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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

versión impresa ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.41 Bogotá oct./dic. 2020

https://doi.org/10.7440/antipoda41.2020.01 

Meridianos

Políticas de la evidencia: entre posverdad, objetividad y etnografía*

Politics of Evidence: Between Truthfulness, Objectivity, and Ethnography

Políticas da evidência: entre pós-verdade, objetividade e etnografia

Marina Weinberg** 

Marcelo González Gálvez*** 

Cristóbal Bonelli**** 

**Universidad Católica del Norte, Chile / Universiteit van Amsterdam, Holanda. Ph. D. en Antropología Cultural de la Binghamton University-SUNY, Estados Unidos. Profesora asistente del Instituto de Arqueología y Antropología, Universidad Católica del Norte (UCN), Chile. Investigadora responsable de la Línea Chile del European Research Council (ERC) Starting Grant “Worlds of Lithium”. Investigadora del Núcleo TraGeMA-UCN (Estudios sobre Trabajo, Género y Minería en el Desierto de Atacama). Entre sus últimas publicaciones están: “Agricultores familiares, ¿y después? Impacto de la inclusión de organizaciones indígenas a la estructura estatal”. Chungara. Revista de Antropología Chilena 51, n. º 2 (2019): 693-709, http://dx.doi.org/10.4067/S0717-73562019005001305; “Especies compañeras después de la vida: pensando relaciones humano-perro desde la región surandina”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 36 (2019): 139-161, https://doi.org/10.7440/antipoda36.2019.07 «marina.weinberg@ucn.cl»

***Pontificia Universidad Católica de Chile Ph. D. en Antropología Social de la University of Edinburgh, Escocia. Profesor asistente de la Escuela de Antropología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre sus últimas publicaciones están: (en coautoría con Piergiorgio Di Giminiani y Giovanna Bacchiddu) “Theorizing Relations in Indigenous South America: An Introduction”. Social Analysis 63, n. º 2 (2019): 1-23, https://doi.org/10.3167/sa.2019.630201; “El lakutun mapuche-pewenche y los límites étnicos del parentesco”. Antropologías del Sur 10: 55-70, http://revistas.academia.cl/index.php/rantros/article/view/1069 «magonzalezg@uc.cl»

**** Universiteit van Amsterdam, Holanda Ph. D. en Antropología de la University of Edinburgh, Escocia. Profesor asociado del Departamento de Antropología, Universiteit van Amsterdam, Holanda. Investigador principal del European Research Council (ERC) Starting Grant “Worlds of Lithium”. Entre sus últimas publicaciones están: “Spectral Forces, Time and Excess in Southern Chile”. En The World Multiple Everyday Politics of Knowing and Generating Entangled Worlds, editado por Keiichi Omura, Grant Jun Otsuki, Shiho Satsuka y Atsuro Morita (Nueva York: Routledge Advances in Sociology, 2019): 123-139; “On People, Sensorial Perception, and Potential Affinity in Southern Chile”. Social Analysis 63, n.o 2 (2019): 66-80, https://doi.org/10.3167/sa.2019.630204 «c.r.bonelli@uva.nl»


RESUMEN

A lo largo de las últimas décadas, diversas sensibilidades analíticas dentro de las ciencias sociales y, en particular, dentro de la antropología, han intentado descolonizar la alteridad con la creación de nuevos espacios conceptuales y empíricos que respeten y den lugar a la coexistencia sociomaterial de mundos múltiples. Abrazando este proyecto intelectual y cosmopolítico, este artículo explora conceptual y etnográficamente qué tipo de evidencias surgen en distintos modos de hacer mundo, desde la premisa de que no sabemos qué es la evidencia hasta no conocer cuáles son sus capacidades. A partir de un análisis crítico a dos perspectivas que posibilitan una peligrosa clausura frente a otros posibles horizontes, a saber, la posverdad y la ciencia objetivadora, en este texto consideramos la etnografía como una aliada fundamental en el intento colectivo de hacer espacio para otros mundos. Así, nos interesa multiplicar la noción de evidencia más allá de su comprensión como artefacto moderno. Para estos fines, sugerimos la idea de evidencia para hacer pensar como heurística que da cuenta de la hiperreflexividad relacional necesaria al momento de cuestionar la ausencia del pensar propia de la posverdad y la univocidad propia de la evidencia moderna. Luego de esta discusión, se presentan los artículos que forman parte de este dosier y la manera en que creemos promueven esta evidencia respetuosa de todos los mundos posibles.

PALABRAS CLAVE Colaboración; democracia; etnografía; evidencia; multiplicidad; mundo unívoco

ABSTRACT

Throughout the last decades, a number of analytical sensibilities within the social sciences, and in particular within anthropology, have endeavored to decolonize alterity by creating new conceptual and empirical spaces that respect and make room for the sociomaterial coexistence of multiple worlds. Embracing this intellectual and cosmopolitical project, this article explores, conceptually and ethnographically, what kind of evidence emerges in different worldings, from the premise that we do not know what evidence is until we know what its capabilities are. Based on a critical analysis of two perspectives that afford a dangerous foreclosure to other possible horizons, namely, post-truth politics and objectivizing Science, this article considers ethnography as a fundamental ally in the collective attempt to make space for other worlds. We are thus interested in multiplying the notion of evidence beyond its understanding as a modern artifact. To this end, we suggest the idea of evidence to make think as a heuristic that accounts for the necessary relational hyperreflexivity needed to questioning the absence of thought, which is inherent to post-truth politics univocality of modern evidence. Following this discussion, we present the articles that are part of this dossier by foregrounding how they promote this respectful evidence towards many possible worlds.

KEYWORDS Collaboration; democracy; ethnography; evidence; multiplicity; univocal world

RESUMO

Ao longo das últimas décadas, diversas sensibilidades analíticas das ciências sociais e, em particular, da antropologia, vêm tentando descolonizar a alteridade com a criação de espaços conceituais e empíricos que respeitem a coexistência sociomaterial de mundos variados e deem lugar a ela. Abraçando esse projeto intelectual e cosmopolítico, este artigo explora conceitual e etnograficamente que tipo de evidências surge em diferentes modos de fazer mundo, a partir do princípio de que não sabemos o que é a evidência até não conhecermos quais são suas capacidades. Com base em uma análise crítica de duas perspectivas que possibilitam um perigoso encerramento ante outros possíveis horizontes, a saber, a pós-verdade e a ciência objetivadora, neste texto, consideramos a etnografia como uma aliada fundamental na tentativa coletiva de criar espaço para outros mundos. Assim, interessa-nos multiplicar a noção de evidência para mais além de sua compreensão como artefato moderno. Para isso, sugerimos a ideia de evidência para fazer pensar como heurística que demonstra a hiperreflexividade relacional necessária na hora de questionar a ausência do pensar próprio da pós-verdade e da univocidade da evidência moderna. Após a discussão, são apresentados os artigos que fazem parte deste número e a maneira na qual acreditamos que promovem essa evidência respeitosa de todos os mundos possíveis.

PALAVRAS-CHAVE Colaboração; democracia; etnografia; evidência; multiplicidade; mundo unívoco

Si alguien emprende una expedición, decidido a probar determinadas hipótesis, y es incapaz de cambiar en cualquier momento sus puntos de vista y de desecharlos de buena gana bajo el peso de las evidencias, no hace falta decir que su trabajo no tendrá ningún valor. (Bronislaw Malinowski [1922] 1986, 26)

En febrero de 2017, Marina y Cristóbal participaron de una marcha por la defensa del agua del salar de Atacama (norte de Chile) y en contra de la sobreexplotación de acuíferos por parte de las empresas extractivistas de litio. En respuesta a una invitación abierta, realizada a través del grupo de WhatsApp del pueblo de San Pedro de Atacama, se reunieron con los organizadores de la caminata para comprender mejor los objetivos de la iniciativa. La marcha era liderada por la señora Sofia, mujer atacameña que había convocado a una gran diversidad de participantes -pobladores locales, unos pocos turistas, algunos activistas, investigadores y científicos invitados, entre otros-1. Aquel día, escucharon por primera vez uno de los argumentos centrales con los que este colectivo defendía las aguas del salar: se trataba de la defensa de la existencia, fuertemente amenazada, de microorganismos extremófilos -bacterias que viven en condiciones extremas-. Al iniciar la caminata por el salar, la señora Sofia nos dijo: “Los extremófilos tienen la memoria del planeta”, y prosiguió acongojada: “Ellos tienen tanta información que duele ver cómo algunos con un afán económico destruyen ese conocimiento, eso es imperdonable”. Parecía entonces que el entusiasmo, curiosidad y protección sobre estas bacterias nacían desde la convicción de la líder convocante respecto al rol del conocimiento científico y su capacidad para generar evidencias “válidas” sobre la vida en el desierto. Este interés, no obstante, era parte de una estrategia consciente que sostiene que la evidencia científica ayuda a validar algo que los atacameños ya saben: que, a diferencia de lo que supondría el sentido común, hay mucha vida en el desierto.

El cruce de estos caminos inicialmente paralelos entre científicos y atacameños permitiría constatar la existencia de una vida que merece ser defendida, aunque sea difícil advertir su existencia. De hecho, incluso en términos biológicos, el desierto de Atacama había sido considerado por mucho tiempo como un lugar donde la vida se hallaba ausente. Actualmente, gracias a los desarrollos de la secuenciación del ADN, varias investigaciones en microbiología se han dedicado a aprender sobre la alta diversidad de vida existente en estos ecosistemas dominados por vida microbiana (Dorador et al. 2009). Sin embargo, mientras para los microbiólogos el agua ofrece las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida, para los pobladores originarios del desierto de Atacama el agua, en sí misma, es vida. Esta “verdad atacameña”, para Sofia, no tenía la potencialidad de ser aceptada como un “hecho” en el mundo “occidental”:

Uno puede hablarle al agua, porque el agua es un ser noble, con el que es posible conectarse; el agua es un ser vivo, la gente del desierto tiene ese conocimiento, pero nadie lo va a validar. Ese conocimiento para Occidente es una locura. Por eso, es tan importante trabajar con la ciencia, porque ellos nos avalan al menos una parte, que hay vida en el desierto, en un momento en que vemos cómo el oasis va decreciendo en vez de crecer, en el que constatamos cómo va quedando poca agua en los ríos. (Entrevista con los autores, febrero de 2017, San Pedro de Atacama, Chile)

***

Hace siete años, Marcelo recibió a través de un correo electrónico una peculiar invitación. Un terrateniente norteamericano, John, lo invitaba a pasar algunos días en su fundo de Neuquén (sur de Argentina), para contarle in situ una situación que lo aquejaba y para la cual requería de sus servicios como antropólogo. Sin querer contar detalles en un principio, John cedió ante la insistencia y accedió a contarle remotamente su inquietud. En las vecindades de su estancia, a principios del siglo XXI, se había conformado una comunidad mapuche que, según él, tenía un supuesto origen específico en territorio chileno. Dicha comunidad había comenzado con obstinados reclamos sobre terrenos que, para el norteamericano, eran de su propiedad. Para convencer al antropólogo de la inverosimilitud del reclamo indígena, John se extendió en lo que a él le parecía una “ficción indecisa”. En principio, este grupo habría reclamado un terreno sagrado en un lote vecino. Luego, por un par de años, el terreno sagrado habría estado signado por un viejo laurel en otro lugar. Finalmente, la demanda recayó sobre el patio del latifundista, en tierras que rodeaban un maitén de poco más de diez años de antigüedad. Para fortalecer su argumento, John contaba que él mismo había hablado con comunidades indígenas tradicionales del área y que, sin excepción, todas le habían señalado que nunca habían atestiguado ni escuchado de ceremonias en las áreas mencionadas, ni tampoco de la presencia en el lugar de algún especialista ritual. Asimismo, peritos legales habían visitado la estancia y no habían encontrado evidencia alguna que pudiese señalar que el lugar hubiese servido en algún momento como espacio ceremonial. No obstante, ahora habría aparecido de la nada una mujer autoidentificada como machi (chamán) que sostenía que el maitén de su patio era el centro de un campo ceremonial ancestral. John afirmaba que sus vecinos mapuche, las comunidades tradicionales del lugar, sostenían que estos terrenos eran comunes, que habían sido incluso ocupados en el pasado como áreas de pastoreo, pero ahora esta nueva comunidad sostenía que no podía realizar sus actividades ceremoniales en ningún otro lugar más que en torno al maitén. Y, hay que considerar, señalaba como un último énfasis que ninguna persona de este grupo había asistido a alguna ceremonia mapuche hasta hace unos cuantos años.

Luego del relato, vino la solicitud. Esta persona necesitaba un especialista que ratificara lo que, en ausencia de toda evidencia para él sensata, le resultaba una obviedad: no existía ningún sitio ceremonial en su propiedad y el maitén de su patio era un árbol ordinario, sin ninguna cualidad particular. Más específicamente, esta persona requería de alguien que escribiese un informe que definiera de manera extensiva qué podía ser considerado como un área ceremonial para los mapuche y que explicara las razones por las cuales su propiedad no cabía dentro de esa definición. John requería, como él lo llamó, “un informe científico”. Sin pensarlo mucho, Marcelo respondió que no le era posible realizar lo que se le estaba solicitando, particularmente porque no creía que se pudiese asumir lo que John estaba asumiendo sin mensurar la complejidad del fenómeno in situ y porque, con base en su experiencia de campo, en realidad era muy poco probable que tuviese asidero lo que él estaba proponiendo. Después de esta respuesta negativa, Marcelo nunca más volvió a escuchar sobre John ni sobre su conflicto.

***

Nuestra intención al comenzar este texto con estas viñetas es presentar vívidamente algunos de los aspectos y motivos que nos estimularon a pensar y dialogar en torno a la temática que da pie a este número especial de Antípoda. Ambas experiencias, que en principio aparecen como diametralmente opuestas, en cuanto una manifiesta un reclamo por el reconocimiento de derechos colectivos de lo humano y lo no-humano, mientras la otra escenifica la búsqueda y defensa de un asunto de propiedad individual, nos permiten poner de manifiesto y reflexionar sobre la manera en la que se moviliza el saber experto. Asimismo, nos invitan a pensar, de manera radicalmente cruda, cómo es que la evidencia puede ser empleada como una herramienta al servicio de la aseveración, protección o destrucción de distintos modos de vida. En efecto, ambos casos también manifiestan un abierto punto de comunión, contextualizados en el avance de intereses privados sobre territorios ancestrales, a fin de objetivarlos y reconocerlos directamente como mercancía. La liberalización y destrucción de los territorios a través de procesos extractivos masivos se han ido multiplicando a escala planetaria. Esa concentración sin límites de capital en detrimento de la vida humana y no-humana nos hacen ineludible la necesidad de tomar posición al respecto como personas y, en nuestra práctica profesional, también como antropólogos. Este número encarna esta toma de posición y lo hace a partir de cómo la exploración etnográfica, interesada en la producción de evidencias, genera, ella misma, un tipo singular de evidencia.

En estos dos ejemplos vislumbramos también la potencialidad, a través de la producción de evidencia (microbiológica y antropológica), de hacer territorio de maneras diversas. Por un lado, vemos objetivos colectivos relacionados con la protección de ecologías comunitarias, históricas y ahistóricas, y así también una defensa incuestionable a la coexistencia de mundos, humanos y no-humanos. Por otro, observamos una búsqueda individual por demarcar una propiedad, excluirla de su existencia imbricada con otros, y así impedir la existencia misma de esos otros erigiendo el mundo unívoco del extractivismo, a través de la negación, la violencia y la destrucción (Gudynas 2013). De modo más específico, la evidencia de vida buscada en el desierto es considerada como un espacio de convergencia para luchas divergentes, donde se construye una zona estratégica generadora de alianzas a partir de la constatación científica de la vida de microorganismos, allí donde algunos pensaban que la vida no existía. Simultáneamente, la evidencia buscada en el sur de Argentina pretende la demostración de la ausencia de vida y apego, lo que habilitaría y justificaría la ocupación y explotación de un territorio específico.

Las pujas de interés y sentido que vemos en juego en estos dos casos funcionan como ejemplos de otras múltiples situaciones que se sitúan bajo lógicas y tensiones similares. Enmarcados en este contexto de disputa, subsunción e imposición hegemónica, vemos el rol de la antropología, encarnado en nuestras intervenciones, como abocado por completo a la creación de evidencia, no solamente como un artefacto moderno, sino más bien como propulsora de líneas de acción orientadas a desmontar la asumida y muchas veces supuesta separación moderna entre ciencia y política. Y es que aquello que aparece como una perogrullada desde nuestro posicionamiento como etnógrafos -el hecho de que en la investigación siempre hay una decisión intencionada respecto al tipo de vida que se quiere potenciar, defender y proteger, o por el contrario, denunciar y combatir- es extensible a todas las áreas del conocimiento, aunque en una mayoría de los casos se presuma lo contrario.

A nuestro entender, resulta imperioso e inevitable, en primera instancia, pensarnos como parte de ecologías amenazadas que, en definitiva, son las islas de resistencia a las que creemos apela y apoya nuestra disciplina y que han sido acalladas históricamente por la dominación ontoepistémica homogenizadora y universalista. Si bien el escenario planetario contemporáneo se nos presenta incierto y amenazante, es también una oportunidad para repensar y devolver valor a la colaboración y a la necesidad de prestar más atención, protección y cuidado a maneras alternativas, mundos múltiples, que pueden presentarse como espacios de creación de divergencia a la univocidad dominante (Rivera Cusicanqui 2015). A casi cien años de la publicación de Los argonautas del Pacífico occidental, de donde elegimos el epígrafe que abre esta presentación como una suerte de homenaje, queremos dejar en claro que si bien el espíritu positivista que impregnaba la antropología en aquel entonces ha sido ampliamente revisado, mantenemos fervientemente que la curiosidad, reflexión y revisión disciplinar que caracterizaban al método malinowskiano deben seguir siendo enaltecidas. La invaluable importancia del trabajo etnográfico persiste y consideramos que es aquello lo que, en definitiva, estimula la posibilidad de observarse y reflexionar sobre prácticas y evidencias otras, y nos permite seguir avanzando en direcciones que nos orienten a prácticas de mayor apertura ontoepistémica y de respeto hacia otros.

Para desglosar analíticamente nuestra comprensión, intentaremos posicionarnos en tres lugares diferentes, con aproximaciones disímiles del concepto. En primer lugar, para evitar cualquier mal entendido, diferenciaremos nuestra posición de cualquier asociación con un relativismo extremo y, en particular, con la posverdad, cuestión que se hace cada vez más necesaria en medio de la crisis mundial por la Covid-19. Posteriormente, ahondaremos un poco más en nuestra posición frente a una construcción acrítica de evidencia por parte de un modo de hacer ciencia que opera como si se hallase despegada de las redes sociomateriales y de poder a través de las cuales circula. Luego, nos referiremos a la construcción de evidencia antropológica y a cómo creemos que podría ser enormemente productiva en potenciar prácticas de construcción de evidencia que no se agoten en la antropología misma y que puedan ser abrazadas por las más diversas disciplinas. Finalmente, esbozaremos cómo los artículos que componen este número especial ejemplifican nuestra propuesta.

En contra de la posverdad: una aclaración preliminar y definitiva

Este número especial fue pensado colectivamente por nosotros tres, Marina, Marcelo y Cristóbal, hace más de un año. Como hemos señalado, desde el comienzo nos motivaba la necesidad de pensar etnográficamente cómo la creación de evidencia en mundos múltiples -que coexisten, se entraman, se repelen, conflictúan y superponen entre sí- podía problematizar la existencia de un mundo exterior y estable, susceptible de ser evidenciado y representado unívocamente (Omura et al. 2019; de la Cadena y Blaser 2018). Hace más de un año, nos proponíamos pensar -etnográfica y colectivamente- cómo procesos situados de producción de evidencia eran capaces de cuestionar los efectos nocivos impuestos por la univocidad hegemónica de la modernidad, así como el uso y abuso de cierta “objetividad” moderna como un argumento para “obligar” (Haraway 1988; Maturana 1992). Nos interesaba, entonces, explorar las articulaciones mundanas de ensamblajes que se engarzaban en la producción de evidencia de mundos posibles dentro de escenarios de opresión fuertemente caracterizados por la imposición de “un solo mundo” (Law 2015), muchas veces desplegado a través de violencia extrema (Bonelli 2019).

Conscientes de lo infértil que podía llegar a ser la simple denuncia en contra del imperialismo, el capitalismo, la modernización o el neoliberalismo como generadores de nuestra ruina planetaria -en efecto, todos estos procesos han sido inmunes a su denuncia, como señalan Haraway (2016), Moore (2016, 2015), Pignarre y Stengers (2005), entre otros-, nuestro interés inicial era el de iluminar la complejidad etnográfica situada de las políticas de la evidencia. Nos interesaba repensar el rol que puede tener el trabajo etnográfico en el arte de vivir en nuestro dañado planeta (Tsing et al. 2017). Hace más de un año, sin embargo, el mundo era otro. Con el paso de los meses, la aparición y expansión global de la Covid-19 hizo que nuestra reflexión y nuestra necesidad de pensar con historias etnográficas la producción múltiple de evidencia adquirieran otro cariz, otra urgencia. O tal vez la misma premura, pero amplificada.

Mientras escribimos esta introducción, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha declarado fervientemente que su país está en un “buen lugar”, en respuesta a declaraciones del Director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (National Institute of Allergy and Infectious Diseases), médico miembro de la Academia Nacional de Ciencias (National Academy of Sciences), que señalaba la necesidad imperiosa de sostener y fortalecer las medidas de prevención de contagio de la pandemia en el país. En la misma línea, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, antes de contraer él mismo el virus, declaró que la Covid-19 no era más que una gripezinha o resfriadinho y que debía tratarse con cloroquina, un fármaco utilizado para la prevención y tratamiento de la malaria y de algunas enfermedades autoinmunes, cuestión que no ha sido refrendada por ninguna asociación científica en el mundo. A seis meses del estallido de la pandemia en Occidente, Estados Unidos y Brasil son dos de los países que más infectados con el virus tienen en todo el planeta; el primero con poco más de cuatro millones y medio de casos a principios de agosto y el segundo con casi tres millones (WHO 2020, agosto 5). La investigación científica producida por los propios Estados y organismos internacionales muestra una realidad del virus que contradice la aproximación de estos mandatarios, quienes la niegan insistentemente y aparecen reproduciendo una aterradora banalidad del mal (Arendt 1999), fundada en una insondable incapacidad reflexiva, en una profundamente vulgar irreflexión o ausencia del pensar (Hartouni 2012). Como los criminales de guerra nazis, actúan como un tipo de ser humano incapaz de pensar más allá de sus blindados sí-mismos irreflexivos (Hartouni 2012). De la misma manera en que ocurre con la negación de la profusa evidencia científica disponible sobre la acidificación y calentamiento de los océanos y cómo estos procesos aceleran la destrucción de la biodiversidad marina, la impugnación de la evidente realidad del virus genera crecientes estragos en la salud mundial y deja a millones de ciudadanos desprotegidos y con la necesidad de resguardarse autónomamente “de esta máquina de poder cuyas decisiones de salud realmente amenazan nuestra supervivencia”, como ha señalado recientemente Eduardo Viveiros de Castro (2020).

En este planeta pandémico y a casi un año de haber comenzado con este proyecto, seguimos pensando desde la urgencia de cuestionar al poder hegemónico a partir de la aseveración etnográfica de otros mundos posibles, alternativos. Creemos que esto es posible al abrazar una aproximación etnográfica hacia la evidencia que posibilite la democratización de una epistemología simétrica (Latour 2004) y, por lo tanto, una potenciación del pensamiento crítico desde el involucramiento etnográfico en y entre mundos múltiples. Sin embargo, bajo la oscura luz de la pandemia, es necesario aclarar desde el inicio algo que quizá hace un año nos parecía axiomático: que nuestra necesidad de multiplicar los mundos de la evidencia no implica, en ningún caso, sostener que toda verdad pueda llegar a tener el estatuto de hecho por sí sola. Al contrario, nos interesa aquí enfatizar que todo conocimiento, que potencialmente puede llegar a ser fabricado como un hecho, depende y requiere de infraestructuras, trabajo colectivo y mecanismos de validación para ello (Latour 2004). Esta convicción implica que pensar una multiplicidad de mundos donde quepan muchas evidencias -nuestro objetivo en este número- es un ejercicio diametralmente opuesto al presentado por la ideología y las políticas de la posverdad; políticas que basan sus aseveraciones en la destrucción o total indiferencia de las estructuras sociales y materiales del conocimiento e instauran así nuevos autoritarismos (Sismondo 2017).

La precipitación que trae la pandemia nos obliga a abrir este número especial con una aclaración preliminar y definitiva: el presente dosier no está interesado en pensar la evidencia como un simple constructo social; no pensamos que todas las proposiciones acerca de la realidad sean igualmente verdaderas y que su estatus como hechos (o no hechos) dependa solamente de un consenso social en el nivel de los significados. Al contrario, pensamos -aseverando un espíritu propio de la antropología y de los estudios de ciencia y tecnología- que mientras más colectivo y en red un hecho sea, es decir, cuanto más gente y cosas, humanos y no humanos, estén envueltos en la producción de un hecho, más eficientemente podemos refutar otras alternativas menos plausibles (Latour 2018). En este escenario planetario amenazado por posverdades aliadas al capital destructivo, pensar etnográficamente las políticas de la evidencia nos parece una obligación ineludible. En respuesta a este compromiso, nos interesa practicar una antropología de las alianzas, que se erija en contra de las formas de autoritarismos tradicionales y contemporáneos. El efecto de la pandemia nos ha demostrado el peligro de la “irreflexión vulgar”, del ensimismamiento fascista en las propias convicciones, muchas veces infundadas, al tiempo que nos manifiesta vívidamente, con el paso de cada día de confinamiento, que nuestra existencia y acciones no solo impactan a los otros con los cuales coexistimos, sino que les permiten a esos otros y a nosotros mismos, mutuamente, ser lo que son y lo que somos (Sahlins 2013). Esto no solo tiene que ver con la responsabilidad ciudadana que cada uno debe mantener como parte de su participación en una dimensión colectiva, sino también con la constatación empírica de que nuestra existencia no termina en los límites de nuestro cuerpo y nuestra propiedad, sino que está imbricada en y con otros.

Desde nuestra perspectiva, la antropología, o con mayor precisión la etnografía, ofrece una posibilidad de mirar y participar de estos mundos otros, alternativos, colectivos y múltiples, cuyos testimonios se hacen cada vez más necesarios para disentir y resistir a la avalancha de violentos proyectos hegemónicos y homogeneizantes. En tiempos cada vez más extremos, en los que grupos dominantes procuran seguir avanzando, delimitando y reforzando límites, aboliendo, destruyendo y hasta haciendo desaparecer a nuestros compañeros humanos y no-humanos, diferentes, estimamos fundamental respaldar -en el sentido de apoyo y archivo- a esos mundos que intentan existir resistiendo los embates de la dominación. Claramente esta no es una tarea fácil y requiere mucho trabajo, al tiempo que también demanda proteger la capacidad de responder y relacionarnos con otros inesperados (Haraway 2016).

Ciencia objetivadora y la ilusión de la evidencia más allá de la política2

Habiendo aclarado que en ningún caso nuestra posición abraza un relativismo extremo y su neutralidad moral, nos gustaría regresar por un momento a las viñetas iniciales de este artículo, para poner de manifiesto nuestro desmarque de las ciencias objetivadoras y reproductivas, que según Deleuze y Guattari (1987), son aquellas que reproducen un mundo externo y estable caracterizado por leyes y regularidades. Como mencionamos, este desmarque no tiene por finalidad reemplazar los marcos institucionales de construcción y legitimación del conocimiento por esquemas arbitrarios, que no necesariamente tienen la misma historicidad y trabajo empírico involucrados en su constitución. De modo diferente, nuestra intención es señalar que la ciencia reproductiva -y la evidencia que produce- es inseparable de las redes humanas y no-humanas a las que da origen y de las cuales participa. En otras palabras, la producción de evidencias que tiene lugar en su seno y los conocimientos que emergen en el proceso son movilizados por estructuras sociales y materiales, de manera anterior a que tengan lugar, y generan efectos en esas mismas estructuras una vez que ya lo han tenido -esto hace que, por ejemplo, el virus que nos visita tenga sin duda una dimensión planetaria, pero no universal-.

Si observamos la primera viñeta, podemos imaginar, fuera de ella, una discusión científica sobre la definición de lo vivo y acerca de la información que podemos recabar desde los organismos existentes, en este caso los extremófilos, una vez que evidenciamos su existencia. Podemos imaginar, también y por lo tanto, un cambio paradigmático en la ontología del desierto, que pasa de ser el lugar inerte por excelencia a un ecosistema cuya defensa es perentoria, toda vez que permite la comprensión de la vida en circunstancias extremas. Podemos, finalmente, imaginar también a los científicos que hacen estos estudios explicando el cambio como un refinamiento en sus métodos para recabar evidencia y, por tanto, como una mejor réplica de la naturaleza efectiva del mundo. Y, tal vez, podríamos estar de acuerdo. Sin embargo, nos parece innegable que, teniendo en consideración las relaciones que se han desarrollado históricamente, en este caso en el salar de Atacama, estas concepciones del desierto, ambas científicamente fundadas, pueden ser movilizadas por posiciones antagónicas sobre lo que el salar mismo es y significa para aquellos con los que convive. Por más deseable que parezca, la construcción de evidencia no es entonces neutra y permite la justificación práctica de una u otra posición, por más que el salar sea finalmente de igual manera explotado: para la ciencia que considera el desierto inerte, porque es un objeto productivo, y para la ciencia que considera el salar como lleno de vida.

Toda esta discusión pasa por alto, además, la postura atacameña, subestimada posiblemente en cuanto “mera creencia”, pero que se yergue sobre fundamentos alternativos al de los replicadores del desierto y emerge a partir de la relación de la gente con él. El punto de nuestra viñeta es que, gracias a una superposición de evidencias que parecen señalar lo mismo, atacameños y científicos aparecen en la misma trinchera, pero por una cuestión meramente circunstancial. ¿Qué hubiese pasado si desde un principio se hubiesen considerado todas las evidencias y se hubiese generado una comprensión del salar y del desierto como vivo y no-vivo al mismo tiempo? La gracia de este caso es que la superposición entre ciencia y ontología atacameña habría ocurrido antes, pero ya no por coincidencia azarosa, sino por una voluntad plural de dar cuenta cabal de un fenómeno sin reducirlo al mundo del observador.

Si vamos a la segunda viñeta, la situación es aún más radical, ya que puesta en un escenario legal no admite ambigüedades en la resolución: la tierra es o no es ceremonial, no puede ser ambas. Esta certeza es la que moviliza todo el argumento del terrateniente y su angustia por definir enciclopédicamente qué es un terreno ceremonial -como la tierra es o no ceremonial, él mismo intuye correctamente que la disputa se jugaría en la definición misma de lo ceremonial-. El caso es que la antropología no replica el mundo en su estabilidad, como el terrateniente esperaría, sino que, como veremos en el próximo acápite, multiplica sus múltiples singularidades. En este sentido, funciona en las antípodas del derecho: no intenta construir un argumento para derrotar a otro, sino dar cabida a cada uno de los argumentos en sus propios términos. En las líneas del ejemplo que esbozamos, la tierra es ceremonial a la vez que no lo es, dependiendo del devenir evidencial que se elija recorrer. Se otorga así, consistentemente, primacía a la potencialidad que tienen los existentes de ser otro.

Con esta breve aclaración, queremos decir también que, cuando atacamos el fascismo inherente a la posverdad, no abogamos por un resguardo ciego en los postulados de la ciencia, menos en su versión acrítica de los efectos que tiene en la vida real dentro de nuestro planeta. Abogamos, más bien, por una forma de construir evidencia y conocimiento que esté abierta a otras formas de existencia y que sea respetuosa de los mundos que producen y en los que tienen lugar. Una forma que los antropólogos llamamos, sin pensarlo mucho, etnografía.

La etnografía y la creación de evidencia para hacer pensar

En contraste con la peligrosa “irreflexividad vulgar” de la posverdad, que al cerrarse al mundo niega cualquier posible evidencia que provenga de otras perspectivas, pero también al revisar el proyecto político tras la objetividad y univocidad del mundo, que se cierra a otras perspectivas menospreciándolas o subestimándolas, en este número especial nos interesa proponer una alternativa basada en la manera en que se construye evidencia a través de la etnografía, como un ejercicio de hiperreflexividad relacional que emerge práctica y conceptualmente desde la apertura a la alteridad, la misma que es negada por el ensimismamiento irreflexivo de los escenarios antes descritos. Este quehacer etnográfico no nace a partir de la aseveración de un mundo exterior y estable ni tampoco de su negación radical a priori, sino es más bien producto de un interés genuino en poner nuestras certezas socioteóricas en cuestión y desarrollar una sensibilidad respecto a las singularidades y variaciones empíricas y conceptuales que ocurren en un mundo conformado por una multiplicidad de actores (Deleuze y Guattari 1987). En este espíritu, no pretendemos saber lo que es la evidencia hasta no saber cuáles son sus capacidades (Deleuze y Guattari 1987).

Por este motivo, nos interesa explorar los efectos conceptuales y políticos de pensar la evidencia como producto de lo que Deleuze y Guattari (1987) denominan ciencias nómades, aquellas interesadas en singularidades y variaciones continuas y que contrastan con las ya mencionadas ciencias reproductivas. La idea central es que estas ciencias itinerantes no están interesadas en reproducir, sino más bien dedicadas a “seguir un flujo en un campo de vectores en el que las singularidades se distribuyen como otros tantos ‘accidentes’ (problemas)” (Deleuze y Guattari 1987, 372). El quehacer etnográfico, entonces, puede ser visto como una expresión de estas ciencias nómades, en cuanto se aboca a seguir un flujo de singularidades y actores (Jensen 2012; Latour 1987). De hecho, en el quehacer etnográfico, los materiales estudiados no aparecen como “descubrimientos” de un mundo existente más allá del etnógrafo, sino más bien como producto de un trabajo de “artesanía” que incluye al etnógrafo como parte de su objeto de su reflexión. De esta manera, la etnografía no puede sino generar una evidencia que incluye al cuerpo del etnógrafo a cabalidad.

Aun teniendo en cuenta que cada disciplina tiene una historicidad y especificidad concreta con respecto a lo que se considera como evidencia dentro de sus márgenes (Carrithers 1990; Chandler, Davidson y Harootunian 1994), es quizá esta radical importancia del cuerpo del etnógrafo en la producción de evidencia antropológica lo que ha llevado a pensar a algunos antropólogos que la evidencia que genera la antropología se trata de algo reconocible, pero no totalmente explicable (Engelke 2008). Si consideramos que toda construcción de evidencia en antropología deriva de un proceso sensorial, experimentado en primera persona (Bloch 2008), y surge a partir de las relaciones en las que participa el etnógrafo y lo constituyen como tal, parecería un sinsentido esperar que la etnografía generase explicaciones absolutas y acabadas. En efecto, el etnógrafo siempre se asume como generando un testimonio modesto (Haraway 1997), que puede llegar a generar una dificultad epistémica, en cuanto inhibe, potencialmente, la comparación y la discusión intradisciplinaria. Se presenta, además, como una dificultad práctica, en cuanto la laxitud evidencial de la antropología -o la poca precisión respecto a ella- generaría una dificultad de comunicación interdisciplinaria que podría derivar en una intrascendencia dentro de la esfera de la discusión pública (Lambert 2009), acostumbrada a solicitar certezas generales sobre los fenómenos que tienen lugar en un mundo asumidamente unívoco.

Este número especial “Políticas de la evidencia”, no intenta resolver el problema de esta inexplicabilidad en el interior de la disciplina, sino más bien nace de un intento por repensar cómo el trabajo etnográfico es capaz de relacionarse y generar alianzas con otros quehaceres o disciplinas, a pesar de las diferencias epistémicas que podrían separarlas. Asimismo, parte de la necesidad de arrojar luz sobre los protocolos evidenciarios (sensu Engelke 2008) para desmontarlos y generar una mutua retroalimentación entre ellos. Creemos que las prácticas etnográficas pueden desempeñar un rol muy importante en la producción colectiva y crítica de hechos, pues, como ha sugerido Stengers (1997), un hecho no habla por sí mismo, sino que su significancia y reconocimiento comprehenden una historia que es producida a través de estrategias activas que expresan múltiples intereses -del latín interesse, que quiere decir “estar situado al medio”-. Siguiendo a Michael Carrithers (1990), pensamos que la evidencia en antropología no es tanto una cuestión relacionada con la certidumbre de un hecho y, por lo tanto, una observación sobre la verdadera naturaleza de un fenómeno, sino una cuestión relacionada con la confiabilidad de las relaciones en juego en torno a ese fenómeno. En este sentido, pretendemos entender la evidencia como un proceso democrático, permanentemente abierto e inacabado, en constante aproximación de todos los involucrados en torno a ella (Di Giminiani y González 2018).

Al no ser parte de las ciencias reproductivas ni de sus marcos positivistas (Hastrup 2004), la evidencia que genera la antropología puede responder a problemas más allá de la representación, porque el problema antropológico nunca es la certeza sobre el mundo (Carrithers 1990). Esto resulta fundamental, en la medida en que la data etnográfica no solo no existe en ausencia del etnógrafo, con sus intereses y preguntas particulares, sino que muchas veces es gatillada por la presencia misma del etnógrafo en un contexto determinado (Hastrup 2004). En antropología, resultaría entonces indudable que la relación que guardamos con el tema o fenómeno estudiado es parte constitutiva de este, lo que convierte al oficio etnográfico en un hacer que nada tiene que ver con re-representar la alteridad del Otro, sino más bien refiere al arte de diseñar un enlace entre descripción y creatividad (Casper Brunn Jensen, en Venkatesan et al. 2012, 47). En este sentido y en contraste con las ciencias reproductivas, el quehacer etnográfico es posible solo desde el cuerpo del etnógrafo e implica aprender continuamente a ser afectados por otras entidades humanas y no-humanas (Despret 2004; Haraway 2003; Weinberg 2019). Es más, la transformación vertiginosa de nuestro planeta hace que estas entidades también aparezcan como cuerpos afectados, cuyo testimonio etnográfico, posibilitado por lo que hemos provisionalmente llamado hiperreflexividad relacional, permite abrir nuevas posibilidades de comunicación e imaginación entre cuerpos afectados (Morita y Susuki 2019).

Esta hiperreflexividad relacional, en la inclusión del etnógrafo como actor fundamental en la creación de conocimiento de evidencia, ha permeado la disciplina en distintos grados desde hace bastante tiempo. No obstante, queremos reconocer un momento fundamental al respecto en el trabajo de Marilyn Strathern (2004, 1988), quien al proponer el conocimiento etnográfico como un movimiento parcial entre distintos órdenes de conocimiento, posicionó al etnógrafo no solo como quien conecta diferencias, sino como quien re-describe su propia biografía, enmarcada dentro de un proyecto sociohistórico más amplio. De hecho, dentro de la disciplina, esta reflexividad ha producido que el interés tradicional por generar modelos de análisis (teorías) que expliquen cómo la gente establece relaciones (etnografía) pierda sus fronteras y posibilite que los aprendizajes de campo se fundan con los constructos analíticos (Helmreich 2011; Casper Brunn Jensen, en Venkatesan et al. 2012, 47).

Gran parte del proyecto de la antropología contemporánea ha intentado hacerse cargo de la pregunta de cómo debiésemos responder, articular y generar un texto etnográfico o una construcción argumental que funcione como evidencia de mundos otros (Clifford 1986), de manera tal que aquello sobre lo que se intenta testimoniar etnográficamente no quede atrapado, capturado, obscurecido o anulado dentro del propio mundo moderno-conceptual del etnógrafo. Esta responsabilidad ha estado en el centro de la preocupación de Strathern y, más generalmente, en torno al problema de cómo conectar los conceptos del etnógrafo con los materiales encontrados en el terreno etnográfico. En Gender of the Gift, por ejemplo, Strathern (1988) demostró lo inadecuado de comprender las preocupaciones melanesias a través de tipologías occidentales, así como los riesgos de remplazar las propias categorías del etnógrafo por categorías indígenas. Para resolver el dilema de la conexión de mundos, entonces, su modo de análisis consideró la “ausencia” de ciertas categorías conceptuales del etnógrafo en el encuentro con la alteridad; ausencias que, usadas razonablemente en el momento de la escritura etnográfica, podían tener la potencialidad de afectar el análisis antropológico y multiplicar los modos en los que podemos pensar el mundo. A partir del encuentro con personas melanesias y sus relaciones, por ejemplo, constatar que la categoría de individuo “brillaba por su ausencia” obligaba a la etnógrafa a diseñar un concepto afectado por la misma ausencia del concepto y lo redescribió como dividuo. A estas ausencias conceptuales -a las que se puede sumar la ausencia de la distinción entre naturaleza y cultura entre los melanesios- Strathern las llamó negatividades. Los antropólogos, al dar cuenta de conexiones a través de textos etnográficos que se nutren de negatividades, hacen posible pensar que el ejercicio de la antropología pueda ser visto como un ejercicio indexical que, cuando genera evidencia a partir de una ausencia conceptual, la hace presente dentro de un lenguaje en transformación abierto al otro. O dicho de otra manera: uno de los modos en que la antropología ha dejado evidencia de la alteridad es cuando se concentra seriamente en los límites conceptuales que aparecen en la descripción del encuentro con mundos otros y sitúa la ausencia conceptual en el meollo del asunto antropológico y su escritura.

Nos parece crucial, entonces, establecer que un aspecto central de la evidencia antropológica es el hecho de hacer pensar y ser capaz de provincializar (Chakrabarty 2000) los cánones hegemónicos de la evidencia moderna a través de una descripción creativa de la interconexión entre tipos específicos de evidencia (Briggs 2016). En este sentido, nos interesa aquí explorar el oficio etnográfico como un oficio oximorónico, puesto que refiere a una práctica de construcción de evidencia que intenta deconstruir, o si se quiere, descolonizar, el régimen epistémico de la historia moderna que requiere cierto tipo de evidencia para certificar la realidad (de la Cadena 2015). En este número especial, queremos pensar cómo la etnografía ayuda precisamente a generar evidencia de mundos o realidades que no pueden ser concebidos por el orden global hegemónico; realidades simplemente inimaginables y que no encuentran espacio para ser pensadas (Ghosh 2016; Trouillot 1995). Para poder diferenciar, entonces, esta evidencia moderna de la evidencia generadora de mundos posibles alternativos, propondremos preliminarmente -y como antídoto contra la posverdad y la objetividad reproductiva- la idea de evidencia-para-hacer-pensar.

Entendemos que una de las potencialidades de la etnografía es relativizar la evidencia hegemónica a través de registros que el Estado moderno usualmente prefiere desestimar o directamente eliminar. Resulta muy fructífero para nuestros objetivos inspirarnos en el concepto de pluriverso, tal como lo proponen Marisol de la Cadena y Mario Blaser (2018), no solamente como una abstracción analítica, sino como un efecto pensado desde la práctica etnográfica y su intento de aproximarnos a experiencias de mundos otros, múltiples. No concebimos nuestra disciplina desplegando grandes narrativas teóricas para corroborarlas con la “realidad”. Consideramos que la mirada etnográfica sigue resultando necesaria, en tiempos extremos de tensión política, económica, ambiental, social, cultural y tecnológica en que los poderes dominantes, ya sea por excesivo abuso o completa omisión, intentan seguir imponiendo un mundo único que no solamente desconoce a otros, sino que los procura eliminar. Y creemos que los múltiples protocolos evidenciales que dominan las más diversas prácticas contemporáneas podrían gozar de fructíferos resultados en caso de aproximarse a nuestra imaginación democrática e inacabada.

Los artículos en “Políticas de la evidencia”

Los artículos aquí reunidos nos permiten explorar, a partir de experiencias etnográficas muy diversas, muchas de las cuestiones que hemos planteado hasta aquí. En principio, en su conjunto, la mayoría de estos artículos manifiesta, implícita o explícitamente, cómo el contexto moderno-hegemónico sostiene y legitima determinadas prácticas en función de determinadas relaciones de poder, al mismo tiempo que procura debilitar, invisibilizar y hasta eliminar otras que no coinciden con su canon. Pero, simultáneamente, todos los artículos muestran que esta pretensión hegemónica encuentra toda clase de divergencias y resistencias subalternas, que se escabullen de su negación y que reciben en la etnografía un aliado crucial para su persistencia. En su conjunto, asimismo, los artículos nos muestran la multiplicidad de mundos que se intersecan en la vida social, una complejidad que la etnografía es capaz de recoger en atención a la diferencia radical y la disputa política que producen.

En el segundo artículo de este número especial, titulado “Lo que pliega la colecta: conocimientos, científicos y especímenes para otras ciencias posibles”, Santiago Martínez Medina (2020) nos ofrece una aguda etnografía que pone en práctica los postulados de esta introducción y nos muestra, a la vez, los límites del encuentro entre conocimientos con disímil legitimación institucional. La intención del artículo es mostrar las prácticas de recopilación de especímenes -o creación de evidencias- desarrolladas por distintos científicos y cómo se valen del conocimiento de las comunidades locales para su realización. En este sentido, se pone de manifiesto con meridiana lucidez la articulación de una red que produce y prepara las evidencias, las que no simplemente son descubiertas sino movilizadas por una serie de colaboraciones, incluida la del ser devenido en espécimen. Todos los conocimientos -expertos y locales, por llamarlos de algún modo- se vuelven así parte constitutiva del espécimen y crean contextualmente un mundo de encuentro entre saberes diferentes, que se separan al ser motivados e interpretados solo desde la esfera de la ciencia. La finalidad de Martínez no es solamente descriptiva: se aboga por una constitución del conocimiento que respete el protocolo específico de construcción de la evidencia, y esa no es otra forma que la que hemos descrito aquí como etnográfica. De ahí la idea central del pliegue: son encuentros que no solo producen topes, sino que afectan a todos los involucrados. Lo que se produce es mucho más que aquello que existía porque ha sido transformado por la relación, y el reconocimiento llano de esta forma de constitución puede ser, de acuerdo al autor y concordamos, perentoriamente productivo en un mundo en permanente estado de crisis.

En un escenario social bastante diferente, Fernanda Borges Henrique (2020), en su artículo “As múltiplas agências dos encantados: esboço de uma teoria política kiriri”, nos muestra un escenario de contacto intercultural que resuena fuertemente en los múltiples procesos de colonización de que han sido objeto los pueblos indígenas en América Latina. En términos simples, se trata de una excelente redescripción del proceso de reclamación territorial de los kiriri de Río Verde frente al estado de Minas Gerais que, en términos legales, sería el dueño de la tierra que habitan actualmente los primeros. Escenificando un claro caso de equivocación (sensu Viveiros de Castro 2004), donde los kiriri intentan demostrar las razones de su ocupación a partir de referencias a su mundo autónomo, invisible al Estado, y el Estado desarticula las razones kiriri como meras creencias dentro de un mundo unívoco, Borges Henrique nos demuestra cómo, para ambos involucrados, la constitución de la evidencia articula, en cada caso, la misma red escenificada por la constitución de especímenes científicos y la misma asimetría en el contraste entre ambas redes, debido a los mecanismos de su legitimación.

Dentro de la complejidad del encuentro y del conflicto, por supuesto, también hay espacio a la afectación y, de manera similar a lo que describe Marisol de la Cadena (2015) para los turpo y Ausangate, los kiriri parecen plenamente conscientes de estar viviendo en dos mundos al mismo tiempo, para lo cual entran en contacto a la vez con el dueño ancestral del terreno que habitan y con el Estado. Esta doble labor, cada una con indicios específicos, diferente pero simultánea, es lo que la autora llama ciencia kiriri y nuevamente es una forma afín a la que proponemos para la construcción de la evidencia: una ciencia que se haga cargo de todos los mundos que coexisten, sin dañar ni anular a ninguno. En la práctica, eso es lo que permite la fusión de ambas esferas en la reclamación kiriri, una suerte de indistinción entre una cosmopolítica y una política, donde seres encantados juegan un rol preponderante en el acceso a la tierra.

Por su parte, el artículo de Sonia Elizabeth Sarra (2020), “De la predación del diablo al fin de esta humanidad: cosmopolítica en la zafra del Noroeste Argentino”, ofrece una original reflexión sobre las dimensiones cosmopolíticas del capitalismo. A través de un fino análisis sobre la manera en la cual la predación del diablo “es la violencia capitalista en su dimensión no humana” (97) -en lugar de ser una mera traducción de la experiencia indígena, metafórica y simbólica-, Sarra expande en maneras refrescantes y originales los estudios que han analizado la explotación de la fuerza de trabajo indígena multiétnica en los ingenios azucareros de la región del Noroeste Argentino (ver Boasso 2004; Gordillo 2010; Isla 2000; Teruel, Lagos y Peirotti 2010; Weinberg y Mercolli 2017, entre otros). La interesante postura con la que articula de manera orgánica y fructífera perspectivas marxistas con ideas perspectivistas permite ahondar de formas novedosas el estudio de los extractivismos más-que-humanos, y nos brinda nuevos elementos para analizar las profusamente desarrolladas actividades de explotación indígena basadas en la precarización laboral y procesos de degradación ambiental, pertrechados por élites de la economía y la política regional y nacional argentinas, como es el caso de la familia Blaquier, propietaria del ingenio Ledesma, aquí analizado.

Las remembranzas metafóricas de la explotación capitalista, de la materialidad del capitalismo, a través de la predación del diablo, se presentan como evidentes y evidenciables en términos nativos. La autora propone que, para los guaraníes, “la realidad no solo es construida en relación con la memoria y la experiencia colectiva asociada a ciertos lugares, sino […] en un movimiento inverso” (97-98). Siguiendo su argumento, el estudio de las diversas formas de reapropiación de las historias sobre la presencia del diablo, el Perro Familiar o El Familiar en la región de El Ramal (tierras bajas de la provincia de Jujuy) invita a tomar en serio (Viveiros de Castro 2002) las perspectivas guaraníes para pensar en sus propias palabras, “las consecuencias catastróficas de la lógica blanca” (83). Sarra refuta posturas unívocas y totalizantes construidas sobre la primacía de algunos humanos por sobre otros (humanos y no humanos), a partir de aperturas ontológicas cosmopolíticas que hacen visibles formas otras de relacionamiento humano-no-humano (Blaser 2016; de la Cadena 2010; Stengers 2005).

Este artículo, finalmente, es un claro ejemplo de la tensión presentada en el inicio de esta introducción entre diversas formas de hacer territorio, donde el interés individual y capitalista demarca su propiedad e intenta además reducir con el uso de la violencia y la destrucción al “otro”, mientras que al mismo tiempo vemos presente la resistencia colectiva mediante la defensa de ecologías comunitarias y la coexistencia de mundos humanos y no-humanos. Es aquí donde la propuesta de la antropología reversa (Wagner 2017) también ilumina en este texto la necesidad no solamente de identificar, sino de invertir las relaciones asimétricas de poder experienciadas por las comunidades guaraníes, a través de la demonización del hombre blanco, basadas en la ausencia de conciencia de sus prácticas destructivas de acumulación, que concluyen con un evento completamente radical: ubicar a personas como el propietario del ingenio en las fronteras de la humanidad.

En un territorio también plagado de terror y a la vez donde emergen narraciones que resisten para ser escuchadas, el trabajo de Gabriel Ruiz Romero, Pedro Jurado Castaño y Daniel Castaño Zapata (2020) nos presenta un desafiante caso de cómo la memoria “se ha convertido en la principal evidencia empleada para dar cuenta de la complejidad de la violencia” (106). En su artículo “Distancia representacional entre la narración experta y los relatos locales: una reflexión sobre las políticas de la evidencia en el campo de la memoria en Colombia”, los autores muestran la forma en la cual las políticas de la evidencia están presentes de manera inocultable al poner de manifiesto las constantes tensiones y disputas que se generan al momento de reconstruir narraciones producidas por expertos disciplinares -antropólogos, sociólogos y funcionarios, en este caso-, pero experimentadas por pobladores locales, víctimas de violentas masacres paramilitares en la Ciénaga Grande de Santa Marta en el Caribe colombiano. Si bien se trata de reconstrucciones de experiencias colectivas, los relatos adquieren estatus de evidencia oficial, una vez inmersos en lo que los autores denominan “sistemas expertos de la memoria, entendidos como dispositivos de conocimiento moderno” (107), a partir de la publicación de informes oficiales producidos por el Centro Nacional de Memoria Histórica.

Desde un marco que combina la antropología de la violencia con la fenomenología hermenéutica (Ricoeur 2013) y abordajes del antropólogo como autor (Geertz 1974), narraciones etnográficas y “ficciones reales” (Clifford 1986), los autores desarrollan un argumento sobre las políticas de la narración que dejan ver la tensión entre las relaciones de poder y las relaciones del saber, y la enmarcan dentro de dispositivos del sistema de la memoria a partir de reflexiones acerca de la posicionalidad del yo del testimonio, en negociación constante con la producción experta en la recreación de la memoria que da origen a los informes. Poder dar cuenta de lo que “realmente” pasó deviene, en primer término, en una tarea compleja, ya que aun privilegiando el punto de vista de las víctimas, debe incluir una versión paramilitar que explica el modus operandi de los actos de violencia. Y, en segundo, entra en juego la elaboración del texto especializado, desde la posicionalidad del experto; es aquí donde se plantea el encuentro de dos ontologías y experiencias de tiempo: el espacio de producción de los relatos locales y el del trabajo experto, los cuales -dirá Ramos (2011, 14)- son “actualizaciones heterogéneas e históricas”.

La ensayista Beatriz Sarlo propone que la historia no son los hechos en sí, sino lo que se cuenta de los hechos, resultado además de un proceso de depuración y revisión constante. Apoyándose en Susan Sontag, propone que “es más importante entender que recordar, aunque para entender sea preciso, también, recordar” (Sarlo 2012, 26). Precisamente, podemos avanzar sobre la importancia fundamental de recuperar otras prácticas y experiencias de relacionarse con los mundos, que son también resultado de reflexiones y decisiones, aun con ausencia de evidencias legitimadas por el poder (de la Cadena 2015). La antropología de la violencia no solamente nos permite reconstruir narraciones e historias de las víctimas al mostrar la complejidad de las metodologías, procedimientos y relaciones de poder presentes en la reconstrucción de esos relatos, sino distinguir divergencias ontológicas y, fundamentalmente, desarrollar procesos que puedan ayudar a “recordar para no repetir”, para así abrir nuevas posibilidades de coexistencia menos destructivas.

Si bien desde una etnografía radicalmente distinta a la implicada en la violencia en Colombia, el problema de la evidencia como posibilidad es algo que impulsa el trabajo de Diana Espírito Santo y Alejandra Vergara (2020). Al considerar explícitamente la evidencia como categoría etnográfica e inspiradas en la noción de máquina teórica del filósofo de la ciencia Peter Galison para dar cuenta de cómo ciertos objetos estimulan teorías -un reloj eléctrico que coordina trenes permite a Einstein pensar la simultaneidad; la agricultura animal fue una maquina teórica para Darwin, etc.-, Espírito Santo y Vergara experimentan con el objeto “OVNI” como máquina teórica para dar cuenta no solo de la posible existencia de fenómenos voladores anómalos, sino también de lo que las autoras llaman umbrales de evidencia. Si el trabajo de Stefan Helmreich, como señala el artículo, ya había usado la noción de Galison para decir que también las teorías son objetos en el mundo que atraviesan lo empírico, el artículo “The Possible and the Impossible: Reflections on Evidence in Chilean Ufology” moviliza esta noción para pensar de qué modos OVNI da cuenta de una teoría específica de la evidencia dentro de un espectro que abraza una multiplicidad de posibilidades e imposibilidades acerca de lo que es posible de ser o no concebido; espectro que oscila entre la materialidad de las pruebas mismas y la experiencia interna, encarnada, de los actores involucrados.

A través de un detallado análisis etnográfico de los múltiples espacios enactuados en las prácticas OVNI, las autoras sugieren que la evidencia que emerge de la teoría-OVNI no radica en la posibilidad de demostración de realidades, sino, más bien, se propone como simple apertura hacia aquello que es posible e incluso se arrima al vertiginoso momento en el que la propia máquina teórica colapsa como tal, “absurdamente”, desapareciendo del espectro de posibilidades que ella misma había hecho posible. En términos generales, el trabajo de Espírito Santo y Vergara se alinea con el trabajo previo de Stefan Helmreich, que en un modo sofisticado había ya demostrado cómo las entidades etnográficas, incluidas ahora las “evidencias OVNI” propuestas en el caso de las autoras, no pueden ser definidas por fuera de la etnografía. Esto no solo convierte las prácticas etnográficas en fuentes de disrupción continua de las categorías de análisis de los etnógrafos, sino que también evidencia que ninguna serie de conceptos puede ser extraída de su propio contexto para explicar otro escenario empírico. Etnográficamente, las autoras expanden esta idea demostrando que el mismo concepto que es parte de su empiria puede incluso desaparecer, lo que posibilitaría una teoría de lo (im)posible de evidenciar.

Las tensiones enactuadas etnográficamente entre similitud y alteridad aparecen en el centro de los intereses del artículo de Ferdinando A. Armenta Iruretagoyena (2020), “El habla de las sombras: domesticación de la diferencia entre jóvenes guaraní-mbya del sur de Brasil”. A partir de un acercamiento etnográfico centrado en la experiencia musical y la producción de música rap por parte de algunos jóvenes guaraníes en el estado de Paraná en Brasil, el autor explora críticamente la analítica antropológica basada en la identidad. A partir de las conceptualizaciones del ser persona que tienen de sí y de los otros los guaraní de estas comunidades, el autor devela, por un lado, el carácter sociopolítico, emocional y espiritual que se despliega en las letras y cantos de rap y, por otra parte, da cuenta de cómo, a través de la música rap, el otro y su diferencia son domesticados.

Esta antropología colaborativa revela la porosidad entre mismidad y alteridad, y la fragilidad que por momentos muestra la conceptualización etnográfica en estas y en otras prácticas. Así, a partir de un detallado análisis etnográfico de la música en cuanto medio predador de diferencias, este artículo realiza un ejercicio cartográfico de distintos flujos e intensidades entre humanos y no-humanos.

Habitando también un terreno difícil de asir, siempre poblado por presencias que pueden ser posibles, el ensayo visual de Cristobal Bonelli y Luis Poirot (2020) experimenta con el encuentro azaroso del etnógrafo nómade, sugerido en esta introducción, con el archivo de imágenes fotográficas de Poirot, que contiene miles y miles de fotografías tomadas en Chile durante las últimas cinco décadas. Este trabajo muestra cómo la singular textura de la evidencia secreta que este archivo revela excede las palabras y hasta el propio método antropológico basado en negatividades descrito antes, cuyas ausencias conceptuales aparecerían solo como la punta del iceberg de un espacio anárquico y anacrónico, habitado por ausencias presentes más allá de lo conceptual. El texto revela que no hay aquí posibilidad unívoca de representar las ausencias presentes, en cuanto ellas, vívidas, acechantes, aparecen y desaparecen en el trabajo activo y arduo del fotógrafo que las invoca.

En resonancia de alguna manera con esas historias cortazianas donde el autor-escritor de la historia y sus protagonistas se funden en un espacio que ya no es posible de objetivar -en Cortázar, el protagonista de la historia “La continuidad de los parques” aparece en la escena donde es el mismo lector que lee la historia quien se convertirá en víctima de aquel sujeto protagonista del libro que lee-, el trabajo “Secretos de luz: apuntes para una antropología expuesta” propone una especie de fusión surreal entre el archivo vivo de Poirot y su extensión y continuidad con el mismo texto etnográfico que lo refiere. De esta manera, tanto el territorio de la evidencia de la fotografía química de Poirot como el de la escritura etnográfica de Bonelli aparecen fusionados y en continua resonancia y complicidad: fotógrafo y etnógrafo, ambos encarnan oficios en los que urge registrar, proteger y revelar la pujante presencia de la ausencia que se despliega tanto en la vida cotidiana -del etnógrafo interesado en escribir la presencia de ausencia y que, por azar, encuentra el archivo de Poirot- como en la historia cruda y violenta de la dictadura chilena y sus años posteriores -fotografiada hace más de cuatro décadas por Luis Poirot-.

La evidencia entonces que genera la escritura etnográfica, en modo isomórfico con la fotografía, es también una escritura de luz que, en cuanto tal, muestra al mismo tiempo que oculta y, de esta manera, complica cualquier actividad antropológica que se limite solamente a la creación de conceptos y argumentos convincentes. La etnografía, de hecho, en este trabajo no se limita a merodear los territorios de un objeto de estudio, sino que más bien se funde con la vida misma, sus múltiples temporalidades, su luz y oscuridad. Este trabajo entonces sugiere que desmarcarse del trabajo disciplinar de la antropología, amarrada a conceptos y argumentos lógicos hechos para convencer, significa abrirse a la posibilidad de un vivir expuesto, en el que la experiencia vivida es muchas veces indecible, las temporalidades múltiples, y la posibilidad de pronunciación no alcanza más que la forma del susurro de secretas sugerencias.

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*La elaboración de este artículo contó con el apoyo del proyecto ERC Starting Grant “Worlds of Lithium: A Multi-Sited and Transnational Study of Transitions Towards Post-Fossil Fuel Societies” (n.o 853133), así como del Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (Cigiden) (ANID/Fondap/15110017), del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) (ANID/Fondap/15110006) y de los proyectos ANID Fondecyt 11180179 y ANID Fondecyt 1191377. Los autores participamos equitativa y colaborativamente en la redacción de este artículo, así como en la edición del número especial para el que funciona como introducción. Agradecemos especialmente al editor de la revista, Luis Carlos Castro Ramírez, quien nos apoyó y colaboró desde el inicio de este proyecto.

1Para resguardar la privacidad de los entrevistados, se utilizan seudónimos.

2Cuando hablamos de ciencia objetivadora no estamos refiriendo a toda la ciencia en general, sino solo a aquella que es ciega a la asociación entre la actividad científica y la política

Cómo citar este artículo: Weinberg, Marina, Marcelo González Gálvez y Cristóbal Bonelli. 2020. “Políticas de la evidencia: entre posverdad, objetividad y etnografía”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 41: 3-26. https://doi.org/10.7440/antipoda41.2020.01

Recibido: 28 de Agosto de 2020; Aprobado: 29 de Agosto de 2020

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