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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.35 Bogotá Jan./Apr. 2019

https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.05 

Paralelos

Etnografía, acción feminista y cuidado: una reflexión personal mínima*

Ethnography, Feminist Action, and Care Work: A Personal and Minimal Reflection

Etnografia, ação feminista e cuidado: uma reflexão pessoal mínima

Camila Esguerra Muelle** 

** Doctora en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid, España, Magíster en Género por la Universiteit Utrecht, Holanda y Antropóloga por la Universidad Nacional de Colombia. Realizó un posdoctorado en Género y desarrollo en el Cider, Universidad de los Andes, Colombia. Investigadora del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. Entre sus últimas publicaciones están: (en coautoría con Alejandra Quintana Martínez) “‘Tu vida también es mi país’: sexualidades disonantes y fugas de género en Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 13 (1), 2017. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae13-1.tvte; “Cómo hacer necropolíticas en casa: ideología de género y acuerdos de paz en Colombia”. Sexualidad, Salud y Sociedad. Revista Latinoamericana 27: 172-198, 2017. camiesguerra@gmail.com


Resumen:

Objetivo/contexto:

En este artículo propongo una reflexión personal a partir de la experiencia de etnografía multisituada llevada a cabo desde 2007 hasta el presente. En ella he trabajado con trabajadoras y trabajadores del cuidado, personas migrantes (internas y transnacionales), desplazadas, desterradas y exiliadas (quienes se autorreconocen como mujeres, personas trans, lesbianas, heterosexuales o como hombres trans o transexuales). Además, propongo revisar cómo es posible hacer etnografía colaborativa en clave feminista sobre un régimen de cuidado transnacionalizado.

Metodología:

Haré una reflexión sobre las implicaciones políticas, corporales, sensoriales y emocionales en una agenda de investigación y acción colaborativa, tanto para mí como investigadora, como para las personas que me han ayudado a construir un relato colectivo sobre sus condiciones de trabajo, empleo y vida en la migración, el desplazamiento, el destierro o el exilio. La etnografía multisituada y la investigación colaborativa implican particularidades en términos corporales, de cuidado y emocionales en los desplazamientos físicos y simbólicos y en la relación política con estas personas, sujetos con agencia y pares en las reivindicaciones y en un escenario de tramas transnacionales del cuidado -sin que con ello se deje de reconocer los profundos desbalances en la relación de poder que existe entre investigadoras y sujetos de investigación en la etnografía-.

Conclusiones:

Mostraré cómo hacer una etnografía multisituada feminista y transdisciplinar es siempre un ejercicio paradójico, inacabado, parcial y en constante negociación para lo cual los postulados de las epistemologías feministas resultan útiles, siempre y cuando se les localice en términos históricos y políticos.

Originalidad:

Espero con esta reflexión inicial contribuir a una discusión escasa sobre la etnografía multisituada desde una perspectiva feminista y del cuidado.

Palabras clave: acción feminista; cuidado; etnografía; etnografía multisituada; feminismo

Abstract:

Objective/Context:

In this article, I propose a personal reflection on how it is possible to undertake collaborative, feminist-based ethnography regarding the transnationalized care regime. This reflection is based on multi-sited ethnography I have carried out since 2007 with care workers, domestic and transnational migrants, displaced and exiled individuals who self-identify as cis and transgender women, lesbian and heterosexual women, and trans men.

Methodology:

I will undertake a reflection on the political, corporal, sensorial, and emotional implications of a collaborative research and action agenda, both for me as a researcher and for those individuals who have worked with me to construct a collective narrative regarding their working, employment, and living conditions as migrants, displaced people, and the exiled. Multi-sited ethnography and collaborative research imply particularities in terms of the boy, care, and the emotions in physical and symbolic displacement and the political relationships with these individuals, who are subjects with agency with respect to advocacy within the context of transnational care schemes. However, such research must avoiding ignoring the vast power disparities in the relationships that ethnography and research involve.

Conclusions:

To conclude, I will demonstrate how undertaking multi-sited feminist, transdisciplinary ethnographic research is always a paradoxical, incomplete, and partial exercise under constant negotiation. For this type of exercise, the postulates of feminist epistemology are useful, provided they are grounded in the local historical and political context.

Originality:

I hope, with this initial reflection, to contribute to a limited discussion on multi-sited ethnography based in feminism and care.

Keywords: Care work; ethnography; feminism; feminist action; multi-sited ethnography

Resumo:

Objetivo/contexto:

Neste artigo proponho uma reflexão pessoal a partir da experiência de etnografia multisituada realizada de 2007 até o presente. Nela, trabalhei com trabalhadoras e trabalhadores do cuidado, pessoas migrantes (internas e multinacionais), deslocadas, desterradas e exiladas (que se autoreconhecem como mulheres, pessoas trans, lesbianas, heterossexuais ou como homens trans ou transsexuais). Além do mais, proponho revisar como é possível fazer etnografia colaborativa em chave feminista sobre um regime de cuidado transnacionalizado.

Metodologia:

Farei uma reflexão sobre os envolvimentos políticos, corporais, sensoriais e emocionais em uma agenda de pesquisa e ação colaborativa, tanto para mim como investigadora, como para as pessoas que me ajudaram a construir um relato coletivo sobre suas condições de trabalho, emprego e vida na migração, na deslocação, no desterro ou no exílio. A etnografia multisituada e a pesquisa colaborativa implicam particularidades em termos corporais, de cuidado e emocionais nas deslocações físicas e simbólicas e em relação política com estas pessoas, sujeitos com agência e pares nas reivindicações e em um palco de tramas multinacionais do cuidado - sem que com isso se deixe de reconhecer os profundos desequilíbrios na relação de poder que existe entre pesquisadoras e sujeitos de pesquisa na etnografia.

Conclusões:

Mostrarei que fazer uma etnografia multisituada feminista e transdisciplinar é um exercício sempre paradoxal, inacabado, parcial e em constante negociação para o qual os postulados das epistemologias feministas resultam úteis, desde que lhes localize em termos históricos e políticos.

Originalidade:

Espero com esta reflexão inicial contribuir a uma discussão escassa sobre a etnografia multisituada desde uma perspectiva feminista e do cuidado.

Palavras-chave: ação feminista; cuidado; etnografia; etnografia multisituada; feminismo

Quiero proponer una conversación reflexiva sobre lo que he logrado decantar hasta el momento desde mi experiencia etnográfica -seguramente no serán más que preguntas irresueltas o críticas apenas enunciadas-, al mismo tiempo que intento un intercambio con etnógrafas y escritoras que me han precedido o acompañado, en la cercanía o en la distancia, en esta labor de hacer etnografía.

Durante los años 2007 a 2009 realicé un trabajo etnográfico con “mujeres”1 y personas migrantes con sexualidades e identidades de género no normativas, quienes a partir de sus relatos y desde espacios de activismo y encuentro político comenzaron a mostrarme, en la migración del sur hacia el norte, cómo y qué personas ocupan un lugar devaluado de la feminidad. Desde finales de 2016 hasta hoy, he profundizado este ejercicio con la propuesta de hacer una etnografía multisituada, con perspectiva interseccional, interdisciplinar y colaborativa, sobre las dinámicas de transnacionalización del cuidado, sus efectos en la salud y la vida de migrantes trabajadoras del cuidado y su lugar en las políticas públicas de cuidado, migración y salud (Esguerra Muelle, Sepúlveda y Fleischer 2018). Esta etnografía multisituada se valió fundamentalmente de largas conversaciones en campo, articuladas a través de entrevistas semiestructuradas; de participar en trayectos y espacios cotidianos, especialmente la casas, y de activismo político; de realizar cartografías corporales individuales y grupales; y del procesamiento estadístico de datos que nos permitieron contrastar los relatos de carne y hueso con el universo de cifras disponibles en Colombia y España.

En el marco de esta etnografía multisituada llevada a cabo en las ciudades colombianas de Cartagena, Bogotá, Cali, Medellín y en las ciudades españolas de Barcelona y Madrid sobre el régimen transnacionalizado de cuidado, empecé a hablar provisionalmente de “tramas [trans]nacionales del cuidado”, para dar una idea más multidimensional y menos lineal de lo que propone Hochschild (2000) sobre la noción “cadenas globales de cuidado”.

Estas tramas consistirían en toda la infraestructura social, económica, política e incluso policial que se pone en marcha para mantener un régimen transnacionalizado del cuidado sobre la necesidad o deseo de migración de mujeres y personas feminizadas, es decir, devaluadas por su identidad de género o sexualidad, en otras palabras, del mantenimiento de la vida que generalmente beneficia al norte global y a las áreas urbanas a expensas de estas migrantes. La mayoría de las veces es informal y sumergido, y a menudo no es contemplado en las cuentas de las economías nacionales -ni como pérdida o fuga, ni como plusvalía-, puesto que genera déficits y fugas de cuidado principalmente en el sur global, al mismo tiempo que mantiene la producción y reproducción material y simbólica moderna capitalista y contribuye de manera aún no reconocida con el mantenimiento de la vida en las (ex)metrópolis del sistema colonial global.

Propongo la noción tramas porque me permite hablar de tres dimensiones de las relaciones micro, mesopolíticas y transnacionales del cuidado. En primer lugar, entiendo la trama como una red migratoria de mujeres o sujetos feminizados que en su trayectoria de movilidad hacen uso de sus relaciones para migrar a través de la inserción en redes de mercado laboral del cuidado -hablamos de un trabajo precarizado, explotado y esclavizado-, que termina por engancharlas en cadenas globales de cuidado, es decir, que las dispone para cubrir déficits de cuidado que a la vez abren brechas y vacíos en sus propios entornos sociales. En segundo lugar, uso la palabra trama para dar cuenta del valor político de los relatos individuales y colectivos de estas personas, que en aproximaciones más generalistas quedan obliterados: Se trata de la carne y el hueso2 de las migraciones asociadas a los trabajos del cuidado. Por último, entiendo tramas como todo el régimen discursivo, con sus consecuencias materiales, un complot que sostiene la explotación transnacional del cuidado basado en la división internacional, sexual y racial del trabajo.

La etnografía multisituada propone hacer un seguimiento que implica ir a la zaga de ciertas dinámicas sociales, en este caso la migración, y que construye en lugares diferentes las trayectorias de movilidad e historias de sus sujetos situados para establecer aspectos del sistema a través de las asociaciones y conexiones sugeridas entre los distintos lugares. Esto implica una aproximación por lo menos interdisciplinar (Marcus 1995), dado que la departamentalización moderna disciplinaria ha establecido que las observaciones estructurales y globales corresponden a unas disciplinas determinadas, como las Ciencias Políticas o la Economía, mientras que el terreno micro sería el reino de disciplinas como la Antropología. Sin embargo, creo que una etnografía multisituada es siempre una aproximación transdisciplinar y transnacional.

Esta etnografía multisituada fue acompañada por un equipo de investigadoras e investigadores, por lo que esta experiencia etnográfica, a diferencia de otras, no ha sido una en solitario (aunque ninguna experiencia lo es). Sin embargo, debo aclarar que no quise delegar el trabajo hecho en campo ni otros aspectos de la investigación, por lo que tuve la oportunidad de estar presente en prácticamente todas las conversaciones e intercambios políticos en las seis ciudades donde se hizo la investigación (y que hoy siguen activos): Cartagena, Bogotá, Cali, Medellín, Madrid y Barcelona; también en otras ciudades que visité, como Ibagué o Montevideo, y en donde aproveché mi presencia de manera incidental.

No obstante, más adelante me detendré en la idea de que no existen confines temporales y espaciales claros de lo que llamamos “campo”. Con el equipo, al plantearnos una investigación colaborativa, hemos acompañado procesos organizativos, hecho incidencia en políticas públicas y apoyado procesos creativos que tiendan puentes entre estas mujeres (y hombres) y los contextos sociales próximos y generales.

Los sujetos de investigación han sido colombianas trabajadoras del cuidado en los ámbitos doméstico, comunitario, institucional y empresarial y que son migrantes internas, radicadas en Cartagena, Bogotá, Medellín y Cali, o transnacionales, radicadas en Barcelona y Madrid. En particular, empleadxs domésticxs3 y “madres comunitarias” -o mejor trabajadoras de los hogares de bienestar- del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Conversamos con personas que se ubican en distintos lugares de autorreconocimiento étnico-racial, sexual (lesbianas y heterosexuales), de género (incluso hombres transexuales), etario y funcional.

Discusiones previas sobre etnografías feministas

Como nos recuerdan Craven y Davis, los artículos de Stacey (1988) y Abu-Lughod (1990), que por coincidencia llevan el mismo nombre, fueron fundacionales para la discusión sobre si es posible pensar en una etnografía feminista y, en particular, sobre las relaciones de poder que se establecen entre la investigadora y los sujetos de investigación (2013, 12-15). Stacey, de manera aguda, llamó la atención sobre la aparente relación respetuosa entre investigadora-investigado y que puede enmascarar una relación de profunda explotación, que creo siempre debe ser un punto de partida para que no nos engañe la buena voluntad que podamos tener como etnógrafxs.

Otros temas que han articulado esta reflexión son la participación de mujeres no blancas en la producción y escritura etnográficas, la posición de insider en la investigación y la propia definición de lo que es etnografía feminista. Por supuesto, una de las enseñanzas de la etnografía feminista ha sido la indisoluble relación entre investigación, activismo, práxis e intervención en la configuración de las políticas sociales (entendidas como politics), con la paradoja de que los sistemas de poder y dominación estudiados parecen seguir intactos. Otras preocupaciones más recientes tienen que ver con el análisis de sistemas de poder generadores de desigualdad, vistos desde una perspectiva interseccional, una mirada desde adentro (Harris 1991), y con el lugar del cuerpo, las experiencias sensoriales y las emociones en el trabajo etnográfico (Pérez-Bustos, Tobar-Roa y Márquez-Gutiérrez 2016). Estos son grosso modo los temas alrededor de los cuales giran la pregunta de si es posible una etnografía feminista.

Curiosamente esta reflexión partió -sin haber leído a estas autoras antes de iniciar mi investigación, pero de la mano de quienes ahora reflexiono en retrospectiva- de los asuntos ya mencionados que coinciden con los ejes fundamentales que acabo de mencionar: Esto no es por azar, sino porque las políticas feministas devienen de una cuestión nuclear que es la pregunta acerca de qué hacer respecto a las relaciones de poder que producen y mantienen desigualdades simbólicas y materiales.

En este sentido, creo fundamental hacer uso de la perspectiva heterárquica (Kontopoulos 1993) y preguntarse tanto por las micropolíticas de esta etnografía como por el papel de la etnografía feminista en la alteración del funcionamiento de los niveles micro, meso y geopolíticos que establecen relaciones de dominación, control y explotación, tanto intersubjetivas como nacionales y transnacionales.

Mi deseo, mi historia

Mi pregunta sobre cómo hacer etnografía y de cómo hacerla en clave feminista se remonta a 1995, momento en que inicié mi investigación con el grupo Triángulo Negro, una organización de lesbianas y posteriormente también de mujeres bisexuales (Esguerra Muelle 2013). En ese entonces, mi postura frente a la etnografía y la otrificación4, que parecía producirse desde el momento mismo de la elección de las o los sujetos y del campo de estudio, me hizo pensar que solo era posible la observación sino desde dentro de colectividades o comunidades de sentido a las que yo misma pertenecía y que lo demás era simplemente una forma de colonización del conocimiento y una redundancia en la otrificación.

A mi modo de entender, la producción de conocimiento etnográfico debía estar articulada a un trabajo político prexistente, como en mi caso al ser una de las fundadoras del grupo Triángulo Negro. Se trataba de una investigación en donde se confundían los límites entre el activismo y la construcción de conocimiento, de hecho, la investigación misma debía tener un fin político. En ese momento, temía que desde la institución universitaria se tachara mi trabajo de poco “objetivo” y por tanto ilegítimo, pues yo era leída por el canon antropológico establecido en Colombia como una “nativa” que investigaba a las “nativas”, sin capacidad de diferenciar entre el emic y el etic y sin la “debida distancia de” los imponderables de la vida cotidiana de los que hablaba Malinowsky (1973): una insider.

Más de veinte años después no he cambiado mi postura de ese entonces que ha marcado mi ruta política e investigativa, pues no me he comprometido con ningún trabajo que no parta de asumir que yo soy un agente activo y pieza constitutiva de las relaciones que pretendo observar, describir, analizar y narrar, como “investigadora” y como “persona no binaria”, “migrante”, “lesbiana” -aunque todas estas formas de enunciar la identidad me parezcan insuficientes y engañosas, por lo que las pongo escritural y políticamente entre comillas-. A la vez, he elegido establecer relaciones etnográficas con entornos sociales en donde yo soy una más, como también sucedió con mi trabajo sobre mujeres migrantes latinoamericanas en Madrid con experiencias de género y sexuales no normativas (Esguerra Muelle 2014).

Sin embargo, mi última investigación no es exactamente igual. Me propuse entender cómo las “tramas transnacionales del cuidado”, que definí previamente, operan en los ámbitos anátomo, micro, meso y macropolítico. Para ello, quise trabajar con mujeres, trans y cisgénero, lesbianas y hombres trans migrantes, exiliados, desterrados o desplazados que habían resultado articulados a estas tramas de cuidado durante su trayectoria migratoria.

En esta ocasión, yo ya no soy exactamente una de ellas, sin embargo, mi decisión sobre qué campos de estudio abordar estuvo siempre implicada con asuntos personales y políticos, como el hecho de ser hija de dos madres que, de una u otra manera, se han visto obligadas a hacer trabajo de cuidado excesivo, mal remunerado, no reconocido simbólicamente, acosado, extenuante, insalubre, como casi todas las que ocupan el devaluado lugar “mujer” o de lo femenino.

En efecto, tengo una narración personal sobre por qué muere Lucía, mi “madre biológica”: pienso que su vida tuvo una carga de cuidado y provisión tan excesiva que su cerebro no quiso mover más su cuerpo. Por supuesto, este relato y explicación sobre la muerte de mi madre Lucía, la editora y escritora, no soportaría la contrastación positivista del aparato epistémico biomédico y del biopoder que, entre otras cosas, hasta ahora no se arriesga a decir por qué mi madre fue arrasada por la esclerosis lateral amiotrófica.

Por otro lado, mi “madre putativa” Sabina, para sobrevivir a una historia de maltrato familiar, aislamiento, empobrecimiento y explotación en su entorno rural, migró a Bogotá siendo casi una niña desde un pequeño municipio aledaño llamado Chipaque para dedicarse a lo único que una mujer campesina llegada a la ciudad podía hacer en ese momento: el empleo doméstico. La contrató mi familia de clase media, bogotana y blanco-mestiza para ser mi niñera, e inmediatamente se convirtió en mi madre por adopción: desde siempre la llamé “mamita”, ahora la llamo “madre”, le pedía besos, la esperaba con ansiedad y aún hoy cuando estoy lejos, siento su ausencia y temo una segunda orfandad.

Las posibilidades de narrar las circunstancias más específicas de cómo se convirtió en mi madre desbordan la posibilidad de extensión de esta pequeña reflexión, mis propios sentimientos, así como mi autoridad y la autorización para hablar sobre su vida. Todavía hoy tengo que detenerme a explicar que Lucía y Sabina son mis madres y que la palabra “madre”, en mi entorno, tiene el mismo sentido para mí que para cualquier sujeto competente en términos culturales. Tengo dos madres, ambas me cuidaron, me ayudaron a existir y a ser esto que soy, un ir y venir entre dos mundos: criada por una mujer campesina e indígena y con la compañía a veces a la distancia de una mujer blanco-mestiza, ambas con distintas posturas frente a la sexualidad y al género y con diferente lugar en la clase. En el lugar del cariño y del desconcierto aparece mi padre, pero casi nunca en el del cuidado.

Estas elecciones de los campos y sujetos de estudios han estado marcadas por las emociones, los sentimientos y por las sensaciones y las experiencias sensoriales, como más adelante mostraré. También, siempre ha habido una renuencia de mi parte a creer en el paradigma positivista, y digo creer porque el mantenimiento de este paradigma es posible gracias a un acto de fe. Me instalé, por decirlo de alguna manera, en esta postura mucho antes de llegar a conocer los planteamientos de las epistemologías feministas (Haraway 1991; Harding 1991; Hill Collins 1986). La construcción de mi entorno epistemológico fue hecha en un ejercicio no rigurosamente académico, que ha tenido múltiples capas, tramas intrincadas de pensamientos, sentimientos, sensaciones y experiencias sensoriales. Por ejemplo, nadie entendería que ciertas fobias atadas a los designios sobre mi corporalidad-visualidad de “mujer”-una construcción que determina a las personas en un “régimen escópico” binario de género (Brea 2007) y en el que yo no me siento representada-, como el miedo permanente a la violación, me han hecho alejarme de ciertas disciplinas y ciertos campos de estudio en los que me he sentido amenazada.

Es por estas reflexiones, y muchas más, que me pongo en contacto con el deseo de construir los relatos de la vida de migrantes -mujeres cis y transgénero, lesbianas y hombres trans o transexuales- dedicadxs a trabajos de cuidado.

Desplazamientos insider-outsider

Me he aproximado principalmente a espacios habitados por la otredad del sistema “sexo género colonial” (Lugones 2008), ese exterior que constituye al ego universalizador del sistema hegemónico de género y sexualidad como varón, cisgenero, heterosexual, no marcado racialmente y enclasado o privilegiado en términos de clase. Todo esto a partir de asumirme como persona no binaria, pero con la ambigua y paradójica situación de tener los privilegios y las amenazas, a veces mortales, de ser leída como una mujer cisgenerista.

En esos espacios me siento segura y cómoda, al dejar de lado los episodios y prácticas, paradójicamente estructurantes del entorno, de emulación de masculinidades y feminidades hipertrofiadas o simplemente normativas, de reproducción de discursos y prácticas racistas y de dominación en general por parte de mujeres trans y cisgeneristas, lesbianas y hombres trans.

Siento que, en mayor o menor medida, soy el “adentro” de estos espacios, siento pertenecer, aunque entro y salgo en virtud de la operación de la heterosexualidad, al cisgenerismo, a la clase, a la capacidad sensorial, a la etnicidad y a la raza, casi siempre desde mis propios privilegios, fundamentalmente los de clase y raza, y desde donde me localizo precisamente como etnógrafa pues es una expresión epistemológica de la colonialidad del saber que está implicada en cualquier tipo de trabajo académico o avalado por el saber del sistema universitario.

No me considero mujer pero soy leída como una de ellas, a veces como mujer incompleta: sin hijos, soltera, “lesbiana”. Me incomoda esta marcación identitaria, no por capricho, sino porque no contiene todo mi universo de orientación del deseo, aunque autoras como Anzaldúa (1987) o Wittig (1992) hayan resignificado ese lugar “lesbiana” como uno identitario de etnicidad, raza, sexualidad y género.

Mi identidad mestiza -hija criada por Sabina y Lucía- o blanco-mestiza -un lugar de heterodesignación hecha a menudo por otras personas de color, y digo “otras”, porque me considero también una persona de color-, es también un lugar cambiante según el contexto en el que me mueva, pues muchas veces más allá de mi fenotipo, mi acento me oscurece o me blanquea. Sin duda, en un país racista, mi mayor privilegio es ser decodificada como blanco-mestiza. Soy hipoacúsica neurosensorial bilateral, lo que me ubica en una situación compleja en un trabajo en que la capacidad sensorial auditiva se da por descontada, a pesar de que en el campo etnográfico ha primado el enfoque “que privilegia la observación y la mirada sobre otras experiencias sensoriales” (Pérez-Bustos, Tobar-Roa y Márquez-Gutiérrez 2016, 49).

Hacer una etnografía multisituada supone ser consciente de cómo todas las identidades son móviles y se asumen de forma estratégica para situarse de manera alternada en lugares con relaciones de poder. Esto es lo que la investigadora negocia con sus propios privilegios en un movimiento constante de negación y reclamación de privilegios y exclusiones.

Desplazarme como etnógrafa no ha ocurrido solo en virtud de seguir las dinámicas sociales, como la migración, o de poner en marcha un método etnográfico que construya las historias y trayectorias de movilidad de sus sujetos situados en diferentes sitios, esto para establecer aspectos del sistema a través de las asociaciones y conexiones sugeridas entre los distintos lugares (Marcus 1995, 96). Ha significado enfrentarme a las vicisitudes de viajar, como el cansancio provocado por perseguir una clave que siempre está en cualquier lado, el cuerpo que ya no reconoce las camas nuevas o que se emociona cada vez que usa por primera vez la llave de un alojamiento temporal, la comida que extrañaré y que me hace echar en falta mi hogar, o los tiempos de la prisa, de la escucha, de un ir y venir en todos los medios de transporte posibles o imposibles, que son los que casi siempre usan lxs migrantes.

Significa sortear fronteras nacionales, siempre con la garantía de la etnógrafa respaldada por la burocracia, el fenotipo blanco mestizo y la competencia dada por el capital cultural, por lo menos suficiente para ser considerada humana en los umbrales neocropolíticos del cruce de fronteras (Mbembe 2011).

Emociones y cuerpo

Antes de entrar de lleno a esta reflexión, quisiera anotar que, en mi experiencia, la etnografía multisituada feminista no se limita a los métodos y herramientas planteadas al comienzo de una investigación, el campo siempre desborda esta planeación racional y los contornos de la investigación. Este tipo de etnografía no termina de hacerse, todo el tiempo se está en modo etnográfico, de manera que la información construida no está solo en los medios de registro, sino que termina por incorporase y por hacer parte de la carne de la vida de quien investiga, incluidxs quienes dan su testimonio. De esta manera, se difumina el contorno entre lo que es y no es trabajo de campo.

No es fácil escuchar más de cien historias de desplazamiento, exilio y destierro en las que la explotación, la humillación y la violencia laboral son el común denominador y en las que saltan desesperados, por encima de las dolencias físicas y como si tuvieran vida propia, los padecimientos emocionales y espirituales de la soledad, la añoranza, el aislamiento y la humillación. Narraciones dichas y dibujadas a través de cartografías corporales deconstruidas a lo largo de tantas horas en que las personas con quienes he conversado han tratado de representar su vida, pero sobre todo de hacer un ejercicio de memoria que casi nadie les ha pedido. Sin embargo, hay algo que me sobrepasa por encima de la reiterada narración sobre cómo el mundo hace operar sus necropolíticas en los cuerpos (Mbembe 2011), no solo marcados en términos étnicos y raciales, sino también signados por su lugar en el género y la sexualidad.

Lo que me ha hecho sentir por momentos que no me cabe tanto en el cuerpo son las historias de rebeldía y resistencia de todxs ellxs. Sus historias me indican cómo el sobrevivir, y el hacer vivir en el cruce de fronteras - porque todas estas personas hacen vivir a muchas otras, sin ellas el mundo no se movería - en las expulsiones que una vez empiezan, nunca terminan, y en los trabajos de cuidado precarizados que realizan, es una rebeldía inenarrable frente a los aparatos de muerte que se ensamblan en la colonización y la globalización. No son pocas las historias en las que, para no usurpar el dolor que solo les pertenece a ellxs, yo lloraba calladamente, en una mezcla de impotencia, condolencia y emoción, porque como ya dije, las rebeldías siempre fueron más. Son rebeldías el migrar, el interpelar un sistema de explotación del cuidado transnacionalizado basado en la división sexual, racial e internacional del trabajo o simplemente el hablar, el ayudar a construir este relato colectivo para conjurar la subalterización.

Además de hablar, a veces de llorar y de reírse, muchas de ellas también dibujaron lo que en sus cuerpos quedaba grabado de la migración, el desplazamiento, el exilio y del ser trabajadorxs del cuidado a través de las cartografías corporales. Son los relatos visuales que me permito citar en esta muy breve reflexión (ver figura 1, figura 2 y 3).

Fuente : Camila Esguerra Muelle, ejercicio de cartografía corporal realizado durante una entrevista colectiva, acompañado por María de los Ángeles Balaguera y Camila Esguerra Muelle, Cali, marzo 2018.

Figura 1 Cartografía corporal “La siempre viva” 

Nota: titulada así por la autora en alusión a las flores que nunca se marchitan. Esta mujer de la costa Caribe, quien prefirió reservar su identidad, lleva diez años de desplazamientos y siempre se ha dedicado a trabajos de cuidado. Perseguida en múltiples ocasiones, ahora reside en Cali y colabora con una “madre sustituta” (o mejor, con una trabajadora) del ICBF y a quien, como a todas las trabajadoras del cuidado comunitario de infancia explotadas por el Estado colombiano, no se le reconoce relación laboral establecida mediante contrato de realidad. Pertenece a la junta directiva del Sindicato Nacional de Trabajadores al Cuidado de la Infancia y Adolecentes del Sistema Nacional de Bienestar Familiar (Sintracihobi). La siempre viva, al final de la entrevista, me ofreció un masaje.

Fuente : Camila Esguerra Muelle, ejercicio de cartografía corporal colectiva realizado durante un taller con la Subdirectiva Bogotá de Utrasd, acompañado por Laura Castrillón Guerrero y Camila Esguerra Muelle, Bogotá, febrero 2018.

Figura 2 Cartografía corporal colectiva 

Nota: mujeres de la subdirectiva (Bogotá) y de la junta directiva nacional (Medellín) de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd).

Cuerpos en donde la cabeza casi siempre está alterada, duele y el lugar de las emociones es un torbellino de (des)esperanza. El cuerpo siempre es un adentro en donde los signos de salud o enfermedad (por los que preguntábamos) se convertían en erizos, “caritas tristes”, corazones rotos, interrogaciones, silencios, pero también en flores, comunidad, sueños, ideas, fantasías (ver figuras 1, 2 y figura 3).

Fuente: Camila Esguerra Muelle. Ejercicio de cartografía corporal realizado durante entrevista individual, acompañado por María de los Ángeles Balaguera, Cali, febrero 2018.

Figura 3 Cartografía corporal 

Nota: Realizado por Yoli Castro, quien fue trabajadora del ICBF o “madre comunitaria”, ella decide dibujar su cuerpo de adentro hacia afuera, mostrando sus órganos.

Hicimos este ejercicio de cartografías corporales, aun cuando sabíamos que muchas iban a responder “no sé dibujar”. Sin embargo, nos sorprendimos mutuamente al encontrar las posibilidades que para estas mujeres supone la tarea de dibujar -todas las que han hecho el ejercicio de cartografía corporal se definen como mujeres-, en términos de hacer un ejercicio de introspección, en el que el cuerpo se disponía de otra manera y parecía desplazarse a un tiempo y lugar por fuera de ese ahora. Hay una extraña manera de concentración cuando unx dibuja lo que ha sentido y visto, incluso con mis estudiantes a quienes les pedí que dibujaran lo que quisieran mientras yo hablaba.

Algo que me llamó la atención durante todo el trabajo de campo fue que, mientras el malestar mental y emocional gritaba, la sexualidad permanecía casi siempre callada, salvo por el interés de una madre comunitaria en Cartagena, una trabajadora sexual y un hombre transexual empleado doméstico, estos últimos en Barcelona.

Aprendí que la labor de escuchar es importante. Fue muy común que las mujeres y personas con las que hablábamos se sorprendieran al final de las entrevistas, primero, por nunca haber contado su relato y, segundo, al escuchar su propio relato y sentir que habían sido escuchadas. Pensaba en la paradoja de que una hipoacúsica lxs hubiera escuchado más que los oyentes plenos, normalizados por la discursividad capacitista. Entendí que el simple hecho de ser escuchados era significativo para ellxs.

Esto me lo advirtió Eliza, una de mis compañeras de investigación, unos días antes de comenzar el trabajo de campo al que me empecé a aproximar con la grave sospecha de que lo que iba a hacer no iría por otra vía distinta a las relaciones de colonización micropolíticas y biopolíticas que el ejercicio antropológico, en mayor o menor medida, siempre ha establecido. Sospecha de la que aún hoy no me deshago y no pienso deshacerme, pues si hay algo que también he aprendido con esta investigación es que, a pesar de intentar comprometerme a mí y a todo el equipo en trabajos que van más allá de la etnografía propiamente dicha, las relaciones (pos)coloniales que están detrás de los padecimientos de quienes me han ayudado a armar sus relatos deben ser desestructurados, porque ningún trabajo, acompañamiento o gesto que pueda hacer la etnógrafa más consciente o comprometida desarticulan estos aparatos de enfermedad, dolor y muerte.

Por eso, como mostraré en los siguientes dos apartados, la investigación colaborativa que terminó planteándose en la relación con todxs ellxs, requirió de gestos muy personales y de construir relaciones afectivas y de cuidado, que pasaron por gestiones de asuntos inmediatos y otros un poco más mediatos.

Cuidar, ser cuidada y abandonar

En cierta medida soy una cuidadora y eso supone desplegar una serie de estrategias para cubrir los vacíos de cuidado que dejo cuando viajo a campo: Mis animales de compañía, mi madre, mi compañerx -persona no binaria, que poco quiere ingresar al mundo de afuera-, todos ellos resienten mi ausencia con paciencia y comprensión, también la aprovechan para darse un respiro de mis aires maternales de los que a menudo se burlan cariñosamente; de todos modos sé que debo establecer algunas condiciones para su supervivencia física y emocional en mi ausencia, que paradójicamente implican delegar en otra mujer migrante a quien, aunque trato con dignidad como trabajadora del cuidado, no deja de ser alguien de quien recibo y recibimos plusvalía emocional y material en medio de las tramas del cuidado. Esto es, supongo, lo que hacen la mayoría de investigadoras que a la vez son cuidadoras.

Por otra parte, hacer una etnografía multisituada supone estar expuesta a entornos simbólicos y culturales que afectan la propia materialidad y significado del cuerpo. En los momentos de viaje siempre experimenté una inversión de papeles, pasaba de ser cuidadora a ser cuidada por redes gigantescas de personas que han participado de la investigación como investigadoras, como voces de la narración de trabajadorxs del cuidado migrantes o como amigas. En mi experiencia de dos años de desplazamiento por las seis ciudades (Cartagena, Medellín, Cali, Bogotá, Madrid y Barcelona), mis redes de amigas y amigxs fueron definitivas en los cuidados que a menudo recibí. Mis compañeros y compañeras de investigación, todos más jóvenes que yo, se han convertido en mis cuidadoras y cuidadores emocionales y soportan, con cariño y con (im)paciencia, mis exigencias, mis debilidades, mi jerarquía configurada en un sistema académico que se fundamenta precisamente en la construcción de la autoridad: Ellos creen en mí y dudan de mí, de manera que no estoy sola. Todxs ellxs se aseguraron de que las a veces insuficientes condiciones materiales para hacer el trabajo de campo se paliaran con una cama limpia, un espacio de trabajo, una comida, un masaje.

Dos mujeres, una en Cali y otra en Barcelona, me dieron masajes, otras cuantas con las que he construido el relato, que es el corazón de la etnografía, me proporcionaron fórmulas caseras para curar mis oídos, muchas me ofrecieron alojamiento, unas escucharon mis quejas o preocupaciones, otras me regalaron sus bordados -como las mujeres de la Loma en Medellín de quienes supe, unas semanas después de haberlas visitado, que estaban siendo nuevamente asediadas-, o me tejieron pulseras -como la que me dio María del Mar en la cárcel MECO en Madrid, a la que ingresó unos meses después de contarme la historia de violencia y acoso sexual y laboral que terminó en una acusación mentirosa por robo contra ella y que, por supuesto, María del Mar se ha negado a reconocer-. Pueden ser devastadoras las implicaciones de aceptar la culpabilidad sobre algo que no se ha hecho. Sin embargo, lo que más me hizo pensar de la visita que le hice en la cárcel, es que ella estaba mucho mejor ahí, en esa institución de encierro, que en la casa en la que trabajaba como cuidadora de un anciano y en donde hice las dos primeras entrevistas. Entre llantos de angustia, rabia y desconcierto me pedía que contara cómo tratan a las mujeres migrantes en España.

Desde que conocimos su historia, junto con Marta Arboleda del Servicio Doméstico Activo (Sedoac), y luego en el momento más crítico, generamos una red de apoyo transnacional para tratar de evitar que fuera a la cárcel, ese aparato ideado por un orden social racista, xenofóbico y misógino que le hincó los dientes. Son muy recurrentes las historias de mujeres trabajadoras del cuidado, particularmente de empleadas domésticas, en las que la acusación de robo se usa como un dispositivo de control y dominación. Es tan grave este tipo de acusación que no solo lacera la dignidad de estas mujeres, sino que pone en riesgo su libertad, su eventual migración y su posibilidad de existir. Siete meses después de escribir el primer manuscrito de este artículo, María del Mar me escribió para contarme que ya estaba libre.

Por otra parte, también son muchas las labores de cuidado que hemos hecho desde el equipo con quienes nos han ayudado a hacer la etnografía, en particular, María de los Ángeles en Cali, Laura en Bogotá, Alí en Cartagena, y yo itinerante, nos hemos comprometido con gestos de cuidado, que en el ámbito académico tal vez serían leídos como inadecuados, pero que son actos que cualquiera tendría en un intercambio de dones entre sociedades o comunidades.

La etnografía es, por hacer uso de las ideas de Mauss (1979), un intercambio de dones mediado por reglas de generosidad y por la obligación ética, política e incluso comercial de dar, recibir y devolver. En este caso, el intercambio se ha construido a partir de un marco ético, político y epistemológico feminista y de cuidado, desde la relación con quienes nos comparten sus historias que a su vez compone una serie compleja de flujos de información, afectos y capitales, sobre todo simbólicos, que implica compartir un conjunto de responsabilidades políticas de las que hablaré a continuación.

Intentar una investigación colaborativa, no extractiva

Desde un comienzo estuvo presente mi preocupación por hacer de esta etnografía una experiencia de investigación no extractiva. En el diseño del proyecto y en el protocolo ético planteé como una investigación la participación en actividades propias de la agenda organizativa y política de personas y colectivos sujetos del estudio, relacionadas con asuntos de migración y cuidado, lo que en realidad significaba apoyar a las organizaciones en sus procesos. Además formulé desde un principio, y con más detalle en el protocolo de investigación (Esguerra Muelle 2016), que el ejercicio etnográfico implicaría que lxs investigadorxs estuviesen dispuestxs a intercambiar conocimientos, apoyar procesos de fortalecimiento de la organización y hacer la canalización para la atención de problemas inmediatos o más mediatos de la organización y las personas, concernientes a migración y cuidado que fueran detectados durante el trabajo de campo. También propuse que lxs investigadorxs que me acompañarían fueran jóvenes investigadorxs tocadxs por la migración, en lo posible situadxs en el aparato racial y de género como otrxs y conocedorxs de su contexto geopolítico.

En adición, acordamos hacer procesos de contención que podrían implicar, en términos emocionales, la construcción de relatos para las personas que nos abrían sus vidas, así como en los casos en donde el ejercicio de construcción colectiva de las narraciones suscitaran situaciones que afectaran emocionalmente a las personas. También previmos atender requerimientos asociados a derechos relacionados con asuntos migratorios o de trabajo del cuidado. Para ello, dispusimos de todos los conocimientos y capitales que teníamos, como personas, organizaciones investigadoras o participantes del estudio. Uno de los productos previstos en la formulación oficial del proyecto fue un breve informe sobre conocimientos aportados por el equipo a los grupos y sujetos que hicieron parte de la investigación, a partir del enfoque participativo del estudio.

De manera general, tratamos de establecer con lxs participantes círculos de confianza y redes de cuidado mutuo y colectivo. También para proteger la seguridad del equipo, en particular, porque éramos conscientes de la exposición específica que podíamos tener por ser leídas como mujeres o sujetos feminizados externos en aquellos lugares en donde el conflicto armado y social está vivo.

Hasta este momento hemos acompañado -en la medida de las condiciones que implica hacer una etnografía multisituada- las agendas organizativas de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd), principalmente en Bogotá, Medellín y Cartagena; del Sindicato Nacional de Trabajadores al Cuidado de la Infancia y Adolecentes del Sistema Nacional de Bienestar Familiar (Sintracihobi) en Colombia, particularmente en Bogotá; del Sedoac en Madrid; del Sindicato de Trabajadoras del Hogar Sindillar, las Kellys y Las Libélulas -asociación de mujeres bolivianas trabajando en el servicio doméstico- en Barcelona. Además, hemos participado en diversas movilizaciones y eventos como la Tancada Migrante (Barcelona, junio de 2018), audiencias en el Congreso de la República de Colombia, el paro de Sintracihobi (febrero y mayo de 2017), la Tabula de Cuidados (Barcelona, octubre de 2017), talleres del Sedoac y muchas otras actividades similares.

Hemos establecido puentes con oficinas de abogados, con varias universidades en Cali, Cartagena, Medelín, Bogotá, Barcelona y Estados Unidos, con congresistas e instituciones locales, nacionales e internacionales, con espacios de representación como la Mesa Intersectorial de Economía del Cuidado en Bogotá, desde donde participamos en actividades de incidencia en el proceso lesgislativo de fast track que desarrollaría los acuerdos de paz entre el gobierno nacional y las FARC-EP, en lo concerniente al cuidado, desplazamiento, migración, destierro y ruralidad, por mencionar solo algunas.

Trabajamos para constituir una “Alianza por el trabajo doméstico en Colombia”, en particular apoyar la agenda de la Utrasd, del Sindicato de Trabajadoras del Hogar e Independientes (Sintrahin) y de otras organizaciones de empleadas del servicio doméstico en el país, de la que hacen parte algunos miembros del equipo, otras mujeres y organizaciones feministas. También hemos formulado proyectos que puedan quedar en manos de organizaciones como la Fundación Néctar de Cali, dirigida por mujeres migrantes trabajadoras del cuidado, con un impresionante trabajo político desde una consciencia racial y de género, pero ahogada por la falta de recursos.

Es decir, la investigación ha tenido una agenda política siempre ligada al trabajo etnográfico, que nos ha implicado un volumen de tareas que, en muchas ocasiones, han estado en detrimento de la atención y el cuidado más “cara a cara” con las personas con las que hemos construido el relato etnográfico, de nosotrxs mismxs y de nuestros entornos de cuidado. Esto no debe interpretarse como que no hemos atendido esa dimensión micro y personal de cuidado, sino que, más bien, este tipo de trabajo colaborativo ha implicado para el equipo unas exigencias de trabajo emocional que a veces nos sobrepasan y generan déficits en nuestros propios entornos.

La posibilidad de dar continuidad a estas acciones dependen de mi propia posbilidad de permanecer en la academia, es decir, de contar con un respaldo institucional y de tener asegurada mi reproducción simbólica y material: de tener empleo. Cuando escribí el primer borrador de este artículo yo estaba a punto de quedarme desempleada, situación que no se prologó gracias a mi incorporación como investigadora del Instituto Pensar de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia).

El trabajo colaborativo y la etnografía multisituada feminista que he querido plantear requieren de un sostenimiento en el tiempo, que no permiten las condiciones de neoliberalización de la academia y el entorno universitario. Este artículo hace parte de mi esfuerzo por sobrevivir en ese contexto, de mi posibilidad de reproducirme como investigadora, de mantenerme viva en la academia. Para pensar de manera seria en una etnografía feminista, es preciso también analizar las condiciones materiales y simbólicas de producción del conocimiento que están en la base colonial de la academia occidental y occidentalizada.

A pesar de todo esto, sé que de una u otra manera he abandonado a muchas, cuyos nombres recuerdo: sé que están atrapadas, que posiblemente se abrió una herida con el relato contado y que entre la urgencia de acumular sus historias y cumplir con las exigencias investigativas, las abandoné.

Sé que no se trata de asumir personal o grupalmente una postura ética, política y epistemológica frente a las y los sujetos de las investigaciones, sino de unas condiciones y relaciones de producción del conocimiento en donde parece ser cada vez menos posible. Por eso es necesario, por lo menos, cuidar la escritura, asunto que trataré en lo que sigue.

Cuidar la narración: escribir en clave etnográfica feminista

A pesar de todo, es preciso creer que las palabras, que son nuestra cárcel, también pueden ser una grieta, una fisura en el muro. A pesar de sentir en muchos momentos que he abandonado a mis interlocutorexs, aunque los esfuerzos por no hacerlo hayan sido ingentes y los que en parte se derivan de mi moral cristiana que, a pesar de mis conscientes desobediencias, no deja de estar en mi trama cultural y ética de cuidadora, pienso que es fundamental encontrar la manera para narrar estas historias, para conjurar la subalternidad que las soterra.

Para redondear mi reflexión quisiera entonces preguntarme cómo podría ser en clave feminista la escritura que acompañaría esta etnografía multisituada. Sin tener del todo resuelta esta pregunta, creo que es imposible darla por clausurada. No obstante, encuentro una clave en la escritura de Svetlana Aleksievich, en particular en su libro War’s Unwomanly Face (La guerra no tiene rostro de mujer) (1988), en el que propone un tejido a partir de los relatos de las mujeres a las que entrevista. Esta podría ser una buena vía para hacer una escritura etnográfica, no cargada por las intrusiones teóricas o lo análisis academicistas en donde resuenen las palabras de quienes me y nos confiaron sus historias.

Por otro lado, creo que pueden ser alternativas para la escritura etnográfica en clave feminista el proyecto llamado “Cuidado de la memoria y memoria del cuidado” que hemos empezado a desarrollar con estudiantes de distintas universidades y que consiste en la elaboración de piezas textiles que se constituyan en objetos de representación y memoria de las historias y las cartografías de lxs trabajadorxs del cuidado migrantes. También pueden ser alternativas el escribir en medios de comunicación masivos en un registro más periodístico o el usar otros lugares multimodales del discurso como la producción audiovisual.

Por supuesto, con estas propuestas nos enfrentamos al problema de la autoridad antropológica que no solo se basa en el estar allí, sino en el registro escritural exigido por el canon y la industria académica. Sin embargo, no es posible pensar en una etnografía feminista sin pensar en los dispositivos coloniales estructurales y estructurantes de la academia. Uno de ellos es la construcción de la autoridad mediante el uso de un registro lingüístico académico tanto en sus manifestaciones orales como escritas. Parte de esa disrupción empieza con este artículo y, paradójicamente, también la reproducción de esas normas de la industria académica y editorial.

Conclusiones

Como mencionaba al inicio, en el segundo apartado, las reflexiones que nos llevan a preguntarnos por si es posible hacer una etnografía feminista parten primero, de desenmascarar la aparente relación respetuosa entre investigadora-investigado; segundo, de preguntarse por la participación de mujeres no blancas en la producción etnográfica y por la posición de insider; tercero, por la indisoluble relación entre investigación, activismo y práxis en la configuración de las políticas desde un análisis y una acción sobre sistemas de poder generadores de desigualdad; y cuarto, por el lugar del cuerpo, las experiencias sensoriales y las emociones en el trabajo etnográfico.

Para resumirlo de otro modo, si consideramos que la etnografía feminista es una que fundamentalmente se pregunta por a) las relaciones de poder y las desigualdades derivadas de la operación simultánea y co-constituiva de sistemas de opresión, que son paradójicamente sistemas de representación y agencia (como el género, la raza, la etnicidad, la clase, la sexualidad) y b) por las relaciones éticas, epistémicas y de poder entre investigadora y sujetos de investigación, entonces creo que hay varios motivos por los que podría decir que estamos intentando una etnografía multisituada feminista -con este proyecto y con las reflexiones y trabajos de investigación y activismo que lo antecedieron-.

A la vez, soy consciente de que todo el trabajo investigativo y esta reflexión sirven fundamentalmente para reproducirme a mí como investigadora, es decir, para mantener las desigualdades que hay entre las personas que son “carne migratoria y de cuidado” (Esguerra Muelle, Ojeda y Fleischer 2019) -para hacer una analogía con las expresiones “carne de cañón” y “carne de prisión”- y yo, una persona ungida por una serie de capitales. Al mismo tiempo, aclaro que pronunciar esta autoconciencia no quiere significar la negación de la capacidad de agencia de las personas con las que he trabajado en esta etnografía, pues el trabajo del equipo etnográfico puede ser útil, pero para ser sincerx, también sé que no es indispensable. Tengo la esperanza, en todo caso, de que un artículo como este pueda tener un valor pedagógico para quienes no han sido ni serán o para quienes han sido y serán mis estudiantes, y que ellxs algún día puedan ampliar esta frontera difusa desde donde escribo, desde donde trabajo.

Hechas estas reflexiones, podemos decir que nuestro intento por hacer una etnografía feminista se relaciona con varios aspectos. En primer lugar, por la elección de ciertas influencias epistemológicas y metodológicas que han sido críticas frente al paradigma positivista y a la colonialidad del saber, y al colonialismo que estructura toda la academia, en particular a la academia antropológica. Plantear una aproximación situada, interseccional, heterárquica y descolonial de un asunto que fundamentalmente afecta a los sujetos devaluados por el sistema de “sexo género moderno colonial” -acompasado con un sistema racial y de clase, fundado en el régimen cisgenerista y heterosexual-, como mujeres, sujetos feminizados o expulsados de la feminidad -convertidos en “carne migratoria y de cuidado”-, no es una elección al azar e intenta aportar un análisis de cómo desestructurar relaciones de explotación en todos esos niveles interconectados.

En segundo lugar, creo que los motivos y motivaciones políticas que hay detrás de la elección del campo de estudio y la forma de proceder frente a ese campo a través de una etnografía multisituada, colaborativa y no extractiva son producto de largas reflexiones hechas no solo en el contexto de la academia, sino en el entorno político personal y organizativo. La etnografía que tratamos de plantear rebasa los límites de la academia y se riega por la vida diaria, no puede ser contenida por las herramientas, las técnicas o los métodos que se plantean en un ejercicio de elección racional en un comienzo, sino que a cada momento se convierte en una forma de estar, ya sea política, ética, emocional o sensorial.

En tercer lugar, toda esta reflexividad y referencias personales que me he permitido en este artículo atraviesan mi corporalidad y mi corporeidad, mis experiencias emocionales y sensoriales, en las que no estoy ni soy sola, sino con las redes de trabajo etnográfico, de cuidado y narrativas que se confunden en esa etnografía ya desbordada. Y por supuesto son redes de poder en permanente negociación, pero ¿cuáles son las posibilidades transformadoras de esa negociación? No están claras, solo el devenir de este trabajo lo dirá.

Habría que señalar que esta experiencia etnográfica está bajo amenaza constante por la operación de una academia cada vez más neoliberalizada, atenta al hambre de la poderosa industria editorial, del sistema de referencia y cotrarreferencia y de las clasificaciones en la industria académica. Una academia que siempre ha tenido un sustrato colonial, que difícilmente no replicaremos en nuestros ejercicios etnográficos, a pesar de nuestras buenas intenciones, principalmente porque hemos sido engendradxs por ese dispositivo colonial que plantea unas condiciones micro, meso y geopolíticas de producción de conocimiento absolutamente desiguales entre personas, regiones, disciplinas. A la vez que hace proliferar jerarquías entre campos de estudio, que se mantienen mediante la administración de presupuestos y las modalidades de búsqueda de financiación por parte de las universidades y, por supuesto, producto de la departamentalización moderna del conocimiento.

Por último, no puede ser que con esfuerzos ingentes de cuidado y de trabajo, otra vez cargados sobre los hombros de individuos u organizaciones diminutas, podamos esperar cambios sociales, culturales y económicos respecto a las desigualdades simbólicas y materiales y al desbalance del poder. Plantear y hacer una etnografía feminista lamentablemente no quiere decir que las relaciones de poder que intenta cuestionar se transformen de manera automática, y menos de manera drástica, que es lo que urge en este momento. Sin embargo, tampoco podemos renunciar a creer en la capacidad de rebeldía, oposición y práctica de conjuro de la subalternización que hay en el ejercicio de hablar, escuchar y escribir y en las prácticas micropolíticas de las que he tratado de dar cuenta en esta reflexión.

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Cómo citar este artículo: Esguerra Muelle, Camila. 2019. “Etnografía, acción feminista y cuidado: una reflexión personal mínima”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 35: 91-111. https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.05

* Este artículo es producto del proyecto postdoctoral de investigación “Migración y cadenas globales de cuidado”, ganador de la convocatoria Interfacultades 2017-2018, de la Vicerrectoría de Investigaciones y el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo (Cider), Universidad de los Andes, Colombia. Agradezco a la profesora Friedericke Fleischer, quien avaló mi trabajo como co-investigadora, y a Ivette Sepúlveda, Laura Castrillón Guerrero, María de los Ángeles Balaguera, Alí Majul, Gian Carlos Delgado Huertas y Eliza Enache, asesoras y asesores de campo. Por último, mis siempre insuficientes agradecimientos a las más de 130 mujeres cisgeneristas, lesbianas y trans y hombres transexuales que participaron en esta investigación y quienes me han permitido acompañarlos en sus espacios cotidianos y políticos, si es que acaso eso pueda separarse.

1Entrecomillo mujeres porque algunas de ellas no se consideran mujeres, tampoco hombres ni personas trans.

2Con esta expresión me refiero a las historias personales y encarnadas de las trayectorias migratorias, a los niveles anátomo y micropolítico de las migraciones que quedan obliterados en las narrativas sobre asuntos estructurales migratorios, muy propias de ciertas disciplinas que omiten la experiencia encarnada transnacional de personas migrantes.

3Me permitiré usar esta “x” a lo largo del texto para hacer una tachadura del género, en todo caso que la experiencia de género de muchas de las personas con las que intento construir relatos, es casi siempre impronunciable o está encarcelada en las estructuras lingüísticas del género de cada lengua.

4Se refiere al proceso de producir posiciones de alteridad y subalternización o de producir a unos otros distintos y constitutivos del ego enunciador, en este caso desde la etnografía.

Recibido: 30 de Junio de 2018; Aprobado: 25 de Febrero de 2019

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