelismos y en las potenciales alianzas que existían con las perspectivas críticas en torno a la diversidad funcional. Quizá por ello, cuando decidió aventurarse a hacer un documental sobre “sexo y diversidad funcional”, quiso sumarme al proyecto.

YWF aborda esta temática con una perspectiva transgresora que busca desestabilizar el sentido común, al promover referentes positivos y discursos críticos. Nuestra idea inicial no era hacer un documental con temática queer, romper el tabú en torno a la sexualidad de las personas con diversidad funcional nos parecía un desafío suficiente. Pero el proceso de grabación generó una serie de conexiones, relaciones, sintonías y sinergias que adquirieron entidad propia. Es lo que se ha (auto)denominado “alianzas tullido-transfeministas”. El documental, que en cierta forma las originó, terminó acompañándolas y reflejando algunos de sus hitos. La primera historia la grabamos en abril de 2013, se trataba de un taller de postporno y diversidad funcional dinamizado por el colectivo Post-Op. Acudí como integrante de YWF, como ayudante de grabación específicamente, no como participante. Sin embargo, ese tipo de encuentro no admitía miradas ajenas, fueran cinematográficas, académicas o simplemente curiosas.

Por la mañana, las talleristas nos dieron una charla teórica en la que nos explicaron el postporno4 como forma de auto-representación de corporalidades y prácticas disidentes, que escapan y cuestionan la pornografía mainstream. En este sentido, enfatizaron su apuesta por prácticas sexuales alternativas no coitocéntricas ni heterocéntricas como el BDSM o el eco-sex. La mitad de las participantes estaban familiarizadas con este discurso y con su puesta en práctica, pero la otra mitad (las personas con diversidad funcional y yo misma) nos movíamos entre la curiosidad, la sorpresa, la incredulidad y el temor. Conscientes de nuestros miedos e inseguridades, las talleristas enfatizaron la importancia de tener el consentimiento en todo momento y de no verse forzado a participar en ningún tipo de interacción. De facto, el taller discurrió por derroteros muy diferentes para las distintas personas implicadas.

La parte práctica comenzó con ejercicios de concentración, relajación y contacto corporal, similares a los que realizaba habitualmente en mis clases de teatro. Yo estaba tumbada al lado de un chico desconocido, que no tenía diversidad funcional (visible), ni parecía identificarse dentro del espectro queer. A pesar de que se trataba de un espacio “liberado de roles de género”, en el que no debían presuponerse identificaciones en este sentido, yo veía y sentía un cuerpo masculino desconocido y anticipé la incomodidad que me podía suscitar un contacto corporal no deseado con él. Intenté disimular esa tensión al cambiarme de lugar. Me sumé a un grupo en el que también había hombres presumiblemente cis y heterosexuales, pero cuya diversidad funcional atenuaba mi sensación de vulnerabilidad y posible incomodidad ante un potencial contacto corporal no deseado. Además, todos éramos vírgenes en esto del postporno y cautelosos en nuestros acercamientos. De hecho, una de las talleristas se sumó a nuestro grupo para animarnos a quitarnos algo de ropa, acariciarnos superficialmente y probar juguetes y artefactos. Al poco, el pudor y el recato fueron sustituidos por las risas y las miradas cómplices. Cuando el taller se dio por finalizado, recién me había decidido a probar unas cuerdas de bondage.

Al recurrir a un lenguaje antropológico, este taller constituyó el “rito de paso” (Turner 1988) que posibilitó mi vinculación al campo, puesto que construyó un “nosotros” temporal y precario, pero compartido más allá de las definiciones identitarias previas. Si bien la mayoría no habíamos mantenido un contacto corporal que pudiera ser catalogado como “sexual” (en el sentido más heteronormativo del término), sí sentíamos haber compartido una experiencia erótica significativa, tanto a nivel personal como político. Al día siguiente, uno de los participantes escribió: “la experiencia es potente, política, radical, liberadora, educativa y me voy con esa sensación de haber puesto en práctica lo que tantas veces he pensado, una libertad más allá de clichés, más allá del sexo encorsetado que tenemos aprendido”. Este sentimiento de excepcionalidad se solidificó como contrapeso a las críticas externas recibidas que, al ver las imágenes en redes sociales, lo calificaron de “orgía” e hicieron comentarios ofensivos o jocosos.

Cuando fui capaz de extrañarme temporalmente de lo que vivía y discernir su potencial, me di cuenta de que tenía una posición privilegiada para documentarlo y analizarlo. Se trataba de un proceso colectivo y vivo que para ser analizado, requería de inmersión en el campo, de presencia y permanencia en los espacios clave, de interacción continua y cotidiana con sus protagonistas. Precisaba de observación participante, así que reformulé mi proyecto de tesis y planteé una investigación etnográfica. Recuperé las notas desordenadas que había tomado por interés personal en los primeros encuentros y las organicé y sistematicé de forma que pude trazar una genealogía de eventos y relaciones. Comencé a hacer registros constantes de las actividades en las que participaba, a presentarme (también) como investigadora en el campo y a realizar las primeras entrevistas con las personas implicadas.

De esta forma, fue una experiencia personal (activista) la que marcó el comienzo de lo que sería mi investigación doctoral. La sorpresa, la excitación y el temor fueron las emociones que actuaron como vías cognoscentes para refinar la hipótesis sobre la construcción del género y la sexualidad en/sobre la diversidad funcional. Por un lado, las diferentes interacciones que establecí con los varones del taller me permitieron corroborar las ideas que en ese momento trabajaba en torno a la desgenerización de las personas con diversidad funcional y, concretamente, la feminización simbólica que afecta a los varones del colectivo (García-Santesmases 2015). Por otro, si los cuerpos por lo que hasta ese momento había sentido una curiosidad más bien morbosa, cuando no lástima o rechazo (emociones todas ellas vergonzantes), podían colarse en mi imaginario erótico, veía validada la hipótesis teórica y la apuesta política de considerar el deseo como algo construido, que varía y que puede transformarse. Y así lo planteé en mi tesis. No obstante, esta experiencia no me condujo solo a pensar y replantear el deseo sobre los otros, también el mío propio y querer explorarlo y ampliarlo. Como explica Morton en la obra de referencia Taboo, Sex, Identity and Erotic Subjectivity in Anthropological Fieldwork: “In knowing the Other we come to know ourselves” (1995, 177). Sin embargo, este ímpetu que contribuyó significativamente a vincularme a eso que llamamos “campo” quedó velado en mi trabajo académico.

“¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?” En un campo al que (no) pertenezco

¿Cómo hablar de una experiencia sin contarla, sin decir lo que se ha vivido? ¿Y cómo proponer un método de investigación a partir de una aventura personal? Se silencia, pues, la propia práctica, y el método deviene en cuestión técnica. (Caratini 2013, 35)

En relación con la observación participante, establezco el comienzo de la etnografía en el momento en que empieza YWF (finales de 2012), a pesar de que mi primer registro oficial es de finales de 2013. Transcurre, por tanto, casi un año entre mi acceso al campo y mi concepción del mismo como tal. En este sentido, me gustaría problematizar la noción de “acceso al campo” en las etnografías contemporáneas, especialmente en aquellas que se producen en espacios activistas o de implicación personal, ya que supone utilizar una figura retórica con un deje colonial, que remite a la idea de “llegada” o de “descubrimiento”. Más que “acceder” a un espacio cerrado, lo que hacemos es construir un “campo” de manera teórica (y en cierta forma artificiosa), un lugar-proceso-problema al cual acompañar, analizar y vincularnos. De hecho, la presunción de que el trabajo de campo antropológico se basa en la elección de un lugar físico concreto, y la permanencia del investigador en el mismo, ya fue cuestionada por Geertz en el decenio de 1970:

El lugar de estudio no es el objeto de estudio. Los antropólogos no estudian aldeas (tribus, pueblos, vecindarios [...]); estudian en aldeas […] en localidades confinadas se pueden estudiar mejor algunas cosas, por ejemplo, lo que el dominio colonial afecta a marcos establecidos de expectativa moral. Pero esto no significa que sea el lugar lo que uno estudia. (Geertz 1987, 33)

Por tanto, más que “acceder”, construyo como campo un proceso del que participo y que ya registraba informalmente. Tengo multitud de notas y reflexiones escritas de ese periodo inicial, cuando se me conocía como “la chica del cuaderno” (apodo que evolucionó cuando conseguí mi tablet con teclado incorporado), y una recopilación del material público con relación a mi objeto de investigación que activistas y colectivos generaron durante esa época. ¿Puede decirse que ese cuaderno era ya un “diario de campo”? Geertz, en su conocida obra El antropólogo como autor (1989), explica que el propio acto de escribir notas que registran la experiencia en el campo constituye una mediación entre lo vivido y lo analizado. Bernard (2006), por su parte, defiende que precisamente las notas son la gran diferencia entre la experiencia de campo y el trabajo de campo.

En relación con el carácter de la observación, Jociles afirma que no hay una diferencia radical entre la observación participante y la ordinaria, sino que su distinción radica en que tienen “propósitos divergentes, que son de investigación sociocultural en la observación participante y no así en la observación ordinaria” (1999, 19). La diferencia entre ambas vendría marcada por esa “mirada antropológica” que define la autora y que sería propia de las personas que nos hemos formado en esta disciplina. Se trataría de esa posición de “extrañamiento” que me acompañó durante todo el proceso y que me permitió transitar entre la vivencia y la reflexión antropológica.

La observación participante abarcó un periodo de tres años (2013-2016). Fue desarrollada principalmente en Barcelona, pero también se registraron eventos claves acontecidos en otras ciudades como Madrid, Zaragoza o Laussanne (Suiza). Los registros refieren actividades muy diferentes entre sí (encuentros, reuniones, jornadas, conferencias, talleres, fiestas, cine-fórums, presentaciones del documental, asambleas, entre otros), en las que también mi grado de participación varió enormemente, desde la promoción de la actividad hasta la mera asistencia.

A este respecto, hay que tener en cuenta que se trata de un objeto de estudio escurridizo, aun si hubiera querido circunscribirme a las actividades en que YWF tuviera un rol protagonista, estas no siguen un esquema predeterminado, puesto que varían por caminos tan dispares como un taller postporno, una conferencia universitaria, una charla en un centro social okupado, una reunión por Skype o un encuentro informal con una familia que duda si permitir a su hija con parálisis cerebral aparecer en el documental. En total completé 73 hojas de registro que posteriormente organicé alrededor de cinco categorías analíticas emergentes (discapacidad, crip, queer, crip-queer, y diversidad funcional-feminismo). La observación participante también incluyó el espacio virtual, la forma en que las redes sociales y los medios de comunicación documentaban la temática, con especial interés por los elementos como la enmarcación discursiva y la construcción identitaria de los colectivos concernidos. La fluidez entre el espacio online y offline es fundamental en los activismos de hoy en día, más aún en el caso de la diversidad funcional ya que el espacio virtual ha jugado un papel histórico de promoción de la participación social. Organicé la información a partir de tres ejes: fecha (de forma que pudiera trazar una cronología de los acontecimientos), formato (para poder diferenciar entre eventos, proyectos y documentos textuales/visuales/sonoros) y contenido (organizado con base en las cinco categorías analíticas definidas anteriormente).

Sin embargo, para entender mi vinculación con el campo, no puedo ceñirme a situar y explicitar este periodo de observación participante sistemática, es imprescindible contextualizar mi posición previa y los vínculos que ya mantenía con algunas de las personas implicadas. En el caso de la diversidad funcional, yo ya era parte del FVID y conocía a muchos de sus miembros, además, había entrevistado a varios de ellos en investigaciones previas por lo que tenía una relación también académica con el campo. En relación con el movimiento queer, como activista feminista tengo una afinidad personal y política con los movimientos de disidencia sexual con los que habíamos colaborado en diferentes ocasiones (no exentas de ciertas tensiones) durante mis años de militancia en Madrid.

No obstante, en Barcelona llegué a estos espacios de la mano de YWF por lo que quedé ubicada dentro del espectro “tullido” de las alianzas, a pesar de no tener una condición física que pudiera ser categorizada de “discapacidad”. Esta posición paradójica y ambigua marcó mi situación en el campo y los vínculos y relaciones que establecí durante esos años y que mantengo a día de hoy, así como la información y espacios a los que pude acceder. Según la terminología de Turner (1988), me encontré en una posición liminal, frágil, vulnerable. A pesar de las experiencias compartidas (como el taller postporno señalado), ni mi apariencia ni mi funcionalidad me identificaban claramente con ninguna de las identidades colectivas aludidas, por lo que mi presencia podía resultar incómoda, cuando no sospechosa, para las personas que no me conocían (y para algunas que me conocían). Como explican Daich y Sirimarco, la disciplina antropológica parece seguir conectada con su pasado colonial y remitir al “poder examinador, al escrutinio, a la auditoria y hasta al espionaje” (2009, 16). A la hora de acceder a un espacio queer o queer-crip, estar acompañada me permitía validar mi presencia, pero generaba una dependencia hacia determinados vínculos personales e interfería con mi sentimiento de comodidad en esos espacios.

Mi sensación era diferente en el mundo de la diversidad funcional, ya fuera en los eventos relacionados con el tradicional “asociacionismo de la discapacidad”, como en aquellos más críticos relacionados con la vida independiente. En estos espacios, también era claro que yo “no pertenecía”, ya que a priori la definición del nosotros venía marcada por la etiqueta “discapacitados” en el primer caso, “diversos” en el segundo. No obstante, esta demarcación no construye una frontera rígida u hostil para el foráneo. Se trata de contextos en que la construcción identitaria raramente se establece alrededor del orgullo de la diferencia y/o la reivindicación de espacios “no-mixtos”, en el que es habitual, y muchas veces necesaria, la presencia de personas sin diversidad funcional. De hecho, el propio FVID no es un espacio exclusivo para “personas con diversidad funcional” ya que se entiende que hay aliados clave que deben poder estar presentes (como familiares de menores o asistentes personales comprometidos). En este sentido, en las entrevistas a activistas con diversidad funcional era recurrente la crítica a la “despolitización” de su propio movimiento en comparación con lo queer, a lo que se le atribuía una identidad más sólida y combativa (García-Santesmases, Vergés Bosch y Almeda Samaranch 2017).

Por último, es importante recalcar que la relación con el campo y con las personas inmersas en él no puede entenderse desde una perspectiva unidimensional, como si una única variable pudiera ser explicativa. A propósito de mi trabajo del máster, para el que realicé itinerarios corporales con personas con lesión medular, me pregunté “¿quién soy ya para mis informantes?” y “¿quiénes son ellos/as para mí?” Un análisis interseccional me permitió intuir que la dis/capacidad no era el único elemento de (des)unión, sino que había tres variables que habían marcado el curso de nuestra relación: el género, la ideología política y el estigma (García-Santesmases 2014).

No obstante, en el espacio público, era nuestra categorización como persona “con” o “sin” diversidad funcional la que nos adjudicaba determinado rol. Cuando me encontraba acompañada de alguien que precisaba de apoyos generalizados, era habitual que fuera leída y situada como la cuidadora, bien profesional (enfermera, asistente personal), bien familiar (hermana, hija). Estas presunciones por parte de personas conocidas y desconocidas resultaban incómodas, cuando no dolorosas, porque nos ponían de manifiesto la ininteligibilidad de cualquier otro vínculo que pudiéramos establecer. Además eran suposiciones que parecían requerir certificación, de forma que en repetidas ocasiones y acompañada por personas diferentes, me vi confrontada por desconocidos (sobre todo camareros y dependientes de tiendas) que querían validar su hipótesis en torno al tipo de vinculación que manteníamos. Los cuerpos diversos funcionales se constituyen como una “propiedad pública” en la que es habitual que “the total stranger or slight acquaintance coming up and asking us the most intimate things about our lives” (Morris 1997, 29). En este caso, tal y como teoriza Goffman (2010) en relación con el estigma, este no se restringe a la persona estigmatizada, sino que en ocasiones la condición de "desacreditable" se extiende a su entorno.

“Dime con quién andas y te diré qué escribes”. Palabras, entre-vistas

El etnógrafo crítico nuevo y más reflexivo explora la intensa interacción entre el yo - el otro que, en general, marca el trabajo de campo y media la producción de las narrativas etnográficas. (Denzin y Lincon 2012)

Realicé las entrevistas en el último año y medio en el campo, cuando conocía bien el contexto y tenía cierta confianza con la mayor parte de las personas entrevistadas. Mi elección de informantes no respondió a variables de muestra clásicas, sino precisamente a este conocimiento y a mi valoración subjetiva de cuáles eran los eventos relevantes, quiénes se habían implicado, en qué medida y desde qué perspectiva. Se trata de una “muestra dirigida” mediante un “procedimiento de selección informal” (Hernández et al. 2006, 564) guiado por los criterios de la persona que investiga. El único criterio objetivable de selección de la muestra fue la variable “activismo”: la categoría crip aludía a aquellas personas normalmente con diversidad funcional y afines al activismo de vida independiente, mientras que queer refería a activistas en espacios relacionados con la disidencia sexual y/o de género que habían tenido relación con las alianzas. En total realicé treinta entrevistas, quince a cada colectivo.

Sin embargo, esta diferenciación tenía también algo de subjetivo, había determinadas personas que hubieran podido entrar en cualquiera de las categorías y otras que “transitaron” durante el proceso. Por ejemplo, una parte significativa de las activistas queer entrevistadas había tenido (o tenían en el momento de la entrevista) un contacto laboral con el mundo de la diversidad funcional (asistentes personales, cuidadores, educadores, monitores) y un posicionamiento político afín a la vida independiente. Durante el proceso de las alianzas, esta cifra aumentó exponencialmente, sobre todo en relación al número de asistentes personales y asistentes sexuales5. De la misma forma, había algunas personas con diversidad funcional que se consideraban feministas y tenían prácticas de género y sexuales que podían catalogarse como queer. Su número también aumentó según se gestaba este proceso de las alianzas que precisamente buscaba desdibujar las trincheras identitarias.

Por último, no está de más señalar el criterio de afinidad personal que subyace a toda selección de muestra realizada entre personas conocidas, mediado tanto por la posibilidad efectiva de acceder a determinados testimonios, como por la emoción que suscita en la investigadora la proyección de ese encuentro. Kate Altork lo explicita en relación con los deseos latentes en su campo de investigación:

I ask this man if he will let me interview him about firefighting. When he says he’d like that and gives me the directions to his place for us to meet, I find myself moving swiftly in two directions. One of them plans a list of fieldwork questions. But the other one… the other one fantasizes. (1995, 114)

La mayoría de las entrevistas fueron realizadas de manera presencial, en espacios tranquilos y confortables elegidos por las personas entrevistadas. En el caso de las activistas con diversidad funcional había cierta preferencia por el espacio doméstico, como ya había notado en investigaciones anteriores. La primera vez que un informante (masculino) desconocido me propuso realizar la entrevista en su casa, me produjo cierta incomodidad. No obstante, según avancé en distintas investigaciones, entendí que esa preferencia se basaba en que constituyen espacios que les permiten mayor libertad de movimiento y habitualmente de horario, ya que no dependen de transportes adaptados ni de terceras personas para asegurarse el acceso. En el caso de las personas queer, el lugar preferido eran espacios públicos, normalmente relacionados con el activismo. Solo una de las entrevistadas me convocó en su espacio doméstico.

Las entrevistas normalmente duraban una hora y eran grabadas en audio. Según conducía las primeras y hacía las transcripciones literales, pude hacer un primer análisis de validación del guion, refinar las preguntas, detectar elementos recurrentes y profundizar en las temáticas más interesantes. De esta forma, codifiqué la información en función de las categorías que emergían a raíz de los datos obtenidos (Esterberg 2002). Mi objetivo era generar un diálogo, un análisis conjunto sobre el proceso que vivíamos. Por ello, ofrecí a mis interlocutores enviarles las preguntas con antelación para eliminar la tensión que algunos experimentaban en relación a su contenido, el cual pronosticaban que podía ser “difícil” y requerían reflexión previa.

Otra estrategia que puse en marcha en este sentido fue plantearles, una vez finalizaba oficialmente la entrevista, que me preguntaran “lo que quisieran”6, en un intento por visibilizar “el juego de las dinámicas de poder que intervienen en el proceso”, al que alude Biglia (2007) y, en cierta forma, trastocarlo. Si bien mi propuesta solía generar más extrañeza que interés, sí que hubo ocasiones en que resultó exitosa: me plantearon cuestiones que me hicieron pensar y exponerme. Cuando me devolvían las preguntas más teóricas de mi guion, experimenté la incomodidad de sentirme examinada y bajo la expectativa de una teorización compleja y acertada. Cuando se trataba de preguntas que aludían a mi opinión y valoración del proceso compartido, sentía el placer de verme reconocida como interlocutora, pero me incomodaba la presión de responder algo “políticamente correcto” en términos activistas. En una ocasión, la pregunta, guiada por la curiosidad y cierto morbo, aludía a mi experiencia íntima en el campo. Ahí percibí que, entre personas conocidas, este tipo de preguntas parten de una supuesta libertad en las respuestas que resulta artificiosa ya que se encuentra constreñida por la información personal compartida de antemano.

Según terminaba de transcribir las entrevistas, se las iba enviado a mis interlocutores. Se había pactado previamente que ellos podían modificar el texto, añadir, precisar o eliminar información. Este pacto permitió que las entrevistas transcurrieran en un ambiente tranquilo y distendido, en que las personas entrevistadas no tenían que estar pendientes o vigilantes de la manera en que decían las cosas (o de qué cosas decían) ya que sabían que posteriormente podrían matizar su discurso. Esta perspectiva busca potenciar la construcción de relaciones colaborativas, de mayor horizontalidad en la producción del conocimiento, en línea con la propuesta de las producciones narrativas de Balasch y Montenegro (2003). No obstante, la parte en que “ellxs me devolvían la pregunta” no aparecía transcrita, ya que la realizaba una vez había finalizado formalmente la entrevista y había apagado la grabadora. Una vez consensuábamos el texto final, les solicitaba el consentimiento para su uso y divulgación. En la mayoría de los casos optaron por rechazar el pseudónimo o el anonimato de sus narrativas, en parte movidos por el orgullo (o el querer mostrar “yo no me avergüenzo de nada de lo que hago”) y, en los casos de las personas más politizadas, como una forma de visibilizar sus contribuciones y poner en valor su experticia.

En relación con las estrategias mencionadas que puse en marcha en pro de una generación y gestión de la información más horizontal, considero pertinente señalar que resultaron más exitosas con las personas queer que con las crip. Las primeras fueron más proclives a pedir las preguntas por adelantado y revisar sus transcripciones, las cuales modificaron con frecuencia, con el objetivo de aclarar información y, en ocasiones, matizarla. Creo que esto se debe a que el colectivo queer tiene una posición más crítica frente a las investigaciones académicas, generada por el temor a la apropiación de sus discursos, su despolitización o la utilización de la información sin una retribución posterior7. Por su parte, las personas con diversidad funcional no se mostraron tan preocupadas por el contenido u objetivo de la entrevista ni por su posterior concreción. Esta mayor “despreocupación” pudo verse influida también por mi posición en el campo, leída como una persona de confianza e ideológicamente afín a sus intereses. De hecho, me dio la sensación de que en las ocasiones en que revisaron sus textos, lo hicieron casi como una obligación para conmigo. Esto me lleva a plantear(me) la necesidad de que la reciprocidad con nuestros interlocutores y la devolución de la información se basen en fórmulas flexibles, adecuadas a los diferentes contextos y, sobre todo, que resulten de interés y utilidad para sus protagonistas.

“Cuadernitos en reunión son de mala educación”. Ética e intimidad en el campo

The greater the intimacy -the greater the apparent mutuality of the researcher/researched mutuality relationship- the greater is the danger. (Stacey 1988, 24)

En una investigación como la señalada, la cuestión ética pasea por terrenos pantanosos cuando la relación con el campo no se limita temporalmente a encuentros puntuales y acotados, sino que excede los límites de la implicación académica. La información recogida durante este tiempo es delicada y fue sujeta a diferentes pactos de confidencialidad y divulgación, más o menos preestablecidos. Hay registros que corresponden a actividades (conferencias o jornadas) en las que no precisaba presentarme como investigadora, puesto que la información obtenida era de carácter público y muchas veces se registraba y compartía por la propia organización del evento. Sin embargo, existieron otras (talleres o asambleas) donde la situación era más ambigua aun cuando yo tomara notas explícitas (y la mayoría de las personas supieran de mi “doble rol” activista/investigadora).

Hubo un encuentro activista especialmente significativo en este sentido. Un sábado por la mañana fuimos convocados un grupo reducido de personas para discutir un tema concreto. Tres teníamos una vinculación académica: una era profesora universitaria, otro era investigador postdoctoral y yo estaba realizando el doctorado. Cuando llegamos, las convocantes advirtieron que “estaban prohibidos los cuadernos” y “también los antropólogos” (a pesar de que no todos éramos de esa disciplina), nos habían invitado para compartir nuestras vivencias y “no para tomar notas”. Esta imposición, que posteriormente originaría múltiples bromas dentro del grupo, puso de manifiesto una tensión que hasta ese momento no había sido explicitada: la de personas cercanas que se sentían incómodas, a pesar de apoyar nuestras investigaciones y de confiar en la ética de las mismas, porque como explican Daich y Sirimarco “anotar puede asemejarse, en ciertos casos, a construir un panóptico desde el papel” (2009, 15). Nuestra presencia desdibujaba las fronteras activismo/investigación, público/privado, personal/político y ponía en riesgo la lógica del secreto que aúna a toda comunidad. En consecuencia, nos exigían posicionarnos en uno de los lados, como si cerrar los cuadernos permitiera sellar el espacio y descontaminarlo.

Sin embargo, por más que “no tomamos notas” de determinadas situaciones (es decir, no transcribimos todo el evento ni lo contabilizamos en nuestras hojas de registro por respeto a los informantes y compromiso con la ética en el campo), la vivencia de estas nos proveyó de información valiosa. Durante mi etnografía me enfrenté en repetidas ocasiones a estos dilemas ya que era precisamente en la charla informal, después de la asamblea, donde se revelaban las posiciones políticas; por medio de mensajes internos en redes sociales en las que se transmitía la información más pertinente; o en los espacios privados donde sucedían las interacciones más interesantes. ¿Cómo se puede/debe gestionar esta información? Tracy apuesta por una “ética situacional” ya que cada circunstancia es diferente y los:

Researchers must repeatedly reflect on, critique, and question their ethical decisions [...] a situational ethic asks that we constantly reflect on our methods and the data worth exposing. In short, this approach suggests that ethical decisions should be based on the particularities of a scene (2010, 847).

Esta propuesta es la única posible en un campo tan cambiante como el que yo investigué, por el que transitan diferentes personas y colectivos y por lo que es físicamente imposible pactar con cada uno de esos sujetos el uso de la información que les concierne. En mi caso, opté por registrarla y ser extremadamente cuidadosa en su divulgación. De hecho, en mi propia tesis doctoral no explicito las actividades registradas ni los nombres de los espacios en que se desarrollaron. Por ello, en las publicaciones solo cito de manera literal, aquella información de carácter público u obtenida a partir de entrevistas (sujeta a los acuerdos de confidencialidad explicados en el apartado anterior), a pesar de que mi inmersión en el campo funcione como un marco privilegiado en el cual puedo construir hipótesis, refinar ideas y alcanzar conclusiones. Este es el acuerdo que hice con las personas más cercanas y conmigo misma.

No obstante, es una cuestión que me incomoda. Stacey apunta una de las cuestiones más espinosas desde un punto de vista ético feminista: en ocasiones, en las situaciones más íntimas y privadas, a las que accedemos por la vinculación personal que hemos establecido, obtenemos información valiosa y clarificadora (1988, 23). Para ejemplificarlo, ella relata la experiencia de la muerte de una de sus informantes y cómo el tanatorio y el entierro, así como diferentes momentos de encuentro posterior y duelo compartido, fueron reveladores para su análisis de las relaciones sexo-afectivas en el campo, a pesar de que ella no quisiera utilizarlos como fuente de información y su participación fuera como persona emocionalmente vinculada.

Esta línea de reflexión me lleva a plantear el segundo pasaje etnográfico. Durante mi trabajo de campo, una de las experiencias más difíciles de gestionar a nivel emocional fue la enfermedad de una persona cercana, que empeoró repentinamente su condición física e incrementó su necesidad de apoyos diarios. Yo suplí parte de esos apoyos, de forma repentina e improvisada, lo que tensionó fuertemente nuestra dinámica habitual de relación. Hasta ese momento, mis apoyos se habían limitado a tareas puntuales, como quitarle o ponerle el abrigo, facilitarle el acceso físico con la silla de ruedas o cortarle los alimentos, requeridas por las situaciones concretas que compartíamos y que habían sido incorporadas de forma natural en nuestra rutina, ya que eran similares a las que teníamos con otras personas: él estaba habituado a “pedir” este tipo de cosas a sus acompañantes y yo me había acostumbrado a ofrecérselas a mis informantes y amigos.

Sin embargo, su enfermedad le puso en una situación de gran vulnerabilidad y requería un apoyo mayor del que le suministraban habitualmente sus asistentes personales. Tuve que realizar diariamente tareas más pesadas y costosas, que requerían paciencia y experticia; tuve que asumir un trabajo de cuidados inesperado que se tornó indeseado porque comencé a sentir que me sobrepasaba. Estas emociones subyacían a una dinámica aún más estresante en la que él experimentaba un malestar físico considerable que nos hacía incapaces de explicitar el conflicto.

Cuando comenzó a recuperarse, pasadas unas semanas, abordamos esta conversación tan incómoda como necesaria. Patriarcado y capacitismo estaban sobre la mesa y confeccionaban un difícil tablero. Ambos nos habíamos sentido encasillados en roles tradicionales: el de persona dependiente (objeto pasivo, una carga para quienes le rodean y que esperan que se muestre agradecido) y el de mujer cuidadora (abnegada, complaciente y voluntariosa, cuyo trabajo de cuidados es naturalizado e invisibilizado). Los cuidados, que hasta ese momento habían sido un espacio rico y estimulante de discusión teórica, se convirtieron en un conflicto doloroso una vez los encarnamos. De la misma forma, el cuerpo diverso, que conceptualizábamos como espacio de disidencia y reapropiación, se reificó ante nosotros como materia infranqueable.

Nos sentíamos dolidos a nivel personal e incómodos a nivel político. Quizá la frase que mejor lo condensó fue su acusación: “tienes un problema con los cuidados y habrá un día en que no podrás escapar de ellos”. Esta interpelación la recuerdo con nitidez, seguramente porque algo de verdad entrañaba: las feministas tenemos una relación problemática con los cuidados, trinchera permanente. Pero, tanto o más problemática es la relación que tiene el activismo de la diversidad funcional, y que infravaloré en mi tesis movida por las promesas de deconstrucción corporal de las teorías posmodernas. En contraposición, en mi reflexión más reciente la desigualdad de género cobra mayor protagonismo y me conduce a problematizar ciertos discursos en torno a la sexualidad, supuestamente transgresores y liberadores (García-Santesmases 2017). En este sentido, han sido fundamentales los espacios de reflexión y encuentro que recientemente hemos construido con mujeres con diversidad funcional8, en los cuales buscamos darle vuelta a los cuidados, imaginar formas más creativas de organizarnos, de vincularnos sin asfixiarnos y de afectarnos sin atraparnos. Las alianzas entre los feminismos y el activismo de la diversidad funcional puede que ya no me parezcan tan sencillas, pero son igual de necesarias.

Emociones (im)pertinentes: deseos y malestares en el campo como fuente de producción epistémica

Las emociones han sido compañeras (im)pertinentes durante el tránsito vital que ha constituido la investigación etnográfica: me proveyeron de intuiciones teóricas, facilidades relacionales, tensiones personales, dudas epistemológicas y dilemas éticos. He querido rescatar dos pasajes etnográficos para iluminar este proceso.

En primer lugar, el taller postporno que constituyó mi rito de paso en la delimitación de un campo de investigación y una población objeto de estudio. La potencia de lo erótico actúo como motor de búsqueda, reflexión y vinculación, y analizarla me permitió rastrear su influencia en las notas etnográficas y el análisis realizado. No fue casual elegir las teorías feministas, queer y crip para situar y leer este proceso, sino que constituyeron un marco teórico que permitió validar el sentimiento de excepcionalidad y disidencia que experimentaba. En este sentido, creo que debemos ser cuidadosas con la influencia de las emociones en el análisis y divulgación del material etnográfico. Precisamente el querer velarlas al presentar trabajos académicos rigurosamente descorporeizados puede generar infiltraciones inconscientes e incontrolables.

En los casos en que la experiencia ha sido positiva, como en el primer pasaje etnográfico que he relatado, esta puede aparecer en forma de exotización del objeto de estudio, esencialización de la población estudiada y romantización de sus condiciones de vida, como una generosa retribución que busca saldar la deuda y expiar las culpas que toda investigadora comprometida siente contraer. En entornos activistas debemos ser especialmente precavidas para que el sentimiento de deuda no se transforme en análisis complacientes en los que, paradójicamente, se asimile el discurso militante sin cortapisas ni matices al trasladarlo al texto académico. Asimismo, debemos identificar cuando el compromiso con el campo y el vínculo con los interlocutores nos conducen a silenciar nuestras incomodidades y desacuerdos, o incluso, a validar en un ámbito académico ideas únicamente sustentadas en la legitimidad atribuida a quien las enuncia.

En consecuencia, el impacto emocional de lo vivido y de los vínculos establecidos no puede ser obviado. En entornos en donde se han presentado situaciones incómodas, dolorosas o traumáticas (y estas no se digirieron), fácilmente se puede caer en generalizaciones poco rigurosas y análisis prejuiciosos. No obstante, si se sitúan, explicitan y analizan, considero que hoy en día la Antropología tiene suficientes recursos para afrontarlas y convertirlas en un elemento necesario de reflexión. Esto lo he intentado con el segundo pasaje etnográfico relatado (y con otras incomodidades y malestares que habitaron en mi trabajo de campo). Este artículo también ha sido la excusa para recordar, con la persona en cuestión, aquella conversación tan incómoda como pertinente, y abordarla desde otro lugar, menos doloroso y más constructivo. De hecho, le dije que iba a escribir este artículo y me respondió que él también la contaría algún día, en un formato no académico y seguramente de mayor difusión. Nosotras tenemos el cuaderno, fetichista representación del saber y quehacer antropológico, pero ellos tienen (y deben tener) acceso al resto de la información que producimos, así como vías de contestación y réplica.

En las etnografías contemporáneas, en las que los nativos son nuestros vecinos con smartphone y 4G, los pactos de confidencialidad y vinculación no son un deber-ser, son un poder-hacer complejo, precario y en permanente estado de mejora. En este sentido, querría plantear la ética feminista en la investigación no como un escollo sino como una condición de posibilidad para asegurar el futuro de nuestra profesión. Para ello, estos nativos tecnologizados y concienciados pueden constituir los mejores aliados. Presentar trabajos honestos y valientes acerca de la influencia de las emociones en el campo puede constituir una vía de humanización del saber experto y de construcción de relaciones de horizontalidad y reciprocidad con nuestros acompañantes. Debemos abrir las cocinas de nuestras investigaciones si queremos acceder a las cocinas de las revoluciones.

Referencias

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Cómo citar este artículo: García-Santesmases Fernández, Andrea. 2019. “Evocando deseos y revolviendo malestares: la im-pertinencia de las emociones en mi trabajo etnográfico”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 35: 69-89. https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.04

* Este artículo es el resultado de la investigación realizada para mi tesis doctoral, titulada “Cuerpos (im)pertinentes: un análisis queer-crip de las posibilidades de subversión desde la diversidad funcional”, la cual obtuvo la Mención Internacional y la calificación de sobresaliente Cum Laude.

2El transfeminismo es un término acuñado en el contexto español con el objetivo de nombrar un feminismo que busca abrirse a sujetos tradicionalmente relegados por las luchas feministas, como las personas trans, las trabajadoras sexuales o las migrantes (para más información consultar Solá y Urko 2013).

3Crip, que podría traducirse como “tullido”, se basa en la propuesta queer de reapropiación de la injuria y del cuestionamiento a las dicotomías de normativización corporal (masculino/femenino o heterosexual/homosexual en el caso de lo queer, capaz/incapaz o sano/enfermo en el de lo crip). Dicha teoría permite reconceptualizar la vivencia de las personas con diversidad funcional y su situación de discriminación como parte de una lógica sistémica más amplia: el capacitismo (traducción del ableism inglés).

4Para más información sobre qué es el postporno y la genealogía de este movimiento en la ciudad de Barcelona, consultar Egaña (2016).

5La asistencia sexual es una figura/servicio de apoyo para la sexualidad de personas con diversidad funcional que se articula de forma diferente en los distintos contextos geográficos y culturales. Para más información sobre su desarrollo en España, consultar García-Santesmases y Branco de Castro (2016).

6Esta estrategia está inspirada en la propuesta que Casey Butler-Camp expuso en su presentación “Queering Etnography”, en el marco de la Summer SchoolBody Work(s). Presenting Fieldworks in Feminist Anthropology” (julio de 2014): explicó que su forma de crear una relación horizontal con sus informantes, que eran también sus amigos y compañeros de activismo, era que le realizaran la misma entrevista que él les había planteado.

7Para mí fue especialmente significativa la charla de Miquel Misse en las Jornadas de Antropología y Sexualidad de la Universidad Autónoma de Barcelona (que se realizaron el 20 de febrero de 2014) en la que criticó duramente la “vampirización” que la academia realiza del activismo trans, la cual aprovecha las relaciones de confianza y las situaciones de vulnerabilidad para obtener información que, además, no es retornada al colectivo.

8Quiero agradecer especialmente a Laura Sanmiquel y Elena Prous por la construcción de estos espacios y la revisión de este texto.

Recibido: 30 de Junio de 2018; Aprobado: 27 de Febrero de 2019

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