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Revista Científica General José María Córdova

Print version ISSN 1900-6586On-line version ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.18 no.32 Bogotá Oct./Dec. 2020  Epub Oct 01, 2020

https://doi.org/10.21830/19006586.632 

Seguridad y defensa

Incidencia del proceso de paz con las FARC en la política antidrogas de Colombia

Impact of the peace process with the FARC on Colombia's anti-drug policy

Edwar Alexander Sarmiento Hernández1 

Jorge Ulises Rojas-Guevara2 

Pedro Javier Rojas Guevara3 

1Policía Nacional de Colombia https://orcid.org/0000-0001-9934-0678 edwar.sarmiento@correo.policia.gov.co

2Policía Nacional de Colombia https://orcid.org/0000-0003-4925-5365 jorge.rojas@correo.policia.gov.co

3Ejército Nacional de Colombia https://orcid.org/0000-0003-4540-0502 pedro.rojas@ejercito.mil.co


Resumen.

Este artículo estudia cómo las negociaciones de paz del Gobierno de Colombia con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) impactaron la política antidrogas del país. Para ello, se revisa la literatura sobre economía de las guerras civiles y la economía del crimen como oficio, se estudia la política antidrogas durante las últimas dos décadas y se analizan las cifras oficiales consignadas en informes gubernamentales e internacionales sobre el comportamiento de los cultivos ilícitos, la producción y el tráfico de drogas. Los resultados muestran que la política antidrogas del Estado durante el gobierno de Santos, fundamentalmente basada en la erradicación voluntaria y la sustitución de cultivos, y una fuerte disminución de las aspersiones aéreas (erradicación forzosa), resultó ser un factor determinante en el incremento de los cultivos de cocaína.

Palabras Clave: acuerdo de paz; crimen organizado; cultivos ilícitos; FARC; narcotráfico; política sobre drogas

ABSTRACT.

This article examines how the Colombian Government's peace negotiations with the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) have impacted the country's anti-drug policy. To this end, it reviews the literature on civil war economics and the economics of crime as a profession. It also examines anti-drug policy studies over the past two decades and analyzes the official figures in government and international reports on illicit crops, production, and trafficking. The results show that the State's anti-drug policy during the Santos administration, fundamentally based on voluntary eradication and crop substitution and a decrease in aerial spraying (forced eradication), was a deter- mining factor in the increase of cocaine crops.

Keywords: drug policy; drug trafficking; FARC; illicit crops; organized crime; peace agreement

Introducción

La literatura sobre los procesos de paz tiende a enfocarse en diferentes variables y factores asociados con su naturaleza y alcance; por ejemplo, los actores involucrados en estos procesos, los tiempos requeridos y estipulados, las concesiones y puntos acordados, la dejación de armas, la inserción a la vida civil y democrática, la participación política, los mecanismos de vigilancia y seguimiento, la pertinencia de lo acordado, el encuadre de los acuerdos en el marco normativo del derecho internacional, entre otros (Acevedo & Rojas, 2016; Arancibia, 2016; Aya, 2017; Hurtado, 2012). En cambio, es escasa la información sobre cómo un proceso de paz puede producir efectos negativos o no deseados sobre determinados grupos humanos, instituciones vigentes o políticas establecidas.

En Colombia, bajo el gobierno de Juan Manuel Santos se adelantaron las negociaciones en La Habana con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y como resultado se firmó el Acuerdo de Paz en el año 2016. Uno de los cambios producidos con ocasión de la firma del Acuerdo correspondió a la política antidrogas que se había mantenido vigente en varios gobiernos anteriores. Uno de los principales debates, después de tres años de implementación del punto relacionado con el tema del narcotráfico (punto cuarto del Acuerdo, relativo a la “Solución al problema de las drogas ilícitas”), se concentra en la efectividad de los cambios de esta política y su incidencia sobre el fenómeno del narcotráfico.

El cambio en el proceso de erradicación de los cultivos evidencia esta transformación de la política antidrogas, pues, antes de las negociaciones, se caracterizaba por la erradicación forzada, y tras la firma del Acuerdo se pasó a una erradicación voluntaria. Este cambio procuraba solucionar el problema de los cultivos ilícitos a partir de la erradicación manual y la sustitución de cultivos; pero, en contraste, provocó el aumento de estos como producto de la resiembra, motivada por la posibilidad de obtener mayores subsidios de parte del Gobierno, durante la transición de un modelo de erradicación a otro. Este trabajo busca evidenciar cómo el cambio de la política de erradicación durante las negociaciones de paz con las FARC en Colombia explica el crecimiento de los cultivos ilícitos, y se determina que, pese a que las negociaciones de paz con las FARC trataron de abordar las motivaciones económicas y sociales de la siembra de cultivos ilícitos, no eliminaron la codicia de los actores involucrados en el mercado de drogas ilícitas (Villarreal et al., 2018), que es enfrentado especialmente por la Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional de Colombia (PNC), e incluye la participación de equipos caninos (Figura 1).

Fuente: Villarreal et al. (2018).

Figura 1 Escenarios de participación de los equipos caninos contra el sistema de drogas ilícitas en Colombia. 

Por tanto, persisten las dudas e inquietudes sobre el verdadero impacto de los cambios adelantados en torno a la política antidrogas, más aún ante algunos informes que permiten inferir un aumento desmedido de los cultivos ilícitos y la reactivación de dicha economía criminal. A partir de ello, resulta perentorio y oportuno preguntarse por la incidencia de las negociaciones de paz con las FARC sobre la política antidrogas de Colombia entre 2012 y 2017, con el objetivo de analizar sus efectos sobre el problema del narcotráfico.

Marco teórico

El narcotráfico es la principal fuente de financiamiento para los grupos armados organizados residuales (GAOR). Existen rutas para el tráfico de drogas ilícitas que comienzan en el departamento del Meta, pasan por Vichada y Guainía, y terminan en Venezuela, donde además se comercializan armas. Otras rutas operan desde Caquetá, atraviesan el departamento del Amazonas y posteriormente llegan a Brasil, en sitios de difícil acceso, donde la droga es transportada por vía fluvial y aérea. En los últimos meses, estos grupos han ampliado su área de dominio hacia los departamentos de Putumayo y Nariño, para controlar el narcotráfico en esta región (Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, 2018).

Existe una presencia histórica de cultivos de coca en dichos territorios, donde las comunidades viven bajo condiciones bien conocidas: aislamiento vial, abandono estatal, bajo retorno de las economías lícitas, lo cual enmarca a estas poblaciones en zonas vulnerables, donde los GAOR los obligan a producir cocaína (Defensoría del Pueblo, 2018). Como se observa, es una problemática compleja, donde confluyen economías ilegales y actores armados, en una dinámica de permanencia de cultivos de coca y nuevos escenarios de riesgo en el posacuerdo. Al mismo tiempo, allí prolifera el delito de homicidio, acompañado de la desaparición forzada, y se emplean estrategias criminales para ocultar los cuerpos.

El aumento de los cultivos de coca se relaciona directamente con el desplazamiento forzado interno, las afectaciones de la fuerza pública (asesinatos o heridos) y los actos terroristas, atentados, combates y hostigamientos efectuados a nivel municipal. En Colombia, a septiembre de 2020, se han presentado 1 740 766 víctimas fallecidas que no han podido recibir atención; han sido víctimas directas de desaparición forzada y homicidio que, por distintas circunstancias, no han podido acceder efectivamente a las medidas de atención y reparación (Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas, 2020; Rojas-Guevara et al., en prensa). Por ello, la incidencia sobre la política antidrogas de las negociaciones con las FARC contemplan los efectos producidos sobre los grupos humanos, instituciones vigentes o políticas establecidas.

Colombia es un país conformado por zonas muy productivas que giran en torno a una economía agrocampesina, pero en regiones con deficiencias en comunicación y una infraestructura vial defectuosa para comercializar los productos. Estos factores tienen repercusiones sociales, económicas y culturales. Debido a la diversidad de pisos térmicos y terrenos diversos, hay espacios que históricamente han sido ocupados por grupos criminales que se han apoderado del negocio del narcotráfico. Esto, a su vez, produce un desbalance y un aislamiento que propicia el incremento del fenómeno del homicidio en sectores vulnerables (Ramos-Vidal et al., 2019), asociado con el tráfico de drogas ilícitas (Villarreal et al., 2018), lo que ha dejado miles de muertos y desaparecidos.

Existe, entonces, una dinámica de producción lícita en escenarios rurales que está ligada con la utilidad de los cultivos (medida en volumen por unidad de área), y además se monitorea el control de los precios y los costos de fabricación y mercadeo (transporte). En este contexto, el rendimiento de cultivos de coca es evaluado y sistematizado a través del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural mediante las Evaluaciones Agropecuarias Municipales (EVA).

Por otro lado, se han reactivado los enfrentamientos armados en Colombia, con el paso de 11 737 casos en el 2017 a 12 130 en el 2018. Este incremento se ha dado en los municipios de Arauca, Valle del Cauca y Putumayo, además de Tibú, Tarazá e Ituango. En el año 2019 se presentaron 12 565 homicidios, de acuerdo con el Sistema de Información Estadístico, Delincuencial, Contravencional y Operativo (SIEDCO) (PNC, 2020b). En cuanto al modelo piloto de cadena de valor del narcotráfico, se han identificado un total de 64 actores involucrados y 193 posibles tipos de transacciones relacionadas con dicho delito (Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito [UNODC], 2019).

Metodología

Esta investigación es de corte cualitativo enmarcada en el paradigma interpretativo, cuyo nivel es explicativo. El diseño responde a la investigación documental, en la medida que sirvieron como fuentes primarias de información variados documentos, informes y textos sobre la materia, entre ellos los informes, borradores y comunicados conjuntos que se publicaron en la página oficial de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz durante el periodo 2012-2017. Algunos de estos documentos contienen los principales acuerdos en materia de solución al problema de las drogas ilícitas. Asimismo, se examinaron los informes del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) durante el periodo de análisis, con el fin de evidenciar la evolución de la siembra de estos cultivos durante el último quinquenio del gobierno Santos. Cada uno de estos documentos se abordó a partir de matrices de análisis con las cuales se categorizaba la información, conforme a los objetivos de la investigación.

Por lo anterior, esta investigación se divide en tres secciones: En primer lugar, se busca una aproximación teórica a la economía de la guerra, la economía ilegal y las drogas ilícitas. En segundo lugar, se estudia la evolución de la política antidrogas en Colombia en los últimos tres gobiernos. En tercer lugar, se hace un análisis de las negociaciones de paz con las FARC y su incidencia en la política antidrogas (esto es, el paso de la erradicación forzada a la erradicación voluntaria).

Resultados

Aproximación teórica sobre economía de la guerra, economía ilegal y drogas ilícitas

Dentro de la literatura en torno a los conflictos armados, algunos de los autores que han analizado las motivaciones e intereses que guían a los grupos armados partícipes de un conflicto armado estiman que estos actúan como cualquier persona, siguiendo el cálculo de beneficios y costos, e intentando maximizar su utilidad (Becker, 1968). En este caso, como el resultado de sus acciones resulta incierto, estos actores actúan para maximizar la utilidad esperada (Villamizar, 2014). Complementando los trabajos de Becker (1968), Block & Heineke (1975) plantea que los individuos se enfrentan a la decisión de asignar su tiempo -y no su ingreso o riqueza- entre actividades legales e ilegales. En ese modelo, se asume que el ingreso del individuo es igual a la suma de tres elementos: ingreso exógeno; beneficios y costos monetarios y monetizados de las actividades legales, y los beneficios y costos monetarios o equivalentes de las actividades ilegales.

Algunos autores argumentan que la única motivación de las guerras civiles es la ganancia particular (Collier, 2003). Esta tesis se sustenta en las motivaciones e intereses de los actores armados que participan en un conflicto, quienes no se mueven en el terreno de las injusticias sociales (grievance), sino por la codicia producida por el poder bélico adquirido (grieve). De esta manera, las rebeliones se originan porque los rebeldes aspiran a la riqueza mediante la captura extralegal de recursos, y no por elementos ideológicos o identitarios (Collier et al., 2003, p. 15).

En este sentido, las guerras civiles y los conflictos internos no están relacionados con medidas objetivas de injusticia, reclamos o penurias, tales como la ausencia de democracia, la inequidad o las divisiones religiosas o étnicas (Villarraga, 2013), sino por factores asociados con las posibilidades de lograr ingresos por las actividades de la guerra (Collier, 2003). Para autores como Restrepo y Aponte (2009), la causa de las guerras civiles se traduce en la viabilidad financiera de la organización rebelde, y, en ese orden, los conflictos civiles que perduran en el tiempo son aquellos en los que las partes consiguen mantener una estructura económica clara.

Así, la información sobre los conflictos armados de hoy parece indicar que los intereses particulares de naturaleza económica son factores determinantes en la permanencia y reproducción de los grupos armados ilegales. Este aspecto caracterizaría las nuevas guerras o los nuevos conflictos, como se conocen en la literatura (García, 2013). Por tanto, la diferencia en la concepción de viejas y nuevas guerras resulta ser un punto crucial en la comprensión e interpretación de las dinámicas de los conflictos armados. En el pasado, los conflictos conllevaban un choque bélico entre fuerzas armadas que resultaba decisivo en la configuración y consolidación de los Estados; pero con las nuevas guerras se ha generado un contexto de desintegración de los Estados, materializada en crisis institucionales y en control territorial donde se ejerce una especial violencia contra la población civil y se reducen los enfrentamientos en campos de batalla (Kaldor, 2006), lo cual viola de manera clara el principio de distinción que gobierna el Derecho Internacional Humanitario. Los datos sobre la Primera Guerra Mundial muestran que por cada diez militares muertos había una víctima civil mortal; hoy en día, el 90% de víctimas de los conflictos corresponde a civiles y solo el 10% a militares (Melander et al., 2006).

Las nuevas guerras no se fundamentan en la ideología, sino que se caracterizan por la codicia (Olivar, 2016), lo que explica las altas cifras de víctimas civiles en los conflictos armados de hoy. En efecto, mientras las viejas guerras tenían un fuerte componente ideológico, las nuevas guerras se sustentan más en motivaciones económicas o financieras de naturaleza particular. Las ideas de Paul Collier han sido acogidas por algunos otros autores como, por ejemplo, Sharma (2006), quien analiza el tema de la guerra político-económica en Nepal. Sharma indica que esta se podría haber evitado si el Gobierno hubiera elaborado planes de desarrollo con mayor inclusión de la población agrícola, favoreciendo los niveles de acceso de los productos de estas comunidades a los mercados extranjeros. Desde la óptica de Collier (2003), esto hubiese evitado la animadversión (por causas justas, como la demanda de equidad social) de los menos favorecidos hacia las élites gobernantes.

Zacks-Williams (2012), en su estudio sobre la economía política de la guerra civil en Sierra Leona, argumentan que los factores causales de la guerra civil son históricos, lo que se refleja en la economía política de subdesarrollo en ese país, sostenida en su modelo de desarrollo poscolonial. Así mismo, Mantilla (2012) muestra que los conflictos armados y sus actores tienen dimensiones económicas que deberían ser reconocidas y manejadas en eventuales procesos de paz. A estos trabajos se suma el estudio de Guáqueta (2001), quien afirmaba que la política antinarcóticos de Colombia financiada por Estados Unidos durante el gobierno de Andrés Pastrana había mostrado no tener los resultados esperados, y, por el contrario, aumentaba la capacidad de “negociación militar y territorial a los actores ilegales y valoriza las zonas de siembra de coca y amapola [...]” (p. 16).

Estos trabajos evidencian, para el caso colombiano, que el surgimiento del crimen organizado opera como un actor relevante en el desarrollo del conflicto armado. En este sentido, estas organizaciones nacen para ejercer actividades que tienen una demanda espontánea que a su vez está prohibida en la ley. Precisamente esta prohibición es lo que eleva en exceso el precio de los artículos y servicios proscritos, lo que deriva en rentas extraordinarias para estas organizaciones que les permiten mantener sus operaciones y el ejercicio de la violencia sobre instituciones del Estado y la población civil (Restrepo & Aponte, 2009).

En síntesis, existe una óptica teórico-conceptual alternativa para el análisis de los conflictos armados que se enfoca en las dinámicas económicas -esencialmente ilegales- que permiten explicar el origen, la reproducción y las transformaciones de los denominados nuevos conflictos. Incluso algunos otros autores investigan las motivaciones del crimen como oficio, apoyándose en modelos económicos que sustentan sus postulados, lo cual conlleva a buscar un modelo económico que se adecúe al funcionamiento del mercado de las drogas ilícitas.

Ahora bien, considerando este enfoque, en contextos como Colombia, donde los actores armados ilegales fortalecen su estructura y capacidades con base en diferentes actividades de economía ilegal, principalmente el narcotráfico, resulta necesario revisar la forma de abordar el problema de las drogas ilícitas. El modelo de la guerra contra las drogas ha fracasado a raíz de su condición prohibicionista, la cual fomenta no solamente el consumo, sino también la oferta de drogas ilícitas, al elevar los precios de las sustancias y promover un mercado ilegal asociado a un concurso de delitos derivados de toda la cadena criminal, desde el cultivo hasta la comercialización (Borda, 2002; Dangond, 2015; López et al., 2012; Tokatlian, 2010).

Otros autores señalan que la lucha contra las drogas debe entenderse como un asunto de salud pública en el que un conjunto de personas sufre una dependencia a las drogas ilícitas y demanda atención del Estado para combatir su adicción (Bedoya, 2016; Cadena, 2010; Quintero & Posada, 2013; Torres, 2014). El problema de las drogas debe atenderse como algo que deriva de la agenda de cooperación internacional, dado el carácter transnacional del narcotráfico. Por ello, debe tratarse con capacidades superiores y revestirse de un carácter multinacional o bilateral (Molano, 2009; Picón, 2006; Pinzón, 2012; Rosen y Zepeda, 2016). Por tanto, el abordaje debe ser interdisciplinario, y debe incluir el uso de equipos caninos entrenados en detectar explosivos, de modo que produzca un impacto sostenible en las zonas de cultivo (Prada-Tiedemann, Ochoa-Torres et al., 2019).

Recientemente se ha propuesto que el asunto de las drogas se revalúe para darle un tratamiento más orientado a la liberalización bajo supervisión del Estado que a la prohibición, lo cual, desde luego, hace parte del debate actual (Babín, 2013). Borda (2002) analiza el tema de las drogas ilícitas desde una mirada constructivista, haciendo una apología a los postulados de Alexander Wendt. Otros, como el de Guáqueta (2001), presentan una mirada crítica frente a la nueva lectura de las relaciones binacionales entre Colombia y Estados Unidos. Otro ejemplo es el estudio realizado por Gaviria y Mejía (2011) acerca de la política antidrogas en Colombia, que resalta sus éxitos, fracasos y extravíos.

De acuerdo con Serrano, “el mercado de los cultivos de coca no es un mercado perfectamente competitivo, por el contrario, su comportamiento obedece más a un mercado monopsónico” (2017, p. 51). Al respecto, Nicholson & Snyder (2010) definen el mercado monopsónico como “aquel en el que la demanda de una materia prima está concentrada en un comprador único y es considerado uno de los casos de competencia imperfecta en la que existe poder de mercado”.

Otros autores, como Blair & Harrison (2010), clasifican los mercados monopsónicos en tres principales tipos:

  1. Los monopsonios colusivos, donde existe un acuerdo entre pocos compradores con poder de mercado que pueden generar acuerdos para afectar el precio.

  2. Los monopsonios con una firma directora (single-firm conduct), que controlan los derechos de venta final de un producto, como en el caso de las productoras de cine que adquieren los derechos de exhibición de los teatros.

  3. Las fusiones de firmas compradoras, en cuanto la concentración gradual de la demanda en un único agente va generando un poder de mercado que conduce a constituir un monopsonio oculto por la persistencia de los nombres de diferentes agentes.

En este contexto, varios estudios analizan la problemática del monopsonio en diferentes mercados (Serrano, 2017). Entre ellos está el estudio de Dirlam y Kahn (1952) sobre la ley antitrust y los grandes compradores, así como el trabajo de Lowry y Winfrey (1974), quienes analizan la industria norteamericana del papel en los años setenta. También está el trabajo de Link y Landon (1975), que examina los efectos del monopsonio sobre el nivel de salarios de las enfermeras que ofrecen su trabajo en los hospitales, y el estudio de Just & Chern (1980), donde se verifica la presencia de poder de mercado en la industria procesadora de tomate en California en los años sesenta (p. 55).

Ninguno de los análisis registrados en la literatura incorpora la posibilidad del uso indiscriminado de la fuerza como factor de disuasión de la competencia o como factor de control de los productores para evitar que vendan su producto a otros compradores, pues “los trabajos anteriores analizan productos legales y parten del supuesto que existe un mecanismo estatal de tramitación de las diferencias entre los agentes” (Serrano, 2017, p. 55).

El modelo planteado por Serrano es de gran utilidad para unificar los planteamientos de Collier (2003) y Becker (1968) frente a las motivaciones de los actores para mantener su actividad ilícita. De ese trabajo se extraen los siguientes numerales:

1) El traficante es un sujeto racional que quiere maximizar su beneficio. 2) El traficante no es productor y su ingreso proviene exclusivamente del tráfico de la producción ilegal de una sola región. [...] 3) Los productores solo pueden vender el producto al traficante. [.] 4) El traficante es tomador del precio externo del producto final. 5) El traficante no puede forzar a los productores a generar el recurso ilegal, sino que tiene que inducirlos con el incentivo del precio sobre el producto ilegal. [.] 6) El traficante no tiene reservas de capital o ahorro para cubrir los costos. [.] 7) El tamaño de los predios de los productores se distribuye normalmente y los productores son homogéneos en cuanto a la producción. [.] 8) No hay migración intrarregional de productores. (Serrano, 2017)

En últimas, el modelo propuesto por Serrano (2017) enriquece la literatura sobre mercado ilegal y tipifica al mercado monopsónico como una estrategia que se adapta a las condiciones del mercado de drogas ilícitas, lo que da lugar a un abordaje más profundo del crimen, desde una perspectiva económica que conduzca a estudiar lo referente a la economía ilegal, para analizar su incidencia en la economía nacional.

La lucha contra las drogas en Colombia: del Plan Colombia a los planes de sustitución voluntaria

El expresidente colombiano Andrés Pastrana Arango (1998-2002) y el expresidente norteamericano Bill Clinton (1993-2001) desarrollaron un ambicioso programa de cooperación cuyo propósito consistía en hacer frente al problema de las drogas. Dicho programa fue denominado “Plan Colombia” y estableció un marco institucional de cooperación bilateral con el objetivo de fortalecer las capacidades operacionales de la fuerza pública para enfrentar el fenómeno del narcotráfico y contribuir en la lucha contra los grupos armados organizados al margen de la ley (GAOMIL). Adicionalmente, generó una estrategia de protección y asistencia social para el fortalecimiento de condiciones económicas y sociales; de contribución a los procesos de desarme, desmovilización y reinserción (DDR) de los actores armados al margen de la Ley (Departamento Nacional de Planeación [DNP], 2016b).

Para la ejecución de este plan, se dispuso inicialmente de un presupuesto calculado en 7500 millones de dólares por tres años, de los cuales 4800 millones serían aportados por Colombia y el resto por la comunidad internacional. Se invitaron varios actores multilaterales para aportar fondos, como Japón y la Unión Europea (Acevedo et al., 2008), aunque solo Estados Unidos respondió efectivamente a la petición del gobierno de Pastrana (Rojas, 2013). En el año 2000, el Congreso estadounidense aprobó una ayuda de 2,7 millones de dólares hasta el 2005 (Urueña, 2015). En 2016, un informe del DNP en Colombia reportaba que, en total, el país había recibido alrededor de 9600 millones de dólares por parte de Estados Unidos como aportes al Plan Colombia, los cuales sirvieron para fortalecer las entidades militares y policiales (de cada 10 dólares, 7 fueron destinados para dichos fines); es decir, se utilizaron para fortalecer las capacidades de las fuerzas de seguridad del Estado, pero no para mitigar el fenómeno de abandono social y la desigualdad de los territorios.

Las cifras sobre el gasto público en defensa durante el periodo 2012-2016 indican que, en porcentaje con relación al Presupuesto General de la Nación, este rubro alcanza su máximo punto en el 2012 con 18,54% y su punto más bajo en 2015 con 17%. Al relacionarlo con el producto interno bruto (PIB), se evidencia que el punto más alto es de 3,39% en 2016, y el más bajo es 3,13% en 2014. Se destaca el hecho de que se mantiene igual o superior al 3% durante los años observados.

Paralelamente, mientras en Colombia se mantenía la voluntad del Estado por sostener la lucha contra las drogas, surgió algo que desvió la atención de Washington hacia Medio Oriente: los atentados del 11 de septiembre de 2001. A partir de ese momento, la lucha contra las drogas se transformó en la lucha contra el terrorismo (Rojas, 2006). Esto se reflejó en diversos medios de comunicación que evidenciaban los esfuerzos gubernamentales en Colombia por combatir los grupos al margen de la ley (guerrillas, autodefensas y disidencias) y a la vez destacaban la inclusión de dichas organizaciones criminales en la lista de grupos terroristas por parte de los Estados Unidos y la Unión Europea. Como se puede inferir, dicha connotación marcó una nueva manera de abordar la lucha contra las drogas en Colombia, toda vez que se empezaron a vincular los grupos al margen de la ley con la actividad ilegal y criminal del narcotráfico. Este motivo llevó a la fuerza pública colombiana a combatir con mayor intensidad a estos grupos al margen de la ley durante los siguientes años (Puentes, 2008).

Tras la llegada de Álvaro Uribe Vélez en 2002 a la presidencia, el discurso y la acción represivos hacia estas organizaciones se acentuaron mucho más. La fusión de la lucha armada con el negocio ilegal de las drogas ilícitas, sumada al descontento gubernamental y popular con las acciones violentas de estos grupos, desató un escalamiento del conflicto interno en Colombia, que derivó en mayor violencia en los sectores rurales, generalmente los mismos afectados con siembras de cultivos ilícitos, por lo cual el esfuerzo se focalizó en estas comunidades (Leal, 2006). En esas circunstancias se dio inicio al Plan Nacional de Desarrollo 2002-2006, denominado “Hacia un Estado Comunitario”, el cual establecía en uno de sus capítulos “la importancia del combate al problema de las drogas ilícitas y el crimen organizado: desarticulación del proceso de producción, comercialización y consumo de drogas” (p. 94).

Al revisar los resultados de esta política, se observa que, durante los primeros años de su implementación, se presentó un considerable aumento de zonas asperjadas por fumigación aérea con glifosato. Las cifras de informes de Naciones Unidas evidencian cómo, con este método, Colombia pasó de asperjar 58 000 hectáreas en el año 2000 a 130 000 en 2004, lo que denota un incremento de más del 120%. Esto influyó de manera positiva en las zonas cultivadas, al pasar de 163 000 hectáreas a 80 000 para ese mismo periodo (Rojas, 2006).

La estrategia del gobierno Uribe frente al problema de los cultivos ilícitos y el narcotráfico en Colombia coadyuvó a escalar el conflicto armado interno a niveles de agenda internacional. El reconocimiento de los actores armados ilegales colombianos como grupos narcoterroristas permitió mantener el flujo del apoyo económico proveniente de los Estados Unidos. Asimismo, le dio legitimidad al Estado colombiano y a sus organismos de seguridad para utilizar los recursos destinados a la lucha contra el narcotráfico con fines netamente de seguridad nacional, con base en el riesgo de gobernanza que representan los grupos armados ilegales y su indiscutible vinculación con la cadena criminal de la droga (Quintanar & Von Oertel, 2010, p. 47).

Ahora bien, en materia de erradicación de cultivos ilícitos, se destaca como un logro el hecho de que, al finalizar el segundo gobierno de Uribe, las zonas cultivadas mostraron una reducción del 40 %, al pasar de 102 000 hectáreas en 2002 a 62 000 en 2010 (UNODC, 2013). Asimismo, las acciones narcoterroristas de las FARC disminuyeron de 1042 en 2002 a 724 en 2010, perdiendo su accionar delincuencial en el territorio dominado históricamente en un 83% (Ríos, 2016). Por otra parte, actualmente los ingresos, las utilidades y la rentabilidad de un kilogramo de cocaína varían según la modalidad de transporte y el mercado de destino (Figura 2).

Fuente: Villarreal et al. (2018).

Figura 2 Modalidades del transporte de cocaína y costos de producción de acuerdo con las cifras de la Dirección Antinarcóticos para el año 2016. 

En cuanto al gasto público para el problema de las drogas, entre 1995 y 2010 se ejecutó un presupuesto cercano a los 20 billones de pesos (DNP, 2012).En efecto, esto permitió fortalecer a la fuerza pública, recuperar territorios con cultivos ilícitos que estaban en manos de los actores armados ilegales y mejorar los métodos de erradicación (manual y aérea), entre otros aspectos (Leal, 2006).

La política antidrogas durante el gobierno de Juan Manuel Santos y el proceso de paz

Juan Manuel Santos se posesionó como presidente de la República en el año 2010 y, en lo que respecta a la seguridad y la lucha contra el narcotráfico, recibió el país en un contexto diferente al de su antecesor, pues si bien las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y algunas bandas criminales aún permanecían en el escenario nacional, habían sido diezmadas debido a los fuertes golpes estratégicos que las fuerzas de seguridad del Estado les habían propinado durante el gobierno saliente, sin mencionar que bajo dicho gobierno se había consolidado el sometimiento de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

En materia de lucha contra las drogas, el gobierno de Santos mantuvo inicialmente el esfuerzo del aparato represivo del Estado para combatir a los grupos armados ilegales y las bandas criminales que delinquían en el negocio del narcotráfico, así como mantuvo la estrategia de política exterior y contó con Estados Unidos como aliado en la lucha contra el terrorismo y las drogas. Mientras tanto, se exploraba también la posibilidad de iniciar diálogos de paz con los grupos armados ilegales (Rojas, 2007).

En cuanto a su postura internacional frente al tema de las drogas, en septiembre de 2010, durante su primera intervención ante la ONU, Juan Manuel Santos no se presentó como fiel seguidor de la política antidrogas existente. Sin embargo, consideraba la postura de otros gobernantes comprometidos con la lucha contra las drogas en el marco de la cooperación internacional, por lo cual manifestaba la necesidad de consolidar una política universal para tratar el fenómeno. Luego expuso su visión crítica frente al doble discurso de algunos gobiernos que, por un lado, exigían una lucha frontal contra las drogas ilícitas y, por otro, promovían la legalización del consumo. Finalmente, criticó el referendo que se hizo ese año en California sobre la posibilidad de legalizar las drogas, y se preguntó si no era “hora de repensar la política antidrogas” (Franco et al., 2011).

Con relación a la política antidrogas doméstica, Juan Manuel Santos planteó sus estrategias para la lucha contra el narcotráfico y la ilegalidad en el Plan de Desarrollo “Prosperidad para Todos” (2010-2014). En principio, este plan reconoce el vínculo existente entre los grupos armados al margen de la ley y el sistema del narcotráfico, y, acto seguido, propone dos frentes de trabajo para contrarrestar este fenómeno: 1) construir una política integral que permita atacar las estructuras de narcotráfico mediante una permanente coordinación institucional, y 2) fortalecer el papel de la fuerza pública y otras entidades del Estado mediante esfuerzos articulados para afectar las actividades delictivas propias de cada uno de los eslabones del problema mundial de las drogas.

Entre los mecanismos de control de la oferta está la reducción de los cultivos ilícitos principalmente mediante estrategias de erradicación, con el uso de caninos detectores de artefactos explosivos improvisados (AEI), munición sin explotar (MUSE) y minas antipersona (MAP) (Prada-Tiedemann, Rojas-Guevara et al., 2019). Además de este, existe la posibilidad de reubicar a la población afectada; el control de las sustancias químicas para el procesamiento de las drogas de origen natural y sintético; la interdicción; el control del lavado de activos; y la efectividad de la acción de extinción de dominio. Respecto al control de la demanda, se hace principalmente mediante el control del narcomenudeo, y con medidas de prevención y rehabilitación frente al consumo de sustancias psicoactivas, la cual es una responsabilidad común y compartida en la dinámica internacional (DNP, 2016a).

Al revisar el comportamiento de los cultivos ilícitos de “arbustos de coca” durante los primeros dos años del mandato de Santos (2010-2012), se evidencia que la política de lucha contra las drogas mantuvo resultados similares a los del periodo final de su antecesor. En materia de erradicación, se presentó una disminución de las áreas sembradas, al pasar de 62 000 hectáreas en 2010 a 47 000 en 2012. Así mismo, en términos de interdicción para dicho periodo, la fuerza pública incautó 2345 toneladas métricas de hoja de coca (UNODC, 2013).

Los buenos resultados del inicio del gobierno de Santos en esta materia se contradicen con su segundo mandato, en el que se evidenció un aumento de los cultivos de coca en el país. Es pertinente enunciar que durante el gobierno de Juan Manuel Santos, hasta el año 2017, se habían invertido más de 205 billones de pesos en el sector Defensa (Observatorio de Drogas de Colombia, 2017). Pese a esa inversión, a partir del 2013 comenzaron a incrementar las zonas de cultivos ilícitos, según cifras del informe de la UNODC (2019), que registra un paso de 48 000 hectáreas cultivadas con plantas de coca a 167 400 en 2017.

A raíz de este incremento, diversas entidades internacionales manifestaron su preocupación durante el segundo semestre del 2016. Dentro de esas entidades se destaca el informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, donde se resalta a Colombia por el aumento de la producción mundial de drogas, en referencia a las incautaciones de cocaína en ese año (ONU, 2016). Otro documento relevante es la Evaluación Nacional sobre Amenazas de Drogas (National Drug Threat Assessment) de la Drug Enforcement Administration (DEA, 2017), la cual subraya que Colombia sigue siendo la principal fuente del mercado de la cocaína en los Estados Unidos, con una estimación del 92% respecto al total de consumo en ese país. Dicha evaluación considera igualmente que esto se debe al incremento de los cultivos ilícitos en Colombia. Ante esta situación, Estados Unidos llegó a contemplar una posible descertificación a Colombia en la lucha contra las drogas si no adoptaba medidas para contrarrestar ese fenómeno.

A estas críticas habría que agregar el despliegue de los medios de comunicación frente al problema. Los resultados del informe de UNODC (2019) fueron comunicados para mostrar el consolidado de las zonas con presencia de cultivos ilícitos, donde se destaca el incremento en varios departamentos del país. En este contexto, es oportuno afirmar que las negociaciones de paz con las FARC impactaron la política antidrogas de Colombia, fundamentalmente en tres aspectos que se explican a continuación.

En primer lugar, se produjo un cambio en los métodos de erradicación. Las nuevas directrices del gobierno de Santos priorizaron la erradicación voluntaria de cultivos ilícitos en lugar de la erradicación forzosa; además, en aquellos lugares donde no se logró consenso voluntario, la erradicación forzosa no se hizo mediante aspersión aérea sino bajo la modalidad manual, lo cual conllevó el uso de más recursos humanos y menos eficiencia en los resultados esperados (Martínez & Castro, 2019). La Corte Constitucional prohibió en 2015 el uso del glifosato como agente químico para combatir los cultivos ilícitos, lo cual explica la fuerte disminución de la aspersión aérea con respecto a años precedentes. Además, de acuerdo con los reportes históricos, el año 2013 registra la menor área de aspersión reportada desde el 2000, y al compararlo con la cifra de aspersión del año 2014 con respecto al promedio de los últimos cinco años, se evidencia un descenso del 32% (UNODC, 2015).

En segundo lugar, el incremento de cultivos ilícitos se dio en aquellas zonas con tradicional presencia de las FARC. Hay una coincidencia al respecto en seis departamentos: Nariño, Putumayo, Norte de Santander, Cauca, Caquetá y Antioquia, que concentran el 84% de los cultivos ilícitos del país, lo que permite inferir una posible relación de esta organización con el narcotráfico (UNODC, 2019). Precisamente estas estadísticas condujeron a considerar dentro de las negociaciones de paz con las FARC la inclusión de un acápite específico para buscar una solución al problema de las drogas ilícitas. El punto cuatro del Acuerdo Final, dedicado a esta temática, propone varías líneas de trabajo para reducir las zonas cultivadas, al igual que la producción y la comercialización de estas sustancias ilegales.

Un primer punto en el Acuerdo Final se refiere a la creación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), el cual tiene un carácter civil y debe actuar como autoridad nacional competente bajo el direccionamiento de la Presidencia de la República, pero de manera coordinada con las autoridades departamentales y municipales. Seguidamente, el documento plantea como mecanismo de solución el diseño, evaluación e implementación de Planes Integrales de Sustitución y Desarrollo Alternativo, como parte del PNIS, apoyados por la Reforma Rural Integral (RRI), con el fin de llegar a procesos de sustitución voluntaria bajo un claro precepto de inclusión de todos los actores de la cadena de cultivo.

Frente a la producción y comercialización de narcóticos, el Acuerdo las define como una problemática de carácter transnacional, y procura dar una solución desde una perspectiva coordinada entre la política interna y el acompañamiento de la comunidad internacional. Así mismo, plantea que se deben perseguir los actores generadores del fenómeno, como el crimen organizado ligado al narcotráfico y sus delitos conexos. En concreto, el punto cuatro del Acuerdo Final define la hoja de ruta que se debe seguir frente al problema de las drogas ilícitas, estableciendo la política pública con base en la cual se debe abordar el tema, una vez avancen los compromisos en el posacuerdo.

En tercer lugar, las negociaciones de paz afectaron la política antidrogas a raíz de la cooptación de territorios por grupos de crimen organizado, en zonas históricamente ocupadas por la guerrilla de las FARC. Estas organizaciones emergieron tras el proceso de desmovilización de las autodefensas durante el gobierno de Uribe e hicieron una transición hacia estructuras con claro poder territorial, capacidad armada y estructura jerarquizada. Actualmente se agrupan en tres grandes estructuras tipo A: Los Pelusos (disidencias del EPL), Los Puntilleros (Bloque Meta, Libertadores del Vichada y disidencias Erpac) y el denominado Clan del Golfo (antiguos Urabeños y Autodefensas Gaitanistas de Colombia) (Fundación Ideas para la Paz, 2017).

Estas consideraciones implican algunas variables exógenas que sirven de marco explicativo a la manera como las negociaciones de paz con las FARC pudieron impactar la política antidrogas de Colombia. Con base en esto, cabe argumentar que el conflicto armado en Colombia debe analizarse desde su criminalización, ya que, como bien lo establece Collier et al. (2003): “el fin último de los actores en conflicto es el lucro particular, derivado de las rentas criminales” -narcotráfico, minería ilícita, extorsión, etc.-, para financiar su lucha armada.

Discusión

Si bien es cierto que un proceso de paz debe entenderse como una oportunidad, también es importante tener en cuenta que, en el caso colombiano, uno de los mayores costos de este proceso ha sido el incremento de los cultivos ilícitos, lo cual conduce a una mayor producción y comercialización de drogas, y, por tanto, una mayor criminalidad y violencia. En este sentido, las cifras de producción (2008 hasta 2017) registraron un aumento del 50%, alcanzando un récord de 1976 toneladas. En el mismo lapso, la cocaína incautada a nivel mundial aumento en un 74%. En el año 2017, las autoridades decomisaron una cantidad récord de 1275 toneladas, un 13% más respecto del año 2016. Así, estas cifras indican que las negociaciones durante el proceso de paz incidieron en el aumento de las economías criminales dentro del sistema de drogas ilícitas. Como lo sugieren los resultados de este estudio, una evidencia del incremento de la producción de drogas significa que, si bien se logra desmovilizar un actor del conflicto, los elementos que permiten reproducir una guerra siguen allí, dado que “la viabilidad financiera de una organización rebelde es la causa de la guerra civil” (Collier et al., 2003).

Por último, es importante destacar que en las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC se llegó a contemplar un apartado para tratar el asunto de los cultivos ilícitos, traducido en un desarrollo alternativo caracterizado por la erradicación voluntaria y la sustitución de cultivos ilícitos por lícitos en aquellas zonas donde el fenómeno persista. No obstante, más que brindar una salida, esto ha abierto la brecha para que nuevos actores ocupen los territorios y mantengan las economías ilegales que allí subsisten. Esto confirma, de nuevo, la tesis de que la codicia económica y financiera es la motivación en las denominadas nuevas guerras (Kaldor, 2006; Olivar-Rojas, 2017).

Conclusión

Las cifras acerca del comportamiento de los cultivos ilícitos en Colombia durante las negociaciones de paz con las FARC conducen a revisar la actual política para combatir la siembra y oferta de drogas ilícitas. Para ello se han planteado algunos aspectos que permiten explicar la incidencia del proceso de paz con las FARC sobre la política antidrogas: 1) el cambio del método de erradicación, aunado al impacto de la prohibición del uso del glifosato; 2) el incremento de los cultivos ilícitos en las zonas de tradición guerrillera, contemplado en el punto cuatro del Acuerdo Final, en relación con la política de erradicación manual de sustitución de cultivos; y 3) la cooptación de territorios con siembra por parte de actores criminales diferentes a las FARC (crimen organizado y disidencias).

Ahora bien, en cuanto a los resultados presentados, Colombia sigue ocupando el primer puesto como productor mundial de cocaína en 2019, como lo afirman diferentes organismos internacionales expertos en la materia, notas de prensa y otros sujetos de información (UNODC, 2019). El incremento de los cultivos de coca en Colombia representa una preocupación latente del Gobierno estadounidense, debido a los altos índices de consumo de sus habitantes más jóvenes y la relación del gasto en salud pública para este país. Esto implica que la política exterior de Colombia debe seguir viendo en ese país un aliado estratégico para la lucha por sofocar el sistema del tráfico de drogas ilícitas, con el fin de apostarle a los retos que este problema implica, mediante un abordaje interdisciplinar que vele por la construcción de la paz, la ruralidad y la sustentabilidad.

Este estudio deja abierta la discusión para futuras investigaciones que analicen qué aspectos de un proceso de paz pueden afectar la política antidrogas y qué política pública sería la adecuada para combatir los cultivos ilícitos, así como atender a la necesidad de identificar si los métodos para combatir los cultivos inciden en su comportamiento, de modo que puedan complementar los resultados planteados en este trabajo. Además, se propone que haya un control posterior de las zonas anexas a los cultivos, donde se desarrolla esta “problemática bajo condiciones medioambientales complejas y con topografías variadas en todo el territorio colombiano”. Esto se orienta a mejorar las estrategias, entre las cuales se encuentran los “sitios de entrenamiento que simulan cultivos de cocaína” (Prada & Chávez, 2016), así como los estudios para emplear el olor de análogos humanos (Raymer et al., en prensa), utilizados para entrenar perros detectores de cadáveres en sitios anexos a los cultivos donde operan los grupos armados organizados (Deruyter et al., 2020).

Por su parte, la fuerza pública debe ajustar las propuestas para continuar combatiendo el fenómeno delincuencial que gira en torno a las economías criminales, como también garantizar el trabajo comunitario mediante programas de extensión y educación continua.

Esto permite impactar el sistema de seguridad rural (SISER), que es desarrollado particularmente por la Dirección de Carabineros y Seguridad Rural (DICAR) de la Policía Nacional, con el fin de que exista una corresponsabilidad con los diferentes estamentos del sector productivo y educativo, para transformar el tejido social con un enfoque multisistémico. Así mismo, se debe incluir a la colectividad campesina y a las universidades en el desarrollo de estas estrategias, de modo que se genere una simbiosis con todos los participantes de la seguridad y convivencia ciudadana, para articular y ejecutar conjuntamente la prestación del servicio de policía en todas las zonas, especialmente las rurales, y garantizar así la reconstrucción y gestión territorial para la seguridad y la convivencia. Por este camino, se han impactado “25 municipios de despliegue, 118 veredas y 30 424 beneficiados”, de acuerdo con las cifras suministradas por la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (UNIPEP) (PNC, 2020a).

Agradecimientos

Los autores desean agradecer a la Policía Nacional de Colombia y el Centro de Doctrina del Ejército Nacional por su apoyo en la realización de este artículo.

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Sobre los autores

Edwar Alexander Sarmiento Hernández es relacionista económico internacional de la Universidad Autónoma de Colombia (Bogotá) y magíster en política y relaciones internacionales de la Universidad Sergio Arboleda (Bogotá). Es Capitán de la Policía Nacional de Colombia. https://orcid.org/0000-0001-9934-0678 - Contacto: edwar.sarmiento@correo.policia.gov.co

Jorge Ulises Rojas-Guevara es especialista en servicio de policía y doctor en Educación de la Nova Southeastern University (Fort Lauderdale, FL). Es Mayor de la Policía Nacional de Colombia. Director del Grupo de Investigación “Olfateando el conocimiento” de la Escuela de Guías y Adiestramiento Canino de la Policía Nacional. https://orcid.org/0000-0003-4925-5365 - Contacto: jorge.rojas@correo.policia.gov.co

Pedro Javier Rojas Guevara es magíster en seguridad y defensa nacional de la Escuela Superior de Guerra de Colombia. Es Coronel del Ejército Nacional de Colombia, del arma de Inteligencia Militar. Director del Centro de Doctrina del Ejército Nacional. https://orcid.org/0000-0003-4540-0502 - Contacto: pedro.rojas@ejercito.mil.co

Citación: Sarmiento Hernández, E. A., Rojas-Guevara, J. U., & Rojas Guevara, P. J. (2020). Incidencia del proceso de paz con las FARC en la política antidrogas de Colombia. Revista Científica General José María Córdova, 18(32), 817-837. http://dx.doi.org/10.21830/19006586.632

Declaración de divulgación Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo. Este trabajo forma parte de una investigación amplia, derivada del proyecto: “El olor humano en la investigación criminal: desafío operacional para las ciencias forenses y los equipos caninos detectores”. Fue realizada por el Grupo de Investigación “Olfateando el conocimiento”, de la Escuela de Guías y Adiestramiento Canino PONAL-ESGAC (GrupLAC COL0064351), como estrategia para reducir los delitos asociados al homicidio y desaparición de personas, e impactar la seguridad urbana y rural en el posconflicto.

Financiamiento Los autores no declaran fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

Publicado en línea: 1.° de octubre de 2020

Recibido: 06 de Junio de 2020; Aprobado: 01 de Septiembre de 2020

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