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Revista republicana

versão impressa ISSN 1909-4450versão On-line ISSN 2256-5027

Rev. repub.  no.25 Bogotá jul./dez. 2018

https://doi.org/10.21017/rev.repub.2018.v25.a48 

Artículos

PIEZAS CLAVE DEL PENSAMIENTO POLÍTICAMENTE CORRECTO EN LA CULTURA CONSTITUCIONAL COLOMBIANA: LA GUERRA Y LAS ARMAS VERSUS PAZ, LEGALISMO Y PURISMO JURÍDICO*

Key pieces of the politically correct thought in the Colombian constitutional culture: war and arms versus peace, legalism and legal purism

Melba Luz Calle Meza** 

José Ignacio Lacasta-Zabalza*** 

** Doctora en Derecho por la Universidad de Zaragoza, España. Magíster en Derecho Público de la Universidad de París II y de la Universidad de Oviedo-España. Abogada de la Universidad del Rosario. Profesora de planta de tiempo completo de Teoría e Historia Constitucional de la Facultad de Derecho-Campus de la Universidad Militar Nueva Granada.

*** Doctor en Derecho por la Universidad de Zaragoza, España. Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza, España. Profesor del Doctorado en Derecho de la Universidad Libre.


RESUMEN

En este artículo se analizan en perspectiva crítica algunos rasgos del tradicional pensamiento política y jurídicamente correcto en Colombia. Aspectos que se suelen solapar y dispersar como piezas sueltas, consideradas inocuas, de la historia constitucional local. Aquí se establecen los vasos comunicantes entre los prejuicios y tópicos exhibidos generalmente en los estudios universitarios de Derecho y los lugares comunes repetidos sin ningún pudor en ensayos como el reciente y exitoso ¿Por qué fracasa Colombia? de Enrique Serrano (2016). Los tópicos tradicionales que se critican aquí se resumen así: de una parte, la contraposición tradicional entre Bolívar y Santander, adjudicándole a aquel las armas y a este las leyes, como algo más «natural» del ser nacional colombiano, junto a la presunta ejemplaridad democrática colombiana por no haber tenido largas dictaduras militares como ocurrió en otros países latinoamericanos. De otra parte, el purismo legalista de un Derecho supuestamente ajeno a la influencia del nacionalcatolicismo pero, en verdad, desconectado de la ética y la realidad sociales.

Palabras clave: políticamente correcto; campo jurídico; Santander; «el hombre de las leyes»; Bolívar dictador; teoría impura del derecho; el fracaso de Colombia; cultura constitucional colombiana

ABSTRACT

In this article, some aspects of traditional political and juridically correct thinking in Colombia are analyzed in a critical perspective. Aspects that tend to overlap and disperse as loose pieces, considered innocuous, of the local constitutional history. Here the communicating vessels are established between the prejudices and topics usually exhibited in university law studies, and in the press, and the commonplaces repeated without shame in essays such as the recent and successful one. Why does Colombia fail? by Enrique Serrano (2016). The ideas that are developed are the following: a) The fallacy of the opposition between Bolívar and Santander, awarding to him the weapons and to this the laws as something more «natural» of the Colombian national being; b) The falsity of the Colombian democratic exemplary because it has not had military dictatorships like other Latin American countries; c) The forgetting of what has been and is the Law, which is so invoked, for the Colombian oligarchy. d) The always problematic Colombian social reality to which the Law can not and should not be alien.

Key words: politically correct; legal field; Santander; «the man of the laws; Bolívar dictador»; impura theory of law; Colombian failure; Colombian constitutional culture

INTRODUCCIÓN

Lo políticamente correcto es un lugar común periodístico con origen cultural norteamericano. Se refiere a la crítica de ciertos usos del lenguaje que incluye, de modo loable, un rechazo a las discriminaciones de colectividades sociales. Así, no es de buen tono hablar de «negros» sino de ciudadanos «afroamericanos» (Lacasta, 1997). Aquí aplicamos esa noción al plano jurídico y político colombiano para referirnos a los tópicos que dominan la cultura local como consecuencia del vacío creado por la escasez de estudios críticos de la propia historia conexa con la realidad social. Porque, si se abandona el reconocimiento de la presencia en la conciencia jurídica local de fenómenos como la ascendencia de la religión católica o si decae la crítica defensora de la laicidad y la justicia social, ese vacío lo llenan los lugares comunes, que suelen ser un lastre para el avance del pensamiento liberador y emancipador. Es lo que configura el pensamiento correcto, lo aceptable vestido de sentido común (disfraz siempre grato para las ideas ultraconservadoras), lo que cae bien en una conversación en la Universidad o en la calle, que hace de la Constitución y del mismo Derecho un artefacto petrificado al servicio de intereses nada democráticos y a favor de que nada cambie en una sociedad en la que urge trastocar ese cimiento de la desigualdad que hiere todos los días nuestra vista y hábitos.

Una suma o compendio de esos lugares comunes, sin el menor respaldo histórico ni científico, la representa la obra de Enrique Serrano, ¿Por qué fracasa Colombia? (2016).

De quien no se sabe qué llama más la atención, si el desparpajo con que afirma cuestiones que no tienen verificación alguna o, si se quiere, son meros disparates, actitud que recuerda a la de los revisionistas españoles de la historia (los Pío Moa y César Vidal), quienes suelen repetir mucho la expresión «sin complejos», o el éxito de público que ha tenido, en la prensa e incluso (parece mentira) alguna que otra universidad.

No hay que subvalorar ese tipo de revisionismo histórico que cuenta a su favor con el desconocimiento generalizado de la historia y la filosofía. En España, los antes citados Pío Moa y César Vidal se han hecho con un público numeroso a su favor que justifica la guerra civil de Franco en 1936, la cual costó un millón de muertos, mediante el notorio e interesado olvido del ilícito inicio de esa guerra franquista que se dirigió contra una Constitución democrática, la de 1931, y contra el régimen legítimo de la República española.

Porque una de las tesis centrales de Serrano consiste en oponerse al movimiento de la Independencia de Colombia, el que iniciara Nariño y terminara Bolívar, y a las ideas liberales que lo inspiraban, con la excusa de ser algo así como antinatural. La «Independencia se veía como algo incierto, inútil, doloroso» y lo mejor y más conveniente era seguir como hasta entonces, en un régimen colonial en el que los colombianos, criollos o indígenas, mestizos o afrodescendientes, no pintaban nada en absoluto, carecían de derechos y de representación institucional.

La revuelta de los Comuneros del Socorro se convierte, contra toda la historia documentada y el lenguaje de José Antonio Galán, en un movimiento dinástico de una población que se sentía (textualmente) «razonablemente cómoda» en el Imperio español (Serrano, 2016, pp. 166-167).

Y enarbola el autor una de las armas preferidas por el pensamiento políticamente correcto del conservadurismo colombiano: el vilipendio de Simón Bolívar. Quien queda descrito así: «Eso explica el hecho de que fuera dirigida por un extranjero, pues al fin y al cabo Bolívar era un extranjero, alguien con ideas y un pensamiento ajenos a la substancia de la nación» (Serrano, 2016, pp. 166-167).

Ciertamente, una constante de ese pensamiento de lugares comunes es presentarlo como un dictador proveniente de tierras ajenas o contrapuesto al hombre de leyes, este sí del terruño, que fuera Francisco de Paula Santander.

Prejuicios de un mal disimulado nacionalismo, que no surgen solamente del revisionismo de Serrano y otros, destinados a alimentar las mentes del hombre de la calle o la demagogia periodística, sino que pueden leerse en trabajos universitarios de un cierto nivel y especialización surgidos de nuestras facultades de Derecho, como en Génesis del Derecho Comercial Colombiano. El hijo de la guerra de los supremos: proyecto de código de comercio de 1842, de J. Almonacid (2014).

Estos y similares planteamientos clave del pensamiento política y jurídicamente correcto en Colombia se analizan críticamente aquí. Interpretaciones que se suelen solapar y dispersar como piezas sueltas, consideradas inocuas, de la historia constitucional local. Pero aquí se logra establecer los vasos comunicantes entre este tipo de prejuicios y tópicos exhibidos generalmente en los estudios universitarios de Derecho, y en la prensa, y los lugares comunes repetidos sin ningún pudor en ensayos como el reciente y exitoso ¿Por qué fracasa Colombia? de Enrique Serrano (2016).

ESTRATEGIA METODOLÓGICA Y PROBLEMAS DE INVESTIGACIÓN

Metodológicamente, este escrito se refiere a la cultura jurídica y constitucional colombiana, materia que hilvana todos los apartados del artículo. De esa cultura se presta especial atención, en la primera parte, a piezas de la historia constitucional relativas al papel desempeñado por personajes como Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander y los lugares comunes acuñados sobre su enfrentamiento ideológico entre armas y guerra, por una parte, y leyes, orden o paz, por el otro. Tópico que se relaciona con la presunta ejemplaridad democrática colombiana por no haber tenido largas dictaduras militares como ocurrió en otros países latinoamericanos. Y, en la segunda parte, se hace referencia al purismo legalista de un Derecho fuertemente influenciado por la Teoría Pura de Hans Kelsen y presentado como ajeno a la influencia de la religión católica pero, en verdad, desconectado de la ética y la realidad sociales. Y se demuestra que tales lugares comunes son frecuentes en obras de gran éxito en el país como el citado Por qué fracasa Colombia pero, también, La Teoría impura de D. López, en forma destacada.

Se ha usado especialmente el método comparativo, en lo jurídico y lo político y en lo concerniente a España y Colombia, pues ciertas concepciones españolas como el nacionalcatolicismo, se reproducen en Colombia, con sus peculiaridades. Esta es una investigación fundamentalmente cualitativa y en perspectiva transdisciplinaria. El análisis se apoya en la Filosofía y Sociología del Derecho, la Ciencia Política y la Historia Constitucional. Y se han integrado los métodos histórico y lógico, el análisis y la síntesis. Las fuentes utilizadas fueron todas primarias, se consultaron directamente las obras de los autores colombianos así como las de los clásicos de la Filosofía del Derecho.

1. Piezas de historia constitucional: Armas y leyes o Simón Bolívar demediado. Sobre la función neogranadina del Derecho (Indalecio Liévano Aguirre).

Para profundizar en las ideas que aquí se objetan a ese pensamiento colombiano, considerado jurídica y políticamente correcto, se requiere profundizar en algunas piezas clave de la historia constitucional local.

El estudio de historia constitucional de Roberto Gargarella (2014), La sala de máquinas de la Constitución, lleva como expresivo subtítulo Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010). En él Gargarella sostiene que, después de la conmoción mundial de la Independencia de las naciones latinoamericanas, los proyectos constitucionales se debatieron entre dos fuerzas actuantes, dos ideales principales, que fueron los del principio de la «autonomía individual» y los del ideal de «autogobierno colectivo» (pp. 20-22). Del primero, casi hay que decir que es algo consustancial a las doctrinas liberales, el lugar primordial de los derechos individuales, lo que tiene que ver con otra gran cuestión que es la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado; del autogobierno, cabe afirmar que fue tomado del ejemplo de los Estados Unidos, por aplicar sus distancias con Inglaterra, su célebre no hay impuestos sin representación (no taxation without representation), en el sentido de plantear lo mismo a España o a Portugal, en el caso de Brasil. Este segundo aspecto lleva consigo otra importante dimensión: una vez fuera las manos de la antigua metrópoli sobre lo que eran sus colonias, se trata de determinar el lugar que les corresponde a los órganos mayoritarios en el proceso de la toma de decisiones nacionales o, dicho de otro modo, cómo se expresa la voluntad colectiva en las nuevas instituciones, cómo es la representación popular y qué hacer, en general, con las mayorías. Es lo que Gargarella describe con un acertado criterio neologista para llamar la atención sobre los problemas del mayoritarismo que, en verdad, han fijado un núcleo duro y permanente de cuestiones difíciles de resolver en algo más de dos siglos de existencia del constitucionalismo latinoamericano.

Hay una notoria influencia en toda América Latina del constitucionalismo francés y del norteamericano. Rousseau inspira las ideas revolucionarias de los modelos constitucionales provenientes de Francia, muy tenidos en cuenta por los sectores republicanos y radicales latinoamericanos. En tanto que el constitucionalismo de los EE. UU. tiende a simbolizar el control del poder, los límites de su ejercicio, la separación de la Iglesia del Estado y todo lo que atañe a una cultura que propugna el despliegue de los derechos individuales en todos los órdenes.

Pero, junto a estas dos tendencias francesa y anglosajona, se señala otro ascendiente, no menor, que es la poderosa inercia: se le puede resumir así, de los más de trescientos años de colonización española, apoyados en la Espada y la Cruz, que configuran un sistema muy conservador en las tradiciones, en la religión única, en un orden político de carácter todavía estamental y en las consecuencias dramáticas de un orden económico desigual e injusto de raíz.

Asimismo, en América Latina, desde la segunda mitad del siglo XIX, los modelos del radicalismo constitucional no ofrecen una duración razonable, pero ejercen siempre, como límites, una notoria influencia en los paradigmas liberales sobre todo, pero también en los conservadores, por fijar hasta dónde se puede llegar en materia de libertades. Puede hablarse de un fenómeno general de fusión entre tendencias conservadoras y liberales en casi todos los países durante la segunda mitad del siglo XIX (Gargarella, 2015 ).

En Colombia, sin embargo, con la Constitución de 1886, se produce una fuerte inyección predominante de conservadurismo presidencialista, con el papel del retorno de la Iglesia católica en la educación y en puestos sociales clave, competencias extraordinarias y estados de excepción que pueden surgir -y de hecho surgieron- de la Presidencia de la República, y una filosofía harto excluyente en sentido político (la tendencia federalista-radical no estuvo representada en el proceso constituyente ni en el reparto del poder), pero así mismo en el plano social, a propósito de las condiciones económicas exigidas a los votantes para que lo fueran (Calle, 2014).

Una reflexión especial merece el papel desarrollado por Simón Bolívar que, en principio, Gargarella (2014) describe con acierto al poner en primer plano sus características militares, su posterior objetivo político y constitucional de consolidar el más que difícil triunfo conseguido por las armas (pp. 16-17). La comprensión del rol de Bolívar reside en ver cómo se entrelazan los dos factores, el militar y el político; una función que no tiene nada que envidiar a los individuos históricos que cambian con su acción excepcional el curso de los acontecimientos y que Hegel encarnó, entre otros, en la figura y protagonismo de Napoleón Bonaparte.

En las Memorias del general Pablo Morillo (2010), de gran interés, hay un llamado recuento del general español Miguel de la Torre que pone al desnudo la complejidad de las circunstancias en las que Bolívar se veía envuelto en 1820, lo que este transmite en parte de su correspondencia.

El rey Fernando VII había jurado lealtad a la Constitución de 1812, muy a su pesar el régimen creado era en consecuencia liberal y la situación completamente nueva, pues ya no había lugar a argumentar contra la tiranía. Escribía de la Torre, citado en el recuento de Morillo: «los españoles de dos hemisferios formaban una misma familia llamada a disfrutar de iguales derechos de propiedad, libertad civil y seguridad personal» (Morillo, 2010, pp. 225-229). Se trata ahora de un posible armisticio entre los independentistas y las fuerzas realistas españolas. Y asoman dos dificultades insalvables. Una, que explica todo, y es el propósito conciliador de los españoles, que, dice el general de la Torre, no puede verse refrendado por la otra parte: «porque no se reconocía la independencia del nuevo gobierno» (el de Colombia, cuyo presidente era Simón Bolívar). El otro escollo es el político y constitucional; el mismo Bolívar, el 21 de diciembre de 1820, dirige una carta a Morillo, en viaje ya hacia la península, donde le explica la inconveniencia de enviar delegados de Colombia a España para tratar este asunto en Madrid. Bolívar hace ver el carácter dilatorio de esa propuesta, que no haría sino pudrir el hipotético y negociado acuerdo; al tiempo que le explica a Morillo:

Vamos a hablar ahora de otra cosa más importante. Yo no puedo enviar los diputados a España sino después de que se haya reunido el Congreso de Cúcuta, lo que será en todo enero, porque no sé bajo qué condiciones querrá el congreso que se trate con el gobierno español y, por lo mismo, es indispensable consultarle; mientras tanto, estamos perdiendo el tiempo y arruinándonos inútilmente en mantener tropas cuyo número es esencial por ambas partes. Esta dilación debe perjudicarnos, porque si terminado el armisticio no se han arreglado nuestros asuntos, tendremos que empezar las hostilidades.

El tiempo apremia para los independentistas y el Congreso de Cúcuta está a la vuelta de la esquina. Qué difícil resulta combinar en una misma cabeza, y con celeridad, todos esos factores: el tiempo acuciante, la acumulación de tropas militares, la próxima iniciativa en el campo de batalla, los objetivos constitucionales y políticos del Congreso de Cúcuta. Solo la grandeza de un objetivo preeminente permite la suma de todos ellos y su subordinación a la conquista de la independencia de la Gran Colombia y, más allá, de América Latina.

Con esto se quiere recordar que Simón Bolívar no era una suerte de jurista con las manos libres para proyectar todo tipo de construcciones dogmáticas. Tampoco era un espadón, ajeno al Derecho, pues, aparte de su intervención constante en cuestiones constitucionales, comprendía, más que otros de aquellos años, la relevancia y posible aplicación americana de la codificación napoleónica.

A Bolívar, por su ideal de la Gran Colombia, y por su perspectiva militar, le horrorizaban las facciones. Como al norteamericano James Madison (Lacasta, J., 2018), le espantaban las pasiones sueltas, los grupos mayoritarios o minoritarios que esgrimían sus intereses particulares, sus ambiciones y avaricias, quienes pretendían imponerse a los intereses de conjunto situados por encima de todos (en el pensar de Bolívar, la independencia americana de España y el logro de la Gran Colombia). Pero es que, además, en un lugar superior se situaba la estrategia bélica, las buenas armas en su ideario, a fin de lograr esos para él sagrados propósitos. Y esa visión estratégica necesitaba un mando único, lo que no hay que confundir con un general de ordeno y mando, un dictador soldadesco, sino una mente militar que unifique y aglutine todos los esfuerzos en pos de un mismo fin que no es otro que la derrota sustancial y completa del enemigo (España). Así, todo lo que se opusiera a esa unidad estatal, que para él fuera faccioso, el caudillismo de cada cual y lo que dividiera las instituciones o, mucho peor, estorbara la acción del mando único, gozaba de su perfecta antipatía. Porque, en un combate armado, en una guerra, no se toman varias decisiones a un tiempo sino una sola, a la que se subordinan todas las demás posibles acciones bélicas. O dicho en términos más realistas y propios de esta materia guerrera: la independencia de América Latina no se podía alcanzar sin la derrota del ejército español, tanto en los inicios de la batalla de Boyacá como en los finales de Pichincha y Ayacucho.

Este es el contexto que explica las variadas fluctuaciones, entre el constitucionalismo francés y el británico, que dan cuenta, sin embargo, del mantenimiento de dos constantes de la filosofía constitucional de Bolívar: el presidencialismo, pues nada se puede hacer en el juicio de Bolívar sin un Poder Ejecutivo fuerte, y el centralismo que requiere una seria concentración de poderes. De ahí también la hybris, la desmesura de los griegos, que hace presencia en el ideario de Bolívar cuando propone una Presidencia vitalicia en Angostura, perpetua e irresponsable o un Senado hereditario al estilo de la Cámara de los Lores anglosajona. El Presidente, en el modelo de Bolívar tomado del Consulado francés, tenía derecho a nombrar a su sucesor según las pautas napoleónicas en las que se inspira. Con todo, el pensamiento constitucional de Bolívar también es capaz de incorporar ideas genuinas, de corte rousseauniano o jacobino, donde asoma la Virtud de la Revolución francesa, según el Poder Moral encargado de mantener a la ciudadanía en el combate a la corrupción y en el mantenimiento de los aspectos éticos necesarios para toda sociedad, como la educación de la infancia y la instrucción pública; y el Poder Electoral, aunque con criterios restrictivos por motivos de educación y económicos en su composición, que era el encargado de velar por la idoneidad de electores y elegidos, así como por la de los cargos públicos (a tenor del modelo de las Constituciones Napoleónicas de los años VIII y X).

También Bolívar, imbuido del sentido romano y clásico de las dictaduras de la Antigüedad, al modo del célebre Videant consules o período en el que se suspendía la normalidad y los derechos en la República durante un tiempo, en su discurso al Congreso Constituyente boliviano de 1826, recabó para el Presidente vitalicio y con derecho a elegir su sucesor, la comandancia de las fuerzas militares y la potestad de recibir del Congreso todos los poderes necesarios para la salvación del Estado en momentos de peligro extraordinario o guerra. Lo que mereció las justas críticas de Benjamín Constant, quien se carteaba con Bolívar y le objetó los poderes «ilimitados» que pedía e instaurar un régimen -en preciosas palabras- que pretendía «reemplazar la tormenta por la esclavitud». Pues Bolívar, en su obsesión por el rechazo de la anarquía, palabra repetida por él hasta la saciedad, incluso en su testamento final, se dejaba llevar por impulsos políticos en exceso acaparadores de poder y próximos a los desvaríos monárquicos de Napoleón Bonaparte, a quien siempre tuvo como prototipo, deficiente o exacerbado prototipo, constitucional (Gargarella, 2015, pp. 16-17, 34-37, 42-44, 130-133 y 170-171).

Es sorprendente que Gargarella, en su extenso y logrado análisis, se tome en serio el artículo de Karl Marx (2001) sobre Bolívar (Gargarella, 2016, nota 25, p. 34). Más allá de la discusión de la izquierda latinoamericana por la incomprensión de Marx acerca de la liberación e independencia de ese continente, y de la polémica de esa misma tendencia política acerca de la estrategia de concentración de poderes en pos de favorecer las transformaciones sociales, las potencialidades de trasmutación y reformas de calado del presidencialismo (cosa que aún se discute), las opiniones de Marx, con todos los respetos por este autor, que él no tiene por Bolívar, en ese escrito adquieren los rasgos de un despropósito malintencionado. Como no la conoce, Marx no tiene presente que la geografía de América del Sur posee unas dimensiones y unas dificultades de comunicación que no son las europeas. El historiador Tulio Halperin Donghi (1969) narra que, en los libros escolares donde los niños sudamericanos estudiaban la guerra de Independencia, se recogía entre los momentos culminantes la victoria del héroe correspondiente sobre la montaña y el desierto; así aparecía San Martín, que caía sobre Chile a través de los Andes, y Simón Bolívar que irrumpía desde los Llanos en Nueva Granada. Y desde ahí, en efecto, tenía que habérselas Bolívar en la realidad histórica y geográfica con el nudo de breñas salvajes de Pasto, que se situaba entre Nueva Granada y Quito, por donde Simón Bolívar transitó a caballo con sus tropas, y, como San Martín, también atravesó los Andes para dirigirse a Quito y Perú (Halperin, 1969, pp. 44-45).

El único desplazamiento aceptable, pero no pacífico por el curso de las aguas y la presencia de indios de guerra, era el que ofrecían los ríos como el Magdalena, por cuyo curso viajó varias veces Simón Bolívar hasta la costa atlántica. Este artículo de Marx pinta a un Bolívar desde los prejuicios, que nada tiene que ver con las circunstancias reales que al venezolano le tocó vivir (Marx, 2001, pp. 39-74). Un Bolívar cobarde, cuando en la época casi no los había ni entre los militares españoles como el general Morillo (que había sido guerrillero y oficial en el combate peninsular contra Napoleón Bonaparte), ni entre las filas americanas. El valor, y así era las más de las veces, se suponía a unos y otros soldados.

Marx recrea con mala intención la idea de un Bolívar como «Napoleón de las retiradas» (maledicencia acuñada por el caudillo guerrillero Piar). Pero la retirada, dicen los expertos en estos temas, es de por sí la maniobra más difícil. Y, aunque es cierto que Bolívar sufrió derrotas y descalabros, algunos tan terribles como los de Aragua y La Puerta, junto al forzado abandono subsiguiente de Venezuela, aprendió de ellos, recompuso las fuerzas y los revirtió en definitivos triunfos estratégicos. Marx contrapone la disciplina de las tropas europeas que combatían a favor de Bolívar, la Legión Británica (compuesta sobre todo por irlandeses), con el desbarajuste y falta de audacia que pretende encontrar en los nativos americanos. Bueno será que un historiador británico como John Lynch nos recuerde, con documentación de la época, que un llanero de los del ejército de José Antonio Páez, temibles en todos los sentidos y decisivos en la derrota española, tenía que saber domar caballos y enseñarles durante el mismo combate, usar la lanza con cualquiera de sus dos manos; además: «nadar y, en los caudalosos ríos, pelear nadando, enlazar y luchar con las fieras para proporcionarse la carne para el preciso alimento...» (Lynch, 2006, pp. 133).

Es decir, lo más parecido a las fuerzas especiales o comandos de asalto, de los más modernos ejércitos del siglo XXI, en lo que respecta a la subsistencia propia y a aliarse con la naturaleza para buscar ventaja en la confrontación. Pero señala Lynch que Bolívar en persona no les iba a la zaga; tenía en gran estima a los llaneros y podía competir con cualquier soldado en esos mismos términos o capacidades: ¡pero si hasta el propio Marx reconocía por sus fuentes documentales que Bolívar era un jinete excelente! (Lynch, 2006, p. 133).

Marx (2001) describe en Bolívar a un líder sudamericano sin ideas claras que «como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento...» (pp. 45-46). Pero, si se piensa tan solo en los miles de kilómetros recorridos a caballo por Bolívar, incluso en el paso de los Andes y su famosa visión desde el pico del Chimborazo, junto a las distancias recorridas entre Bogotá, Perú y Quito, se comprende a la primera la falsedad prejuiciosa de lo dicho por Marx.

Al decir de los especialistas en su producción como Eugenio del Río, al igual que Friedrich Engels, Marx no era demasiado fino al abordar las diferencias nacionales, que subestimaba, en el seno de la clase obrera, y no fue raro que uno y otro, Marx y Engels, se dejasen llevar por algunos tópicos, opiniones corrientes y molientes y prejuicios étnicos o nacionales (1986, pp. 61-76). Pero en el fondo lo que ocurre es que Marx, en todo su artículo, no atisba para nada esta perspectiva estratégica de Bolívar, que Lynch capta con toda nitidez: «La solución que él favorecía era un enorme Estado-nación con un gobierno central fuerte, algo totalmente distinto del esquema federal de gobierno y de la descentralización del poder de la que eran partidarios los caudillos.» (pp. 133).

Si se recuerda que esa Gran Colombia comprendía lo que hoy son las repúblicas de Ecuador, Colombia, Venezuela y Panamá, se comprenderá la magnitud de la tarea. Proyecto que, si se mira con las gafas de hoy, parece imposible pero, en su tiempo, tenía a su favor la escasa población, la falta de identidades nacionales (no existían) y la necesidad de un mando único, así como de la unificación de recursos, para derrotar a los ejércitos españoles a fin de lograr una presencia airosa en la geopolítica del mundo, lo que a la vez preocupaba lo suyo a Simón Bolívar; todo ello bastante comprensible si se cavila en aquellas condiciones geográficas y políticas. Hoy, desde las nacionalidades formadas, es difícil imaginar la creación de aquella nacionalidad nueva; entonces, sin prejuicios nacionales ni naciones artificiosas, resultaba algo factible. Que el proyecto, incluso en condiciones constitucionales aprobadas en el texto de Cúcuta de 1821, comenzase de verdad con la unidad institucional de Colombia, Venezuela y Quito, cuando era el Estado el que creaba la nación o las naciones y no a la inversa, debería ser motivo suficiente para dejar de presentar a Bolívar como un soñador, un profeta o un visionario.

Es menester así mismo hacer hincapié en la orientación estratégica de su acción militar, ya que Karl Marx intenta desprestigiarla. Uno de los máximos teóricos de la guerra en sus diferentes dimensiones, como guerrilla, acción de movimientos o de posiciones es, qué duda cabe, Mao ZeDong o Mao Tsetung. De quien no se va a hacer aquí un balance, que sería altamente desfavorable por el lado de los derechos humanos y por sus numerosos crímenes de lesa humanidad. Sino que nadie, Raymond Aron (1987) tampoco, discute su profunda reflexión militar que derrotó al Japón, al Kuomintang nacionalista y puso en un brete a los EE. UU. con la guerra de Corea. Si los chinos aceptan su poderosa efigie en los billetes de curso legal en el siglo XXI, no es porque no sepan de su crueldad, sino porque conocen que Mao sacó a China del sempiterno lugar colonial de las naciones vencidas y humilladas por Occidente.

Pues bien, Mao desmenuza en qué consiste la incompetencia militar a propósito de los errores cometidos por el fortísimo ejército de Japón; y cataloga un test de los mismos que nos va a servir para sopesar la estrategia de Bolívar. Fuerzas armadas niponas que subestimaron a los chinos, lo que es el primero de los grandes errores de sus generales y estados mayores.

Jamás se le pasó por la cabeza a Bolívar subvalorar nada ni a nadie en la guerra, entre otras cosas porque conocía muy bien a los españoles y en concreto a muchos de sus oficiales. Sabía a la perfección las derrotas por la guerrilla y en el campo de batalla de todo un Napoleón Bonaparte a manos de los españoles. No hay más que ver, por ejemplo, el respeto y la diplomacia con la que se dirige al general Pablo Morillo en su correspondencia. La falta de dirección principal del ataque y la ausencia de coordinación estratégica no se le pueden adjudicar a Simón Bolívar quien, desde sus primeras acciones como brigadier libertador en el curso del río Magdalena, se desveló por aunar esfuerzos e imponer el mando único con objetivos muy claros en lo militar y en lo político. Y quizá esa fuera, por el contrario, su principal virtud; la que le obligó, como Comandante, a poner firmes a Francisco de Paula Santander y a Manuel Castillo, quienes no entendían, ya en sus inicios, el carácter ofensivo de esa guerra y pretendían la fortificación de las, para ellos, infranqueables fronteras con Venezuela y la posición defensiva de las tropas (Liévano Aguirre, 1989, t. 2, pp. 804-806). El desaprovechamiento de las oportunidades estratégicas es algo tan discutible, y requerido de un minucioso balance, como su aprovechamiento, pues Simón Bolívar propició las dos conductas pese a prevalecer al fin la victoria de manera aplastante. El aniquilamiento del enemigo, que no su desgaste, algo que está presente en la filosofía del arte de la guerra desde Nicolás Maquiavelo, se concretó en el propósito constante de Simón Bolívar de lograr que las fuerzas españolas no pudieran reorganizarse ni levantar resistencia alguna posterior, lo que se expresó más que nada desde la operación Reconquista de Pablo Morillo (Mao Tsetung, 1971, t. 2, pp. 184-187).

La biografía de Lynch, o la más clásica de Indalecio Liévano Aguirre (2001) ayudan a desbaratar de inmediato lo retratado de manera prejuiciosa y mal informada por Karl Marx. Las diferencias sobre tal o cual aspecto de la vida de Bolívar no tienen mayor importancia si no se tuercen con fines políticos destemplados de izquierda o derecha. Así, el origen aristocrático de Bolívar, al que tantas vueltas le dan sus detractores, no ha de decir más que estuvo en condiciones, que otros no tuvieron por su origen social, de recibir una educación ilustrada, una formación militar y viajar por Europa y el mundo. Formación elevada que puso sin duda al servicio de la causa de la derrota del Imperio español y del triunfo estratégico de la Gran Colombia. Y es un retrato bastante exacto de su situación final, en la ruina y arruinado por mor de esa causa de la liberación americana, el dibujado por Gabriel García Márquez (1998) en su novela histórica El general en su laberinto.

Que la historia repercute en el presente constitucional nos lo demuestra la contraposición, tan colombiana, aún hoy, entre Francisco de Paula Santander presentado como el hombre de las leyes y, de paso, el de Nueva Granada, frente a Simón Bolívar el soldado, el hombre de armas. El contraste tiene no poco de nacionalismo pretencioso, y es forzado, pues la imagen militar cae del lado de un venezolano y el orden legal del costado de la actual Colombia encarnada en Santander.

Armas y letras en contradicción, de lo que algunos intelectuales colombianos desprenden su gusto cultural por las leyes, la Constitución y las letras; elección que explica, según el profesor Almonacid (2014), el rechazo de Colombia a los caminos de la dictadura, ya fuere la de Bolívar o las tradicionales sufridas por América Latina (Almonacid, 2014, p. 41). Sin embargo, un solo dato, que da el mismo Almonacid, desmonta tan embellecedora teoría: la segunda reelección del presidente Álvaro Uribe Vélez en el año 2010, que recabó para sí la figura de Santander como Hombre de las Leyes.

En efecto, la Corte Constitucional convalidó esa reelección, pero la opinión pública colombiana conoció el alto grado de corrupción y trapacerías que llevó consigo ese proceso bajo el nombre periodístico de la «yidispolítica» referido al caso de Yidis Medina, diputada condenada el 2008 por la Corte Suprema, por cohecho, al recibir dádivas por su voto favorable a la reelección de Uribe. Lo que puso de manifiesto, una vez más, que la Constitución colombiana puede que se vea como una vacuna contra las dictaduras, pero no lo es contra la corrupción ni contra la guerra, cuyas armas lo son de un combate bélico que ha durado más de medio siglo y convive a la vez con el máximo texto normativo (Calle, 2014). Episodio de la «yidispolítica» que ejemplificó una seria crisis de legitimidad del propio Estado colombiano, según recuerda una vez más Javier Giraldo (2011).

La Sentencia 173/08 de la Corte Suprema había decidido que el Acto Legislativo para la reelección del presidente Álvaro Uribe Vélez era inválido por cuanto se sustentaba en un delito comprobado por sentencia firme (el cohecho de Yidis Medina). Pese a ello, la Corte Constitucional refrendó dicho Acto Legislativo 02 del año 2004 y dio vía libre a la reelección presidencial por Sentencia C-1040/05 y, sobre todo, por su Auto 156/08, mediante el que se inhibió de revisar y anular dicho Acto de reelección. Giraldo se indigna así mismo porque los medios de comunicación silenciaran y escondieran el Salvamento de Voto del magistrado Jaime Araújo, pese a su indudable claridad. En él, Araújo demostró que, según el Reglamento de la Corte Constitucional, los votos válidos no llegaban al mínimo reglamentario. Eso, en el plano formal; pero en lo material, afirmaba Araújo con toda precisión que «El Acto Legislativo 02 de 2004 fue originado en un acto jurídico ilícito y delictual, y por tanto también inconstitucional siendo nulo de pleno derecho». De ello deduce que el Gobierno fue elegido gracias a un delito, que ha usurpado el poder y que si los ciudadanos recurren a la desobediencia civil, están en su pleno derecho. Pero ese Salvamento de Voto tiene otros rasgos más inquietantes, al decir de Giraldo. Demuestra que la Corte Constitucional tampoco es inmune a la corrupción ni a la cooptación por los poderes de facto. Añadamos que el no resuelto todavía caso Pretelt y las maniobras dilatorias que lo acompañan son una desdichada muestra completa de esa viciosa tendencia. Pese a haber alimentado esa Corte no pocas esperanzas de reconstrucción del Estado de Derecho planificado por la Constitución de 1991. Ciertamente, esa reelección presidencial significó un quiebre jurídico de la Corte Constitucional difícil de reparar.

2. Kelsen como capital simbólico de la sociología jurídica. Teoría pura, nacionalismo católico y realidad social en Colombia

En la Teoría impura del derecho de López Medina (2004) se soslaya el factor religioso como constructor del campo jurídico colombiano. Noción esta última que se emplea en el significado sociológico que a campo le atribuye Pierre Bourdieu (1984): a) un escenario de luchas propio de toda plataforma social; b) allí donde diversas fuerzas se dan cita; c) que toman posiciones sobre ese mundo social en aras de conservar y aumentar su poder y d) durante una situación no estática, sino dinámica, en la que los agentes no ocupan sus espacios de una vez por todas (pp. 25-26). Método que deviene también válido para analizar sociológicamente, como escenarios de confrontación de fuerzas y mantenimiento del poder, el campo científico, la investigación académica y la Universidad. Pero el campo jurídico es también un microcosmos y ha adquirido sus específicas fronteras, que solo pueden traspasar aquellas personas que son juristas ejercientes o de profesión, teóricos y prácticos. Categorías conceptuales de la sociología de Pierre Bourdieu (campo, capital simbólico, habitus, etcétera), no poco aplicables en la sociología jurídica, las cuales han sido bien expuestas en Colombia, en edición conjunta con la Embajada de Francia en ese país, por los sociólogos Álvaro Moreno Durán y José Ernesto Ramírez (2013).

La actitud de López Medina (2004) hacia la religión no es casual sino teorizada y este profesor intenta justificarla en una apretada nota a pie de página. Allí afirma que él ha intentado edificar en ese libro una teoría nacional y comparada del derecho, para lo que se propuso romper con la caracterización de Colombia como un país y un sistema jurídico moldeados por el catolicismo y que es preciso ir a «los textos y prácticas que efectivamente moldean esa conciencia.» (p. 345). Lo que ocurre es que los textos (doctrinales, académicos, legales) y las prácticas (judiciales, universitarias) nos dan un tipo de conciencia muy interesante, pero muy limitado, que es la conciencia profesional, la de los jueces, abogados litigantes, profesores y estudiantes de derecho. Por decirlo en términos sociológicos, a este análisis de López Medina le sobra algo de introspección que, en las dosis convenientes, siempre es necesaria para ver el derecho desde dentro, pero le falta no poco de observación exterior, social, la cual es imprescindible para saber su relación, la del campo jurídico, con el poder y su historia concreta. Con esos límites profesionales de introspección se explica, en Colombia, España o Francia, esa yuxtaposición entre el capital simbólico de Kelsen y la actividad legalista, junto a la mentalidad positivista propia de los profesionales del derecho en esas y otras latitudes (Bourdieu, 1986, pp. 3-19). Kelsen como capital simbólico de los juristas, concepto pertinente de Bourdieu -dicho capital simbólico- referido a la adquisición y acumulación de valores considerados legítimos y compartidos por los grupos sociales, en este caso las personas profesionales del derecho, que de esa manera lo hacen suyo. La credibilidad, reputación, reconocimiento sostenido de Kelsen entre el mundo de las personas juristas, así como de los tribunales o cortes constitucionales de tantos países en buena medida inspirados en su teoría, así lo avalan.

Sobre el campo jurídico de Occidente, Bourdieu ha explicado que en una vida del derecho bastante equilibrada y progresiva después de la Segunda Guerra Mundial, en una democracia afianzada, se percibe la aportación de Kelsen en el plano teórico como una gestión similar a la estructuralista de Ferdinand de Saussure en la lingüística, cuando excluye toda consideración histórica, geográfica y sociológica, para pasar a ocuparse del puro funcionamiento de la lengua y sus transformaciones. Lo que significa, según Bourdieu, considerar así el éxito de Hans Kelsen en el seno del campo jurídico: «no es más que el límite ultra-consecuente del esfuerzo de todo el cuerpo de los juristas para construir un cuerpo de doctrinas y reglas totalmente independiente de las molestias y las presiones sociales, encontrando en él mismo su propio fundamento.» (Actes de la Recherche en Sciences Sociales, no 64 de 1986, pp. 3-19).

Dentro de esas reflexiones de Bourdieu sobre los juristas de oficio encajan desde luego las propuestas de López Medina. Sin las molestias de la religión ni las presiones sociales inherentes a la excepción, la violencia y la guerra en Colombia. Por más que, tozudos, estén bien presentes y en liza viva todos estos elementos sociológicos. Amén de reiterar aquí algo que es de cajón, en castiza expresión española, consistente en recordar que Colombia no es Europa, que tiene sus problemas como la guerra inherentes al sistema constitucional, lo cual se dice desde lo específico de la sociedad colombiana y lejos, muy lejos, de cualquier mirada por encima del hombro desde ninguna perspectiva. Porque el formalismo jurídico al que dan lugar la Teoría pura de Kelsen y los códigos civiles no tiene el mismo efecto social en Europa que en Colombia; donde no se puede ni se debe reducir la conciencia de los juristas a la dialéctica formalismo-antiformalismo y a cómo la viven los operadores jurídicos, sus textos y su praxis. Javier Giraldo, buen conocedor de la Filosofía del Derecho, ha desvelado los efectos perversos de esa visión predominante de Kelsen y el positivismo jurídico en las Facultades de Derecho colombianas (pp. 1-13). Para Giraldo (2011) el jurista irresponsable ante la sociedad puede escudarse muy bien tras las tesis kelsenianas de la pureza jurídica e impureza moral:

En su obra clásica La Teoría pura del Derecho, afirma tajantemente que si alguien pretende evaluar la validez de las normas jurídicas con un criterio de justicia, por ello mismo se coloca por fuera de los criterios fundantes de un orden jurídico, y que si alguien considera el derecho como sistema de normas válidas, tiene que prescindir de la moral, y quien considere la moral como sistema de normas válidas, tiene que prescindir del derecho.

Asimismo, la función de la Teoría impura viene a recordar más bien a los laboreos historiográficos que presentan una Colombia libre del militarismo y las dictaduras de otros países latinoamericanos, cuyos valores democráticos y liberales han sido barreras para golpes más o menos soldadescos y donde no flota sino un desarrollo institucional acogedor y en homologación con los parámetros de los poderes surgidos de las urnas en Europa y en los EUA. Tal y como lo efectúa el ensayo La nación soñada de Eduardo Posada Carbó (2006). Incluso se llegó a presentar Colombia, por su continuidad electoral, como la democracia más estable del continente. Es decir, no estamos ante una visión positiva, como pretenden los autores y encomiadores de esta interpretación, sino delante de una irreal Colombia sin conflictos.

En el plano jurídico, el mismísimo Hans Kelsen (1979) desaprobaría que se le utilizase como pretexto para soslayar los problemas sociales. Como decía en 1934 en su Teoría pura del derecho: «El ideal de una ciencia objetiva del derecho y el Estado solo tiene perspectiva de un reconocimiento general en un período de equilibrio social» (pp. 10-12).

Tal equilibrio social es, desde luego, inexistente hoy día en Colombia; donde propugnar una ciencia jurídica objetiva puede significar mirar hacia otro lado. Habría que volver a Immanuel Kant y a su concepto de crítica que analiza, de modo científico, lo que hay de negativo y positivo en un mismo objeto de investigación. Kant advertía con lucidez que los errores, insuficiencias y despropósitos en lo que se dice y hace, pueden tener su causa, con toda sencillez, en la falta de estudio y en la ausencia de una teoría seria (Kant, 1968, vol. VIII, pp. 273-314). Claro está que esa crítica kantiana exige o lleva consigo una autocrítica, pues es el sujeto el que conoce. Pero, ese no es el fuerte de laboratorios de sociología costumbrista como el de Serrano (2016, pp. 26, 170 y 251).

El autor de ¿Por qué fracasa Colombia? nos presenta, más bien, y en una contradicción flagrante del contenido con el título de su obra, que los clásicos denominaban ignorantia elenchi, las palancas cotidianas del triunfo tranquilo de la vida colonial durante 300 años.

Bolívar es retratado, ya se dijo, ¡como un «extranjero»!, que atenta contra el orden católico tradicional de Nueva Granada. Y se rechaza en sus páginas a intelectuales colombianos críticos y autocríticos, como Álvaro Tirado Mejía (1984), a quien reprocha sus construcciones de la identidad nacional desde «las ideas liberales y la Independencia». Podría extender también el reproche hacia su atención preferente, la de Tirado Mejía, por la justicia social, los derechos humanos y la dignidad de la persona, junto a la redistribución de la renta, que, de cierto, están al completo ausentes del ensayo de Serrano.

De otra parte, en este mismo trabajo se afirma que el propósito central de la organización política española Podemos es (textualmente) «vivir sin trabajar». Es más, pone en su boca que «aspira a que el país sea rico y que todos los individuos sean recompensados sin trabajar» y sostiene que «estos individuos -los de Podemos- siguen repitiendo esa retórica frenéticamente sin saber ni querer creer que eso es irrealizable» (p. 26, 170, 251). Se puede pensar lo que se quiera de esa organización política española. Pero ¿dónde, cómo, cuándo, en qué medios, qué concretos dirigentes o militantes han planteado lo que afirma Serrano? Por el contrario, quienes han elaborado o colaborado con los programas económicos de Podemos, como el economista Viçens Navarro y el mundialmente famoso Thomas Piketty, han llamado la atención, con fórmulas más o menos neokeynesianas, sobre la necesidad urgente de la creación de empleo en la sociedad española. Porque el paro no ha bajado en varios años del veinte por ciento de la población (lo cual es monstruoso). Es más, el acercamiento de buena parte de la juventud, varios millones de personas votantes, que se dice pronto, a Podemos, se debe al hastío que producen cifras de hasta el 50% de parados entre la gente joven española.

Lo que ocurre es que Serrano no cita fuentes, no se apoya en documentos ni en análisis explícitos o ideas escritas y estudiadas, y entonces, como el historiador sin historia, lo que hace es contar lo que quiere y confirmar los estereotipos y prejuicios ultraconservadores de la sociedad colombiana. Y tampoco le preocupa la tradicional ausencia, o gran debilidad, en la participación política de las organizaciones de izquierda, en Colombia. Esto es, una quiebra casi al completo del principio constitucional del pluralismo político, fenómeno que Serrano intenta explicar por la fuerza del conservadurismo de la sociedad, pues ni siquiera se le ocurre mentar el exterminio y exclusión programada de las mismas (como el horrendo caso de la Unión Patriótica y sus varios miles de militantes asesinados).

En fin, huye Serrano de pronunciar la palabra guerra que, sin embargo, es parte notoria, bien que de diversas maneras, de la historia y cultura constitucional colombiana (Calle, 2015). No obstante, afirma el popular ensayista «a pesar de que no se puede negar la importancia de la violencia, se trata de algo episódico, reciente, similar a la de otros pueblos en transición hacia una caótica pero urbanizada modernidad, y no de algo constitutivo de la esencia de la nacionalidad» (Serrano, 2016, p. 26).

Se entiende que se desee otra Colombia en paz y apoyada en los muchos aspectos provechosos que, sin duda, son atributos fuertes y positivos de ese país; como la introducción de una seria cultura de los derechos de la ciudadanía a través de las nuevas sentencias de la Corte Constitucional. Se comprende el hartazgo de muchas personas colombianas de la imagen bélica y violenta que día a día transmiten de su patria los informativos de las televisiones de todo el mundo, pero también o más las colombianas. Pero no se han de confundir los deseos con las realidades, sobre todo cuando la peor manera de erradicar los males y las tribulaciones que les acompañan consiste en ignorarlos. Antes que las alternativas están los diagnósticos y estos no nacen si no hay un previo y minucioso análisis de la realidad social. Y a propósito de esta, lo que en el fondo hay que preguntarse en Colombia es si tienen razón de ser aquellas crudas observaciones de López Michelsen, porque, a juicio de quienes esto escriben, por desdicha perviven los mismos males:

Resulta de lo anterior que la característica saliente de las sociedades latinoamericanas, que raras veces escapa a la perspicacia del extranjero, pero que los propios nacionales nos negamos a admitir, es la existencia de una alta clase social gobernante, pese a los distintos nombres y partidos en que aparece dividida la clase política, en oposición a una masa mísera e inculta, que desconoce por entero los valores de que se alimenta en el orden espiritual la clase dirigente (López Michelsen, 1955, p. 39).

Y en la estricta dimensión jurídica, quizá el desacuerdo de fondo con la Teoría impura, que también obvia los conflictos sociales y en cierto modo la estructural desigualdad colombiana, sea de cariz filosófico y estribe más en lo que significa la palabra conciencia. Que en este nuestro trabajo trasciende lo profesional y jurídico para adentrarse en su carácter social, pues es una de sus modalidades conceptuales recogidas por la autorizada opinión filosófica de José Ferrater Mora (2002, t. 1, pp. 138-141).

CONCLUSIONES

El pensamiento correcto colombiano es una tendencia que hace de la Constitución y del Derecho un armazón fosilizado, útil a los intereses de quienes desean que nada cambie en un país en el que la desigualdad hiere todos los días nuestra vista y hábitos.

Lugares comunes, tan colombianos, como la comparanza del hombre de leyes, Santander, versus el guerrero Simón Bolívar; la exaltación de una Colombia amante de la legalidad, ajena a la influencia del derecho natural y la religión católica, además de ser la democracia más estable de América Latina nada proclive a las dictaduras, entre otros, se encuentran en libros de mucho éxito en el país, de los citados autores Serrano, López o Almonacid.

La aplicación de la idea del pensamiento correcto al ámbito jurídico y político es útil para evidenciar el perjuicio que causan los tópicos que lo conforman, a la cultura jurídica y la sociedad colombianas, pues contribuyen a obstaculizar el avance de ideas emancipadoras y progresistas que impulsen la igualdad y la justicia sociales.

Esas creencias tan arraigadas, y aceptadas sin mayor reflexión, también han servido para reforzar el Mito del legalismo consistente, por un lado, en establecer vínculos muy estrechos entre los intereses de los estamentos acaudalados y las formulaciones positivas del Derecho Público y Privado, y por el otro, hacer aparecer ese legalismo como máxima expresión de la Justicia y el Derecho.

Ya lo había denunciado Liévano Aguirre (1989): «El orden jurídico no se ha entendido entre nosotros como una forma de regular el cambio (... ) sino como el instrumento eficaz para petrificar situaciones estancadas, como el custodio de la heredad de los poderosos y la armadura de los instintos retardatarios y conservadores de aquellos sectores de la comunidad en los que se ha concentrado periódicamente la riqueza» (768-769).

Cargas de profundidad que, por su sentido autocrítico, conservan toda su vigencia ética para la actual Colombia. Ese regusto de la clase política y los gobernantes colombianos por la legalidad formal, además de revelar una inclinación cultural y una formación retórica muy española, no han impedido que la desigualdad en el siglo XXI sea también insoportable y escandalosa. Porque no hay una contraposición colombiana entre las armas de Bolívar y las leyes de Santander, como no existe en Bogotá una Atenas Suramericana.

Más bien, según Liévano (1989): «la historia de la República se presenta como una controversia idílica entre la Ley y la arbitrariedad, el derecho y la tiranía, y ni siquiera existe el calificativo típico para designar un fenómeno que ninguna nación hispanoamericana ha padecido tanto y tan frecuentemente como Colombia: el asalto del Estado, cumplido periódicamente y a nombre de la Libertad, por una plutocracia insolente y reacia a permitir que el gobierno sirva a intereses distintos a los suyos» (pp. 769-770).

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* Este artículo es producto del Proyecto de Investigación Paz-Der-2463/2017, financiado por la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad Militar Nueva Granada (UMNG), titulado «El derecho humano a la paz. Su proyección en la función social de la Fuerza Pública como constructora y garante de la paz (I Fase)». Las ideas esbozadas en este escrito son tratadas de forma integral en: Calle, M. & Lacasta, J. (2018). De la guerra a la paz. Un estudio crítico sobre la cultura jurídica colombiana y española. Bogotá: Editorial Neogranadina.

Recibido: 23 de Mayo de 2017; Aprobado: 02 de Junio de 2018

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