Este artículo es producto de mi investigación de doctorado, en curso, sobre homoerotismo, género y sexualidad entre hombres negros de la región del Pacífico sur colombiano. Desde el año 2019 he realizado trabajo de campo etnográfico en doce de los catorce municipios que conforman la subregión del Pacífico sur colombiano, la cual comprende tres departamentos del país: Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Mi entrada como investigador a la región estuvo mediada por mis pesquisas de pregrado y maestría sobre el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, que se realiza en la ciudad de Cali desde hace 25 años, el cual se ha convertido en un evento de proporciones masivas, lo que le ha significado un particular rédito económico y político a la ciudad. En este festival se exponen las diversas músicas tradicionales de la región del Pacífico colombiano, dentro de las cuales se encuentran las músicas de marimba y los cantos y bailes tradicionales del Pacífico sur, declarados Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en el año 2010 y, posteriormente, reinscritos en 2015 como patrimonio compartido con la provincia de Esmeraldas del vecino país Ecuador1.
A partir de mi trayectoria de investigación, fui contratado en el 2019 por una fundación que operaba un proyecto de uno de los ministerios del Estado colombiano, cuyo objetivo general era el fortalecimiento de estas prácticas culturales en la región del Pacífico sur, en el marco de la mencionada declaratoria de patrimonio. Gracias a ese trabajo, que duró cinco meses, viajé por buena parte de los territorios de la región y logré establecer una red de contactos con muchas personas de diferentes municipios, experiencia que me permitió continuar desarrollando mi investigación doctoral durante los años siguientes. Precisamente, muchas de las personas con las que he entablado una relación duradera de comunicación, contacto y confianza, a lo largo de estos años de trabajo de campo, son personas vinculadas a la gestión cultural alrededor de estas tradiciones culturales. Son artistas, sabedores y sabedoras, maestros y maestras de procesos formativos alrededor de estas artes, gestores y gestoras culturales, quienes trabajan en la intermediación y territorialización de los recursos nacionales e internacionales destinados a la preservación de estas prácticas bajo el mandato de patrimonialización, primero del Estado colombiano y luego de la Unesco.
Adicionalmente, muchos de los hombres que he conocido en mi trabajo de campo, que están vinculados a estos oficios de las tradiciones culturales del Pacífico sur, también se reconocen a sí mismos, en sus palabras, como “pertenecientes a la comunidad LGBT”. La forma a través de la cual contacté a estos hombres negros/afrocolombianos2 fue un ejercicio, en gran parte, coincidencial. A través del proceso de referenciación que algunas personas me hacían sobre otras, iban apareciendo otros hombres negros que también se reconocían como LGBTQ+ y que además trabajaban en estos circuitos artísticos -principalmente musicales y dancísticos-. Importante mencionar que yo mismo me reconozco como un hombre marica, razón por la cual también he logrado otro tipo de relaciones de confianza y compañerismo con varios de estos hombres; aunque no me reconozco ni soy reconocido por las demás personas como negro/afrocolombiano, el hecho de “ser maricas” ha permitido construir otro tipo de vínculos y compartir diversas experiencias de vida. A partir del conjunto de redes conformadas en medio de mi trabajo de campo, he logrado asistir a diferentes espacios asociados a la enseñanza, fomento, debate y divulgación de las músicas de marimba y los cantos y bailes tradicionales del Pacífico sur, escenarios en los cuales hay una significativa presencia de gestores culturales, artistas y público que se reconocen como pertenecientes a la “comunidad LGBT”.
Teniendo en cuenta el breve contexto que he realizado, el objetivo de este artículo es analizar las intersecciones entre los espacios de despliegue de las tradiciones culturales del Pacífico sur colombiano, asociadas al patrimonio de las músicas de marimba y los cantos y bailes tradicionales de la región, y los sujetos LGBTQ+ que las encarnan y las viven en su cotidianidad3. Para dar respuesta a este planteamiento, se utilizó una metodología etnográfica, a partir del trabajo de campo realizado desde el año 2019 en el municipio de San Andrés de Tumaco (Nariño), dando primacía al análisis de un arrullo, espacio de socialización propio de la espiritualidad de esta región, en donde se interpretan estas músicas y cantos4. Las discusiones centrales del texto se articulan alrededor de las experiencias de vida de sujetos autorreconocidos como LGBTQ+, que hacen parte del arrullo y de espacios comunitarios de circulación, fomento y reproducción de las tradiciones culturales de la región, incluso en posiciones de prestigio y poder. La negociación y tensionamiento de esta diversidad sexo-genérica en este tipo de espacios tradicionales permite, además, cuestionar la invisibilización de estas discusiones en los estudios sobre patrimonio cultural inmaterial, pero también propone pensar en cómo los procesos de patrimonialización pueden ser analizados a través de diversas epistemologías queer5.
Las discusiones sobre género y sexualidad en el marco de los estudios de patrimonio son muy escasas -por lo menos en el contexto colombiano, aunque me atrevería a decir que en la mayoría de América Latina- y evidencian una lectura claramente heteronormativa del propio campo de estudios y de sus especialistas. Por su parte, los estudios de género poco se han preocupado por abordar las discusiones sobre sexualidad en el campo de las tradiciones y festividades populares de Colombia y América Latina (Noleto 2016). Utilizar las epistemologías queer para pensar las discusiones sobre patrimonio en la antropología contemporánea en Colombia y América Latina me parece un ejercicio importante, fructífero y poco explorado en las discusiones contemporáneas de los dos campos de estudio y, en general, de las ciencias sociales. Las elaboraciones sobre teoría queer en América Latina han resaltado las tensiones de la sexualidad y el género frente a la nación, el Estado, el neoliberalismo, la (pos)colonialidad y las movilizaciones políticas en nuestra región (ver Domínguez-Ruvalcaba 2019; Sutherland 2009, entre otros); considero que estas discusiones no están muy lejanas a los conceptos centrales de disputa del campo de estudios críticos del patrimonio.
Sumado a lo anterior, los estudios sobre diversidad sexual y de género entre poblaciones negras/afrocolombianas han sido un tema de más o menos reciente exploración, especialmente en los últimos diez años. Al respecto, varios(as) autores(as), para el caso de Colombia, han afirmado que las organizaciones y movimientos étnico-raciales se han caracterizado por la tendencia a guardar un silencio excluyente respecto a las discusiones sobre los sujetos LGBTQ+ dentro de sus poblaciones (Curiel 2013; Gil 2008; Viveros 2009). A pesar de que algunos sujetos negros/afrocolombianos LGBTQ+ consigan un lugar más o menos destacado en el ámbito artístico-cultural, son “incómodos” en las agendas de reivindicación afro a nivel nacional (Gil 2008). Teniendo en cuenta este panorama, este texto también espera contribuir a este campo de estudios, a su complejización y visibilización en el contexto colombiano y latinoamericano.
En el artículo presento, en un primer momento, un breve balance sobre las discusiones de patrimonio y patrimonialización, particularmente relevantes en el contexto colombiano. Posteriormente, caracterizo el escenario etnográfico que me permite elaborar el análisis propuesto: los arrullos, espacios espirituales propios de las poblaciones negras del Pacífico sur. Luego, analizo un arrullo dedicado a la Virgen de las Lajas, en el municipio de San Andrés de Tumaco (Nariño), en el cual no solamente se despliegan músicas y cantos vinculados a las tradiciones patrimoniales de la región y a la espiritualidad y culto a cierto tipo de divinidades católicas, sino que también es un escenario que permite generar otra serie de dinámicas sociales donde se ponen en juego el género, las relaciones comunitarias y la inclusión de la diversidad sexual e incluso el ligue y el erotismo. Para finalizar, presento algunas conclusiones sobre las tensiones creativas entre el género, la sexualidad y el patrimonio en el Pacífico sur colombiano.
Patrimonio y patrimonialización: breve balance crítico para el contexto del Pacífico sur colombiano
El patrimonio es entendido en este artículo bajo una premisa procesual, por lo que se resalta desde el inicio su transitividad y dinámica social, es decir, se da mayor importancia analítica al proceso de patrimonialización (ver Carvalho y Funari 2012; Chaves, Montenegro y Zambrano 2014; Hall 2016; Montenegro 2010; Smith 2011). Se presenta, así, como una práctica discursiva en la que la nación construye para sí misma una forma de memoria social colectiva, un “espíritu de la nación” mediante el argumento de “lo tradicional”, donde se validan ciertas memorias sobre otras por medio de jerarquías y negociaciones de poder sobre el pasado y el presente (Hall 2016; Smith 2011). Igualmente, el patrimonio y la patrimonialización envuelven aspectos relacionados con el reconocimiento de derechos, la protección de la diversidad cultural y el fortalecimiento de la participación comunitaria (Escallón 2019).
Desde 1972, con la Convención de Patrimonio Mundial, la Unesco inicia el proceso de reconocer y salvaguardar la diversidad cultural en diferentes lugares del planeta como “el patrimonio común de toda la humanidad” (Unesco 1997). El Ministerio de Cultura retoma la definición de Patrimonio Cultural Inmaterial de esta organización, entendido como:
[l]os usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas -junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes- que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural. Este patrimonio cultural inmaterial, que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así́ a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana. (Ministerio de Cultura 2011, 40)
El Estado colombiano es parte de la mencionada convención, tras suscribirla y ratificarla mediante la Ley 1037 de 20066. Adicionalmente, el Ministerio de Cultura (2011) menciona que estas tradiciones son factores de bienestar y desarrollo para las propias comunidades, al tratar de incorporarlas a las dinámicas neoliberales de economía nacional mediante estrategias como las llamadas industrias culturales -discurso muy fuerte a nivel nacional en la primera década del presente siglo- y, más recientemente, la economía naranja. Así, en el marco neoliberal contemporáneo, el patrimonio y la patrimonialización, como procesos de producción cultural, generan tensiones entre la singularización de las tradiciones culturales, su protección y regulación, pero a la vez en su puesta en circulación y atribución de valor económico, tanto por agentes estatales como privados (ver, para el caso colombiano, Chaves, Montenegro y Zambrano 2014; Montenegro 2010; Pazos 2016, entre otros).
Dicho esto, el hecho de que unas manifestaciones se consideren como “patrimonio común de la humanidad” no significa que sean iguales para todo el mundo. Autoras como Lisa Breglia (2006) y María Fernanda Escallón (2019) han cuestionado esta idea, resaltando el establecimiento de estructuras jerárquicas promovidas por los discursos de patrimonialización y la evocación de un valor universal que, en últimas, se presupone de todos, pero no le pertenece a nadie. En el caso colombiano, es evidente la inoperancia estatal para velar por sus propias comunidades y la intervención de una multiplicidad de actores en la gestión y constitución de lo patrimonial: locales -las comunidades portadoras de las manifestaciones culturales-, nacionales -los Estados y sus entidades representantes territoriales, así como las ONG- e internacionales -la Unesco, las agencias de financiación y cooperación transnacional-. Las preguntas sobre a quién le pertenece el patrimonio, quién lo debe proteger, preservar y promover y quién se puede beneficiar del mismo, así como las lógicas de paternalismo -tanto local como global- producidas en medio de estas situaciones, son grandes generadoras de tensiones y negociaciones (ver Smith 2011).
Para el caso colombiano, las tradiciones culturales asociadas a los procesos de patrimonialización enfrentan otras problemáticas propias del contexto nacional como la violencia y el conflicto armado, el desplazamiento forzado y las movilidades de numerosas poblaciones hacia zonas urbanas, las rupturas generacionales en las estrategias de transmisión de los saberes y el escaso rubro presupuestal asignado a este campo por parte del Estado y sus entidades territoriales departamentales y municipales (Ministerio de Cultura 2011). Por ejemplo, en el marco del conflicto armado y la intensificación de la violencia en el Pacífico sur, a partir de la última década del siglo XX, por cuenta de la llegada de los grupos paramilitares y el control de las rutas de producción y comercialización de la hoja de coca y la cocaína, autores como Molano (2017) documentaron la prohibición de reuniones comunitarias -incluidas los velorios, funerales y espacios como los arrullos- por orden de dichos grupos armados. Aunque actualmente todavía se realizan, todas las personas mayores de la región manifiestan que han perdido mucha fuerza, especialmente entre las nuevas generaciones y que se encuentran en serio peligro de desaparición. Pero, también, para el caso particular del Pacífico sur colombiano, los procesos de patrimonialización se enfrentan a las condiciones históricas y estructurales de racismo y pobreza que han configurado la relación de inclusión precaria de estas poblaciones en el Estado colombiano y sus proyectos de construcción de nación (ver Agudelo 2005; Escobar 2010; Vanín 2017).
De este modo, pensando en concreto en las poblaciones portadoras del patrimonio de las músicas de marimba y los cantos y bailes tradicionales del Pacífico sur, se cumple la premisa planteada por María Fernanda Escallón: “Para todos aquellos que han caído en el ‘lado equivocado de la globalización’ […], el patrimonio se ha convertido en la ruta más promisoria para ser políticamente reconocidos” (2019, 74-75). Los procesos de patrimonialización generan expectativas de mejoramiento de las vidas de las poblaciones sobre las cuales se despliegan o, también, de reparación de desigualdades históricas. Estas promesas muy pocas veces son materializadas en realidades concretas.
Arrullos: caracterización inicial desde una lectura de género
Los arrullos son eventos que hacen parte de la espiritualidad negra/afrocolombiana de la región del Pacífico, en los que las bases religiosas católicas se imbrican con las tradiciones culturales y artístico-musicales de los habitantes de la región. En ellos, las personas se reúnen para interpretar canciones dedicadas a vírgenes y santos católicos, expresando su devoción mediante plegarias, alabanzas o agradecimientos por favores recibidos en su nombre o mediante su intersección (Arocha et al. 2008; Birenbaum 2010; Liévano 2017; Losonczy 2006; Whitten 1998). Para diversos investigadores, los espacios espirituales del Pacífico colombiano funcionan como lugares de fortalecimiento de relaciones comunitarias a través de intercambios y reciprocidades de bienes materiales, pero también de redes de amistad, parentesco y solidaridad (ver Arocha 1999; Birenbaum 2010; Liévano 2017; Losonczy 2006; Whitten 1998; Vanín 2017); son eventos que funcionan como espacio de reproducción de la tradición oral característica de la cultura de la región como sistema comunicativo vital para la memoria colectiva de sus poblaciones (Vanín 2017).
Estas prácticas culturales vinculadas a la espiritualidad de las poblaciones negras/afrocolombianas del Pacífico sur -junto a otras como los alabaos7, los chigualos8, los velorios, las celebraciones de Semana Santa y las fiestas patronales, entre otras- están intrínsecamente asociadas a las músicas y a los cantos tradicionales de marimba de la región. Estos espacios espirituales siempre se realizan en compañía de estas músicas y cantos. Los conjuntos de música tradicional del Pacífico sur están, generalmente, compuestos por una marimba, dos bombos, dos cununos y un grupo de cantadoras -tradicionalmente mujeres, aunque no de forma exclusiva- que entonan las letras de las canciones, a la vez que interpretan guasás o sonajas9. Los ritmos de estas músicas son una fusión entre sonoridades e influencias africanas, músicas indígenas y géneros europeos introducidos en medio del proceso de colonización y esclavización. Estas músicas están asociadas a diferentes actividades cotidianas de las vidas de estas poblaciones como la pesca, la recolección de moluscos y crustáceos por parte de las mujeres, la navegación por los ríos, esteros y mares, los oficios domésticos y los juegos tradicionales, así como las ceremonias religiosas y espirituales, siendo esta una de las razones por las cuales fueron declaradas Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco.
Usualmente, los arrullos son eventos organizados por una persona que es fiel creyente de determinado santo o virgen y oficia en su casa la ceremonia. El “ofrecer la casa” significa que va a disponer el espacio, las sillas, la comida y las bebidas10 de forma gratuita para todas las personas que asistan, sin que estas tengan que ser necesariamente conocidas por el organizador(a), aun cuando la mayoría son familiares, amigos(as) o vecinos(as) del barrio donde se realiza el evento. De acuerdo con la investigación de Liévano (2017) en Barbacoas (Nariño), los dueños de las casas donde se realizan los arrullos o los velorios operan como nodos jerárquicos -junto a los músicos-, a través de los cuales se entretejen las relaciones sociales del evento, pues deben garantizar la comida y la bebida, asegurar la presencia de los músicos y cantadores(as), organizar el altar del santo y el espacio en general, entre otras labores. Cada región del Pacífico sur arrulla a diversos santos y vírgenes: cada municipio o vereda tiene su santo o virgen “de cabecera”, que es conmemorado(a) en las fiestas patronales de cada lugar, aunque también hay divinidades que son importantes a nivel subregional -por ejemplo, el Nazareno de Payán en el departamento de Nariño, en la subregión de Telembí y San Andrés de Tumaco o la Virgen del Carmen en la subregión de Sanquianga-.
Según Whitten (1998), las mujeres eran las únicas que organizaban los arrullos anteriormente. Sin embargo, el organizador del arrullo que analizo en este artículo es un hombre mayor de sesenta años, quien se reconoce como negro y “de la comunidad LGBT”. Es un hombre que ha vivido toda su vida del llamado “rebusque”, es decir, que ha trabajado en una diversidad de empleos para conseguir su sustento económico: pesca, oficios de aseo, cocina, entre otros. Actualmente, continúa trabajando en “lo que salga”; la última vez que tuve comunicación con él, en diciembre de 2021, estaba vendiendo loterías y rifas. Es profundamente religioso, por lo que también está vinculado a las actividades de diferentes parroquias católicas de Tumaco, por ejemplo, en la preparación de las fiestas de Semana Santa y en la organización y decoración de altares para velorios. En una de sus tantas “vueltas” por la vida, vivió unos años en San Juan de Pasto -la capital del departamento de Nariño-, en donde conoció a la Virgen de las Lajas11, quien dice, le “ayudó cantidades” mientras estuvo en esa ciudad. A partir de esta experiencia se convirtió en fiel devoto de esta divinidad y organiza un arrullo para honrarla y agradecer sus favores cada año, en la fecha católica en la que se conmemora su aparición -16 de septiembre-.
He sido partícipe del arrullo que analizo en este artículo en tres ocasiones, desde 2019 hasta 2021. En general, es un evento del que hacen parte entre cuarenta y cincuenta personas que se ubican tanto en la sala de la casa como en la parte de afuera -frente a la puerta, ocupando parte de la acera y la calle, donde se instala una carpa con sillas para quienes no caben adentro-. El arrullo dedicado a la Virgen de las Lajas tiene un altar característico de estas ceremonias, frente al cual se ubican los músicos y las cantadoras y, más atrás, el resto de asistentes al evento12. Los arrullos también son el nombre que reciben los cantos que se entonan en este tipo de ceremonias espirituales.
El grupo de cantadoras de este arrullo está compuesto principalmente por mujeres de mediana y avanzada edad -mayores de cuarenta años-. La forma en la que se interpretan estos cantos (los arrullos) es de modo responsorial, es decir, que una persona inicia la letanía -en el caso de los arrullos a santos y vírgenes, las letras de las canciones están destinadas a exaltar virtudes de las divinidades homenajeadas o a elevar agradecimientos a las mismas- y, después, el coro de cantadoras -junto a los músicos- responden, lo que articula la estructura musical de la tonada, mediante su desarrollo repetitivo (para ampliar esta caracterización de la estructura musical de los cantos de arrullo, ver Ochoa, Convers y Hernández 2014; Liévano 2017). Las personas mayores se quejan en toda la región de que las “nuevas generaciones” -niños, niñas, jóvenes- no quieren aprender estas canciones, que son transmitidas en su mayoría oralmente en contextos familiares y domésticos, por las abuelas y madres, lo cual ha puesto en riesgo la continuidad de estas tradiciones. Sin embargo, en todos los municipios de la región se realizan procesos artísticos formativos con jóvenes, niñas y niños para enseñar la interpretación musical de estos ritmos, esto en el marco de la gestión de recursos económicos que ha posibilitado la declaratoria patrimonial a nivel nacional e internacional. Lo que también es cierto es que las mujeres de mayor edad son, en muchas ocasiones, extremadamente celosas en compartir sus conocimientos sobre las letras de estas canciones, pues aducen que las(os) jóvenes no valoran la importancia de estas tradiciones, aunque este recelo pasa también por otras razones que no son fácilmente verbalizadas: algunas de ellas reconocen que hay una especie de “competencia” implícita por quién es la que canta un arrullo que nadie nunca ha escuchado y quiénes son las que van a acceder al “privilegio” de aprenderlo.
Anteriormente, las agrupaciones de música tradicional del Pacífico sur tenían una división de roles muy marcada en la interpretación de los instrumentos y las voces: los hombres interpretaban y las mujeres cantaban. Esto se atribuye a que los hombres tienen más fuerza para realizar el ejercicio percutivo de la marimba y los tambores que, antes de la difusión de las tecnologías de comunicación, no solo se utilizaban como elemento musical de situaciones rituales -como velorios, nacimientos o festividades-, sino también para comunicar a las poblaciones vecinas el acontecimiento de estos mismos hechos; por lo tanto, debían tener un alto volumen de ejecución que, se dice, solo era logrado por la fuerza de los hombres (Birenbaum 2010). También tiene que ver con que la obtención de los elementos con que se fabrican los instrumentos -maderas y pieles de animales- se relaciona con oficios y saberes como la cacería y el corte de madera, tradicionalmente realizados por hombres (ver Birenbaum 2010; Ochoa, Convers y Hernández 2014). Asimismo, las mujeres han sido las responsables del canto y de la escritura de las letras de las canciones, aunque eso no quiere decir que los hombres no canten, pues siempre acompañan con su voz los coros de las canciones. En este arrullo, en particular, el intérprete del bombo siempre es un hombre, pero los cununos se turnan entre hombres y mujeres asistentes al evento, quienes se relevan intercaladamente para descansar entre las diferentes canciones.
De hecho, algunos instrumentos también tienen una clasificación binaria de género (ver Birenbaum 2010; Ochoa, Convers y Hernández 2014)13. Los bombos y cununos, ambos tambores, se clasifican en macho y hembra, dependiendo del animal del que se ha obtenido el cuero para elaborar el instrumento14. Los bombos y cununos macho son más grandes en dimensiones que los hembra. El bombo macho tiene un sonido más grave y es el que lleva el ritmo de las melodías, por lo que también recibe el nombre de “bombo golpeador”; el bombo hembra también es conocido como “arrullador” y tiene una frecuencia mayor. El cununo macho marca un patrón rítmico constante, mientras el cununo hembra tiene un mayor rango de improvisación.
Hoy en día, aunque estas lecturas de género sobre la música tradicional se mantienen, también presentan variaciones. Cada vez hay más mujeres que interpretan los tambores y la marimba, no sin generar amplias discusiones entre los sabedores de la región sobre si estas lo hacen “lo suficientemente bien”. Las mujeres siempre han sido un elemento fundamental dentro de las músicas tradicionales del Pacífico sur y no podría decirse que han ocupado posiciones necesariamente marginales dentro de su elaboración e interpretación, aunque tal vez sí dentro del espacio de gestión de recursos económicos, de la producción y circulación nacional e internacional a la que se ven abocadas estas sonoridades en el mundo contemporáneo, ampliamente dominados aún hoy en día por músicos hombres15. Igualmente, también hay hombres que integran los grupos de cantadoras -siempre se habla en femenino, nunca dicen “cantadores” - y que componen letras de canciones.
El escenario descrito en este apartado evidencia que la tradición, pero también el género, operan como construcciones históricas articuladas a partir de la repetición, normalización y ritualización de ciertas prácticas, en medio de negociaciones a menudo contradictorias (Hall 2009; Hobsbawm 2002) que, mediante su iteración a través del tiempo, se disimulan como “naturales” y hacen complejísima su modificación. El análisis de la performatividad del género realizado por Judith Butler (2006, 2002), en sus ya clásicos textos, también podría ser fácilmente aplicable a las discusiones sobre tradición y patrimonio. En el próximo apartado se propondrá y ampliará este ejercicio.
El arrullo como espacio queer: ¿es de antemano el patrimonio heterosexual?
Quisiera caracterizar un poco más densamente la presencia de sujetos LGBTQ+ dentro del arrullo. Es claro que no es mi intención generalizar que la mayoría de las personas asistentes a este evento se reconocen como sujetos LGBT, afirmación imposible de justificar, dado que no me propuse hablar con todas las personas participantes del arrullo y, ciertamente, mucho menos preguntarles sobre su sexualidad. Sin embargo, hay en este evento un número importante de personas jóvenes que encarnan esta diversidad sexual. Mujeres con expresiones de género más asociadas al universo masculino, así como hombres afeminados, parejas homosexuales en actitudes de ligue y coqueteo -entre ellas acercamientos, abrazos y miradas- y una mujer trans -de la cual hablaré más adelante-; el mismo organizador del arrullo es un hombre que socialmente podría ser leído y clasificado como “afeminado”. Incluso, varios de los músicos que interpretan los instrumentos tradicionales que acompañan a las cantadoras en el arrullo se reconocen como “miembros de la comunidad”.
Justamente, la primera vez que asistí a este evento fue porque fui convidado por un amigo que se reconoce como “un hombre LGBT”, uno de los gestores culturales más importantes de Tumaco y del departamento de Nariño, director de una agrupación musical con amplio reconocimiento nacional e internacional, y la persona que coordina los intérpretes de los instrumentos musicales para este arrullo en particular, garantizando la presencia de los mismos en el evento. Este hombre es una de las personas con las cuales he desarrollado una relación de mayor proximidad, incluso de amistad, a lo largo de mis años de trabajo en la región del Pacífico sur colombiano. Siempre que he ido al arrullo ha sido en su compañía -y la de sus familiares, amigos(as) e integrantes de su grupo musical-. Me ha dicho que se siente en deuda con el organizador del arrullo, pues cuando su madre falleció, este hombre fue una de las personas más presentes en la preparación de todos los actos fúnebres como el velorio, las novenas y el entierro mismo. Es por ello que, aunque esté muy ocupado con otros compromisos o no tenga ganas de asistir al evento, siempre lo hace y garantiza la presencia de por lo menos un bombero y un cununero, como señal de gratitud.
Pensar las relaciones sociales que posibilita el arrullo para estos sujetos LGBTQ+ permite comprender que los vínculos comunitarios de solidaridad y reciprocidad son activamente construidos por estos, es decir, que contrariamente a lo que a priori se pudiera pensar, estos sujetos no están necesariamente excluidos o marginados de los relacionamientos sociales de reproducción de las tradiciones culturales de la región. Son incluso ellos mismos quienes están garantizando la existencia de estos espacios donde se vive el patrimonio cultural inmaterial, como es el caso de la realización de un arrullo. En la relación entre mi amigo y el organizador del arrullo hay una serie de favores y deudas simbólicas que están en juego y que, de una u otra forma, contribuyen a garantizar la performatización de uno de los espacios de escenificación y vivencia de las tradiciones espirituales y musicales de la región. Los dos hombres con mayor poder y reconocimiento comunitario en este evento -el organizador y el director de los músicos- son hombres que se reconocen como sujetos LGBTQ+.
La presencia de estos sujetos en estos espacios recuerda los escenarios de análisis etnográfico realizados en Brasil, en donde se evidencia la activa participación de estas poblaciones en las fiestas populares de algunas regiones e, incluso, en espacios religiosos/espirituales de comunidades afrobrasileras. En el trabajo clásico de Peter Fry (1982) sobre homosexualidad en el noreste de Brasil, el antropólogo resalta la participación de hombres gais (bichas) en las “casas de culto” del candomblé (religión afrobrasilera), como espacio que ofrece oportunidades de socialización y prestigio social e incluso económico, así como también de encuentros de ligue homo y heterosexual. Por otro lado, en un estudio más reciente, Rafael Noleto (2016) pesquisa en su tesis de doctorado las festas juninas -celebraciones típicas de todo Brasil que ocurren en el mes de junio- en Belém do Pará, en donde la presencia de hombres gais y mujeres trans es significativamente numerosa dentro de las cuadrillas de los desfiles del evento, haciendo parte activa de las mismas, tanto en su puesta en escena como en su preproducción -elaboración de maquillaje, vestuario, escenografías, coreografías, entre otras-; el autor resalta la importancia de este espacio de socialización para los sujetos LGBTQ+, pero aún más interesante, también la visibilización, aceptación y reconocimiento comunitario por su trabajo activo dentro de las celebraciones.
Volviendo al arrullo de la Virgen de las Lajas, en una de las ocasiones conocí a un hombre de treinta años que se declaraba como gai. Comenzamos a hablar porque una amiga de él me había prestado un guasá para acompañar los cantos del arrullo. En algún momento de la noche yo había salido de la casa a fumar, por lo que al cabo de un rato él también salió a buscarme, preguntando por el instrumento. A partir de ahí, entablamos una serie de conversaciones donde me relató diversos aspectos de su vida. Me contó que había nacido en Tumaco, pero que desde hace muchos años vivía en San Lorenzo, un municipio de la provincia de Esmeraldas (Ecuador); sin embargo, aún tenía buena parte de su familia viviendo en Colombia, por lo que recurrentemente venía a visitarlos, especialmente en época de vacaciones. Trabajaba con el Ministerio de Salud de Ecuador en programas de salud pública y prevención de Infecciones de Transmisión Sexual, orientados a población LGBT. También era músico y bailarín de las músicas tradicionales de la región. Conocía al organizador del arrullo desde que era niño, porque su familia vivía en el mismo barrio donde se realiza el evento, es decir, sus familiares eran vecinos del dueño de la casa. En medio de nuestras conversaciones durante la noche, me contó que se había fijado en otro hombre asistente al arrullo; en efecto, se miraban constantemente y estaban creando un escenario de ligue en medio de los cantos a la Virgen. En un momento de la noche, fui al baño de la casa -el cual no tenía puerta, sino una cortina- y cuando abrí la cortina para entrar, los encontré a los dos besándose.
Esta historia lleva a preguntarse por la heteronormatividad espacial o la espacialidad de lo heteronormativo. Autoras como Johnston y Longhurst (2010) y Ahmed (2014, 2006) han analizado el espacio público desde perspectivas feministas, el cual es vivido por los sujetos LGBTQ+ como un lugar profundamente heterosexual, como un proyecto ideológicamente heterosexualizante. Los cuerpos heterosexuales se explayan en los espacios que han sido moldeados por ellos, en un proceso recíproco que los torna a ambos -cuerpos y espacios- en rectos y heterosexuales -straight, en inglés, palabra que sirve en este idioma para denominar los dos conceptos-. En este sentido, y siguiendo con el análisis propuesto por Sara Ahmed (2006), el queer precisamente es un término tanto sexual como espacial, que implica no seguir la línea recta (straight), sino, por el contrario, torcerla, torcerse16.
Dicho esto, las situaciones de ligue y coqueteo que relato aquí del hombre que vive en Ecuador -y de otros(as) sujetos que rápidamente mencioné más arriba-, complejizan el panorama presumidamente heteronormativo de este espacio religioso/espiritual, pero también del patrimonio cultural inmaterial de las músicas de marimba y los cantos tradicionales en el Pacífico sur. Cualquier otra persona pudo entrar en ese momento al baño y verlos besándose. ¿Qué hubiese ocurrido si la escena hubiera sido presenciada por una persona heterosexual? En mi caso, cerré la cortina nuevamente y me devolví a esperar a que se desocupara el baño. Es claro que los espacios comunitarios de manifestación de las tradiciones patrimonializadas sirven no solamente para reproducir estas tradiciones, sino también para hacer otras cosas, como ligar, pero además para reafirmar lazos de pertenencia comunitaria, como en el claro ejemplo del hombre que he mencionado en estas líneas que, a pesar de vivir hace muchos años fuera de Tumaco -incluso, en otro país-, mantiene una estrecha relación con su barrio de nacimiento, sus antiguos(as) vecinos(as) y sus familiares en este municipio.
Por otro lado, los hallazgos etnográficos también permiten realizar un cuestionamiento a las epistemologías metronormativas en los estudios sobre sujetos LGBTQ+, las cuales privilegian el análisis de los escenarios urbanos como los únicos espacios posibles para desarrollar una “identidad gay” o unos procesos de visibilización de sexualidades diversas (ver Gorman-Murray 2007; Gray 2009, entre otros). El escenario del arrullo en San Andrés de Tumaco posibilita un lugar de socialización -y de coqueteo, de ligue-, de reproducción de relaciones comunitarias y de reproducción de la tradición, con matices y situaciones que tal vez no son esperadas o siquiera imaginadas. Mi intención no es “edenizar” los espacios no urbanos como lugares donde este tipo de expresiones homoeróticas están plenamente cómodas de ocurrir o desarrollarse, ni opacar las violencias homofóbicas y transfóbicas que ocurren en estos lugares -como en otros espacios urbanos-, pero sí es un punto importante para cuestionar “lo rural” -o lo “rururbano”17 en el caso de Tumaco- en su presuposición sistemática que lo define como un espacio hostil y carente de las condiciones necesarias para las acciones, prácticas, identidades y políticas celebratorias de la diferencia sexual y de género.
También quisiera, en este momento, señalar que la visibilidad de hombres LGBTQ+ es mucho mayor que la de mujeres LGBTQ+ en los espacios comunitarios asociados a las músicas tradicionales del Pacífico sur. Esto no quiere decir que no haya participación de ellas en este tipo de actividades; de hecho, recientemente ha ganado una notoria popularidad, ya no solo en el Pacífico sino incluso a nivel nacional, una cantadora tradicional de estas músicas, que hace fusiones con el rap y el hip hop y que es abiertamente lesbiana. Sin embargo, la visibilidad de mujeres lesbianas es mucho menor en estos espacios, al menos no son tan abiertamente identificables, como sí ocurre en el caso de los hombres. Esto genera reflexiones sobre cómo el espacio y la vida pública, a pesar de estar configurados bajo un mandato heteronormativo, también lo están sobre mandatos de género androcéntricos, en donde parece que los hombres -así no sean heterosexuales- pueden más fácilmente ocupar “lo público” que las mujeres, e incluso, establecer performatividades y demandas de género y de sexualidad de una forma tal vez más fácil que estas.
En relación con el párrafo anterior, quisiera cerrar este apartado con una última escena etnográfica. Del grupo de las cantadoras del arrullo también hace parte una mujer trans joven, la cual probablemente no sobrepasa los veinte años. Resalta, porque es la única mujer joven dentro del grupo, en el cual todas las demás son mucho mayores. En todos los años en los que he asistido al evento, ella siempre ha participado del mismo18. Tiene su propio guasá y canta las canciones que las demás mujeres cantan. La primera vez que fui al arrullo junto con otros(as) compañeros(as), el organizador del evento nos saludó y ofreció aguardiente o ron, a lo que opté por el primero y trajo media botella. Cuando le pregunté cuánto le debía, me miró asustado y me dijo “¿cómo se le ocurre preguntarme eso?”. Me puse a repartirles tragos a los músicos y a las cantadoras. La mujer trans estaba casi al lado mío, por lo que establecimos una cadena en la cual ella les pasaba las copas a las mujeres que estaban más lejos. Nunca cruzamos palabras, pues ella siempre estaba cantando, pero cuando nos fuimos del arrullo, le dejé lo que quedaba de la botella para que continuara repartiendo el aguardiente. Ahí paró de cantar y me dijo riéndose “dejó muy poquito”.
Si, siguiendo a Judith Butler (2002), convenimos en que el cuerpo y el género son construidos dentro de limitaciones productivas de esquemas reguladores altamente binarizados, pensamos en sus performatividades como una iteración de estas normas sociales que invisibilizan, mediante su propia repetición, historicidad y proceso de fabricación. El no acatamiento o reproducción de las normas de género conlleva sanciones sociales, produciendo cuerpos abyectos y sexualidades excluidas y no legitimadas (Butler 2006, 2002). Por su parte, Preciado (2008) propone la comprensión del género no como un concepto, una ideología o una performance sino como una “ecología política”, es decir, un conjunto de tecnologías de domesticación del cuerpo que crea realidades discursivas mediante la instalación de una especie de “programa operativo”, que permite codificar afectos, deseos, acciones, creencias e identidades.
El caso de la mujer trans en este arrullo nos confirma que la afirmación de género -en este caso, de una mujer transgénero- también pasa por la repetición de lo que culturalmente hacen las mujeres en el contexto de los arrullos del Pacífico, esto es, ser cantadoras. La legitimación de la identidad de género de esta mujer, mediante su performatización pública en un evento de crucial importancia para la espiritualidad de las poblaciones negras/afrodescendientes del Pacífico sur, no es un acto aislado ni deja de tener consecuencias. Nadie parecía tener ningún problema con su presencia en el evento ni dentro del grupo de cantadoras. No he entablado una relación de confianza o amistad con ella para tener conversaciones más extensas sobre su vida fuera de estos espacios, pero por lo menos en los escenarios comunitarios de reproducción de las tradiciones patrimonializadas del Pacífico, donde la he encontrado en repetidas ocasiones, nunca presencié un acto de discriminación o exclusión hacia ella o sus otras compañeras. De hecho, su participación dentro del evento no era marginal, estaba dentro del grupo de cantadoras, sabía las letras de los arrullos e interpretaba un instrumento musical. ¿Tiene entonces “la tradición” un mayor peso que la transfobia en el Pacífico? ¿La fuerza comunitaria de la pervivencia de las tradiciones permite una mayor flexibilidad frente a las posibilidades del género? Las respuestas a estas preguntas no pueden ser concluyentes, pero considero importante resaltar la presencia y efectiva inclusión de esta mujer en las relaciones sociales, dentro de espacios comunitarios donde se ponen en juego las tradiciones culturales patrimonializadas de Tumaco, como una fuerza queer que (re)crea la vida y la tradición misma en esta región.
Reflexiones finales
En los estudios de patrimonio las tradiciones culturales son generalmente entendidas como manifestaciones homogéneas y parcialmente encarnadas. Homogéneas, porque la regularización que realizan los procesos de patrimonialización es condición necesaria para su normatización y preservación (Carvalho y Funari 2012; Escallón 2019; Smith 2011). Y parcialmente encarnadas, porque en el caso de los cantos y las músicas de marimba del Pacífico sur colombiano es evidente que están performatizadas por sujetos negros/afrodescendientes, pero no hay una mayor caracterización respecto a sus géneros, edades y sexualidades. Estas situaciones entran en tensión y negociación con los cuerpos en los que se encarna la figura de los “guardianes del patrimonio” -frase repetida continuamente en cualquier discusión institucional y cotidiana sobre el patrimonio de la región-: ¿cuáles son estos cuerpos?, ¿cómo son? La producción de la tradición y del patrimonio cultural inmaterial en el Pacífico sur colombiano genera entrecruzamientos y producciones de género, raza y sexualidad, entre otros marcadores sociales de la diferencia constituidos en medio de relaciones de poder, dominación y sujeción, así algunos de estos sean comúnmente pasados por alto a la hora de pensar en estos escenarios. Las personas “de afuera”, “del interior” del país o del Ministerio de Cultura probablemente no saben o no se imaginan -o no les importa- que muchos(as) de los(as) “guardianes del patrimonio” en el Pacífico también son sujetos LGBTQ+. Y si lo saben, nunca hablan de ello, no hace parte del repertorio accionado en las discusiones del discurso patrimonial. Este tipo de expresiones y encarnaciones patrimoniales “no autorizadas”, como tantas otras, han sido opacadas e ignoradas en la producción cultural que implica la construcción patrimonial (Smith 2011): no se mencionan, no se catalogan, no se exhiben, no se gestionan y no se financian. Y reconocer la existencia de estos sujetos también ha sido un mandato totalmente invisibilizado por las premisas heteronormativas de las discusiones sobre patrimonio, tanto por parte de las instituciones estatales, como por parte de las ciencias sociales y las artes dentro de la academia y, también, por buena parte de las organizaciones humanitaristas como fundaciones y ONG nacionales y de cooperación internacional.
Repito que con este análisis no quiero invisibilizar las estructuras de violencia y discriminación heterosexistas, homofóbicas y transfóbicas que claramente existen en esta región y en toda Colombia. Pero el hecho de que en espacios como el arrullo haya presencia de diversos sujetos LGBTQ+, y no solamente una presencia, sino una efectiva inclusión dentro de las dinámicas que ocurren dentro de este escenario, incluso ocupando lugares de poder y prestigio -como el caso del organizador del arrullo o el director de los músicos-, es una evidencia de los diferentes arreglos y negociaciones posibles en medio de las expresiones y performances de género y sexualidad que ocurren en este escenario. Finalmente, estas situaciones también hacen pensar sobre cuáles son las prioridades reivindicativas en términos de derechos para los sujetos LGBTQ+ en estos contextos rurales o “rururbanos”: las demandas más urbanas y contemporáneas -globalizadas, si se quiere- como el matrimonio civil o la adopción legal parecen lejanísimas cuando lo esencial es ser parte de las actividades culturales comunitarias -como participar de un arrullo- o, incluso, la reivindicación de derechos aún más básicos como la salud, el estudio y el trabajo, las posibilidades de vivir una vida digna. Pero, también, el derecho a ser reconocidos como parte del tejido social, como parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Jasbir Puar (2017) se pregunta sobre las formas a través de las cuales las personas queer reproducen la vida, cómo y a qué dan vida. En el caso de la región del Pacífico, la puesta en escena de las tradiciones asociadas al patrimonio inmaterial de las músicas de marimba y los cantos y bailes tradicionales, así como a la espiritualidad de la región, hacen parte de las formas de reproducir la vida y las relaciones comunitarias de socialidad, donde los sujetos LGBTQ+ tienen una activa presencia y acción. Su participación en estos espacios comunitarios asociados a la tradición patrimonial ayuda a pensar la reunión de estos cuerpos queer más allá de los escenarios estrictamente sexuales y abre el espectro político de acción, visibilidad y espacialidad de estos sujetos, convirtiendo el arrullo en un escenario para “estar juntos”, pero también “junto a otros(as)” (Ahmed 2014).
Los sujetos LGBTQ+ que participan del arrullo, aunque no solamente ellos, reactualizan las tradiciones patrimonializadas, tal vez no de la forma exacta como han sido históricamente realizadas, pero sí en un proceso de negociación con nuevas expresiones de género y sexualidad que no se desligan de las redes comunitarias de parentesco, compañerismo y de conocimientos y saberes alrededor de la espiritualidad, la música y el territorio del Pacífico sur colombiano. Al fin de cuentas, citando a Alfredo Vanín, uno de los investigadores más importantes de la región, “[l]a memoria no es pues una eterna fiesta de celebración del paraíso, ni está detenida en el tiempo. Avanza y asume nuevos símbolos” (2017, 219).