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Revista Científica General José María Córdova

Print version ISSN 1900-6586On-line version ISSN 2500-7645

Rev. Cient. Gen. José María Córdova vol.20 no.40 Bogotá Oct./Dec. 2022  Epub Oct 01, 2022

https://doi.org/10.21830/19006586.1025 

Dossier

La guerra en las ciudades: complejidad y desafíos actuales para la seguridad nacional

The war in the cities: complexity and current challenges for national security

Carlos Enrique Álvarez-Calderón1  * 

Carlos Leonardo Aguirre2 

Faiver Coronado-Camero3 

William Alfredo Sierra-Gutiérrez4 

1Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”, Bogotá D.C., Colombia https://orcid.org/0000-0003-2401-2789 carlos.alvarez@esdeg.edu.co

2Ejército Argentino, Buenos Aires, Argentina https://orcid.org/0000-0002-8147-6371 carlos.aguirre@ejercito.mil.ar

3Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”, Bogotá D.C., Colombia https://orcid.org/0000-0003-3327-8386 faiver.coronado@esdeg.edu.co

4Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”, Bogotá D.C., Colombia https://orcid.org/0000-0002-0640-7907 william.sierra@esdeg.edu.co


Resumen.

Este artículo aborda la relación de la guerra con las ciudades con el fin de analizar el creciente interés de los grupos armados subversivos y criminales por actuar en áreas urbanas, y cómo esto representa un desafío para la seguridad nacional. Para ello, se aborda la anatomía de las ciudades, su crecimiento, su expansión y la tendencia a una cada vez mayor urbanización en el futuro. Posteriormente se analiza la historia de la guerra urbana, su evolución moderna y su profundización en el presente y el futuro próximo. Luego se aborda el caso colombiano, con las incursiones de las guerrillas y otros grupos criminales en las ciudades. Finalmente se desarrolla el concepto de la geopolítica vertical, para entender los nuevos factores que hacen más complejo el desafío de enfrentar amenazas y acciones contra el Estado en las ciudades.

Palabras clave: defensa; geopolítica vertical; guerra urbana; seguridad del Estado; seguridad pública

Abstract.

This article addresses the relationship between war and cities to analyze armed subversive and criminal groups’ growing interest in operating in urban areas and its challenges to national security. To this end, it addresses the anatomy of cities, their growth, expansion, and the trend toward ever-greater urbanization in the future. It also examines the history of urban warfare, its modern evolution, and its deepening in the present and near future. The Colombian case is then addressed, with the incursions of guerrillas and other criminal groups into the cities. Finally, the concept of vertical geopolitics is developed to understand the new factors that make confronting threats and actions against the State in cities more complex.

Keywords: defense; public security; state security; urban warfare; vertical geopolitics

Introducción

Desde la Antigüedad, los centros urbanos han tenido un papel preponderante en las dinámicas políticas, sociales, económicas y culturales de la humanidad. Según Parker (2004):

Si bien los imperios y los Estados-nación han sido históricamente la norma sobre cualquier otro tipo de organización sociopolítica, la ciudad-Estado ha logrado sobrevivir y constituirse en una alternativa histórica a ellos. Como tal, han sido parte de un proceso geopolítico alternativo que ha encapsulado tanto el ideal de libertad como la esperanza de una vida mejor, (p. 230; trad, propia)

Así, a pesar de que las ciudades pueden considerarse fenómenos de construcción social relativamente recientes en la historia, su trascendencia política, económica y sociológica en la construcción de las civilizaciones es innegable. En efecto, la “polarización social”, es decir, la dinámica en que las actividades y las personas se reunieron en asentamientos y luego en pequeñas aldeas, ciudades y metrópolis, ha sido uno de los procesos más importantes de la historia de la humanidad, que comenzó aproximadamente en los últimos diez mil de los trescientos mil años de historia del Homo sapiens sapiens.

En ese contexto, la sedentarización de la población comenzó en varios lugares alrededor del mundo desde el 11000 a. C., es decir, unos 7500 años antes del inicio de la urbanización. Las primeras aldeas significativas fueron construidas en la región de Mesopotamia alrededor del año 9000 a. C.; en China alrededor del año 7500 a. C., y en la Amazonia alrededor del año 6000 a. C. (Diamond, 1997). Posteriormente, la urbanización propiamente dicha se desarrolló primero en Mesopotamia alrededor del 3200 a. C.; en China alrededor del 2000 a. C., y en Mesoamérica alrededor del 300 a. C. Con la sedentarización de las comunidades, aparecieron excedentes agrícolas que había que defender, por lo cual, a partir de entonces, la posesión territorial estuvo ligada a la suerte del grupo.

Las ciudades siempre han fungido como lugares de encuentro donde se intercambian bienes y servicios, pero también donde las personas reciben protección a cambio de una subordinación a un poder político. En el hemisferio occidental, la primera ciudad en llegar a una población de un millón fue Roma, hacia el siglo V a. C., mientras que Londres alcanzó un millón de personas solo hasta el 1800. Tras la Revolución industrial, las poblaciones urbanas crecieron rápidamente a lo largo del siglo XIX, impulsadas más por la migración de las comunidades rurales a los centros de fabricación que por el crecimiento absoluto de la población, mientras que, a lo largo del siglo XX, el número y el tamaño de las ciudades creció, junto con el porcentaje de la población total que vivía en las ciudades (Tellier, 2009).

Ahora bien, como en el pasado distante de la historia humana, las ciudades concentran en la actualidad no solo la riqueza y la prosperidad, sino también las condiciones propicias para la agitación social, la criminalidad y la violencia. Una serie de actores aparentemente disímiles (grupos terroristas, bandas criminales y organizaciones insurgentes) encuentra en los espacios urbanos una herramienta para la guerra evitando las batallas convencionales o guerrilleras del siglo XX, donde el objetivo era, en últimas, el control político del territorio, que se lograba a través de la expulsión de quienes desafiaban el control político legítimo o ilegítimo. Por el contrario, en el siglo XXI y gracias a las características particulares de las ciudades, es más fácil evadir las nuevas tecnologías de vigilancia de las fuerzas de seguridad de un Estado, y la propia infraestructura urbana facilita las comunicaciones contemporáneas para las actividades delictivas, pero, sobre todo, para extender el miedo entre la población civil (Kaldor & Sassen, 2020).

Además, las urbes se utilizan para crear “hechos sobre el terreno”; la arquitectura, las políticas de planificación, las prácticas urbanas, la movilidad y la infraestructura pueden emplearse estratégicamente, de modo que los espacios y objetos de la ciudad, más allá de sus funciones normales, terminan involucrados regularmente para participar en demostraciones y batallas. De acuerdo con Pullan (2022), la conquista y ocupación de varias plazas urbanas, desde la Plaza Tahrir en El Cairo (2011) y la Plaza de la Independencia en Kiev (2014), hasta las calles de Hong Kong (2019-2020) o de Bogotá (2021), son ejemplos recientes en los que grandes espacios públicos urbanos se convirtieron en centros populistas tácticos, así como territorios conquistados sofisticadamente preparados. En ese orden de ideas, este artículo busca comprender por qué organizaciones al margen de la ley vienen operando con mayor interés y eficacia en áreas urbanas y qué implicaciones tiene ello para la tradicional distinción entre la seguridad pública y la seguridad nacional.

Anatomía urbana

A pesar de que existe cierto consenso en que las ciudades son centros de gobierno, comercio y transporte donde una gran cantidad de personas viven y trabajan, no existe todavía un criterio internacional estandarizado para determinar los límites de una ciudad, por lo cual existen múltiples definiciones de límites para una ciudad determinada. Un análisis de 228 países realizado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) evidenció que los gobiernos nacionales hacen uso de diferentes definiciones: 105 países se basan en criterios administrativos, usualmente límites geográficos, como “límites de ciudad” (83 de estos países usan este como su único método de distinguir lo urbano de lo rural); 100 países definen las ciudades por el tamaño de población o la densidad de población (57 usan este como su único criterio urbano); 25 países especifican que las características económicas son significativas, aunque no exclusivas, en la definición de las ciudades (por lo general, se basan en la proporción de mano de obra empleada en actividades no agrícolas); 18 países cuentan la disponibilidad de infraestructura urbana en sus definiciones, incluyendo la presencia de calles pavimentadas, sistemas de abastecimiento de agua y sistemas de alcantarillado o iluminación eléctrica; y, por último, 25 países no dan ninguna definición de “urbano” en lo absoluto, mientras que 6 países consideran a toda su población como urbana (United Nations Enviroment Programme [UNEP], 2015).

Si bien los términos de ciudad y urbano se utilizan a menudo como sinónimos, pueden denotar conceptos diferentes. Aunque ciudad normalmente se refiere a la agrupación estadística de personas en una sola área, urbano puede referirse a la transformación en la mentalidad que se produce en las ciudades. En otras palabras, el concepto de lo urbano denota generalmente los patrones modificados de interacción social, económica, política y cultural característicos de las ciudades, que surgen como resultado de diferentes tipos de empleo, estructuras sociales y políticas diversificadas, entre otros factores.

Un tipo de definición, a veces denominada la “ciudad inicial”, describe una ciudad según un límite administrativo; un segundo enfoque, con el término de “aglomeración urbana”, considera la extensión de la zona urbana contigua, o área edificada, para delimitar los límites de la ciudad; y un tercer concepto de la ciudad, el “área metropolitana”, define sus límites según el grado de interconexión económica y social de las áreas cercanas, identificadas, por ejemplo, por el comercio interconectado o los patrones de desplazamiento. En consecuencia, la elección de cómo definir los límites de una ciudad es resultado de la evaluación del peso demográfico.

Por ejemplo, en el caso colombiano, el área metropolitana de Bogotá (Figura 1) es una conurbación compuesta por la ciudad de Bogotá y los municipios aledaños de Bojacá, Cajicá, Chía, Cogua, Cota, Rosal, Facatativá, Funza, Gachancipá, Calera, Madrid, Mosquera, Nemocón, Soacha, Sibaté, Sopó, Subachoque, Tabio, Tenjo, Tocancipá, Zipacón y Zipaquirá, con una población total de 10700000 habitantes en 2020 (The Economist, 25 de mayo de 2020). Esta conurbación la convierte en el área metropolitana más grande de Colombia y una de las aglomeraciones urbanas más pobladas del mundo, usualmente referidas como “megaciudades”.

Fuente: Elaboración propia con Google Maps

Figura 1. Área metropolitana de Bogotá. 

La aparición de megaciudades (ciudades con poblaciones de más de diez millones de personas) denota una tendencia creciente de migración rural hacia las metrópolis, a causa de la elevada densidad de flujos de servicios, bienes, capital y población que tienden a concentrarse en las grandes ciudades. En las pasadas dos décadas del siglo XXI, el proceso de urbanización no ha perdido su ímpetu. Entre las razones por las que las personas siguen trasladándose a los centros urbanos están las oportunidades de empleo, mayores condiciones de seguridad y atención de la salud, ya que la urbanización termina por ofrecer economías de escala con mayor capacidad de oferta respecto al suministro de agua, los sistemas, el transporte, la energía, la educación, la atención sanitaria y demás dispositivos de la globalización. No en vano, los habitantes de la ciudad hoy tienen una mayor esperanza de vida que quienes viven en el campo.

En 1975, el 38% de la población mundial era urbana; en contraste, para el 2018, el 56,2% de la población mundial ya vivía en asentamientos urbanos, distribuidos en 598 ciudades con una población entre quinientos mil y un millón de habitantes, 467 ciudades con poblaciones entre un millón y cinco millones de habitantes, 48 ciudades con poblaciones entre cinco y diez millones de habitantes y 33 megaciudades de más de diez millones de habitantes (UNEP, 2018). El mayor cambio se ha dado en América Latina y el Caribe, que en 2020 cuenta con una población urbana de 81,2%, frente al 41,3 % que tenía en 1950. Para el 2030, se proyecta que las zonas urbanas alberguen al 60% de la población mundial, y que una de cada tres personas viva en ciudades con al menos medio millón de habitantes. Para ese año, las proyectadas 706 ciudades tendrán al menos un millón de habitantes y existirán 43 megaciudades (Figura 2).

Fuente: UNEP (2018)

Figura 2. Megaciudades en 2018 y 2030. 

Además, las proyecciones indican que 28 ciudades más cruzarán la marca de cinco millones entre 2018 y 2030, de las cuales 13 ciudades se ubican en Asia y 10 en África. Adicionalmente, se estima que 66 ciudades tendrán entre cinco y diez millones de habitantes, mientras que el número de ciudades de uno a cinco millones de habitantes crecerá a 597, y 710 ciudades tendrán entre quinientos mil y un millón de habitantes (UNEP, 2018). En resumen, la población mundial se incrementará a 9700 millones en el año 2050, y cada año la población urbana crecerá en 60 millones de personas (UNEP, 2015).

Existen diversos factores que alimentan el dinamismo de la transición urbana. Por un lado, las personas sienten la presión de emigrar para escapar de la pobreza del campo, de los problemas ambientales y de las amenazas a su seguridad; y por el otro, son atraídos a la ciudad porque esta les promete un modo de vida más completo, seguro y libre. Por ello, esta transformación y densificación de la población no tiene precedentes en la historia. Como lo señala Kraas (2014), la transición urbana se está produciendo a una velocidad tal que pone a prueba la capacidad de innovación y de respuesta de la humanidad; así, la ciudad de Londres necesitó 130 años para franquear la marca de los ocho millones, mientras que la ciudad de México lo hizo en 30 años.

Incluso ciudades como Sáo Paulo, Shanghai, Bombay y Karachi crecen a ritmos más acelerados. La ciudad de Lagos en Nigeria, por ejemplo, ha aumentado 22 veces su tamaño desde 1965. De acuerdo con la UNEP (2018), para 2030 se proyecta que 752 millones vivan en megaciudades, es decir, un 8,8 % de la población mundial.

En este sentido, puede afirmarse que las megaciudades y las áreas metropolitanas representan el elemento clave de la reconfiguración geopolítica a escala global. Basta ver que las ciudades más poderosas, como Nueva York, Londres, Tokio y París, tienen economías más grandes que la mayoría de países; por ejemplo, Nueva York genera USD 1,4 billones en la producción económica total, mientras que Londres participa con USD 836 000 millones (Grimm &Tulloch, 2015). Incluso megaciudades más pequeñas tienen un peso económico significativo en contraste con otros países, como es el caso de Bogotá, cuyo producto interno bruto (PIB) excede el de países como República Dominicana, Paraguay, Uruguay, entre otros.

La migración y la emigración tienden a concentrarse en zonas suburbanas y ciudades satélites que se van formando en torno a las megaciudades, un tipo de proliferación urbana denominado urban sprawl (expansión urbana). Esto genera otro fenómeno muy importante de aglomeración urbana entre las megaciudades y las ciudades vecinas: las formaciones de regiones megaurbanas, esto es, corredores urbanos formados en torno a dos o más ciudades intercomunicadas.

Ello ha dado paso a una nueva categoría de aglomeración urbana: las “gigaciudades”, es decir, superciudades de más de 50 millones de habitantes, un número casi inimaginable en el presente. No obstante, muy pronto estas “gigas” pueden convertirse en realidad en países como China, que en el futuro podría llegar a albergar hasta cuatro gigaciudades (cada una con 100 millones de habitantes), localizadas, por ejemplo, en la desembocadura del río Yangtsé (donde están hoy Shanghai, Nanjing y Hangzhou); en el delta del río de las Perlas (donde están Hong Kong, Guangzhou y Macao), o en la región capital de Beijing, Tiantsin y Tangshan.

Es probable que con el desarrollo de nuevas megaciudades y gigaciudades, al tiempo que se facilita la concentración de oportunidades, talento e inversión, también se pueden concentrar nuevos riesgos y amenazas a la seguridad, alimentados por mayores desigualdades en los ingresos, el surgimiento de ecosistemas criminales urbanos (Álvarez-Calderón 6c Rodríguez, 2018) y el crecimiento demográfico descontrolado. En ese tipo de ciudades, al igual que ocurre en muchas ciudades intermedias, el control policial se ve usualmente rebasado por el aumento de la población y la criminalidad, lo que se profundiza en muchos casos por la desigualdad social y la dificultad de acomodar las demandas de una población creciente a la limitada infraestructura urbana y sus sistemas de provisión de bienes y servicios.

Desde una perspectiva geopolítica, las megaciudades pueden ser consideradas ‘organismos territoriales” que pasan por diferentes fases en su vida. En este sentido, pueden clasificarse en ciudades con madurez baja, media o alta: las megaciudades de baja madurez son de acelerado crecimiento (como Dhaka, Kinshasa y Lagos), con numerosos barrios marginales no planificados y economías informales; se caracterizan por profundas desigualdades, administraciones distritales relativamente débiles, transporte público fragmentado y escasez de servicios básicos.

Las megaciudades de madurez media, como Shanghai, Sáo Paulo o Bogotá, están creciendo a tasas más lentas y están empezando a envejecer; son más ricas y mejor administradas que las megaciudades de baja madurez, pero no necesariamente tienen una infraestructura y planificación urbana superior. Por último, las de alta madurez, como Tokio, Nueva York y Londres, experimentan el envejecimiento de la población y una infraestructura con necesidad de modernizarse, pero su fuerza clave es su propia riqueza, de modo que poseen medios para invertir en soluciones innovadoras (Anneroth, 2012).

Empero, el aumento del costo de vida en estas ciudades está ampliando las brechas entre ricos y pobres, lo que conduce a la exclusión social y la segregación. Las megaciudades promueven el crecimiento económico de los Estados y las regiones, pero también representan riesgos de pobreza, enfermedades, delincuencia y otras tensiones relacionadas. En este sentido, los efectos de una disparidad de la riqueza a menudo conducen a la conformación de ecosistemas criminales urbanos, usualmente localizados en barrios marginales, cinturones de miseria o “zonas de tolerancia” (Álvarez-Calderón & Rodríguez, 2018).

Con una tercera parte de todos los habitantes urbanos viviendo en tugurios, se crean oportunidades para las actividades ilícitas, la proliferación de enfermedades y el reclutamiento de personas para causas terroristas, insurgentes o criminales. Por esa razón, el crecimiento exponencial de la población conlleva riesgos de inestabilidad social. La falta de vigilancia básica del Estado en las zonas más pobres de una megaciudad puede dar lugar a una economía de mercado negro dirigida por un gobierno en la sombra de redes criminales o terroristas. Por otra parte, las amenazas pueden ocultarse y operar con mayor facilidad. A diferencia de las zonas rurales, la criminalidad en las ciudades tienen más fácil acceso a las nuevas tecnologías para movilizar el apoyo y coordinar las actividades. Por todo esto, a pesar de que en el “arte de la guerra” evitar las grandes áreas urbanas ha sido generalmente el curso de acción deseado, lo deseable no siempre es posible.

La guerra urbana: pasado, presente y futuro

La guerra urbana no es precisamente un fenómeno nuevo. De acuerdo con Dimarco (2012), las ciudades dominaron el foco de la guerra durante la mayor parte de la historia, y desempeñaron un papel central en las primeras campañas militares. En efecto, en la antigua ciudad siria de Hamoukar, los arqueólogos descubrieron evidencias de combates urbanos que datan de hace más de 5500 años. Y la primera batalla en la historia de la que hay un registro histórico significativo, entre los hititas y los egipcios en el 1274 a. C, se libró fuera de las puertas de la ciudad de Cades, un importante centro de transporte en lo que hoy es Siria. Por lo tanto, capturar o destruir las principales ciudades del enemigo y, lo que es más importante, su capital era desde entonces, al parecer, el camino más seguro para lograr la victoria.

Los restos arqueológicos de ruinas urbanas fortificadas (tanto en Asia, África, América Latina y Europa) son un testimonio de que, en las civilizaciones de la Antigüedad, las ciudades-Estado como Atenas, Esparta, Roma, Venecia, Milán, Tenochtidán o Cusco eran los más importantes actores de la guerra. En dichas épocas, las ciudades fueron construidas para la defensa tanto como para el intercambio comercial y otras actividades políticas, religiosas y sociales (Graham, 2004a).

Diversos autores reconocen que la toma y el saqueo de ciudades fortificadas, así como el asesinato o la esclavización de sus habitantes, fue el evento central en la guerra premoderna (Weber, 1958, Gravett, 1990; Corfis & Wolfe, 1995; Kern, 1990). Por consiguiente, a lo largo de los siglos, los conflictos urbanos han tendido a ser más la regla que la excepción; las guerras del pasado se centraron en los asedios y la defensa de los centros urbanos, mientras que las grandes batallas en campo abierto han sido más bien la excepción y no la regla durante siglos.

Ahora bien, ejemplos modernos de la guerra urbana y sus retos inherentes incluyen las batallas de Stalingrado y Aachen durante la Segunda Guerra Mundial; la batalla de Hue durante la guerra de Vietnam en 1968; la batalla de Grozni en 1994-1995; la segunda batalla de Faluya en 2004; las batallas de Mosul y Raqqa en Iraq en 2017, y las operaciones militares en Gaza, Sderot, Ashkelon, Ashdod, Tel Aviv y Jerusalén en la última crisis del conflicto palestino-israelí en 2021. Por ende, no hay razones para creer que los conflictos futuros no involucrarán también algún tipo de guerra urbana, ya que el auge de la urbanización hace que la inestabilidad y los conflictos derivados de ella sean cada vez más posibles en el interior de los centros urbanos.

La batalla de Hue en Vietnam en 1968 es un ejemplo de cómo las operaciones de combate urbano crean situaciones en las cuales los resultados tácticos tienen implicaciones estratégicas importantes. Hue era la tercera ciudad más grande de Vietnam, y esta batalla implicó 26 días de intensos combates contra un enemigo determinado y establecido con una defensa profunda. Las principales operaciones de combate urbano en Hue se produjeron en medio de una población civil de 140000 personas y en contra de una fuerza enemiga estimada en 7500 efectivos del Ejército del Norte de Vietnam y del Viet Cong.

Si bien el Ejército de Estados Unidos sufrió 216 bajas y 1364 heridos, las bajas civiles fueron de 5800 personas, mientras que las bajas enemigas fueron de 1042 muertos y 4000 heridos. Así, a pesar del éxito operacional de volver a tomar la ciudad y repeler a las fuerzas enemigas a través de Vietnam del Sur, estas cifras representan la razón de que Estados Unidos perdiera el apoyo político ante las repercusiones de haber dejado en ruinas el 80% de la ciudad y sin hogar a alrededor de 116000 personas (Wahlman, 2015). En este sentido, el riesgo de ganar la batalla solo para perder la guerra es significativamente más alto en el contexto de las guerras urbanas (Dimarco, 2012).

En relación con este ejemplo, el problema de la guerra urbana moderna se agudiza si se incluye un teatro de operaciones en una megaciudad, esto es, un entorno urbano complejo cien veces más grande que Hue y con una población de alrededor de diez millones. A esto hay que sumarle retos como los espacios subterráneos y cibernéticos, contra un enemigo compuesto por fuerzas de operaciones especiales y convencionales, paramilitares, y elementos terroristas y criminales, con acceso a una amplia gama de capacidades avanzadas de guerra. Si bien las operaciones de combate urbano no son nuevas, una megaciudad presenta retos a una escala y complejidad inimaginables. Además, debido a su creciente importancia política, económica y social, representan territorios estratégicamente vitales que están interconectados a los centros de gravedad nacionales e incluso internacionales.

En muchos aspectos, la guerra urbana moderna no es muy distinta de la guerra urbana tal como se ha conocido a lo largo de la historia. Clausewitz (1908) definió la guerra como la “continuación de la relación política con la intrusión de otros medios” (p. 23). El término política proviene del concepto griego de polis, “ciudad” (origen también de cosmopolita y policía). Aristóteles (2005) definió la política como los “asuntos de la ciudad”. Por ende, tanto en el mundo moderno como en el antiguo, el discurso y la disputa políticos han tenido lugar principalmente en las grandes áreas urbanas; no en vano, es en las ciudades donde las leyes son aprobadas y reside el liderazgo. Así, es lógico que usar la fuerza para imponer la voluntad política a un grupo de personas a menudo requiere que esa fuerza, política o militar, se ejerza donde vive la gente, donde reside su liderazgo y donde realizan sus actividades políticas y, sobre todo, económicas; es decir, en las ciudades.

En consecuencia, la política, la guerra y las ciudades están inextricablemente unidas. Debido a esa conexión, las fuerzas militares han dedicado gran parte de su capacidad y esfuerzo a luchar por, en y alrededor de las ciudades a lo largo de su historia. Si bien las guerras modernas de primera, segunda y tercera generación (Álvarez-Calderón et al., 2017), entre el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XX, se condujeron en su mayor parte en el campo, el mar o el aire (al menos en teoría), las ciudades continuaron jugando un papel importante, si no como escenarios de batalla, al menos como centros de producción de los medios que se requerían para combatir en guerras industriales.

En todo caso, según Kaldor y Sassen (2020), se estima que, incluso en la Segunda Guerra Mundial, el 40 % de las operaciones militares se llevaron a cabo en las ciudades. En ese contexto, una de las razones más importantes para atacar una ciudad era capturar el centro político, económico o cultural del enemigo, y destruir así su moral, su capacidad para sostener una guerra y su capacidad para gobernar. En otras palabras, la ciudad era atacada porque constituía el centro de gravedad del enemigo. Esto dio lugar a numerosas batallas por ciudades como Verdun, Guernica, Nanking, Rotterdam, Londres, Leningrado, Varsovia, Dresden, Tokio, Hiroshima, Nagasaki, Seúl, Beirut, Sarajevo, Berlín y París, entre otras. De hecho, uno de los principales propósitos de los raid aéreos durante las guerras de tercera generación ha sido la destrucción total o parcial de las ciudades del adversario, en busca de su dislocación psicológica y física.

Por ejemplo, entre los años 492 y 479 a. C., los persas montaron tres campañas infructuosas separadas para capturar el centro cultural y económico griego, la ciudad-Estado de Atenas; pero los griegos tuvieron éxito en la defensa de Atenas gracias a una serie de brillantes batallas no peleadas en la ciudad, pero sí en su tierra y mar aledaños, en las famosas guerras Médicas. Las guerras Púnicas, que enfrentaron a Roma y Cartago por el control del Mediterráneo entre los años 264 y 146 a. C., terminaron al final de la tercera guerra púnica con la aniquilación de la ciudad de Cartago. Las cruzadas, libradas entre 1096 y 1291, tuvieron como objetivo específico restablecer el control apostólico romano sobre Tierra Santa, en particular sobre la ciudad de Jerusalén; mientras que, en 1453, el exitoso asedio y captura de la capital bizantina de Constantinopla por las fuerzas musulmanas no solo significó el fin del Imperio Bizantino, sino que también puso fin a los esfuerzos cristianos por dominar el Oriente Medio. Así, el éxito del ataque o la defensa de una ciudad clave podían decidir el resultado de la campaña, la guerra o incluso el destino de un imperio o de un Estado-nación (Glenn, 2001).

Asalto a las ciudades: una mirada al caso colombiano

Como la guerra ha sido endémica para aproximadamente el 95 % de todas las sociedades humanas conocidas a lo largo de la historia y la prehistoria, parece natural inferir que la guerra es una institución humana permanente que tiende, por su propia naturaleza, a desarrollarse en aquellos lugares donde las personas se concentran (Kilcullen, 2013). Esto es especialmente cierto en conflictos no estatales (como la guerra de guerrillas), que tienden a ocurrir cerca o dentro de las áreas donde viven las personas o en las principales rutas entre centros poblados.

En el caso colombiano, desde las guerras civiles del siglo XIX, las incursiones a centros urbanos parecen contar con una larga tradición histórica en los conflictos del país. Como lo explica Patiño (2016):

la historiografía tradicional en Colombia ha presentado el primer periodo del siglo XIX como un enfrentamiento entre un proyecto federalista contra otro centralista [...]. Esta situación, extrapolable al resto de la América hispana, generó dos procesos simultáneos: en primer lugar, se produjo una situación de guerra permanente entre ciudades y, luego, de guerras entre regiones encabezadas por ciudades fuertes. Cada una de estas disputas se centraron en decidir qué ciudad, provincia o región era capaz de someter a las demás, un proceso que la historiografía tradicional ha presentado como guerras civiles, (p. 6)

Asimismo, como consecuencia del inicio de la violencia política, luego del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, la anarquía y el caos se hicieron presentes en la ciudad capital de Bogotá y otras ciudades de la geografía colombiana. A pesar de que el conflicto entre liberales y conservadores en la primera mitad del siglo XX era de naturaleza distinta a las guerras civiles del siglo XIX, la toma de ciudades siguió siendo parte de los métodos violentos de la época de la Violencia. Por su parte, a partir de los años sesenta, con el escalamiento del conflicto armado interno, estrategias de la guerra de cuarta generación como la “guerra popular prolongada” o el “foquismo” contenían diseños sobre el manejo territorial de la guerra que podían derivar en la incursión y control sobre centros urbanos como una acción previa para el colapso de las fuerzas enemigas (Álvarez-Calderón et al., 2017):

durante décadas, las guerrillas libraron una guerra centrada en la lógica de acumulación territorial y en la idea mítica de llegar triunfantes a la capital del país [...]. Desde el ángulo de las guerrillas, esa territorialización de la guerra se expresó en la multiplicación de los frentes guerrilleros dentro de un raciocinio de centralización-dispersión para mantener ocupado al Ejército colombiano en todos los lugares del país, ejecutando a su vez una lenta aproximación a los centros urbanos y del poder, en donde supuestamente se habría de definir la suerte de la guerra. (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2016, p. 13)

Dicho curso de acción por parte de las guerrillas colombianas obedecía a la estrategia político-militar formulada por Mao Tse-Tung, que proponía la toma del poder en el país a través del cerco a las ciudades desde el campo. La estrategia maoísta consistía de tres fases, definidas a partir del desarrollo de la guerra misma (Álvarez-Calderón et al., 2017): primero, la defensiva estratégica, asociada a la guerra de guerrillas y la formación inicial de grupos armados de campesinos (cuando los guerrilleros obtienen el apoyo de la población a través de ataques contra la maquinaria gubernamental y la difusión de propaganda); segundo, el equilibrio estratégico, ligado a la guerra de posiciones y al crecimiento y expansión del ejército revolucionario (se caracteriza por el aumento en la potencia de los ataques sobre el poder militar y las instituciones vitales del Estado); y tercero, la ofensiva estratégica, es decir, la fase del combate convencional, cuando ambas fuerzas se acercan al final del combate incrementando los enfrentamientos directos y la cantidad de contingentes desplegados (esta fase es empleada con la aspiración de capturar ciudades, desbordar al gobierno y controlar el país).

Bajo esta lógica, cualquier grupo armado que buscase movilizar una base de masas debería ir a donde se ubican dichas masas. Si bien, en el contexto de las décadas de los cincuenta y sesenta en Colombia, ese lugar objetivo eran las áreas rurales, la situación cambió rápidamente a partir de la década de los setenta debido a las aceleradas tasas de urbanización, lo que ha conllevado que, en la actualidad, la población colombiana sea mayoritariamente urbana. Esto necesariamente planteó dificultades para los insurgentes, ya que la doctrina de guerra popular prolongada contemplaba la acción en zonas rurales para aislar las zonas urbanas. En efecto:

en Colombia esta dimensión territorial ha sido una variable de lo estratégico, como lo puede ilustrar el diseño del plan de guerra de las FARC aprobado en la VII Conferencia en 1978. Este contempló la disposición de sus fuerzas en dos sentidos: la concentración de la mitad de los frentes guerrilleros sobre la Cordillera Oriental en aproximación hacia Bogotá formando una tenaza militar, y la dispersión del resto de la tropa en todo el país buscando el cercamiento a las ciudades capitales de departamento y la distracción de la Fuerza Pública. (CNMH, 2014, p. 115)

Para este propósito, la prioridad del esfuerzo recayó sobre el Bloque Oriental de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), debido a su proximidad a Bogotá y su estatus como fuente de financiamiento y de apoyo de dicha organización terrorista. Tácticamente, la mayoría de las acciones eran en el espacio rural, pero fueron complementadas por actividades en el espacio urbano. Por esta razón, en ningún momento las zonas urbanas se consideraron fuera de los límites de la estrategia político-militar.

No obstante, en la Guerra de Vietnam, los insurgentes desarrollaron la “variante vietnamita”, una adaptación local de la guerra popular de Mao. En este orden de ideas, si bien aceptaban las ideas básicas de Mao, los norvietnamitas se apartaban en dos aspectos de fondo: 1) consideraban que las fases del proceso no solo se podían desarrollar de manera sucesiva, sino que debían ser simultáneas; y 2) la toma del poder no solamente se daba como consecuencia de las ofensivas que los insurgentes desarrollaran en la última fase, sino que se complementaba con una insurrección generalizada en las ciudades y una huelga total de todos los gremios productivos de la economía que paralizaría y llevaría el país a la ingobernabilidad (Álvarez-Calderón et al., 2017). Por ello:

en el marco de dicha estrategia, las llamadas tomas y ataques de poblados tuvieron un lugar central en la tarea de desmoronar paulatinamente la presencia del Estado en los escenarios locales y regionales. Las incursiones guerrilleras a cabeceras municipales y centros poblados presentaron una amplia gama de fines que cambiaron con el tiempo debido a las dinámicas de la guerra. Pasaron de ser propagandísticas en su origen a tener unos objetivos plenamente articulados de acumulación territorial, es decir, ampliar las retaguardias de los frentes, mantener los corredores de comunicación y afianzarse en zonas estratégicas por sus recursos o por sus ventajas políticas y militares. Fue el momento en que el escalamiento de tomas de pueblos y ataques a estaciones de policía arrojó notorios impactos humanos y materiales, mostrando que Colombia estaba viviendo un conflicto interno de importantes dimensiones. (CNMH, 2016, p. 14)

En efecto, según datos del CNMH, entre 1965 y 2013, todos los actores armados insurgentes aplicaron la estrategia de toma de poblados y cabeceras municipales en diversos momentos y escenarios de la geografía colombiana. Se estima que hubo 1755 incursiones guerrilleras, de las cuales 609 fueron tomas y 1146 correspondieron a ataques a puestos de policía. De estas acciones, las FARC llevaron a cabo un total de 1106 (63 %); el ELN, 323 acciones (18,4%); el EPL, 88 (5%), y el M-19, 48 (2,7%). Asimismo, un 10,8% de las incursiones serían responsabilidad de otras insurgencias como el Movimiento Jaime Bateman Cayón (disidente del M-19), con 5 acciones, y el Quintín Lame, con 5. Las tomas de centros urbanos y cabeceras municipales por parte de las guerrillas ocasionaron 2495 víctimas mortales en el mismo lapso, discriminadas en 1007 civiles (40,3 % del total de personas muertas) y 1488 miembros de la fuerza pública (59,6% de las víctimas mortales). Del mismo modo, durante las incursiones resultaron heridos 1331 civiles y 1978 miembros de las Fuerzas Militares y de Policía (CNMH, 2016. pp. 242-245).

Las ciudades, especialmente las ciudades capitales como Bogotá, son puntos focales para gran parte de la riqueza y los recursos humanos de los Estados-nación modernos, ya que es usualmente allí donde gran parte de la materia prima de un Estado viene a ser transformada en productos terminados. Quienes viven en y alrededor de estas áreas urbanas crean y consumen los productos surgidos de estos bienes de capital. Por ello, la condición de una ciudad capital es uno de los indicadores más importantes del bienestar de ese país; y por la misma razón, la destrucción del capital social y físico de esa ciudad, ya sea por causas internas o por incursión externa, puede determinar el declive de un Estado.

La historia reciente del país así lo demuestra. A partir de la Séptima Conferencia de las FARC en 1982, dicha guerrilla decidió avanzar por la cordillera Oriental, que atraviesa Colombia desde el Cauca hasta la serranía del Perijá (en La Guajira), con el fin de llegar a Bogotá y tomarse el poder por las armas. La nueva estrategia, denominada “Torna a Santa Fe de Bogotá”, proyectaba crear un anillo de presión alrededor de Bogotá para aislar la ciudad capital del resto del país, atacando sus principales vías de acceso (como la vía al Llano y la autopista Bogotá-Medellín). También implicaba atacar las fuentes de abastecimiento de agua como las represas del Sisga y Chingaza, así como los embalses de Tominé, Guavio, El Muña y San Rafael; las antenas de comunicaciones como la de Telecom en Chocontá; las estaciones de bombeo de Ecopetrol como las de Puerto Salgar y Villeta; las torres de energía; los aeropuertos de Guaymaral, Catam y El Dorado; las guarniciones militares y de Policía, y los centros de poder como el Palacio de Nariño, el Centro Administrativo Nacional y el Congreso. En este contexto, el 19 de julio de 1994 entraron al casco urbano de La Calera (a escasos diez minutos de Bogotá) 150 guerrilleros de las FARC, asesinaron un agente de policía y asaltaron el Banco de Colombia y la Caja Agraria. Posteriormente, entre 1995 y 1996, realizaron 42 ataques en municipios vecinos con un saldo de más de 50 muertos.

Este cerco a Bogotá, como a otras ciudades principales de Colombia, llevó a que, en la segunda mitad de la década de los noventa, el país fuese considerado, por algunos analistas internacionales, en camino a convertirse en un Estado fallido. El rostro clandestino de las FARC en las ciudades, como el de otras guerrillas, eran las milicias urbanas, redes autónomas en la forma como realizaban sus tareas, a pesar de que dependían en mayor o menor grado de los frentes rurales (Vargas, 2009). Su función consistía en actividades de propaganda, consecución de material de intendencia, ataques y labores de inteligencia, secuestro y extorsión, entre otros. Muchos de los milicianos trabajaban medio tiempo como milicianos y el otro medio tiempo como delincuentes comunes, por lo que con frecuencia establecían alianzas con el crimen organizado.

Y así como las guerrillas, el crimen organizado, como el Cartel de Medellín, reconocía el valor estratégico que significaba llevar la guerra a los centros urbanos como Bogotá. En 1989, un camión bomba estalló frente al Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), lo que causó la muerte a 63 personas e hirió a 660. El 21 de enero de 1993 explotaron dos carros bomba, el primero en la calle 72 con carrera séptima, y el segundo en la calle 100 con carrera 33, lo que dejó un saldo de 20 heridos. Pocos días después, el 30 de enero, un carro bomba cargado con 100 kilos de dinamita en el centro de Bogotá dejó 25 personas muertas y 70 heridos; y el 15 de febrero estallaron dos bombas más en la capital, que ocasionaron la muerte a 4 personas. El 15 de abril de 1993 estalló otro carro bomba con 150 kilos de dinamita frente al centro comercial de la calle 93 con carrera 15, con un saldo trágico de 8 muertos y 242 heridos.

Asimismo, los ataques terroristas urbanos perpetrados por las milicias urbanas de las guerrillas fueron actos recurrentes en Bogotá. El 9 de diciembre de 1992, los ataques con dinamita a los hoteles Orquídea Real, Fontana, Tequendama y Hacienda Royal en Bogotá por parte del Ejercito de Liberación Nacional (ELN) dejaron 10 heridos. En 2002, una detonación por las FARC en la principal sede de la Policía Nacional dejó 3 muertos y 11 heridos; y ese mismo año, en el acto de posesión del presidente Álvaro Uribe Vélez, las FARC ocasionaron la muerte de 27 civiles por 13 granadas de mortero lanzadas contra la Casa de Nariño. Por otra parte, el 7 de febrero de 2003, el infame ataque de las FARC al Club El Nogal en Bogotá ocasionó la muerte de 38 civiles y 200 heridos. En 2006, un ataque con carro bomba por las FARC a la Escuela Superior de Guerra y la Universidad Militar en Bogotá dejó 2 muertos y 5 heridos.

Cabe destacar, sin embargo, que hay ciudades más vulnerables que Bogotá, como lo muestran acciones de mayor envergadura. Por ejemplo, el secuestro masivo de 186 personas por el ELN en una iglesia de Cali en mayo de 1999, utilizando uniformes del Ejército; el secuestro por parte de las FARC de 15 personas en un asalto al edificio Miraflores de la ciudad de Neiva en julio de 2001, y el secuestro en pleno centro de la ciudad de Cali de 12 diputados de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca en abril de 2002. Como lo evidenciaron también los actos vandálicos y terroristas de 2021, la ciudad de mayor riesgo es Cali, debido a Los Farallones, una extensión montañosa, selvática, con salida hacia el Pacífico. Por otro lado, ciudades como Ibagué, Neiva, Popayán, Pasto, Bucaramanga y Valledupar también son de alto riesgo, ya que las rutas de escape que proporciona la geografía de estas ciudades hace más fácil perpetrar este tipo de acciones para los grupos armados al margen de la ley.

A pesar del acuerdo de paz firmado en 2016 y la desmovilización de una parte de los combatientes de las PARC, no pueden desestimarse los peligros que aún entrañan las acciones de los grupos al margen de la ley para infligir daño en las ciudades colombianas; una docena de milicianos bien entrenados en acciones terroristas pueden llegar a ser más peligrosos que 3000 guerrilleros en algún lugar rural apartado de la geografía colombiana. Evidencia de ello son los 45 incidentes de terrorismo ocurridos en Bogotá entre el 2016 y el 2021. Por ejemplo, el 19 de febrero de 2017, una explosión perpetrada por el ELN en el barrio La Macarena dejó un policía muerto y 26 heridos, y el 17 de junio de 2017, una explosión en un baño de mujeres del Centro Comercial Andino llevada a cabo por el MRP dejó 3 muertos y 9 heridos. Adicionalmente, un atentado del ELN a la Escuela de Cadetes de la Policía Nacional de Colombia en 2019 dejó un trágico saldo de 22 muertos y 68 heridos.

Pero ahora las guerras de quinta generación pueden producirse en una variedad de ambientes y condiciones, y probablemente las zonas rurales, montañosas o selváticas seguirán albergando una proporción significativa de los conflictos. Sin embargo, gracias a la revolución de las tecnologías de la información y las comunicaciones, el escenario de la guerra (que puede implicar el uso de hostilidades cinéticas y no cinéticas) se expande también al escenario informativo, social y cognitivo (Álvarez-Calderón et al., 2017), cuyo epicentro se encuentra mayoritariamente en entornos urbanos. En el contexto actual, la globalización y su impacto en la disminución del poder del Estado se consideran las principales causas para el surgimiento de las guerras asimétricas que involucran a una variedad de actores, como las milicias, los carteles de la droga, las células terroristas, entre otros (Graham, 2004b). En consecuencia, y dado que “la población del planeta está migrando de las zonas rurales a las urbanas, se prevé que la guerra futura tendrá mayor asiento en áreas urbanas” (Kilcullen, 2013, p. 27), donde los conflictos y la violencia politizada se han hecho recurrentes (Fregonese, 2019).

Tal ha sido el caso de los actos vandálicos y terroristas en noviembre de 2019, septiembre de 2020 y mayo de 2021 en algunas ciudades de Colombia. Si bien estos se han presentado en el marco de legítimas manifestaciones sociales a causa de la crisis socioeconómica, existe plena evidencia de que distintos grupos criminales e insurgentes se han infiltrado en dichas manifestaciones para llevar a cabo acciones violentas y no violentas en contra del Estado, la fuerza pública y la propia ciudadanía. La mayoría de bloqueos ilegales en toda la geografía nacional, la destrucción con bombas molotov de los Centros de Atención Inmediata (CAI) de la Policía Nacional, la destrucción de la infraestructura de transporte público en las ciudades, el asesinato y las lesiones de miembros de las fuerzas de seguridad se han entretejido con operaciones de ciberguerra contra la infraestructura crítica cibernética del Estado, y con acciones de guerra de información, a través de la desinformación y la manipulación de las masas en redes sociales.

Geopolítica vertical y los retos inherentes de la guerra urbana

Como lo señalan Hoelscher y Norheim-Martinsen (2014), la violencia en las zonas urbanas se torna cada vez más compleja, haciendo borrosa la distinción entre la violencia política y la criminal. Hacerle frente a las múltiples amenazas híbridas urbanas actuales requiere, en países como Brasil, México o Colombia, una cooperación cada vez más coordinada entre la policía y las fuerzas militares. Pero las cualidades singulares del entorno urbano hacen que las operaciones de los servicios de seguridad del Estado sean difíciles y peligrosas, por lo cual estas cualidades ocupan un lugar prominente en el desafío de operar en áreas urbanizadas. Las ciudades poseen un gran número de civiles; son conurbaciones densas con infraestructuras vitales e instituciones sociopolíticas importantes, y suelen ser espacios tridimensionales desordenados que representan grandes desafíos logísticos y de navegación (Graham, 2006). Como afirma Ellefsen (1987):

el terreno urbano, que es un ambiente creado por el hombre, está compuesto de formas angulares, que raramente ocurren en terrenos no urbanos; estas formas no solo son angulares en un patrón planimétrico, sino también en la tercera dimensión. La verticalidad se vuelve de gran importancia, ya que esto no solo crea barreras extremadamente difíciles para el asalto, sino que proporciona a la defensa una forma artificial de “altura”. Planos de “suelo urbano alto” y, en muchos casos, un nivel subterráneo adicional, (p. 12; trad, propia)

La densidad explica gran parte del desafío de las operaciones urbanas (Hartman, 2004). En la mayoría de los otros entornos (selva, desierto, jungla, etc.), quienes combaten sobre el terreno no tienen que ocuparse de una tercera dimensión (la vertical), salvo en casos excepcionales, como cuando existe la amenaza de un ataque aéreo, cuando el adversario ha aprendido a usar los árboles del bosque para posicionar francotiradores o cuando una ladera de la montaña ofrece ocultamiento para el enemigo. Por el contrario, en una ciudad, la altura es una preocupación crucial, como la profundidad y el ancho del terreno. En un entorno urbano existe mayor espacio para inquietar a un combatiente, ya que las amenazas potenciales se distribuyen de manera volumétrica. Además, cada espacio dentro de ese volumen tiene potencialmente una mayor densidad de amenazas, ya que existen más enemigos por unidad de espacio que en cualquier otro teatro de operaciones, así como personal propio que puede ser accidentalmente asesinado o herido por fuego amigo.

Además, las numerosas ventanas, puertas, terrazas y otras aberturas ocultas permiten mejores posiciones de fuego. Pero los desafíos existen incluso si la misión no implica un combate, ya que los edificios bloquean las señales de comunicaciones y la navegación urbana se torna difícil si una unidad tiene solo mapas militares de escala estándar que carecen de detalles necesarios para moverse en un área edificada. Como indican Williams y Selle (2016), “las ciudades son en cierto modo un gran nivel en la guerra, negando muchas de las ventajas de la alta tecnología, restringiendo las oportunidades para las operaciones de maniobra y ralentizando el ritmo de la batalla” (p. 1; trad, propia).

Como el espacio de batalla en las ciudades es tridimensional, con características subterráneas, de superficie y de techos de gran importancia militar, es probable que las operaciones ocurran simultáneamente en y alrededor de todos estos elementos. Como lo señala Graham (2004c): “en un terreno totalmente urbanizado, la guerra se hace profundamente vertical, llegando hasta torres de acero y cemento, y hacia abajo en alcantarillas, líneas de metro, túneles de comunicación y similares” (p. 2; trad, propia). En efecto, un desafío de la guerra urbana lo plantean las construcciones subterráneas. Desde un principio, los seres humanos utilizaban el subsuelo para almacenar agua y alimentos, protegerse de condiciones climáticas extremas, enterrar a sus muertos y escapar de tribus hostiles, como lo atestiguan las ciudades subterráneas construidas para la defensa, como Turin (Italia) y Oppenheim (Alemania). Asimismo, hay muchos ejemplos de asentamientos más pequeños construidos como sistemas de defensa subterránea, como los construidos a lo largo de la línea Maginot en Francia, el Adlernest en Alemania y el Pentágono en los Estados Unidos.

En este orden de ideas, es necesario que la geopolítica base sus análisis urbanos en la “geopolítica de verticalidad”, un concepto desarrollado por el arquitecto Eyal Weizmann en 2002 para describir la arquitectura de la guerra israelí-palestina. Este tipo de análisis enfrenta al menos cuatro desafíos (Graham, 2004c):

  1. Al adoptar una visión totalmente tridimensional del espacio-tiempo, debe situar el poder de matar y la “guerra centrada en redes” en el contexto de la verticalización del territorio que conlleva la urbanización y el crecimiento de complejos subterráneos.

  2. Debe incluir en la imaginación geopolítica contemporánea un paradigma que aborde las formas en que el poder aeroespacial se utiliza con el fin de coordinar el acceso y el control geopolítico sobre recursos claves subterráneos (petróleo, agua, tierras raras, etc.), para alimentar las demandas ecológicas de los complejos urbanos occidentales.

  3. Una imaginación geopolítica vertical debe analizar cómo las distanciadas verticalidades de la vigilancia, la focalización y la matanza en tiempo real enfrentan el poder corpóreo de las resistencias a las fuerzas convencionales de los Estados, en formas que rompen las separaciones tradicionales de “nacional” e “internacional”, “militar” y “civil”, “doméstico” y “extranjero”1.

  4. Una geopolítica de la verticalidad debe analizar las formas en que el poderío total de sistemas militares de comunicaciones, vigilancia y focalización de las fuerzas convencionales de los Estados se está integrando en los espacios civiles, domésticos y transnacionales. La evaporación de la frontera entre las acciones policiales y militares a raíz de fenómenos como la convergencia criminal y la guerra híbrida ha hecho que el crimen organizado, los hackers y los manifestantes detenten en la actualidad el mismo tipo de poder electrónico y militar verticalizado y virtualizado de vigilancia que esgrimen las Fuerzas Militares más sofisticadas del mundo.

Pero los aspectos físicos propios del terreno urbano son solo parte de cualquier ecuación estratégica de la guerra urbana, ya que el factor humano es igualmente importante. Los seres humanos pueblan el terreno urbano en gran número y, por supuesto, en cantidades mayores que cualquier otro tipo de ambiente operativo. Por ello, la presencia de un gran número de no combatientes y su interacción con fuerzas amistosas u hostiles juegan un papel crítico en los resultados de las operaciones urbanas (Gerwehr & Glenn, 2000). En este sentido, la política de combate urbano por parte de las fuerzas militares iraquíes, las milicias chiitas y las fuerzas especiales norteamericanas que combatieron contra Daesh por la retoma de la ciudad de Mosul entre octubre de 2016 y julio de 2017 consistió en “limpiar” y sostener las áreas urbanas sobre la base de conquistar habitación por habitación, edificio por edificio y calle por calle.

En las guerras urbanas, los ataques a la infraestructura de agua, gas, transporte, electricidad, alcantarillado y vivienda pueden tener un efecto inmediato y debilitador, ya que las ciudades no pueden sobrevivir sin estos sistemas. Sin embargo, según Pullan (2022), hay otras formas de destrucción que son más insidiosas y afectan la ciudad a un nivel ontológico más que sistemático, al destruir no solo sus funciones físicas, sino también sus configuraciones y relaciones básicas, así como las expectativas y percepciones sobre ellas. Al respecto, el término “urbicidio”, o asesinato de ciudades, se refiere a la destrucción urbana deliberada y premeditada, así como la eliminación del tejido y una cultura urbana (Coward, 2009). Se utilizó por primera vez para describir la devastación de las ciudades bosnias durante la década de los noventa (Bogdanovic, 1994), aunque bien puede extrapolarse a sucesos más recientes como la destrucción de las ciudades sirias entre 2011 y 2016 o las ciudades del este ucraniano en 2022.

Por consiguiente, la guerra urbana tiende a ser una empresa sangrienta, costosa, desorientadora, que consume mucho tiempo y requiere el sacrificio de muchas vidas (por ejemplo, se estiman en 40000 las bajas civiles en la retoma de Mosul). Los civiles no combatientes y su infraestructura concomitante están significativamente presentes en la guerra urbana, lo que exige reglas de enfrentamiento que restrinjan el uso de la capacidad de fuego de las fuerzas convencionales. Cualquier operación en áreas urbanas garantiza tener un gran número de civiles no combatientes en las inmediaciones, y ni el Derecho Internacional Humanitario ni el Derecho Internacional de los Conflictos Armados permiten la existencia de víctimas civiles en dichos conflictos. Adicionalmente, dada la dependencia de la ciudadanía de la energía eléctrica, el agua y otros tipos de infraestructura de apoyo, la destrucción de estas instalaciones también es inaceptable.

En este sentido, inducir a la batalla en un entorno urbano a una fuerza cuantitativa y cualitativamente superior hace parte de una estrategia asimétrica. Como lo han hecho grupos criminales y terroristas en Colombia, conducir a un oponente poderoso a un territorio complejo, situándolo además entre la población civil, lo obliga a reducir sus capacidades en la recopilación de información, mando y control. Esta es una táctica que encarna el pensamiento asimétrico2. Así, en resumen, la gran dificultad de operar en entornos urbanos puede atribuirse en buena parte a estos dos factores: la singularidad física del terreno urbano y la presencia de una densa y numerosa población no combatiente (Figura 3).

Fuente: adaptado de Gerwehr y Glenn (2000

Aspecto Tipo de terreno
Urbano Desierto Jungla Montaña
Número de combatientes ALTO BAJO BAJO BAJO
Cantidad de infraestructura de alto valor ALTO BAJO BAJO BAJO
Campos de batalla multidimensionales NO ALGUNOS
Reglas de enfrentamiento restrictivas NO NO NO
Detección, observación, rangos de enfrentamiento CORTO LARGO CORTO MEDIO
Vías de aproximación MUCHAS MUCHAS POCAS POCAS
Libertad de movimiento y maniobra BAJO ALTO BAJO MEDIO
Funcionalidad de comunicaciones DEGRADADA NORMAL DEGRADADA NORMAL
Requerimientos logísticos ALTO ALTO MEDIO MEDIO

Figura 3. Diferencias entre terreno urbano y otros tipos de terreno de operación.

Esta es la esencia de la guerra urbana como una estrategia asimétrica. Es importante destacar que la fuerza en posesión de una ciudad, con tiempo para prepararse o ser apoyado por una población amistosa no combatiente, a menudo encuentra algunas de estas dificultades aliviadas; pero no es así para la fuerza expedicionaria. Por ejemplo, los defensores egipcios de la ciudad de Suez en 1973 pudieron confiar en civiles no combatientes amistosos como mensajeros, cuando la radio y otros métodos de comunicación fallaron, mientras que las fuerzas israelíes en este caso no tenían esa opción.

A finales de la década de 1990, el cuerpo de Marines de los Estados Unidos describió este combate urbano híbrido como la “guerra de las tres cuadras” (three block warfare). La guerra de las tres cuadras contempla que en la primera “cuadra” los tanques y el poder aéreo apoyen ataques convencionales para destruir combatientes enemigos o capturen alguna posición geográfica. En la siguiente “cuadra”, una fuerte presencia militar protege la infraestructura vital y la población civil contra los ataques guerrilleros y terroristas. En una tercera “cuadra”, una unidad militar se centra en la capacitación y el trabajo con la policía, la reconstrucción de la infraestructura y el establecimiento de instituciones civiles de gobernanza en estrecha cooperación con el gobierno anfitrión y la población civil. De acuerdo con Dimarco (2012), “esta es la esencia del combate urbano contemporáneo y futuro. El éxito en la guerra de las tres cuadras requiere fuerzas terrestres organizadas, entrenadas y equipadas para la guerra urbana en el siglo XXI” (p. 213; trad, propia).

Conclusiones

Prepararse para la guerra en el futuro significa prepararse para el combate en las grandes ciudades. Recapitulando, en los albores del siglo XIX, solo el 3 % del mundo vivía en ciudades; para 1900, este porcentaje aumentó a 13%; en 1950, todavía menos del 30% del mundo había sido urbanizado; pero, desde entonces, la población urbana en el mundo se ha cuadruplicado. En la medida que la urbanización se acelera, también es probable que el conflicto urbano aumente. Cuando las poblaciones rurales emigran a las ciudades, los grupos armados organizados (GAO) y los grupos delincuenciales organizados (GDO) que dependen de ellas para subsistencia, información, financiación y ocultación deben seguirlas, como ha sido el caso del ELN o el Clan del Golfo. Además, para los terroristas que buscan una mayor exposición de sus acciones en los medios de comunicación, la atención de la prensa es más fácil de conseguir en la ciudad (Edwards, 2000).

Numerosos ejemplos recientes (Afganistán, Yemen, Siria y Ucrania, entre otros) muestran que la relación entre las ciudades y la guerra es profunda y compleja. Al ser las ciudades cada vez más el escenario preferido de los conflictos armados, las lesiones y muertes de civiles y el “urbicidio” son las causas más obvias e inmediatas de preocupación. Además, para un enemigo, las casas de hormigón ofrecen posiciones de combate fortificadas y listas para usarse. Las gruesas paredes de muchos edificios ofrecen protección contra el fuego de armas pequeñas, y se pueden habilitar pequeñas aberturas en las paredes interiores para proporcionar escondites protegidos para francotiradores. Los subterráneos proporcionan una red de espacios para almacenar armas y municiones, alimentos y otros suministros, además de brindar refugio y espacio para comunicaciones a través de computadoras, teléfonos celulares y similares.

Por consiguiente, para el caso colombiano, existen varios incentivos políticos, económicos y militares para que los adversarios del Estado decidan luchar en las ciudades. Además, muchos de estos grupos criminales creen que el público colombiano tiene una visión antiséptica de la guerra, es decir, una expectativa poco realista de que la guerra puede librarse con mínimas bajas. En este sentido, el combate en las ciudades les ofrece una manera de causar mayores daños y víctimas, para afectar la legitimidad de la acción de la fuerza pública. Adicionalmente, la presencia de civiles no combatientes en áreas urbanas requiere generalmente reglas de enfrentamiento más estrictas, que prohíben o limitan la efectividad de armas pesadas tales como la artillería y el poder aéreo, como ocurrió en la Operación Orion, llevada a cabo entre en octubre de 2002 en la Comuna 13 de Medellín por parte de miembros de las Fuerzas Militares y la Policía en contra de las milicias urbanas de las FARC y de paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia.

Por otro lado, es probable que, en esta dinámica urbanizadora, los recién llegados a zonas urbanas experimenten algún grado de frustración debido a la decepción económica y las expectativas insatisfechas de obtener una mejor calidad de vida para ellos y sus familias. En este contexto, un gran número de jóvenes desempleados o subempleados podrían tener incentivos para luchar y participar en el crimen organizado u otras actividades al margen de la ley. Por esa razón, la urbanización no controlada puede contribuir al crecimiento de la insurgencia, el terrorismo y otras formas de violencia e inestabilidad política (Rosenau, 1997).

En este sentido, hay factores que probablemente contribuyen a una mayor violencia en las zonas urbanas, como las crisis económicas y la incapacidad de los gobiernos de responder a la movilización política y social generada por la urbanización y la demanda popular de mayores oportunidades políticas y económicas. Efectivamente:

cuando las exigencias de las ciudades rebasan las capacidades institucionales, el resultado suele ser una superación de los gobiernos locales por la violencia, la proliferación de prácticas informales y/o delictivas, la territorialización de los grupos criminales y, finalmente, el control de la sociedad por estos. En este contexto, las ciudades contemporáneas se ven sometidas a disputas por el control político y económico de territorios entre una variada gama de actores criminales que logran en ocasiones generar lealtades sociales y cerrar acuerdos políticos con los sectores marginados de la sociedad. (Patiño, 2016, p. 15)

Finalmente, la pandemia del covid-19, considerada la peor crisis de salud pública de los últimos cien años (Álvarez-Calderón & Botero, 2021), ha sido predominantemente un fenómeno urbano (su epicentro fue la ciudad china de Wuhan), a pesar de que alcanzó incluso zonas rurales remotas3. En un mundo globalizado, un virus altamente contagioso como este obligó a que los gobiernos establecieran cuarentenas prolongadas y recurrentes. Por consiguiente, y de cara al peligro de contagio y el aumento en las tasas de desempleo, millones de personas en países como Chile o Colombia emigraron de las ciudades a las zonas rurales y pueblos más pequeños, algunos posiblemente de forma permanente. Si bien es prematuro calcular si la pandemia del covid-19 conducirá a cambios estructurales en materia urbana, las perspectivas a largo plazo continúan prediciendo que el mundo se urbanizará aún más en la próxima década, desde un 56,2% hasta un 60,4% para 2030 (United Nations Human Setdements Programme [UN-Habitat], 2020). Sin embargo, a medida que el mundo se desliza en una recesión no vista desde la Gran Depresión, las áreas urbanas (que representan más del 80 % del PIB global) se verán afectadas ante la insuficiencia de fondos para la atención de proyectos de desarrollo urbano y erradicación de la pobreza, lo que incrementará los cinturones de miseria, la criminalidad y el descontento social.

En consecuencia, las Fuerzas Militares están inexorablemente llamadas a comprometerse en una serie de misiones en entornos urbanos, lo que puede incluir misiones de estabilidad y apoyo en el marco de operaciones de paz. En términos generales, estas misiones podrían comprender: 1) operaciones especiales, es decir, rescate de rehenes, reconocimiento, acción directa y otras misiones con unidades pequeñas y bien entrenadas que operen normalmente en entornos hostiles; 2) apoyo a la paz o estabilización, ya sea unilateralmente o en coalición mediante la acción integral (estas misiones generalmente implican asistencia humanitaria y médica, alivio de desastres, contrainsurgencia, vigilancia, entre otros); 3) estrategias de aislamiento, contención y/o negación bajo la asistencia militar a fuerzas de policía (si una parte del terreno urbano es controlada por hostiles, pero su captura no es de necesidad inmediata, es posible que se requiera que las Fuerzas Militares lo rodeen); 4) ataques para capturar o controlar el terreno urbano de los hostiles, y 5) defensa móvil o estática de una dudad contra un ataque inminente. Las ciudades no son entidades independientes, ya que dependen del apoyo de su hinterland regional y nacional, e incluso internacional.

Es importante señalar que las futuras operaciones urbanas, como lo demuestran los registros históricos, no se deben limitar al combate militar. Si bien las FE MM. colombianas cuentan con varios manuales operacionales para entornos urbanos -como, por ejemplo, el Manual de combate urbano irregular y el Manual de unidades de asalto en áreas urbanas-, es útil recordar que la guerra suele abarcar los ámbitos sociales, políticos y económicos, además de los militares, y el comandante militar tiene que lidiar con todos ellos, con el objetivo no solo de enfrentar las amenazas, sino, sobre todo, de proteger a la población. En este caso, si bien la inteligencia de fuentes abiertas (OSINT), la inteligencia humana (HUMINT), la inteligencia geoespacial (GEOINT), la inteligencia de señales (SIGINT), la inteligencia de imágenes (IMINT), entre otras, son herramientas indispensables para la conciencia situacional, para comprender el escenario operacional, en una ciudad se hace indispensable una fuente crítica de inteligencia, que Tatham (2022) denomina como inteligencia de población (POPINT).

Hasta el momento, la mayor parte de la inteligencia militar había estado dirigida al adversario, pero no a comprender una población. Entonces, debido a que la población civil es una parte integral del entorno urbano, el combate urbano debe estar estrechamente coordinado y sincronizado con las políticas públicas encaminadas a mejorar el nivel de vida de los habitantes de los barrios marginales en las ciudades. No será posible ejecutar operaciones de combate urbano verdaderamente exitosas a menos que respondan a la protección y el bienestar de la población civil, y cooperen con la política pública que busque satisfacer adecuadamente las necesidades de los residentes urbanos (Marks, 2003).

En últimas, los espacios urbanos tenderán a ser cada vez más el foco de la violencia organizada contemporánea, ya sea política o criminal, debido a las posibilidades de organización y clandestinidad que brindan las ciudades y las nuevas tecnologías. La disputa por el control del territorio y el surgimiento de la criminalidad urbana no solo obedecen a la pobreza y la exclusión provocadas por la acelerada urbanización, sino también a la incapacidad del Estado para controlar el territorio y ofrecer a los ciudadanos unos determinados niveles de seguridad y bienestar. Este desafío a los Estados por el control de las ciudades “representa, más que una amenaza para la seguridad de las ciudades en sí mismas, una amenaza para la seguridad nacional” (Patiño, 2016, p. 17). En este contexto de guerra en el complejo escenario de las ciudades, más allá de la seguridad pública, es la seguridad nacional la que está permanentemente en juego.

Agradecimientos

Los autores desean agradecer a la Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto” por su apoyo en la realización de este artículo.

Referencias

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1Por ejemplo, después del 11 de septiembre de 2001, los drones de las Fuerzas Militares y de la Agencia Central de Inteligencia, así como de las policías federales y locales de los Estados Unidos, sobrevuelan las ciudades norteamericanas, así como las de regiones apartadas en Oriente Medio. De este modo, practican la guerra urbana tanto en las ciudades del país como en las de otras latitudes.

2Un ejemplo canónico del análisis asimétrico del conflicto de alta intensidad fue la batalla por Stalingrado en 1942, donde las fuerzas soviéticas redujeron las ventajas alemanas en el poder aéreo y la artillería al forzar a la Wehrmacht a una lucha brutal en un terreno urbano bien conocido por los soviéticos.

3De acuerdo con la UNEP (2016), el movimiento entre ciudades ha impactado significativamente la propagación de epidemias como el SARS, que tuvo origen en la provincia de Guangdong en China en 2003 y se extendió a treinta países de todo el mundo durante un periodo de seis meses. Asimismo, el estallido de la fiebre del ébola entre 2013 y 2015 fue particularmente virulenta en barrios marginales de las principales ciudades costeras de África occidental (Álvarez-Calderón et al., 2021).

Citación APA: Álvarez-Calderón, C. E., Aguirre, C. L„ Coronado Camero, F. & Sierra-Gutiérrez, W. A. (2022). La guerra en las ciudades: complejidad y desafíos actuales para la seguridad nacional. Revista Científica General José María Córdova, 20(40), 753-778. https://dx.doi.org/10.21830/19006586.1025

Financiamiento

Los autores no declaran fuente de financiamiento para la realización de este artículo.

Sobre los autores

Carlos Enrique Álvarez-Calderón es estudiante del Doctorado en Estudios Estratégicos, Seguridad y Defensa de la Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”. Magíster en relaciones internacionales y politólogo. Becario del Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa William J. Henry. Profesor e investigador de la Escuela Superior de Guerra. Investigador asociado categorizado por Minciencias. Asesor del Comando de Apoyo de Combate de Inteligencia Militar. https://orcid.org/0000-0003-2401-2789 - Contacto: carlos.alvarez@esdeg.edu.co

Carlos Leonardo Aguirre es Teniente Coronel del Ejército Argentino. Magíster en estrategia y geopolítica de la Escuela Superior de Guerra del Ejército Argentino, y licenciado en administración de empresas de la Universidad de la Defensa, Argentina. Es oficial de Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas y oficial de Estado Mayor del Ejército. Especialista en conducción de fuerzas terrestres y en planeamiento militar conjunto. https://orcid.org/0000-0002-8147-6371 - Contacto: carlos.aguirre@ejercito.mil.ar

Faiver Coronado-Camero es estudiante del Doctorado en Estudios Estratégicos, Seguridad y Defensa de la Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”, y es magíster y especialista en seguridad y defensa nacionales de la misma Escuela. Profesional en ciencias militares de la Escuela Militar de Cadetes. Es docente investigador de la Escuela Superior de Guerra. https://orcid.org/0000-0003-3327-8386 - Contacto: faiver.coronado@esdeg.edu.co

William Alfredo Sierra-Gutiérrez es estudiante del Doctorado en Estudios Estratégicos, Seguridad y Defensa de la Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”, y es magíster y especialista en seguridad y defensa nacionales de la misma Escuela. Profesional en ciencias militares de la Escuela Militar de Cadetes. Es docente investigador de la Escuela Superior de Guerra. https://orcid.org/0000-0002-0640-7907 - Contacto: william.sierra@esdeg.edu.co

Recibido: 04 de Julio de 2022; Aprobado: 15 de Septiembre de 2022; Publicado: 01 de Octubre de 2022

*Contacto: Carlos Enrique Álvarez-Calderón carlos.alvarez@esdeg.edu.co

Declaración de divulgación

Los autores declaran que no existe ningún potencial conflicto de interés relacionado con el artículo. El presente artículo se basa en el artículo titulado “Geopolítica vertical y el fenómeno de urbanización de la guerra en el siglo XXI” de 2017, que presenta los resultados del proyecto de investigación “Desafíos y nuevos escenarios de la seguridad multidimensional en el contexto nacional, regional y hemisférico en el decenio 2015-2025”, del grupo de investigación Centro de Gravedad de la Escuela Superior de Guerra “General Rafael Reyes Prieto”, categorizado como A por MinCiencias y con código de registro COLO 104976. Los puntos de vista pertenecen a los autores y no reflejan necesariamente los de las instituciones participantes.

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