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Revista Científica General José María Córdova

versão impressa ISSN 1900-6586

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.14 no.18 Bogotá dez. 2016

 

El regalo de la escritura *

Roberto Pinzón Galindo robert.pinz@gmail.com.
Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, Colombia.

Recensión de observaciones filológicas sobre edición de textos.

* “La corrección de pruebas, ¿un arte que se ha olvidado?”, en El Espectador (Suplemento), Bogotá, 28 de noviembre de 1973. Las cursivas del primer párrafo son nuestras.


Presentación del Editor

La Redacción de la Revista Científica General José María Córdova quiere rendir homenaje a don Roberto Pinzón Galindo, corrector de estilo, editor y traductor del Instituto Caro y Cuervo. No se ha muerto, enhorabuena, pues los homenajes también se rinden a los vivos. «A punta de toques sutiles», le dijo alguna vez un escritor, «usted ha revelado lo que yo quería, pero no me había dado mañas de expresar». Sus apuntaciones filológicas sobre edición de textos, que se publican a continuación, son un verdadero regalo de la escritura, redactadas con pulcritud y fino humor, adobado con sal ática, que muy seguramente inspirarán a los lectores de todas las áreas del conocimiento. Frente a su computador, y detrás de una fotografía que muestra la biblioteca personal, en París, de don Rufino José Cuervo Urisarri, “el filólogo y lingüista colombiano más importante de todos los tiempos”, tal vez se despliegan sus “Apuntes de corrección y computadores”, o acaso por ventura se encuentre en la fase final de una paciente labor, la digitación para la era de la cibercultura de La llave del griego, de los padres Eusebio Hernández y Félix Restrepo. Pertenece al noble gremio de editores Sin Título, su editorial in fabula que algún día se hará realidad: publicará libros que hablen como personas, para que las personas no hablen como libros. Su legado, en efecto, es una diatriba contra el intelectual posmoderno:

Al intelectual posmoderno no lo conmueven el mundo exterior y sus tragedias. Promulga un individualismo denigrante, una indiferencia destructiva. Excluye todo aquello que no sea su presente. Pretende con arrogancia destruir la memoria. Es esclavo de las corrientes y modas. En lugar de medirse con los muertos riñe o se agavilla con los vivos, desconociendo lo dicho por Bajtín: Lo que pertenece únicamente al presente se extingue con él. (JUAN GOYTISOLO)

Noticia biográfica

Roberto Pinzón Galindo (figura 1) nació en Bogotá en 1961. Trabaja hace 23 años en el Instituto Caro y Cuervo como corrector, traductor y editor. Su obra, toda inédita, abarca una novela, poesía (en español y en inglés), traducciones, obras de teatro y títeres, haiku y aforismos o escolios a la manera de Nicolás Gómez Dávila (cuya primera traducción autorizada al inglés le cupo el honor de hacer y ver publicada por Villegas Editores). Por último, adelantó estudios de Matemáticas y Física en la Universidad de Los Andes (1978-1980).

Transfusiones

Roberto Pinzón es uno de los traductores literarios más ingeniosos del país. Acaba de traducir al español “Sueño de una noche de verano”, de William Shakespeare, con una nota desconcertante (que el lector repare en el calificativo en cursivas, muy acorde con la nota de créditos del mismo traductor: “Transfusión de Roberto Pinzón-Galindo”). No se trata de un mero capricho filológico, sino de una recreación magistral en versos españoles que producen en el lector las más estimulantes sensaciones: la sinestesia de los mismos gestos de personajes que van y vienen en ensueños, la cenestesia de sus movimientos quiméricos, la cenestesia general que produce la lectura del texto, fundiendo, en un solo cuerpo de sensaciones, las posturas estéticas del autor-traductor-lector, confabulándose incluso con el medio que lo reproduce y con los fines que se persiguen a través de su publicación.

Se trata, en fin, de una transfusión que unos lo hacen pertenecer al “arte de la traición”, en virtud de lo que dice el conocido refrán italiano: Tradittore, traditore, pero es que la transfusión, en el sentido de Pinzón, es un acto de fe, que concibe el arte de traducir como la mejor manera de leer, pero también “la más difícil, la más ingrata y la peor pagada” (García Márquez, 2014). De modo que Roberto Pinzón no es un traidor, es un transfusor literario que siente el deseo casi natural de traducir los autores extranjeros que lee en sus lenguas naturales.

Como autodidacta maneja los idiomas inglés, alemán, francés, portugués, italiano, latín, griego, chino, uitoto y quechua. Entre sus traducciones publicadas, cabe destacar las siguientes:

  • Caperucita Roja y otros cuentos y Cenicienta y otros cuentos, de Jakob y Wilhelm Grimm, 2 vols., Panamericana Editorial Ltda., 1997 (del alemán Kinder - und Hausmärchen).
  • Cuentos de hadas, de Charles Perrault, íd., 1997 (del francés Les Contes de ma mère l'Oye).
  • La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, íd., 1998 (del inglés Treasure Island).
  • The Carnation Hawkress, de Andrés Elías Flórez Brum, Grupo Editorial Educar, 1998 (al inglés; título en español: La vendedora de claveles).
  • Los derechos humanos y el neoliberalismo, de Gilmar Antônio Bedin, Cooperativa Editorial Magisterio, 1999 (del portugués Os Direitos do Homem e o Neoliberalismo).
  • Metodología del trabajo científico, de Antônio Joaquim Severino, íd., 2000 (del portugués Metodologia do Trabalho Científico).
  • Medio ambiente y formación de profesores, de Heloísa Penteado, íd., 2000 (del portugués Meio Ambiente e Formação de Professores).
  • Evaluación de docentes, de Charlotte Danielson, Icfes, 2002 (del inglés).
  • Mucha poesía, principalmente inglesa y norteamericana (la revista El Malpensante ha publicado varias, entre ellas, en el núm. 52 [feb.- mar. 2004], “El cubículo del trono”, traducción del poema The Geography of the House, de W. H. Auden).
  • Gimnasia cerebral, de Petra Binder, Panamericana Editorial Ltda., 2009 (del alemán Kopftraining, Kneippverlag).
  • Sanación energética, de Stefanie Menzel, íd., 2010-2011 (del alemán Heilenergetik, Schirner Verlag).
  • Scholia to an Implicit Text, de Nicolás Gómez Dávila, Villegas Editores, 2013 (primera traducción autorizada al inglés; título en español: Escolios a un texto implícito).
  • Colombia en 'Le Tour du monde', de varios autores europeos, Villegas Editores, 2013.

Transfusiones

García Márquez, G. (1982, julio 21). Traducir es la mejor manera de leer, también la más difícil, la más ingrata (Publicado el 22 de octubre de 2014 por El Puente de La Marmota). Disponible en la red.

Apuntes sobre corrección y computadores

Como no se advierte cuando es exhaustiva, mientras que el mínimo error salta a la vista brutalmente, la corrección es el único aspecto del proceso editorial que, sobre todo desde la irrupción del computador en todos los ámbitos de la vida, se ha cuestionado, por no decir “ignorado” hasta su virtual supresión. Esto se debe a la creencia casi supersticiosa de muchos autores y editores en las presuntas infalibilidad y omnipotencia del cerebro electrónico, a su tendencioso énfasis en la proverbial y permanente propensión humana al error (menosprecio que pasa por alto la cultura, algo que jamás tendrá una máquina) y a una concepción epidérmica de lo que es un texto (como una mera sucesión de palabras menos que como una urdimbre de sentidos). Pues bien, creemos que hoy más que nunca es justo y necesario reivindicar dicho oficio y patentizar su importancia. Para ello, permítasenos citar a alguien que dedicó toda su vida a estos menesteres, el señor Rolando E. Oviedo, veterano de incontables batallas y quien trabajó muchos años en el Instituto Caro y Cuervo:

Según lo definen algunos, el corrector “es la persona encargada de leer las pruebas de imprenta con el objeto de limpiarlas de las erratas debidas a la casualidad, ignorancia o desatención del compositor”. Si tomáramos al pie de la letra esta definición, tendríamos que cualquier persona que sepa leer y escribir podría desempeñar con lucimiento dicho oficio —que en la época de los impresores clásicos del Renacimiento era un arte ejercido por verdaderos humanistas—; pero la cuestión no es tan sencilla como a primera vista parece. La persona a que se refiere la definición sería, ni más ni menos, un mero corregidor o cotejador (cuya misión se limita a verificar, confrontando, que la composición sea copia fiel del original), pero nunca un auténtico corrector, este sí con iniciativa propia y responsable ante el autor de las modificaciones que juzgue conveniente efectuarle a la obra. Porque hay que distinguir, como lo hacen los franceses y los italianos, entre corrector tipográfico (corrigeur, correttore) y corrector literario (correcteur, revisore), también llamado “de estilo”. Este último, por lo general, une a su vasta cultura los conocimientos tipográficos […] necesarios para el completo ejercicio de la profesión. Pero al corrector tipográfico, en cambio, no siempre le resultará fácil ser, a la vez, corrector literario.

La superioridad de la persona radica, pues, en el hecho de poseer —además de un acervo cultural conscientemente consolidado en el curso de una vida atenta a la realidad (a la vivenciada como un todo, no exclusivamente a la libresca), es decir, entre otras cosas, no tanto un rígido listado de datos curiosos e informaciones memorizadas cuanto un corpus orgánico y holístico de conocimientos articulados e interrelacionados: iniciativa, intuición, paciencia, retentiva, discernimiento, autonomía de criterios, flexibilidad, responsabilidad y humildad. El computador, que por supuesto carece de facultades como estas, cuenta apenas con unos programas y unos diccionarios en los que, como es obvio, por abarcadores que sean, lejos está de caber la complejidad biológica de cualquier lengua. Y es el lugar común de que basta manejar la ortografía, la gramática y la puntuación para corregir más o menos bien —muletilla originada en una concepción simplista de la escritura— lo que ha llevado a la aberración de marras, ya que, hasta cierto punto, los procesadores de palabras controlan fácilmente la primera (si disponen de un buen diccionario) y se aproximan —pero con gran dificultad— a la segunda, y a la tercera tiende a relegársela al plano de lo mecánico, de lo férreamente preceptivo (como si una ínfima coma no significara, como si su presencia o su ausencia no pudiera adulterar diametralmente el significado de una frase). Escuchemos nuevamente, a este respecto, a nuestro curtido invitado:

Pero no se crea que dominar la gramática castellana y poseer una extensa cultura general (que abarca [al menos] nociones de otros idiomas) es suficiente para ser lo que comúnmente se llama un buen corrector. Es bastante conocido el hecho de que existen notables profesionales (abogados, médicos, inclusive profesores de español) que son pésimos correctores. Sobre el particular, [alguien afirmaba], con mucha razón, que “es falso suponer que el autor sea el mejor corrector […] de su propia labor”. Y si no lo es de su propia obra, ¿cómo podrá serlo de las ajenas? […] …un buen corrector debe tener amplios conocimientos de gramática (y, sobre todo, leer continuamente a escritores que se caractericen por su dominio del idioma), cultura general siempre en desarrollo y esas cualidades innatas que podrían compendiarse en lo que algunos burlonamente denominan el menos común de los sentidos: el sentido común, que no debe faltar en ningún corrector de estilo.

Nos preguntamos: ¿tendrá algún día sentido común un computador? Mientras llega esa gloriosa fecha será preciso recurrir a los falibilísimos y olvidados —pero muchísimo más inteligentes y creativos que el computador más evolucionado― SERES HUMANOS.

Edición de textos

Poner por escrito acertadamente lo que se quiere decir es una tarea difícil para cualquier persona, incluso para quien domine determinada materia. Trátese de una novela, de una carta o de una propuesta de negocios, en verdad vale la pena recurrir a un profesional. La terminología y el contenido seguirán siendo básicamente los suyos. Mi trabajo sencillamente los hará sonar mejor, funcionar mejor y obtener mejores resultados.

De modo que si usted se encuentra en una situación de esta índole, permítame transformar sus textos —llegado el caso— de insatisfactorios en magníficos. Mi especialidad es el perfeccionamiento veloz y exhaustivo de originales de todas las índoles. Con base en mi vasta experiencia no solo revisaré y rectificaré sus proyectos —que pueden oscilar entre una simple hoja de vida, una tarea escolar o un poema y un enjundioso tratado o un extenso reportaje— en cuanto a la gramática, la ortografía y la puntuación, sino que también ajustaré minuciosamente, entre otros parámetros, la concatenación de las frases, la fluidez de la ilación y la expresividad del lenguaje para que al final disponga usted de un documento conciso, comprensible y eficaz.

Sobra decir que soy partidario de respetar la voz propia de cada escritor, de modo que jamás le impondré determinado estilo literario a su trabajo; me basaré, por el contrario, en su escritura, me adaptaré a ella y, cuando mucho, la reforzaré para consolidar su individualidad. Asimismo le brindaré una retroalimentación juiciosa y oportuna en lo referente a las fortalezas y debilidades de su texto y estaré plenamente disponible no solo a lo largo del proceso mismo —para mutua consulta de dudas y recíproco planteamiento de sugerencias o indicaciones— sino también posteriormente durante un lapso prudencial.

Así pues, puede usted confiar en que tendrá en sus manos con toda puntualidad un texto que no titubeará en remitirle sin inseguridades al destinatario que corresponda: editor, profesor, autoridad en determinada rama del saber, juez, posible empleador, amigo, etc.

Y si hablamos de un documento técnico o científico (artículo, libro, estudio, informe de investigación, ensayo, tesis, disertación, etc.) o de un texto que deba ceñirse a determinado estilo editorial —que bien puede ser único en su género—, el resultado se ajustará rigurosamente a los cánones científicos y técnicos internacionales en cuanto a cifras, unidades, símbolos, ecuaciones y fórmulas, o seguirá fielmente el manual de estilo que usted me indique o las instrucciones especiales que me dé.

Quiero ayudarlo. Quiero ser para usted lo que, en carta de agradecimiento dirigida a mí, describía un prestigioso jurista colombiano: “Los correctores son como los confesores para los pecadores, como los médicos para los pacientes o como los abogados para quienes se hallan privados de la libertad”. Permítame, entonces, ser su lector de cabecera y contribuir al éxito de todos los textos que usted produzca.

Lista de control

Comprende, entre otros, y de conformidad con el nivel de edición —superficial, media y profunda (que puede llegar a la reescritura)—, en los estratos

  • ortotipográfico
  • notacional
  • editorial (manuales de estilo o parámetros específicos)
  • morfológico, sintáctico y semántico (gramatical)
  • lógico
  • pragmático
  • literario (estético, estilístico, retórico),

los siguientes aspectos, según el caso:

  1. errores de digitación del texto
  2. ortografía
  3. puntuación y demás aspectos prosodemáticos (formas de registrar admiraciones, interrogaciones, suspensiones y otras marcaciones de ritmo y expresividad)
  4. estructuración sintáctica
  5. precisión y riqueza léxica
  6. combate a la “contaminación”; es decir, vigilancia frente a los diferentes tipos de calcos gramaticales de otras lenguas —sobre todo, del inglés—, que, hoy más que nunca, atentan contra la genética y la identidad idiomáticas y, por consiguiente, contra la comunicación misma en español
  7. claridad, coherencia, cohesión, elegancia, concisión, economía expresiva, sencillez y precisión
  8. control de la redundancia, lo pedantesco, lo rimbombante y la cacofonía (rimas internas, etc.)
  9. citas en idiomas extranjeros
  10. aplicación a cada “registro” lingüístico o nivel de habla de la adecuación normativa correspondiente
  11. unificación ortotipográfica
  12. notas de pie de página
  13. tratamiento tipográfico de las citas textuales
  14. estandarización de las referencias bibliográficas
  15. redacción fragmentaria o total de los baches que pudieran quedar después de la corrección exhaustiva de un texto
  16. otros aspectos paratextuales y tipográficos
  17. asesoría metodológica y macrotextual:
  • dudas o sugerencias relativas a pasajes oscuros, inconexos o ambiguos del texto
  • control de referencias equivocadas a personajes, fechas, épocas, movimientos, etc.
  • posible reescritura o reestructuración parcial o total del texto.

Apreciado Fulano de Tal:

He aquí, revisado, su texto. Le envío dos versiones del mismo. Una de ellas, rotulada (visto RPG) y en la que no se ven modificaciones sino solo algunos comentarios e interrogantes para que usted los absuelva, puede considerarse mi respetuosa propuesta de versión definitiva de su documento; no sé si todos mis aportes serán atinados, pero confío en que la mayoría le resulten pertinentes y útiles. En el otro archivo, etiquetado (comparación), sí aparecen, señaladas mediante la herramienta Control de cambios de Word, todas mis intervenciones —de hecho, menos que de correcciones, término que presupone algo “incorrecto” en alguna parte y una actitud normativa o prescriptiva del revisor, se trata de simples sugerencias que, pensando sobre todo en sus posibles lectores, solo aspiran a perfeccionar al máximo la lecturabilidad del texto— para que usted las visualice y las acepte o rechace según el caso. Para esto me permito sugerirle, metodológicamente hablando, que se concentre en leer la presunta versión final del escrito y que solo cuando encuentre muy desacertada o apartada de sus intenciones la redacción propuesta acuda a dicha comparación para constatar los posibles malentendidos (ojalá que no hayan sido demasiados).

Agradeciéndole haber sometido el fruto de su labor intelectual a mi escrutinio, espero que mi trabajo le resulte satisfactorio y contribuya a realzar los valores de su texto; asimismo quedo a la expectativa de los comentarios e inquietudes que tenga usted a bien formularme.

Atentamente,

ROBERTO PINZÓN G.

El lector encañonado*

* Queridos colegas latinoamericanos: este texto es un híbrido de traducción (Sophie Brissaud, «La lecture angoisée ou la mort du correcteur», Cahiers GUTenberg, nº 31, déc. 1998) y desvarío. Ojalá que los inspire.

Algo me dice que una clase de “corrección de estilo” constituye la oportunidad perfecta para vindicar a un personaje, hasta hace poco imprescindible en el proceso editorial, que quizá esté en trance de poner al margen de algún ignoto palimpsesto sus últimos signos cabalísticos en tinta roja.

Hay quienes piensan que en este momento sería oportuno rendir homenaje a un oficio que agoniza y a un obrero que, según tales arúspices, pronto no existirá: el corrector de textos.

Ojo: aunque el corrector esté en vías de extinción, siempre habrá textos. Pero nadie siquiera se pregunta por la supervivencia del susodicho. Los editores, los directores de revistas y periódicos, los diseñadores gráficos y los directores artísticos y hasta algunos pensadores actuales ya han sellado su destino. Entretanto no se prevé en absoluto la desaparición de los textos.

Así pues, vivimos bajo un diluvio universal de textos. Y tenemos dos opciones: o dejamos de corregirlos, o seguimos corrigiéndolos. Pero, antes de describir la posible magnitud del desastre, resultará útil delinear el perfil del quijote a quien nos referimos.

Cuando hablamos de corrección, de revisión, de lectura-corrección, no aludimos en propiedad a lo que se encuentra en el mercado con la etiqueta corrector. No nos referimos a “quienes saben ortografía”, a “quienes sacan diez sobre diez en dictado”, a los profesores de letras pensionados, a las secretarias editoriales poco educadas que se encargan —a la fuerza o no— de poner en su punto los textos que salen para impresión. No hablamos de quienes se creen correctores, casi siempre de buena fe y con excelente voluntad, pero ajenos al oficio y sobre todo —¡sobre todo!— al “espíritu”. Hablamos de los profesionales, esos fenómenos de circo —lo digo con autoridad, pues yo mismo soy uno de esos bichos raros— que son los correctores auténticos, aquellos personajes cuyo oficio parece extinguirse, en parte a causa del contexto profesional de hoy y en parte por su propia culpa. Pues estos monstruos siempre han padecido, entre otras peculiaridades, de una humillante incapacidad para defenderse y justificar su existencia. ¿Puede culpárselos, en vista de que casi todo el mundo la cuestiona de entrada? ¿Es imaginable la dificultad de ejercer un oficio tan detestado que improvisadamente se lo tacha de “opcional”? Es apenas normal que los demás no quieran a quien saca a la luz sus estupideces; pero ¿no deberían “los demás” reconocer en sí mismos, en primer lugar, lo normal, lo humano de su errar, con el fin de permitirles a otros corregirlo? ¿No deberían deponer un poquito de su “omnisciencia” para permitirle al humilde “cazagazapos” —que, de todas maneras, es mucho más que eso— cumplir con su responsabilidad, gracias a la cual el texto quedará saneado en todos sus aspectos?

¿Quién es ese mamut que ha ido quedando atrapado en los glaciares de esta nueva edad de hielo? Se lo ningunea, se vilipendia su oficio. A continuación intentaré describírselo a ustedes para que, si se topan con uno antes de que se consume la glaciación, puedan tomarle una foto de esas que se les muestran a los nietos con orgullo de explorador dominical. Pues una de las razones de la desaparición del corrector es su singularidad humana, obedeciendo a la cual, primero, es en general una criatura arrojada al margen —como su propia aljamía— y, segundo, se pasa toda la vida él mismo dudando de su utilidad en este planeta. Esto, en la época de la “mundialización”, no augura nada bueno.

Acerca del corrector circula un gran número de ideas completamente falsas. Es equivocado, por ejemplo, suponer que el corrector es un simple experto en lenguaje. Puede que lo sea, en el sentido de dominar sus mecanismos y su funcionamiento, pero ello no es lo esencial. Al corrector no lo define su saber sino su metódica ignorancia.

La corrección, curiosos del mundo entero, es más que un oficio: es una neurosis. Esta neurosis es un sacrificio libremente aceptado por el corrector, un don que él hace de su alma a la salud de la edición. Él se entrega para siempre a la diosa Lengua y, una vez posesionado de su ministerio, no vuelve a ser normal. Entra hasta su muerte en un mundo que comparte con los basuriegos, las aseadoras —a quienes en general la sociedad trata mucho mejor que a él—, los guachimanes, las putas…: mejor dicho, los intocables. Sí: tal vez se las sepa todas en ortografía y puntuación; pero lo importante no es lo que sabe: es lo que es consciente de no saber —o, cuando menos, de no saber bien—, lo que exige verificación, aquello ante lo que ha de estar en guardia permanente.

Lo que hace el verdadero corrector es acechar los errores. Los “pesca” como por casualidad (y de inmediato recibe torvas miradas de los testigos). Pues el verdadero corrector no sabe nada y duda de todo. En teoría, lo tiene todo en la cabeza, pero no por ello deja de aprovisionarse de diccionarios y manuales de estilo editorial, pues él, más que nadie, está familiarizado con la semejanza entre la mente humana y una coladera. El corrector no lee. Escanea las ristras de palabras y detecta un gazafatón cuando su cerebro le envía de manera casi subliminal el mensaje: “Algo no cuadra aquí”. El corrector no lee como todo el mundo. La actividad de su oficio puede describirse muy acertadamente como la de un lector “encañonado”.

Precisamente para evitársela al resto del género humano, él asume esta lectura acosada. Vive para quitarles un peso de las espaldas —y ojalá del bolsillo— a los demás. ¡A cuántos autores no habré oído decirme como quien no quiere la cosa: “No les ponga atención a mis errores”! Yo les contesto: “En primer lugar, déjeme decirle que existo precisamente para ponerles atención, y en segundo lugar le ruego a usted no hacerlo. Deje de preocuparse por sus errores. Es humano cometerlos. Usted tiene derecho a cometer errores. No hay nada de malo en ello. Para eso estamos los correctores. Conque, por favor, cada cual a lo suyo”.

Cada cual a lo suyo es una de las frases favoritas del corrector, quien por lo general la emplea a la defensiva para deslindar el suyo, un territorio que todo el mundo se cree con derecho a hollar y que nadie desaloja por las buenas.

Pero, por lo general, no se lo escucha.

No: casi nadie es capaz de esta lectura bajo presión. Ni tampoco es en absoluto deseable que todo el mundo se crea autorizado a hacerla. La existencia, en los entresijos del proceso editorial, de una especie de filtro humano dotado de estrafalarias características sicológicas (complejo persecutorio, fatalismo, ironía desengañada, preocupación maniática por los detalles…), pero capaz de echarse al lomo los errores que todos los demás, humanamente hablando, tienen derecho a cometer, es señal de la salud de dicho proceso editorial —y, por extensión y hasta cierto punto, de la lengua respectiva— y garantía de que un texto no se publicará con las solemnes barrabasadas que se ven por ahí.

Ya sea que no corrijamos los textos o que los corrijamos mal, o que se los dejemos corregir a los no iniciados, todo viene a ser lo mismo. ¿Por qué? Porque la unificación ortográfica y tipográfica de un texto no puede hacerse a medias o por partes. No es posible, por ejemplo, vigilar las concordancias, las conjugaciones, etc., y dejar en el aire el aspecto ortotipográfico. Y si se le mete la mano al estilo editorial, hay que asegurar su coherencia de cabo a rabo. Pero no se pueden tener en cuenta todos estos detalles y hacer a un lado lo que constituye de hecho cuatro quintas partes del oficio del corrector: la unificación, la verificación documental y el pulimento del estilo literario cuando resulta incomprensible a fuer de tosco. De tanto decir: “Esto está mal (o no está corregido), pero no es grave: de todas maneras se entiende”, se llegará imperceptiblemente al momento en que no se entienda nada. Pues la prescindencia del corrector propicia deslices mínimos que van creciendo como una avalancha que erosiona poco a poco la lengua respectiva en cuanto vector de comunicación. Si comenzamos por retirar de la autopista de la lectura algunas pequeñas señales, ¿qué nos impedirá quitar las demás? ¿Dónde queda la frontera más allá de la cual un escrito ya no quiere decir nada? ¿Quién lo sabe? Yo no; ni ustedes. Pero no quiero estar vivo en la época en que suceda. Es preciso estar ligeramente iniciado en el código tipográfico —apenas ligeramente— para darse cuenta de hasta qué punto esas señales imperceptibles y a priori consideradas inoficiosas (las mayúsculas, las cursivas, los paréntesis, las jerarquizaciones de títulos, subtítulos, sub-subtítulos, etc.) condicionan de manera inconsciente la lectura de personas que no saben nada de ellas. Se hace muy mal en desconocer la utilidad de estas referencias subliminales.

No es posible rodar cuesta abajo a medias: o se rueda del todo o no se rueda en absoluto. En el primer caso tendremos textos que a lo mejor se verán muy bonitos pero que no dirán lo que querían decir.

Un escritor me dijo alguna vez lo siguiente: “A punta de toques sutiles, usted ha revelado lo que yo quería pero no me había dado mañas de expresar”. Así solo habla un verdadero escritor: alguien, por lo tanto, consciente de la dificultad, la responsabilidad y la atención que entraña una escritura que sí quiera comunicar algo.

Supongamos, pues, que seguimos corrigiendo los textos. ¿Recurriremos a algún programa computacional de corrección? Mi opinión sobre este tipo de ayuda tecnológica, por lo que he visto y leído, no es la de todo el mundo. Uno reconoce de un vistazo un texto “pasado” sin discernimiento por ella, así como reconoce una traducción “automática”. Todo programa de este tipo le exige al usuario involucrar su criterio, entabla un diálogo con él; y yo personalmente creo que dicho diálogo no puede entablarse fructíferamente más que entre dicho programa y un corrector de carne y hueso o, por lo menos, alguien que no se caracterice por su saber sino por su permanente dudar; después de todo, no se precisa ser corrector para esto último. Al elegir o rechazar ciertas opciones que el programa propone hay que pensar en los textos de un modo que, en nuestros días, ya no se adopta con gusto. Y, de todas maneras, nunca programa alguno se dará cuenta de que se ha escrito Luis XIV en lugar de Luis XV cuando, según el contexto histórico, quien deba aparecer sea este.

Entonces tal vez continuemos corrigiendo los textos mediante la inteligencia humana. Y, en consecuencia, buscaremos en la humanidad a personajes como estos, capaces de leer a toda prisa un texto y devolverlo en su punto. Tal vez los busquemos en sus catacumbas o entre sus descendientes, o tratemos de averiguar si quedan vestigios de la extinta especie de los correctores. Si los encontramos, ¿cómo los llamaremos?

¿Correctores?

Si ustedes quieren…

Modelos de traducción literaria

Tre sonetii / Tres sonetos (del italiano)

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