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Revista Científica General José María Córdova

Print version ISSN 1900-6586On-line version ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.19 no.35 Bogotá July/Sept. 2021  Epub July 01, 2021

https://doi.org/10.21830/19006586.840 

Seguridad y defensa

Guerra y pestilencia: impacto de epidemias y pandemias en la historia hasta el siglo XX

War and pestilence: impact of epidemics and pandemics in history up to the 20th century

Carlos Enrique Álvarez Calderón1  * 
http://orcid.org/0000-0003-2401-2789

Diego Botero Murillo2 
http://orcid.org/0000-0001-5843-8441

1 Escuela Superior de Guerra "General Rafael Reyes Prieto", Bogotá D.C., Colombiacarlos.alvarez@esdegue.edu.co

2 Escuela Superior de Guerra "General Rafael Reyes Prieto", Bogotá D.C., Colombia dbotero@mintic.gov.co


RESUMEN.

Para comprender el impacto que la actual pandemia tendrá en la seguridad y el bienestar de las naciones, y en la dinámica geopolítica, es necesario comprender la evolución y el impacto de las epidemias y pandemias en la historia. Esta es la primera entrega de dos artículos que buscan dar cuenta de cómo las enfermedades infecciosas han afectado y pueden llegar a afectar la estabilidad y prosperidad de las naciones. El propósito de este artículo es determinar el impacto de las epidemias y pandemias como factor decisivo en los acontecimientos políticos, económicos y militares desde la Antigüedad hasta el siglo XX. Para ello se estudia el impacto de las enfermedades infecciosas en la historia, y luego se analiza su interacción con las guerras para estimar su potencial como factor de crisis y de inestabilidad.

PALABRAS CLAVE: enfermedad transmisible; epidemia; guerra; historia; pandemia; seguridad

ABSTRACT.

Understanding the evolution and impact of epidemics and pandemics in history is essential to understand the future impact of the current pandemic on the security and well-being of nations and geopolitical dynamics. This work is the first of two articles that seek to account for how infectious diseases have affected and may affect the stability and prosperity of nations. The purpose of this article is to establish the impact of epidemics and pandemics as a decisive factor in political, economic, and military events from Antiquity to the 20th century. To this end, the impact of infectious diseases in history is studied. Then, their interaction with wars is analyzed to estimate their potential as a factor of crisis and instability.

KEYWORDS: epidemic; history; pandemic; security; transmissible disease; war

Introducción

Para comprender el impacto que la actual pandemia tendrá en la seguridad de las naciones, en el bienestar de las sociedades y, en general, en la distribución del poder en el sistema internacional, resulta necesario comprender la evolución de las epidemias y pandemias en la historia de la humanidad1. En efecto, una variedad de epidemias y pandemias han logrado generar impactos manifiestos en diversos acontecimientos que han cambiado el curso de la historia. La historiografía occidental y la historia militar han dado cuenta de ello; académicos como McNeill (1978) han considerado las enfermedades infecciosas como "uno de los parámetros fundamentales y determinantes de la sociedad humana" (p. 2, traducción propia), mientras que otros afirman que las epidemias y otras catástrofes naturales se han constituido en "agentes externos de cambio que dan forma a la historia y la cultura" (Robertson, 2010, p. 15, traducción propia).

Algunos historiadores incluso sugieren que las enfermedades epidémicas infecciosas habrían sido una crucial variable para explicar los cambios cíclicos de la Edad del Bronce, incluido el colapso del Imperio hitita, así como para explicar la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, el final de la hegemonía cartaginesa en el Mediterráneo, el ascenso y descenso del Imperio romano, el final del Imperio bizantino, la época del oscurantismo en la Edad Media, la transición a la Edad Moderna, entre otros. Por lo tanto, esta es la primera entrega de dos artículos que buscan dar cuenta de cómo las enfermedades infecciosas han afectado y pueden llegar a afectar la estabilidad y prosperidad de los Estados. Concretamente, este artículo tiene como propósito determinar si las enfermedades epidemiológicas fueron un factor causal contribuyente y significativo en los principales sucesos políticos, económicos y militares desde la Antigüedad hasta el siglo XX. Para ello, primero se realiza una breve revisión histórica de las pandemias y su impacto social, económico y político hasta el siglo XIX, y luego se analiza cómo las epidemias y pandemias han moldeado los conflictos militares hasta el siglo XX.

Impacto de las enfermedades infecciosas hasta el siglo XIX

Existen muchos ejemplos históricos de cómo las epidemias y pandemias han destruido sociedades y han alterado abruptamente el destino de las civilizaciones. Existe evidencia escrita de enfermedades epidémicas que pueden rastrearse hasta el 2700 a. C. Entre los desastres mencionados en la epopeya babilónica de Gilgamesh, además del diluvio universal, está la frecuente visita del "dios de la pestilencia"; y en China, algunos escritos que datan del siglo XIII a. C. muestran familiaridad con las enfermedades epidémicas infecciosas. Según Norrie (2016), las enfermedades infecciosas jugaron un papel significativo en la desaparición del Imperio hitita y en el debilitamiento del Imperio asirio. Y si bien los textos bíblicos de los hebreos fueron escritos con posterioridad, conservan tradiciones orales que se remontan aproximadamente a la misma época; por lo tanto, bien puede haber una base histórica para las plagas de Egipto descritas en el libro del Éxodo y también se puede citar una epidemia que sufrieron los palestinos como castigo por su incautación del arca. Asimismo, la pestilencia que castigó el pecado de David mató a 70 000 del millón de hombres sanos de Israel y Judá; y la epidemia que cobró la vida de 185 000 asirios obligó al rey Senaquerib a retirarse de Judá sin capturar Jerusalén. Según McNeill (1978), tales pasajes dan cuenta de que, entre el 1000 y 500 a. C., los pueblos del antiguo Medio Oriente estaban bastante familiarizados con los brotes repentinos de enfermedades infecciosas, que usualmente interpretaban como actos de Dios.

Tucídides (1989) registró quizás el primer relato de un contagio epidémico en Occidente, al detallar el horror de la "peste de Atenas" entre el 430 y 426 a. C. Traída a Grecia probablemente por marineros del norte de África, esta enfermedad infecciosa contribuyó a la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso; al finalizar el primer año de la guerra, en palabras de Tucídides (1989):

Los cuerpos de los moribundos se apilaban uno encima del otro y se podía ver a las criaturas medio muertas tambaleándose en las calles o reuniéndose alrededor de las fuentes en su deseo de agua. Porque la catástrofe fue tan abrumadora que los hombres, sin saber lo que les sucedería a continuación, se volvieron indiferentes a cualquier regla de religión o ley. Atenas debió a la plaga el comienzo de un estado de anarquía sin precedentes. (p. 162)

Al finalizar en el 426 a. C., esta peste había logrado reducir en más de un tercio la población de Atenas, cobrándose incluso la vida de Pericles, el gran político y estratega ateniense. Las consecuencias de la peste se expresarían en los años subsiguientes, tanto en la cultura como en la imaginación ateniense. Según Mitchell-Boyask (2008), la plaga ingresó al discurso ateniense casi de inmediato tras su finalización, a través de una serie de textos y de su relación con un importante proyecto de construcción en la ladera sur de la Acrópolis: el Asklepieion ateniense, junto al Teatro de Dionisio, donde los atenienses vieron representaciones de dramas que abordaron la plaga y sus secuelas.

Es posible que la peste de Atenas fuese causada por la viruela (aunque otros lo atribuyen a la fiebre tifoidea); desde entonces, y hasta su erradicación en 1980, esta enfermedad infecciosa logró matar a cientos de millones de personas. La descripción más temprana y clara de la viruela proviene de un alquimista chino del siglo IV llamado Ho Kung, aunque la descripción más extendida de la enfermedad, que influyó en la atención clínica ofrecida en el siglo XVII, emana del Tratado sobre la viruela y el sarampión, escrito en el siglo X por Rhazes, un médico persa con sede en Bagdad (actual Irak).

Por otro lado, en gran parte del norte de la India, especialmente entre los siglos XVIII y XIX, la viruela se consideraba una presencia divina (Shitalá era la diosa hindú de la viruela) y no una enfermedad. Por ello, durante las jornadas de vacunación contra la viruela que realizó la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la década de 1970, muchos hinduistas rechazaban la vacuna porque consideraban que esta enfermedad mortal era una bendición. Asimismo, en África occidental, la nación yoruba tenía como una de sus deidades a la viruela, y en Japón, los ainus consideraban a la viruela como un dios que trascendía el límite entre los reinos terrenales y celestiales, convirtiendo a las personas en fantasmas (Kiple, 1997). Por lo tanto, no es de extrañar que una enfermedad que causó tales estragos hubiera ocupado un lugar poderoso en la psique de todas estas culturas.

Incluso en tiempos de la Grecia clásica, los antiguos griegos pensaron en la enfermedad como un mal de origen espiritual, es decir, un castigo de los dioses; en consecuencia, los médicos eran en parte sacerdotes y magos, y entre sus funciones estaba molificar las divinidades irascibles con oraciones, hechizos y sacrificios. No obstante, Hipócrates, el padre de la medicina occidental, argumentó que las causas de las enfermedades eran físicas e introdujo, junto a sus discípulos, un sistema para clasificar las enfermedades, por lo que fue responsable de las nociones de diagnóstico y tratamiento. Para él, una epidemia eran todos los síntomas experimentados en un lugar determinado durante el periodo de tiempo en que su población estaba presa de la enfermedad (Spinney, 2017).

En la Antigüedad, tras la "peste de Atenas" vendrían otras epidemias relevantes, como la plaga de "Orosius" en el 125 d. C., que mató a 800 000 personas en Nubia y 200 000 más en Utica. Así mismo, ocurrió la "plaga Antonina", probablemente un brote de tifus que se extendió por gran parte del Imperio romano entre el 169 y 194 d. C., y en el que murió el emperador Marco Aurelio. De igual modo, una epidemia de sarampión devastó nuevamente al Imperio entre el 250 y 270 d. C., matando a 5000 romanos por día en su pico de máxima virulencia (Bray, 1996).

Pero esos horrores quedaron eclipsados por la llegada de la peste bubónica en el verano del 541, que, junto con los pueblos "bárbaros" liderados por Odoacro, acabarían con el Imperio romano. Esta enfermedad infecciosa haría su aparición en la ciudad portuaria de Pelusium, ubicada en el borde oriental del delta del Nilo; como su origen se daba en los dominios del Imperio bizantino y durante el reinado del emperador Justiniano, los bizantinos se refirieron a este brote como la "plaga de Justiniano". De acuerdo con Little (2007), esta plaga se extendió rápidamente hacia el este a lo largo de la costa egipcia hasta Gaza y hacia el oeste hasta Alejandría; y en la primavera del 542 ya había alcanzado la capital del Imperio bizantino, Constantinopla. En resumen, ninguna región a lo largo de la cuenca del Mediterráneo logró escapar a esta enfermedad infecciosa: Siria, Anatolia, Grecia, Italia, Galia, Iberia y el norte de África fueron afectadas, y territorios al interior, tan al este como Persia o tan al norte como las islas británicas, terminaron siendo infectados.

La "plaga de Justiniano" permaneció virulenta durante poco más de dos siglos, entre el 541 y el 750, y no hubo una década en el transcurso de esos dos siglos en que no infligiera daño en algún lugar de Asia, África o Europa. Según McNeill (1978), este brote incontrolable de yersiniaspestis se cobró las vidas del 40 % de la población de la ciudad de Constantinopla (aproximadamente 200 000 habitantes) y exterminó quizás a una cuarta parte de la población europea al sur de los Alpes en el 544; cuando finalmente terminó, más de 25 millones de personas habían perecido (Figura 1). La plaga afectó los planes de Justiniano de restaurar el Imperio romano y permitió diversas invasiones de pueblos bárbaros, que eventualmente conformarían nuevos reinos y Estados. Estas invasiones fueron posibles gracias a la considerable reducción de la población bizantina y la consecuente disminución de la base impositiva, pues esto limitó la capacidad del Imperio bizantino de recaudar los recursos necesarios para financiar la defensa del Estado (Rosen, 2007). Por consiguiente, los largos años de epidemias, ataques bárbaros y revoluciones sociales debilitaron los efectivos militares y financieros tanto del Imperio bizantino como del Imperio persa, y facilitaron la conquista de estos territorios por parte de los ejércitos árabes. Por ende, tanto por sus dimensiones como por su alcance geográfico, la "plaga de Justiniano" puede ser considerada la primera pandemia de la historia.

Fuente: Elaboración propia

Figura 1 Principales epidemias y pandemias en la historia.  

La segunda pandemia, conocida como la "peste negra", estalló en Asia Central en la década de 1330, se trasladó a través de la Ruta de la Seda en el 1347 a Constantinopla y de allí a los puertos de todo el Mediterráneo. Luego se extendería por toda la península arábiga y Europa, incluso hasta llegar a Escandinavia. Transmitida por las pulgas de las ratas, la peste bubónica y su prima altamente infecciosa, la neumonía, iban a ser amenazas recurrentes de la Edad Media. El contagio era fácil por la convergencia que se suscitaba en graneros, molinos y casas entre las ratas y los seres humanos, es decir, en lugares en donde se almacenaba o se transformaba el grano del que se alimentan estos roedores; además, las ratas circulaban por los mismos caminos y se trasladaban por los mismos medios en el que se movilizaban las personas, como los barcos. La bacteria rondaba los hogares durante un periodo de entre 16 y 23 días antes de que se manifestaran los primeros síntomas de la enfermedad; y transcurrían entre 3 y 5 días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal vez una semana más hasta que la población no adquiría plena conciencia del problema en toda su dimensión. Según Bray (1996), la enfermedad se manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación de alguno de los nódulos del sistema linfático, acompañada de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los enfermos escalofríos, rampas y delirio.

La forma más corriente de la enfermedad era la peste bubónica primaria2, pero había otras variantes, como la peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre, manifestándose en forma de visibles manchas oscuras en la piel (de ahí el nombre de peste negra). También estaba la peste neumónica, que afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante, lo que daba lugar al contagio a través del aire (Kiple, 1993). Pero independientemente de la variante, las pestes septicémica y neumónica no dejaban supervivientes, y a pesar de que existían otras enfermedades que azotaban constantemente a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión y la lepra, la peste negra redujo la población del continente europeo en un 45 % (Figura 2), al igual que un tercio de los habitantes del mundo islámico (Slack, 2012).

Fuente: Elaboración propia

Figura 2 Contagio vs. mortalidad en los virus de la historia.  

Además de marcar una calamidad humana casi inconcebible3, la "peste negra" colaboró a un cambio radical en la civilización occidental, ya que aceleró el colapso del sistema de Estados feudales, el declive del poder político de la Iglesia y el surgimiento de la tecnología centralizada, mercantilista y expansiva del Estado westfaliano. Sin embargo, un exterminio mucho mayor se produciría cuando los Estados absolutistas europeos se dispusieron a descubrir el Nuevo Mundo. Separados durante mucho tiempo de la reserva de gérmenes de Eurasia, los indígenas americanos estaban indefensos contra los "micro-soldados" que trajeron consigo los conquistadores.

Si bien la conquista de América se ha atribuido a una variedad de ventajas por parte de los europeos, incluida su posesión de armas y materiales más avanzados, su uso de caballos y su utilización efectiva de aliados nativos descontentos con el orden político prevaleciente en América antes de la llegada de los imperios coloniales, posiblemente el factor más importante que amplió el desequilibrio militar entre indígenas y europeos fueron las enfermedades infecciosas introducidas involuntariamente por los conquistadores. Es decir, sin las pestilencias, los europeos no habrían podido despoblar, conquistar y establecerse en los patrones y escala de tiempo en que lo hicieron, por lo que "la conquista del Nuevo Mundo por parte de Europa se realizó más en la espalda de los virus y las bacterias, que en el lomo de los caballos" (Petriello, 2015, p. 12; traducción propia).

Por muy devastadores que hubiesen sido la plaga de Justiniano o la peste negra en sus respectivos momentos históricos, esta calamidad nacida de la era de los descubrimientos es, probablemente, el peor desastre epidemiológico de la historia4. Según Diamond (2006), "en toda América, las enfermedades introducidas con los europeos se propagaron de una tribu a otra mucho antes que entre los propios europeos, causando la muerte de aproximadamente el 95 % de la población indígena americana precolombina" (p. 90). A la llegada de Cristóbal Colón al Caribe, la población local de los taínos se redujo de 500 000 personas en 1492 a prácticamente cero en 1535 (McMillen, 2016). Por su parte, el conquistador Hernán Cortés desembarcó en México en 1519, y un año después de su llegada la mitad de los aztecas había muerto de viruela, incluyendo al emperador azteca Cuitláhuac. Como lo señalan Farther y Hine (2000), los mexicas no tenían palabras para una enfermedad que nunca habían visto antes, pero una descripción de 1520 en el Códice Florentino deja claro que fue la viruela la que diezmó la capital azteca de Tenochtitlán y facilitó la conquista de Cortés de aquel imperio. De acuerdo con Harrison (2004), las epidemias debilitaron gravemente la resistencia militar de los aztecas, y cuando Cortés puso asedio a la capital azteca de Tenochtitlán en 1521, la ciudad ya había perdido alrededor de 100 000 de sus habitantes por la viruela y otras enfermedades; y muchos más murieron de la enfermedad durante el asedio, que duró 75 días. En definitiva, el sarampión, la influenza y el tifus conspiraron con la viruela para reducir la población prehispánica del Imperio azteca de 20 millones a tan solo 1,6 millones de personas 100 años después de la llegada de Cortés.

De acuerdo con Aberth (2000), la viruela traída por los españoles también jugó un papel similar en la conquista del Imperio inca por parte de Francisco Pizarro, quien, a pesar de contar con solo 160 hombres (las fuerzas del emperador Atahualpa superaban a las de Pizarro en una relación de 300 a 1), logró la rápida disolución de uno de los imperios más extensos del mundo en ese momento. Pero el éxito de los españoles en la conquista de los incas había iniciado cinco años antes del desembarco de Pizarro en Ecuador en 1532. En efecto, cuando en 1527 el emperador Huayna Capac comenzó a escuchar informes de que un grupo extranjero había llegado al extremo norte de su imperio, se trasladó con su ejército a lo que hoy es el departamento de Nariño; y a pesar de que el emperador no encontró españoles cuando arribó al ahora sur de Colombia, al regresar a Cuzco él y sus tropas trajeron consigo la viruela.

En consecuencia, Huayna Capac, su heredero Ninan Cuyochi y más de 100 000 incas habían muerto para finales de 1527. Y sin una línea de sucesión clara para el trono, la guerra civil estalló de 1529 a 1532 entre los príncipes Huascar y Atahualpa, los hijos restantes de Huayna Capac. Al final del conflicto se impuso el príncipe Atahualpa y su ejército, pero más del 5 % de la población había muerto y los campos del imperio estaban arruinados (Petriello, 2015). Adicionalmente, en un orden social en el que se cuestionaban las lealtades, y primaba la desconfianza y la división entre los incas como consecuencia de la guerra civil, Pizarro y sus tropas aprovecharon las divisiones internas para hacerse con aliados nativos y explotar las debilidades del gobierno en Cuzco. Este episodio de la historia es otro ejemplo más de cómo una epidemia que había precedido la llegada de los conquistadores se convirtió en el fermento para la destrucción de otro imperio prehispánico.

No obstante, este choque de civilizaciones que desencadenó el descubrimiento y la conquista de América también afectó a los europeos, ya que la fiebre amarilla y el paludismo transmitidos por mosquitos (las únicas enfermedades tan antiguas como la humanidad misma) obstaculizaron el asentamiento temprano del Imperio español en algunas partes de América Central y el norte de Suramérica5. En efecto, luego de que Alonso de Ojeda tocase tierra en el Cabo de la Vela en 1499, y después de una serie de primeras expediciones llevadas a cabo por Pedro de Heredia en 1533, la tardía conquista española del territorio colombiano solo comenzaría de facto con las incursiones de Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar, Nicolás de Federmán y Jorge Robledo, desde las zonas costeras hacia el centro del país, entre 1536 y 1541 (Álvarez, 2017).

Cuando los conquistadores españoles arribaron al Caribe colombiano, se enfrentaron a condiciones adversas de clima malsano, mosquitos y tribus indígenas altamente belicosas, pero especialmente a epidemias tropicales (Álvarez, Moreno et al., 2017). Por consiguiente, y ante el interés por encontrar oro en grandes cantidades y tomar distancia de territorios que dificultasen el asentamiento humano y la actividad agrícola, Jiménez de Quesada decidió ascender por el río Magdalena hasta la sabana cundiboyacense, donde encontraría un clima con una temperatura promedio que se asemejaba al otoño madrileño. De los 800 españoles que, al mando de Quesada, ingresaron por el río Magdalena en la costa Caribe colombiana en 1537, solo 170 lograron sobrevivir la travesía, arribando a las proximidades de la actual ciudad de Bogotá en 1538; y fueron más las muertes por paludismo y malaria, y no las flechas indígenas, las que diezmaron considerablemente la tropa de Quesada (Álvarez, 2017).

De igual modo, cabe señalar que la dificultad de finalizar la construcción del Canal de Panamá tuvo tanto que ver con controlar la fiebre amarilla como con los desafíos de la ingeniería; si no hubiese sido así, posiblemente Francia, y no los Estados Unidos, habría logrado la proeza de unir los océanos Atlántico y Pacífico. Incluso en la segunda década del siglo XVI, los intentos españoles de establecer asentamientos permanentes en el istmo de Panamá fueron obstaculizados por el espectro de las enfermedades infecciosas; en 1514, más de 700 colonos en el Darién sucumbieron a la malaria y a la fiebre amarilla, lo que eventualmente llevó al derrocamiento de Pedro Arias de Ávila, gobernador de la provincia de Castilla de Oro6, a favor del explorador Vasco Núñez de Balboa.

Asimismo, y como lo argumenta Harrison (2004), el infame comercio de 10 millones de esclavos a través del Atlántico entre 1527 y 18707, trasladó también al trópico americano enfermedades endémicas de África, como la fiebre amarilla (Figura 3). Otras epidemias, como la sífilis, que posiblemente se originó en el nuevo mundo, o el cólera, que partió de la India para matar a millones de personas en todo el mundo a principios del siglo XIX, recuerdan que la globalización también colaboró para que las enfermedades infecciosas locales alcanzaran, a partir de la "era de los descubrimientos", el estatus de pandemias (Álvarez & Zambrano, 2017).

Fuente: Adaptado de Canali (2020)

Figura 3 Fiebre amarilla, zika, dengue, Powassan.  

Antes de mediados del siglo XVII, la viruela no había sido un asesino especialmente virulento en Europa, y era una enfermedad endémica de bajo nivel que rara vez se describía como peligrosa en textos médicos europeos; en ciudades como Londres, pocos morían de la viruela a finales del siglo XVI. Empero, para el siglo XVIII, y por razones aún no tan claras, la viruela ya se había convertido en el principal asesino del continente europeo; por ejemplo, para 1762, la viruela reclamó la vida de 3500 personas y fue responsable del 20 % de la mortalidad de Londres (Kiple, 1997). Pero sería la inoculación y la posterior vacunación las que permitirían superar la mortalidad de la viruela. La inoculación implicaba introducir una pequeña cantidad de la enfermedad en un corte para inducir una reacción de bajo nivel. Si todo salía bien, el paciente experimentaba una forma leve de viruela y se volvía inmune de por vida, al igual que cualquiera que hubiese contraído la enfermedad y logrado sobrevivir.

Si bien este procedimiento se había practicado mucho antes en África, India y China, solo se haría común en Europa a mediados del siglo XVIII8. Sin embargo, al principio hubo una amplia oposición por la preocupación de que infectar a las personas con viruela era peligroso, e incluso interfería con el concepto cristiano del "destino". Pero la mayoría de las objeciones se ahogarían rápidamente con el hecho de que la inoculación salvaba vidas al aumentar el número de inmunes a la enfermedad. Por ende, a finales del siglo XVIII, esta práctica ya se había establecido en gran parte de Europa y América. Las mejoras en el método, combinadas con la inoculación de pueblos y ciudades enteras, tuvieron un efecto creciente en la salud pública durante la última mitad del siglo XVIII. Y la inoculación cambió la forma en que las personas veían la viruela, al convertirla en una enfermedad susceptible de ser derrotada; además, esto terminó por allanar el camino para uno de los avances más importantes en la historia médica: la vacunación.

El término vacuna proviene de Edward Jenner, quien llamó a la viruela vacuna como variolae vaccinae o "viruela de la vaca". Cuando Jenner evitó la viruela en un joven inglés en 1796 al inocularlo con una pequeña cantidad de viruela vacuna, señaló el principio del fin de la viruela. La vacunación con viruela atenuada se reconocería casi de inmediato como un método superior a la inoculación con viruela, ya que no había riesgo de contraer viruela y, por ende, riesgo de propagarla. En consecuencia, 100 000 ingleses habían sido vacunados para el año de 1800, y millones más lo serían durante las siguientes dos décadas en América, Medio Oriente y Asia. Pero el proceso de vacunación frente a la viruela no estuvo exento de reticencias, como ocurre en la actualidad con algunos segmentos de la población respecto a las vacunas para el COVID-19. Por ejemplo, inicialmente, la vacunación tuvo una recepción escéptica, incluso hostil, en un país como Japón, que hasta hacía poco había estado "aislado" del mundo. Sin embargo, quienes importaron vacunas en la era Meiji estaban a la vanguardia de la apertura de Japón a Occidente, por lo que la vacuna terminaría convirtiéndose en un conducto principal hacia la modernidad. Así, el shogunato Tokugawa intentó una campaña de vacunación patrocinada por el Estado para ayudar a que los ainus fueran menos "primitivos" y más japoneses; las antiguas creencias ainus sobre el curado de la viruela ya no podían sostenerse frente a la efectividad de la vacunación, de modo que todo un sistema de creencias se volvería ineficaz frente a este nuevo y efectivo procedimiento.

Pero a pesar del éxito temprano de la vacunación, las epidemias de viruela todavía se presentaban en ocasiones, ya que, una vez que la vacuna había reducido la viruela a niveles tan bajos, nadie sabía, al menos en un comienzo, que la vacunación no necesariamente confería inmunidad de por vida. Entre 1836 y 1839, 30 000 personas murieron de viruela en Inglaterra, y la pandemia de 1870 a 1875, provocada por la guerra franco-prusiana, mató a unas 500 000 personas, aunque fue la última aparición importante de viruela en el continente europeo (McMillen, 2016). Gracias a la vacunación, así como al reemplazo gradual de la viruela mayor por la viruela menor, menos contagiosa y severa, a mediados del siglo XX la viruela había cesado de ser un problema importante en gran parte del mundo desarrollado (Figura 4).

Fuente: Elaboración propia

Figura 4 Contagio vs. mortalidad luego de la invención de las vacunas.  

Guerras y plagas: dos jinetes del apocalipsis

De los cuatro temibles jinetes del Apocalipsis bíblico, la "guerra" y la "pestilencia" han procurado cabalgar juntos, ya que la historia está llena de ejemplos de fuerzas invasoras que llevan consigo enfermedades infecciosas a poblaciones vírgenes, así como fuerzas militares que, en el transcurso de las hostilidades, se vieron afectadas por epidemias bacterianas o epidemias virales. Las infecciones bacterianas han sido un problema común para las fuerzas militares, especialmente cuando son reubicadas en nuevos entornos con bacterias desconocidas. Según Seaman (2018), la ausencia de una epidemia bacteriana durante una guerra en particular es un indicador de que las bacterias presentes no fueron dañinas, bien porque el personal militar acumuló resistencia a las bacterias o porque los parámetros necesarios para la propagación no se cumplieron en el medio ambiente. Por su parte, las enfermedades provocadas por virus se tratan de manera distinta a las bacterianas porque no actúan del mismo modo en el organismo al que afectan. Por ejemplo, los antibióticos no son eficaces contra los virus9.

En ocasiones, los impactos a largo plazo de las epidemias en la población y los recursos han hecho que las guerras fuesen difíciles o imposibles de ganar. Por ejemplo, la plaga bubónica introducida en el Imperio hitita por prisioneros de guerra egipcios en el 1322 a. C. marcó el principio del fin de los hititas y de la Edad de Bronce en el 1200 a. C. Asimismo, el historiador griego Heródoto da cuenta de una plaga que interrumpió la invasión persa de Grecia en 480 a. C.

Por su parte, el Imperio cartaginés, que ya controlaba el norte de África y el sur de España en el 405 a. C., intentaba expandirse a la isla de Sicilia; pero en su marcha hacia el puerto marítimo siciliano de Siracusa, el ejército de Cartago se infectó de sarampión y, por consiguiente, tuvo que abandonar la mayoría de sus puestos de avanzada en Sicilia. En 397 a. C., ocurrió otro brote durante un segundo intento de conquistar Siracusa, lo que condujo a la pérdida de la guerra para los cartagineses. Tiempo después, con el control cartaginés de Siracusa, en el marco de la segunda guerra púnica entre Roma y Cartago, soldados romanos y cartagineses sucumbieron a una grave infección de influenza en el 212 a. C. Para evitar la infección, el general romano Marco Claudio Marcelo marchó con su ejército evitando las áreas de tierras bajas infectadas, logrando capturar el puerto de Siracusa. Dicho evento, en donde una enfermedad infecciosa cumplió nuevamente un papel significativo en la guerra, marcó el fin del reinado de Cartago en Sicilia e inició la hegemonía romana del Mediterráneo (Norrie, 2016).

La "plaga antonina" es también un ejemplo de cómo una epidemia afectó tanto a las fuerzas invasoras como a la población en general. En efecto, la guerra entre el Imperio romano y el Imperio de Partia en el siglo II d. C. dio a la enfermedad acceso a una población que carecía de inmunidad y ninguna comprensión de cómo tratarla; y la tasa de mortalidad fue tan alta que terminó por afectar la política y la economía romanas, tanto a nivel doméstico como en su esfera de influencia externa. Como argumenta Thacker (2018), la agresiva epidemia en el interior del ejército y la población romana obstaculizó las habilidades de Roma para atender nuevas hostilidades en la frontera del norte inmediatamente después de las guerras párticas.

Sin embargo, los cronistas de Marco Aurelio lo elogiaron por su éxito en la guerra marcomana (166-180 d. C.), en particular por su capacidad para reunir las tropas necesarias a pesar de la propagación de la enfermedad. Para cumplir con la cuota de efectivos que se necesitaban para la defensa de Roma, Marco Aurelio reclutó y entrenó gladiadores, bandidos y esclavos (como en la segunda guerra púnica), y contrató guerreros germanos como mercenarios. También es posible que la epidemia influyera en la decisión de Marco Aurelio de permitir la entrada al territorio romano de las derrotadas tribus germanas de la frontera, otorgándoles derecho a establecerse dentro de los límites del Imperio con el objetivo de reemplazar a los que habían muerto de guerra o enfermedad. Ello sentó las bases eventualmente para la posterior conquista del Imperio romano de Occidente por los bárbaros.

De manera parecida, una terrible epidemia facilitó la conquista sajona de Gran Bretaña en el 444 d. C. Y durante el conflicto militar anglo-francés entre 1346 y 1450, conocido como la guerra de los Cien Años, la peste negra jugó un papel muy relevante, al menos en los primeros estadios del conflicto. El primer brote de la enfermedad en Francia ocurrió en noviembre de 1347 en Marsella, y para el verano de 1349 ya había arribado a París. Se calcula que el 60 % de la población francesa murió en este brote (Douglas, 2018). Además de estas pérdidas, la monarquía francesa estaba en crisis entonces debido a las derrotas militares a manos de los ingleses. Por otro lado, el impacto de la plaga también fue catastrófico en Inglaterra, donde mató a 2,5 millones de ingleses, lo cual obligó a Eduardo III y Felipe VI a extender la tregua anglo-francesa de la guerra de Cien Años hasta finales de 1349.

La peste negra tuvo un efecto marcado en la sociedad, el comercio y los conflictos europeos después del siglo XV, ya que su impacto demográfico provocó la escasez de mano de obra en todo el continente. De igual manera, el impacto de la plaga en el comercio y la banca cambió la economía y la capacidad de los reyes, nobles y bancos para recaudar fondos para la guerra. Por ejemplo, los ingleses se vieron obligados a contratar mercenarios, lo cual allanó el camino para el surgimiento del soldado profesional en la Inglaterra medieval tardía. En la guerra de los Treinta Años entre 1618 y 1648, las diversas epidemias llevadas por diferentes ejércitos a la desolada Europa Central compitieron con las atrocidades que se cometieron en el conflicto, y diezmaron un tercio de la población de Alemania. En definitiva, la guerra y la plaga ayudaron a concluir la Edad Media y dar forma al mundo moderno.

Las guerras asociadas con el cólera (por ejemplo, la guerra de Crimea entre 1853 y 1856) y la fiebre tifoidea (la guerra hispano-estadounidense en 1898) se asocian usualmente con los conflictos del siglo XIX, momento en el cual se estaba realizando un progreso médico en la identificación de estas bacterias. Pero el cólera y su tratamiento no se identificó claramente hasta después de la guerra de Crimea, y, en el caso de la fiebre tifoidea, las bacterias se descubrieron casi dos décadas antes del estallido de hostilidades entre España y Estados Unidos a fines de la década de 1890 (Seaman, 2018). Sin embargo, antecedentes de cómo la fiebre tifoidea afectó el desarrollo de las operaciones militares pueden rastrearse mucho antes de las guerras de finales del siglo XIX. Transmitido por los piojos, el tifus prospera en entornos de pobre salubridad y hacinamiento, por lo que la asociación de esta enfermedad infecciosa con la práctica militar ha hecho que sea referida comúnmente como "fiebre del campamento" o "General Tifus".

En este sentido, registros tempranos muestran que la enfermedad probablemente estuvo presente en el asedio de Belgrado en 1456. Allí, el ejército húngaro, bajo el mando de John Hunyadi, pudo derrotar al ejército del sultán otomano Mehmed II, quien después de la caída de Constantinopla en 1453 planeaba someter al Reino de Hungría. Es posible que el ejército turco de Mehmed II haya traído consigo el tifus desde Anatolia; y tras el asedio, la plaga descendió en Belgrado poco después de que los musulmanes fueran expulsados, después de haber matado a muchos húngaros, incluido el rey Hunyadi.

Del mismo modo, durante el cerco de la Granada mora en 1489 por parte de los reinos de Castilla y Aragón, los ejércitos cristianos perdieron 17 000 soldados por tifus (más de un tercio de sus fuerzas), frente a los 3000 muertos por acciones del enemigo (Jennings, 2018). Esto creó un problema operacional, en la medida que la doctrina de asedio recomendaba que las fuerzas atacantes superasen en número a los defensores por una proporción de 3 a 1; y gravemente agotados en número por la epidemia, aquellos que no habían muerto por la enfermedad huyeron, con lo cual difundieron el contagio al resto de España. Los españoles fueron eventualmente capaces de reemplazar sus pérdidas y conquistar la ciudad de Granada, pero no pudieron forzar la salida total de los musulmanes de la península Ibérica hasta cuatro años después.

Durante las guerras del Renacimiento (1492-1559), y particularmente en el asedio de la ciudad de Nápoles por los franceses en 1529, casi tres cuartas partes de las fuerzas francesas (de un ejército de 35 000 efectivos) habían perecido por tifus, por lo cual serían eventualmente derrotados por los ejércitos españoles de Carlos V. Pero en 1552, en un intento por someter a los protestantes en Alemania durante el asedio a la ciudad de Metz por Carlos V, el tifus jugó un papel adverso para las tropas españolas. Efectivamente, a pesar de que Carlos V contaba con una fuerza de 220 000 soldados, frente a los 6000 defensores comandados por el duque de Guisa, los españoles se vieron obligados a "vivir" de la tierra, e incapaces de mantener cualquier nivel de higiene en condiciones de asedio, Carlos V perdería a 26 000 hombres por causa de la enfermedad. Como lo señala Jennings (2018), el duque de Guisa, superado en número, hizo un esfuerzo constante durante el asedio para mantener a sus hombres saludables y prevenir el brote de enfermedades; se aseguró de que los hombres fueran alimentados adecuadamente y contrató médicos para supervisar la distribución y garantizar la calidad de las raciones proporcionadas. Se crearon grupos especiales de soldados, llamados pioneros, para barrer las calles de la ciudad, y el agua estaba constantemente bajo guardia y se verificaba para asegurarse de que no fuese envenenada. Finalmente, no se le permitió a nadie comer carne por el peligro que entrañaba adquirir esta enfermedad infecciosa.

Igualmente, el "General Tifus" causó más estragos que el frío y las acciones del enemigo en el ejército de 600 000 soldados napoleónicos durante la campaña militar contra Rusia en 1812. En junio de ese año, cuando el ejército de Napoleón iba en camino a Vilna, alrededor de 5000 soldados se estaban perdiendo al día por causa del tifus y otras enfermedades10, y los soldados caían fuera de formación, incapaces de mantenerse con el ritmo de marcha de la fuerza principal, hasta el punto de que, al arribar a Vilna, Napoleón había perdido casi el 25 % de sus fuerzas (Jennings, 2018). Napoleón finalmente llegó a Moscú con solo 90 000 soldados en capacidad de combatir; pero solo luego de la derrota francesa en la batalla de Tarutino, Napoleón decidió retirarse de Rusia. Para cuando el ejército regreso a Francia, solo 3000 de los 600 000 soldados habían sobrevivido a la larga caminata dentro y fuera de Rusia. La pérdida del ejército francés en Rusia obligó a Napoleón a reclutar y entrenar rápidamente un ejército completamente nuevo, y si bien pudo constituirlo antes de la batalla de Leipzig en 1813, los soldados eran reclutas novatos carentes de la fuerza, la determinación y la capacidad del ejército napoleónico original, que se había perdido por el tifus y el invierno ruso. Debido a esto, Napoleón no pudo igualar los números de la Sexta Coalición, lo que conduciría eventualmente a la caída del Imperio francés.

Ya en el siglo XX, al matar a más de 10 millones de soldados, el tifus fue igualmente decisivo en el frente oriental de la Primera Guerra Mundial entre 1914 y 1918. Por ello, al terminar la Primera Guerra Mundial, en el marco de la Liga de las Naciones, se conformó la Comisión del Tifus, que luego cambiaría su nombre por la Comisión de Epidemias, con el fin de atender los crecientes brotes de tifus, disentería, cólera, viruela e influenza propagados por los soldados desmovilizados. Tan grave era la situación epidemiológica al terminar la guerra, que Lenin dijo en 1919: "o el socialismo derrota al piojo, o el piojo derrotará al socialismo". Fue esta comisión la que dio origen a la Organización de la Salud de la Liga de las Naciones y, tras la Segunda Guerra Mundial, a la OMS en 1948.

Bajo la lógica de una guerra de trincheras, la entonces Gran Guerra proporcionó un caldo de cultivo perfecto para la propagación de múltiples enfermedades, como una pandemia de influenza, conocida como la "gripe española", que, entre marzo de 1918 y mayo de 1919, mató a 50 millones de personas en todo el mundo11, casi cuatro veces más que el total de bajas de la guerra. Barry (2005) señala que la gripe española apareció primero en enero de 1918 en una comunidad civil del condado de Haskell en Kansas (Estados Unidos) y se propagó después a los campos de entrenamiento militar cercanos de Camp Funston, antes de que los despliegues de tropas estadounidenses al extranjero llevaran consigo la epidemia. Las estimaciones dan cuenta de que, tan solo en Estados Unidos, aproximadamente 650 000 personas murieron por causa de esta pandemia en menos de un año (Becker, 2018), y el número de militares estadounidenses que perdieron la vida por la gripe fue casi la misma a la cantidad de soldados estadounidenses fallecidos en el campo de batalla durante la Primera Guerra Mundial.

La "gripe española" no adquirió ese nombre sino hasta que llegó a las costas de España, un país que no estaba en guerra; y si bien para el otoño de 1918 la Primera Guerra Mundial estaba llegando a su fin, la segunda ola mortal de la gripe española que golpeó al frente occidental durante las últimas ocho semanas de la guerra dejó un saldo de 100 000 soldados fallecidos en ambos lados del frente (Becker, 2018). El hacinamiento de campamentos militares y trincheras; el uso de la guerra química, y el hecho de que la mayoría de las tropas no recibieran un adecuado descanso y nutrición12, aunados al mayor despliegue y movilización de tropas que hasta ese momento había conocido la historia, facilitaron que la gripe española terminase por infectar a cientos de millones de personas en todo el mundo para finales de 1919. La influenza se extendía entre las personas en estrecha proximidad, por lo que las condiciones de guerra también afectaron a los civiles, tanto por sus interacciones con los soldados como por el acceso limitado a la atención médica (Arnold, 2018). Por ejemplo, trabajadores chinos de Cantón llevados a trabajar por franceses y británicos detrás de las líneas de batalla durante la Primera Guerra Mundial pudieron haber transferido involuntariamente la pandemia a Francia y, posteriormente, a Inglaterra, Canadá e incluso a los Estados Unidos.

Si bien Colombia no participó con el despliegue de soldados en la Primera Guerra Mundial, la pandemia también terminaría afectando al país, que para el año de 1918 contaba con 5,8 millones de habitantes (Martínez et al., 2007). En Colombia no hay certeza de cómo fue su llegada (Lara, 2020), pero la pandemia llegó a ser nombrada como el "abrazo de Suárez" en alusión a la tardía reacción de la administración de Marco Fidel Suárez (quien incluso perdió a su hijo a causa de la enfermedad) para enfrentarla, ya que la adición presupuestal para resolver el grave deterioro de salud pública solo ingresó al presupuesto nacional el 4 de diciembre de 1918 con la Ley 35, que autorizaba COP 40 000 para atender el embate de la enfermedad. Los colombianos ya habían padecido dos epidemias anteriores de influenza, en 1879 y 1890, que habían causado una mortalidad relativamente baja, lo cual posiblemente impidió comprender la magnitud real de la pandemia en 1918 (para la fecha no existía el Ministerio de Salud). Por su parte, el Congreso de la Republica tramitó la Ley 46 en noviembre de 1918, pionera en higiene y urbanismo, que dictaba medidas sobre salubridad y soluciones a las deficientes condiciones de higiene de los barrios más pobres (Cajas, 2020).

Se calcula que solo en la ciudad de Bogotá, que para la época contaba con 141 000 habitantes, el 80 % de la población enfermó y 1900 personas perecieron; esa tasa de mortalidad aplicada al presente equivaldría a 90 000 víctimas fatales (Semana, s. f.). Luego, cuando la epidemia se trasladó a Boyacá, afectó dos quintas partes de la población de Tunja en menos de 10 días, causando 2700 muertes (Ospina et al., 2009). Entre mayo y diciembre de 1918, la gripe española, acompañada de la fiebre amarilla, había causado la muerte de unos 30 000 colombianos (Credencial Historia, 2016).

Empero, el país se salvó de una tercera ola de la gripe, que reapareció en América del Sur en 1919 y demostró ser más letal que sus versiones anteriores. Según Spinney (2017), países como Colombia o Brasil experimentaron solo una ola de gripe (la del otoño de 1918); pero en Chile una segunda ola golpeó durante la totalidad de 1919, mientras que la tercera ola a principios de 1920, que fue la más letal, azotó a ciudades como Lima, la capital peruana. En Suramérica, la gripe española también logró extenderse a territorios que para la época solo podían ser alcanzados por río y aire, como Iquitos, localizada en la Amazonía peruana. La tasa de mortalidad en Iquitos, que en ese momento era el centro del comercio de caucho amazónico, fue dos veces más alta que en Lima.

En total, el impacto de esta pandemia fue profundo y global, y tuvo un gran impacto en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. Se estima que la mitad del mundo se infectó en 1918, y a diferencia de la gripe estacional, que tiende a matar solo a los ancianos y enfermos, la gripe española mató sin discriminación de edad, posición social o ubicación geográfica. Según Greger (2020), el 99 % del exceso de muertes se produjo entre personas menores de 65 años y la mortalidad alcanzó su punto máximo en el grupo de edad de 20 a 34 años. Incluso, las mujeres menores de 35 años representaron el 70 % de todas las muertes femeninas por la gripe de 1918. Muchos factores que contribuyeron a la gravedad del brote fueron exclusivos de su época, ya que el mundo durante la Gran Guerra estaba más conectado, lo que permitió que el virus se propagara más rápido que nunca, y a la vez la comprensión aún incipiente de cómo funcionaban las enfermedades significaba que las pautas de saneamiento y los métodos de tratamiento estaban rezagados. Empero, también terminó por fortalecer los movimientos independentistas en las antiguas colonias y obligó a los países a formular políticas para la atención médica universal, lo que impulsó a su vez avances en epidemiología, virología y desarrollo de vacunas (Becker, 2018).

El desarrollo de los antibióticos puede considerarse uno de los principales avances médicos para el tratamiento de enfermedades infecciosas en el periodo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. No obstante, y en contravía de la creencia común de que la exposición a los antibióticos se limita a la modernidad, la investigación de académicos como Bassett et al. (1980) ha revelado que, incluso desde tiempos más antiguos, algunas sociedades conocieron de las propiedades de antibióticos naturales. Por ejemplo, las trazas de tetraciclina encontradas en restos de huesos humanos de la antigua Nubia sudanesa, que datan del 350 al 550 d. C., solo pueden explicarse por la exposición deliberada a materiales que contenían tetraciclina en la dieta de estos pueblos antiguos. Otra posibilidad de exposición a los antimicrobianos en la era anterior a los antibióticos fueron los remedios utilizados por la medicina tradicional china, como el potente fármaco antipalúdico qinghaosu (artemisinina), extraído de las plantas de Artemisia, que ha sido utilizado por los herbolarios chinos durante miles de años.

Pero el comienzo de la "era de los antibióticos" se asocia con los nombres de Paul Ehrlich y Alexander Fleming. La idea de Ehrlich de una "bala mágica" que se dirige selectivamente solo a atacar los microbios que causan las enfermedades y no al huésped se basó en la observación de que la anilina y otros tintes sintéticos, que estuvieron disponibles por primera vez en ese momento, podían teñir microbios específicos sin teñir otros. En 1928, Alexander Fleming descubrió la penicilina. Había conocido bien el tratamiento de las infecciones bacterianas por su experiencia como capitán del Cuerpo Médico Británico durante la Primera Guerra Mundial, y fue testigo directo de la falta de medicamentos para tratar las infecciones en la guerra (que causaron aproximadamente un tercio de las muertes militares). Pero a pesar de su importancia histórica, el descubrimiento de la penicilina por Fleming atrajo poca atención en aquel momento, ya que la tecnología y los fondos necesarios para aislar y producir el antibiótico no estaban disponibles para la época (Kiple, 1993).

No obstante, para la Segunda Guerra Mundial, los avances de la tecnología y una economía de guerra allanaron el camino para la producción industrial de penicilina y otros medicamentos, gracias también a las propias lecciones de la Primera Guerra Mundial, que había demostrado que la capacidad de combatir enfermedades e infecciones podría significar la diferencia entre la victoria y la derrota. Debido a que las instalaciones británicas estaban fabricando otros medicamentos necesarios para el esfuerzo bélico en Europa, un total de 21 empresas estadounidenses se unieron y produjeron 2,3 millones de dosis de penicilina como preparación para la invasión de Normandía el Día D. A partir de ese momento, la penicilina rápidamente se hizo conocida como la "droga milagrosa" de la guerra, que curaba enfermedades infecciosas y salvaba millones de vidas.

Pero a pesar de la colaboración internacional y los avances de la investigación médica, las pandemias continuaron emergiendo en la segunda mitad del siglo XX, a menudo en el contexto de guerras regionales (Figura 5). Por ejemplo, durante la guerra de Vietnam, la malaria fue la enfermedad infecciosa más importante que afectó la salud y eficacia de los soldados estadounidenses desplegados en el sudeste asiático, y fue la tercera causa médica más frecuente de hospitalización del personal militar, detrás de enfermedades respiratorias y diarreicas. Según Grant (2018), más de 80 000 casos de malaria fueron diagnosticados en las fuerzas de los Estados Unidos entre 1965 y 1971; sin embargo, la baja tasa de mortalidad, 1,7 fallecidos por cada 1000, reflejó la capacidad del ejército para el diagnóstico y rápido tratamiento de nuevos casos. Es probable que esta capacidad de resiliencia fuese producto de las experiencias de guerras anteriores en el sudeste asiático.

Fuente: Adaptado de Canali (2020)

Figura 5 Malaria, enfermedad de Lyme, fiebre de Lassa, fiebre de Marburgo. 

Por ejemplo, tras la adquisición de la isla de Puerto Rico y el archipiélago de las Filipinas como resultado de la guerra hispano-estadounidense de 1898, las operaciones militares de Estados Unidos contra una insurrección filipina comenzaron casi de inmediato tras la ocupación de Manila. Pero el estallido de la guerra de insurrección filipina fue acompañado por un resurgimiento de la antigua plaga bubónica entre 1899 y 1903, así como por la introducción del cólera desde China. Aunque las Filipinas habían evitado en gran medida el cólera durante brotes anteriores gracias a la fragmentación territorial característica de un archipiélago, que ayudaba a frenar su propagación, la estrategia de contrainsurgencia empleada por el General MacArthur en la insurrección filipina contrarrestó esta protección natural de baja densidad de población, al confinar a decenas de miles de filipinos en campos de concentración para evitar su infiltración por parte de las guerrillas filipinas. Luego, su liberación posterior a la declaración del fin de las hostilidades ayudó a que la epidemia se extendiera a todos los rincones de las Filipinas. En definitiva, la pestilencia atacó en dos olas, la primera que se extiende desde 1902 a 1903 y la segunda, desde mediados de 1903 a 1904. De acuerdo con Petriello (2015), se estima que las tasas de mortalidad fueron de 31 estadounidenses y 108 filipinos por cada 1000 personas. Al final del conflicto, 4200 soldados estadounidenses que sirvieron en la campaña de las Filipinas habían muerto; de hecho, solo en 1900, el 70 % de todas las muertes en el ejército de los Estados Unidos fue a causa de enfermedades.

Por su parte, el sida surgió en medio de la interrupción de las estructuras sociales y los refugiados que huían de las guerras africanas de finales del siglo XX, para convertirse en una pandemia. A 2019, aproximadamente 38 millones de personas tenían VIH y entre 500 000 y 970 000 murieron ese mismo año por enfermedades relacionadas con el sida, 70 % de ellas en África (UNAIDS, 2020). Como lo señala Renfro (2018), la guerra civil de Ruanda y las guerras posteriores del Congo amplificaron la tasa de prevalencia del sida en las áreas afectadas por el conflicto, ya que las violaciones sexuales como arma de guerra en estos conflictos fueron cruciales en la propagación de la enfermedad. Y aunque la pandemia del sida se ha estabilizado en gran parte del mundo, el Congo sigue siendo una región crónicamente inestable, si se toma en consideración que la extracción del coltán sigue alimentando la violencia en ese país (Álvarez & Trujillo, 2020).

Si bien a lo largo de la historia de los conflictos pueden evidenciarse actos de violencia sexual contra las mujeres (Vikman, 2005a), algunas guerras modernas han evidenciado el empleo a gran escala de la violación como un "arma" de guerra (Vikman, 2005b). En efecto, el uso de la violencia sexual se presentó como un fenómeno recurrente en las guerras yugoslavas (1991-2001), en la primera guerra civil liberiana (1989-1996), la guerra civil de Sierra Leona (1991-2002), la guerra civil ruandesa (1990-1993), la primera guerra del Congo (1996-1997), entre otras. Basándose en estadísticas y datos no oficiales, Elbe (2006) estima que entre 200 000 y 500 000 mujeres fueron violadas durante el genocidio de 100 días en Ruanda. Según Obijiofor y Rupiya (2012), durante la guerra civil de Liberia, entre 1999 y 2003, alrededor del 49 % de las mujeres entre 15 y 70 años experimentaron al menos un acto de violencia sexual por parte de un soldado o un miembro de la milicia armada. En Sierra Leona, aproximadamente 64 000 mujeres desplazadas experimentaron violencia sexual relacionada con la guerra entre 1991 y 2001.

Además, como lo afirman Obijiofor y Rupiya (2012), una diferencia notable entre el uso de la violación como arma en las guerras que antecedieron la década de los noventa y las guerras de los últimos treinta años fue la transmisión intencional del VIH a la población femenina del enemigo. Por ello, la compleja interacción entre este virus y los conflictos ha reforzado la dimensión del sida como una amenaza a la "seguridad humana"13, así como una amenaza a la "seguridad nacional"14. Más aún, al tratarse de una pandemia con un alto impacto y cuya propagación se vio exacerbada por la violencia, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a través de la Resolución 1308 del 17 de julio de 2000, reconoció al sida como una amenaza a la "seguridad internacional"15. Cabe mencionar que esta fue la primera resolución sobre una cuestión de salud en la historia del Consejo de Seguridad de la ONU.

Conclusiones

Los argumentos para considerar el sida como un "problema de seguridad" proporcionan un anticipo de las justificaciones más amplias sobre si deben o no considerarse las pandemias del siglo XXI como amenazas a la seguridad del Estado. Según Prins (2004), a pesar de que el sida ha sido visible en la comunidad médica durante cuatro décadas, solo comenzó a considerarse un problema de seguridad en los últimos veinte años. En este orden de ideas, Elbe (2006) considera que, si el sida hubiese sido considerado un asunto de seguridad nacional, quizás habría aumentado la atención internacional frente a este problema y los recursos dirigidos a la atención de la enfermedad y sus víctimas. Sin embargo, algunos escépticos como Maclean (2008) consideran que "etiquetar" el sida como un asunto de seguridad implica el riesgo no solo de estigmatizar la enfermedad, sino también a quienes la padecen; lo que incluso podría llevar eventualmente a anular sus libertades civiles por considerarlos una amenaza.

Empero, es indudable que los efectos de las pandemias en la humanidad estarían a la altura de las grandes guerras del pasado, y una enfermedad infecciosa incontrolada puede ser tan o más destructiva que una bomba, un misil o todo el poder cinético de un ejército. Como se ha mostrado, no hay lugar a dudas de que los virus y las bacterias han hecho ganar y perder guerras, han alterado economías y han decidido el curso de la historia. En el siglo XX, el periodo más sangriento de la historia de la humanidad, murieron entre 100 y 200 millones de personas como resultado de la guerra, un número similar al de los fallecidos por causa del sarampión (The Economist, 2020); en contraste, los 800 millones de personas que murieron por influenza y por viruela superan con creces la letalidad de las guerras del siglo pasado (Figura 6).

Fuente: Elaboración propia

Figura 6 Causas de mortalidad humana en el siglo XX en millones de muertes.  

Por ello, la erradicación coordinada de la viruela mediante un conjunto de campañas de vacunación a nivel mundial puede considerarse como uno de los grandes triunfos del siglo XX. Sin embargo, aunque el avance de la civilización humana ha logrado reducir o eliminar algunas enfermedades infecciosas, también ha creado las condiciones para la irrupción de nuevas epidemias y pandemias en el siglo XXI que amenazan gravemente a la humanidad una vez más, al igual que lo han hecho las enfermedades infecciosas durante miles de años. Así, las enfermedades infecciosas en el siglo XXI implican enormes desafíos, que serán el tema de la segunda entrega de esta investigación, con especial atención a la amenaza que representa el COVID-19 para la seguridad multidimensional de Colombia.

Agradecimientos

Los autores desean agradecer a la Escuela Superior de Guerra "General Rafael Reyes Prieto" por su apoyo en la realización de este artículo.

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1La palabra epidemia proviene del griego epi, que significa "sobre", y demos, que significa "gente". Por su parte, la palabra pandemia proviene del griego pandemos, y significa "sobre todo el pueblo". En general, se considera que una epidemia es un aumento inesperado y generalizado de la incidencia de una enfermedad infecciosa en un momento dado, mientras que una pandemia se considera como una epidemia muy grande (McMillen, 2016).

2El ganglio linfático inflamado recibía el nombre de bubón o carbunco, de donde proviene el término de "peste bubónica".

3Algunas autoridades sugieren que el cuento infantil de "El flautista de Hamelin" recuerda el brote de 1362, que mató principalmente a los niños de la ciudad de Hamelin en Alemania. Y los remanentes culturales de esta catástrofe aún perduran en la actualidad, ya que algunos sugieren que la práctica de saludar a un estornudo con un "¡salud!" surgió en una época en que los resfriados quizás señalaban el inicio de la peste neumónica.

4 Las enfermedades del Viejo Mundo también mataron a aproximadamente el 90 % de los isleños de Oceanía (Harrison, 2004).

5 Igual sucedería en la mayor parte del África subsahariana, en donde la mosca tsetsé, que transmite la "enfermee dad del sueño", impidió la temprana colonización europea del interior del continente africano.

6Castilla de Oro fue el nombre con el que se denominaron, en un principio, los territorios comprendidos entre el golfo de Urabá (en el norte colombiano) y parte de la vertiente caribeña de la actual Nicaragua.

7Ante la devastación de la población indígena por causa de las epidemias, la necesidad de trabajadores esclavos para reemplazar las agotadas poblaciones nativas llevó a la implementación, a partir de 1527, del sistema de esclavitud africana; por consiguiente, podría afirmarse que la maravillosa influencia cultural y racial africana que disfruta en el presente el continente americano tuvo como principal catalizador las epidemias bacterianas y virales.

8En el norte de América, la nación Cherokee había desarrollado para el siglo XIX un baile llamado itohvnv, diseñado para apaciguar a un espíritu maligno llamado Kosvkvskini, el cual se manifestaba en forma de viruela.

9 Las bacterias son organismos unicelulares que se replican de forma autónoma y obtienen sus nutrientes del ambiente en el que viven; en cambio, los virus son hasta 100 veces más pequeños que las bacterias.

10Para agosto de 1812, la disentería afectó a otros 80 000 soldados franceses de la campaña de Rusia. En efecto, los ejércitos del siglo XIX no eran solo presas del tifus; por ejemplo, en el intento de Francia de reconquistar Haití en 1802, la operación militar se derrumbó cuando 3000 de los 25 000 soldados franceses sucumbieron a la fiebre amarilla.

11Cabe señalar que las muertes no fueron solo producto de la influenza, sino también de infecciones secundarias posteriores, como la neumonía. Empero, la pandemia de influenza de 1918 mató a más personas en un solo año que la peste bubónica en un siglo durante la Edad Media, y más personas en 25 semanas que el SIDA en 25 años.

12La gripe golpeó con mayor agresividad a aquellos con mala salud; incluso se ha especulado que las enfermedades de trinchera y los gases químicos debilitaron la salud de las tropas aún más que el agotamiento normal de luchar en una guerra prolongada.

13El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) acuñó el concepto de seguridad humana en 1994, que reconoce la aparición de nuevas amenazas a la seguridad de los individuos y los pueblos, como el hambre, la degradación ambiental y los desastres naturales, las enfermedades, entre otras (Álvarez, Rosanía et al., 2017)

14El concepto de seguridad nacional toma como sujeto preferente de la seguridad al Estado y no al individuo. Por lo tanto, la seguridad nacional buscaría la supervivencia del Estado en un medio hostil en donde las amenazas son generalmente externas y de carácter militar (Álvarez, Rosanía et al., 2017).

15La seguridad internacional se refiere a las medidas que toman los Estados y las organizaciones supranacionales como la ONU para la garantía de la seguridad colectiva de los Estados (Álvarez, Rosanía et al., 2017).

Citación: Álvarez Calderón, C. E., & Botero Murillo, D. (2021). Guerra y pestilencia: impacto de epidemias y pandemias en la historia hasta el siglo XX. Revista Científica General José María Córdova, 19(35), 573-597. http://dx.doi.org/10.21830/19006586.840

Publicado en línea: 1.° de julio de 2021

Declaración de divulgación Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo. El presente artículo hace parte del proyecto de investigación titulado "Desafíos y nuevos escenarios de la seguridad multidimensional en el contexto nacional, regional y hemisférico en el decenio 2015-2025", de la Maestría en Seguridad y Defensa Nacionales de la Escuela Superior de Guerra "General Rafael Reyes Prieto". Este proyecto hace parte del Grupo de Investigación Centro de Gravedad, reconocido y categorizado en A1 por Minciencias, con el código COL0104976.

Financiamiento Los autores no declaran fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

Sobre los autores

Carlos Enrique Álvarez Calderón es politólogo y magíster en relaciones internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana, y magíster en coaching ontológico empresarial de la Universidad San Sebastián (Chile). Becario del Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa William J. Henry. Profesor e investigador principal de la Escuela Superior de Guerra "General Rafael Reyes Prieto". https://orcid.org/0000-0003-2401-2789 - Contacto: carlos.alvarez@esdegue.edu.co

Diego Botero Murillo es abogado de la Universidad La Gran Colombia con espe-cialización en derecho administrativo de la Universidad del Rosario. Candidato a ma-gíster en Seguridad y Defensa Nacionales de la Escuela Superior de Guerra "General Rafael Reyes Prieto". Es asesor del Ministerio de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones. https://orcid.org/0000-0001-5843-8441 - Contacto: dbotero@mintic.gov.co

Recibido: 24 de Enero de 2021; Aprobado: 12 de Mayo de 2021

*CONTACTO: Carlos Enrique Álvarez Calderón carlos.alvarez@esdegue.edu.co

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