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Revista Científica General José María Córdova

Print version ISSN 1900-6586On-line version ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.19 no.35 Bogotá July/Sept. 2021  Epub July 01, 2021

https://doi.org/10.21830/19006586.802 

Dossier

La Guerra del Pacífico (1879-1884) y el uso político de su historia en el siglo XXI

The War of the Pacific (1879-1884) and the political use of its history in the 21st century

Claudio Andrés Tapia Figueroa1  * 
http://orcid.org/0000-0002-6879-9387

1 Universidad Técnica Federico Santa María, Valparaíso, Chile claudio.tapia@usm.cl


RESUMEN.

Transcurridos más de ciento cuarenta años de la Guerra del Pacífico, que enfrentó a Bolivia y Perú contra Chile, aún es posible encontrar en los países vencidos un discurso que apela al sentir nacional y a la reivindicación ante las consecuencias desfavorables de la confrontación, surgido en arengas cada cierto tiempo, e impulsado por intereses políticos y electorales. Este artículo analiza las causas de estos singulares vestigios, pese a tratarse de un conflicto decimonónico convencional como varios otros. Para ello estudia sus causas territoriales y económicas, su desarrollo, sus consecuencias y el origen del discurso sobre la guerra injusta en los países vencidos. Se concluye que esto se debe al uso político de la historia, que implica una visión anacrónica e intentos de reescribir la historia.

PALABRAS CLAVE: Bolivia; Chile; guerra del Pacífico; memoria colectiva; nacionalismo; Perú

ABSTRACT.

More than one hundred and forty years after the War of the Pacific, which pitted Bolivia and Peru against Chile, it is still possible to find a discourse in the defeated countries that appeals to national sentiment and vindication faced with the confrontation's unfavorable consequences. It arises, from time to time, in harangues driven by political and electoral interests. This article analyzes the causes of these singular vestiges, despite the confrontation's conventional nineteenth-century conflict nature. To this end, it examines its territorial and economic causes, its development, its consequences, and the origin of the unjust war discourse in the defeated countries. It concludes that the discourse's source is the political use of history, which implies an anachronistic vision and attempts to rewrite history.

KEYWORDS: Bolivia; Chile; collective memory; nationalism; Peru; War of the Pacific

Introducción

¿Qué diferencia tuvo la Guerra del Pacífico, desarrollada entre 1879 y 1884, con el resto de los conflictos sudamericanos? Esta interrogante es la que motiva el propósito de analizar, desde la mirada de la polemología, uno de los conflictos territoriales que se produjeron en Sudamérica en el último cuarto del siglo XIX, y que, ad portas de cumplir ciento cincuenta años de su desarrollo, sigue teniendo incidencia en los comportamientos políticos y culturales de una parte de la sociedad, especialmente en los países que fueron derrotados en dicha confrontación. Lo llamativo de este fenómeno es que, a diferencia de otros conflictos regionales cuyos impactos territoriales fueron más grandes, pero en los que no se percibe una dinámica de rivalidad en la actualidad, la Guerra del Pacífico sí mantiene hasta el presente un discurso reivindicatorio permanente por los países derrotados en el conflicto.

En cuanto a sus motivaciones, no se encuentran muchas diferencias de la Guerra del Pacífico con los demás conflictos sudamericanos. Si se observa el conflicto de la guerra contra la Triple Alianza (1864-1870), donde el territorio paraguayo fue arrasado por las fuerzas de Argentina, Brasil y Uruguay (Rela, 2012); la guerra del Acre (1903), en la que Bolivia perdió vastos territorios frente a Brasil (Bridikhina, 2015); el conflicto de Leticia entre Perú y Colombia (1932); la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1932-1935), o la guerra entre Ecuador y Perú (1941), donde Perú terminó ocupando más de 150 000 kilómetros cuadrados de territorio en la denominada provincia de El Oro (Tapia, 2008), se puede señalar que uno de los principales intereses que motivan las guerras clásicas ha sido la obtención de territorios. En el caso de la Guerra del Pacífico, el conflicto tiene este misma motivación, si se considera que parte del territorio de Bolivia, la provincia de Antofagasta, terminó siendo ocupado a perpetuidad por el Estado chileno. Lo mismo ocurrió con la provincia de Tarapacá, perteneciente al Estado peruano, que además debió asumir la ocupación de los territorios de Tacna y Arica por más de cuatro décadas, hasta que en 1929 fueron divididos entre ambos países, en un acuerdo en que Perú logró la recuperación de Tacna, pero perdió definitivamente Arica. Así, aunque el factor territorial podría ser un indicador para tratar de comprender la permanencia de la guerra como una resistencia cultural, al compararlo con los demás procesos se presentan diferencias que llevan a suponer que el factor de pérdida de territorio no explica por sí solo el mantenimiento de un efecto negativo en las relaciones entre los involucrados.

Si el componente territorial, por sí mismo, no es el catalizador del mantenimiento en la memoria colectiva de los países derrotados en el conflicto armado, se puede considerar, entonces, otra de las variables tradicionales en los estudios sobre la guerra: los intereses económicos. Así, al interés por el territorio se suma la valoración económica que posee. En el caso del desierto de Atacama, más allá de la población originaria en algunas zonas clave (Sanhueza & Gundermann, 2007), no existió un fuerte interés de las nacientes repúblicas por su ocupación (Arguedas, 1922). Esta situación comenzó a cambiar cuando se descubrió su potencial minero de guano y, luego, las calicheras para la producción de salitre. Ello se debió al esfuerzo de aventureros particulares, especialmente de origen chileno, quienes se adentraron en el desierto de Atacama para buscar la fortuna. Con ello, la ocupación territorial fue sistematizándose en torno a redes de conexión, que implicaban, además, comunicaciones a través del mar. Esto consolidó una conquista de facto, impulsada además por la escasa o inexistente presencia de autoridades o de controles, en este caso de Bolivia, lo que incentivó la instalación de más inmigrantes chilenos ante la expectativa minera, y la conquista fue reforzada todavía más con el aumento de capitales en la zona.

A lo anterior se debe agregar que, culturalmente, la población boliviana, sus ciudades más importantes, el comercio y la explotación de recursos estuvieron históricamente más vinculados al altiplano que a las costas del Pacífico, además de que la conexión entre estos dos espacios, el territorio de Arica, estaba por esos años bajo control de Perú. Tanto es así que, para el inicio de las hostilidades en 1879, Antofagasta, que era el principal puerto de la zona, estaba habitado mayoritariamente por inmigrantes chilenos. Por tanto, cuando las tropas chilenas desembarcaron, lo hicieron bajo la justificación de proteger los intereses de sus connacionales, como recurrentemente lo hacían tropas de otros países en territorios que entrarían en disputa.

Hasta el momento, ni la ocupación territorial ni los intereses económicos descritos diferencian a la Guerra del Pacífico de otros conflictos bélicos que se produjeron en Sudamérica, por lo cual se mantiene la pregunta de cuál es el factor determinante en el proceso de creación de un discurso que ha permanecido por tanto tiempo en la historia de las relaciones vecinales de estos tres países. Para autores como Ascensión Martínez (1994), la resistencia estaría más bien vinculada a las consecuencias de la guerra, es decir, la derrota de los aliados ante Chile, ya que "se creó un trauma colectivo que se manifestó en un sentimiento de angustia e inferioridad, de orgullo herido" (p. 203). Para tratar de comprender si esto constituye un factor determinante en la resistencia a superar el conflicto, se revisan en este artículo algunos aspectos relativos al conflicto como catalizador de esa herida, que aún no está del todo cerrada en los países vencidos.

La Guerra del Pacífico se desató con la ocupación, sin resistencia, de Antofagasta por parte de tropas chilenas el 14 de febrero de 1879; luego de esto, Bolivia declararía la guerra a Chile, el 1.° de marzo. En ese momento, este puerto concentraba a capitales y trabajadores chilenos vinculados con la explotación minera, y había además financistas europeos (Ortega, 1984). Tanto en Perú como en Bolivia, desde los albores del conflicto, surgieron voces que denunciaban que esta guerra había sido planificada desde mucho antes por las autoridades chilenas, y que este país se caracterizaba por consolidar sus intereses a ultranza, a costa de sus vecinos: "Chile había hecho escuela del doble juego y la falacia en sus relaciones internacionales. Su diplomacia artera y sin ética ofrecía siempre en los momentos difíciles el cielo y la tierra para su cumplimiento" (Oblitas, 2001, p. 106). Al mismo tiempo, se denunciaba desde ambos países que la preparación para el conflicto y la guerra misma había sido financiada por capitales británicos (Amayo, 1988). Desde la perspectiva militar, las primeras confrontaciones se desarrollaron hacia el interior de la provincia, en las proximidades de Calama (Kaiser, 2020), donde se produjo la resistencia de un centenar de bolivianos y surgió la figura icónica del comerciante Eduardo Abaroa, como principal defensor de los intereses bolivianos. Abaroa pasó a ser el único héroe militar, pese a ser civil, que obtuvo reconocimiento por su resistencia contra Chile. El historiador boliviano Roberto Querejazu (1979) escribió sobre este sacrificio lo siguiente:

[...] quienes lo mataron, al ver caer su cuerpo, creyeron que abatían su rebeldía, que derribaban su insolencia, que silenciaron su grito de cólera. Se equivocaron. Lo hicieron inmortal, lo colocaron sobre un pedestal desde el cual, con su imagen perpetuada en bronce, iba a alentar a sus compatriotas y a no cejar en sus esfuerzos hasta recuperar una salida al mar. (p. 305)

Paralelamente en Chile, el ministro peruano José Lavalle, quien había sido enviado por su país con la misión de conciliar las partes (Lavalle, 1979), a finales del mes de marzo terminó reconociendo la existencia de un acuerdo con Bolivia que obligaba a Perú a apoyar este país. Esta situación derivó en la declaración de guerra del Estado chileno a ambos países el 5 de abril de 1879. Pese a ello, desde el comienzo del conflicto, el Gobierno chileno trató de buscar un acercamiento con Bolivia (Ibarra, 2018).

Una vez desatadas las hostilidades, uno de los elementos que persisten su discusión en la historia es la preparación para enfrentarla. Para algunos historiadores aliados, Chile estaba preparado y con apoyo británico, lo que justificaría la tesis de que la guerra era parte de un plan de Chile para invadir y apoderarse de las riquezas de los vecinos. Aunque en la actualidad existen trabajos que han derribado esa hipótesis y la consideran un mito (Mellafe, 2015), persiste también el uso de obras clásicas, como las de Mariano Paz Soldán o Jorge Basadre, que persisten en esa visión, lo que ha sido replicado constantemente por otras generaciones de historiadores hasta el presente.

Otro factor clave del conflicto fueron los héroes, partiendo por los navales: Arturo Prat de Chile (Sater, 2005) y Miguel Grau de Perú (De la Puente, 2003), cuyo ejemplo se referencia hasta el presente. Esto se debe a que la guerra marítima fue clave en la primera etapa del conflicto para poder movilizar tropas y pertrechos al teatro de operación, etapa en la que el poder naval chileno fue una herramienta eficaz y determinante en el triunfo bélico (Wilson, 2015). Con el inicio de las campañas terrestres, aparecen nuevos ejemplos de heroicidad de militares chilenos y peruanos que se sacrificaron por la causa nacional: Eleuterio Ramírez y Rafael Torreblanca pasaron a ser conocidos en Chile por su inmolación en las primeras campañas de la guerra, mientras que el peruano Francisco Bolognesi ha sido enaltecido como figura rutilante del ejército y la sociedad civil peruana, al morir luchando tras rechazar la rendición en Arica, en la batalla que terminó con la derrota del ejército peruano del sur, que se sumaba a la retirada de las tropas bolivianas después de la batalla de Tacna unos días antes. Esto, más los problemas internos de los aliados (Donoso, 2019), hizo que el debate político en Chile reafirmara que se habían conquistado los objetivos políticos y estratégicos propuestos al inicio de la guerra, lo que derivó en que validara la idea de finalizar con la contienda. En este sentido, los aliados buscaron el apoyo estadounidense, dados los intereses en apoyar la posición aliada (Sater, 2016). Por su parte, Chile mantuvo firme su parecer ante las presiones, lo que terminó por hacer fracasar la iniciativa de finalizar el conflicto.

Entonces la guerra continuó, ahora con el objetivo de llevarla a la capital peruana para obligar a la rendición, en la denominada campaña de Lima de enero de 1881, donde Chile nuevamente se impuso después de las batallas de Chorrillos y Miraflores. Junto con la derrota militar, surgió una de las principales razones de la animadversión hacia Chile: los saqueos iniciales y otras tropelías que produjeron algunas tropas chilenas luego del combate. Pese a ser una situación pasajera, esto alimentó el imaginario colectivo que califica al chileno como el invasor que arrasó con las ciudades y su gente. A ello se suma la acción institucional de expoliar bienes culturales de Lima. Pero, al mismo tiempo, la administración chilena en esta ciudad desarrolló aportes en infraestructura y ordenamiento (Tapia, 2018), junto con un proceso de sociabilización que partió por otorgarles la libertad a militares que habían participado en la guerra, con el compromiso de no volver a tomar las armas (algo que en muchos casos no se cumplió), además de vínculos afectivos entre soldados y mujeres limeñas (Valle, 2017).

Todo ello se dio en un marco de desmovilización de tropas por Chile, con la creencia de que el conflicto había finalizado. El cumplimiento de dicho objetivo quedó supeditado a negociar un acuerdo de paz, pero la fragmentación del poder en Perú (Guerra, 2013) y la posterior resistencia en la sierra, encabezada por el General Andrés Cáceres, fueron los escollos para ello. Las fuerzas montoneras tuvieron su mayor triunfo con el ataque a la guarnición chilena en Concepción, que significó la muerte de jóvenes soldados -muchos de los cuales serían reemplazo de veteranos-que murieron sin rendirse ante una fuerza peruana mucho mayor1.

Paralelamente, se iniciaban acercamientos de posiciones para alcanzar la paz que se consolidarían tras la derrota de las fuerzas de resistencia en el pueblo de Huamachuco en julio de 1883. Así se llegó a la firma del Tratado de Ancón, que fue avalado por distintos líderes peruanos que deseaban terminar con el proceso traumático de la guerra (Pereyra, 2015). Este tratado instauró que el territorio de Tarapacá se entregaba a perpetuidad a Chile, mientras que Tacna y Arica se mantendrían bajo control chileno por una década, tras lo cual debía realizarse un plebiscito para definir cuál de estos dos países asumiría la pertenencia de dichos territorios (Zapata, 2011). Por su parte, Bolivia, oficialmente aún en guerra aunque sin participación militar, quedaba en una posición compleja frente al acuerdo chileno-peruano, por lo cual firmó al año siguiente un pacto de tregua con Chile. En este pacto, Bolivia se mantenía aferrado a la idea de la recuperación de la salida marítima, que estuvo a punto de lograr en 1895 (Concha, 2011), pero que, tras dilaciones por parte de las autoridades de Chile, se desdibujó en el tiempo, y finalmente debió firmar en 1904 un tratado definitivo. Sin embargo, aún después de firmar el fin de la guerra, no se produjo el retorno a la paz.

Surge, entonces, la pregunta que guía este trabajo de por qué, luego de más de ciento cuarenta años, y en una sociedad que ha avanzado en los procesos de modernización cultural en un escenario de globalización, todavía se apela a mantener en la memoria colectiva un discurso fuertemente nacionalista, al estilo decimonónico, bajo la idea de buscar reivindicaciones por la derrota en la Guerra del Pacífico. Por qué ocurre eso aun cuando este fue uno más de los tantos conflictos sudamericanos del pasado que produjeron como consecuencia la devastación en términos de población, tropas movilizadas, así como la modificación de fronteras territoriales y sus recursos naturales, que aportaron ganancias al país triunfador. Por ello, se postula como hipótesis que, pese a ser esta una confrontación más de los conflictos clásicos motivados por el interés territorial y económico que se produjeron en la región sudamericana, se mantiene vigente hasta el presente porque ha constituido un factor político relevante para los países vencidos en el conflicto. Así, la memoria del conflicto se ha utilizado para obtener réditos políticos a partir de la apelación al sentimiento nacional, al servir como instrumento de la política interna o de campañas electorales, pues se apela a la necesidad de unidad de los miembros del país a través del discurso reivindicatorio de las pérdidas sufridas. De igual forma, este discurso ha buscado a través del tiempo obtener apoyo internacional, bajo la consideración de que la guerra fue injusta y, por tanto, sus secuelas deben ser revertidas. Para mantener ese discurso, se ha empleado estratégicamente la historia nacional como un medio de concatenar culturalmente los intereses en las nuevas generaciones, mediante publicaciones que replican la violencia discursiva, en pos de mantener una memoria colectiva en la que el Estado chileno es responsabilizado por los problemas de cada país.

Marco teórico

Para el especialista que se aboca a los estudios sobre la guerra, no es ajeno comenzar su análisis teniendo siempre presente la perspectiva histórica sobre esta y, por ende, considerar que la guerra es una actividad inherente al ser humano desde los albores de la sociedad, y que esta ha utilizado la violencia como su instrumento, ya que "la vida misma es violencia y esta constituye la urdimbre de la acción humana, individual y colectiva" (Cotarelo, 2016, p. 45). La violencia, entonces, es una herramienta, un mecanismo que permite desplegar una iniciativa que deriva en una acción hostil que responde a distintos intereses. Para Hannah Arendt (2010): "La violencia es, por naturaleza, instrumental; como todos los medios siempre precisa de una guía y una justificación hasta lograr el fin que persigue". Así, se requiere de actores interesados en conseguir sus objetivos y que recurran a discursos, consignas o arengas en las que una de las posibilidades sea el uso de la violencia. Cuando esta llega, se extiende entre la sociedad aumentando la cantidad de actores, de modo que el conflicto escala a su nivel más alto, conocido como la guerra, esto es, una pelea entre dos o más contendores, en este caso entre países. Así:

La guerra, al cabo [es] una manifestación especialmente cruenta de la violencia. La guerra puede ser producto de un frío cálculo racional y planificarse con toda lógica o puede ser (o aparentar ser) un impulso de odio irrefrenable, un estallido de destrucción, movido por la indignación o el revanchismo más incontenibles. En cualquiera de los dos casos, por la razón o por la sinrazón, de lo que se trata en la guerra es de llegar a aquella situación en la que no rige norma alguna de ningún orden y en la que se anulan o suspenden los principios habituales que hacen posibles los ordenamientos civilizados. (Cotarelo, 2016, p. 51)

Se debe reconocer, entonces, que la guerra, en términos históricos, se retrotrae a las primeras comunidades. Así, este trabajo se adscribe en lo propuesto por Nievas (2018): "la guerra es el espacio de la violencia de manera colectiva y organizada entre al menos dos grupos humanos", y quien establece respecto a su alcance lo siguiente: "La guerra fue la actividad catalizadora que transformó (y transforma) las arquitecturas, desarrolló (y desarrolla) la trama urbana, construyó (y construye) los paisajes; en síntesis, organiza el espacio en que vivimos" (Nievas, 2009, p. 27). De esta forma, la violencia entre las comunidades o sociedades bajo el rótulo de guerra se hace presente cuando los intereses se contraponen, en especial frente al uso y goce de espacios geográficos, ya sea por sus características o por las expectativas sobre su potencial explotación, o simplemente por mantener un control del entorno. Para el experto en geopolítica Yves Lacoste (1977), la geografía resulta fundamental en un entorno de guerra porque determina la organización del territorio en disputa en las operaciones militares, pero también por su posterior ocupación por parte del Estado.

No es el objetivo de este trabajo tratar de explicar la evolución de los conflictos a lo largo de la historia, sino concentrarse en analizar un conflicto específico en un entorno geográfico puntual, y que tuvo una duración también acotada, pero cuyo legado se proyectó en el tiempo hasta nuestros días. Sin embargo, sí cabe señalar que, hacia el siglo XIX, el territorio sudamericano transitó desde la situación de dependencia de una metrópoli europea hacia un proceso de emancipación. Para los nacientes Estados, esto implicó tomar conciencia de sus capacidades políticas y económicas para, posteriormente, proyectar una idea de nación en un espacio geográfico determinado que, con el paso del tiempo, comenzó a enfrentar disputas entre los nuevos intereses de estos Estados por obtener algún beneficio de los territorios. De esta forma, se puede entender la dinámica de la vinculación entre los países con la consideración de que: "Las relaciones entre los Estados llevan consigo, por esencia, la alternativa de la guerra o la paz" (Aron, 1963, p. 27), especialmente si se aceptan como premisa teórica los parámetros del realismo político, según los cuales la sociedad es anárquica y los Estados están en constante presión por mantener o alterar el equilibrio de poder entre sí.

Desde esta perspectiva, se puede afirmar que la Guerra del Pacífico correspondió a un proceso de rivalidad entre los tres Estados involucrados en la confrontación, pero que, luego de más de un siglo desde su desenlace, en un escenario internacional plagado de transformaciones políticas nacionales, regionales y mundiales, y con los duros aprendizajes del siglo XX, debería estar completamente superado, especialmente por los sistemáticos intentos de mantener la paz entre los países. La paz es entendida como la no guerra entre Estados, pero también, en un sentido más profundo, apela a la racionalidad del ser humano, especialmente en la actualidad (Sanches & Fernandes, 2020). El problema surge, entonces, cuando el recuerdo de la derrota y sus consecuencias es revivido sistemáticamente, no de forma natural, sino como una estrategia de coacción de la memoria colectiva, asumida como:

Esa reconstrucción de un pasado significativo que se hace desde el presente, tiempo que requiere, en ciertos momentos [...] y en ocasiones se encuentra en el pasado, pero no cualquier pasado sino aquello que ha impactado a una sociedad, como sus gestas, sus hazañas, aquello que se celebra, aquello que ha dolido. (Juárez et al., 2012, p. 14)

En la actualidad, existe una serie de mecanismos mayoritariamente procedentes de los discursos que apelan al mantenimiento de la paz entre los Estados, y que están orientados a las relaciones multilaterales. Estos mecanismos han tomado el lugar que otrora tenían las Fuerzas Armadas de los países como mecanismo fundamental de resolución de conflictos ante intereses contrapuestos. No obstante, se debe señalar que, pese a todos estos avances, aún existe en algunos miembros de las comunidades de estos países una mirada profundamente adversa a someterse a una paz que no satisface sus intereses. Esta mirada se ha ido transmitiendo a través de los años para conformar un discurso reivindicatorio ante las consecuencias de la confrontación armada, mediante el cual mantiene la discusión sobre el comportamiento de vencedores y vencidos en el proceso bélico. Así, términos como responsables, culpables, aprovechadores, salvajes, por una parte; y víctimas, ofendidos, avasallados, por otra, aparecen relacionados con los intentos de racionalizar la idea de la guerra justa o injusta (Ortiz, 2011).

En últimas, el discurso sobre la guerra injusta se sustenta simbólicamente en "los otros, malos" en contra de "nosotros, buenos", que debieron sufrir por los intereses de "los otros" que, a su juicio, habían planeado la guerra mucho antes de su inicio. Y para complementar dicha idea, se amparan en el uso de argumentos que apuntan a la intencionalidad de la guerra, los supuestos aprestos bélicos previos, los apoyos financieros y, especialmente, la culpa en la debacle del resultado (Walzer, 2001). De esta forma, atribuyen al adversario toda la carga emotiva sobre el fracaso en la confrontación, con lo cual surge uno de los componentes del discurso de injusticia que se ha desplegado a través de los años. Así, en determinados momentos de la historia, las alocuciones patrióticas que recurren a este discurso fueron monopolizadas por una parte de la clase política que conduce o aspira a conducir el poder del Estado. El recuerdo de la Guerra del Pacífico como una guerra injusta es en ese caso un mecanismo discursivo y propagandístico destinado a conseguir sintonía con aquellos sectores que se consideran aún afectados por lo que fue el proceso bélico:

Un Estado obtendría así legitimidad al proteger a sus ciudadanos de los posibles depredadores, y la guerra serviría, también, para reforzar o reconstruir la solidaridad de grupo, sobre todo frente a enemigos externos, u obviar las dificultades internas por las que pudiese estar atravesando el régimen o el líder de turno, ya que una función latente de la guerra moderna es la de movilizar un apoyo que flaquea. (Romero, 2008, p. 591)

Y si bien es cierto que desde el fin de las hostilidades no se ha vuelto a desatar la guerra entre los países involucrados, sí ha habido momentos de mayor tensión que han derivado en movilizaciones de tropas a la zona fronteriza de estos países, acompañadas de sendos ejercicios militares para demostrar el poder militar ante una posible agresión que esté "amenazando" los límites del país. Esto ha ido junto con una estrategia comunicacional que insta a defender o a recuperar lo perdido. Más aún, se puede establecer momentos críticos en la historia bilateral en los que la idea del conflicto armado se ha evaluado como una posibilidad no muy lejana.

Se produce, entonces, la paradoja en quienes aún mantienen vivo el sentir ante la guerra, no solo como parte de su pasado, sino como una herida que cada cierto tiempo se abre y revive las tendencias del conflicto clásico (que se supone, ya en el siglo XXI, que estaría obsoleto), mientras que, apelando justamente a la evolución de las relaciones internacionales y en especial al derecho internacional, se acude a organismos jurídicos, como parte del compromiso de mantener la convivencia pacífica entre los países, para alcanzar de esa forma los objetivos reivindicatorios. El problema es que el veredicto de estos organismos tampoco ha dejado satisfechos a los reclamantes, lo que revive internamente en estos países la consideración de que el vencedor sigue imponiéndose frente al vencido. Así, acuden a una retórica alimentada por los intereses de quienes ostentan el poder para persuadir al país y articular un discurso popular en defensa de su causa. Así:

El discurso, sea violento o no, puede producir acción violenta; es un medio capaz de producir violencia en la argumentación, el estilo y la actuación. En el mismo sentido, la argumentación puede ser violenta o no violenta, como la deliberación o la declaración de guerra motivados, pero independientemente de ello, la argumentación puede inducir a la violencia cuando el orador intenta producir emociones de ira, de odio, de miedo y otras semejantes. (Ramírez, 2017, p. 164)

En esta dinámica, la resistencia a superar el pasado se presenta de manera diferenciada para las naciones involucradas en la guerra. En el caso chileno, el tema bélico no está entre las prioridades de la población. Más aún, actualmente es posible apreciar una divergencia de una parte de la sociedad frente al tema bélico, sus actores y sus consecuencias, debido a los efectos culturales de la globalización, el constante aumento de la población urbana y el explosivo cuestionamiento al rol de las Fuerzas Armadas y las figuras militares que participaron en el conflicto. Esto último no es producto de lo que hicieron durante la guerra, sino se debe a que hoy día existe un cuestionamiento a la institucionalidad en el que una parte de la sociedad trata de resignificar la idea del héroe. Así, la población chilena, que está cada vez más en una vorágine de modernidad y concentrada en el centro del país, no percibe el tema territorial como una amenaza inmediata, y menos todavía contempla tener que vincularse a la guerra (Nievas, 2018). El sentir nacional reaparece en rivalidad con los países vecinos solo en momentos excepcionales, supeditado a eventos deportivos, debates de internautas, rivalidades en barrios de inmigrantes, pero también en los momentos en que se han tensionado las relaciones bilaterales por causa de las demandas ante organismos internacionales.

Por su parte, tanto en Perú como en Bolivia, los discursos que apelan a la reivindicación ante Chile se extienden a lo largo de sus territorios, pero de forma especial en las zonas fronterizas, donde existe la dualidad del vínculo y el rechazo al otro, especialmente junto con el refuerzo de una cultura nacionalista (Smith, 2001). Así, las arengas que evocan a los antepasados que fueron avasallados por el invasor encuentran eco en los barrios populares de las ciudades, así como en zonas campesinas e indígenas; arengas como el llamado a "recuperar la cautiva" (refiriéndose a Arica) o a "luchar por la recuperación marítima".

Entre la victimización y el triunfalismo: reivindicaciones e intentos de reescribir la historia

Tal como se ha advertido, la Guerra del Pacífico fue un conflicto clásico interestatal en el que intereses contrapuestos derivaron en la acción armada como estrategia estatal. El interés para Chile en este caso era el control territorial del desierto de Atacama, reivindicado tras el quiebre del cumplimiento del Tratado de Límites con Bolivia de 1874. Por su parte, para Bolivia, los intereses económicos se concentraban en la zona de Antofagasta, principalmente en manos de capitales privados de Chile y otros países. Esto hizo que se desatara el conflicto a partir de medidas tomadas por el Estado boliviano y una empresa privada instalada en su territorio, lo que se aprovechó como justificación por las autoridades chilenas para tomar Antofagasta, con el argumento de proteger a su población en ese territorio, que para esa época sobrepasaba el 90 % (Arguedas, 1922). Por su parte, Perú, que mantenía también una sistemática explotación salitrera, veía con preocupación los avances chilenos, y tras un primer mes dedicado a buscar una salida negociada entre los gobiernos de Chile y Bolivia, terminó reconociendo la existencia de un pacto con Bolivia e involucrándose en la guerra, tanto porque debía hacer valer su compromiso como por la defensa de sus propios intereses en la zona.

La historiografía de la guerra es abundante. Existen más de cinco mil títulos que abordan, desde sus distintas aristas, las acciones militares, los personajes heroicos, los eventos de la guerra, diarios de campaña, relatos, junto con problemas políticos, diplomáticos, efectos en otros países y, más recientemente, aspectos antes ignorados con relación a la sociabilización, actores subalternos, expresiones culturales asociadas al conflicto, narrativas y un largo etcétera2. De tal forma que tratar de abarcar el debate entre los tres países excede las posibilidades de este artículo, más aún cuando el interés es exponer cómo se fue tejiendo a través de los años el discurso reivindicatorio ante la denominada guerra injusta, que marcó y sigue marcando a generaciones, y donde la idea del vencido, sufriente e ignorado, ha permanecido en el discurso popular, pero también en el oficial.

Es necesario aquí distinguir los dos países vencidos, ya que la guerra trajo consecuencias diferentes para ambos. Perú, que entró a la guerra bajo la consigna del apoyo a Bolivia, debió enfrentar consecuencias más complejas en el corto plazo. Sufrió la derrota sistemática de sus tropas, el retiro de sus fuerzas desde Tarapacá, Tacna y Arica, e incluso debió enfrentar la invasión de Lima, su capital, con el saqueo inicial, y luego más de dos años de administración chilena. Estos elementos son los insumos más recordados por la historiografía tradicional, que sistemáticamente ha repetido los avatares de la derrota y la caída de su capital en manos de las hordas mapochinas.

Las consecuencias para Perú se fueron proyectando en el tiempo, ya que, a la pérdida definitiva de Tarapacá, se sumó la ocupación de Tacna y Arica por más de cuatro décadas, que solo se resolvió por medio de la firma del Tratado de Lima de 1929, que cerró, supuestamente, los problemas derivados de la guerra. No obstante, las obras comprometidas en Arica por dicho acuerdo fueron entregadas solo hasta 1999, bajo la afirmación de que ya no había cuestiones pendientes entre ambos países. No obstante, dos años después Perú abrió una nueva etapa de disputa a partir de la demanda por el establecimiento del límite marítimo entre ambos países, que fue definido por la Corte Internacional de Justicia en 2014. Sin embargo, desde esa fecha, han surgido voces relativas al denominado "triángulo terrestre del Hito 1", que sería una nueva fuente de disputa bilateral (Arenas & Rivas, 2017).

Así, el conflicto no ha sido superado en Perú; ha persistido en la memoria colectiva desde los primeros años de posguerra, cuando la derrota militar y la ocupación territorial generó la idea de una "república frustrada", y de Chile como el "enemigo perverso" (Parodi & Chaupis, 2019). Es posible advertir este discurso en el seno de las conferencias panamericanas de inicios del siglo XX, donde congresistas peruanos escribían libros sobre Chile como un opositor a la paz regional. Pocos años después, Augusto Leguía fortaleció el discurso antichileno (Valle, 2020). Y así se llegó al centenario de la guerra, en un contexto en que la dictadura militar nacionalista encabezada por Juan Velasco Alvarado había realizado aprestos bélicos a partir de 1973 (Arenas & Rivas, 2017). Por tanto, el centenario de la guerra trajo para todos los involucrados una avalancha nacionalista, en la que se reimprimieron los textos clásicos sobre la guerra, junto con monografías, documentos, cartas, entre otros textos llenos de pasajes heroicos y alusiones a personajes y actitudes gloriosas en torno al conflicto. En este proceso no se buscaba realizar un análisis, una relectura o una reinterpretación de la guerra, sino solamente desarrollar una apología a la heroicidad, con el fin de proyectar e incrementar en la población el sentimiento nacional y el desprecio al adversario.

A partir de los años noventa, Chile se reinsertó en la comunidad latinoamericana y procedió en busca de cerrar los frentes con los países vecinos. Para ello negoció con el presidente Alberto Fujimori el cumplimiento de los temas pendientes y pactó las Convenciones de Lima de 1993. Pero el 29 de agosto de 1994, en medio de los actos de conmemoración de la recuperación de Tacna, el mismo mandatario peruano anunció, en medio de una alegoría patriótica, que retiraba las convenciones para buscar un mejor acuerdo para su país, es decir, la soberanía de los 1575 metros cuadrados de obras que Chile construyó para el servicio de Perú, según el Tratado de 1929. Para 1999 se dio por zanjado el tema territorial con la firma del Acta definitiva, aunque dos años más tarde se abrió otra pugna, esta vez en relación con la definición de la frontera marítima. Esta disputa fue un insumo para las campañas políticas peruanas, pues el tema apareció como uno de los ejes del proyecto de gobierno.

Paralelamente, políticos y militares peruanos, de forma pública o privada, han dado rienda suelta a su sentir frente a Chile. Ya en el siglo XXI, de la mano de la demanda peruana a Chile por la delimitación marítima, volvieron a reaparecer las declaraciones emotivas marcadas por el antichilenismo. Hacia 2007, el candidato a presidente y exmilitar Ollanta Humala realizaba acciones proselitistas caracterizadas por sus declaraciones contra Chile. Entre las más mediáticas se destaca la marcha hacia la frontera, una acción que incluso fue cuestionada por las propias autoridades peruanas, pero que respondía al potente discurso nacionalista que profesaba en la campaña:

El líder del Partido Nacionalista Peruano, el excomandante Ollanta Humala, encabezará hoy una marcha nacionalista hasta la frontera con Chile para defender la soberanía nacional, si la justicia le autoriza a pernoctar fuera de Lima. La marcha saldrá hoy de la ciudad de Tacna hasta el hito Número Uno, en la frontera peruano-chilena, como parte de las conmemoraciones del inicio de la Guerra del Pacífico (1879-1883), en la que los peruanos y los bolivianos fueron derrotados por Chile. (El País, 2007)

Un año más tarde, la divulgación de un video con las declaraciones del Jefe del Ejército peruano Edwin Donaire volvió a desatar la polémica sobre el discurso antichileno en medio de las discusiones por la demanda de la delimitación marítima y un "eventual conflicto":

Tengan la confianza (de) que nosotros no vamos a dejar pasar en esta situación difícil a nuestros vecinos del país del sur. He dado la consigna (de) que chileno que entra ya no sale, y si sale saldrá en cajón (ataúd). Si no hay suficientes cajones, saldrán en bolsas de plástico. (citado en Ferrari, 2008)

Además del contenido de esta declaración, también fue llamativo que otros miembros de las Fuerzas Armadas peruanas, que regularmente criticaban a Donaire por sus exabruptos comunicacionales, no manifestaran molestia por esta destemplada declaración (Ferrari, 2008). Esta fue una clara demostración de la presencia del "fantasma de la decimonónica Guerra del Pacífico" (Jiménez, 2008). Con la intención de bajar la tensión debido a la difusión de este discurso, hubo conversaciones telefónicas entre el General Donaire y su par chileno Ricardo Izurieta Ferrer, a las que se sumaron las del propio presidente García con su par chilena Michelle Bachelet. Pese a ello, el tema continuó presente en el debate público, más aún tras el rechazo del Gobierno peruano a la posibilidad de destituir al General por las declaraciones emitidas. Para 2011, sería nuevamente Ollanta Humala quien ondearía la bandera nacionalista en su campaña presidencial, con un discurso en que exigía que Chile pidiera perdón por sus acciones del pasado, empezando por la Guerra del Pacífico (Cooperativa.cl, 2011).

Por otra parte, independientemente de su tendencia, el discurso político ha apelado al sentir de la población en la defensa de los intereses nacionales, ya sea en el tema marítimo o ante una nueva "invasión chilena a Perú", esta vez por parte de sus capitales financieros. Hacia 2009, el mismo Donaire señalaba que las acciones de integración económica con Chile, en el marco de las negociaciones comerciales, eran una amenaza a su país (La Tercera, 2009). Más recientemente se ha sumado la pugna por la paternidad del pisco, cuyo debate ha sido trasladado desde el ámbito comercial a la pugna simbólica, pese a los intentos académicos de encauzar el debate. (Lacoste, 2019). Así, hoy por hoy, se puede apreciar el eslogan de campaña "deschilenizar económicamente al país", u otras más simbólicas como la "recuperación" del Montor Huáscar (El Comercio, 2021).

Bolivia, por su parte, se retiró militarmente del conflicto en 1880, firmó una tregua cuatro años más tarde y un acuerdo de paz veinte años después. Suscrito en 1904, el acuerdo restableció las relaciones entre ambos países, pero no consiguió la paz ni la amistad que refrendaba el título del tratado. Luego de sellar el pacto y ratificarlo en los respectivos congresos, Bolivia inició un largo periplo argumentando lo injusto del acuerdo, la imposición violenta del vencedor y la pérdida de su litoral como consecuencia. Reclamaciones en organismos como la Sociedad de Naciones y posteriormente Naciones Unidas, si bien recogieron sus planteamientos, no dieron la solución que esperaban. En 1929, el Tratado de Lima sepultó la aspiración de una salida por Arica, hasta 1975, cuando se reabrió la posibilidad de negociar un canje territorial. Tres años después, al reconocer el fracaso de la iniciativa, se suspendieron las relaciones diplomáticas, suspensión que se mantiene hasta la actualidad.

Pese a los intentos de establecer acuerdos económicos en los noventa, las relaciones entre ambos países no llegaron a fortalecerse lo suficiente como para restablecer relaciones políticas. Ya en el siglo XXI, nuevamente los ecos de los discursos relativos a la guerra volvieron a levantarse, de la mano de la crítica a los acercamientos que había realizado el presidente Gonzalo Sánchez de Losada con Chile, que terminaron con una crisis nacional (Crespo, 2004). Tras su salida, lo reemplazó su vicepresidente Carlos Mesa, quien, una vez investido como mandatario, fortaleció una posición crítica hacia la relación con Chile, ante el peso de la presión social y el renovado sentimiento antichileno que se estaba fortaleciendo (Relea, 2004). El propio Carlos Mesa, en entrevista en 2007, señalaría:

Después de lo que ocurrió en octubre del año 2003, ¿con qué lógica cree alguien con dos dedos de frente en la cabeza que se podía llevar adelante una negociación como la que había llevado el presidente Lagos y el presidente Sánchez de Lozada? Era absolutamente imposible. Hoy es muy fácil decirlo después de todo el proceso de distensión gracias al endurecimiento de mi política exterior. (Molina & Echegaray, 2007)

Con la llegada al poder del presidente Evo Morales en 2006, la reivindicación marítima se fortaleció como uno de los ejes de todo su extenso mandato, a partir del concepto de "emotivismo" (González & Ovando, 2016). Tras los fracasos de las negociaciones entre el mandatario boliviano y su contraparte chilena, finalmente el 13 de junio de 2013 Bolivia demandó a Chile en la Corte Internacional de Justicia por la obtención de un acceso soberano al mar. Esta demanda estuvo acompañada de una campaña comunicacional destinada a reavivar el sentimiento nacional, junto con fortalecer un esfuerzo común en torno a dicha causa, concebida como la lucha permanente de un pueblo que se opone a las políticas imperialistas que Chile aplicó y sigue aplicando hacia sus vecinos. Así, con relación a las motivaciones de la guerra, el expresidente de Bolivia señalaba ante los representantes de la ONU: "¿Quiénes invadieron? Las oligarquías chilenas de aquellos tiempos con las empresas inglesas. Perdimos la salida al mar y a partir de ese momento ha habido tantas reuniones; sí, ha habido un Tratado, pero un Tratado impuesto, injusto" (Morales, 2013, p. 5).

Para fortalecer aún más la estrategia de lucha ante su enemigo, Bolivia apeló nuevamente a la historia, en su subdisciplina de historia militar. Esta ofrecía un acervo motivacional mediante la reescritura o la invención de la denominada "Batalla de Canchas Blancas", en 1879, donde supuestamente tropas bolivianas habrían derrotado a una fuerza expedicionaria chilena de 1500 soldados. De esta supuesta batalla solo existe un documento escrito, e incluso fue cuestionada en 1977 por historiadores militares bolivianos. Pero para el país era necesario tener un triunfo militar que celebrar, ya que, hasta ese momento, solo Eduardo Abaroa era un símbolo de defensa de Bolivia ante los chilenos. Toda la celebración por dicho acontecimiento se produjo en medio de la expectación del fallo del Tribunal de La Haya, acompañada de una puesta en escena llena de simbolismos, focalizada en la persuasión de los niños y jóvenes de su país para mantener vivo el sentimiento nacional. Tal como lo señalaba la diputada boliviana Betty Yañiquez: "por primera vez en la historia pusimos a Chile en el banquillo de los acusados, fue una decisión política de valentía y patriotismo, nuestros hijos y nietos tienen que continuar con esta consigna" (citada en Tapia, 2019). Y pese al revés sufrido finalmente en el fallo de la Corte Internacional, esto reforzó la reivindicación y la idea de adversario que Chile ha representado y seguirá representando en el futuro para Bolivia.

No cabe duda de que la Guerra del Pacífico marcó un hito en la historia de Chile. Sin embargo, como país triunfante, lentamente dejó en el olvido el proceso bélico para concentrarse en una participación internacional con la que buscaba mantener su presencia regional, a través del fortalecimiento de los vínculos entre los países y el apego al derecho internacional. Chile se sometió al derecho internacional ante sus dos adversarios del siglo XIX, con lo cual ratificó que, para este país, no hay un lastre que hipoteque las relaciones vecinales (Fermandois & Hurtado, 2018). Además, desde otros espacios también se han realizado esfuerzos en el sentido de superar el conflicto.

Desde el mundo universitario chileno, en los años noventa, surgieron iniciativas en busca de mejorar las relaciones con los países fronterizos3, entre las cuales se han destacado los premios nacionales de historia de Chile Sergio González y Eduardo Cavieres, por sus avances sobre la integración entre Perú y Chile. Por parte de Perú, el citado trabajo de Parodi y Chaupis (2019) y el trabajo de Chaupis y Tapia (2018) están en la línea de acercar las miradas para avanzar no solamente en el reconocimiento de actores subalternos, sino en un mutuo avance hacia superar el tema de la guerra. Lamentablemente, iniciativas de este tipo distan hoy de Bolivia, donde los esfuerzos de algunos intelectuales e historiadores quedaron supeditados al discurso político oficial, que ha masificado lecturas que orientan en el sentido opuesto. Mas allá de El libro del mar (2014), publicado por el Ministerio de Relaciones Exteriores (2014), se pueden encontrar trabajos financiados por el Gobierno boliviano que buscan promover a Chile como un histórico y permanente enemigo del país (Alcázar, 2017).

Conclusión

En el siglo XXI surge la idea de que los estudios para comprender la guerra, en términos de una actividad sistemática de la humanidad, requieren avanzar hacia modelos explicativos del conflicto moderno que superen los análisis clásicos de esta. Al respecto, es necesario señalar que este caso de estudio representa un fenómeno anacrónico, bajo la consideración de que se siguen empleando categorías discursivas decimonónicas como parte de la explicación, ante la imposibilidad de dar cierre definitivo al discurso sobre la guerra y la injusticia que produjo en los países vencidos.

Mientras que, para el vencedor, la guerra ha pasado a ser un acontecimiento cada vez menos trascendente, desdibujado en el tiempo en favor de una mirada de integración hacia la región buscando participar en la política vecinal, por el lado de los vencidos se mantiene hasta la actualidad una resistencia al cambio en función de considerar que el conflicto ha sido tremendamente perjudicial para el país y sus comunidades. Los países vencidos mantienen un discurso relativo al daño de la guerra a través de los años, especialmente en el caso boliviano, donde se le atribuye a Chile la responsabilidad de su atraso. Para ello emplean una doble estrategia: la apelación sentimental hacia la población del país, mientras intentan extrapolar ese carácter a las instancias jurídicas y políticas internacionales, en busca de la empatía de otros países. Por su parte, la conducta reivindicacionista en Perú se mantiene apegada a los efectos que la historia nacional fue construyendo en su discurso, y que persiste en la actualidad bajo el manto de un nacionalismo, incluso en temas económicos o con acento indigenista, donde además se percibe el aprovechamiento de la clase política para producir réditos electorales con la apelación a la memoria colectiva.

No cabe duda de que la relación de Chile con Perú y Bolivia ha tenido, tras el término de la guerra, periodos de distensión, acercamientos y hasta de cercanía en temas relevantes en el desarrollo regional; empero, el peso de la Guerra del Pacífico produce una interferencia en los intentos de avanzar en la cooperación regional mediante políticas de interdependencia que favorezcan a ambos países. Y más complejo aún es que son quienes ostentan el poder o desean adquirirlo los que usan el conflicto como una estrategia, que vuelve cada cierto tiempo a levantarse como un mantra cargado de emotividad y beligerancia, que impone barreras y genera desconfianzas.

Así, se aprecia que, a diferencia de los restantes conflictos sudamericanos, la resistencia a superar la herencia de la guerra pasa por la manipulación discursiva nacionalista, que apela a una identidad nacional que debe ser defendida a toda costa, donde la retórica convoca a la población a conservar ese sentimiento de unidad, que se vuelve violento y, por ende, opuesto a la idea de paz, especialmente en momentos críticos de la relación bilateral. Esta postura sigue anclada, entonces, a los parámetros del realismo político, o su variante neorrealista, lo que permite entrever la posibilidad de que, en el futuro cercano, la práctica reivindicacionista se mantenga como parte de las estrategias nacionales para reforzar los intereses propios de cada país o de sus gobernantes. Esto se traduce en que, desde la vereda de los vencidos, la guerra decimonónica aún no ha sido superada.

Agradecimientos

El autor desea agradecer al Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad Técnica Federico Santa María (Chile) por su apoyo en la realización de este artículo.

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1 En recuerdo de esa acción, en Chile se instauró el 9 de julio como el día del "Juramento a la Bandera", cuando los militares prometen rendir la vida si fuese necesario para defender al país.

2 Además de libros, se ha generado más de un centenar de papers académicos y un sinfín de blogs, webs y foros virtuales dedicados a discutir, difundir o polemizar sobre este tema.

3Los primeros acercamientos entre comunidades académicas de Perú y de Chile se articularon a mediados de los noventa en función de un encuentro de historiadores de distintas áreas del conocimiento, donde se destacó la participación por parte de Chile como impulsor de Eduardo Devés, mientras que desde Perú resalta la figura de Percy Cayo. Estos encuentros, que se realizaron tanto en Chile como en Perú, llegaron a su fin hacia el final de la década, después de lo cual quedaron limitados a encuentros esporádicos en torno a la región andina. Esta misma iniciativa impulsó encuentros entre especialistas chilenos y bolivianos, un esfuerzo en que se destacó el profesor Leonardo Jeffs Castro y que contó con la participación de destacados historiadores bolivianos, como Mariano Baptista Gumucio. Lamentablemente, con el avance del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia, esta iniciativa terminó por sucumbir a la presión política del país.

Citación: Tapia Figueroa, C. A. (2021). La Guerra del Pacífico (1879-1884) y el uso político de su historia en el siglo XXI. Revista Científica General José María Córdova, 19(35), 759-777. http://dx.doi.org/10.21830/19006586.802

Publicado en línea: 1.° de julio de 2021

Declaración de divulgación Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo.

Financiamiento El autor no declara fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

Sobre el autor

Claudio Andrés Tapia Figueroa es doctor en estudios americanos y magíster en estudios internacionales, y licenciado en historia. Sus áreas de investigación son la historia de las relaciones internacionales de América, las relaciones paravecinales y la Guerra del Pacífico. Es investigador de ANID-Chile y tiene varias publicaciones indexadas. https://orcid.org/0000-0002-6879-9387 - Contacto: claudio.tapia@usm.cl

Recibido: 14 de Enero de 2021; Aprobado: 27 de Mayo de 2021

*CONTACTO: Claudio Andrés Tapia Figueroa claudio.tapia@usm.cl

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