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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.41 Bogotá Oct./Dec. 2020

https://doi.org/10.7440/antipoda41.2020.05 

Paralelos

Distancia representacional entre la narración experta y los relatos locales: una reflexión sobre las políticas de la evidencia en el campo de la memoria en Colombia*

Representational Distance between Expert Narration and Local Accounts: A Reflection on the Politics of Evidence in the Field of Memory in Colombia

Distância representacional entre a narrativa especializada e os relatos locais: uma reflexão sobre as políticas da evidência no campo da memória na Colômbia

Gabriel Ruiz Romero** 

Pedro Jurado Castaño*** 

Daniel Castaño Zapata**** 

**Universidad de Medellín, Colombia. Doctor en Antropología Social de la Universidad Autónoma de Madrid, España. Profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín. Entre sus últimas publicaciones está: Memorias locales y configuración de narraciones conmemorativas: un caso de estudio en la Ciénaga Grande de Santa Marta (Bogotá: Instituto Colombo Alemán para la Paz [Capaz], 2020). «gruiz@udem.edu.co»

***Universidad de Medellín, Colombia. Doctorando en Filosofía de la Justus-Liebig-Universität Gießen, Alemania, y de la Universidad de Antioquia, Colombia. Miembro del Grupo de Investigación en Conflicto y Paz, Universidad de Medellín. Entre sus últimas publicaciones está: (en coautoría con Daniel Castaño) “¿Cuál memoria? Los efectos políticos y el orden simbólico de los trabajos oficiales de memoria”. Colombia Internacional 97 (2019): 147-171. https://doi.org/10.7440/colombiaint97.2019.06 «pjurado@udem.edu.co»

****Universidad de Medellín, Colombia. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Director de la Maestría en Conflicto y Paz de la Universidad de Medellín, Colombia. Entre sus últimas publicaciones está: (en coautoría con Gabriel Ruiz) “La palabra del otro en Colombia: el testimonio de víctimas políticamente complejas en la memoria institucionalizada”. European Review of Latin American and Caribbean Studies 110 (2020): 1-20. https://www.erlacs.org/articles/abstract/10.32992/erlacs.10486/ «dcastano@udem.edu.co»


RESUMEN

El artículo analiza los límites epistemológicos de la narración producto de los trabajos especializados sobre memoria. Está fundamentado en un trabajo de campo realizado en los pueblos palafitos de la Ciénaga Grande de Santa Marta (Colombia) entre los años 2017 y 2018, donde indagamos por el recibimiento local del informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), publicado en el año 2014, sobre las masacres paramilitares que tuvieron lugar en esa zona. También se basa en la participación en el equipo de investigación del informe del CNMH sobre minas antipersonal del año 2017. La potencia del texto, un ejercicio dialéctico entre la antropología de la violencia y la fenomenología hermenéutica, descansa en ser un trabajo autocrítico desde adentro del sistema experto. Planteamos la existencia de una distancia representacional necesaria (no contingente) entre el relato como forma de expresión local y su traducción en una narración que se proyecta fuera del contexto en el que se han producido los relatos locales. El artículo concluye que, más que la propia experiencia de la violencia representada en tales relatos, es la lógica del sistema experto la que dibuja los contornos de las políticas de la evidencia en el campo de la memoria.

PALABRAS CLAVE: Antropología de la violencia; epistemología; memoria; narración; políticas de la evidencia; relato

ABSTRACT

The paper analyzes the epistemological limits of the narration resulting from the specialized work on memory. It is based, on the one hand, on fieldwork carried out in the stilt villages of Ciénaga Grande de Santa Marta (Colombia) between 2017 and 2018. The focus of the fieldwork was the local reception of the National Centre for Historical Memory (CNMH) report, published in 2014, on the paramilitary massacres that had occurred in that area. And, on the other, on the research team’s participation in the writing of the CNMH report on anti-personnel mines in 2017. The strength of the text, a dialectical exercise between the anthropology of violence and the hermeneutical phenomenology, rests on it being a self-critical piece of work written from within the expert system. We propose the existence of a necessary representational distance (not contingent) between the account as a form of local expression and its translation into a narration that is projected outside the context in which local stories are produced. The article concludes that, beyond the very experience of violence represented in such accounts, it is the logic of the expert system that draws the contours of the politics of evidence in the field of memory.

KEYWORDS: Account; anthropology of violence; epistemology; memory; narration; politics of evidence

RESUMO

Este artigo analisa os limites epistemológicos da narrativa produto dos trabalhos especializados sobre a memória. Está fundamentado em um trabalho de campo realizado nos povoados de estrutura palafítica da Ciénaga Grande de Santa Marta (Colômbia) entre 2017 e 2018, em que indagamos pelo recebimento local do relatório do Centro Nacional de Memória Histórica (CNMH), publicado em 2014, sobre os massacres paramilitares que aconteceram na região. Também está baseado na participação da equipe de pesquisa no relatório CNMH de 2017 sobre minas antipessoal. O potencial deste texto, um exercício dialético entre a antropologia da violência e a fenomenologia hermenêutica, está em ser um trabalho autocrítico de dentro do sistema especializado. Propomos a existência de uma distância representacional necessária (não contingente) entre o relato como forma de expressão local e sua tradição em uma narrativa que é projetada fora do contexto no qual os relatos locais são produzidos. Este artigo conclui que, mais do que a própria experiência da violência representada nesses relatos, é a lógica do sistema especializado a que desenha os contornos das políticas da evidência no campo da memória.

PALAVRAS-CHAVE:  Antropologia da violência; epistemologia; memória; narração; políticas da evidência; relato

Each act of representation is also an act of recontextualization in which familiar objects and events are potentially given new meaning by virtue of their association with new circumstances and new historical moments. (White 2000, 499)

Introducción: estar allí… en el texto

La memoria reconstruye representaciones de padecimientos producidos por hechos violentos del pasado, las cuales pueden devenir parte del universo simbólico social y político desde el que se entiende el presente y se valora la realidad1. La memoria se encuentra entonces sujeta a la producción y reproducción de reivindicaciones políticas y de imaginarios y conflictos sociales, y por ello constituye un espacio donde se entrecruzan diferentes identidades y experiencias, propósitos y subjetividades. La memoria, como objeto de estudio, tiene una complejidad añadida, pues la evidencia con la que se trabaja “son los recuerdos de experiencias límite, de ultrajes sufridos o infligidos” (Levi 2014, 22) que, en cuanto tales, desafían la capacidad narrativa de esas experiencias. Es por esto que la memoria tiene un necesario carácter deficitario: es una narración abierta susceptible de ser puesta en cuestión (Castaño y Jurado 2019).

Como consecuencia de lo anterior, las disciplinas dedicadas al estudio del campo de la memoria enfrentan la tarea aporética de narrar lo inefable. En el caso particular de la antropología de la violencia, su atención al estudio de la memoria se vio motivada, hasta cierto punto, por un mea culpa surgido de la connivencia histórica de la antropología con varios de los agentes generadores de violencia (Ferrándiz 2008). Esta disciplina, en todo caso, ha asumido un rol central en lo que Elizabeth Jelin ha nombrado como la “«explosión» de la memoria en el mundo occidental contemporáneo” (2002, 9), la cual tuvo lugar a partir del imperativo moral de postguerra que reclamaba no olvidar Auschwitz2. La idea de recordar para no repetir parecía entonces enmarcar la antropología de la violencia dentro de lo que se presentaba como un deber social y político, no solo de los individuos, sino también de los Estados e incluso de la propia ciencia.

Para escapar de ese marco que la instalaba, en términos axiológicos, como producto de un deber, la antropología de la violencia ha tenido que hacer un ejercicio de disenso cognitivo sobre su propio campo de trabajo (Ferrándiz 2008). Esto a partir de dos constataciones: la primera es que cualquier ejercicio enmarcado dentro del deber de la memoria conlleva, a la par de su uso, también su abuso (Ricoeur 2013; Rieff 2012; Todorov 2013). La segunda es la comprobación de que no es solo la violencia directa la que afecta a los individuos sociales, sino que, más allá de estar o no tocados por aquella, la violencia, en su sentido más amplio, es un “hecho ineludible de la vida […] una dimensión de la existencia de las personas, no algo externo a la sociedad y a la cultura que «le pasa» a la gente” (Robben y Nordstrom 1995, 2).

La memoria, entonces, se ha convertido en la principal evidencia empleada para dar cuenta de la complejidad de la violencia. Se trata de un material difícil de asir, no solo porque sea a menudo falaz (Levi 2014), sino porque es un espacio de constantes disputas, tanto en términos epistemológicos, por lo que respecta a la fijación de su forma y contenido, como en el terreno político, en cuanto a su uso. Respecto de lo primero, que será el espacio de discusión en el que nos moveremos aquí, las condiciones en las que se produce y se transmite un saber disciplinar -tanto antropológico como en otras áreas del conocimiento- asumen un papel fundamental en la interpretación y lugar que ocupan los relatos locales en las narraciones especializadas que emanan de ese saber. Siguiendo a Ruiz (2020), diferenciamos dos elementos constitutivos de la narrativa de la memoria. Por una parte, hablamos de relato en cuanto manifestación local de las memorias cercanas sobre la experiencia de la violencia -que puede darse a través de formas idiosincráticas culturales o simplemente en las conversaciones entre pares locales- y, por otra, empleamos narración para referirnos a la producción de expertos disciplinares -antropólogos, sociólogos, incluso funcionarios de instituciones dedicadas a la gestión de la memoria-, en la que los relatos adquieren el estatus de evidencia que soporta la construcción discursiva.

Nuestro objeto de análisis será, entonces, lo que con Giddens (2011) llamaremos sistemas expertos de la memoria, entendidos como dispositivos de conocimiento moderno cuyo campo de saber -y poder- les otorga legitimidad social para efectuar interpretaciones acreditadas sobre la memoria del sufrimiento. Nuestro interés se centra en el análisis de las políticas de la narración de la memoria (Jackson 2002), esto es, en la forma como los denominados expertos en el campo de la memoria construimos las tramas de sentido que, en términos de Ricoeur (2004), reconfiguran discursivamente la experiencia pasada del tiempo. Buscamos indagar así los límites epistemológicos que tiene la construcción de las narraciones de la memoria que están enmarcadas en un saber disciplinar -y aún más cuando se hacen desde espacios institucionales, como universidades o centros de memoria histórica-. Las narraciones tienen una función social -y política- importante, ya que constituyen testimoniantes delegativos (Jelin 2002) que traducen a un espacio social más amplio la evidencia de las experiencias locales del sufrimiento violento. Pero este ejercicio de traducción cultural se fundamenta en una desigualdad de lenguajes (Asad 1986), y es la narración experta -por encima de los relatos locales propiamente dichos- la que termina adquiriendo prevalencia en el campo de las disputas por la memoria.

Esto nos lleva a revisar el trabajo de recopilación de la evidencia en el campo de la memoria. En la medida en que, como señala Ana Ramos, “el problema de fondo […] reside en saber si la memoria está o no desprovista de veracidad, o si «dentro de ciertos límites» puede merecer cierto crédito” (2011, 138), la aproximación etnográfica parecería reducir esta incertidumbre por cuanto lo propio de ella es fundamentar su credibilidad en la cercanía entre el investigador y el campo estudiado, a través de la inmersión del etnógrafo en la forma de vida analizada. De esta manera, la etnografía posibilitaría prestar atención no solo al producto de la memoria (el relato local), sino al proceso de “instauración inmanente al acto de memorización” (Candau 2002, 56), esto es, al desarrollo dinámico de las tramas de la memoria. En pocas palabras, en la medida en que la etnografía permita un conocimiento contextual de la producción de los relatos locales de la memoria, la narración/traducción construida será más fiel a los relatos locales3.

La crisis de la representación en la antropología ha cuestionado lo anterior a través de lo que James Clifford (1986) ha denominado la gran paradoja relativa a la especificación de los discursos etnográficos. En efecto, la perspectiva clásica, basada en la autoridad de la tradición malinowskiana, ha hecho descansar la jerarquía científica del trabajo antropológico en una mitificación del trabajo de campo etnográfico como garantía de la inmersión en los sujetos y los hechos estudiados:

La habilidad de los antropólogos para hacernos tomar en serio lo que dicen tiene menos que ver con su aspecto factual o su aire de elegancia conceptual, que con su capacidad para convencernos de que lo que dicen es resultado de haber podido penetrar (o, si se prefiere, haber sido penetrados por) otra forma de vida, de haber, de uno u otro modo, realmente «estado allí». (Geertz 2010, 14)

Sin embargo, ese estar allí no dejaba de ser una experiencia subjetiva, lo que contradecía la objetividad que la autoridad científica demandaba. Para sortear esta paradoja, el trabajo antropológico buscaba separar la subjetividad del autor del referente objetivo del texto (Clifford 1986, 13). Pero tal solución sería provisional y, por ello, fue necesario atender a la figura del antropólogo como autor (Geertz 2010), no ya simplemente de la narración etnográfica, sino de ficciones reales (Clifford 1986), es decir, en cuanto agente regulador de una economía de la verdad o, al menos, de la verosimilitud. En este sentido, el antropólogo no es más un intermediario notarial que da fe pública de realidades sociales distantes, sino que es el creador de una interpretación autorizada de esas realidades, que es una forma de decir que él es -hasta cierto punto- el autor de esas realidades.

El trabajo etnográfico en el campo de la memoria implica, además, el establecimiento de una relación con un objeto problemático en sí mismo, ya que no se trata con hechos propiamente dichos, sino con interpretaciones locales de esos hechos, que son las que operan en cuanto evidencia. El antropólogo que interpreta interpretaciones es, justamente, el leitmotiv de las retóricas de la antropología (Geertz 2010). Lo que aquí buscamos analizar es la complejidad añadida que constituye la acción de traducir esa interpretación de primer nivel -el relato local de la memoria que, por sí mismo, ya es una interpretación presente de la experiencia pasada- al lenguaje adecuado para un foro externo.

Los trabajos etnográficos sobre memoria son así ejercicios paradójicos al menos en dos sentidos. Por un lado, debido a la inconmensurabilidad del mundo de aquellos que han sufrido el impacto de la violencia y el de aquellos a quienes está dirigida la narración que se busca construir, “la experiencia que hay que transmitir es la de la inhumanidad sin punto de comparación con la experiencia del hombre ordinario” (Ricoeur 2013, 229). Es a esto a lo que ya apuntaba Benjamin (2009) cuando daba cuenta del porqué del silencio de los que volvían de las trincheras de la Gran Guerra. Por otro lado, la elaboración de este tipo de narración precisa de determinados enunciados y arreglos epistemológicos, indispensables para que pueda circular en el espacio del conocimiento experto (revistas, foros y congresos académicos, informes institucionales de memoria, revistas de divulgación científica, incluso medios periodísticos) y para que, por esa vía, participe en el ensanchamiento o impugnación del régimen de memoria existente4.

Lo que buscamos señalar es que tales arreglos cierran necesariamente los relatos en la medida en que establecen un código maestro para su interpretación (Castaño, Jurado y Ruiz 2018). Es por ello que pretendemos dar cuenta de la complejidad epistemológica que le es propia al establecimiento de una narración experta de la memoria que busca basarse en los relatos locales de experiencias de violencia. Para llevar a cabo este propósito, en primer lugar, caracterizamos las dificultades específicas del trabajo de recolección y presentación de la evidencia en el campo de la memoria y procedemos a señalar la necesaria existencia de un abismo representacional que determina las interpretaciones en este campo. En segundo lugar, explicamos la manera en que esa distancia epistemológica es asistida por dispositivos propios de los sistemas expertos y cómo esto convierte la narración en producto de un archivo que la determina. En tercer lugar, analizamos la narración como resultado de una labor lejana que no puede superar completamente la distancia del relato y señalamos las consecuencias de ello.

El texto constituye una reflexión teórica sobre la producción experta de la narración de la memoria. Está fundamentado en las experiencias investigativas de los autores en el área de los estudios de memoria y de fenomenología de la violencia en Colombia, en particular en un trabajo de campo desarrollado en los pueblos palafitos de la Ciénaga Grande de Santa Marta -entre los años 2017 y 2019- sobre el recibimiento e impacto local del informe, realizado allí por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH 2014), sobre el desplazamiento forzado y posterior retorno voluntario de la población local debido a dos masacres paramilitares que tuvieron lugar en el año 2000. También es el resultado del análisis conjunto sobre la labor de uno de los autores (Gabriel Ruiz) en su trabajo como investigador y co-relator de uno de los informes producidos por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH 2017). Esto significa que el análisis presta particular atención a la forma como se construye la narrativa de memoria en el espacio institucional.

El abismo representacional frente a los relatos

Cuando hablamos de memoria no estamos hablando del pasado, sino del presente de las cosas pasadas (Agustín de Hipona 2019) o, mejor, del devenir narrativo de un pasado violento que se articula discursivamente en el presente para dotarse, a través de la propia narración, de un sentido. La experiencia pasada carecería de forma o, en el límite, sería muda (Ricoeur 2013) si no se articulara en un relato. Hablamos así de un imperativo narrativo de la memoria (Jackson 2002), donde el acto de relatar no es un acto pasivo de revivir los eventos pasados, sino que el sujeto que rememora, a través del relato, participa de forma activa en la recreación presente de esos eventos. Esto hace que lo importante, para la memoria, no sea si la interpretación presente se ajusta a la verdad del pasado -lo que sea que ella signifique-, sino si tal interpretación es la adecuada -esto es, necesaria- para el presente desde el cual se rememora. En este orden de ideas, podemos decir que el sentido del pasado lo otorga el relato presente.

Jackson (2002) centra su análisis de las políticas del relato (politics of storytelling) en el espacio local donde se producen y circulan historias sobre un pasado común. Se trata así de un análisis sobre lo que podemos llamar memorias cercanas de la violencia (Ruiz 2020), cuyas condiciones de producción y circulación social local están determinadas por su dimensión performativa, en la cual existe una interacción dialógica entre los distintos relatores (Jackson 2005). En el caso de las poblaciones palafitas de la Ciénaga Grande de Santa Marta, por ejemplo, esas memorias cercanas se articulan tanto a través de conversaciones cotidianas como de canciones y versos que circulan localmente sobre la experiencia de la violencia. Una característica del relato es que no busca dotar de sentido global a la experiencia local de sufrimiento, es decir, no pretende explicar y enmarcar el acontecimiento en las tramas de violencia más amplias que lo determinaron (Cobb 2016), sino que busca rehacer narrativamente el trauma para hacerlo soportable (Jackson 2002).

Esos relatos se diferencian de la narración experta que produce el trabajo de la memoria, llevado a cabo por antropólogos y profesionales de otras disciplinas, por activistas o incluso por burócratas que trabajan en este campo. Si bien la narración experta se basa en los relatos locales, sus objetivos y condiciones de producción y circulación son distintos -incluso ajenos- al espacio de creación y transmisión de aquellos. La función principal que adquieren los relatos locales en las dinámicas de producción de las narraciones expertas es la de servir como evidencia que acredita la validez de la interpretación propuesta allí. Es entonces la relación entre la interpretación experta y su evidencia local la que es preciso examinar. La distancia que existe entre ambas establece las condiciones de posibilidad de la narración y determina la legitimidad que puede predicarse de ella en el campo de la memoria, respecto a su cercanía o lejanía con los relatos.

La etnografía, en particular, en cuanto técnica de recolección de información primaria, se instala, en principio, más cerca de los marcos sociales de producción de la memoria que, según el planteamiento clásico de Halbwachs (2004), constituyen la condición de posibilidad de la memoria colectiva. Pero esa cercanía que propicia el trabajo etnográfico no significa que desaparezca la distancia entre el qué de la evidencia -la cual, hay que tenerlo presente, es lo dicho de algo que no solo no está (el acontecimiento pasado), sino que es lo decible de algo que no puede esencialmente decirse (la experiencia límite)- y el quién referido al productor de la narración -todo esto mediado por el portador individual o colectivo de la evidencia, ese sujeto que en nuestros términos sería el relator de la memoria-. Es por ello que la crisis representacional en la antropología parte del reconocimiento de que

el etnógrafo no percibe […], no puede percibir en gran medida lo que sus informantes perciben. Lo que percibe -suficientemente sin certeza- es ‘con lo que’, o ‘por medio de lo que’, o ‘a través de lo que’ (o cualquier palabra que uno quiera escoger) ellos perciben. (Geertz 1974, 30)

Las preguntas que surgen de esto son las que han alimentado el debate sobre el rol del antropólogo en cuanto autor -y que aquí extendemos a la figura del investigador experto en el campo de memoria-. Tal debate ha trasladado la cuestión desde aquello que el investigador puede percibir a la forma discursiva en la que este transmite aquello que ha percibido. En este contexto, el trabajo etnográfico se trata, más que de una inmersión subjetiva para lograr una descripción objetiva de una cultura, de un “proceso de traducción y transcripción que pasa a través de distintas etapas” (Atkinson 1990, 57), desde las notas de campo hasta el informe científico -sea cual fuere la forma que este adopta-. Eso que pasa a través es el testimonio/evidencia, esa suerte de texto que necesariamente es “borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas” (Geertz 1973, 24).

En el campo de la memoria, el testimonio, además, no es solo aquello que “desaparece en el rumor anónimo de los enunciados”, como lo sería en la historiografía, sino que es lo que en la narración ocupa el lugar vacío del sujeto, y la indagación por ese lugar vacío es la que “se convierte en la cuestión decisiva” (Agamben 2014, 152). La pregunta, entonces, es por la atribución de la memoria: ¿quién es yo del testimonio? ¿Cómo se transforma ese yo cuando la atribución de la memoria pasa del individuo a los allegados (Ricoeur 2013) en la configuración de la memoria colectiva que tiene lugar a través de los relatos? Y, en particular, ¿quién es ese yo cuando la atribución de la memoria pasa, a través de la narración experta, de los allegados -o de una comunidad local- a los otros?

Si la etnografía es “el contacto entre formas de vida: uno aquí y el otro en otro lugar” (Packer 2013, 274), el informe de investigación constituye un tercer sujeto que emerge de esa boda entre dos reinos, para decirlo con Deleuze y Guattari (2002). En este sentido, las comunidades locales productoras de relatos y el etnógrafo no son el objeto y el sujeto del trabajo antropológico de la memoria, sino que ellos mismos “se vuelven efectos de un texto” (Packer 2013, 267). Por ello, podemos decir que no solo el qué sino también el quién de la representación del pasado están expuestos a interpretaciones que conducen al desarrollo de diferentes narraciones. En consideración a esta posibilidad múltiple, se puede hablar de la existencia de distintos espacio-tiempos históricos que en su interacción logran producir las narraciones.

En efecto, en los trabajos de campo sobre memoria se produce un encuentro entre dos espacio-tiempos históricos que conjugan, de un lado, el interés por la observación y la descripción y, del otro, la expresión propiamente dicha de las prácticas, símbolos y significados derivados de acontecimientos violentos ocurridos en el pasado. Ricoeur (2009) realiza una distinción entre el tiempo cosmológico y el fenomenológico, la cual nos permite aquí diferenciar, respectivamente, entre (i) el espacio-tiempo en el que, en una dirección, se ubican los relatos de acuerdo con su trayectoria desde el pasado hasta el momento de su observación por el investigador -esto es, desde el acontecimiento mismo hasta el momento en que él es relatado en el presente de la investigación- y (ii) el tiempo-espacio en el que, en otra dirección, se produce el encuentro del etnógrafo con los relatos y su proyección en una narración especializada.

Hablamos, en términos de Ricoeur (2009), del encuentro entre distintas ontologías o distintas experiencias del tiempo, que se corresponden con diferentes comprensiones y producciones narrativas de la realidad: por un lado, el espacio ontológico de producción de los relatos locales; por otro, el espacio ontológico del trabajo experto del investigador y su encuentro con esos relatos locales. Lo importante, al respecto, es la constatación de que estos dos espacios no son “homogéneos y atemporales, sino actualizaciones heterogéneas e históricas” (Ramos 2011, 14). La reconstrucción del pasado no es entonces la producción de un constructo uniforme y estable, sino la producción de una narración posible que está determinada por el cruce espacio-temporal de dos trayectorias. Esto significa que la evidencia de la memoria no es tal en términos absolutos sino coyunturales, en cuanto está condicionada, primero, por la trayectoria local del relato y, segundo, por la propia trayectoria del investigador. Es en este sentido que señalamos que el trabajo de campo antropológico es un encuentro de al menos dos órdenes intersubjetivos y, por tanto, tal trabajo es “del orden de la alianza” (Deleuze y Guattari 2002, 245).

De esa forma, sobre el trasfondo de las dos direcciones, que marcan el encuentro de los dos reinos, se presenta el acontecimiento del trabajo especializado de recolección de la evidencia de la memoria a través del establecimiento de una diferencia ontológica. Lo importante, como señalamos anteriormente, es la constatación de que ese encuentro produce un tercer sujeto o, para decirlo en los términos que acabamos de exponer, produce un tercer orden, que no es el cosmológico (el instante) ni el fenomenológico (el presente), sino que es el tiempo de la narración5. Este último, que en el planteamiento de Ricoeur (2009) corresponde al tiempo realmente humano, se produce en la trayectoria de generación y circulación local del relato y luego se reproduce en la configuración narrativa de la trama que hace el investigador.

Debido a esta diferencia ontológica establecida sobre el encuentro de dos mundos, la narración puede devenir en una memoria lejana de los relatos con los que se ha relacionado, por la intermediación de los dispositivos de producción y divulgación del sistema experto que gestiona el conocimiento de la memoria. Anthony Giddens ha caracterizado los sistemas expertos modernos como “sistemas de logros técnicos o de experiencia profesional que organizan grandes áreas del entorno material y social en el que vivimos” (2011, 37). En este sentido, entendemos que el sistema experto de la memoria es una episteme o un régimen de interpretación y de producción que condiciona la forma en que podemos aprehender los relatos sobre la experiencia localizada de la violencia.

Es por lo anterior que, para distinguir en qué consiste, cuándo ocurre y cómo opera ese distanciamiento de la narración con respecto a los relatos locales, hay que atender a la distinción que en el plano epistemológico subyace a la diferencia ontológica que señalamos antes. Esta distinción epistemológica se asemeja aquí a los conceptos de archivo y testimonioque Giorgio Agamben (2014) emplea para explicar dos formas en las que puede establecerse una interacción discursiva con acontecimientos pasados. El archivo, en dicha concepción, no es solo el lugar físico donde reposa la evidencia material del pasado. El archivo es lo que se instala entre lo no dicho y todo lo dicho, “por el simple hecho de haber sido enunciado” (Agamben 2014, 151). Es, en este sentido, el conjunto de enunciados que construye la historiografía, donde también -entre líneas- puede leerse lo no dicho. El testimonio, por su parte, es “el sistema de relaciones […] entre lo decible y lo no decible en toda lengua” (Agamben 2014, 151)6. Por esto, en la concepción de Agamben que aquí recogemos, el testigo es quien testimonia en lugar del musulmán, en cuanto este es el que ya no puede hablar, el que encarna la imposibilidad de decir7. Hay, entonces, un vacío que permanece en la narración (el lugar de lo indecible, de lo inefable) y ese lugar vacío interpela al investigador que produce el texto narrativo8. En términos de Deleuze (2002), ese vacío constituye precisamente la posibilidad del pensamiento o, dicho con Manuel-Reyes Mate (2003), ese vacío es lo impensado que da qué pensar.

La función del archivo y los sistemas expertos

El trabajo de la memoria busca construir un index del pasado (Ramos 2011). Es por ello que el trabajo del investigador/intérprete es el de hacer legiblepara sí mismo y, al tiempo,visiblepara los demás, la evidencia de la experiencia pasada. La distinción que acabamos de exponer nos permite afirmar ahora que no toda experiencia del pasado deviene index. Primero, porque la experiencia misma no revive, sino que se reconstruye en el relato: la evidencia (el relato) es la huella visible, el vestigio, de la experiencia del acontecimiento pasado, pero en cuanto huella indica “el pasado del paso […] sin mostrar, sin revelar, lo que ha pasado” (Ricoeur 2009, 807). Pero, además, el investigador, en cuanto sujeto de enunciación, hace descifrable (legible) la interpretación -el sentido dado a los relatos- solo para aquellos que pueden acceder al lenguaje experto al que ha sido traducida la evidencia de la experiencia local.

Es en este sentido que James Clifford (1986) habla de ficciones etnográficas coherentes como producto del trabajo antropológico, equivalente a lo que, en términos más amplios, Ricoeur (2009) denomina ficcionalización del discurso. Esta da cuenta de un momento subjetivo independiente y desligado de un proceso de conocimiento determinado por la preeminencia del objeto. En esta dirección, el proceso de conocimiento pasa a estar condicionado por la dialéctica de la representación (Ricoeur 2009): una interacción entre las representaciones del investigador de la memoria y los relatos. Se trata de una relación que no deja de ser paradójica, en la medida en que el discurso narrativo experto puede resultar ininteligible para los sujetos locales de la memoria que han proporcionado, en primer lugar, la evidencia que sustenta dicho discurso.

Presentamos un ejemplo proveniente de nuestros propios trabajos de campo para iluminar esto. El CNMH (2014) publicó un informe de memoria sobre las masacres paramilitares cometidas por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en el año 2000 en la Ciénaga Grande de Santa Marta (Caribe colombiano). En dicho informe, se analiza el impacto que tal acontecimiento violento tuvo en las comunidades que viven en palafitos en mitad de la Ciénaga, las cuales fueron epicentro de las masacres. El informe está elaborado “con base en los testimonios de las víctimas: el recuento de lo sucedido parte de las voces locales de los protagonistas y sobrevivientes del siniestro” (CNMH 2014, 19). Para lograr esto, los investigadores del informe se trasladaron durante varios meses de forma intermitente a los poblados palafitos de la Ciénaga y recopilaron la evidencia directamente de los habitantes locales.

Tres años después de publicado el informe, viajamos a la zona a indagar por el recibimiento y el impacto local de este. Desde el año 2010, habíamos estado allí haciendo un trabajo etnográfico permanente -que aún continúa-, recopilando y analizando los relatos locales sobre el impacto de la violencia paramilitar. En el desarrollo del trabajo, habíamos entendido que esos ejercicios locales de memoria no tienen, en principio, el objetivo de ensanchar o cuestionar el régimen de memoria amplio de la nación, sino el de “reelaborar la realidad para hacerla soportable” (Jackson 2002, 16). Se trata, en este sentido, de relatos cuya legitimidad no les viene dada por su aprobación dentro de una disciplina del conocimiento, sino por su cercanía con la experiencia relatada. Es esto lo que cuentan, para el caso de los pueblos palafitos de la Ciénaga Grande, las décimas -composiciones poéticas organizadas en diez versos, propias del Caribe colombiano- que, como esta de Rafael Moreno, constituyen una memoria cercana de la violencia relatada:

No me lo han contado Fue que yo mismo lo viví El día que a Cataca fui Miré un pueblo desolado. Todo estaba abandonado Se lo digo con franqueza Desde aquí la ausencia pesa Eso era lo que veía En la pobre tierra mía Lo que hay es sucio y tristeza (Rafael Moreno, decimero de la Ciénaga Grande de Santa Marta, entrevista con los autores, 27 de mayo de 2011, Ciénaga, Magdalena)

Al hacer trabajo de campo en el año 2017, no nos sorprendió constatar que el informe era básicamente desconocido para la mayoría de los habitantes de los poblados donde ocurrió la masacre, pues se trata de poblaciones entre las cuales el libro no es un objeto privilegiado de conocimiento:

Pescador: […] aquí, recuerdas tú que en la ceremonia que se hizo [en el aniversario de la masacre] se repartió el libro [el informe]. Pero recuerdas tú que este tipo de comunidades, que es la oralidad la que hace base de ella. La letra poco nos importa, ¿ya? Entonces, la letra no vale mucho, sino lo que… Investigador: ¿Tú crees que aquí son muy poquitos los que lo han leído [el informe]? Pescador: Sí, muy poquitos. Es que la gente no tiene… prácticamente nosotros estamos de lectura malos, mal de lectura. (Pescador de la Ciénaga Grande de Santa Marta, entrevista con los autores, 15 de enero de 2017, Nueva Venecia, Magdalena)

Lo que sí nos resultó de particular importancia fue percibir la molestia que produjo, entre aquellos pocos que leyeron parcialmente el informe, la inclusión del testimonio de un supuesto perpetrador de la masacre:

Investigador: ¿Y tú leíste el informe? Pescador: Sí, yo leí el informe. Investigador: ¿Y qué te pareció? Pescador: Para mí, el informe me pareció que mucha literatura. Investigador: ¿Mucha literatura? ¿Cómo así? Pescador: Un documento más que… para mí es literario […]. Se trató lo convencional, lo que la gente habla, los eventos, lo que pasó, se cita a unos perpetradores que dudo yo que ellos hayan hecho parte de esa masacre. Por lo menos, hay un cuento que me acuerdo que cogieron con un garfio, con un gancho de esos de carne que… que eso es literatura, eso no pasó. (Pescador de la Ciénaga Grande de Santa Marta, diálogo con los autores, 22 de noviembre de 2017, Nueva Venecia, Magdalena)

Otros hablarían de ese cuento como “una exageración” o “un embuste”, según algunos testimonios recogidos en Nueva Venecia y Buenavista (palafitos de la Ciénaga Grande de Santa Marta, 21 de noviembre de 2017). No obstante, no es que el informe mienta o exagere los hechos. El informe no dice que las palabras citadas correspondan a lo sucedido allí realmente, sino que presenta el testimonio literalmente como “la versión de un paramilitar” (CNMH 2014, 122). Previamente en el texto, incluso, se enunciaba que “partiendo de los testimonios de las víctimas […] se hace un recuento de lo sucedido durante el día de la masacre y los días posteriores” (CNMH 2014, 27). No es tampoco, entonces, que el informe no realice un contraste entre fuentes o que no privilegie el punto de vista de las víctimas. Lo que sucede se explica dentro de la lógica de construcción del informe: la versión del paramilitar tiene una función discursiva relevante, pues dado que esta expone el modus operandi del acto violento, sirve para introducir el análisis de la lógica de las masacres, para luego poder presentar un punto central del informe: que la indefensión de las víctimas es el “hecho común” de las masacres paramilitares (CNMH 2014, 123).

Lo que buscamos señalar es que la recepción local del texto especializado muestra la distancia que hay entre el espacio epistemológico local y el espacio epistemológico experto de la memoria (Ruiz 2020). Es por ello que la función discursiva de un fragmento particular dentro del texto experto corresponde a los arreglos de un lenguaje cognitivo que puede ser ininteligible para la comunidad local, por cuanto el propio dispositivo (el texto académico/científico) es ajeno a la experiencia local de conocimiento. Incluso, que los hechos de la Ciénaga Grande sean presentados en el informe en cuanto “escenario emblemático” de un tipo particular de violencia (CNMH 2014, 18), hace que el proceso de recopilación, selección e interpretación de la evidencia esté necesariamente condicionado en gran medida por la exigencia representativa de esta.

Como respuesta al abismo representacional, la ficcionalización del discurso expresa una necesidad de obtención y puesta en práctica de un saber, lo que pone en evidencia el poder que subyace detrás de dicha operación. Este poder (i) se reproduce por medio del archivo mencionado anteriormente, (ii) su fuerza se deriva de los sistemas expertos de las disciplinas y (iii) opera en la forma de dispositivos que permiten el condicionamiento definitivo del trabajo profesional disciplinar. La naturaleza y operatividad de esos tres elementos pueden ser comprendidas a partir de las relaciones existentes entre las formaciones discursivas y el orden del discurso (Foucault 1979). Siguiendo este camino, los saberes que se ponen en juego aquí representan enunciados dispersos que forman discursos a partir de la referencia lingüística a un objeto, teniendo en cuenta una modalidad enunciativa, prestando atención a la construcción de conceptos y descubriendo su operatividad práctica (Foucault 1979).

Volvamos a la conceptualización del archivo para aclarar las implicaciones de lo anterior. El propio Foucault lo define como una versión fija o positiva de un “sistema general de la formación y transformación de los enunciados” operante en una época del saber (1979, 221). Lo que sucede con esa versión fija es que sitúa en una posición secundaria el mundo subjetivo del testimoniante, de aquel que ha encarnado la evidencia. Esto sucede debido a que en la relación entre lo ya resuelto por las formaciones discursivas y su realización práctica, el sujeto puede ser puesto entre paréntesis “porque en cualquier caso se había producido ya la toma de palabra” (Agamben 2014, 153). En los informes de investigación sucede esto: el sujeto del testimonio es menos importante que el hecho mismo de la palabra que ya ha sido tomadae interpretada. Se da lo que Don Handelman ha resumido como “la ausencia de otros; la presencia de textos” (1993, 133).

El archivo deriva así su fuerza de un orden del discurso que acentúa las reglas, instituciones o procedimientos que excluyen y prohíben y, por lo tanto, controlan y delimitan las prácticas (Foucault 1979). De esta forma, “el intercambio y la comunicación son figuras positivas que juegan en el interior de sistemas complejos de restricción; y, sin duda, no podrían funcionar independientemente de éstos” (Foucault 2002, 40). Esos sistemas complejos o expertos son los que producen el archivo del que hemos hablado; son los que moldean la construcción, apropiación, circulación y conmemoración -esto es, fijación- de la memoria. El sistema experto tiene, además, el capital social y simbólico necesario para (auto)designarse delegatario de la subjetividad testimoniante ausente en el archivo y componer un sistema de positividades (Foucault 1979) que regula la labor de producción narrativa de la memoria, a través de pautas metodológicas, políticas de edición y publicación e incluso a través de políticas de la evidencia9. El horizonte epistemológico de estos dispositivos salda el abismo representacional del encuentro entre los dos mundos ontológicos, a favor de una preeminencia de la narración sobre el relato.

Los dispositivos del sistema experto aseguran una representación que responde al archivo en los términos mencionados. Resultan así del entrecruzamiento entre relaciones de poder y relaciones de saber y, por ende, tienen la capacidad de determinar los marcos de producción y de interpretación de las prácticas discursivas y, por tanto, de producir subjetividades (Agamben 2016), pero también, en el mismo movimiento, pueden hasta cierto punto desubjetivar la evidencia localizada de la experiencia violenta. Existen, por supuesto, “enfoques más dialógicos [que revelan un] interés por la subjetividad” de quienes brindan sus testimonios (Ginsburg 1992, 137). Pero hablamos de una desubjetivación epistemológica que no está referida tanto a la construcción discursiva dentro del texto, sino especialmente al marco normativo y a las prácticas profesionales que regulan la propia producción del sistema experto.

En el mundo académico, por ejemplo, la organización de la evidencia está en gran medida determinada por las políticas de publicación de las instituciones donde se enmarcan los trabajos de investigación -que a su vez están subsumidas en las lógicas de los rankings donde dichas instituciones buscan figurar -, por los términos de referencia de una convocatoria particular o por los propios parámetros de legitimación del conocimiento de la disciplina donde se inscriban los textos. Este último es el caso descrito por Faye Ginsburg (1992), quien muestra que el escepticismo de sus colegas antropólogos frente a sus descubrimientos -y no la experiencia subjetiva de quienes le brindaron sus testimonios- fue lo que determinó la búsqueda de una forma narrativa dialógica que le otorgara legitimidad entre sus pares a su texto.

Narración, distancia y desubjetivación

Al narrar los relatos, estos se extraen, necesariamente, de su lugar y se los proyecta a una nueva dimensión ontológica producida mediante la dislocación respecto de aquel tiempo-espacio en que ellos mismos han acontecido. El abismo representacional, que puede darse a partir de la recopilación misma de la evidencia, pero cuyo momento concreto de análisis aquí es el de su representación narrativa, es tramitado por medio de dispositivos discursivos del sistema experto -por ejemplo, mediante el empleo de historias de vida u otras técnicas narrativas dialógicas que le den protagonismo a las voces locales de la memoria-. Pero el resultado de este proceso es el de una narración que necesariamente mantiene la distancia epistemológica respecto de los relatos, en la medida en que su espacio-tiempo de proyección y de discusión es el del orden del discurso moderno, esto es, el espacio académico propio del conocimiento disciplinar o el espacio institucional en el que se discuten las políticas de la memoria. En breve: el dispositivo narrativo experto de la memoria es una narración que precisa elaborar un discurso adecuado y conveniente para el espacio social de conocimiento al cual está dirigido y que además -a diferencia de lo que pasa con el relato- queda fijado en una versión acabada (el texto o artículo experto).

En el límite, la narración producto de un trabajo experto de la memoria conlleva el riesgo de producir lo que con Miranda Fricker (2017) podemos denominar una forma de injusticia hermenéutica. Por medio de esta idea, se explica cómo ciertas narraciones pueden estar circunscritas a marcos y estructuras lingüísticas que sitúan en desventaja injusta a los propios sujetos del testimonio. Se trata de una injusticia referida a “la economía de los recursos hermenéuticos colectivos” (Fricker 2017, 18). El contenido de un artículo científico o de un informe de memoria adquiere el estatuto de reporte autorizado -y, por tanto, con pretensiones de validez- de la experiencia de los sujetos locales, más allá de que ellos tal vez ni siquiera puedan acceder al texto y, quizá mucho menos, rebatirlo en el mismo espacio hermenéutico de conocimiento social. En los términos expresados antes, la injusticia hermenéutica opera en la medida en que la narración ocupa el lugar vacío del sujeto.

La particularidad de esto es que si bien la mayoría de las veces puede haber una voluntad consciente y sensata de comprender los testimonios que soportan los relatos, aun así pueden pervivir de un modoespectral -como diría Jacques Derrida (2012) - marcos lingüísticos y estructuras de significado, reflejados en la elaboración de una narración, cuyo contenido se separa de la propia dimensión constitutiva del relato. La espectralidad, en este caso, consiste en que los dispositivos correspondientes a conceptos, escalas de valoración o juicios prácticos, proveídos por la formación del investigador y su función dentro del sistema experto de la ciencia, se proyectan en la narración cubriendo el abismo representacional entre los mundos ontológicos que interactúan en el trabajo de investigación. Es en este sentido como tiene lugar cierta desubjetivación de los relatos, ya que los parámetros de selectividad, reorganización e incluso simplificación (Buckley-Zistel 2012) que se precisan para entrar al orden experto del discurso son los que, en último término, terminan moldeando la forma narrativa de la memoria.

Adicional a esto, el orden del discurso en el que se instala la narración experta está determinado por consideraciones no epistemológicas, pero que tienen efectos directos sobre el tipo de conocimiento que puede producirse. Ya mencionamos antes los marcos normativos y las prácticas profesionales que actúan en este sentido. También hay constricciones de otro orden. Como parte del equipo de elaboración de uno de los informes del CNMH (2017), pudimos constatar las presiones que el Ministerio de Defensa colombiano ejerció para modificar la versión inicial. No solo hubo que sostener tensas reuniones en las cuales debía justificarse, ante representantes militares, el enfoque del trabajo realizado, sino que el ministerio pudo presentar sus objeciones y sugerencias de correcciones al primer borrador. Entre otras cosas, cuestionaba la pertinencia de algunos de los testimonios incluidos. Afirma Paul Ricoeur (2013) que el testimonio tiene un carácter fiduciario, que quien testimonia no solo dice “yo-estaba-allí” -y, por tanto, puede relatar lo que sucedió-, sino que añade “créanme”. Lo que este ejemplo muestra es que el crédito otorgado al testimonio depende menos del triple deíctico ricoeurtiano (yo-estaba-allí) que de los intereses de aquellos con una posición de poder dentro de las políticas de la evidencia/memoria.

Si fue posible soportar la presión y no aceptar las objeciones de fondo presentadas -las cuales, básicamente, buscaban eliminar o al menos matizar la responsabilidad de militares en hechos allí narrados-, fue por el respaldo de las directivas del propio CNMH. Incluso, en esto podemos ver cómo son agentes del propio sistema experto los que deben intervenir como garantes del testimonio, dado que el relator o productor mismo de la evidencia no se mueve en ese espacio epistemológico -y de poder- donde se determina el contorno de la narración10. Para terminar con este punto: a partir del Decreto 502 de 2017, que incluye en el consejo directivo del CNMH al Ministerio de Defensa, y de los propios cambios coyunturales en la dirección del centro, no es posible garantizar que, en la actualidad (año 2020), el conocimiento de las tramas de la violencia que aporta la memoria de los sujetos que dan sus testimonios no se vea seleccionado, reorganizado, simplificado y, en último término, excluido, si no encaja con el orden del discurso que se busca construir.

En último término, la preeminencia de la narración de un trabajo experto sobre los relatos dificulta la emergencia de formas de memoria-reacción (Ramos 2011), esto es, la articulación de alternativas políticas como resistencia a los regímenes de memoria o a sus usos políticos (Calveiro 2006), y puede dificultar también la propia movilización política de las víctimas (Castaño, Jurado y Ruiz 2018). La dificultad dada no es solo que los dispositivos expertos determinen un campo hegemónico de la memoria, sino que en la medida en que pueden devenir memoria oficial, pueden ser interiorizados por los sujetos sociales e influir así en sus prácticas de memoria (Ramos 2011). Esto lo están evidenciando incluso algunas organizaciones de víctimas en Colombia que, frente a los nuevos rumbos que han tomado las políticas de la memoria en el país desde 2018, han buscado retirar sus testimonios de los archivos de las instituciones estatales de memoria, para no legitimar un ejercicio que ahora perciben más distante de sus memorias locales.

Lo que está en juego es el papel del autor lejano de la narración sobre la cual opera una síntesis pasiva (Deleuze 2002) en la que predomina una forma funcional de la representación. En efecto, tal síntesis conduce a la construcción de una narración que

reconstruye los casos particulares como distintos, conservándolos en el «espacio de tiempo» que le es propio [al autor] [y en la que] el pasado deja de ser entonces el pasado inmediato de la retención, para pasar a ser el pasado reflejo de la representación. (Deleuze 2002, 121)

Así es propiamente como el autor de la narración que se construye en el campo de la memoria ensancha lo ya dicho (el archivo). Su “testimonio presupone siempre algo -hecho, cosa o palabra- que le preexiste y cuya fuerza y realidad deben ser confirmadas y certificadas” (Agamben 2014, 156). En este sentido, el autor es un sujeto del testimonio que, bajo las condiciones lejanas en que se construye su narración, se convierte él mismo en reproductor de formas de desubjetivación de los relatos.

Hablamos así de una desubjetivación parcial de los relatos, en la medida en que la narración no solo es hecha por agentes expertos externos, sino que su horizonte de producción y de proyección está en el afuera del espacio epistemológico local donde se recogió la evidencia. El investigador puede regresar al territorio local para validar con los actores locales la interpretación, pero tal validación se da, primero, en el contexto de una desigualdad de lenguajes, donde el que prevalece es el lenguaje de la narración (Asad 1986), y segundo, lo que está en el horizonte discursivo es el espacio de divulgación y discusión posterior (la publicación, el foro, etc.). Así, los sujetos del testimonio funcionan en la narración como evidencia del trabajo, pero su mundo no renace necesariamente en el producto. De manera que, aunque la narración busque honestamente ser una práctica que dialoga con los sujetos cuyas voces son su base, solo puede producir un diálogo desigual en la medida en que la voz del testimoniante está mediada o, en el límite, es incluso reemplazada por la narración experta que la interpreta.

No decimos que toda narración experta sea una forma de memoria manipulada (Ricoeur 2013) ni que debamos prescindir de tales ejercicios de interpretación, lo cual no sería adecuado si se busca comprender las tramas de sentido de la violencia, pues tales narraciones contribuyen a la formación de lo que Todorov (2013) denomina un uso ejemplar de la memoria -en contraposición de su uso literal, el cual hace la experiencia de la violencia intransitiva y, por ello, incapaz de enseñar algo sobre el presente-. Lo que buscamos señalar es la discontinuidad insalvable entre el testimonio del relato y la narración del sistema experto, en la medida en que esta última “responde a unos criterios epistemológicos (incluso políticos) que les son ajenos a los sujetos sobre los cuales se efectúa el ejercicio” (Castaño, Jurado y Ruiz 2018, 12). La narración está entonces sujeta al fluir cambiante de intereses, necesidades y prácticas disciplinares, así como a las particularidades del contexto sociopolítico amplio en el cual se inscriben (Sánchez 2020). Tanto el entramado profesional de producción del conocimiento como la coyuntura política condicionan así la construcción del discurso experto.

Conclusión: acercarse al relato… o ir más allá

En los trabajos profesionales en el campo de la memoria, la construcción de una narración es una tarea particularmente compleja. En su condición de objeto, el relato guarda una dificultad especial en cuanto expresión de un hecho pasado de violencia al cual el investigador no puede tener un acceso directo e inmediato, por lo que se ve forzado a construir su informe mediante la interpretación de algo ya interpretado. Ante esta dificultad, las prácticas de campo de la antropología de la violencia, así como de otras disciplinas del conocimiento moderno, han ofrecido una aproximación plausible que permite destacar la complejidad misma de la experiencia del pasado violento y los contextos sociales en los cuales se establece su rememoración.

Sin embargo, la construcción de una narración a partir de los relatos no deja de ser el resultado de una experiencia que implica maniobrar en medio de varias dificultades. La antropología, en particular, ha buscado formas de superar cuestiones como esas y es por ello que se han llevado a cabo propuestas de etnografía en colaboración (Rappaport 2007), que proponen enfoques hermenéuticos, dialógicos o polifónicos para el diseño y desarrollo de los trabajos de campo y de los propios textos antropológicos. Pero estas propuestas no escapan -no pueden escapar- a constituir arreglos jerárquicos del discurso (Clifford 1986), en la medida en que se insertan en el acto moderno de crear evidencia.

En un sentido específico, la naturaleza de relatos cargados de la inefabilidad propia de la experiencia del padecimiento de la violencia pone en evidencia una dificultad presente en los procesos de investigación en el campo de la memoria. Esta dificultad se plantea en la distancia que existe entre el relato como forma de expresión local y su traducción en una narración que, en cuanto dispositivo experto, busca ser discutida, expuesta y publicada, es decir, llevada fuera del contexto espaciotemporal en que se ha producido. La etnografía y otras aproximaciones metodológicas que median en el encuentro entre estos dos mundos han de enfrentarse a un abismo epistemológico que se resuelve mediante la afirmación de un tercer orden, determinado, por una parte, por los intereses, aspiraciones y necesidades profesionales del trabajo investigativo y, por otra, por el contexto sociopolítico nacional donde se despliega el régimen de memoria. Son estos dos determinantes, más que la propia experiencia de la violencia representada en los relatos locales, los que dibujan los contornos de las políticas de la evidencia en el campo de la memoria11.

De ese modo, las representaciones que determinan la narración remiten al uso de un archivo que estabiliza los desafíos presentes en el trabajo experto de la memoria y en el que aquellas terminan por incorporar los postulados de un sistema experto del conocimiento. Como resultado de este proceso, la narración es un ejercicio lejano que puede incluso contribuir a la conformación de una memoria conmemorativa -esto es, fija o estable-, que en cuanto tal contradice la naturaleza de los relatos particulares (Ruiz 2020). En este sentido, la principal consecuencia de todo ese proceso es que causa un grado de desubjetivación que puede llegar a instalar el texto mismo en el lugar vacío de la experiencia del testimonio, la cual, por su propia naturaleza inefable, es imposible de trasladar completamente a la narración.

Lo anterior permite concluir que, en la medida en que una narración traduce los relatos locales al lenguaje experto del conocimiento moderno, mantiene la distancia ontológica que tiene lugar en esa boda de dos reinos. En la labor de construcción narrativa, quizá no sea suficiente la aplicación sensata y consciente de una pauta metodológica o una perspectiva epistemológica colaborativa, sino -antes que nada- el compromiso con el reconocimiento y esclarecimiento de los factores que han producido los relatos de la violencia, en la forma en que ellos han llegado a constituirse localmente. Es decir, una manera de reducir el abismo representacional -que no salvarlo, lo cual puede no ser posible, ya que aquel no es contingente sino necesario- es buscar ir hacia atrás en el espacio-tiempo de producción de los relatos y no solo dar cuenta de las tramas de la violencia, sino de las tramas mismas de construcción de los relatos locales. Ello quizá implique una aporía: la de que toda forma fija de la memoria (un libro, un informe, un monumento) es inadecuada, al tiempo que su producción no deja de ser necesaria.

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*El artículo es resultado conjunto de los proyectos de investigación “Incidencia de los informes de memoria histórica en los procesos locales de reparación integral” y “Commemoration and Remembrance: Memory Building Processes and State Legitimacy in Colombia”, financiados por la Universidad de Medellín y por la Alexander von Humboldt Stiftung respectivamente. El primero tuvo lugar entre los años 2017 y 2019 y el segundo entre febrero y septiembre de 2019.

1La memoria, en sentido amplio, engloba toda la experiencia humana del tiempo. Sin embargo, aquí haremos un empleo restringido del término y, por ello, cada vez que en lo sucesivo lo empleemos nos estaremos refiriendo siempre a la memoria de la experiencia límite del sufrimiento producido por la violencia, en la línea en que es analizada por Primo Levi (2014).

2Si es posible hablar de boom en el campo de estudios de la memoria es porque, además de la antropología, otras disciplinas se han volcado a ello. Para el caso colombiano, la producción prolífica en este campo tiene lugar a partir de los años setenta, anclada en aquel momento a la denuncia de violaciones estatales a los derechos humanos (Sánchez 2020). Desde entonces, adicional a los trabajos antropológicos sobre el tema —donde destacan, para nombrar solo un puñado, los trabajos de María Victoria Uribe, Alejandro Castillejo o Juan Ricardo Aparicio—, las indagaciones en este campo se han visto reforzadas desde la sociología —donde se sitúan, por ejemplo, los trabajos de Elsa Blair, María Teresa Uribe o Andrés Suárez—, las ciencias políticas —destacable aquí la labor de Pilar Riaño, María Emma Wills e Iván Orozco—, la propia historia —aquí el trabajo del mismo Gonzalo Sánchez o de Fernán González merecen especial atención— y otras áreas del conocimiento científico e incluso de las artes plásticas —pensando, por ejemplo, en la extraordinaria obra de Doris Salcedo—.

3Debido a las constricciones de tiempo y presupuesto, los investigadores —incluso antropólogos— no suelen tener la posibilidad de hacer un trabajo de campo etnográfico prolongado, sino que deben hacer inmersiones cortas en el espacio local estudiado empleando otras metodologías. Si pese a esto nos concentramos en el análisis del trabajo etnográfico, es porque entendemos que lo que allí se revele valdrá incluso más para formas de recopilación de la evidencia propias de otras disciplinas.

4Entendemos el régimen de memoria como el código discursivo que determina el marco adecuado de interpretación del pasado. Tal adecuación no está relacionada con la calidad intrínseca de la interpretación, sino con el hecho de que esta está legitimada por —y a través de ella se legitiman— ciertos agentes sociales y políticos (Castaño, Jurado y Ruiz 2018).

5Recordemos que la hipótesis central del trabajo de Ricoeur es que la fenomenología no puede expresar directamente el tiempo, sino que para ello requiere la mediación indirecta de la narración. En sus palabras, la narración es “el guardián del tiempo en la medida en que no existiría tiempo pensado si no fuera narrado” (Ricoeur 2009, 991).

6Las cursivas son nuestras.

7Musulmán era la forma como en los campos de exterminio se llamaba al hundido, al hombre en desmoronamiento, para decirlo con Primo Levi (1998).

8Al hablar de lo inefable de la experiencia del sufrimiento, no nos referimos a las zonas de sombra que no pueden salir a la luz porque el contexto social o político del momento histórico no lo posibilita (Pollak 2006), sino que estamos hablando del hecho de que hay algo en la esencia de dicha experiencia que supera los límites de nuestra capacidad de comunicación verbal.

9Un ejemplo de políticas de la evidencia reguladoras de la memoria es la convocatoria 872 de 2020 del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Investigación colombiano, denominada “Hacia una mayor comprensión del conflicto armado, las víctimas y la historia reciente de Colombia”. En ella se realiza un recorte epistemológico de la noción de víctima cuando, bajo el apartado “Conflicto armado en el marco socioeconómico y sociopolítico”, solicita literalmente trabajos de investigaciones que aborden las “víctimas de las guerrillas”, sin ninguna mención a víctimas del Estado o de los paramilitares. De hecho, el término paramilitares —o autodefensas, como se suelen autodenominar esos grupos— ni siquiera aparece en el texto de la convocatoria.

10Para el caso del conocimiento experto académico puro —por llamar de este modo a aquel que no se realiza en el marco de una institución estatal de memoria, sino en el espacio de la investigación universitaria o afín—, son precisamente los consejos editoriales y los pares evaluadores los que determinan el carácter fiduciario del relato y son los investigadores/autores expertos los garantes del testimonio contenido en dicho relato.

11Estas conclusiones no pueden trasladarse directamente a las iniciativas locales de memoria que tienen un impulso instalado dentro de la propia comunidad. Incluso, si esas iniciativas emplean agentes externos para promoverlas, sus características requieren un análisis aparte que excede el alcance de este texto.

Cómo citar este artículo: Ruiz Romero, Gabriel, Pedro Jurado Castaño y Daniel Castaño Zapata. 2020. “Distancia representacional entre la narración experta y los relatos locales: una reflexión sobre las políticas de la evidencia en el campo de la memoria en Colombia”. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología 41: 103-124. https://doi.org/10.7440/antipoda41.2020.05

Recibido: 31 de Marzo de 2020; Aprobado: 23 de Julio de 2020

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